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Palabras de elogio a Solás

Humberto Solás, cineasta cubano (1941-2008) Foto Levante-EMV

Por Eusebio Leal Spengler

Queridos amigos y amigas:

Pregunté si Humberto estaba de acuerdo, si era él, y si era su voluntad que yo dijese estas palabras. La respuesta fue que sí, y solo de esa manera acepté el riesgoso menester de decir unas palabras para un artista que, aparentemente no está o no estaría del alcance de mis posibilidades para un análisis crítico realmente valedero e importante de su obra, en un día tan importante también y trascendente como el de hoy.

Sin embargo, en el primer punto de su biografía aparece que Humberto es historiador, y ahí la tabla salvadora. Era un compañero generacional, un compañero de profesión y también un admirado amigo. No admiro la obra, sino admiro al individuo; porque si alguna vez el arte es de veras la voluntad del artista, más allá de las artes plásticas y la literatura, más allá del arcano indescriptible de la poesía, es precisamente en el cine. Detrás del lente solo él, solo ellos, pueden comprender la trascendencia del espacio, el sentido de la tridimensionalidad que tanto preocupó a Leonardo; la belleza del mundo que va a recrearse nuevamente y que siempre será distinta, a partir de esa óptica, de esa mirada profunda y de ese deseo claro de plasmar un sueño, de transmitir a otros una revelación, de dar una idea o hacer una interpretación del espacio y el tiempo.

Todo eso encuentro en la obra coherente de Humberto, tan reconocida internacionalmente, creyendo los títulos, los premios, las citas importantes del cine universal en las cuales ha estado presente, y ha sido no solamente elogiado, sino partícipe en el juicio sobre otros, dan razones suficientes para que se le otorgue, hoy, esta preciosa distinción.

Por lo que el Instituto Superior de Arte significa y representa para Cuba, por lo que tiene en este día de consagración y reconocimiento para Humberto, de la nación, del Instituto, del Ministerio de Cultura; pero fundamentalmente de los artistas, de la intelectualidad aquí representada: los músicos; los pintores; los poetas y escritores; los críticos; los ensayistas; los profesores universitarios y todos los que hoy están pendientes en este acto de lo que él que nos va a decir finalmente.

Lo que tenía que decir de Humberto está prácticamente dicho ya. Hay una etapa fecunda de la vida, en la cual para lo que ha de hacerse, se tiene un tiempo breve, en espacio de años, que son como el pestañear de una mariposa, en el universo astral. De esa manera, hay un instante en que se debe recoger el fruto de esa simiente lanzada al viento, y yo creo que aunque comenzó hace mucho tiempo la siega de hoy, lo que recogerá hoy supone para él, un instante y un minuto importante de esa vida, donde mucho ha hecho ya Humberto Solás.

Pero, ese hombre nacido un 4 de diciembre tiene además con nosotros algo muy particular, que hace un instante, antes de comenzar el acto, recordaba Miguel Barnet.

Somos los amigos y compañeros de una generación que, en medio de los grandes avatares del mundo que nos tocó vivir, nos empeñamos por caminos diversos en edificar una obra. Algunos la hicieron para la memoria; otros, para las piedras; otros, para el arte danzario; otros, para el cine. Otros renunciaron a ello para servir a la cultura, y esto tiene un mérito inmenso, porque han vivido, y me consta, con la añoranza perpetua por regresar al escenario, al gabinete de estudio, al sitio donde pudieron encumbrarse a título personal y ser sorprendidos por el resplandor de las estrellas.

Este no es el caso. Humberto pudo, partiendo del instante en que la nación, en que la Revolución, decide la creación del instituto del cine cubano, participar en esa gesta de la cultura, entrar de lleno en la batalla por crear un espacio para el cine, dentro del cine latinoamericano y mundial. Para ello partía de una visión general obtenida por los fundadores en las más prestigiosas escuelas de cine del mundo. Ellos legaron al ICAIC una impronta tan poderosa, que hoy aun es la razón misma del debate esencial que le da motivo de ser al instituto de cine.

Un debate que tenía que ver con las ideas y su forma de expresarlas, que tenía que ver con la estética del arte cinematográfico y con lo más importante, no era solamente un vehículo, ni un medio, sino era fundamentalmente un instrumento para hacer llegar al mundo una voz elevada en forma de imágenes y noticias, elaboradas y dirigidas con el punto de vista de un gran artista en el noticiero del cine, a través de la obra, grande y extraordinaria del que fue quizás, uno de los más importantes cineastas del mundo en un tiempo, y lo es y será para sus amigos Santiago Álvarez.

De los que ya no están con nosotros, como Tomás Gutiérrez Alea, y que trazaron también una impronta, asomándose al vértice del gran conflicto internacional, llevando el mensaje de que la sociedad cubana era una sociedad viva, muy lejos de ser perfecta; y que en ese debate, que debía llevarse al cine, y en esa representación real de nuestra verdad, descansaba un discurso de autenticidad que haría creíble en el mundo, la obra de la Revolución cubana, más allá de toda palabra. Los que además de todo eso lograron dar vida, en actores y en actrices ―que hoy recordamos con emoción, pensando también en los que no están como Idalia Anreus—, en los maravillosos personajes encarnados en la trilogía de su obra esencial, Lucía. En sus últimas expresiones creativas como Miel para Oshún; o, en momentos tan trascendentales para su pasión creadora, como en Cecilia.

Y recuerdo vivamente aquellas noches, en mi casa de Compostela 158, donde junto a Alfredo, en el ambiente romántico de aquel rincón de la Habana Vieja de 1699, tratábamos de hallar el perfil verdadero, de cómo de una forma atrevida y contemporánea llevar al cine no la reproducción mimética de la obra de Cirilo Villaverde, sino una obra creativa que se metiese de lleno en la realidad intelectual cubana.

Pero también es el hombre alucinado con El siglo de las luces, la novela del más grande, del mas importante y trascendente de los escritores cubanos de su tiempo. Aquel que con profunda humildad, al recibir desde el conocimiento y convicción plena de su mérito el Premio Cervantes en su primera edición, y como premio absoluto para él, confesaba que había pasado su infancia recorriendo los portales y los espacios abiertos de un sitio en la Habana Vieja, donde la estatua del supremo mentor de las letras castellanas estaba levantada y sedente sobre una inmensa piedra de mármol. Esto le llevó a Humberto, a la creación en dialogo permanente con la obra del autor, esa magia de la obra del cine que ha sido, precisamente, El siglo de las luces. Con la música que hoy evocará con sus manos primorosas, y con el maestro que ha acompañado siempre su obra, como una herencia de los suyos, y un privilegio y gracia propia, José María Vitier.

De esa manera, entre lo que él dirá a través de su música, y lo que escucharemos de Rey, y lo que se ha preparado como escena e imagen, que será como un ramo de tibias y cálidas rosas para Humberto, se completará el homenaje que bien merece.

Es un homenaje a la cultura cubana, es un homenaje a la universalidad, es un homenaje también a los individuos que la han creado, porque si hemos luchado tenazmente por la igualdad, debemos luchar exactamente con igual pasión por la singularidad. Humberto es esa singularidad, es ese punto de identidad que llama la atención en la multitud, por su ojo capaz de captar, por su decisión atrevida de crear, por su sueño de poesía y de lealtad, en lo que ha creído desde su más temprana juventud y adolescencia, que es la verdad, que es el mundo que le rodea, que es el arte y que es Cuba.

Sé que es un día muy especial para él, pero también lo es para sus amigos y para sus admiradores. Una pequeña multitud desafiando la noche, desafiando las dificultades para llegar a un sitio relativamente abismal en el corazón de una ya gran ciudad, se ha reunido aquí, en este templo de las artes y las letras para honrarte, Humberto, y debes sentirte particularmente satisfecho. Si bien es cierto que para honrar ninguna voz es débil, quizás esto excuse la pobreza de las palabras mías para agregar un acento más a tu homenaje.

Solamente podría decirte que cuando me confirmaron hoy que era tu voluntad, y que tú querías de verdad que yo dijera estas palabras, me sentí dichoso porque me di cuenta de que más allá de la admiración por el artista tenía yo una gran admiración por un amigo.

Gracias, Humberto, por tu obra, que ha contribuido a enriquecer a Cuba, que ha contribuido a darle, como dije ya, realidad y verdad a esa verdad y realidad de la Cuba que nos tocó vivir. En la cual nos tocó construir y nos tocó luchar. Sé que en muchos momentos, a lo largo de una vida intelectual o creadora, las incomprensiones y las pequeñas espinas que hay siempre en los campos más cuidados, los pequeños abrojos, no te apartaron jamás de lo que fue tu camino predeterminado. Nada pudo convencerte, ni el error, ni la burla, a veces, ni la desconfianza de algunos, ni la pequeñez de otros de que tenías la dirección de tu patria y de tu pueblo, hoy tienes la prueba.

Felicidades, Humberto, y que vengan las musas de ese Parnaso en que creemos, a traer cuanto antes, a puertas abiertas, y en una noche estrellada, una corona de laurel para ti.

Muchas gracias

La Habana, 20 de noviembre de 2001

Tomado de: Cubacine

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Revisitar “Manuela” a 55 años de su estreno

Por Pedro R. Noa Romero

El 25 de julio de 1966 se estrenaba, en varios cines de la capital cubana, el mediometraje Manuela, del joven de 23 años de edad Humberto Solás (1941- 2008). Al año siguiente, en marzo, la cinta ganaba el Gran Premio Paoa del 5.o festival de cine de Viña del Mar y Primer Encuentro de Cineastas Latinoamericanos, entre otros reconocimientos internacionales.

Manuela es un filme de transición en la obra inicial de su director, tanto por el tratamiento del tema como por el empleo, como protagonista, de la mujer común, sencilla, inmersa en los procesos violentos que estaban ocurriendo a su alrededor, en este caso, la lucha guerrillera en la Sierra Maestra.

Desde lo temático, la filmografía del joven Solás había tendido ―hasta ese momento― hacia la experimentación. La mayoría de sus cortometrajes iniciales, divididos en documentales y ficción, así lo demostraban.

Las excepciones eran Casablanca (1961), realizado para la edición número 4 de la Enciclopedia Popular, pensado como una visita al pueblo habanero de igual nombre; y Variaciones (1962), codirigido con Héctor Veitía, dedicado a la construcción de las escuelas de arte en la capital cubana, aunque no exento tampoco de aires experimentales, a pesar de ser un documental expositivo.

En Minerva traduce el mar, presentado como un número especial de la propia Enciclopedia Popular en 1962, y codirigido con Óscar Valdés (1919-1989), recrea el poema homónimo de José Lezama Lima a través de una fantasía coreográfica sobre el tema de Pierrot y Colombina; mientras que en El retrato (1963) ―también a cuatro manos con Valdés― adapta un cuento del artista visual y escritor cubano Arístides Fernández (1904-1934) acerca de un pintor que, en busca de inspiración, persigue una mujer imaginaria cuyo retrato encuentra en una casa abandonada.

Sobre este último, declararía varios años después: “Significó un ejercicio de estilo que tuvo como premisa literaria un débil cuento, titulado igualmente, de uno de los más grandes pintores de este siglo… Hay en El retrato anuncios de mis obras posteriores, sobre todo en cuanto a cierta pasión por la elocuencia de las locaciones y también una desmesura propia del romanticismo tardío”1.

Dos años después, en 1965, realiza otro cortometraje de ficción: El acoso, en el que utiliza como protagonista a un disidente, pues el personaje, un hombre, quizás un mercenario, fugitivo y sobreviviente de los combates ocurridos durante la invasión a Playa Girón, o simplemente un infiltrado, deambula por la costa sin rumbo fijo, huyendo, hasta que se refugia en la casa de una mujer solitaria, ubicada en un paraje que adquiere tonos más irreales por la imposibilidad de asociarlo con una geografía específica o típica nacional.

Este planteamiento argumental hace muy interesante a El acoso por muchos motivos. En primer lugar, trae al cine cubano la figura del antihéroe, del contrarrevolucionario como figura principal de la historia2. En segundo término, el diseño de los protagonistas, compuestos por un hombre blanco y una mujer negra (precursora de sus heroínas posteriores); y, en tercer término, por la puesta en escena, en la que la fotografía, la música y la edición crean una tensión muy especial entre los dos caracteres principales, lo que conforma un tempo cinematográfico lento, desmarcado cronológicamente con el tempo real, agitado, que se está desenvolviendo alrededor del periodo histórico sugerido en el filme. Agréguese a lo anterior la conversión en otro personaje del no-lugar donde ocurren los acontecimientos.

He llamado la atención sobre sus obras iniciales porque si bien es fácil conectar Manuela con sus obras posteriores, en especial con Lucía (1968), en la cual pudo haber sido una de sus partes, igualmente significa una ruptura con sus búsquedas primigenias. Esta aseveración puede leerse en una entrevista después del triunfo de la película en Viña del Mar:

Había regresado de un primer viaje a Europa3 y me sentí decepcionado por los resultados de mi carrera hasta aquel momento. Realmente yo no podía identificarme con ninguno de aquellos filmes… Pero una conclusión había sacado: en ninguno de esos filmes ‘estaba’ yo. Y no solo era yo el que no estaba. No se veían tampoco ni mi generación, ni mi país… No tuve que esperar mucho. Vino entonces el concurso para hacer cortos sobre las guerrillas y yo pude hacer Manuela.4

En la misma entrevista confiesa: “… hubiera preferido hacer un film sobre la actualidad y no uno sobre un suceso de varios años atrás”5; pero lo cierto es que Manuela se distancia de lo hecho hasta ese momento por su carácter verista:

Está inspirado de cierta manera en un hecho real. Cuando estaba haciendo el trabajo del guion fui a la Sierra para documentarme. Mientras estaba en la Sierra Cristal hablaba a menudo con los campesinos, pues yo quería que la historia no partiese de bases utópicas. Un día me llevaron a una tumba donde había estado enterrada una combatiente que se llamaba La China.

La historia de mi película está inspirada en la vida de esa muchacha. Desde luego La China era un personaje que me sugería un largometraje. Su historia es interesantísima y de una fuerza tremenda. Inclusive El Mexicano existió en realidad, era su novio. Él murió combatiendo en la Sierra. Allí están las dos tumbas. Los restos ya no están allí, pero sí sus collares y otras cosas. La historia me interesó mucho porque esta era una pareja muy vital.

… Entonces lo que hice fue inspirarme en aquello y realizar una historia que tuviera ese carácter romántico que tuvo la lucha de guerrillas. Yo creo que para cualquier cubano la lucha de guerrillas es una epopeya romántica. Lo que sí pretendía el guion era que el tema conservara ese espíritu romántico, eso sí, visto a través de una realización realista, sin concesiones en ese sentido.6

Manuela ―al igual que las Lucías― teje su historia alrededor de una historia de amor directamente vinculada con un suceso nacional. Ellas son arrastradas hacia los acontecimientos sin proponérselo.

Lo que mueve a la protagonista en su evolución ideológica es una venganza personal, pues su madre ha sido asesinada. A través de su ejecución se irá comprometiendo con una causa mayor, al punto de ser parte activa de ella, pues se convierte en una integrante de las fuerzas rebeldes.

Si pensáramos esta obra de Solás dentro de su Lucía ulterior, sería coherente con la representación de los personajes femeninos que creó para su largometraje.

Las dos primeras Lucías funcionan más como víctimas de los acontecimientos que alrededor de ellas se están desarrollando. La de 1895 es cómplice, conoce sobre la guerra y la apoya; pero su amor y la traición que sufre la llevan a un final trágico a través de la locura.

En el fragmento de 1932, el carácter femenino se transforma de una transgresora que rompe, sacrifica todo lo que la identificaba como ser social antes de conocer su compañero en la construcción de un nuevo modelo de alta eficiencia política: la “mujer del mártir”.

Manuela funciona como antecedente de la tercera Lucía, precisamente por el compromiso activo del personaje con los sucesos históricos contextuales, aunque en el caso de la primera siente menos el peso del machismo que su sucedánea.

Pero también las unen el desarrollo de la diégesis en el mismo espacio geográfico: la zona más oriental de la Isla; y una procedencia clasista más humilde, en tanto Manuela y Lucía son campesinas.

Y aquí no queda todo, ambas historias mantienen una narración apegada al realismo dentro de una estructura lineal, con tonalidades evidentes hacia lo documental.

Manuela no es una obra perfecta. Es un filme ruptura con el estilo iniciático de su director, quien la consideró “una recuperación de los valores nacionales más que los personales”7 y la “primera piedra” de una poética desarrollada en sus largometrajes.

Notas y referencias bibliográficas:

1 García, J. A. (2001). Guía crítica del cine cubano de ficción. Ciudad de La Habana: Editorial Arte y Literatura, p. 288.

2 No es la primera vez que el personaje del antihéroe se presenta en el cine cubano. Un año antes lo había utilizado Manuel Pérez Paredes en otro cortometraje: La Esperanza (1964).

3 Humberto Solás viajó a Italia en 1964.

4 Vega. P. Conversando con Humberto Solás. Cine Cubano nro. 42-43-44, año 7, p. 144.

5 Ibídem

6 S/A. Entrevista con Humberto Solás, director de Manuela. Cine Cubano nro. 36, año 6, p. 2.

7 Martínez. P. “Entrevista con Humberto Solás”. Hablemos de cine, citado por Chanan. M. (2004). Cuban Cinema. University of Minnesota Press, Minneapolis, E.U.A., p. 256 (traducción del autor).

Tomado de: Cubacine

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Por estos días, el joven Humberto Solás filmaba “Manuela”

Humberto Solás, cineasta cubano. (La Habana, 1941-2008)

Por Luciano Castillo

Cincuenta y cinco años atrás, en 1965, desde el 14 de septiembre, un joven realizador, Humberto Solás y un no menos novel productor, Miguel Mendoza, lideraban el equipo de realización del ICAIC que filmaba el mediometraje Manuela. El fotógrafo Jorge Herrera se encargó también de la cámara con el fin de utilizarla mayormente sin trípode para moverse en las locaciones y entre los personajes con la entera libertad que prefería. Otro novel profesional, Nelson Rodríguez, asistía para estar atento a que se filmaran los planos exigidos después en la moviola para el proceso de edición. De la grabación del sonido directo se responsabilizaron cuatro ases de su oficio: Eugenio Vesa, Ricardo Istueta, Marcos Madrigal y Carlos Fernández. El diseño escenográfico fue asumido por el inquieto Luis Lacosta, mientras el maquillaje estuvo a cargo de la jovencísima Magaly Pompa, un nombre pronto devenido en recurrente en los créditos de las películas cubanas. El rodaje se extendería por casi dos meses hasta el 11 de noviembre cuando finalmente Solás dio la última orden de «¡Corten!»

El ICAIC había convocado a un concurso para realizar cortos sobre el tema de las guerrillas y Solás decide participar. Para documentarse mientras escribe el guion de Manuela, visita la Sierra Cristal y, cierto día, los campesinos lo llevaron ante la tumba donde está enterrada una combatiente a la que apodaron «La China». Su vida daba para todo un largometraje y el personaje de «El Mexicano», que existió en realidad, era su novio. Ambos mueren en combate. Este antológico mediometraje se inspira en la vida de esa muchacha incorporada a la guerrilla rebelde en las montañas por un deseo de venganza personal contra los asesinos de sus familiares. El punto de partida argumental delineado por Solás es el desalojo y muerte de la familia de la joven campesina Manuela, por las tropas de la dictadura. Su deseo de venganza personal la conduce a decidir integrarse a la guerrilla en la Sierra Maestra. Allí aprende a luchar por la justicia y los ideales revolucionarios y conoce a otro combatiente rebelde con el que establece una relación en medio de la lucha.

El novel realizador descubre a su protagonista, la auténtica campesina Adela Legrá, en Baracoa, en la región oriental de la Isla, y al lado del joven, pero ya experimentado actor santiaguero Adolfo Llauradó (como «El Mexicano»), consigue su objetivo de otorgar la mayor frescura posible a las actuaciones. Solás apela a la improvisación, nunca ensaya las escenas, logra una estrecha interrelación entre ellos y explica en el largometraje documental El cine y la vida: Nelson Rodríguez y Humberto Solás (1995), de Manuel Iglesias: «Sabía que era una mujer vital y, además, había observado que tiene mucha voluntad». Ella se consagra de modo tal que se comporta con gran naturalidad ante la cámara. La experiencia es muy interesante porque la actriz no profesional permanece una gran cantidad de escenas junto a Llauradó y esto provoca que Solás trabaje con ellos por separado: con el actor profesional las orientaciones tienen un carácter más racional; con ella, es muy diferente, se basa ante todo en la pasión que transmite a su personaje: arisco, indisciplinado, de incontenible energía y violentas reacciones. El resto del elenco coadyuva también al rigor y la autenticidad que aún hoy se respiran: Olga González (Gallega), Luis Alberto García (Mayarí), Rudy Mora (esbirro), Flavio Calderín (delator) y Juana Albuquerque (prostituta).

El guionista y director subraya la contribución imprescindible del fotógrafo Jorge Herrera para lograr una puesta en escena nada preconcebida. Además de explotar en toda la belleza sin artificios el rostro sudoroso de la actriz natural en expresivos primeros planos, cámara en mano se convierte en un participante en la represión de los campesinos por los soldados de la tiranía, del bombardeo al poblado, el acoso al delator o un rebelde que lucha en una emboscada con el enemigo. A su juicio, él realiza un trabajo casi documental, con mucho rigor, inclusive en la batalla, en que pretende la imagen de un noticiero, como si la imagen correspondiera a un corresponsal de guerra. Manuela, con esa libertad inusitada que aporta la moderna fotografía, el ritmo logrado por la edición de un ya muy diestro Nelson Rodríguez, el aliento poético, la lozanía y emoción que aún hoy se respiran la consideran como una pequeña obra maestra muy valorada internacionalmente por su sinceridad y crudo realismo al mostrar el carácter casi romántico de la epopeya revolucionaria.

Con una duración de 41 minutos, Manuela se estrenó en los cines habaneros: Payret, Trianón, Ambassador y Alameda, desde el 25 de julio de 1966. La crítica especializada nacional lo seleccionó como el mejor mediometraje cubano exhibido ese año, en el que también fue laureado con el premio Tarja de Plata, en el Festival de Cúneo. Meses más tarde, se alzaría con el Gran Premio Paoa, en la primera edición del Festival Internacional de Cine de Viña del Mar, Chile, 1967.

El crítico francés Marcel Martín escribe entusiasta en la revista parisina Cinema 66, sobre este título tan significativo en la historia del cine cubano: «¿Cómo contener la alegría cuando se descubre una obra maestra? Eso es lo que me sucede con Manuela, mediometraje de cuarenta minutos del joven cineasta cubano de veintidós años, Humberto Solás. Conozco bien el cine cubano y he visto todos los buenos filmes que ha producido. Sin embargo, nunca había sentido una emoción y una admiración tales ante una historia tan sencilla y tan bella, realizada con tanta poesía y con tanta fuerza». El historiador catalán Román Gubern sintetiza en la revista Nuestro Cine: «Es un filme sincero, emocionante, casi turbador, en su formidable humanismo».

Tomado de: Habana Radio 

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Palabras de elogio a Humberto Solás

Humberto Solás. Cineasta cubano. Premio Nacional de Cine, 2005. Foto Cubadebate

Por Eusebio Leal Spengler

Queridos amigos y amigas:

Pregunté si Humberto estaba de acuerdo, si era él, y si era su voluntad que yo dijese estas palabras. La respuesta fue que sí, y solo de esa manera acepté el riesgoso menester de decir unas palabras para un artista que, aparentemente no está o no estaría del alcance de mis posibilidades para un análisis crítico realmente valedero e importante de su obra, en un día tan importante también y trascendente como el de hoy.

Sin embargo, en el primer punto de su biografía aparece que Humberto es historiador, y ahí la tabla salvadora. Era un compañero generacional, un compañero de profesión y también un admirado amigo. No admiro la obra, sino admiro al individuo; porque si alguna vez el arte es de veras la voluntad del artista, más allá de las artes plásticas y la literatura, más allá del arcano indescriptible de la poesía, es precisamente en el cine. Detrás del lente solo él, solo ellos, pueden comprender la trascendencia del espacio, el sentido de la tridimensionalidad que tanto preocupó a Leonardo; la belleza del mundo que va a recrearse nuevamente y que siempre será distinta, a partir de esa óptica, de esa mirada profunda y de ese deseo claro de plasmar un sueño, de transmitir a otros una revelación, de dar una idea o hacer una interpretación del espacio y el tiempo.

Todo eso encuentro en la obra coherente de Humberto, tan reconocida internacionalmente, creyendo los títulos, los premios, las citas importantes del cine universal en las cuales ha estado presente, y ha sido no solamente elogiado, sino partícipe en el juicio sobre otros, dan razones suficientes para que se le otorgue, hoy, esta preciosa distinción.

Por lo que el Instituto Superior de Arte significa y representa para Cuba, por lo que tiene en este día de consagración y reconocimiento para Humberto, de la nación, del Instituto, del Ministerio de Cultura; pero fundamentalmente de los artistas, de la intelectualidad aquí representada: los músicos; los pintores; los poetas y escritores; los críticos; los ensayistas; los profesores universitarios y todos los que hoy están pendientes en este acto de lo que él que nos va a decir finalmente.

Lo que tenía que decir de Humberto está prácticamente dicho ya. Hay una etapa fecunda de la vida, en la cual para lo que ha de hacerse, se tiene un tiempo breve, en espacio de años, que son como el pestañear de una mariposa, en el universo astral. De esa manera, hay un instante en que se debe recoger el fruto de esa simiente lanzada al viento, y yo creo que, aunque comenzó hace mucho tiempo la siega de hoy, lo que recogerá hoy supone para él, un instante y un minuto importante de esa vida, donde mucho ha hecho ya Humberto Solás.

Pero, ese hombre nacido un 4 de diciembre tiene además con nosotros algo muy particular, que hace un instante, antes de comenzar el acto, recordaba Miguel Barnet.

Somos los amigos y compañeros de una generación que, en medio de los grandes avatares del mundo que nos tocó vivir, nos empeñamos por caminos diversos en edificar una obra. Algunos la hicieron para la memoria; otros, para las piedras; otros, para el arte danzario; otros, para el cine. Otros renunciaron a ello para servir a la cultura, y esto tiene un mérito inmenso, porque han vivido, y me consta, con la añoranza perpetua por regresar al escenario, al gabinete de estudio, al sitio donde pudieron encumbrarse a título personal y ser sorprendidos por el resplandor de las estrellas.

Este no es el caso. Humberto pudo, partiendo del instante en que la nación, en que la Revolución, decide la creación del instituto del cine cubano, participar en esa gesta de la cultura, entrar de lleno en la batalla por crear un espacio para el cine, dentro del cine latinoamericano y mundial. Para ello partía de una visión general obtenida por los fundadores en las más prestigiosas escuelas de cine del mundo. Ellos legaron al ICAIC una impronta tan poderosa, que hoy aun es la razón misma del debate esencial que le da motivo de ser al instituto de cine.

Un debate que tenía que ver con las ideas y su forma de expresarlas, que tenía que ver con la estética del arte cinematográfico y con lo más importante, no era solamente un vehículo, ni un medio, sino era fundamentalmente un instrumento para hacer llegar al mundo una voz elevada en forma de imágenes y noticias, elaboradas y dirigidas con el punto de vista de un gran artista en el noticiero del cine, a través de la obra, grande y extraordinaria del que fue quizás, uno de los más importantes cineastas del mundo en un tiempo, y lo es y será para sus amigos Santiago Álvarez.

De los que ya no están con nosotros, como Tomás Gutiérrez Alea, y que trazaron también una impronta, asomándose al vértice del gran conflicto internacional, llevando el mensaje de que la sociedad cubana era una sociedad viva, muy lejos de ser perfecta; y que en ese debate, que debía llevarse al cine, y en esa representación real de nuestra verdad, descansaba un discurso de autenticidad que haría creíble en el mundo, la obra de la Revolución cubana, más allá de toda palabra. Los que además de todo eso lograron dar vida, en actores y en actrices ―que hoy recordamos con emoción, pensando también en los que no están como Idalia Anreus—, en los maravillosos personajes encarnados en la trilogía de su obra esencial, Lucía. En sus últimas expresiones creativas como Miel para Oshún; o, en momentos tan trascendentales para su pasión creadora, como en Cecilia.

Y recuerdo vivamente aquellas noches, en mi casa de Compostela 158, donde junto a Alfredo, en el ambiente romántico de aquel rincón de la Habana Vieja de 1699, tratábamos de hallar el perfil verdadero, de cómo de una forma atrevida y contemporánea llevar al cine no la reproducción mimética de la obra de Cirilo Villaverde, sino una obra creativa que se metiese de lleno en la realidad intelectual cubana.

Pero también es el hombre alucinado con El siglo de las luces, la novela del más grande, del más importante y trascendente de los escritores cubanos de su tiempo. Aquel que, con profunda humildad, al recibir desde el conocimiento y convicción plena de su mérito el Premio Cervantes en su primera edición, y como premio absoluto para él, confesaba que había pasado su infancia recorriendo los portales y los espacios abiertos de un sitio en la Habana Vieja, donde la estatua del supremo mentor de las letras castellanas estaba levantada y sedente sobre una inmensa piedra de mármol. Esto le llevó a Humberto, a la creación en dialogo permanente con la obra del autor, esa magia de la obra del cine que ha sido, precisamente, El siglo de las luces. Con la música que hoy evocará con sus manos primorosas, y con el maestro que ha acompañado siempre su obra, como una herencia de los suyos, y un privilegio y gracia propia, José María Vitier.

De esa manera, entre lo que él dirá a través de su música, y lo que escucharemos de Rey, y lo que se ha preparado como escena e imagen, que será como un ramo de tibias y cálidas rosas para Humberto, se completará el homenaje que bien merece.

Es un homenaje a la cultura cubana, es un homenaje a la universalidad, es un homenaje también a los individuos que la han creado, porque si hemos luchado tenazmente por la igualdad, debemos luchar exactamente con igual pasión por la singularidad. Humberto es esa singularidad, es ese punto de identidad que llama la atención en la multitud, por su ojo capaz de captar, por su decisión atrevida de crear, por su sueño de poesía y de lealtad, en lo que ha creído desde su más temprana juventud y adolescencia, que es la verdad, que es el mundo que le rodea, que es el arte y que es Cuba.

Sé que es un día muy especial para él, pero también lo es para sus amigos y para sus admiradores. Una pequeña multitud desafiando la noche, desafiando las dificultades para llegar a un sitio relativamente abismal en el corazón de una ya gran ciudad, se ha reunido aquí, en este templo de las artes y las letras para honrarte, Humberto, y debes sentirte particularmente satisfecho. Si bien es cierto que para honrar ninguna voz es débil, quizás esto excuse la pobreza de las palabras mías para agregar un acento más a tu homenaje.

Solamente podría decirte que cuando me confirmaron hoy que era tu voluntad, y que tú querías de verdad que yo dijera estas palabras, me sentí dichoso porque me di cuenta de que más allá de la admiración por el artista tenía yo una gran admiración por un amigo.

Gracias, Humberto, por tu obra, que ha contribuido a enriquecer a Cuba, que ha contribuido a darle, como dije ya, realidad y verdad a esa verdad y realidad de la Cuba que nos tocó vivir. En la cual nos tocó construir y nos tocó luchar. Sé que, en muchos momentos, a lo largo de una vida intelectual o creadora, las incomprensiones y las pequeñas espinas que hay siempre en los campos más cuidados, los pequeños abrojos, no te apartaron jamás de lo que fue tu camino predeterminado. Nada pudo convencerte, ni el error, ni la burla, a veces, ni la desconfianza de algunos, ni la pequeñez de otros de que tenías la dirección de tu patria y de tu pueblo, hoy tienes la prueba.

Felicidades, Humberto, y que vengan las musas de ese Parnaso en que creemos, a traer cuanto antes, a puertas abiertas, y en una noche estrellada, una corona de laurel para ti.

Muchas gracias

La Habana, 20 de noviembre de 2001

Tomado de: http://cubacine.cult.cu

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Humberto Solás: la autoría irrevocable

Humberto Solás fué director de cine, productor y guionista cubano.​​​ Su filme Lucía, está considerado uno de las diez más importantes de América Latina

Por Joel del Río

Veinte años después de que el cinematógrafo Lumière fuera presentado como novedad, el primero de sus grandes artistas, David WarkGriffith, el creador inmenso de Intolerancia, afirmó: «Lo que trato de lograr es hacer que ustedes vean». Al paso de los tiempos, aquellas miradas que estaban aprendiendo a ver, alcanzaron también a corroborar que la más alta vocación del nuevo invento consistiría en vestir los ojos del mundo, hasta ese entonces desnudos. Otras dos décadas transcurrirían desde Griffith y sus lecciones de cine absoluto, hasta que Serguei Eisenstein definiera así el oficio de cineasta: «el autor parece herido para siempre por una misma idea, un tema, un asunto. Y todo cuanto concibió e hizo […] siempre y en todas partes es lo mismo».1

Muchos neoclasicismos y heterodoxias alternarían desde la diáspora iniciática que generaran esos creadores y sus conceptos sobre el cine personal, asociado a la intención artística de un filme. La yuxtaposición de imágenes y sonido, que ya se aceptaba como séptimo arte, transformaba completamente su faz con la aparición de títulos fundacionales como La regla del juego, Ciudadano Kane, La tierra tiembla, Iván el terrible, Cenizas y diamantes, La aventura, Viridiana, Ocho y medio, Persona, AndreiRubliov…, que fueron perfilando la posibilidad de crear y defender filmes esencialmente personales, ajenos a todo esquema comercial, henchidos de inconformidad por lo adocenado, independientes de las contingencias históricas o sociales presuntamente insoslayables, y fieles solo al universo de ideas o ilusiones que obsesionaba a sus autores. El neorrealismo italiano y la nueva ola francesa significaron un telúrico sacudimiento de las concepciones sobre qué y cómo debía contar una película. Con todo y las coyunturales mareas involutivas, después de Renoir, Welles, Visconti, Wajda, Fellini y Bergman, cambió sustancialmente el papel del realizador; ya no era solo el que marcaba el set y modulaba el tono de los actores. Había aparecido el autor.

En los años 60 y 70, el autor se enseñoreaba como el basamento conceptual sobre el cual se erigieron todos los grandes filmes del período, equiparándose con los grandes músicos, literatos o pintores que la historia humana ha conocido. Así lo definía AndreiTarkovski: «Todo artista, de su paso por la tierra, deja tras de sí una partícula de la verdad de la civilización, de la humanidad. […] El artista atestigua sobre la verdad, y debe estar seguro de que tanto él como su creación corresponden a la verdad. […] De hecho, cada artista no tiene su interpretación de la verdad sino su interrogante».2Más lejos en su definición de autor llegó Glauber Rocha, por esa misma época: «El autor en el cine es un término creado […] para situar el cineasta como el poeta, el pintor, el creador de ficción […] El autor es el mayor responsable de la verdad, su estética es una ética, su mise-en-scene es una política… La política del autor es una visión libre, anticonformista, rebelde, violenta, insolente».3

Mientras la mayor parte de las cinematografías tradicionales redefinían al autor/cineasta, o sea, al cineasta/artista, en Cuba el cine pugnaba por encontrar una expresividad que se adecuara a los nuevos contenidos. Aquí también se naturalizó la polémica que intentaba buscar la luz entre un bosque de categorías y definiciones antinómicas como tradición/ruptura, escolástica/iconoclasia, cine espectáculo/cine de tesis, contenidismo/formalismo, cine de autor/cine para el gran público. Luego de transcurridos apenas tres años de fundado el ICAIC, en el registro más candente de estas disquisiciones y dentro de la generación de jóvenes realizadores que probaban sus armas, Humberto Solás presenta sus primeros cortometrajes: Variaciones, Minerva traduce el mar, El retrato y El acoso.

Presagios y advenimientos

Ejercicios encaminados a dominar el instrumental expresivo cinematográfico, los primeros cortometrajes de Humberto Solás traslucen la voluntad por prefigurar un estilo y un mundo propios, desde el saludable vanguardismo y el arriesgado tanteo formal. Casi todos insinúan de manera diáfana las constantes que animarían la obra posterior del autor, ejemplo casi único en Cuba de fidelidad expedita, confesa, a una estética devenida ética.

El retrato y Minerva traduce el mar, ambos de 1963, exaltan su linaje literario, neorromántico el primero, inmerso en la poética barroca el segundo. Ambos trasmutan la letra impresa en libérrima fuga, en asociaciones que metabolizan el texto original, devenido de esta suerte juguete metafórico. Para recrear los textos, se auxilia el autor de la música y de una reconcentrada búsqueda de la belleza, quizás demasiado consciente, tanto la búsqueda como los resultados. Tal apropiación de los valores semánticos, sintácticos y expresivos de la música asiste, desde entonces, a toda la filmografía de Solás, con puntos cimeros en las partituras de Leo Brouwer y José María Vitier para Lucía, Un día de noviembre, Amada y El siglo de las luces, cuyas bandas sonoras incluyen algunos de los momentos más audaces de la música cubana aplicada al cine.4

Minerva traduce el mar recurría al raudal metafórico lezamiano y también a la música, la danza y el teatro en una suerte de performance interdisciplinario, como antecedente adelantado —muy adelantado— de lo que en nuestro medio se conocería como videoarte. A pesar de su formalismo agreste, y de un cierto dilettantismoavantgarde, cuya insolente obviedad no volvería a formar parte de los códigos solasianos, Minerva traduce el mar y El retrato destacan como primeras, esperanzadoras obras de un cineasta dotado para diseñar y recrear atmósferas, un realizador capacitado para poner al día nuestro cine valiéndose de cartesiano diálogo con lo inmarcesible de la cultura cubana y universal. Ambos cortos pueden verse como intentos por forjar vasos comunicantes entre la avanzada del arte mundial y una cinematografía nacional que se quería novedosa, distinta.

No obstante, en críticas y ensayos referidos a la producción de aquellos primeros años, solía considerarse que las películas cubanas solo debían recrear la épica insurreccional explícita, sumergirse en la vorágine fundacional autoafirmadora de aquel período, y trazar el perfil del héroe positivo, hombre nuevo como marmórea entidad incapaz de dudar o disentir. En un recorrido crítico por el cine cubano de entonces, en el cual se abordaba El retrato, se afirmaba:

narra la historia de un artista en pos de la belleza ideal, de la belleza en abstracto, [y] recrea con el solo auxilio de la música, de los efectos y, sobre todo, de la imagen […] la atmósfera de misterio, de encanto y de poesía que exige el cuento […] aunque no lleguemos a conmovernos con el romanticismo fuera de época que impregna toda la historia.5

Casi al concluir el análisis citado, se explayan las reservas:

Es posible que alguien piense que romper los lazos con el medio es una forma de liberación. Pero es que liberarse no significa ni mucho menos flotar en el vacío. La etapa actual es tan dramática o más que la anterior. El propio contexto nos fuerza a que analicemos sus elementos más perturbadores […] No podemos volver a la coherencia simple de los primeros años, pero no se puede sustituir esta por un empacho de búsquedas formales. […] Ir de nuevo a una coherencia con la realidad es situarnos a la ofensiva. Comunicarnos a todo trance con el público facilitará la tarea.6

Cito el ensayo-balance in extenso para tratar de definir los principales argumentos «críticos» que, lamentablemente, han acompañado a casi todas las películas de Solás hasta hoy. Porque han sido idénticos los prejuicios esgrimidos —aunque disfrazados ocasionalmente de retórica eufemística— para menospreciar, desde presupuestos ridículos, este o aquel título, absurdas y trasnochadas prevenciones a la luz de lo que el cine debe ser según Griffith, Eisenstein, Tarkovski, Rocha y muchos otros cuya enumeración sería inacabable. Las aprensiones internas contra el método del cineasta cubano se insinuaron en 1963, se recrudecieron posteriormente ante Un día de noviembre —estrenada casi clandestinamente varios años después de realizada—; repitieron el mismo tono, de sentencioso menoscabo, con Cecilia, que causó un cisma en la apreciación cinematográfica no solo de la intelectualidad, sino también de lo que algunos nombran gran público, e incluso volvieron a repuntar ante El siglo de las luces, como si la crítica pretendiera, de modo pertinaz, poner en solfa las recurrencias temáticas del autor o su personal manera de asumir e interpretar realidad e historia. Un síndrome cercano al complejo de insularidad tercermundista nos impidió reconocer en un coterráneo al epígono de Eisenstein y Visconti, parigual de Rocha o Pasolini, cuyos hallazgos eran, paradójicamente, ensalzados a rabiar por esos mismos críticos que preparaban sus dardos de acíbar para recibir cada nueva obra de Solás.

Los cuestionamientos se detenían regularmente en el formalismo (término asociado al manierismo formal o a interpretar como un baldón la influencia viscontiana), denostaban el gusto por lo decadente y mórbido, mientras se añadía, por lo regular, que se «veía mal» en el cine cubano todo cauce temático o estilístico que no desembocara en la estrecha coherencia con el contexto sociopolítico, entendido este en su faceta exterior y simplificadora. Aun cuando todo credo artístico es susceptible de ser cuestionado, debió primar la reflexión pormenorizada, para no confundir la voluntad de estilo con deficiencia; debió primar la comprensión y el análisis contextualizador antes de colgarle a un autor cubano de estos tiempos la etiqueta de distanciado-vigía-languideciendo-en-ebúrnea-torre. Como se demostró, resultaba deplorable el triunfo de los acercamientos simplistas e inmediatos, sobre todo si, además, conllevaban la estigmatización o segregación —como deleznables e infructuosas— de otras perspectivas, desbordadas y múltiples, sobre la vida y el pasado nacionales. ¿Acaso era preciso tildar de evasivo, excesivamente pretencioso o, lo que es peor, ambiguo en términos de compromiso político, a un cineasta porque optara por aludir al pretérito para explicar el presente? ¿Cómo reclamarle al autor que se adhiriera, mecánicamente además, a la actualidad de la nación, cuando sus escasos filmes frutos de esa adherencia fueron engavetados durante años, preteridos por los estudiosos y casi olvidados por la prensa y el público, como ocurrió con El acoso y Un día de noviembre? ¿Existe, o debe existir, una fórmula única de sostener cinematográficamente el diálogo con la realidad social y cultural del país?

Se han acumulado ya suficientes malentendidos entre el cineasta, un sector de la prensa especializada y el público como para entronizar en las opiniones todo ese mundo de preconceptos que se esgrimen, sistemáticamente, por quienes anteponen al análisis sopesado y riguroso, el repudio enceguecido y la condena sumaria. Aunque los reparos se mantendrían enquistados, hasta difundirse en «metástasis» proporcional al grado de autofidelidad de Solás, lo cierto es que a la altura de los años 60 era considerado promesa sólida de una cinematografía que aprendía a ver, mirando. En casi todos los documentales de Humberto, desde los primeros hasta los más cercanos en el tiempo (Simparelé, 1974, Wifredo Lam, 1979), se patentiza esa simbiosis documental-ficción tan cara al cine cubano de las dos primeras décadas. Todos sus primeros documentales aparecen «contaminados», en mayor o menor grado, por elementos de ficción y de puesta en escena. Es como si el autor quisiera evadir esa cierta circularidad temática, inherente al género; y, para escapar a la prisión del tema y del género, se valiera de anécdotas o de crónicas más elípticas y recreadas. La coartada para eludir la retórica documental se justificaba mediante la artisticidad intrínseca de otras artes como la danza, la fotografía, la pintura o la arquitectura, recreadas aquí, magnificadas allá, repasadas con ojo admirado y cómplice.

El acoso (1965) y Manuela (1966) significaron la incursión definitiva del autor en el cine con argumento. Si sus documentales parecían ficcionados, sus dos primeros filmes de ficción portaban un alto sentido de lo documental, como ocurrirá posteriormente con el tercer cuento de Lucía, con Un día de noviembre, Cantata de Chile y Miel para Oshún. En la primera etapa de su filmografía, la presencia de lo contingente y contemporáneo, enfocados desde el realismo testimonial y directo, pudiera estar relacionada con las urgencias de la cinematografía cubana, ya apuntadas antes, y también tiene que ver con el periplo del autor por Italia, donde accedió a sustanciosas polémicas sobre el carácter y el impacto social del cine, y pudo aquilatar la contundencia del neorrealismo clásico (Umberto D, Rossellini, De Sica, La tierra tiembla) así como las obras epigonales o de transición (el Visconti de Senso, Rocco y sus hermanos). La intensidad de este contacto con el cine italiano de la segunda posguerra fue primordial (también para Fernando Birri, en Argentina, o Nelson Pereira Dos Santos, en Brasil) en el sesgo aparente que describió el cine de Solás, que inmediatamente aterrizaría en la contemporaneidad, o pasado muy reciente, como redescubriéndolos. Recuérdense las locaciones naturales, los actores no profesionales, la extracción popular de los personajes en El acoso y en Manuela. La primera instauró en Cuba una aproximación reveladora a la otredad que se resiste, al enemigo que se opone (en este caso un mercenario de Girón) en lógica y matizada disparidad con la cubana «de adentro» que lo socorre.

Cuando el cine de la Revolución todavía se caracterizaba por su carácter afirmativo de valores generalizados, Manuela testimoniaba la búsqueda de una nueva emotividad, más individual, aunque integrada a la épica colectiva. El mediometraje reconcilió la fuerza y sinceridad de los móviles personales con el compromiso político, todo tamizado por el imperativo de testimoniar el impacto emocional y los entresijos espirituales del personaje central. Parte de la originalidad temática de Manuela radica en la descripción de la muchacha como un ser absolutamente humano, limitado y falible. Alentada por el deseo de venganza o desquite, tal vez similar al ansia que compulsaría a la primera Lucía, a Cecilia, Amada y Sofía, Manuela crece, espiritualmente hablando, empujada por el instinto de vivir una experiencia diferente y superior; por eso alcanza a tocar con la punta de los dedos una dimensión más alta del amor universal y la solidaridad humana, entendidos en el filme como ideales que trascienden cualquier contexto específico. Por el nivel de calado en la subjetividad femenina, tanto El acoso como Manuela prefiguran y adelantan una oleada posterior de filmes cubanos con la mujer como núcleo protagónico. También en la filmografía posterior de Solás (desde Lucía a Miel para Oshún), es la mujer símbolo polisémico, encarnación de la espiritualidad, de la resistencia y la delicadeza, más allá de la moda o la intención coyunturalmente polemizadora en torno al machismo.

Superior hálito de trascendencia patentizó Lucía (1968), clasificada desde siempre como la consagración absoluta no solo de un cineasta, sino de toda una cinematografía. En una época cuando el cine con temática femenina, como tendencia, solo se había esbozado, los tres segmentos de Lucía describen el empeño por apresar el tiempo histórico, a la vez que reflejan las cicatrices que esa historia demarcara en el alma femenina. Un giro en la perspectiva del filme histórico, inclinada hacia el realismo subjetivo, había trazado Luchino Visconti desde Senso, filme tutelar para Solás, que del siguiente modo la evaluó en un número reciente de la revista Cine cubano:

Sin otros antecedentes cinematográficos de valor como no fueran la segunda parte de Iván el terrible, o la proeza orsonwelliana de El ciudadano Kane, Senso es, a la vez que mirada convincentemente introspectiva de la historia, una oportunidad del «joven» Visconti para configurar sus inquietudes y ansias de renovación también en el orden artístico-técnico.7

Califica el autor como renovación artístico-técnica, según aclara más adelante, la «deserción» de Visconti de la anquilosada inspiración neorrealista, que por entonces alcanzaba confines de sobrexplotación de un estilo y de un modo de hacer cine. Paralelamente, también a Humberto, en cierta etapa de su carrera, le resultarían insuficientes, por limitados, los cánones del realismo social estrechamente entendidos por cierto nuevo cine latinoamericano (cubano) y «emigraría» de la mímesis servil de la realidad a un refinamiento perfeccionista en el diseño de imágenes, al compendio de una cultura y una historia que se explayara en Lucía, Wifredo Lam, Cecilia, Amada, Un hombre de éxito y El siglo de las luces. Respecto al Senso fundacional afirmó Visconti: «[en Senso] está la tragedia moral de una batalla perdida que se eleva por encima del mísero fin de una imposible aventura amorosa entre dos seres carcomidos».8

La tragedia como predestinación del protagonista, el desenlace ineluctablemente desgarrado y/o miserable, el amor total como aventura imposible… todo ello reaparece en los diarios íntimos de las tres Lucías, que intentan, casi siempre en vano, el ejercicio de amar y ser amadas, pero terminan arrastradas por el huracán de los tiempos, por la mareas de la historia, que las conducen a la venganza y la locura, a la desilusión y el desamparo, o a sumergirse en una cadena infinita de incomprensiones y desamor. En los tres segmentos de Lucía se percibe un apretado encadenamiento de la épica personal con el fluir y refluir de la epopeya nacional emancipadora, emancipación que convoca y perturba a la mujer cubana como ente participativo, definitorio. Tal fusión inalienable de historia e intimidad la consuma el filme de manera similar a los trípticos góticos o renacentistas que ilustraban la vida de la virgen, concediendo tanta atención al retrato exhaustivo de la modelo como al entorno igualmente detallado de anunciaciones, partos, viajes y ascenciones, por solo citar los motivos pictóricos más recurrentes. El acercamiento afectivo y distanciado en el tríptico solasiano constituye la primera mirada sagaz, afectiva y comprometida de nuestro cine al devenir histórico, visto como cámara de resonancia para lo íntimo. Desde entonces, Solás se refiere a los entresijos del alma femenina como imagen del entorno traumático y también como reflejo ideal de este crisol de ideas, razas y culturas que en esta isla se mixturaron.

Se ha insistido en la crispación neorromántica del primer cuento, cuyas obvias, cardinales referencias viscontianas a veces impidieron apreciar divergencias estéticas y conceptuales respecto al maestro de Senso; también en la pesimista languidez del segundo, el cual, pasado por aguas del cine de Huston y de Antonioni, evidencia, sin embargo, un toque de vibración interna mucho más sensual y comprometido con los personajes, y en la efervescencia pop y vitalidad desbordada del tercero —esos alardes de la cámara en mano, las incursiones a lo cinema verité, aliadas con una particular sensibilidad para el paisaje— amplían tal definición; pero demasiado poco se habla hoy de que los tres cuentos de Lucía representan la eclosión cinematográfica de la policromía, del enrevesamiento y complejidad del proceso que favoreció la consumación de una conciencia de identidad, de un modo de ser y un espíritu enteramente criollo, insular, cubano. Semejante disposición por transgredir los límites del género o de la anécdota, en busca de un volumen polifónico, operístico, permite apreciar como variaciones amplificadas de Lucía filmes posteriores como Amada, Un hombre de éxito, y particularmente Cecilia y El siglo de las luces. La ambición por destejer y explicar la tupida red de interacciones entre los estratos políticos, raciales, religiosos y económicos que evidencia Lucía, mucho más allá de la «guerra de sexos», a partir de la cual muchos intentan explicar la película, se erigen como las auténticas coordenadas del cine solasiano. Ese es el eje confluyente, crecido y ramificado después en variados escorzos estilísticos. Sobre la recurrencia pertinaz y otras definiciones medulares, el propio autor ha confirmado, y hasta dudado, en diversos momentos: «Manuela y Lucía son filmes de mi juventud. Había que decantar la excitación de todos los fantasmas y acercarme a una específica escritura. Estuvieron llenos de espontaneidad e improvisada inventiva».9Y también:

Mi filme Lucía es siempre un diálogo sobre el presente, ya que el pasado solo actúa en la medida en que expresa los condicionamientos culturales, sociales y psicológicos que han definido nuestro particular estilo de vida nacional […] El más importante de los incentivos que me planteó el filme fue buscar un modo de expresión nacional que, de genuino, trascendiera el ámbito isleño y se insertara como un modo de expresión latinoamericano.10

Respecto a la tesis de que un artista crea solo una obra original sobre la cual se sustentan las demás, dirá:

No creo que eso pueda considerarse en términos absolutos, aunque obviamente responde a la personalidad del artista y a su necesidad de volver sobre los asuntos que le preocupan. El día que termine con ese ciclo de apartamiento y vuelta sobre los temas de Lucía, seguramente podrá hablarse de una renovación en mí. Soy un individuo con determinados temas que me obseden, persiguen y preocupan, y a los cuales no he sabido dar solución en mis películas […] Yo tengo muchísimas dudas con Lucía, así me pasa con las demás obras. La complacencia es un acto de derrota y detenimiento.11

Al nivel de la referencia a un período histórico específico —sublimado como etapa crucial, cuando comienza a hablarse de la predestinación de la nación cubana— se articulan con Lucía I tanto El siglo de las luces como Cecilia. Más que personajes simples, Lucía1895, la Sofía carpenteriana y la Cecilia villaverdeana —que en versión de Humberto se funde con la Caridad del Cobre y Oshún, como epítome de la mulatez sincrética— alegorizan la historia de la Isla en esa centuria, cuando se tamizaba, y se fraguaron también el sino, el carácter y la sustancia definitiva de este país. También se puede descubrir analogías formales y expresivas, similitudes de significación y postulados recurrentes sobre la relación historia-individuo entre el segundo cuento de Lucía, Wifredo Lam, Amada y Un hombre de éxito, todas referidas a la etapa pseudorrepublicana, y que delinearon una perspectiva rigurosamente subjetiva, personal, amén de la pormenorización generalizadora. Lucía, tercera parte, Un día de noviembre y Miel para Oshúnse refieren directamente al reordenamiento de las conciencias que ha significado la instauración revolucionaria en sus diversas etapas.

La mayor parte del cine cubano realizado después de 1959 trasuntaba tesis abrumadoramente prejuiciadas respecto al pretérito —prejuicios justificados, pero prejuicios al fin: cualquier tiempo pasado fue peor. Sin dejar de revisar, evaluar y compendiar desmanes de otrora, el cine de Solás intenta aprehender la inmanencia, el fermento común que, en todos los tiempos, ha distinguido a los pobladores del archipiélago cubano. Así, sus personajes y anécdotas son categorizados desde preceptos que eluden la temporalidad específica y los exclusivistas estancos pasado/presente. Su revisión evocadora atraviesa primero las motivaciones íntimas, sujetas en casi todas sus películas a una visión metafísica y escéptica: el amor, por desinteresado que sea, culmina regularmente en la frustración; la verdad esgrimida con desinterés es acallada por la incomprensión o la indiferencia; verdad y amor son pasto que ceban siempre a la intolerancia devoradora.

Singularidad romántico-barroca

Si concordamos en que el romanticismo, en tanto movimiento artístico y literario, relacionado estrechamente con la consolidación de sentimientos nacionalistas en varios países de Europa y Latinoamérica, se distingue por ilustrar la superioridad espiritual del héroe y su rebelión ante un orden de cosas absurdo, gris e inútil, y por oponer a la razón el sentimiento y la búsqueda del ideal, entonces resulta notorio en el cine de Solás el halo romántico que embarga a numerosos personajes pasionales, quijotescos y arrebatados. Obviamente románticas parecen las revueltas anticonvencionales de las dos primeras Lucía, y también la negativa de la tercera a convertirse en mero objeto de uso según establece la tradición. Como tampoco se resignan Amada y Cecilia al conformismo servil con las gotas que el medio les escancia. El énfasis y el afán maximalista también laten en todos los papeles principales o secundarios que interpretara Raquel Revuelta para Humberto, mientras la locura o la muerte —de matriz genuinamente romántica— coronará la vehemencia fervorosa de Lucía 1895, de Sofía, Amada, Cecilia y de los Esteban (¿casualmente? tienen el mismo nombre) que centralizan los conflictos en El siglo de las luces y Un día de noviembre. «Debilidad, impotencia, enfermedad, frustración, ineptitud para el combate, cuanto trae consigo autoconvicción de derrota, conforma la médula romántica».12Médula que también recorre la tipología de personajes solasianos como el Leonardo de Cecilia, el grupo familiar pisoteado por «un hombre de éxito», el Esteban desahuciado por la inspiración vital (Un día de noviembre) o el desencantado de El siglo de las luces; todos indecisos, rendidos, exhaustos de constatar en la práctica la imposibilidad de materializar sus grandes ideales, condenados de antemano a la desintegración en un sentido similar al del joven Werther o al destino trágico del albatros baudeleriano.

Tampoco se trata de encasillar artificialmente al cineasta como epígono moderno de Víctor Hugo, Pushkin, Stendhal o Leopardi, pero apenas cabe la duda respecto a que tales fuentes primigenias alentaron la conformación del héroe solasiano, fuentes atemperadas, obviamente, por el transcurso de un siglo de modernidades y revoluciones de toda índole. El relieve romántico de sus personajes parece condicionado también por la adecuación cinematográfica que de estos paradigmas habían verificado Eisenstein (Iván el terrible), Visconti (Senso, Rocco y sus hermanos, Gatopardo) y Hitchcock (Vértigo), entre muchos otros. Parece perfectamente lícito afirmar que el cine de Solás deriva parcialmente de tales modelos para preferir las afinidades electivas, y cimentar además un cauce expresivo propio y una coherencia de temperamento y expresividad, que elude el romanticismo como tópico, para contornear una realidad de escurridiza simiente, un universo desmesurado e inconmensurable, un país recorrido por indómitas y barrocas exuberancias.

Si algo distingue el cine de Humberto Solás es, precisamente, la sustentación de una visión integradora, sincrética y cosmopolita que recapitula y define la mezcla de razas y culturas, más que exaltar, en su estado virginal, los factores que la componen. Las obras de Lam y Lezama, Varela, Villaverde y Martí, Fernando Ortiz y Miguel de Carrión, Moreno Fraginals y Carpentier gravitan sobre su cine como dúctil apoyatura, sobre la cual opera la especificidad del lenguaje que el cineasta domina. Así, su cine explica y reinterpreta el proceso de intercambio de valores y esencias que ha dado lugar a lo específico cubano (Cecilia, primera parte de El siglo…, documentales). A la vez que describe el espesor de esta amalgama étnica y cultural, Solás se concentra en ilustrar el proceso de recodificación de los elementos integradores y en cómo cada factor adopta nuevos contenidos y formas (religión, costumbres, artes) desde el momento en punto en que contacta con otros.

Según Carpentier, «toda simbiosis, todo mestizaje engendra un barroquismo. El barroquismo americano se acrece con la “criolledad”, con […] la conciencia de ser otra cosa, de ser una cosa nueva, de ser una simbiosis […] el espíritu criollo, de por sí, es un espíritu barroco».13El cineasta ha devenido depositario de esta concepción carpenteriana del mestizaje y el barroco, al exaltar el carácter unigénito del criollo cubano, en el colorismo exacerbado y en el panteísmo convulso y antinómico de Cecilia, en las danzas africanas pasadas por Maurice Bejart de Simparelé; barroquismo nutrido no solo por África y España: también se incluyen otros núcleos de civilización con los cuales convergió nuestro destino de nación: la influencia francesa apuntada en los ideales que animan El siglo… o en ciertas costumbres esbozadas en Cecilia, el ruso-soviético en La sexta parte del mundo-Nacer en Leningrado, lo asiático, igual pasado por la jungla tercermundista que por la Europa picassiana en Wifredo Lam… Al menos en cuanto a intención globalizadora y ecuménica, tales filmes se ven permeados por los muy dispares arquetipos que en Cuba confluyeron y desde aquí irradiaron al mundo. Por cierto, también comparte Solás, con una visión más amplia, aquella temática, cíclica en nuestro cine, que potenciaba la esclavitud y los componentes africanos en nuestra cultura e idiosincrasia. En ese sentido, la sola mención de títulos como Lucía I, Simparelé, Cecilia, Obataleo y El siglo de las luceshace tambalear el preconcepto de clasificar al cineasta cubano como sucedáneo de prolegómenos europeos. Si algo distingue la esencia de su cine es, precisamente, la sustentación de una visión sincrética, integracionista, que cuenta, por supuesto, con la herencia y participación europea; pero que más bien se dirige a definir y recapitular sobre la totalidad pluriétnica y multicultural, en vez de concentrarse en exaltar los factores de formación, ni mucho menos intentar determinar el peso específico de cada elemento conformador en la mixtura resultante.

La tensión y distorsión atribuidas al neobarroco,14entendido como estilo sustentado en las acumulaciones desmesuradas y polifónicas, constituye otro recurso principal en los mejores filmes de este autor. Tensión dramática expresada en situaciones sin salida y en el desesperado patetismo de algunos personajes. Distorsión que proviene de acentuar la colisión pasional de ascendencia melodramática, de potenciar al máximo la expresividad del histrión y de explorar acuciosamente las posibilidades formales de cada proyecto. Los violentos contrastes de blanco y negro (Lucía I, Un día de noviembre), la vitalidad de los movimientos de cámara (El siglo de las luces, Miel para Oshún), la explosividad trópica que otorga el montaje (Lucía III, Cantata de Chile), así como la coloración intencionada y la plasticidad del encuadre (Cecilia, Amada) permiten afiliar los filmes de Humberto Solás a ese cine neobarroco en el cual clasifican también, con diverso grado de pertenencia, ciertos filmes de AndrzejWajda (Bodas, La tierra prometida), MiklosJancso (Salmo rojo, Electra), Bernardo Bertolucci (El conformista, 1900), Werner Herzog (Aguirre, Fitzcarraldo) y algunos otros cineastas de los años 70 y los 80. La iluminación clareante/oscurecida, lo prolijo, abigarrado y significante de la dirección artística (escenografía, vestuario, ambientación) se sublima en El siglo de las luces, e incluso en la neoclásica Un hombre de éxito, mientras los actores eluden (por voluntad expresa del director) la mesura coloquial al uso, en pos del subrayado obsesivo, narcisista, que incluye la lágrima, el grito, el sudor y los gestos operáticos. Todos los elementos de la puesta se crispan para acumular un clímax tras otro, a un punto tal, que el resultado deriva en filmes emparentados con lo más evolucionado y progresista del neorromanticismo, y deudores también de la representación deformada, retorcida, que tipifica el neobarroco de matriz literaria, pictórica o cinematográfica en América Latina.

Otra de las obsesiones netamente barrocas que comparten los filmes de Solás es la conciencia obsesionante del tiempo como elemento fatídico de erosión, en perenne, velocísima fuga (Un día de noviembre, Un hombre de éxito, Miel para Oshún). Y cuando el tiempo presente del filme coincide con el pretérito histórico, entonces adquiere un carácter cíclico: todo parece refluir por cauces previos. Entonces, su cine opera acercando el pasado para terminar, de todas formas, revisando el presente y atisbando en el futuro. Es cierto que tal contemplación del tiempo implica una actitud parcialmente metafísica —los moldes para el comportamiento humano parecen ser siempre los mismos—, pero cada ciclo de desarrollo introduce peculiaridades, diferencias graduales que confluyen en ascendente espiral hacia el porvenir. Así lo evidencian las últimas escenas de Lucía III con la niña que contempla el altercado infinito, Un hombre de éxito (aquel oportunista que continuaría sustituyendo cuadros de acuerdo con las circunstancias) y El siglo de las luces, con la pasión explícita de continuar revolucionándolo todo a cualquier precio.

Épica de la excepcionalidad

Desentrañar los motivos dominantes en la obra de Solás ha derivado, con demasiada frecuencia, en la simplificación. Sobredimensionar el interés del cineasta por el pretérito obstruye el análisis de sus filmes como portadores de observaciones transferibles al presente. Se hizo gala de aplicación taxonómica insuficiente, rígida y premiosa cuando se decidió que el autor destacaba solo como hacedor de frescos estilizados, mórbidos y distinguidos, sobre el pasado. Solás fue el primero de nuestros cineastas en defender ardorosa y racionalmente la plena vinculación de la mujer al núcleo activo de la sociedad, sin obviar las desgarraduras, renunciamientos, empachos de «nueva» moral, e incluso soledad y frustración que necesariamente conlleva tal integración (recordar los personajes secundarios de Lucía III, y los que interpretan Alicia Bustamante, Eslinda Núñez y Raquel Revuelta en Un día de noviembre). De ese modo, quedó abierta la interrogación y marcada la pauta respecto a un tema que, años después, generaría toda una ola nacional de cine femenino o feminista, cuyas obras epigonales más redondeadas serían De cierta manera y Retrato de Teresa.

Permanece insuficientemente estudiada Un día de noviembre, sobre todo a partir de la elección de un tipo de personaje soslayado en nuestro cine, a no ser por las pinceladas de Memorias del subdesarrollo, Polvo rojo, Lejanía, Mujer transparente, Fresa y chocolate y Vidas paralelas. El Esteban de Un día de noviembre es el «otro» diverso, incapaz de sumarse al optimismo de la zafra, las metas laborales y la rumba, por una razón tan irrebatible como saberse herido por una enfermedad mortal. A su conflicto, que ya de por sí apunta a la definición de la otredad que se aparta, se añade la presencia del hermano y la cuñada del protagonista, decididos a emigrar, según se infiere, atribulados por la precariedad material y por las compulsiones sempiternas de una vida que no comprenden. Esteban busca también un ideal que le permita asirse, afincarse, insatisfecho con el cierto mecanicismo instaurado por la cotidianidad, atribulado por la pobreza espiritual que percibe con ojos lánguidos y asustados. Similar sobresalto expectante, la misma languidez cuestionadora, similar inconformidad con su entorno embarga a Lucía II, a Leonardo, Amada, Darío (el hermano del hombre de éxito) y al otro Esteban, el de El siglo…

Luego de un receso de diez años sin filmar, Humberto Solás dirigió Miel para Oshún. Su trabajo aquí remite —por lo directo, sencillo y expresamente comunicativo— a su primera época de cineasta, aquella cuando sorprendió con el vigor naturalista y desembarazado de Manuela, o del tercer cuento de Lucía, cuya algazara y aire farsesco son recuperados, de alguna manera, en este filme de carreteras, entrañable homenaje también a lo mejor de esos seres llamados cubanos promedios, hombres y mujeres de pueblo, de a pie. La película cuenta el retorno de un cubanoamericano (Jorge Perugorría) en busca de su madre y de sus orígenes.

La simpleza anecdótica aparece apuntalada, complementada por el propósito alegórico, generalizador. Muchas secuencias parecen originadas en la pura añoranza del protagonista por afectos, sonidos y colores familiares, casi íntimos. El filme se sostiene sobre dos pilares: la oda noble a lo más valioso de la cubanía, y la sutil voluntad alusiva, por momentos incluso lírica. Ambos presupuestos le permiten rebasar la categoría de roadmovie, a ratos simpática y siempre costumbrista. Aparte de la odisea medio farsesca de los personajes, el filme asume, con diversos grados de profundidad, la tragedia de la división familiar, el insoslayable peregrinar en busca de lo auténtico; se dibuja el retrato comprometidamente afectivo de realidades complejas y a veces dolorosas, además de que se intenta comprender pasado y presente de este país, con tan nobles propuestas como pueden ser la comprensión y la solidaridad a todo trance. Miel para Oshún resulta mucho más entrañable que cualquier otro de los filmes cubanos habituales que se hacen en busca de cuatro sonrisas. Sus reencuentros y puntos de partida describen una odisea más espiritual que física. Y a pesar de la sensibilidad del tema, el director se las arregló para distanciarse del teque que a veces acompaña a nuestras películas «necesarias». Puede ser comprendida a manera de esbozo, de propuesta fílmica radicalmente ética, aplicada a describir la búsqueda y el hallazgo de valores comunes y amores inmarcesibles, usando como pretexto el accidentado periplo de los personajes por las entrañas y la matriz de la Isla. El drama del desarraigo del protagonista deja de ser privado y personal desde el momento en punto en que aterriza en La Habana, al principio del filme, hasta la eclosión final, operística y desmesurada (como buen Solás) en uno de los mejores epílogos del cine cubano, brillante definición en celuloide del sempiterno llanto-carcajada que nos caracteriza como pueblo.

Imposible no admitirlo: se trata de la obra de apariencia más sencilla y expresamente comunicativa de Humberto Solás. Su perspectiva ha variado ligeramente en cuanto al punto de mira, en esta ocasión tal vez más pegado a la tierra y al presente, más atento al universo de lo popular. El final de Miel para Oshún deja en los ojos, y también más adentro de la piel, un no sé qué de luz danzante y de reconciliación de todos con todos. Ignoro cuán extraordinaria pueda parecerles a los puristas, pero estoy seguro de que promover tales sensaciones son logros ajenos a las películas simples, medianas y oportunas. La urgencia de transformación mediante el conocimiento (el viaje) y la búsqueda de verdades esenciales son pilares, motivos dominantes de la obra más reciente firmada por Humberto Solás, autor que retorna evadido, por ahora, de su explícito regusto por concentrarse en la literatura y el pasado cubanos (El siglo de las luces, Un hombre de éxito, Amada, Cecilia, Lucía).

Pero tal vez se han trazado con demasiada premura las líneas demarcadoras entre las obras anteriores de Humberto y esta nueva película suya. Los personajes de Perogurría e Isabel Santos atraviesan algo así como una crisis de inspiración vital, de autoconfirmación, que los compulsa a replantearse sus añoranzas e ilusiones mediante el viaje, la búsqueda y el reencuentro. Similar al protagonista de Un día de noviembre, Roberto trata de acercarse a un modo de vivir auténticamente paroxístico, intenta domeñar toda catarsis a fuerza de racionalismo. A lo largo de todo el filme, su cartesianismo correrá riesgo de parálisis y será doblegado finalmente por una realidad que rebasa sus mecanismos de inmunidad. ¿Pueden «curarse» el desarraigo y la inadaptación mediante la recurrencia al instinto desatado, a lo ancestral, a ese fondo intocado que yace en algún resquicio de nuestra memoria afectiva? Si el Esteban de Un día de noviembre, y el de El siglo de las luces vagaban en busca de asideros espirituales, siempre inasibles, el Roberto de Miel para Oshún es menos escéptico y lánguido, reconoce atribulado las mentiras en que se fundó su existencia; pero se rebela, no se resigna, y se lanza en busca tal vez de algún ideal, corre detrás de la verdad huidiza, difuminada y remota, pero la única que puede regalarle un gesto permanente más allá de sus propios, engañosos recuerdos. Roberto es uno de los personajes masculinos más significativos, equilibrados y conmovedores en la filmografía solasiana, en la cual no faltan, por cierto, pormenorizados retratos de la psicología viril, aunque diseñados, por lo regular, como seres activos, orgullosos, intransigentes y arrasadores (para mejor establecer el contraste con las protagonistas femeninas): aparecen el iluminista devenido tirano en El siglo…, el primo empeñado en seducir, en Amada, los hermanos enfrentados en Un hombre de éxito, los dos Llauradó de Manuela y Lucía. Roberto está menos alejado de su prima y de su madre, es más sensible y equilibrado que los demás protagonistas varones pintados por Solás. Miel para Oshún trasunta una nueva correlación de fuerzas entre los sexos. Las mujeres del filme podrán sentirse heridas y frustradas, pero se mantienen inconmovibles como raíz, tallo y fruto de toda realización. La prima, la madre y media docena de mujeres (papeles secundarios de una brillantez insospechada) insinúan historias en las que fueron víctimas y a la vez heroínas, destinos paralelos a los de Lucía, Sofía —al final de El siglo…—, Cecilia y Amada. Casi ninguna de ellas se abandona a la inacción y la desesperanza, mucho menos esa madre nutricia e ideal, la Carmen/Lucía a la que mil infortunios no alcanzaron a doblegar.

Tanto o más fuerte que el enfoque psicosexual, resalta la voluntad panorámica del filme respecto a la emigración y sus consecuencias. Si algún apunte aparecía en Un día de noviembre a ese respecto, aquí se explayan los más diversos puntos de vista, todos gravitando hacia la necesidad de la reflexión y la reconciliación. En el filme cohabitan e intentan comprenderse el que se fue y regresó (en las antípodas de la visión maniqueísta que subrayaba Lejanía), los que se alejaron replegados en sí mismos, y los que se quedaron luchando por el espacio de realización que les correspondía, gente en busca de un cauce, tal vez errático, pero para ellos propicio. El filme recurre a la exposición de tales actitudes, solo con la voluntad de trascender cualquier esquematismo, tan socorrido en el cine cubano que intentara abordar el tema. Para imprimirle a su película esa atmósfera de medular trascendencia, Humberto exalta la fidelidad de todos sus personajes a ciertas esencias iluminadoras, profundamente humanísticas, cubanísimas y universales, esencias con las cuales concuerdan los mejores actos, premoniciones y remembranzas.

Toda reivindicación del mejor cine cubano ha de pasar necesariamente por la reconsideración del cine realizado por Humberto Solás. Se impone examinar el crecimiento del cineasta, verificado entre Lucía y Un hombre de éxito, desde Cecilia hasta El siglo de las luces, como diseñador de dramaturgias complejas, circulares, como elaborador de diálogos cada vez más eficaces y cargados de sentido. Se precisa reconsiderar etiquetas tales como adjudicarle siempre, ineluctablemente, ineptitud como dialoguista y tendencia al panfleto, que si bien pueden comprenderse teniendo en cuenta las inoperantes obviedades de algunos filmes solasianos, son obnubiladas en parte por el apasionamiento de la aventura estética y el empeño pertinaz de asumircódigos universales —románticos, neobarrocos, melodramáticos—, siempre como alternativa a la ortodoxia irreflexiva. Solás hereda, sin complejos, toda esa genealogía de pluralidades estéticas, tamizándola con la singularidad cubana. Puede colindar con el panfleto el modo en que hablan algunos personajes creados por el autor/guionista, pero así y todo se las arregló para acercarse a las misteriosas ondulaciones del alma bajo presión. Quizás su empeño por aproximarse a la épica grandilocuente, a ese tono mayor (escenas de acción, batallas) no siempre se articulan convenientemente con los conceptos filosóficos que animaran cada filme, pero primó la voluntad de construir en pantalla un mural de la pólvora, el lodo, la sangre, y también los pensamientos, que modelaron nuestra historia. A lo largo de su cine permanece el ferviente, emotivo himno a la firmeza y la solidaridad, relatadas en un sentido propicio, fecundo. Su filmografía queda como testimonio significativo e incitante, marcado por el riesgo y la insatisfacción con el dogma, distinguible por su insolencia y galanía. Además, cada uno de sus filmes marcó un hito en la historia cinematográfica y cultural de este país. ¿No es Lucía producto acabado de la atmósfera creativa y de diálogo típica de los años 60? ¿Acaso el destino y la esencia de Un día de noviembre no evidencia la atmósfera gris, de contracción cultural que acompañó al decenio de los 70? ¿No fue Cecilia el filme cubano más vendido en el exterior (antes de Fresa y chocolate) mientras provocaba puertas adentro un turbión polémico en las demasiado apacibles aguas de nuestro cine?

En su cine, Humberto entiende que la cinematografía nacional podría solidificarse a partir del eclecticismo, que dosificara la cultura «alta» y lo valedero entre lo vernáculo y popular. Con frecuencia partió de fuente literaria, pero igual recreó el sistema referencial (Amada, El siglo…), que decidió evadirse de la propuesta primigenia (Cecilia). Cuando se aguardaba por su adaptación de la novela carpenteriana, una vez más desafió el preconcepto, y en una narración típicamente barroca se ciñó a la «sintaxis recta», al «carácter fijo y unívoco» de los personajes, así como a la «disposición jerárquica» de estos, en vez de apostar por el revelado espejeante de las ambigüedades que tipifica la narración barroca.15

Cuando se antologue a todos los que pensaron y realizaron nuestro cine como arte, como producto estético, habrá que contar con Humberto Solás, el autor que no quiso converger de modo expedito con los supuestos coyunturales, y eligió recrear la historia nacional, y el arte de hacer cine, a la vez que redactaba un testamento necesariamente perturbador para sus contemporáneos. Esa agitación dionisíaca, esa fascinación paroxística nos hablan de un pueblo que ha podido salvarse del contagio mortal con la domesticación, de una nación que sorteó el rutinario ajetreo de la intolerancia. Aquella Lucía que imploraba, transida, una gardenia, los Esteban de ojos abiertos a la duda y la Sofía que se inmola en nombre de un ideal difuso, pero sustancial, simbolizan la perseverancia fructuosa de un autor empeñado en redactar su profecía personal sobre el sueño exasperado del alma cubana y su eterna contienda entre lo impuro y lo justiciero, lo brutal y lo delicado.

Notas

  1. Serguei M. Eisenstein, Anotaciones de un director de cine, Editorial Arte y Literatura, La Habana, 1977.
  2. AndreiTarkovski, Centro de Documentación, Escuela Internacional de Cine y TV de San Antonio de los Baños, segunda ed. corregida y aumentada, La Habana, 1988.
  3. Glauber Rocha, Revisión crítica del cine brasileño, Ediciones ICAIC, La Habana, 1965.
  4. En la revista Cine Cubano (n. 68, La Habana, mayo de 1971), Solás afirma que todos sus filmes de los años 60 tenían una estructura musical, casi visceral en sus oberturas, adagios y fortes. Aclara, además, que no estaba preparado para renunciar a ello.
  5. Julio García Espinosa, «Nuestro cine documental», Cine Cubano, La Habana, 1963.
  6. Ibídem.
  7. Rufo Caballero, comp., A solas con Solás(entrevistas), Letras Cubanas, La Habana, 1999.
  8. Declaraciones de Luchino Visconti recogidas por Pío Baldelli en El público y la crítica cinematográfica, Ediciones ICAIC, La Habana, 1967.
  9. Rufo Caballero, ob. cit.
  10. Ibídem.
  11. Ibídem.
  12. Mirta Aguirre, El romanticismo de Rousseau a Víctor Hugo, Arte y Literatura, La Habana, 1973.
  13. Alejo Carpentier, «Lo barroco y lo real maravilloso», Razón de ser, Caracas, 1976.
  14. PierretteMalcuzynski, «El campo conceptual del (neo)barroco. Recorrido histórico y etimológico», Criterios, n. 32, La Habana, 1994.
  15. Severo Sarduy, «La Doublure», cit. en Criterios, ob. cit.

Tomado de: http://www.temas.cult.cu

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