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La Reforma universitaria

Alma Mater. Universidad de La Habana Foto Cubadebate

Por Graziella Pogolotti

Transcurría el año 1918 cuando en Córdoba, Argentina, estallaba un brote renovador que muy pronto, como mancha de aceite, se extendería a la América Latina toda. Un siglo después de haberse desgajado nuestras repúblicas del dominio de España las universidades permanecían anquilosadas.

La propuesta transformadora de los jóvenes argentinos incluía aspectos de orden académico, pero se proyectaba mucho más allá. Problematizaba, en términos innovadores, la función del alto centro docente en la sociedad. Estudiantes asumían responsabilidades políticas, culturales y educacionales con vistas a salvar las brechas que los separaban de las masas populares desamparadas.

Aunque el contexto desfavorable cercenó la realización total del propósito, el modelo introdujo algunos cambios. Aparecieron en todas partes departamentos de extensión cultural que, en alguna medida, trataron de paliar las deficiencias de las políticas gubernamentales y, sobre todo, a partir de entonces las universidades se convirtieron en focos de fermento de ideas y de participación juvenil en la vida pública.

En Julio Antonio Mella coincidieron el cuerpo atlético y la inteligencia poderosa, dotada para conjugar el análisis de la realidad concreta con la lectura provechosa, libre de esquemas y simplificaciones dogmáticas, de Marx y Martí. Asimiló la lección renovadora de la Reforma universitaria de Córdoba. Animó la fundación de la FEU, intentó depurar el claustro de los profesores adocenados y dio cauce a la creación de la Universidad Popular José Martí, destinada a la formación de la clase obrera.

Asesinado en México por la tiranía de Machado, algunos logros iniciales fueron cercenados. Pero la semilla estaba sembrada. La juventud universitaria se lanzó al combate. Dejó una estela de mártires, a quienes se les rendía homenaje cada 30 de septiembre, fecha de la caída de Rafael Trejo en 1930.

La tradición se radicalizó al perpetrarse el golpe de Estado de Fulgencio Batista. Las universidades se convirtieron en centros propulsores de acciones combatientes que trascendían la voluntad de derrocar la dictadura. Había que modificar las raíces de un sistema conformado por la dependencia del capital foráneo y los rezagos del neocolonialismo.

Sin embargo, el proyecto reformador de la enseñanza había quedado trunco. Al cumplirse un año de la Campaña de Alfabetización tomaba cuerpo el rediseño integral de la educación superior. Para fundar soberanía en el área del conocimiento se abrieron las hasta entonces inexistentes facultades de Economía y Biología.

En la base de la pirámide, el departamento devino la célula básica que articulaba investigación y docencia, configuraba programas y planes de estudio, planeaba la superación permanente del claustro y emprendía la urgente actualización y modernización del saber en los distintos ámbitos de la ciencia. En la Universidad Central de Las Villas, el Che había llamado a los centros de educación superior a pintarse de pueblo.

Para los profesores de entonces, muchos de ellos novicios, se planteaba un desafío gigantesco de estudio y búsqueda de amplias fuentes bibliográficas. Era una carrera contra el tiempo, porque los estudiantes de nuevo ingreso estaban tocando a las puertas. En algunas áreas pudo contarse con la colaboración de especialistas procedentes de otros países. Llegaron de la América Latina, de Europa occidental, de Estados Unidos y de los países socialistas. Deslumbrados por los rasgos singulares de una Revolución triunfante que enlazaba el movimiento de liberación nacional con la proyección hacia el socialismo, los movía un generoso espíritu solidario.

Inmersos en el empeño de participar en la edificación de un país, no habíamos cobrado conciencia de tener una asignatura pendiente. No bastaba con instruir. Era necesario formar. Para hacerlo, resultaba indispensable conocer la Cuba que habíamos heredado. Pasar de la concepción teórica de la naturaleza del subdesarrollo al contacto concreto con sus dimensiones sociales y culturales.

Fidel convocó a impulsar un trabajo de animación sociocultural en zonas intrincadas de la isla. Con entusiasmo misionero acopiamos un muestrario de imágenes de las artes visuales y selecciones de textos literarios. Marchamos dispuestos a enseñar. Topamos entonces con el universo largamente marginado en lo profundo de la sociedad. Nos sentimos desarmados. Comprendimos la necesidad de forjar herramientas para edificar el diálogo con el otro. De maestros nos convertimos en aprendices. Modificamos definitivamente nuestra noción de cultura, entendida ahora desde perspectivas antropológicas y sociales.

Integrada al proyecto transformador revolucionario, la Reforma universitaria modernizó la enseñanza. Abrió la mirada hacia anchos horizontes. Siguiendo el precepto martiano, injertó el saber del mundo en el tronco de nuestras repúblicas.

Tomado de: Juventud Rebelde

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Fidel y la educación

Fidel Castro Ruz Foto Vanguardia

Por Graziella Pogolotti

Fidel concibió la educación como uno de los ejes fundamentales en la estrategia orientada a la conquista de la soberanía, la justicia social y la necesaria lucha contra el subdesarrollo. Para lograr tan ambiciosos propósitos transformadores, había que introducir profundas reformas estructurales, a la vez que se procedía a la construcción de un sujeto crítico, capaz de asumir con plena conciencia el proceso emancipador.

A pocos años del triunfo revolucionario se emprendieron, en rápida sucesión, la Campaña de Alfabetización, la Reforma Universitaria, que arribará a su sexagésimo aniversario en el próximo 2022, y la fundación de los primeros centros de investigación científica. El plan de becas viabilizó el acceso al estudio de niños y jóvenes procedentes de los sectores más humildes. Vencido el analfabetismo, se implementaron vías para garantizar la superación permanente de las grandes mayorías. En muchos centros de trabajo las oficinas se convertían en aulas después de la jornada laboral. Del dominio de las primeras letras se pasaba al empeño por escalar el sexto grado.

La escuela es el ámbito formal a través del cual los educandos adquieren instrucción, habilidades, formas de convivencia y principios éticos esenciales. Le corresponde favorecer el despertar de curiosidades, germen del indispensable acceso a las realidades del mundo y acicate para la preparación de futuros investigadores e innovadores.

Para el logro de la complejísima operación de formar ciudadanos, instruir representa el primer peldaño en la delicadísima misión de estimular inteligencias y afinar sensibilidades.

Se requieren planes y programas que conjuguen la preservación de la memoria viva —hecha de historia y tradición, raíz de identidad— con la proyección hacia una modernidad caracterizada por desafíos sin precedentes planteados por avances tecnológicos que se articulan a un pensamiento neoliberal invasivo, a la depredación del planeta, a la exacerbación del individualismo, al desplazamiento de la competitividad en detrimento de la solidaridad, a la profundización de las desigualdades, al socavamiento perverso de las funciones del arte y la cultura y a la manipulación de las conciencias por parte del poder hegemónico. En ese mar de conflictos habrán de estar comprometidas las nuevas generaciones.

Planes y programas de estudio, métodos de enseñanza despojados de autoritarismo ofrecen herramientas para ingresar en el universo del mañana. Pero el papel fundamental descansa en la tarea insustituible del maestro, figura que reclama con urgencia el debido reconocimiento social, denominación genérica que, violando las normas de la ortografía, habría que escribir siempre con mayúscula. Merecedor de una justa remuneración salarial, su formación actual exige un permanente y riguroso plan de superación que conduzca a eliminar deficiencias palpables en muchos resultados docentes en lo referido al dominio de la lengua materna y de la historia, con la aplicación de prácticas destinadas a estimular el ejercicio del pensar.

La educación corresponde a la escuela. Pero no solo a ella. El hogar armónico y funcional transmite memoria, siembra valores y promueve expectativas de vida. El entorno edificado, libre de desechos, con calles y aceras primorosamente preservadas, imponen al transeúnte el respeto a las normas básicas de conducta para la conservación de un hábitat que todos compartimos. No menos importante resulta el rescate de las delimitaciones entre espacio público y privado. Después de meses de confinamiento, el regreso a la normalidad se manifiesta en el estallido atronador del ruido. Los antiguos pregones, ajustados a la medida de la voz humana, modelados por nuestra tradición musical, han sido sustituidos por bocinas que repiten el mismo monótono mensaje y perforan el oído de quienes, en el hogar o en el centro de trabajo, disfrutan del merecido descanso o requieren la indispensable concentración para llevar a cabo cumplidamente su tarea. Las noches tampoco deparan el reposo que todos demandamos, cuando festejos y bares perturban la tranquilidad hasta altas horas de la madrugada.

Maestro del arte de la comunicación, Fidel fue un educador incansable y sistemático. Rompió los esquemas establecidos para la oratoria por la retórica al uso, tan frecuentemente empleados por la demagogia política que aún opera en las campañas electoreras en muchos lugares del mundo. En relación directa con el pueblo, su interlocutor privilegiado, comprendió la naturaleza del intercambio entre la pantalla del televisor y su destinatario, instalado en la intimidad del hogar. Supo adoptar en este caso, un eficaz estilo conversacional. Como lo afirmó en alguna ocasión, compartió con el oyente «el parto de las ideas», modo de poner en práctica un productivo ejercicio del pensar. Su extraordinaria capacidad comunicativa le permitió extender el diálogo implícito a las concentraciones masivas en la Plaza de la Revolución. Esa facultad inspiró al Che una reflexión constitutiva de uno de los hilos conductores de El socialismo y el hombre en Cuba.

Forma y contenido se fundían armónicamente en un propósito común. El pueblo tenía que convertirse conscientemente en protagonista de una historia, crecer para arrostrar los mayores desafíos.

En un recorrido que se extiende desde la euforia del triunfo de enero hasta sus memorables palabras en el Aula Magna, lugar y circunstancia cargados de simbolismo, siempre afrontó la verdad en toda su esperanza, analizó los problemas de la Isla en su contexto específico y también en el de un planeta del cual, de manera ineludible, formamos parte. Nunca evadió encaminar el análisis de los fenómenos en su más intrincada complejidad.

Compleja es la época que nos ha tocado vivir. Tenemos que superar enormes obstáculos objetivos. Para lograrlo es indispensable la formación de un sujeto lúcido y participante. Su desarrollo pasa por el camino de la educación.

Tomado de: Juventud Rebelde

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Le decían magistra

Vicentina Antuña. Pedagoga, ensayista, filósofa y política cubana. (1909-1993)

Por Graziella Pogolotti

Para nosotros, iniciar los estudios universitarios significaba dar un salto hacia adelante en un proceso de aprendizaje que integraba el crecimiento intelectual y el acceso a una realidad social más compleja. Mis inclinaciones personales se centraban en la búsqueda de respuestas ante los problemas planteados por la contemporaneidad en sus aristas culturales y humanas. Todo parecía distanciarme del arduo esfuerzo impuesto por el estudio del latín clásico. Pero aquella mañana, en el tempranero primer turno de clase, nos recibió la amplia sonrisa de Vicentina Antuña, respaldada por una aureola transmitida por generaciones.

Le decían magistra, modo de reconocer la estatura de una enseñanza que sobrepasaba en su alcance el estrecho dominio del aula, donde habríamos de vencer los escollos de la Gramática hasta llegar a traducir textos de Julio César y de Salustio, a la vez que preservábamos para siempre en la memoria las fábulas de Fedro inspiradas en Esopo. Lo esencial de la enseñanza no se limitaba a los arcontes de Grecia, porque el tronco habría de estar en nuestra república. El rigor pedagógico y académico, necesario en todo proceso formativo, se complementaba con el diálogo informal, que daba apertura a un aprendizaje extracurricular enfocado hacia los más amplios horizontes.

En efecto, a la salida de la clase, Vicentina se instalaba en la minúscula cafetería para disfrutar una tacita de infusión. Allí la rodeábamos. Sin considerar límites de horario, la estancia se prolongaba con debates que abordaban los más acuciantes problemas de la contemporaneidad, atravesados por el acontecer de la política y por nuestras inconformidades respecto al adocenamiento de la enseñanza universitaria.

Movidos por la intransigencia juvenil, adoptábamos a veces posiciones de extrema intolerancia. Vicentina nos incitaba a matizar el análisis. Una llamada de atención sobre la responsabilidad inherente al ejercicio de la crítica dejó una impronta definitiva en mi conducta posterior. La autoridad de su palabra dimanaba de su actitud ejemplar en el aula, de su respaldo a muchas de nuestras iniciativas y de su proyección social a través de una práctica concreta en el enfrentamiento de los males que lastraban la vida republicana, todo ello apuntalado en irrenunciables principios éticos.

Participó activamente en la organización del movimiento feminista cubano, asociado a las posiciones más progresistas. Desde la Sociedad Lyceum, como parte de su directiva, contribuyó a crear un espacio de resistencia cultural que brindó apoyo a la vanguardia artística desamparada por las instituciones oficiales, proyectó hacia el ámbito público la voz de los más connotados intelectuales de la época, con énfasis en reputadas figuras comprometidas con la defensa de la República Española, así como la de personalidades latinoamericanas representativas de lo más avanzado del continente. En los días de la dictadura de Batista, la institución amparó la exposición Homenaje a Martí.

Ante la crisis irreversible de la República neocolonial, Vicentina se decidió a intervenir en la vida política. Se encargó de la sección femenina del Partido del Pueblo Cubano (Ortodoxo). Ya bajo la tiranía batistiana asumió un ramal de la resistencia cívica del Movimiento 26 de Julio.

Su trayectoria docente, su proyección social y su conducta cívica le confirieron un sólido reconocimiento en los campos de la cultura y la educación. Con ese respaldo, encabezó la Dirección de Cultura del Ministerio de Educación después del triunfo de la Revolución. Junto a Vicentina Antuña, el poeta José Lezama Lima, fundador antaño de la revista Orígenes, se ocupó de la difusión de la literatura e impulsó la publicación de textos representativos de lo más valioso de nuestra tradición. También el compositor José Ardévol, animador del Grupo de Renovación Musical, refundó instituciones fundamentales en esa área.

Maestra siempre, la educación constituía su preocupación mayor. Sin conceder horas al descanso y sin renunciar a la tarea encomendada en el ámbito de la cultura, se entregó de lleno al proceso de Reforma Universitaria, transformación radical de conceptos y programas que arribará próximamente a su sexagésimo aniversario. Por las noches, al término de la jornada laboral, rodeada de un estrecho número de colaboradores, afrontaba la puesta en marcha de un diseño renovador para la Escuela de Letras y de Arte de la Facultad de Humanidades. Después asesoraría al Ministerio de Educación en el perfeccionamiento de la enseñanza del español. Recibió honores, pero no la sedujeron los oropeles. Su ancla esencial se mantuvo en el aula, allí donde su acción directa podía configurar el perfil ético e intelectual de los más jóvenes.

Al igual que la mía, generaciones sucesivas le siguieron diciendo magistra. Recibimos de ella lecciones de rigor mediante el desciframiento de clásicos de la latinidad. Más allá de esa frontera, en diálogo informal aprendimos a leer la realidad en su complejidad y riqueza de matices.

Vicentina Antuña no dejó obra escrita. Fecunda e impalpable, marcó la formación de seres humanos, ciudadanos conscientes apegados a sólidos principios éticos. Fue su modo de hacer Patria. Su memoria, hoy más necesaria que nunca, tiene que preservarse a través del testimonio de quienes la conocieron. Su padre, emigrante asturiano, labró la tierra en las cercanías de Güines. Animada por la voluntad de contribuir a la construcción de una nación justa y soberana, Vicentina sembró futuro.

Tomado de: Juventud Rebelde

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El despertar de una generación

Jóvenes alfabetizadoras en la Plaza de la Revolución

Por Graziella Pogolotti

Conviven entre nosotros varias generaciones, cada una de ellas modelada por tiempos y circunstancias diferentes. De la más antigua —ayer denso y frondoso bosque— el paso de los años va dejando árboles dispersos. Sus raíces se hunden en el recuerdo de las luchas contra la tiranía, en las vivencias de una República en proceso de descomposición y en los albores épicos del triunfo de enero de 1959.

La siguiente surgió con el anhelo de cumplir tareas de gigantes. Tuvo la oportunidad de hacerlo cuando, apenas a la salida de la infancia, fue convocada a participar en la Campaña de Alfabetización. Estamos arribando a las seis décadas de aquella hazaña portentosa, asociada simbólicamente a la cartilla y al farol.

Transcurría el año 1961, en el cual se sentaron dos pilares fundamentales para la conquista de la soberanía: la victoria de Playa Girón y el inicio de una revolución en el terreno de la educación, decisiva para el logro de la plena emancipación humana, cimentada en la formación de un sujeto crítico, consciente y participativo, capaz de potenciar al máximo sus facultades creativas.

En secuencia célebre de Memorias del subdesarrollo, Sergio contempla la ciudad a través de un catalejo. El conflicto planteado por Tomás Gutiérrez Alea en ese clásico de la filmografía latinoamericana se adscribe al debate de ideas que caracterizó a la década del 60 del pasado siglo. Desde los ángulos más diversos —la economía, la sociología, la política y la cultura— se llevaba a cabo un sistemático desmontaje de las formas de opresión colonial y sus consecuencias en la vida de las naciones emergentes.

Roberto Fernández Retamar se refirió reiteradamente a la dramática contradicción entre países subdesarrollantes y subdesarrollados, porque la dependencia engendra deformaciones estructurales de la economía, con sus repercusiones en el abismo de desigualdades creado en la sociedad y en la cultura. En este último caso se manifiesta en un reducido sector ilustrado con visos de modernidad, instalado sobre un trasfondo que permanece al margen de la historia.

Con la Campaña de Alfabetización, sus protagonistas, aquellos adolescentes formados en contextos urbanos, descubrieron la violencia impuesta por el subdesarrollo a través de la miseria extrema, las vidas cercenadas por la falta de acceso a los servicios médicos, así como las expresiones de otra cultura y de otros valores. Lo hicieron a través de la convivencia cotidiana en territorios regidos por el más absoluto desamparo y la ausencia de información.

Fue un aprendizaje que rebasaba las enseñanzas de los libros de historia y revelaba, con la crudeza de la confrontación directa, las realidades siempre silenciadas que configuraban la esencia y el destino del país. Como antecedente de esa experiencia, en conmemoración del 26 de Julio, más de medio millón de campesinos pudieron visitar La Habana, acogidos muchos de ellos en hogares capitalinos.

El rescate de la soberanía de la nación y el enfrentamiento al imperialismo pasaban por el reconocimiento del otro, por la redefinición del concepto de cultura y por la valoración de la naturaleza del subdesarrollo. Constituían el fundamento de una larga lucha por la emancipación, que imponía la necesidad de superar una pesada carga en lo interno, acumulada a través de siglos de dominación colonial.

Para las manos encallecidas en el duro laboreo, adaptarse al manejo del lápiz constituyó un desafío. Había que asumirlo cada noche, robar horas al sueño al cabo de la jornada de trabajo, alumbrados tan solo por el farol parpadeante. Valía la pena sobreponerse al cansancio e intentar la tarea. Significaba, ante todo, un acrecentamiento de la autoestima, un paso decisivo en la conquista de la dignidad. No tendrían que volver a padecer la humillación de firmar con una cruz documentos de implicaciones desconocidas.

Representaba también, para ellos y para sus hijos, la posibilidad de incorporarse a una acelerada dinámica social, de construir proyectos de vida y de constituirse en sujetos actuantes en la transformación del país. Sin esa acción precursora, convertida en una auténtica y profunda revolución cultural, no hubiéramos podido lograr el desarrollo científico que hoy nos enorgullece.

Fue una hazaña sin precedentes. Pulverizó los pronósticos de los más calificados especialistas a nivel internacional. Nació de la confianza depositada en las potencialidades latentes en el pueblo, convocado a participar en un empeño redentor. Entre los actores se contaban los muchachos procedentes de las capas urbanas y aquellos otros, deseosos de adueñarse de la letra confiados en la construcción de un porvenir mejor, así como los pedagogos formados en la mejor tradición cubana que supieron elaborar métodos de instrucción ajustados a las posibilidades de maestros neófitos.

Al cumplir su sexagésimo aniversario, la evocación de la Campaña de Alfabetización no puede reducirse a un homenaje formal. Sigue constituyendo fuente de aprendizaje. Incita a la relectura productiva de las razones y el sentido del proceso revolucionario cuando la confrontación con el poder hegemónico pasa por la economía y alcanza la sociedad, la cultura y los medios de comunicación. Hoy como ayer, en un contexto de creciente complejidad, se impone hurgar en lo profundo de nuestra realidad mediante el estudio y el empleo de las herramientas de la ciencia para sentar las bases, a través del diálogo con el otro, de una hegemonía cultural con vocación emancipadora.

Tomado de: Juventud Rebelde

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Amor a la ciudad

Vista aérea de La Habana

Por Graziella Pogolotti

Desde el mar observé por primera vez la ciudad que habría de hacerse mía. Era noche cerrada. El barco permanecía al pairo, en espera de la mañana, para entrar al puerto. Frente a nosotros, el arco luminoso del malecón parecía abrir los brazos en señal de acogida. Al desembarcar permanecí aturdida entre la estridencia de una polifonía de voces y el calor sofocante de un veraniego mes de noviembre.

La presencia tonificante del salitre empezó a entrarme por los poros. Poco a poco, paso a paso, fui conquistando la ciudad. A medida que iba creciendo, la mirada se extendía hacia horizontes más vastos. El comienzo de todo fue un barrio de La Habana Vieja. Mi callejuela tenía apenas tres cuadras, desde el entonces Palacio Presidencial, símbolo del poder político, hasta lo que en esa época seguían llamando «relleno», los parques alineados junto al canal de entrada al puerto. En ese ámbito pequeño inicié el aprendizaje de la realidad y la historia del país.

En el barrio convivían modestos oficinistas y dependientes del comercio, el abogado reducido a la condición de viajante de farmacia, la maestra jubilada con magra pensión, digna e impecable con su sempiterno vestido negro, así como aquellas otras graduadas normalistas que nunca consiguieron ubicación laboral. Algunos de mis coetáneos abandonaron la escuela y sus aspiraciones de deportistas para hacerse cargo del oficio  heredado de sus padres.

Mañanera y puntual, de enérgico andar, Conchita Fernández era entonces secretaria de Fernando Ortiz. Lo sería luego de Eduardo Chibás y de Fidel. Completaban el panorama mis vecinas de la planta baja. Una de ellas ejercía la prostitución por cuenta propia y se convertiría más tarde en delatora al servicio de los esbirros de Batista. A través de la intensa actividad de la otra, sargenta política, descubrí los manejos de la maquinaria de los partidos tradicionales. Sin recato alguno, con la puerta siempre abierta, ella recibía a los peticionarios, apremiados por la urgente necesidad de cama en un hospital. En años de elecciones, el movimiento acrecentaba su ritmo con el trasiego constante de la compra y venta de votos.

Transcurría la Segunda Guerra Mundial. Herederos de una economía de plantación, a cambio del azúcar crudo, lo importábamos todo. Algunos antiguos palacios españoles, hoy restaurados, entonces almacenaban mercancías en los alrededores de los muelles y despedían la pestilencia causada por las cebollas y las papas en proceso de descomposición. El transporte marítimo priorizó, en convoyes destinados a evitar ataques submarinos, la entrega de recursos que demandaba una Europa involucrada en el conflicto bélico. Como consecuencia de ello, sufrimos la escasez de suministros. La ORPA, oficina encargada de regular la distribución de productos estratégicos, racionó la venta de gasolina, por lo cual algunos apelaron al llamado «carburante nacional» que utilizaba un significativo componente de alcohol. Escasearon los productos de aseo, la leche y la carne, tal y como lo describe Virgilio Piñera en un capítulo de acento costumbrista en La carne de René.

Durante la guerra, Estados Unidos instaló una base militar en las cercanías de La Habana. Tenía un club para oficiales en la esquina de Cuba y Peña Pobre. Los fines de semana, al anochecer, los vecinos cerraban prudentemente puertas y ventanas para evitar las vejaciones de quienes salían borrachos del Sloppy Joe’s, en espera de que la policía militar, con empleo de golpes y puntapiés, se ocupara de los más violentos.

Sin embargo, a pesar de nuestro modesto vivir, dependiente del «fiado» bodeguero, garrapateado con negrísimo carbón en las hojas de mugrientas libretas, estábamos en la periferia de La Habana profunda, que se extendía desde la zona portuaria hacia extensos territorios de la urbe. Allí se desahogaba la marinería al cabo de largas jornadas de abstinencia. Más allá, en las calles de La Habana, los ajustes de cuenta entre grupos en pugna se producían a tiro limpio.

Al entrar en la Universidad mis horizontes se ensancharon. Desde la altura de la simbólica escalinata, la ciudad se extendía a mis pies, bañada en el espléndido colorido del crepúsculo. Aprendí en las aulas. Crecí en el debate de ideas que animaba la vida estudiantil, portadora de la memoria viva de una historia de combate, en diálogo con los acontecimientos que sacudían la América Latina.

En la pequeña Guatemala, una revolución popular había intentado una tímida reforma agraria. El imperio se abalanzó con violencia extrema sobre el país inerme. Vivimos de cerca esa trágica experiencia.  Habíamos conocido a algunos de aquellos jóvenes optimistas y confiados en un futuro mejor. Algunos cayeron, víctimas de la represión. Como ellos, también nosotros aspirábamos a construir un país, a forjar un proyecto de plena soberanía.

Los estudios de arte me enseñaron a descifrar los códigos de un universo edificado a lo largo de los siglos, memoria tangible atemperada al clima y al régimen de las brisas. Descubría las claves de un conjunto singular, hecho de las casas y de la gente que las habita, de su gestualidad, su vocerío y su comunicación afable. El amor a la ciudad creció cuando mis actos cobraron sentido en la dimensión más alta de un destino compartido con las grandes mayorías, en tanto partícipe, en mi tarea cotidiana, del empeño por refundar un país. Siento como propias sus lacerantes cicatrices.

El aniversario de su nacimiento convoca al recuento y a la reflexión serena, al análisis crítico, a la superación de nuestras deficiencias y al rescate de nuestros mejores valores. Ante las amenazas agigantadas del imperio, es hora de la marcha unida en favor de la independencia conquistada y en el propósito de seguir haciendo un país cada vez más justo.

Tomado de: Juventud Rebelde

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Sociología de la educación

José de la Luz y Caballero (1800-1862) Pedagogo y filósofo cubano. Considerado maestro por excelencia y formador de conciencias que engrandeció el sentido de la nacionalidad cubana.

 Por Graziella Pogolotti

Al igual que otras ciencias sociales y humanísticas, la pedagogía se desarrolla en permanente y siempre renovado diálogo interdisciplinario. Responde a una concepción del mundo —filosofía— y se integra a un proyecto de nación, para lo cual se remite a la historia y la sociología. Tampoco puede prescindir de la sicología porque su compromiso fundamental se centra en la formación del ser humano.

Confieso haber sucumbido a la fascinación ante modelos de supuesta validez universal. Pero la insurgencia anticolonial desencadenada después de la Segunda Guerra Mundial condujo a la independencia política de muchos países y promovió un amplio debate crítico en el campo de las ideas. Por esa vía se fue desmontando el andamiaje de un complejo sistema opresor que apuntalaba la violencia ejercida con el empleo de las armas mediante la construcción de la subjetividad del oprimido. Al impacto producido por Los condenados de la tierra, del martiniqués Frantz Fanon, siguieron investigaciones y estudios realizados por especialistas en distintas ramas del saber.

En ese contexto, el enfoque sociológico aplicado al análisis de la realidad en Argelia revelaba la verdad oculta tras la apariencia de un sistema bien engrasado. Saltaba a la vista que los programas de estudio metropolitano descartaban el acercamiento a la historia y la geografía locales. Privaban a los nativos de la información básica acerca de su entorno inmediato.

La desventaja se acentuaba en lo tocante al dominio de la lengua. Para los hijos de los colonos, el francés constituía su idioma materno. Por su origen y procedencia, los argelinos eran portadores, en primera instancia, de lengua y cultura de raíz árabe. A todo ello se añadían condicionamientos de orden social. La desigualdad existente entre los hogares acomodados y el vivir cotidiano en la pobreza, la precariedad, el hacinamiento y la lucha por la supervivencia determinaban diferencias sustanciales en el desempeño docente de alumnos, condenados en algunos casos a contribuir con su esfuerzo al mantenimiento de la familia. La convergencia de factores académicos, culturales y económicos interponía significativos obstáculos al acceso a la educación superior y al diseño de un proyecto nacional.

El movimiento anticolonial de mediados del siglo pasado condujo al replanteo crítico del papel de la educación en el proceso de emancipación de los pueblos. Mucho antes, sin embargo, aparejado a las guerras en favor de la conquista de nuestra primera independencia, el pensamiento latinoamericano había concedido particular importancia al tema. En su peregrinar por tierras de América, Simón Rodríguez, maestro de Bolívar, intentó sembrar escuelas y volcar en ellas el fruto de un largo aprendizaje. Había recorrido las principales capitales europeas y conocía las ideas dominantes en el llamado «siglo de las luces». Dotado de singular espíritu crítico, no quiso trasplantar modelos. América necesitaba formar a los protagonistas de su transformación, a los constructores de su destino. Reconoció el peso de nuestras culturas originarias. En el Alto Perú, actual Bolivia, quiso introducir el estudio del quechua. Fue un visionario prematuro.

José Martí conoció en lo profundo los principales centros de poder de su época. Vivió en España y advirtió en Estados Unidos las señales del imperialismo naciente. Su observación del presente, en lo económico, lo social, lo político y lo cultural, se proyectaba hacia la definición de los conceptos que habrían de presidir la construcción del porvenir de nuestras tierras. Para remover conciencias ejerció el periodismo, utilizó sus extraordinarias facultades oratorias y concedió tiempo al diálogo en el intercambio personal y a través de su enorme epistolario. Condenó en el «aldeano vanidoso», transplantador de modelos, al colonizado mental. Comprendió que la garantía de nuestro porvenir se sustentaba en el reconocimiento de un destino compartido. Mientras preparaba la Guerra Necesaria, asentó en Nuestra América lineamientos esenciales de un testamento político. Teníamos que apoderarnos del saber acumulado por la humanidad, pero el tronco nutricio habría de ser el de nuestras repúblicas.

Ya sabemos que el planeta se achica rápidamente. A comienzos del siglo XX, el manifiesto futurista asumió el vértigo de la velocidad. Del ferrocarril y el telégrafo pasamos a la aviación y nos encontramos ahora bajo los efectos de la revolución en las telecomunicaciones. Somos más interdependientes y estamos más interconectados. El poder hegemónico se vale de todos los medios para instaurar el neoliberalismo como único modelo de validez universal.

La doctrina económica divulgada por los Chicago boys tiene ramificaciones que abarcan todos los sectores de la vida social, entre ellos, los de la cultura y la educación. La fórmula se manchó de sangre cuando se implantó con el uso de la extrema violencia bajo la dictadura de Pinochet. Se expandió luego hacia otros países de América Latina, con similar estela trágica.

La precarización del Estado, reducido a su papel represor, repercutió negativamente en el sistema de enseñanza. Despojada de recursos, la universidad pública no dispuso de lo necesario para fomentar políticas de desarrollo científico. Aherrojado al desempeño de una función utilitaria, el papel de la universidad se simplificó al entrenamiento de técnicos aptos para responder a las demandas del mercado empresarial.

La tradición pedagógica cubana creció articulada a la conformación de un proyecto nacional. Los discípulos de José de la Luz y Caballero participaban siempre en el sabatino intercambio con el maestro. Muchos se incorporaron a la lucha por la independencia. Años más tarde, Enrique José Varona concibió un programa destinado a favorecer el desarrollo del país. Es un legado cultural que, hoy como ayer, tenemos que atemperar a las exigencias de la contemporaneidad.

Tomado de: Juventud Rebelde

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Reflexiones sobre el trabajo social comunitario

Podíamos contar en el Escambray con la experiencia acumulada por el grupo de teatro que dirigía Sergio Corrieri.

Por Graziella Pogolotti

Recién nombrado rector de la Universidad de La Habana, José M. Miyar Barruecos visitó la entonces llamada Escuela de Letras y de Arte. Muy pronto, estudiantes y profesores del alto centro de estudios lo conocieron por Chomy, un apelativo más familiar y cercano.

En aquel primer encuentro era portador de una propuesta singular. El proyecto consistía en emprender, a partir de una estadía de varias semanas, estudios dirigidos a difundir la cultura en zonas históricamente desfavorecidas del país. Grupos de maestros se distribuirían junto a sus alumnos a lo largo del territorio nacional, desde Minas de Matahambre hasta Punta de Maisí. La idea nos entusiasmó. Encendió la llama del espíritu misionero latente en cada uno de nosotros.

Por vía académica habíamos accedido a un extenso conocimiento de la historia de Cuba en lo político, lo social y lo económico. Disponíamos de una visión teórica de su estructura socioclasista. Nuestro trabajo profesional se orientaba al abordaje de los procesos evolutivos de las artes y la literatura. Contábamos con información actualizada acerca de las ideas dominantes en la época sobre los problemas derivados del legado neocolonial, el consecuente subdesarrollo y las concepciones desarrollistas de matriz latinoamericana.

Con todo ello creíamos tener las herramientas requeridas para llevar adelante una tarea culturizadora. El choque con la realidad concreta nos impondría un profundo examen autocrítico. Sin renunciar a nuestra vocación de maestros comprendimos que, ante los desafíos de una realidad compleja y contradictoria, tendríamos que asumir la modesta posición socrática de permanentes aprendices.

Se imponía, en primera instancia, una revisión del concepto de cultura, que rebasaba en mucho la evolución de las artes visuales, la arquitectura, la música, las expresiones escénicas y literarias procedentes de fuentes europeas, africanas y latinoamericanas.

Todo grupo humano es portador de una cultura forjada en condiciones concretas de vida, modos de supervivencia, prácticas laborales, formas de establecer relaciones interpersonales, de conservar tradiciones a través de una memoria a veces deshilachada, de tener sueños y expectaciones. En ese complejo entramado histórico y social se fraguan valores.

Para desencadenar acciones transformadoras en cada contexto específico había que formular proyectos de investigación. El propósito era propiciar el siempre renovado conocimiento de la realidad, sometida a cambios acelerados en virtud de la obra mayor emprendida por la Revolución. Con las posibilidades abiertas por el acceso universal a la educación, la electrificación extendida a todo el país incentivaba el progreso material y ponía los medios de comunicación al alcance de las grandes mayorías.

No había pasado mucho tiempo desde aquel impacto iniciático cuando, a la vuelta de los años 70, la universalización de la Universidad impulsada por Fidel ofreció la oportunidad de implementar un proyecto de investigación-desarrollo. Podíamos contar en el Escambray con la experiencia acumulada por el grupo de teatro que dirigía Sergio Corrieri. El territorio padecía de un relativo estancamiento, resultante de la etapa de lucha contra bandidos.

La voluntad política delineó entonces una acelerada modernización que ofrecía a los campesinos la opción de pasar del bohío aislado —todavía alumbrado por rudimentarias chismosas— a pequeños conglomerados urbanos, donde dispondrían de electricidad, agua corriente y televisión. La oferta era tentadora, pero implicaba rupturas de hábitos, modalidades laborales y un arraigado vínculo con la tierra, ratificado con la adquisición de la propiedad a partir de la Reforma Agraria.

En ese contexto específico, la investigación de terreno se convertía en componente básico de una acción cultural efectiva. El método de entrevistas provocaba en el interlocutor el rescate de su historia de vida. A través del recuerdo del pasado y el presente iba apuntando una proyección de futuro. Sobre esa base se definían vías de acercamiento a expresiones del arte y la literatura.

Eran los primeros pasos para la construcción de un sujeto participativo, apto para la transformación progresiva de su realidad. El trabajo emprendido no pudo mantener la continuidad requerida. La vida universitaria recobró su cauce tradicional.

Ahora, cuando las miradas se detienen en los barrios menos favorecidos, se me agolpan los recuerdos de una experiencia vivida medio siglo atrás. Fue una aventura hacia lo desconocido. Al intentarla, nos sentíamos desarmados. Sobre las huellas que pudimos haber dejado en el Escambray ha crecido la hierba. Para los animadores de aquel proyecto, en cambio, dejó una marca imborrable. Constituyó un aprendizaje intenso. Implicó un enorme desafío intelectual. Modificó nuestro concepto de cultura. Aprendimos que la investigación sistemática de la realidad ofrecía las claves para entablar un diálogo productivo con el otro, para desencadenar procesos de autorreconocimiento y propiciar la apertura hacia zonas más amplias de la creación artístico-literaria. Era el modo de contribuir a la construcción de un sujeto participativo, transformador de su contexto y encaminado hacia una progresiva emancipación.

Tomado de: Juventud Rebelde

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Caliban: Edición Conmemorativa por sus 50 años (+ Libro)

Por Caridad Tamayo Fernández

Al cumplirse cincuenta años de la aparición de uno de los ensayos más influyentes de las últimas décadas, la Casa de las Américas publica esta Edición Conmemorativa con la que rinde homenaje a un texto y a un autor que nos son muy cercanos.

Fechado entre el 7 y el 20 de junio de 1971, «Caliban» apareció por primera vez en el número 68 de la revista Casa de las Américas, correspondiente a los meses de septiembre-octubre de ese año, hace ahora medio siglo. Algún día dicho ensayo merecerá una edición crítica (desafío arduo, si los hay, pues Retamar trabajó incansablemente en sucesivas y ampliadas revisiones del texto original) y que escapa a la pretensión de esta entrega.

Aunque aquí nos limitamos a recoger el mencionado texto, no es posible ignorar que él se completa con la lectura de otros. Alguna vez el propio Retamar aseguró que «Caliban» se le volvió una suerte de encrucijada a la que conducían trabajos anteriores, y de la que partirían otros que aparecen en varios de sus libros. Una parte de ellos, sin embargo, está directamente relacionada con ese célebre «concepto-metáfora» o «personaje conceptual», razón por la cual, desde 1995 y bajo el título de Todo Caliban, suelen aparecer, en un mismo volumen, el ensayo de 1971 y los que han llegado a formar su singular saga: «Caliban revisitado» (1986), «Caliban en esta hora de nuestra América» (1991), «Caliban quinientos años más tarde» (1992) y «Caliban ante la Antropofagia» (1999). Por otra parte, «Adiós a Caliban» se incorporó como «Posdata de enero de 1993» al ensayo original a partir de su edición japonesa, de manera que así aparece desde entonces y de ese modo lo recogemos aquí.

Cada uno de dichos ensayos iba dando fe de las transformaciones a las que estaba asistiendo el mundo, entre ellas, el crecimiento de la derecha mundial. Si en 1971 parecía que el conflicto esencial en la arena internacional era el existente entre el Este y el Oeste, los ensayos sucesivos eran escritos mientras se producía una agudización de las tensiones entre el Norte y el Sur, la gran polaridad de estos tiempos, como bien percibía su autor. Precisamente esa disyunción atañía de lleno al ensayo inaugural. Lejos, por tanto, de agotarse con el momento en que fue concebido, aquel hito de eso que en las últimas décadas ha dado en llamarse «Calibanología», continuaba siendo pertinente.

Editor exquisito y autor obsesivo con la corrección permanente de sus propios textos, Fernández Retamar no dejó nunca de retocarlos. La versión de «Caliban» que aquí ofrecemos es la última que él llegó a revisar. Hemos querido ilustrar esta edición con las cubiertas de algunas de las muchas ediciones que conocen el ensayo y su descendencia. Por fortuna, Retamar conservó el manuscrito de su ensayo de 1971, con correcciones de su puño y letra. Algunas páginas de ese material, custodiado por su hija y albacea, la escritora Laidi Fernández de Juan –a quien agradecemos las ideas y facilidades que nos ofreció para llevar a término esta edición–, ilustran también este volumen.

Al redactar en 2018 una Nota de presentación para la edición mexicana de Todo Caliban –la última que su autor llegara a ver– Roberto Fernández Retamar expresó, con palabras que justifican esta Edición Conmemorativa más allá de los aniversarios: «Nada hace pensar que la imagen de Caliban tienda a ser innecesaria, porque se hubiese desvanecido la temible imagen de Próspero. Por el contrario, hoy, a más de medio milenio de 1492, cuando se inició el actual reparto de la Tierra, la imagen de Caliban tiene más vigencia que nunca».

Una tempestad de ideas

Graziella Pogolotti (Prólogo de la Edición Conmemorativa)

1

«Te vi como en la única ocasión en que mamá me permitió entrar en ese cuarto durante el tiempo que duró el parto de Caliban. Escribías en estado de gracia. Poseso, iluminado, apenas deteniéndote para comer algo frugal. Recuerdo esos días como si hubieran durado una eternidad. Mis diez años te echaban de menos, y por eso me permitieron asomarme un día. Había papeles por toda la habitación, en los libreros, en las sillas, en el suelo, regados, dispersos. Tú estabas sentado frente a la máquina de escribir, de espaldas a la puerta, y apenas me miraste. De una mesita, recogí los platos con restos de la comida anterior, y deposité el bocadito que mamá me había dado para ti. Las teclas sonaban en la Olivetti con un ritmo desenfrenado, que no fue interrumpido en ningún momento de mi breve visita». Así evoca Laidi Fernández de Juan, su hija, el nacimiento de Caliban en febriles jornadas creativas, desenlace dramático de años de meditación autocrítica, de revisión del saber acumulado de los días de la formación juvenil, iluminados por el batallar en el centro de los acontecimientos que definieron el perfil de una época, construcción edificada en noches sin sueño, en el hacer cotidiano del trabajo y en el diálogo con los amigos que concurrían a las tertulias dominicales, agrupados en el estrecho espacio de la sala donde, junto a los habituales, escritores, cineastas, diseñadores, gente de la cultura, aparecían visitantes latinoamericanos y, entre ellos, Roque Dalton, siempre apasionado, proyectado desde entonces hacia su destino final, ya inminente.

Con el balanceo incesante en su sillón favorito, Roberto Fernández Retamar conducía el diálogo. Era un intenso intercambio, atravesado por el ritmo de un acontecer en rapidísima sucesión y por el brote volcánico de acercamientos múltiples al marxismo, matizados por la relectura de los procesos de descolonización y sus repercusiones en el ancho campo de la cultura. Entre tantas voces, la de Retamar revelaba apuntes relampagueantes, primicias de la fragua ardiente de una escritura en gestación.

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Cuando se emprenda la impostergable investigación de la historia de las ideas en Cuba, el repaso del siglo XX mostrará las evidencias de dos décadas críticas y decisivas. Una de ellas se sitúa en el entorno de los años veinte. La otra, equiparable tan solo a la etapa fundadora auspiciada por Félix Varela y a la extraordinaria altura alcanzada con la obra de José Martí, cristalizó en el decenio que siguió al triunfo de la Revolución Cubana.

La Segunda Guerra Mundial –Francia vencida y la Gran Bretaña bloqueada– actuó como un corrosivo sobre los ligámenes que aseguraban el dominio de las tradicionales potencias imperiales en extensos territorios de varios continentes. En grado diverso, por vía de negociación o mediante la lucha insurreccional se gestaba un movimiento descolonizador. En Asia, África y la América Latina, emergían intelectuales orgánicos apremiados por la necesidad de diseñar estrategias. En gran medida, el meridiano de las ideas se instalaba desde la perspectiva de un mundo hasta entonces silenciado. Estaban en juego la política, la economía, las relaciones internacionales, el replanteo de alianzas para configurar, en un ámbito característico por su diversidad, las bases de una plataforma común. Era indispensable, también, repensar la cultura, porque el dominio colonial intervino en la modelación de las mentalidades de sus víctimas. En este sentido, la obra de Frantz Fanon conserva una vigencia deslumbrante. Para que el radical empeño renovador fructificara, había que descartar la tentación, típica de todo aldeano vanidoso, de echar por la borda el saber acumulado al amparo de la expoliación secular de millones de desheredados. El desafío real era aún mayor. Consistía en apoderarse creativamente de ese caudal, descubrir sus claves secretas y dotarlo de un sentido emancipador.

3

Hay tiempos de aguas mansas y otros de marcha apresurada de la historia, estremecida en los planos de la economía, de la sociedad, golpeada por el ejercicio de la violencia de armas letales y por la crisis dramática de los valores más arraigados. En esas circunstancias, la persona, como barco ebrio arrojado a mares embravecidos, intenta encontrar brújula. En ese panorama hemos vivido los años que nutrieron el nacimiento de Caliban, hace ya medio siglo. Género híbrido por naturaleza, hecho de saber libresco y de experiencia de vida, transido de palpitantes referencias autobiográficas, el ensayo emerge con su incomparable capacidad de fracturar las falsas seguridades asentadas en los acomodaticios caminos trillados. Reino de la subjetividad, mantiene conexiones cómplices con la poesía.

Sabido es que el género, de aparición tardía, nació de manos de Montaigne, cuando la Francia ensangrentada aspiraba a cicatrizar las heridas causadas por la intolerancia y las guerras de religión. El autor no vivió resguardado entre los muros de su biblioteca. Era también hombre de andar a caballo, de tomar el pulso a la vida y de observar el mundo con perspectiva propia, en un acercamiento zigzagueante hacia el descubrimiento de un costado de la verdad. Con atisbo precursor, casi visionario, fue el primero en levantar dudas acerca de la legitimidad de la misión civilizatoria atribuida a los conquistadores del Nuevo Mundo. Sin saberlo, estaba iniciando un debate que, bajo el manto de otros nombres y de otras doctrinas, conserva en la actualidad una vigencia acrecentada.

En nota anexa a la versión original de Caliban, Roberto Fernández Retamar acota el substrato autobiográfico latente en un texto, testimonio de la alta temperatura pasional palpable en aquellos duros años de combate. El triunfo de la Revolución Cubana representó mucho más que el derrocamiento de una sangrienta dictadura alentada por el imperialismo en un continente donde, poco antes, la cautelosa reforma agraria bosquejada en Guatemala desencadenó una arrasadora invasión. Con ese antecedente, Cuba encarnaba una esperanza para los pueblos de nuestra América.

Sin embargo, el alcance de su programa radicalmente descolonizador fue mucho mayor. Rebasaba las fronteras de nuestra América con repercusiones en lo que había dado en llamarse «Tercer Mundo» y en amplios sectores progresistas comprometidos con un ideario socialista liberado de las ataduras dogmáticas que enturbiaron el desarrollo creativo de las fuentes originarias del marxismo. La Habana se convirtió en centro generador de un pensamiento ajustado a las inquietudes acuciantes de la contemporaneidad, en punto de convergencia para luchadores políticos de África y de la América Latina, así como para intelectuales y figuras relevantes del pensamiento, el arte y la cultura procedentes tanto de países subdesarrollados como europeos. A través de las publicaciones difundidas desde la Isla, la influencia del pensamiento emancipador se multiplicó. En ese contexto, el papel de la revista Casa de las Américas fue decisivo. Se convirtió en punto de mira para la ofensiva contrarrevolucionaria que se estaba implementando con el uso de paliativos reformistas como la Alianza para el progreso, de centros de entrenamiento para represores al servicio de dictaduras que no tardarían en llegar y la elaboración de un sofisticado programa en el terreno de la ideología destinado a socavar el creciente protagonismo de Cuba en el campo intelectual latinoamericano.

Provista de sólidos recursos financieros, bajo la dirección del reconocido intelectual uruguayo Emir Rodríguez Monegal, la revista Mundo Nuevo instaló su redacción en París, desde donde podía establecer un vínculo cercano con la creciente diáspora cultural latinoamericana. La ubicación en Europa ofrecía cobertura idónea a la adopción de una línea política de supuesta neutralidad. Se definía, de manera implícita, como contrapartida de la revista auspiciada por la Casa de las Américas. Su duración fue efímera, condenada a hacerse pública la documentación probatoria de origen de sus fuentes reales de financiamiento. La polémica en torno a Mundo Nuevo arrastró algunas rupturas. Otras se atribuyeron a errores cometidos en la aplicación de la política cultural cubana.

Sin embargo, el distanciamiento de los intelectuales obedecía a razones que sobrepasaban esas circunstancias. 1968 es una fecha que señala un punto de viraje. El mayo francés, irrupción de la rebeldía tercermundista en el corazón de Europa, fracasó. Se instauró un espíritu conservador, acomodado al buen vivir de un relativo bienestar material. Un año antes, había caído el Che en Bolivia. El movimiento guerrillero se atomizó. Mantuvo su presencia activa tan solo en algunos países de la América Central, donde conocería un reverdecer de esperanza a finales de los setenta con el triunfo sandinista. La violencia represiva de las dictaduras se instaló en gran parte de la América Latina con el saldo atroz de una generación inmolada y el estreno de las fórmulas extremas del neoliberalismo que aherrojó las economías nacionales a una acrecentada dependencia del capital financiero transnacional. El neocolonialismo se reafirmaba con el empleo de las doctrinas generadas por la escuela de Chicago. Muchos amigos de antaño cayeron en combate desigual. Otros se adscribieron, al amparo de una supuesta modernidad, al modelo civilizatorio que emanaba de los centros de poder.

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Una huella autobiográfica secreta, más íntima y entrañable, recorre el texto, «Somos hombres de transición», había dicho Retamar en uno de sus versos. Veníamos de muy lejos y el grácil aleteo de Ariel subsistía en nosotros, aun cuando, desde temprano, el corazón hubiera estado a la izquierda del pecho. El primer poemario publicado por Roberto Fernández Retamar, Elegía como un himno, homenaje a Rubén Martínez Villena, constituyó un acto de fe. Pero el autor confiesa su fascinación juvenil ante la lectura iniciática del Facundo, de Sarmiento. En un intenso camino de aprendizaje, tendríamos que despojarnos de los últimos rescoldos de Ariel para asumir, con plena responsabilidad, nuestra condición calibanesca.

Retamar había tenido acceso a la más refinada preparación académica. En sus ratos de ocio traducía poesías del griego al castellano. Profesor invitado en Yale, tuvo la oportunidad de estudiar a fondo la poesía hispanoamericana. En los cursos de Martinet en la Sorbona, conoció de las últimas tendencias de la lingüística, ciencia que tendría un influjo decisivo en el desarrollo del estructuralismo, presencia poderosa en todos los ámbitos de la cultura a partir de la década de los cincuenta. De arraigada cercanía a las ideas martianas que lo acompañarían en sucesivas relecturas a lo largo de toda la vida, era portador de una visión antimperialista y de una concepción descolonizadora, fundada en razones políticas y económicas.

En el vórtice de la oleada descolonizadora tricontinental, Cuba se convirtió en hervidero de ideas. La contribución de Fidel y el Che en este sentido, reconocida en términos formales por muchos, no ha sido valorada en su justa medida. Resultaba impostergable delinear una plataforma de pensamiento, elaborar definiciones y plantear interrogantes, ofrecer una lectura de la tradición socialista a partir del análisis riguroso de todos los componentes de la dominación colonial. Las consecuencias de la sujeción política y de la dependencia económica se tradujeron en el dramático legado del subdesarrollo. En más de una oportunidad, Roberto Fernández Retamar reconoció como contradicción fundamental de la época la contraposición entre países subdesarrollantes y territorios subdesarrollados. Estos últimos ofrecían una imagen engañosa. Mostraban sectores urbanos restringidos que cautivaban al visitante por su deslumbrante modernidad. La vitrina seductora ocultaba el desamparo y la miseria infinita que sustentaba una realidad ilusoria, tal y como lo observó Sartre en un primer tránsito casual por La Habana.

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Desde lo alto de un edificio habanero, Sergio, el protagonista de Memorias del subdesarrollo, contempla la ciudad a través de un catalejo. La fuerza impactante de la imagen subraya la síntesis metafórica de la perversa repercusión, en el campo de la cultura, del enajenante dominio colonial. Tras la cautelosa envoltura de un burgués acomodado en el vivir de la clase media, el personaje es portador de los desgarramientos y vacilaciones de un intelectual forjado a la sombra del modelo civilizatorio instaurado por el poder hegemónico, espantado ante el rostro de un Caliban que emerge desde abajo en procura de espacio propio, lacerado por las máculas y los apetitos trasmitidos a lo largo del tiempo por una cultura de la pobreza. La narración del filme se atiene al singular soliloquio de Sergio, aunque la visión crítica de Tomás Gutiérrez Alea se revela en la selección de los hechos y en el diseño de los conflictos, para mostrar la verdad de una existencia matizada por la grisura, el desconcierto y la impotencia, por la condición alienada de un intelectual despojado de las herramientas requeridas para desentrañar la esencia profunda del contexto específico en que habrá de desempeñar su papel. Como ocurre con buena parte de la obra de Gutiérrez Alea, Memorias del subdesarrollo constituyó un llamado perentorio a la necesaria toma de conciencia cuando en Cuba, en el llamado «Tercer Mundo» y en círculos progresistas de Europa se extendía el debate acerca del modo de definir el compromiso social del intelectual.

Sergio no constituía un arquetipo. Bien asimilada, la enseñanza de Brecht inducía al espectador a un distanciamiento crítico. Hijos del coloniaje, como lo ha señalado Roberto Fernández Retamar en más de una oportunidad, somos portadores de una doble cultura. Durante el paso por las aulas y, aun después, por interés personal, nos impregnamos de la tradición occidental. El autor de Caliban investigó el diálogo entre modernismo y generación del 98. En 1927, la primera vanguardia cubana se unió a los poetas españoles en la reivindicación de la obra de Góngora. Pero también nos ha tocado hurgar en archivos y bibliotecas, llevar adelante expediciones arqueológicas, seguir la pista de un quehacer a veces disperso en publicaciones de escasa circulación con el propósito de pulsar el ser de naciones en proceso de formación y desarrollo.

Con lucidez extrema, Retamar recalca el núcleo generador de la dramática confrontación que hoy amenaza el porvenir de la humanidad en el abordaje contrastante de civilización y barbarie en Sarmiento y Martí. A pesar de los indiscutibles valores del texto, Facundo se adhería a la consolidación definitiva del modelo colonial. Arraigada en el conocimiento profundo de las razones que castraron nuestras culturas originarias, en la percepción del peligro potencial del imperialismo naciente, afincada en el dominio de las realidades concretas de las tierras al sur del Río Bravo, Nuestra América articula una visión luminosa, asentada en una proyección emancipatoria cargada de futuridad.

La nueva novela histórica latinoamericana propone un cambio en el diálogo entre «el acá y el allá» e inicia el replanteo de la confrontación radical de dos modelos civilizatorios. En El reino de este mundo, los afrodescendientes sometidos a la esclavitud atesoran en la memoria la sabiduría forjada en la tierra de las grandes loas. Conviven en armonía con el mundo natural y dominan sus más recónditos secretos. Disponen de ellos para utilizarlos como armas de origen indescifrable en su primera insurrección emancipadora. Despojado de la capacidad de desentrañar el sentido de la historia, en su largo recorrido a través de un acontecer que lo sobrepasa, en un peregrinaje de progresiva alineación, Ti Noel encarna a los condenados de la tierra. Desde el acá de nuestras dolorosas tierras, a contrapelo de la historia oficial del Siglo de las Luces y de la Revolución Francesa, la de nuestra América se definía como un ininterrumpido cimarronaje. Faltaba mucho por andar, sin embargo, para desentrañar, en el plano de la conciencia, el alcance profundo de la opresión colonial.

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El primer día de septiembre de 1939, Hitler invadía Polonia. Comenzaba así un conflicto bélico que desbordaría las fronteras de la Europa incendiada. Hacia el este, la guerra se extendía al Pacífico. Involucraba los inmensos territorios de China, Corea y la Indochina francesa. Al sur del Mediterráneo, los combates se libraban también en el norte de África. Las antiguas potencias coloniales se debatían en una crisis irreversible. El planeta se achicaba y se hacía más interdependiente. La batalla anticolonial entraba en una nueva fase. La lucha en favor de la emancipación de los oprimidos rompía los límites locales para conformar las bases de una plataforma común de dimensión tricontinental; sin desatender los factores económicos revelaba también el papel determinante concedido a la castración de las culturas, la manipulación de la subjetividad y la anulación, por silenciamiento, de las conciencias.

Caribeño de origen, Frantz Fanon ejerció la psiquiatría en su Martinica natal. Atendió en su consulta a los pacientes más desamparados y tropezó con los muros infranqueables que se interponían en el logro de la indispensable comunicación. Con pobres recursos de un vocabulario prestado por Próspero con fines utilitarios, despojados de las raíces de su cultura propia, eran la encarnación viviente de las consecuencias últimas de un proceso de alienación destinado a mutilar el reconocimiento del yo, factor de afirmación identitaria, puntal decisivo de toda conciencia humana. La acción depredadora se había extendido a la humanidad silenciada de todo el planeta. La lucha en favor de la verdadera emancipación exigía el entendimiento de la naturaleza profunda del sistema de opresión. Para echar a andar, había que tomar la palabra. Fanon abandonó el recinto restringido de su consulta psiquiátrica para sumarse al combate en favor de la independencia de Argelia. Con el respaldo de Jean-Paul Sartre, publicó Los condenados de la tierra, un texto que removió de manera sustantiva el pensamiento de la época en secreta sintonía con las ideas que emanaban de la Revolución Cubana, en la activa solidaridad internacional con «los condenados de la tierra», desde la temprana colaboración médica con Argelia y en el énfasis en el papel decisivo de la conciencia, subrayado siempre por Fidel y el Che.

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Escribo estas líneas mientras el ciclón recorre el país de un extremo a otro, después de haberse abatido sobre las frágiles islas del arco antillano. Estamos en julio de 2021, año que quedará registrado en los anales de la historia por la pandemia que se extendió, incontenible, a través de todos los continentes.

En este panorama, la voz de «los condenados de la tierra» mantiene una vigencia estremecedora y, desde la distancia del medio siglo transcurrido, Caliban avanza hacia la construcción de una cultura orientada a sentar las bases de una perspectiva contrahegemónica, esencialmente descolonizadora, con respuesta a las nuevas formas de dominación y, a la vez, portadora del núcleo generador de la auténtica emancipación humana.

8

Para Aristóteles, la tragedia inducía al reconocimiento de la verdad profunda que rige el destino de los hombres. Edipo, perspicaz descifrador de enigmas, no supo ver y, al descubrir las consecuencias de su ceguera, tuvo que arrancase los ojos. Llegado al ocaso de su vida, transido de melancolía, Shakespeare escribió La tempestad. En su obra toda, había bordeado el abismo reformulando preguntas inquietantes acerca de los conflictos del poder y la ambición. Ahora, enmascarado tras el juego de una comedia fantástica, se desdobla entre Próspero y Ariel, desgarrado entre las posibilidades infinitas de la obra de creación y las ataduras que sujetan la condición del artista. Todopoderoso, Próspero desata tempestades y rescata luego a las víctimas, en ejercicio de aparente magnanimidad, dueño de vidas y destinos, tejido con invisible hilo de acero. Condenado a cumplir los mandatos de Próspero, Ariel aspira tan solo a recibir, como retribución a los servicios prestados, el rescate de su libertad. Alígero si siempre no reconoce a su parigual en la monstruosa figura de Caliban. Próspero, en verdad, se ha ido despojando de su máscara. Su inmensa capacidad de invención abandona la búsqueda del reconocimiento de los vericuetos de la realidad para entregarse a la manipulación de un retablo de maravillas, en seductor dueño de marionetas privadas de conciencia. La obra de arte, polisémica por naturaleza, se gesta en la entraña de los conflictos de una época. Trasciende las circunstancias de su tiempo porque comparte la autoría con los lectores que habrán de abordarla desde perspectivas diversas, a través de generaciones sucesivas. Preserva así su fermento emancipador, su fuerza desencadenante de la necesaria anagnórisis. Al amparo del movimiento descolonizador, la figura mostrenca de Caliban sale de la gruta donde se había refugiado. De víctima desplazada accede al papel de protagonista.

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En 1971, la Europa socialista había entrado en un estancamiento irreversible. Antes de caer en Bolivia, el Che había advertido los síntomas de la corrosión que lastraba, en la teoría y en la práctica, el pleno desarrollado del sueño bolchevique. El movimiento de los países no alineados mantenía a duras penas una precaria unidad. El capital financiero se transnacionalizaba y la contrainsurgencia, en operación concertada en la América Latina toda, mediante la aplicación de la violencia, tronchaba la vida de una generación entera. La rebeldía del mayo francés se diluyó, acomodada a una promisoria economía del bienestar. Próspero parecía haber conjurado las tempestades latentes en el poderoso movimiento descolonizador. El modelo civilizatorio de antaño adoptaba las vestiduras de una modernización tecnocrática de inspiración neoliberal. Multiplicada en acelerada progresión geométrica, la riqueza acumulada derramaría el sobrante de sus utilidades sobre los condenados de la tierra. Sin embargo, bajo el volcán aparentemente adormecido, la lava ardiente proseguía su trabajo. Caliban, afianzado en el conocimiento de su realidad concreta, subvertía la palabra y el saber que alguna vez le fueron impuestos. Había llegado la hora de la anagnórisis, del reconocimiento de su verdad.

Ha transcurrido medio siglo desde entonces. En su expresión neoliberal, el capitalismo arranca al planeta sus reservas minerales sin parar mientes en la destrucción acelerada de los recursos de la naturaleza. Para asegurar su dominio, impone modelos de enseñanza orientados a entrenar hábiles operarios, carentes de formación humanista. Sometida a las leyes del mercado, la cultura ofrece un evasivo retablo de maravillas, un espectáculo seductor y renuncia por ello a estimular la acuciante búsqueda de la verdad, al ejercicio de su función provocadora de anagnórisis, reconocimiento de lo que somos, interrogante siempre renovada acerca del sentido de la existencia.

Y, sin embargo, contra viento y marea, Caliban ha salido de su gruta. Desde lo más profundo de nuestra América, las culturas originarias rescatan una sabiduría ancestral. Su proyecto descolonizador se ajusta a las demandas apremiantes de la contemporaneidad. Es el de los condenados de la tierra y también el de la humanidad toda. Propone un buen vivir en armonía con la naturaleza, de respeto y preservación de la madre tierra, fuente de vida y garantía de porvenir.

Involucrado en las grandes y pequeñas batallas de su época, Roberto Fernández Retamar vislumbró con lucidez que conserva vigencia estremecedora que Ariel conquistaría la libertad deseada cuando hiciera suyo el rostro y la palabra de Caliban.

Tomado de: La Ventana

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En los 120 de la Biblioteca Nacional

En 1959 la Biblioteca Nacional acababa de instalarse en el edificio que hoy ocupa…

Por Graziella Pogolotti

Era todavía estudiante de bachillerato cuando empecé a frecuentar la Biblioteca Nacional, instalada por aquel entonces en el vetusto Castillo de la Real Fuerza. En el reducido salón escaseaban los usuarios, por lo que tenía a mi disposición, como si me estuviera aguardando, la mesita situada junto a una ventana abierta hacia el paisaje de la Bahía de La Habana.

En los momentos de pausa y meditación podía centrar la mirada en el azul de las aguas, animadas a veces por la entrada de un buque de buen porte, dócil a las indicaciones de la minúscula lancha del práctico. No podía valorar, en tiempos de adolescencia y de iniciación al estudio, la importancia de una institución a la que me vincularían, mucho después, diez años de intenso y feliz laboreo.

La Biblioteca Nacional se fundó en octubre de 1901. Sumido en la miseria, el país cargaba con el peso de la decepción. Había pagado un alto costo en la larga lucha por la independencia que desembocó en los nuevos ligámenes impuestos por la intervención norteamericana. Sin embargo, como sucede con los ríos profundos, la defensa de la soberanía se alimenta de numerosos afluentes. Rescatar y preservar el patrimonio de la nación era también un modo de hacer patria.

El primer director de la institución, Domingo Figarola Caneda, había perdido a su único hijo en la contienda libertaria. Para impulsar el proyecto fundador tuvo que partir de la nada. Se despojó de los libros atesorados durante su vida —algo más de 3 000 títulos— para constituir los fondos iniciales. Carente de respaldo oficial, dedicaría 30 años de entrega a enriquecer el tesoro bibliográfico con el empleo de sus magros recursos y la persistente solicitud de ayuda a amigos y colaboradores.

Nunca designado oficialmente en el cargo de director de la Biblioteca, otro intelectual relevante asumió la responsabilidad de preservar el patrimonio de la nación. José Antonio Ramos pertenecía a la primera generación republicana. Dramaturgo, narrador y ensayista, se volcó desde edad temprana a la producción de una prolífica obra literaria. Con mirada crítica, observó los males que aquejaban el país. En este sentido, su Manual del perfecto fulanista… merece recordación. Su pensamiento se fue radicalizando en el andar de los años hasta aproximarse a las ideas del marxismo. Supeditó sus ambiciones literarias al empeño por cuidar el legado patrimonial acumulado. A tan encomiable tarea dedicó todo su tiempo disponible, invertido muchas veces en gestiones infructuosas para obtener el indispensable respaldo financiero gubernamental.

En 1959 la Biblioteca Nacional acababa de instalarse en el edificio que hoy ocupa, concreción de un proyecto auspiciado gracias a la acción movilizadora de la Sociedad Económica de Amigos del País. La institución se integraba orgánicamente a la obra de la Revolución triunfante en los campos de la educación y de la cultura, inseparables ambos en el proceso de construcción de un país soberano y orientado a la conquista de la plena dignidad humana.

En función de ese propósito, María Teresa Freyre de Andrade diseñó una estrategia atenida a las realidades concretas del entorno, que arrastraba las consecuencias del coloniaje y el subdesarrollo. Correspondía a la Biblioteca trabajar simultáneamente en dos direcciones complementarias. Unido al rescate de un legado patrimonial conformado por libros, publicaciones periódicas, grabados, mapoteca y registros musicales diversos, había que contribuir al desarrollo de la cultura, con particular énfasis en la formación de hábitos de lectura.

El tesoro documental, adecuadamente organizado y enriquecido con nuevas adquisiciones, se convirtió en fuente vital de creatividad para especialistas altamente calificados que pudieron plasmar obras relevantes en los ámbitos del pensamiento, la cultura, la historia y la literatura.

El acceso al saber tenía que desbordar los límites de un círculo minoritario. La conquista de la plena soberanía exigía convertir la educación en palanca del desarrollo. Había que sembrar creatividad y espíritu de superación en las generaciones emergentes. Para fomentar el interés por la lectura era indispensable estimular la imaginación y la creatividad en todos los órdenes. En la penumbra apacible, la narración oral propiciaba en las primeras edades el despertar de la actividad creativa, casi siempre adormecida por la rutina y, sin embargo, latente en lo más profundo de cada ser humano, incentivada también con el acercamiento participativo a la música y las artes visuales.

Sin renunciar a su función patrimonial, la Biblioteca devino centro animador de la cultura. El modelo así concebido se extendió a todo el país. En cada una de las entonces seis provincias de la Isla reposaban, recubiertos por el olvido, valiosos testimonios del ayer. Había generaciones emergentes llamadas a participar activamente en el hacer de la nación. Venciendo su fragilidad física, movida por su pasión de fundar, María Teresa Freyre de Andrade las recorría con frecuencia para adecuar al contexto específico de los territorios, la realización del proyecto común.

En años de trabajo compartido, me involucré de lleno en las tareas. Mucho aprendí de María Teresa Freyre de Andrade. Conservo en la memoria un rico anecdotario. Evocaré tan solo su modo peculiar de fraguar la unidad de un equipo diverso, con su manera de espolear el espíritu creador. De vez en cuando citaba con urgencia a sus colaboradores. «Estamos en crisis», afirmaba. Sorprendidos por tan dramática declaración, cada cual refería la magnitud de cuanto se había emprendido. Después de escuchar a todos, concluía: «estamos en crisis porque nos amenaza la sombra del conformismo». Desataba así el espíritu crítico y la tempestad de ideas, generadores de nuevos proyectos.

A pesar de la actual revolución tecnológica no ha llegado la hora de la muerte de las bibliotecas. No hace mucho la comunidad internacional celebraba la restauración de la simbólica Biblioteca de Alejandría, en Egipto. Por mucho tiempo todavía la institución seguirá preservando el patrimonio de la humanidad y constituirá un potencial centro de animación de la vida cultural.

Tomado de: Juventud Rebelde

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El periodismo, ante el desafío de los tiempos

“… las páginas iniciales de La edad de oro rinden homenaje a nuestros héroes, Hidalgo, Bolívar y San Martín, patrimonio común del conjunto de nuestros países”.

Por Graziella Pogolotti

En una novela de Julio Verne dos periodistas, uno británico y otro francés, mantienen una permanente rivalidad. Para garantizar la primicia de la información y dar «el palo periodístico» respecto a los avatares de Miguel Strogoff, el correo del zar, cada cual intenta arribar más pronto al telégrafo situado en la mayor cercanía.

Con esos incidentes que animan el relato y suscitan simpatía en los lectores, el narrador estaba reflejando dos rasgos característicos de su época. Por una parte, preludio de lo que sucede en nuestra contemporaneidad, la invención del telégrafo acortaba el tiempo y la distancia entre las distintas zonas del planeta. Por otra, la Revolución Industrial introducía cambios tecnológicos en las imprentas y abarataba la producción de papel. Las tiradas de los periódicos se multiplicaron y a sus contenidos accedieron millones de lectores, seducidos por variadas propuestas que respondían a intereses igualmente diversos.

A lo estrictamente informativo, abierto a los anchos horizontes del mundo, se añadían artículos, comentarios, crónicas, gacetillas chismográficas y novelas por entrega, folletines precursores de las actuales telenovelas, que enganchaban al destinatario, pendiente del próximo capítulo para conocer el destino de la heroína. La visión romántica del cazador individual de la noticia desaparecía. La prensa se había convertido en decisivo factor para la conformación de la opinión pública al servicio de grupos de intereses y de partidos políticos.

Así lo comprendió José Martí. Entregó al periodismo una parte importante de su actividad creadora, con el objetivo de vincular el futuro de la isla al destino de la América Latina toda. Conocidos son los textos escritos para el diario La Nación, de Buenos Aires, en los que devela, entre otras muchas cosas, las intenciones ocultas tras la Conferencia Monetaria Panamericana celebrada en Washington.  Su tarea fundadora en este sentido fue mucho más allá.

A la altura de mi edad avanzada, he regresado a las páginas de La edad de oro para dilucidar la estrategia concebida por el Maestro en una publicación periódica dirigida a los niños. Con vistas a la formación de una ciudadanía consciente desde las primeras edades, allí desarrolla una narrativa inspiradora de un imaginario que despliega, en términos concretos, las bases teóricas expresadas en las páginas de Nuestra América.

En el sedimento nutricio de nuestra savia habrá de injertarse el conocimiento del legado de una cultura universal de amplios horizontes y derroteros plurales.

En correspondencia con este propósito, las páginas iniciales de La edad de oro rinden homenaje a nuestros héroes, Hidalgo, Bolívar y San Martín, patrimonio común del conjunto de nuestros países. Con visión preclara, en tiempos de escaso adelanto en las investigaciones arqueológicas, reivindica los altos valores artísticos de la obra de incas, aztecas y mayas, a la vez que refuta la condena a los sacrificios humanos en voz de conquistadores  que inmolaron a muchos en el fuego de la Inquisición.

El perfil de nuestra América, con su impronta singular, se inscribe en el prolongadísimo proceso de una historia humana que comenzó  por buscar refugio en cuevas para desafiar luego la ley de la gravedad en las catedrales góticas, los palacios y santuarios renacentistas, hasta la audacia experimental ferrovítrea del siglo XIX.

Así, instalado en el proyecto emancipador, ineludible garantía para el porvenir de nuestras tierras, recorre con pasmosa lucidez visionaria la Exposición universal de París de 1889, en el centenario de la Revolución  Francesa. No descarta la importancia del progreso tecnológico, sin caer por ello en la ingenua trampa de un positivismo acrítico. Se detiene en las muestras de un extenso conjunto de pabellones. Concede preferencia particular a los países periféricos, aquellos que un siglo más tarde se agruparían en un tercer mundo en vías de desarrollo. Ajeno a la visión eurocéntrica imperante en su época, aborda con respeto la singularidad cultural de cada nación.

Saber, sensibilidad artística y reconocimiento de los valores de una  auténtica modernidad se manifiestan en la descripción de la Torre Eiffel. Símbolo en la actualidad de la capital de los franceses, recibió en su época un rechazo generalizado, sobre todo por parte de la comunidad intelectual de entonces. Muchos reclamaban su derribo una vez concluida la feria.

Martí destacó el prodigio técnico y la elegancia de una silueta afinada, erguida hacia el cielo. Comprendió la necesidad de dotar a su interlocutor de las herramientas para el ejercicio de un pensamiento crítico, arraigado en la realidad profunda de las tierras de América y en diálogo entre lo propio y lo universal, mediante la seducción de una palabra respetuosa de las facultades de la infancia.

Por falta de financiamiento, la publicación de La edad de oro no pudo sobrepasar los cuatro números. En tan breve tránsito sentó pautas que conservan plena vigencia a pesar de los cambios introducidos desde entonces por el acelerado desarrollo tecnológico, utilizados de manera  perversa para levantar valladares frente a la lucha por la emancipación humana, cada vez más apremiante por el acrecentamiento de las brechas entre ricos y pobres, el uso de nuevas formas de colonialismo a través de la manipulación de las conciencias y la necesidad de preservar la salud  del planeta amenazada por el capitalismo depredador.

A contracorriente de tan poderosas fuerzas, corresponde al periodismo participar en la construcción  de un interlocutor crítico que, desde la perspectiva de nuestra América, se abra al conocimiento en profundidad de los conflictos políticos, económicos, sociales y culturales que nos conciernen. Para hacerlo con eficacia, tenemos que afinar nuestra capacidad de seducción, sin olvidar nunca que la plenitud humana se alcanza también en el reconocimiento y disfrute de la belleza.

Tomado de: Juventud Rebelde

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