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La orfandad de los caníbales

Foto: DW

Por Iramís Rosique Cárdenas

«Toda secta es en realidad religiosa»

Karl Marx

La filogenia del sectarismo o cómo se enlata la política

Hay quienes dicen que el sectarismo es un fantasma, pero se equivocan. Quieren jugar al psicólogo y convencernos de que «el sectarismo no existe: no puede hacerte daño». Los fantasmas no existen, pero el sectarismo sí, y como la cólera de Aquiles, bastantes males ha causado «entre los aqueos», e incluso, bastantes almas de comunistas valerosos «precipitó al Hades» de la historia.

Este asunto ha sido varias veces denunciado en Revolución, aunque sobre él, en cuanto tal, se ha reflexionado poco. En nuestra psiquis política colectiva el sectarismo habita como trauma. Eso explica, quizás, los silencios que lo rodean o la angustiosa, y no pocas veces patética, urgencia de algunos para cerrar esa «gaveta» cada vez que se intenta abrirla. Una socorrida solución ha sido personalizarlo o moralizarlo: se reduce el sectarismo a un problema de carácter, a un problema de ambición personal de un individuo o un grupo, o a un resultado de simpatías o antipatías. También hay lecturas que asocian el sectarismo a determinadas matrices ideológicas como, por ejemplo, el marxismo-guión-leninismo. No obstante, estas asunciones no hacen más que oscurecer la comprensión del sectarismo y de sus causas, e imposibilitar su extirpación definitiva del campo de la militancia revolucionaria.

En política, como en agroindustria, existen tecnologías de conservación. Estas imponen, a los cuerpos sociales, disciplinas que aseguran la reproducción y consistencia de ideologías, órdenes, instituciones, grupos…

En ese sentido, el sectarismo no es solo una «enfermedad política»,[1] sino una tecnología política de la misma familia que el dogmatismo, la mistificación o la sacralización, y lo que la caracteriza es la colocación intransigente de su identidad de grupo particular por sobre las necesidades de la causa política más general en la cual se inscriben y dentro de la cual co-militan con otros grupos. No puede hablarse de sectarismo entre campos políticos antagónicos: el sectarismo se da hacia lo interno de un campo político con determinado grado de pluralidad y como tecnología actúa, en especial, sobre el colectivo cuya identidad «única» se pretende proteger de toda posibilidad de contaminación, desviación o disolución; o sea: sobre la «secta».

Tampoco se puede creer que alguien está per se inmunizado contra el sectarismo. Todo espacio de militancia es susceptible a desarrollarlo siempre que no se asista de una ética que lo considere intolerable.

Seguramente, cuando se habla de sectarismo, muchos piensen en fanáticos vociferando sus verdades sin escuchar a nadie, en fundamentalistas con intención de imponer su verdad a todo el mundo y con el plumón presto a etiquetar de «traidores» o «herejes» a más de uno. Pero, si bien estos son los sectarismos más recurrentes y dañinos, no son todos los que hay. Lo que acabamos de describir pudiéramos llamarlo sectarismo activo, preocupado no solo de disciplinar a su secta, sino también imbuido de la misión de convertir a todo el campo político en su secta y de castigar o expulsar de él a los que se resistan a ello. Este texto lidia, sobre todo, con ese tipo de sectarismo, pero es menester señalar que también existen sectarismos pasivos.

«Sectarismo pasivo» tenemos toda vez que un colectivo, sin vocación de castigo ni de persecución, coloca sus tiempos, modos, necesidades e identidades por encima de los del proyecto político común. Y cuando decimos «los del proyecto» no nos referimos a los que puedan existir en la conciencia parcelaria de la realidad de algunos, muchos, o incluso la mayoría, sino los que emanan de la toma de conciencia de la totalidad, del cuadro general del proceso político: de lo que Fidel denominó «sentido del momento histórico». Estas resistencias se convierten en techo de poca altura y mala fabricación para el crecimiento político de estos colectivos, devenidos también sectas, esta vez eremitas.

El «sectarismo activo», por su parte, opera como policía política y aspira a colocar el desarrollo de su conciencia como límite al desarrollo de la conciencia del resto del campo político.

No en balde estos sectarios, en vez de estar de frente al enemigo o junto a los compañeros de la retaguardia, se posicionan de espaldas al enemigo y de frente al campo propio para ver quién se mueve en la formación. Rafael Hernández señala algunos rasgos del «sectarismo activo» que captan muy bien lo que estamos describiendo:

«(…)

  1. Dentro del grupo, casi todo; fuera del grupo, nada.
  2. Quien no comparte los criterios y normas aceptadas no está solo equivocado (como dice el dogmatismo), sino se ha desviado, es peligroso, o indigno.
  3. Quien piensa diferente no comete error o ignorancia (como dice el dogmatismo), sino merece castigo (exclusión, estigma, desprecio).
  4. Los que se distancian se alían a la larga con ‘ese bloque del enemigo’ (trátese del imperialismo o del Partido-Estado).
  5. Purgar las filas y emplazar ideológicamente a los «inconsecuentes» se justifica moralmente en cualquier circunstancia, a nombre de ‘la verdad’.
  6. La confrontación, agresión y adjetivación personal pasan por debate de ideas, y valen como sustitutos a la carencia de argumentos.
  7. Toda actitud individual diferente entraña un motivo oscuro, endeblez de carácter o de principios.»[2]

Cuando leemos estos aspectos, comprendemos que el sectarismo no es un asunto ideológico ni está ligado a ideología alguna. Una vez preguntaba a un amigo por qué Ota Ola fustiga constantemente a personas como Elaine Díaz o Harold Cárdenas, y los tilda de «agentes del castrismo», de «comunistas», de «tibios». Su respuesta fue que Ota Ola tenía o se había asignado la función de disciplinar a su campo político, de uniformarlo y mantenerlo bajo la hegemonía de esa fracción histérica y desbocadamente anticomunista de la oposición contrarrevolucionaria tradicional con base en Miami. No podía permitir ni tolerar que terceros entendieran como legítimo que un opositor anduviera diciéndose «de izquierda» o se posicionara contra el bloqueo o criticara el enfoque Trump de las relaciones con Cuba. Ahí tenemos el sectarismo de derechas. También es bien sabido el ambiente que se respiraba en el grupo de Facebook de la difunta plataforma Archipiélago en sus días de alguna relevancia. Más de un enemigo del socialismo cubano se quejó de la intolerancia y el sectarismo de ese espacio, lo que demuestra que no es un asunto de izquierdas o de derechas sino una práctica política que puede ser desempeñada desde el interior de cualquier ideología o campo político.

Por supuesto que a nosotros nos interesa el problema del sectarismo para el campo revolucionario cubano. Y ese tema adquiere relevancia especial en un momento como este, cuando la refundación de la Revolución se hace urgente y en el que la oposición contrarrevolucionaria se ha replegado, porque los sectarismos y otras tecnologías de la conservación obstaculizan que el socialismo pueda ser renovado y retrasan la afirmación en el pueblo de cualquier sentido del momento histórico.

Las tres (anti)críticas del sectarismo o cómo se mata la política

Ya habíamos dicho que un mecanismo para eludir el trauma del sectarismo entre los revolucionarios cubanos ha sido el de personalizarlo, identificarlo con la praxis específica y aislada de este o aquel funcionario extremista o militante entusiasta e inmaduro. No obstante, en los últimos días, a propósito de la reemergencia de este debate, han ocurrido variaciones discursivas remarcables, que no son sino otros modos de evadir la contradicción de la que los comportamientos sectarios son síntoma. Aunque hay que admitir que todas esas posiciones entrañan una aceptación tácita de que el sectarismo es un problema político y hace daño a la Revolución.

La primera de estas variaciones consiste en el intento de homogenizar, más bien camuflar, el sectarismo bajo el manto de la crítica libre y revolucionaria. ¿Por qué se acusa de sectarismo a los compañeros que simplemente están haciendo una crítica? ¿Acaso alguien se cree inmune a la crítica? ¿No es acaso la crítica un deber revolucionario y una manifestación de salud política, de diálogo?

Probablemente estos compañeros han confundido la noción cotidiana de «crítica» como «decir lo malo de», «hacer leña de», «hablar mal de», con la crítica como ejercicio intelectual de análisis, de dilucidación, de esclarecimiento, que es la que puede tener utilidad en los debates entre compañeros con el mismo horizonte político.

Ni acusar, ni levantar sospechas, ni etiquetar a la ligera son ejercicios rigurosos de crítica. Cuando acusamos a un revolucionario de «centrista» o de «socialdemócrata» o de «liberal» sin tomarnos el trabajo de explicar qué significan esas etiquetas y cuáles acciones o ideas del compañero en cuestión califican como tales, no estamos haciendo ninguna crítica. Eso es simple y burda difamación.

Cuando destapamos la bola de cristal para adivinar y «denunciar» ocultos deseos, posibles traiciones, vínculos vergonzantes o indicios de analogías con pasados traidores, no estamos haciendo ninguna crítica tampoco: eso se llama cacería de brujas. No sabemos bien si es infantil o es cínico, pero el empeño de hacer pasar por pensamiento crítico todos estos tópicos vulgares ―que además no son nada originales y se han repetido una y otra vez desde el siglo pasado―, subestima la inteligencia de todos los que escuchamos tal «argumento».

La segunda variación evasiva recurre a anular la dimensión política del conflicto y desviar el tema hacia la moral. Entonces el sectarismo no se maneja como lo que es, un asunto político, que debe emplazarse y discutirse públicamente, sino que se reduce a una pelea de grupitos, a una cuestión de pandillas. De este modo se clausura toda posibilidad de que la disputa sea resuelta en favor o en contra de la política sectaria: se prefiere, desde una falsa superioridad ética, denunciar los males del ego y la falta de humildad, como si fueran las causas del problema. Incluso en esta línea se llega a esgrimir un conveniente relativismo en el que «nadie tiene la verdad», que es una delicada manera de decir que nadie tiene la razón.

Pues no: sí hay quien tiene la razón, y sí hay quien daña a la Revolución Cubana. El sectarismo y los sectarios hacen daño y están equivocados, y todos los que contra el sectarismo se levantan ―desde dentro del propio campo revolucionario― tienen la razón al hacerlo.

La tercera y más socorrida variación es el llamado a la sacrosanta unidad. Un día tendremos que preguntarnos hasta cuándo vamos a tolerar que tras el parabán de la unidad o el de la Revolución se escuden individuos y conductas que las laceran y las pudren. La unidad esgrimida ahí es una unidad abstracta. ¿Qué unidad es esa y con qué? ¿Qué lacera más la unidad, la cultura política inquisitorial o el llamado a destruirla?

Enseguida corren algunos a pedir que ese tipo de asunto se dirima en privado porque en público «dan armas al enemigo». Hay que sonreír imaginando a estos extintores parlantes susurrarle a Fidel hace sesenta años: «Ay, comandante, no denuncie a Aníbal Escalante públicamente que eso da armas al enemigo, mejor llámelo a un aparte en un pasillito que es como hacen las cosas los revolucionarios que cuidan la unidad». Por supuesto que a nadie se le ocurrió semejante tontería. Fidel habló, y bien alto, y frente a todos expuso los males del sectarismo, y no sería aquella la única vez. Y poco importa si el enemigo lo usó con oportunismo: hace sesenta años estaba muy claro que el sectarismo constituía una debilidad y el problema debía ser ventilado en favor del fortalecimiento del bloque de la Revolución. No era una entrega de armas al enemigo, era una manera de apertrecharse ante el enemigo. Ese día «Fidel habló para los revolucionarios», y para nadie más.

No obstante, nos enfrentamos ahora a la ausencia de una ética colectiva y sin eso nadie puede esgrimir una unidad que no sea abstracta, metafísica y, por tanto, falsa. ¿Cuál es la ética de la Revolución? «Revolución es no mentir jamás ni violar principios éticos». ¿Cuáles principios? Probablemente hay consenso en que no se puede ser corrupto y revolucionario a la vez. Pero, ¿se puede ser machista y revolucionario? ¿Y homófobo? ¿Y violento? ¿Y racista? Podríamos decir que no, pero eso no significaría nada. ¿Acaso no hay personas racistas, machistas u homófobas que se siguen considerando a sí mismas «revolucionarias»?

Solo en abierto debate de ideas y argumentos puede pugnarse por que una ética nueva se haga hegemónica a un campo político y se erija en ética colectiva y verdaderamente unitaria.

Las evasiones al asunto del sectarismo —que a veces se levantan de modo similar para otros temas— obstaculizan la expiación de esa práctica nociva y son manifestaciones evidentes de antipolítica. Y nada es más extraño y hostil al socialismo que la antipolítica. Si el capitalismo es la sociedad en que la forma mercancía se universaliza, el socialismo es la sociedad de la progresiva universalización de la política, entendida como el espacio de la deliberación, del conflicto, de la conciencia, de la palabra. La democratización de la vida, de todas las esferas de la sociedad, pasa por la entrada de la política en cada una de ellas. La clausura de la política que resulta de la huida constante de la contradicción y el conflicto es uno de los mayores obstáculos de nuestra cultura política para la profundización del socialismo en Cuba.

La orfandad de los caníbales o cómo se restaura la política

Esperemos nunca tener que extrañar a los antiguos dogmáticos del marxismo-guión-leninismo. Konstantinov, Afanasiev, Oizerman…: todos aquellos viejos profesores de filosofía que saltaban como fieras ante los indicios más mínimos de «revisionismo». Ellos eran guardianes de un poderoso dogma que sostenía Estados gigantes y movía a millones de personas en el mundo. Sabemos que el dogmatismo y el sectarismo son diferentes y que no tienen que convivir, pero podemos decir, sin temor a equivocarnos, que si el sectarismo tiene un padre, ese es el dogmatismo. Y no es solo su padre: es también su corazón. Bajo la luz cegadora de un dogma magnánimo se entiende la ferocidad de los viejos estalinistas dispuestos a echarse los unos sobre los otros como hienas, encantadas por el fulgor de la «doctrina invencible del proletariado», en aras de proteger su «pureza». Así mismo, puede llegar a comprenderse el fundamentalismo religioso, embriagado del mandato mesiánico proveniente de Dios.

Decía Marx que toda secta es en realidad religiosa. ¿Pero cuál es el dios de nuestros sectarios?

Seguramente ante la pregunta responderían airados: «¡La Revolución!». Así, con mayúsculas. Y habrá que insistirles una vez más: ¿qué es la Revolución? O más bien, ¿qué es para ustedes? Estas son preguntas difíciles que, por demás, no hemos hecho aún a esos compañeros. Lo que tenemos como pista son las reacciones virulentas de ellos ante lo que consideran la anti-Revolución.

Si alguien juzga sospechoso o se molesta porque se emplee a un autor francés o norteamericano para explicar fenómenos de la Revolución Cubana, ¿qué cuerpo doctrinario está protegiendo? Cada vez que se acusa a alguien de «centrista» o de «liberal» o de «socialdemócrata», ¿de qué se le acusa exactamente? Esas etiquetas, devenidas ofensas, se han vuelto muy socorridas en los últimos años. ¿Qué son el «centrismo», el «liberalismo» y la «socialdemocracia»? Los dogmáticos y sectarios de antaño, del viejo Partido Socialista Popular (PSP), de la URSS, tenían todo esto milimetrado, pero ¿y estos?, ¿qué es lo que defienden?

Hay un problema de fondo en el asunto de acusar de centrismo o de socialdemocracia. En Cuba, desde 1991, pero sobre todo después del retiro de Fidel y el cese de su práctica política discursiva permanente, hay una crisis doctrinal de la Revolución Cubana.

Esa crisis hace que sea difícil distinguir los discursos clásicamente liberales o socialdemócratas, por ejemplo, del discurso del Estado sobre determinados temas.

La Revolución Cubana está pagando una derrota que no fue suya: la del socialismo europeo. La ideología producida en Europa del Este, su marxismo-guión-leninismo, con todos sus defectos y su dogmatismo, otorgaba sostenimiento espiritual y sentido a un mundo —epistemológico, político, jurídico, ético, existencial, estético…— . Su hundimiento dejó a la Revolución Cubana y su socialismo como náufragos en el océano de las ideologías.

Por fortuna teníamos a Fidel, una máquina líder productora de sentido. Fidel pasa entonces a convertirse en la principal fuente de legitimación ideológica. En ausencia de un cuerpo doctrinal y espiritual sólido, más allá de la ambigüedad transclasista que caracteriza a todo nacionalismo, lo que Fidel explica y suscribe se considera lo revolucionario. La condición revolucionaria de las ideas ya no reside en su consistencia con un canon específico, sino en el emisor: Fidel, mientras estuvo activo.

Por un lado, esto tuvo la limitación de que es imposible que el grueso de la reproducción ideológica de una sociedad recaiga en un sujeto individual. El mundo del socialismo real era sostenido por miles y miles de pensadores, artistas, políticos, maestros, científicos, etc. Por otro lado, luego de Fidel, el Estado —y no el Partido— lo sustituye como fuente de legitimación ideológica. Entonces ocurre un desplazamiento muy interesante en nuestros sectarios.

Si un intelectual de izquierdas, pero sin cargos gubernamentales, señala la naturaleza estructural del bloqueo para el socialismo cubano y la necesidad de crear y avanzar a pesar de él, algunos compañeros se levantan airados a cuestionar las ocultas intenciones perversas de ese intelectual que seguramente lo que pretende es blanquear y minimizar el bloqueo. Basta que a la semana siguiente el compañero Primer Secretario del Partido suscriba la misma idea para que, ¡entonces sí!, ellos puedan asumirla como algo decible y aceptable. Del mismo modo, algunos son muy ácidos contra economistas cubanos que no trabajan para el enemigo, pero que tienen visiones críticas sobre determinada política económica, a los cuales acusan enseguida de neoliberales o socialdemócratas ―sin demostración alguna de en lo que esto consiste―, pero luego se hace mutis cuando en un Pleno del Comité Central un compañero dice que cuando los ricos se enriquecen jalan a los pobres.

Esto indica que para algunas de nuestras sectas locales lo sagrado no es tanto el proyecto revolucionario como el poder que lo sostiene, el cual se les presenta como productor de la verdad.

Que una relación de poder sea el instrumento de legitimación ideológica implica unos niveles de mistificación y metafísica política extraordinarios, además de ser un excelente asidero a los oportunismos de todo tipo que siempre sacan ventajas de las opacidades. El avance o el libre desarrollo de un sectarismo huérfano y sin corazón, cuya única sujeción es la «verdad» del poder, es muy peligroso para el futuro del socialismo cubano, porque precisamente los discursos liberal y socialdemócrata logran calar en las conciencias de revolucionarios, no porque sean engañosos o porque la gente sea tonta, sino por la inconsistencia actual del cuerpo doctrinal de la Revolución Cubana. ¡Y contra el completamiento de este se levantan nuestros caníbales!

Quien desee ser solamente ideólogo del poder, es decir, de políticas gubernamentales, de «lo que está», de la burocracia —como rezan recientes confesiones de algunos—, y no ideólogo del proyecto, de la Revolución, de «lo que queremos ser y de aquello por lo que luchamos», que lo sea; pero que no intente hacer pasar eso como militancia revolucionaria. Y que tampoco se atreva, con sus cacerías de brujas y sus mediocridades, a intentar ponerle freno al empeño de pensar y hacer la Revolución Cubana; porque ante toda voluntad de congelar el tiempo y convertir a los revolucionarios cubanos en un ejército de obsecuentes y repetidores, solo hallarán un fuego que se esparció por toda Cuba el 25 de noviembre de 2016, y que no se extinguirá hasta abrasar este mundo y dar a luz a un mundo nuevo. ¡Aprendan a arder, o serán consumidos!

Notas:

[1] Como lo describe Rafael Hernández en su excelente artículo «Algunas enfermedades infantiles en la cultura del socialismo en Cuba», publicado en el diario digital OnCuba el 6 de marzo de 2020 (https://oncubanews.com/opinion/columnas/con-todas-sus-letras/algunas-enfermedades-infantiles-en-la-cultura-del-socialismo-en-cuba/).

[2] Rafael Hernández, op. cit.

Tomado de: La Tizza

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La nación subversiva de Martí

Obra del artista plástico cubano Raúl Martínez

Por Iramís Rosique Cárdenas

En la época del capitalismo, más aún en la del tardío, hablar de nación ya parece anticuado. Posindustrialización, posmodernismo: no es sorprendente que la cultura burguesa hegemónica en occidente haya decidido ser posnacional. La nación, como uno de los grandes relatos de la modernidad, no tiene derecho a seguir viviendo ante la no-razón cuestionadora del mundo posmoderno. “¡Abajo las ideologías! ¡Abajo los ideologemas!”. Los paladines de la época, los hijos de Nietzsche y de Schopenhauer, los aparentes vencedores en la lucha contra la razón ilustrada moderna, no dirán otra cosa.

Pudiéramos hasta darles razón, al menos en el tema de las naciones, del estado-nación. ¿Cuánto se ha ejercido la crueldad en nombre de la nación? La empresa de la colonización, hemofílica por excelencia, ahí lo demuestra. La nación fue el producto estrella de la modernidad capitalista, con el que la burguesía pudo sustituir a las religiones como elemento cohesionador de los estados, bajo su hegemonía. También ha sido la bandera favorita a agitar cuando se ha tratado de movilizar a sus grupos subalternos hacia el ejercicio descarnado de la violencia contra otros pueblos, otras “naciones”, siempre en beneficio del capital. Hoy mismo, la mayoría de los nacionalismos “fuertes” del orbe están conjugados con ideologías ultraconservadoras, reaccionarias. ¿Para qué entonces insistir en semejante abyección? “Un mundo de paz y de bien no necesita naciones”. Pareciera sensato.

Es indudable que los discursos identitarios son fundamentales en los conflictos humanos. Sin otredad no hay violencia: es necesario un otro, un extraño. No hay noticia de guerras entre grupos o pueblos que se perciben como idénticos —con la misma identidad—. Las guerras civiles se levantan sobre el extrañamiento de unos contra otros, en el seno de un mismo pueblo. No obstante, las identidades tienen también otros usos y dinámicas. Cuando la intención ha sido de dominar, se han construido identidades que debían entenderse como preteridas, como secundarias, como menores, para justificar las opresiones: ahí tenemos la racialización de unos seres humanos, o el marcaje de algunos cuerpos como “mujeres”. No obstante, el capitalismo ha comprendido de modo excelente en los últimos cien años que muchas veces las dominaciones, mientras más invisibilizadas y naturalizadas estén, más efectivas son. En esta línea, una manera de mantener fuera de la vista las opresiones pasa por impedir que los sujetos oprimidos tomen conciencia de sus identidades y se construyan a sí mismos como tal. El poder prefiere construirlos por sí mismo.

Las naciones también aparecen en el escenario de la historia como opresoras u oprimidas. Por eso, si bien el mito de la nación desde el Norte global, ha sido y sigue siendo herramienta de sometimiento, hemos visto emerger en los últimos doscientos años valores y usos distintos para la nación. La experiencia socialista, por ejemplo, transmutó el “los obreros no tienen patria” por el patriotismo socialista: la patria de los obreros estaba allá donde el socialismo hubiera triunfado. Otra salida distinta la ostentan los pueblos que han luchado contra el colonialismo y el imperialismo, para los cuales sus relatos de nación, sus culturas, sus identidades, han sido el escudo y el asidero que les han permitido resistir, y aun vencer, ante el yugo colonial, la voracidad imperialista o los sutiles empeños contemporáneos de uniformar el mundo al uso de Occidente y de hacerlos desaparecer. ¿Qué hubiera sido de los vietnamitas sin patria? ¿Qué será de los palestinos? ¿Qué sería de nosotros?

No obstante, es honesto advertir un rasgo del fenómeno “nación”. Los elementos de la nación se instalan como un software en los pueblos, pero no dejan de estar cargados de “troyanos”. En eso consiste el secreto de cada nacionalidad: a la larga despliega ocultos aditamentos, que sus precursores le armaron y que no se veían venir claramente en el momento del parto. ¿Quién sospecharía en lo que se iba a convertir aquel país fundado en Filadelfia, ahijado de la libertad? Nadie en aquel entonces; pero destejiendo la trenza de su historia, se puede hoy encontrar en las obras de los padres fundadores, entre líneas, los cimientos de la gendarmería-jungla.

Para Cuba, la exploración, la arqueología y la anatomía de la nación son ejercicios que no acaban de perder la actualidad. No es casual que una buena parte de la reacción cubana más culta reivindique el posnacionalismo o, al menos, pretenda construir otra genealogía de la nación; y otra nación, en resumen. Más allá de los usos anticoloniales, antiimperialistas y patriótico socialistas de la nación cubana, sus enemigos más expertos reconocen que el potencial subversivo de ella supera estas dimensiones. Ahí reside precisamente su misterio.

Cualquier pretensión de aproximarse al misterio de la nación —cosa ya profana desde su planteamiento, pues todo buen católico sabe que los misterios no se comprenden, simplemente son— debería recorrer los días primigenios de la nación. Otra vez el siglo diecinueve, siempre el siglo diecinueve, que nunca se va. La recurrencia permanente de la cultura cubana al siglo XIX no es una recurrencia casual, ni caprichosa. Lo decimonónico se nos presenta como cono espacio-temporal a partir del cual se expande progresivamente la nacionalidad cubana. Nada existe antes del XIX, ni tiene sentido. Desde él se mira hacia atrás, y hacia el infinito próximo. La importancia del siglo XIX tiene que ver con el proceso de “invención” de los elementos nacionales que en él ocurrieron. Estos elementos van germinando desde dos sitios de la sociedad y terminarán por encontrarse y fundirse en el crisol de las guerras.

Hacia finales del siglo XVIII, el mundo recibe tres sacudidas que lo hacen despertar dentro de la modernidad en la que llevaba viviendo desde hacía tres siglos. Al norte de Cuba, los británicos de su majestad son expulsados de trece colonias y nacen los Estados Unidos de América, el primer estado enteramente liberal de la historia. Al otro lado del Atlántico un rey es decapitado y la vieja Roma republicana renace en París. En una isla del Caribe, las personas esclavizadas hacen arder el mundo esclavista y fundan el primer estado negro de este lado del mundo. Todos estos eventos, de distinto modo, estremecieron el universo de la isla de Cuba. Por un lado, la caída de la producción azucarera haitiana hace a Cuba el gran ingenio del mundo. Esto acelera el desarrollo de la burguesía criolla y abre el período de esplendor del mundo colonial cubano. A la vez, la modernización que el rey borbón había impulsado durante el siglo anterior, sumado al influjo de Francia y Estados Unidos, provoca la llegada a esta sociedad de las ideas propias del capitalismo. Hasta el siglo XIX, Cuba había estado sumida en la misma feudalidad en que se encontraba España, vagón trasero del avance del capitalismo. La conjunción de la política de despotismo ilustrado y el nuevo papel de Cuba en la economía mundial capitalista, le hicieron dar un salto histórico.

Cuando decimos que Félix Varela fue el primero que “nos enseñó en pensar”, no es simplemente una manera de hablar. Si hasta Varela el modo medieval de pensar, con su dogma de la fe como principio rector de toda comprensión del mundo, pesaba como un velo sobre los ojos de todo el mundo en Cuba, luego de Varela se pudo mirar sin ese velo. Félix Varela introduce la filosofía y la ciencia modernas en la isla. El Seminario de San Carlos y San Ambrosio se convierte entonces en un centro irradiador y formador de una nueva manera de ver el mundo, y de ver el país. De las aulas de Varela salen los fundadores de esos elementos primeros de nación, pues son esos —Luz, Saco, Heredia, Del Monte…—, no los primeros que crean esta o aquella institución, sino los primeros en pensar a Cuba como Cuba y no como España. Estos patriotas producen, por vez primera, una manera en la que los criollos comienzan a verse a sí mismos y con sus propios ojos. Ese es el camino de la construcción identitaria, donde el uno comienza a percibirse distinto del otro.

Al tiempo que este elemento de “conciencia” nacional se va perfilando y componiendo como una nación que se piensa a sí misma antes de realizarse, en la contra candela está el gran tema del siglo: la esclavitud. También de las dinámicas de la plantación, de las resistencias de los esclavizados, y de los pobres, de las ordalías a que son sometidos, de los apetitos y afectos de los opresores: de la conjunción de todo esto, y de su maduración, se va forjando el espíritu de nación, sin verse a sí mismo. Este Ares es quizá el que se desata con tanta volatilidad en el 68, junto al que contenía la burguesía criolla también humillada durante décadas y siglos. La nación no es solo “ciencia y conciencia”, también es un asunto visceral.

El fuego de la revolución del 68 es el horno en que se empastan esos elementos diversos y contradictorios de la nación, y se funden en el campamento mambí como uno solo. La hacienda colonial y el poeta romántico se hermanan con el objeto devenido hombre por la libertad y la revolución, y con su pobreza. No obstante, la nación que ahí se forja, no es ahí donde se instala. Una espada no se forja por simple fundición; un horno no es un herrero. La nación cubana tuvo un arquitecto y se llamó José Martí.

Es Martí con su prédica independentista el que va “instalando” en las conciencias de los grupos patrióticos —que participaron o no de la guerra vieja— los mitos y las esencias de la nación nueva. Y decimos “instalar”, para señalar el momento de elaboración y colocación del misterio nacional cubano. Como dice un amigo, una computadora no conoce el programa que se le está instalando hasta que se finaliza el proceso; así mismo, a Martí no había que entenderlo, sin embargo, se le aplaudía, se le escuchaba y se le seguía, porque estaba fundando una nación. Por eso su análisis y sus innumerables discursos sobre la Guerra Grande: no solo para prever los problemas de la revolución futura, sino para elaborar la gran épica nacional y el panteón correspondiente. ¿Qué es una nación sin una gesta, sin héroes, sin gloria? Martí predica la gloria de una patria que está naciendo.

No obstante, Martí hace más que eso. Martí no solo instala lo visible, lo evidente en el pueblo de Cuba. Por eso, sus enemigos del futuro, desde hace un tiempo, se han dado cuenta del peligro que entraña Martí para todo proyecto de nación no subversivo. Los que piensen que la naturaleza subversiva de Cuba apareció con el socialismo, no han entendido para nada a Martí.

Martí vive en la segunda mitad del siglo XIX, cuando el deterioro del capitalismo y sus contradicciones ya han asomado visiblemente sus caras al retablo de la historia. También observa el deterioro moral, como él lo entiende, de una nación nueva, como era “el norte revuelto y brutal”, a pesar de poseer, en principio, los elementos para ser libre y existir en libertad y armonía con otros. Entonces, en Martí, de modo muy subterráneo —porque es su divisa fundamental: en silencio ha tenido que ser, y así fue—, hay una crítica del relato de la nación, o al menos del nacionalismo chato que hasta entonces había construido la modernidad. Martí mira con horror también todo lo ocurrido entre las naciones latinoamericanas luego de la independencia. Por todo esto, cuando articula un discurso de nación él coloca puntos de fuga que permitan a la nación salvarse de sí misma y de su insuficiencia como instrumento. El que desea un Martí tradicionalmente nacionalista, nacionalista de kilómetros cuadrados de tierra, tampoco entendió a Martí.

Podemos repasar algunos de los “troyanos” más remarcables que Martí oculta en el software de la nación. En primer lugar, se pueden señalar las bases del PRC, cuando afirma que el PRC es un partido creado para la independencia de Cuba, pero también para “fomentar y auxiliar la de Puerto Rico”. No es esto casual, ni es un punto puramente ético o demagógico. Si subimos la escala, entonces se nos aparece el proyecto martiano de nuestra América, la unidad latinoamericana, y sobre todo el papel de Cuba: “Cuba, haz de luz en las Américas”. No olvidar tampoco aquello de “impedir a tiempo con la independencia de Cuba que se extiendan por las Antillas los Estados Unidos y caigan, con esa fuerza más, sobre nuestras tierras de América”.

Todo esto cobra absoluto sentido con su idea de “patria es humanidad” o la tesis del equilibrio del mundo. Estos puntos “ocultos” que Martí pasa de contrabando al construir la nación, hacen a la misma una nación siempre incompleta e insuperable. Y esto porque Martí piensa la nación cubana como una nación que solo puede realizarse como universalidad. En eso, quizá, nos parecemos un poco al Goliat rubio del norte, que también posee una nación que solo se realiza como universalidad. La diferencia está en que si esta última solo se realiza como hegemón, como imperio indiscutido, como un dominio que debe extenderse por el mundo y crear “el nuevo orden de las eras”; la nación martiana solo se realiza en la emancipación universal de la raza humana, en la conquista real de la raza cósmica. Por eso su primera incursión en el mundo se prefigura como la liberación de otro pueblo.

Hacen bien los enemigos de la Revolución Cubana cuando pretenden deshacerse del Apóstol, pues él no tiene nada que ofrecerles. La Revolución no solo es el proyecto que realiza aspiraciones urgentes de la república fallida, sino que es el vehículo de completamiento de la nación cubana y, sin ella, habría que fundar otra nación distinta a la de los últimos ciento cincuenta años. Si en el mundo actual el nacionalismo se presenta como una fuerza rancia o desfasada, el nacionalismo martiano es siempre actual por su oculto potencial subversivo y emancipador.

Tomado de: El Caimán Barbudo

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