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La élite chilena: una aberrante historia de privilegios y exclusión

Rostros de los más ricos de Chile

Por Jorge Molina Araneda

Es posible sostener que la historia de la élite se encuentra directamente asociada a la historia política del país, por lo menos hasta mediados del siglo XX. Dado que la producción chilena era básicamente agraria, el primer símbolo distintivo y excluyente en la sociedad se configuró en torno a la posesión de grandes extensiones de tierra. Poseer un latifundio era sinónimo de poder, en vista de que suponía que el dueño lideraba un ámbito de la producción de alimentos, dominaba a un número importante de inquilinos y, junto con ello, controlaba una parte del territorio nacional.

La figuración política de los miembros de este grupo privilegiado se produce solo cuando deciden organizarse formalmente para oponerse a las fracciones realistas y luchar por la independencia del país. Asumiendo de ahí en adelante las responsabilidades asociadas a su liderazgo, rápidamente adoptaron los mecanismos de dominación sumando el desempeño de cargos políticos: presidentes, ministros, parlamentarios, etc. Tanto el dinero como el poder fueron monopolizados por unos pocos en detrimento de los muchos; estos últimos al carecer de capital económico y de una instrucción educacional mayor, no tenían posibilidades de disputar estos recursos.

Considerando que en este período la mayoría de los chilenos se encontraba subordinado a la autoridad de un patrón, resulta factible suponer que la ejecución de estas prácticas obedeció a una estrategia planificada y orientada a fijar el control social en una minoría ilustrada.

Probablemente la calidad moral de la élite no hubiese sido tan respetada sino hubiera sido por su férreo apego a la religión católica y la rigurosa adopción de su doctrina. El matrimonio pasa a ser una de las responsabilidades centrales de las mujeres de esta cofradía, al ser el mecanismo de exclusión que se encuentra bajo su dominio. Si los hombres determinan quienes califican económica y políticamente para vincularse con ellos, las mujeres imponen sus criterios de selección para extender las redes familiares y así, velar por la pureza y distinción del clan. Utilizando la terminología de Bourdieu, es posible afirmar que el género masculino se encuentra encargado de la reproducción del capital económico, mientras que el femenino, procura transformarlo en capital cultural y social para sus hijos, mediante el reconocimiento y la valoración de los símbolos distintivos del mayor estatus y prestigio social.

En 1938 la elección del primer presidente radical marcó el inicio de la decadencia política de la élite, al posicionar la lucha contra la pobreza y las desigualdades sociales como eje central de su gobierno. Así, los esfuerzos de este “selecto grupo” por contrarrestar la efervescencia popular fueron insuficientes y no pudieron contra la Reforma Agraria, que esperaba redistribuir las tierras productivas del país. La irrupción social fue de tal envergadura que tampoco pudo evitar la toma de sus principales empresas, ni el que una fracción de la Iglesia Católica se volviera en su contra. Al sentirse injustamente atacada, la élite se retiró de la vida pública y decidió dedicarse plenamente a sus actividades e intereses privados. Siendo la formación espiritual y académica de sus hijos una de sus principales preocupaciones, se afilió a congregaciones católicas más conservadoras como el Opus Dei y los Legionarios de Cristo para confiarles la tutela de su descendencia.

La concentración de los hijos de la élite en establecimientos educacionales dirigidos por estos movimientos ha significado el desplazamiento de un conjunto de colegios que tradicionalmente habían formado a los líderes políticos y económicos de Chile. Actualmente ningún integrante de la élite corporativa, menor de cuarenta años ha estudiado en el Instituto Nacional, ni ha matriculado a sus hijos en este liceo de excelencia. Los nuevos colegios de la élite han ganado cada vez más credibilidad y prestigio social, en vista de que, “entre los líderes egresados de los colegios ‘Ivy league’ chilenos, cinco de cada diez líderes provienen de colegios de iglesia o pertenecientes a movimientos religiosos para el caso de los mayores de 60 años, cifra que aumentó a siete de cada diez para los de entre 40 y 60 años, para disminuir levemente a 6,2 de cada diez en los menores de 40” (Revista Capital).

Los nuevos colegios en los que se educan sus hijos no solo son funcionales a las expectativas formativas de sus padres, sino que además se constituyen como espacios de socialización que permiten incrementar y desplegar el capital social de este grupo. Así, la familiaridad que provee este entorno facilita la socialización temprana de los niños en las lógicas de pensamiento y los modos de conducta propios de la élite, a su vez que refuerza las redes sociales que posteriormente pueden llegar a traducirse en una contratación o un matrimonio. Desde este punto de vista, no habría porqué suponer que la composición de este segmento social y sus mecanismos de distinción han variado de forma sustantiva en el tiempo.

El supuesto bajo perfil que cultiva la élite en la actualidad no se debe a una pérdida de su capacidad de dominio, sino más bien a un nuevo modo de resguardar sus intereses y su integridad moral. Su invisibilización ha sido favorable al despliegue de sus prácticas excluyentes que, al no ser denunciadas, los libran de las críticas y de la sobreexposición que generan y que tanto daño le hicieron en el pasado, al cuestionar su ejercicio del poder, imponiéndose ahora más bien por la concentración del capital, la manipulación mediática y los conocimientos expertos.

Por otra parte, Chile suma 120 años de desigualdad extrema y es uno de los países con más diferencias socioeconómicas de América Latina, alertó un prestigioso informe difundido por la Escuela de Economía de París este martes 7 de diciembre. El estudio, encabezado por el World Inequality Lab -dependiente de la institución académica-, señaló que la mitad de la población con menos recursos acumula una riqueza aproximada al 0 por ciento del total, mientras que el 1 por ciento más rico posee casi la mitad de ella (49,6 por ciento). De hecho, la riqueza acumulada del 50 por ciento menos rico es negativa, del -0,6 por ciento, por la cantidad de población endeudada en este sector, agregó el centro de investigación.

«El país es uno de los más desiguales en América Latina con niveles comparables a la desigualdad de Brasil«, apuntó el documento, coordinado por varios economistas emblemáticos entre los que destacan Thomas Piketty y Gabriel Zucman.

En cuanto a los ingresos, la mitad de la población más pobre acumula el 10 por ciento, mientras que el decil más rico aglutina un 60 por ciento y el 1 por ciento más pudiente acumula el 26,5 por ciento de las entradas. El ingreso laboral femenino es el 38 por ciento del total, lo que implica un «significativo descenso» de la desigualdad en los últimos 30 años y se acerca a otros países vecinos como Argentina (37 por ciento) o Brasil (38 por ciento). Sin embargo, el 10 por ciento superior (grupos millonarios) gana casi 30 veces más que el resto de la población, lo que equivale a una cifra de 82,9 millones de pesos.

La desigualdad en Chile ha sido extrema en los últimos 120 años, incluso después del fin de la dictadura militar de Augusto Pinochet (1973-1990), lo que provocó (en 2019) una ola de protestas sociales, señaló el estudio. Chile es, según la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE), uno de los países más desiguales de la región -solo por detrás de Costa Rica-. La mitad de la población con menos recursos acumula una riqueza aproximada al 0 por ciento del total, mientras que el 1 por ciento más rico posee casi la mitad de ella.

Pierre Bourdieu en su Los estudiantes y la cultura (1964), masivamente conocido como Los Herederos, señaló, entre otras cosas, que la educación francesa produce y reproduce el privilegio, por lo tanto, la meritocracia es solo una ilusión. En diciembre de 2016, Seth Zimmerman, economista de Yale y profesor de la facultad de negocios de la Universidad de Chicago, publicó en el National Bureau of Economic Research una investigación en que queda al desnudo el mito de la meritocracia en nuestro país.

El estudio muestra que en Chile, asistir a una universidad de élite aumenta las probabilidades de una persona de ascender a puestos de alta dirección en las grandes empresas e ingresar al grupo del 0.1% más rico, pero solo teniendo como prerrequisitos el haber asistido a uno de los ocho colegios privados más exclusivos antes de la universidad.

En otras palabras, una educación de élite sólo sirve para amplificar unos orígenes de élite. El estudio reconoce que las personas procedentes de entornos desfavorecidos se benefician al recibir una buena educación, pero por regla general en Chile no ascienden tan alto como sus homólogos privilegiados.

Para mayor abundamiento, ingresar a Derecho, Ingeniería Comercial o Ingeniería Civil en la Universidad de Chile o en la Pontificia Universidad Católica (PUC) mejora notablemente las posibilidades de llegar a la élite empresarial y económica. Esa probabilidad se incrementa aún más si estas personas fueron estudiantes del St. George, The Grange School, El Verbo Divino, Colegio Manquehue, Tabancura, San Ignacio y el Craighouse.

Asimismo, el estudio revela que los ingresos promedio de los egresados de esas tres carreras de la PUC y la Universidad de Chile son de aproximadamente US$ 79.000 al año. De acuerdo al diario La Tercera (2018): “Con el 0,3% de los alumnos totales del sistema, los egresados del Instituto Nacional coparon el 10% de los programas universitarios de élite, pero luego obtuvieron sólo el 7% de las posiciones de liderazgo (gerencias y directorios) en las principales empresas chilenas. Los egresados de colegios privados de élite representaron el 0,5% del total de estudiantes y se llevaron el 19% de los cupos universitarios de excelencia. La gran diferencia vino después: ellos acapararon ¡el 53%! de los 3.759 altos puestos directivos considerados”.

Amén a lo anterior, un estudio del sociólogo de la Universidad Católica Sebastián Madrid, de 2016, expuso las prácticas que son habituales al interior de los colegios de élite. Para eso entrevistó a exestudiantes de 18 colegios de élite ubicados en cuatro comunas del sector oriente de Santiago. Aunque son muy homogéneos en cuanto al nivel socioeconómico de sus alumnos, el estudio identifica tres tipos de colegios de élite en Chile: los fundados por congregaciones católicas tradicionales (Jesuitas, Padres Franceses y Holy Cross); los influidos por los nuevos movimientos católicos (Legionarios de Cristo, Opus Dei y Schoenstatt) y los fundados por inmigrantes, siendo los más influyentes los anglosajones.

“Deliberadamente seleccionan a ‘iguales’ y se establecen redes de contacto activas basadas en amistad y parentesco“, afirma el estudio, que califica este hecho como una “endogamia particular”. Los principales cedazos son los altos aranceles que cobran, que pueden llegar hasta US$20 mil por estudiante al año (con matrícula, cuota de incorporación y mensualidad). La cifra supera el ingreso per cápita de Chile y es casi cinco veces el salario mínimo de un año. Ninguno entrega becas. Además, casi todos (90%) seleccionan también por habilidades cognitivas, a través de pruebas. Según el estudio, ésta sería “una forma de asegurarse a los estudiantes más fáciles de educar“. Sin embargo, advierte que, pese a que figuran en los rankings nacionales, en las pruebas internacionales como PISA obtienen resultados mucho más bajos que alumnos de similares condiciones de la OCDE, y en Latinoamérica solo superan a los estudiantes de la élite peruana.

Al estar en contacto principalmente con personas iguales, estos estudiantes tendrían un “aislamiento” del resto de la sociedad, una especia de burbuja, y para la mayoría “la universidad es el momento en que la sociedad emerge frente a ellos“.

Ortega y Gasset siempre creyó que la sociedad se fundaba en un proyecto colectivo a futuro; ergo, qué clase de inclusión y sociedad democrática pretendemos construir, si a la luz de lo ya expuesto continuaremos viviendo en una sociedad segregada, en que algunas de las principales herramientas de socialización, como son los colegios y algunas universidades top, pertenecen de forma casi exclusiva a la élite endogámica de este país.

El concepto de “fórmula política” esgrimido por Gaetano Mosca en su trabajo sobre las elites en el poder, permite comprender cómo sus mecanismos de dominio penetran en los espacios más íntimos de las personas, logrando convencerlas de que sus líderes están en lo cierto y que, por ende, son merecedores de todos sus privilegios. Los argumentos que suelen generar este efecto en la población tienden a aferrarse a ideologías y a hitos históricos que exaltan los valores y la integridad moral de los miembros de la minoría. De ello se desprende que algunas corrientes religiosas sean funcionales a los intereses de la élite, en la medida que permiten justificar las desigualdades, a partir de la convicción de que la vida terrenal es un pasaje acotado de sus vidas, siendo la vida espiritual el espacio en el que se revierten las desigualdades y se extienden los privilegios.

Así, es muy probable que las cúpulas elitarias no solo estén compuestas por líderes políticos y económicos, sino que también se materialicen en figuras eclesiásticas. De acuerdo a Mosca, “en las sociedades donde las creencias religiosas tienen mucha fuerza y los ministros del culto forman una clase especial, se constituye casi siempre una aristocracia sacerdotal, que obtiene una parte más o menos grande de la riqueza y del poder político. Los sacerdotes, además de cumplir con los oficios religiosos, poseían también conocimientos jurídicos y científicos y representaron a la clase intelectualmente más elevada”. En consecuencia, es posible sostener que dogmas como el cristianismo se posicionan como mecanismos idóneos para promover la legitimación de la élite.

Esta apreciación es compartida por Charles Wright Mills al sostener que, “las personas que gozan de ventajas se resisten a creer que ellas son por casualidad personas que gozan de ventajas, y se inclinan a definirse a sí mismas como personas naturalmente dignas de lo que poseen, y a considerarse como una élite natural, y, en realidad, a imaginarse sus riquezas y privilegios como ampliaciones naturales de sus personalidades selectas. En este sentido, la idea de la élite como compuesta de hombres y mujeres que tienen un carácter moral más exquisito constituye una ideología de élite en cuanto estrato gobernante privilegiado, y ello es así ya sea esa ideología obra de la élite misma o de otros”.

Los argumentos presentados por ambos autores permiten comprender el protagonismo social de la élite como el resultado de dos procesos simultáneos; por un lado, su autoconvencimiento de constituir un grupo virtuoso, y por el otro, el refuerzo popular de esta creencia, a través de la convicción de que sus miembros son los únicos capaces de asumir las responsabilidades de gobierno. Si tradicionalmente estos procesos se expresaron mediante la creencia en la investidura divina de los soberanos y de los nobles, actualmente tienden a materializarse en los tecnócratas moralmente intachables.

Considerando que en Chile la educación de mejor calidad se encuentra en manos de instituciones privadas y que no existe un establecimiento de educación superior gratuita, es posible sostener que esta reorientación valórica ha contribuido a reforzar las diferencias sociales entre la élite y el resto de la población. De esta manera, el poder de la élite tiende a reproducirse circularmente porque si la mayor posesión de capital económico permite acceder a la mejor formación académica y ésta, a su vez, es premiada con los puestos de trabajo de mayores responsabilidades e ingresos, no es de extrañar que sus cuotas de poder se mantengan o que incluso, hayan aumentado en el último tiempo.

Los niveles de endogamia y las estrechas relaciones familiares entre los dueños y los altos ejecutivos de las mayores empresas, bancos y corporaciones agrarias del país, parecen probar este supuesto, en la medida que, el valor de los apellidos y la familiaridad siguen siendo criterios relevantes al momento de realizar una contratación o ampliar las redes de poder y parentesco.

Junto con ello, la persistencia de una moral extremadamente católica y un modo de vida rigurosamente conservador, permiten sostener que los modos de distinción de la élite criolla, siguen operando conforme a la lógica del período colonial. El autoconvencimiento de los miembros de este “selecto” grupo respecto de su superioridad moral es el principal argumento para fundamentar sus privilegios. Distinguirse en términos morales tiene implicancias que superan las meras consideraciones valóricas, ya que equivale a un medio que justifica las desigualdades materiales en la sociedad. Ser “moralmente mejor”, otorga el derecho a acceder a la mejor educación y a las mejores ocupaciones, junto con posibilitar las mayores recompensas económicas y todos los beneficios asociados a este estilo de vida.

Ahora bien, la aceptación generalizada de estas diferencias se basa en la legitimidad social con la que cuenta la élite por sus facultades de dominio que, a su vez, son movilizadas para reforzar las diferencias sociales y en consecuencia, distinguir entre semejantes e inferiores, y que estos últimos acríticamente acepten esta aberración como fidedigna.

Tomado de: América Latina en movimiento

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El Estado racista y policial chileno contra el pueblo mapuche

Por Jorge Molina Araneda

“El indio no ha trabajado nunca. El mapuche es un depredador, vive de lo que aporta la naturaleza, no tiene capacidad intelectual, ni tiene voluntad, no tiene medios económicos, no tiene insumos. No tiene nada” Jorge Luchsinger, Revista Qué Pasa (2005)

El primer escudo de Chile fue creado en reemplazo del emblema Real Español vigente en la época y dado a conocer por el gobierno del presidente de la Junta Provisional, José Miguel Carrera, el 30 de septiembre de 1812, durante una celebración en la plaza de Armas de Santiago en conmemoración de la Primera Junta Nacional. El nuevo escudo, expuesto en un lienzo colgado en la portada principal de la Casa de Moneda, incorporado además al centro de la bandera tricolor chilena, tenía como figuras principales a una pareja de mapuches.

Existe una misiva de Bernardo O’Higgins, como Director Supremo de Chile con fecha 13 de marzo de 1819, en la cual califica y reconoce a los mapuches y pueblos australes como independientes: “Araucanos, cuncos, huilliches y todas las tribus indígenas australes: ya no os habla un presidente que siendo sólo un siervo del rey de España afectaba sobre vosotros una superioridad ilimitada; os habla el jefe de un pueblo libre y soberano, que reconoce vuestra independencia, y está a punto a ratificar este reconocimiento por un acto público y solemne”.

El Estado chileno suscribió un tratado con el pueblo mapuche en el año 1825 que se denominó Tapihue, donde reconocía la jurisdicción y soberanía mapuche del río Biobío al sur, el que fue violado a partir de la llamada “pacificación de la Araucanía” que consistió en una invasión y masacre bélica al territorio autónomo y su población en el sur, conculcando una serie de derechos humanos que persisten hasta el día de hoy con fases racistas, colonialistas, genocidas y de despojo.

El breve periodo de respeto y reconocimiento del primer periodo de independencia de la República de Chile cambia abruptamente, señalándose como uno de los motivos el intervencionismo y financiamiento del imperio británico a través de varios agentes en Chile y Argentina, desde donde se impulsan las denominadas campañas militares “pacificación de la Araucanía” que encabezó Cornelio Saavedra en Chile, y la “conquista del desierto” en Argentina.

Se ha señalado que los tratados como el de Tapihue habrían sido abolidos por la aplicación de la Ley del 4 de diciembre de 1866, con el traspasado de las tierras mapuches antiguas al Fisco. Sin embargo, es importante señalar que autores mapuches como el historiador Víctor Toledo Llancaqueo, han sostenido que dicha interpretación no tiene fundamentos, ya que el Estado nunca declaró fiscales las tierras al sur del Biobío. Más aún, la legislación reconocía los derechos de propiedad mapuche sobre sus posesiones, anteriores a la propia acción del Estado.

“La afirmación de que el Estado chileno declaró fiscales las tierras en el territorio indígena al sur del Biobío, por medio de la Ley de 4 de diciembre de 1866, constituye un axioma de interpretación ampliamente aceptado (…) Tal enfoque permite, además, realizar una explicación simple y ordenada del proceso de constitución de la propiedad rural en esa región: la propiedad se origina en actos estatales sujetos a una legalidad, tales como remates de tierras fiscales, concesiones, colonización, entrega de títulos de merced a indígenas”.

El historiador agrega en otro punto: “Sin embargo, tal afirmación no tiene fundamentos. El Estado nunca declaró fiscales las tierras al sur del Biobío. Más aun, la legislación reconocía los derechos de propiedad de los indígenas sobre sus posesiones, anteriores a la propia acción del Estado”.

Para Toledo Llancaqueo, una vez ocupado el territorio, tal legislación sobre tierras no se respetó, no se reconocieron las posesiones indígenas en su integridad, y los agentes estatales dispusieron de las tierras como si fuesen fiscales, en actos nulos de acuerdo a la propia legislación chilena.

En el lado de Ngulumapu que se conoce hoy como centro sur de Chile, buena parte de los territorios usurpados fueron destinados a los denominados graneros, con la introducción masiva a partir de 1884 de colonos europeos y la interconexión del ferrocarril, cuyo objetivo principal era proveer de trigo y cebada a la población que participaba en la explotación del salitre en el norte, parte de los botines de la Guerra del Pacífico.

Para generar este escenario de invasión y masacres en territorio mapuche, prevaleció la opinión transversal de diversos actores de influencia del aparato estatal para gatillar un genocidio a nombre de: progresos, soberanías, civilidad y evangelios. A modo de ejemplo, en el año 1859, el Diario El Mercurio de Valparaíso, publicaba: “Los hombres no nacieron para vivir inútilmente y como los animales selváticos, sin provecho del género humano; y una asociación de bárbaros, tan bárbaros como los pampas o como los araucanos, no es más que una horda de fieras, que es urgente encadenar o destruir en el interés de la humanidad y en el bien de la civilización (….) raza soberbia y sanguinaria, cuya sola presencia en esas campañas es una amenaza palpitante, una angustia para las riquezas de las ricas provincias del sur”.

En 1868, Benjamín Vicuña Mackenna señaló: “El indio, no es sino un bruto indomable, enemigo de la civilización porque sólo adora los vicios en que vive sumergido, la ociosidad, la embriaguez, la mentira, la traición y todo ese conjunto de abominaciones que constituyen la vida salvaje” (Primer discurso sobre la pacificación de la Araucanía).

Un informe del investigador Hernan Curiñir Lincoqueo (2016), historiador de la Asociación de Investigación y Desarrollo Mapuche, da cuenta de un contexto general, cultural e histórico, que involucra situaciones relacionadas a las acciones bélicas y coloniales del Estado chileno, entre ellas, que en la denominada Pacificación de la Araucanía desde 1860 a 1881 habrían sido asesinados entre 50 mil a 70 mil mapuches.

Las tierras mapuches que quedan en el presente, además, están en grave riesgo a causa de los impactos de la industria forestal, agroindustrial, hidroeléctrica, acuícola, entre otras, que han venido generando diversos nuevos estragos a la vida de las comunidades y la devastación de numerosos territorios.

La invasión chilena sentó las bases de muchos de los problemas que continúan hasta nuestros días. El Estado chileno se hizo con el 90% del territorio mapuche y estas tierras fueron dadas a colonos chilenos y extranjeros para fomentar la explotación agropecuaria. La suerte de la población mapuche fue trágica. Se forzó a las comunidades a radicarse en reducciones, es decir, espacios territoriales muy limitados y con las peores tierras, afectando severamente su modo de vida. Este contexto provocó el empobrecimiento de una población que vivía previamente en situación de relativa abundancia.

La cuestión mapuche cambió en loa década de 1960 con la Reforma Agraria. El indigenismo surgido a principios de siglo permitió la creación de decenas de organizaciones mapuches que convergieron en 1968 en el Congreso de Ercilla, donde se estimó que no había un marco jurídico adecuado para encauzar el conflicto por vías pacíficas y legales. En este contexto, comenzaron la toma de terrenos como un modo de encontrar una estrategia de recuperación de tierras y resolver sus pleitos históricos.

La política indígena implementada por la Unidad Popular se diferenció por lo menos en cuatro aspectos de la perspectiva asimilacionista adoptada desde que fuera dictada la primera ley de división de 1927: reconocer la existencia en el territorio nacional de grupos culturalmente diferenciados, hacer del asunto indígena un problema nacional, reconocer la deuda histórica que tenía el Estado para con los indígenas y sacar a la luz el tema de la participación autóctona.

La dictadura cívico-militar de Augusto Pinochet, con criterios geopolíticos y neoliberales, dictó en 1978 una ley que aprobó como única política hacia las tierras indígenas, la división de las propiedades comunitarias con el objetivo de generar un mercado de tierras y resolver el conflicto indígena.

La Concertación de Partidos por la Democracia, liderada por el entonces candidato presidencial, Patricio Aylwin, promovió la suscripción de un acuerdo con los representantes de las diversas organizaciones indígenas, que es conocido como el Acuerdo de Nueva Imperial. En él, Aylwin prometió hacer efectivo durante su gobierno el reconocimiento constitucional de los pueblos indígenas, crear una Corporación Nacional de Desarrollo Indígena y a propender a su desarrollo e integración pero respetando su cultura.

Las organizaciones indígenas, por su parte, se comprometieron a apoyar el futuro gobierno de la Concertación y a canalizar sus legítimas demandas a través de los mecanismos de participación creados por el gobierno. Con este acuerdo se pretendía dar por superada la política de división de las comunidades y de asimilación de la población indígena a la sociedad impuesta por la dictadura militar.

Sin embargo, algunos sectores políticos e indígenas consideraron que con la firma del Acta de Nueva Imperial el movimiento autóctono se oficializaba, por lo que rechazaron esta estrategia. Entre las organizaciones contrarias al acuerdo estaba el Consejo de Todas las Tierras, creado en 1990 y que se originó en Ad Mapu debido a diferencias políticas entre sus principales dirigentes. El Consejo se marginó del proceso de suscripción del Acuerdo de Nueva Imperial, «retomando la propuesta de autonomía y autodeterminación del pueblo mapuche«.

Por otra parte, por la construcción de la central hidroeléctrica Ralco se relocalizaron comunidades mapuches por medio de permuta de tierras, en contra de la voluntad de algunas familias. Además, se inundaron cementerios y sitios ancestrales sagrados para la religión mapuche. A inicios de la década de 1990, la empresa chilena Endesa, subsidiaria de la empresa española del mismo nombre, pretendía iniciar un gran proyecto para abastecer el suministro eléctrico del país. El potencial hidroeléctrico de la cuenca del Río Biobío ya había sido estudiado en la década de 1960 por la misma entidad cuando esta era pública. El 22 de mayo de 1990, el Ministerio de Economía autorizó la construcción de la central hidroeléctrica Pangue, primera etapa de un gran plan cuyo objetivo era erigir seis centrales en el Biobío.

Inmediatamente sabida la resolución gubernamental sobre Pangue, surgió una fuerte oposición al proyecto, ya que alteraba las formas de vida de siete comunidades pehuenches que vivían en el área de inundación, sumado a que la cuenca del río sufriría un severo daño medioambiental. El conflicto llegó a los tribunales de justicia donde finalmente, en 1993, la Corte Suprema acogió la apelación interpuesta por la empresa Pangue S.A. permitiendo la construcción de la central.

Ralco sería un conflicto muy difícil de enfrentar. A pesar del fuerte apoyo que tuvo del gobierno de Eduardo Frei Ruiz-Tagle, hubo una férrea oposición de ecologistas -nacionales y extranjeros- y, sobre todo, del pueblo indígena.

En 1993 se aprobó la Ley 19.253 de Desarrollo Indígena. La situación creada por esta ley, que había operado con la cooperación de los principales referentes mapuches hasta 1997, sufrió una crisis cuando Endesa comenzó a construir una segunda central en la zona del Alto Biobío con el nombre de Ralco. De esta manera autoritaria se inundaron miles de hectáreas de tierras y sitios sagrados para el pueblo mapuche-pehuenche.

Nicolasa Quintremán, una de las habitantes de la comunidad afectada, encabezó el movimiento popular que desde 1995 trató de impedir la realización del proyecto. Organizó protestas masivas en ciudades como Santiago, Concepción y Los Ángeles. Además, fue una de las representantes ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), donde acudió a explicar la amenaza hacia las tierras pehuenches. El 10 de diciembre de 2002, la CIDH recibió una petición presentada por abogados representantes de la Universidad Arcis, el Center for International Environmental Law (CIEL) y de cinco pehuenches directamente afectadas (entre ellas, las hermanas Quintremán), donde se alegaba la violación por parte del Estado de Chile de varios derechos protegidos descritos en la Convención Americana sobre Derechos Humanos; además, se solicitaron medidas cautelares para evitar que sus tierras fueran inundadas. En ese entonces las obras ya tenían un 70% de avance.

En la misma época, comenzaba la explotación de las plantaciones forestales en predios que habían sido previamente otorgados a las comunidades mapuches durante el gobierno de Salvador Allende, pero que durante la dictadura pasaron a manos de algunos grupos económicos. Los intereses de las empresas madereras que explotan plantaciones forestales en territorio mapuche, el temor de los agricultores que poseen predios considerados como usurpados por las comunidades mapuche y el aumento de la protesta social mapuche hacia fines de los años 1990 en la zona, motivaron al Senado a expresar en un informe su preocupación por la grave amenaza a la seguridad jurídica en la zona del conflicto (S 680-12).

El informe fue criticado por contener declaraciones de más de 15 agricultores afectados y solo de un representante mapuche. Además, las grandes plantaciones de pino y eucaliptos son incompatibles con las poblaciones humanas. El bosque crece tupido y nada se desarrolla junto a él. Las comunidades aledañas a las plantaciones no obtienen beneficios y, por el contrario, reciben perjuicios múltiples como el deterioro económico, social y ecológico del territorio.

Homicidios en período democrático

-Jorge Suarez Marihuan (2001): hermano del Lonko de la comunidad de Malla Malla en el Alto Bío Bío, quien fue encontrado muerto el 11 de diciembre de 2001 en la ribera del río Queuco, luego de permanecer desaparecido por 6 días. La comunidad denunció una golpiza por parte de un grupo de desconocidos, que habrían actuado en complicidad con la policía uniformada.

– Alex Lemun Saavedra (2002): fue asesinado durante la ocupación del fundo Santa Elisa, propiedad de la Forestal Mininco. El mayor Marco Aurelio Treuer utilizó una escopeta Winchester calibre 12.

-José Huenante Huenante (2005): durante la madrugada del 3 de septiembre de 2005, de 16 años, fue subido al radio patrulla (RP) N°1375 perteneciente a la 5.ª Comisaría de Puerto Montt. Eso fue en plena Avenida Vicuña Mackenna. Desde entonces se desconoce su paradero.

-Juan Collihuin Catril (2006): durante un allanamiento ocurrido en 2006 en el sector de Bollilco Grande, Nueva Imperial, fue asesinado el Lonko Juan Collihuin Catril por el sargento Luis Marimán. Al lugar llegaron carabineros acompañados por un grupo de civiles, no contaban con orden judicial y ocurrió de madrugada.

-Matías Catrileo Quezada (2008): durante la noche del 3 de enero de 2008, un grupo de 30 comuneros mapuche ingresaron al fundo Santa Margarita, de la comuna de Vilcún, que está a nombre de Jorge Luchsinger y es reclamada por la comunidad Lleupeco Vilcún. Al percatarse de la fuerte dotación policial del sector, el grupo comenzó a quemar fardos de pasto. Según el audio entregado por la Central de Comunicaciones de Carabineros (CENCO) los comuneros sólo estaban atacando con piedras. Es ahí cuando se escucha la orden, “métele un balazo”. El cabo Walter Ramírez acusa recibo y dispara su subametralladora UZI. Una bala entra por la espalda en el pulmón de Matías Catrileo, estudiante de agronomía de la UFRO. Muere minutos después.

-Johnny Cariqueo Yáñez (2008): murió de un infarto el 31 de marzo del 2008, tras una brutal golpiza propinada por carabineros del GOPE y de la Comisaría 26º de Pudahuel, minutos después que fuera inaugurada en esa comuna la plaza 29 de marzo, dedicada a los luchadores sociales caídos en dictadura y en democracia.

-Jaime Mendoza Collío (2009): resultó asesinado durante la ocupación del fundo San Sebastián por parte de su comunidad. El autor de los disparos, el cabo Patricio Jara Muñoz, alegó legítima defensa, presentando su casco y chaleco antibalas con numerosos impactos de balines. Un informe de la Policía de Investigaciones confirmó que dichos impactos habían sido hechos de manera posterior.

-Camilo Catrillanca (2018): nieto del lonko de la comunidad Ignacio Queipul Millanao del Lof Temucuicui, Juan Catrillanca. Falleció por un disparo en la cabeza percutado por funcionarios del Comando Jungla instaurado por el gobierno de Sebastián Piñera, mientras regresaba a su hogar en tractor.

-Jordan Liempi Machacan e Iván Porma (2021): en el Cesfam de Tirúa se confirmó el fallecimiento de estas dos personas, víctimas de armas de fuego. El hecho que les causó la muerte se produjo en Huentelolén, Cañete, Región del Biobío. Las primeras versiones extraoficiales indicaron que los asesinados serían los anteriormente individualizados. Según familiares y amigos, ambos participaban en una caravana de grupos mapuches cuando recibieron disparos de personal policial y militar.

Criminalización del movimiento indigenista mapuche

Diversas organizaciones han denunciado que existiría una criminalización de su lucha social. Las demandas de los indigenistas están ligadas a lo que denominan como recuperación de los territorios de los que afirman ser herederos ancestrales. Las personas que han sido juzgadas y condenadas mediante la ley antiterrorista creada durante la dictadura militar -que endurece las penas correspondientes a delitos comunes, cuando se configura el tipo de terrorismo- son consideradas presos políticos.

Se han denunciado también otros hechos, como ataques a menores de edad en las comunidades mapuches; así, el 30 de octubre de 2007, Patricio Queipul Millanao, de 13 años, resultó herido en el tórax por al menos seis municiones disparadas por carabineros con sus escopetas antimotines. Este hecho se suma al de Daniela Ñancupil, de la misma edad, baleada en extrañas circunstancias por policías en enero de 2001, y que luego, en el 2002, fue secuestrada e interrogada por sujetos de civil, quienes la vendaron y la amenazaron para que desistiera de sus acciones legales.

La Operación Huracán (2017), condujo a la detención de ocho comuneros mapuches supuestamente involucrados en una asociación ilícita terrorista en el sur de Chile, asociados con la cúpula de la Coordinadora Arauco-Malleco (CAM) y Weichan Auka Mapu. En enero de 2018, tras quedar a cargo de la investigación de los hechos, el Ministerio Público informó que se habría descubierto mediante pericias técnicas que Carabineros habría manipulado pruebas, razón por la que abrió una investigación contra la propia policía uniformada para determinar la existencia de los delitos de falsificación de instrumento público y de obstrucción a la investigación.

Así, se puso al descubierto los montajes con que los servicios de inteligencia criminalizan la causa mapuche. Raúl Castro Antipán, reclutado como informante de carabineros cuando era un joven estudiante activista vinculado con algunos grupos pro causa mapuche, fue infiltrado para, en sus palabras, desarticular la Coordinadora Arauco-Malleco (CAM). Entre 2009 y 2011 una treintena de comuneros estuvieron detenidos por su testimonio como delator compensado por la Ley Antiterrorista. Castró llevó a la cárcel a 14 personas, que finalmente fueron absueltas por los tribunales de justicia.

Reacción de organizaciones no gubernamentales

El Comité de Derechos Humanos, órgano encargado de la supervigilancia del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos de 1966, denunció supuestas prácticas criminalizadoras contra el movimiento indigenista en sus observaciones al informe de Chile en marzo de 2007. En este sentido, instó al Estado chileno a modificar la ley antiterrorista.

Además, en relación a los artículos 1 y 27 del Pacto, el Comité lamentó la información de que las «tierras antiguas» continúan en peligro debido a la expansión forestal y megaproyectos de infraestructura y energía, expresando que Chile debía realizar todos los esfuerzos posibles para que sus negociaciones con las comunidades indígenas lleven efectivamente a encontrar una solución que respete los derechos sobre las tierras de estas comunidades de conformidad con los artículos 1, párrafo 2, y 27 del Pacto, debiendo agilizar los trámites con el fin de que queden reconocidas tales tierras ancestrales, debidamente demarcadas.

También exhortó al Estado chileno a efectuar consultas con las comunidades indígenas antes de conceder licencias para la explotación económica de las tierras objeto de controversia, y garantizar que en ningún caso la explotación de que se trate atente contra los derechos reconocidos en el Pacto. En 2004, el Comité de Derechos Económicos, Sociales y Culturales ya había formulado observaciones en el mismo sentido.

A modo de ejemplo, se estima que en el centro sur de Chile hay tres millones de hectáreas de especies exóticas de pinos y eucaliptus, donde cerca dos millones son concentrados por dos grupos económicos: Matte, con CMPC-Forestal Mininco y más de 750.000 hectáreas; y Angelini, con Celco-Forestal Arauco, con más de 1.200.000 hectáreas. Se estima que el Pueblo Mapuche, incluyendo las tierras que han sido entregadas vía subsidio, no superaría las 650.000 hectáreas para una población que se estima en un millón quinientas mil personas.

Uno de los tantos descendientes de los colonos europeos que han usufructuado del territorio mapuche usurpado por el Estado, es Jorge Luchsinger, quien, en una entrevista publicada en la Revista Qué Pasa N° 1784, del 18 de junio de 2005 señalaba: «El indio no ha trabajado nunca. El mapuche es un depredador, vive de lo que aporta la naturaleza, no tiene capacidad intelectual, ni tiene voluntad, no tiene medios económicos, no tiene insumos. No tiene nada”. Dos páginas más adelante, el periodista le inquiere: “Pero usted tuvo trabajadores mapuche que le sirvieron por más de 30 años ¿No confía en ellos?”, a lo que Luchsinger responde: “Yo confío mientras los veo, pero creo que ellos dicen lo que a mí me gustaría escuchar y hacen lo que ellos quieren. El mapuche es ladino, torcido, desleal y abusador”; en definitiva, un claro discurso de odio, intolerancia y racismo.

El racismo ha sido transversal en diversos sectores. En el año 1989, el dictador Augusto Pinochet Ugarte en entrevista realizada por revista Análisis, Nº 30, señalaba: ”¿Qué cree usted, que nosotros somos un país de indios?”.

Y en el año 1990, el expresidente Ricardo Lagos Escobar señaló en el Diario Austral: “Afortunadamente este es un país racialmente homogéneo”.

Tomado de: América Latina en movimiento

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El monopolio cultural del neoliberalismo

Moro (Cuba)

Por Jorge Molina Araneda

“En virtud de la ideología de la industria cultural, el conformismo sustituye a la autonomía y a la conciencia; jamás el orden que surge de esto es confrontado con lo que pretende ser, o con los intereses reales de los hombres”.

La industria cultural, Theodor Adorno y Max Horkheimer

En este momento, cuando el sistema socioeconómico preponderante a nivel global se encuentra irremediable e incuestionablemente exhausto, el mundo político parece carecer de una opción ideológica que ofrezca una alternativa viable que lo reemplace. Los gobiernos de los países que mediante la razón o por la fuerza ofrecieron al mundo las ideas que durante 500 años guiaron el desarrollo sociopolítico y económico se encuentran cuestionados por su propia población.

En la compleja sociedad del siglo XX el acceso a los medios masivos de comunicación se convirtió casi en la única opción para poder ejercer eficazmente la libertad de expresión. Pero ya fuese por las barreras legales o económicas para acceder a tales medios o por la simple competencia en el uso de espacios y tiempos de impresión o transmisión, se fue acotando la diversidad de las opiniones y visiones que tal vez hubiesen evitado que la sociedad aceptara como dogma de fe el pensamiento único que hoy hace crisis. El acotado derecho a la información sirvió para la imposición de las ideas que, impregnadas hasta la médula en la humanidad actual, impiden a la mayoría ver las profundas contradicciones del sistema preponderante y, por lo mismo, evitaron, hasta el surgimiento del Internet, la difusión de nuevas ideas.

A la enorme mayoría aún le cuesta mucho percibir algo distinto a la idea de que nos encontramos ante una crisis de alcances inusitados. Lo que en las pancartas de los indignados se lee, lo que los movilizados identificándose como el 99 por ciento gritan, lo que cada vez más blogs y mensajes por la red claman es que no es una crisis, sino un engaño. El sistema socioeconómico preponderante no ha sido construido para el desarrollo y libertad de la humanidad, es un mecanismo articulado desde la cúpula de un poder omnímodo para extraer toda la riqueza mundial a través del complejo financiero-monetario. Si este ve acotado su dominio, ya sea por los excesos provocados por su propia voracidad o por eventos fortuitos, reacciona succionando todos los recursos de la sociedad. Este complejo financiero global es el que provoca la inflación, que, al igual que los intereses, constituyen el mecanismo intrínseco para la transferencia de riqueza. Cuando el complejo financiero pierde, arrebata a través de los gobiernos los recursos para ser rescatado. Es este el mecanismo esclavizador del capitalismo; el sistema que falsamente se promueve como sinónimo de libertad.

Con el engañoso canto a la libertad individual se ha impuesto un sistema cuya prevalencia depende de que exista escasez. Habiendo escasez, los seres humanos asumen en todo momento comportamientos de lucha, competencia —incluso si esto significa engañar o robar— para obtener el capital que, a través de su acumulación, incrementa a quien lo posee la capacidad de generar aún más escasez.

Rebasando a los gobiernos y sus opositores —todos ellos convenientemente acomodados en partidos políticos— la cosa pública se ha circunscrito alrededor de un solo tema: el capital. La riqueza de las naciones no se mide ya más que en términos del capital. La lucha ideológica, por tanto, se concentra en cómo y qué tanto se ha de hacer caso al capital. Unos, exaltando sus virtudes cuando unos cuantos le poseen y, en el otro extremo, quienes abogan por el dominio colectivo de las mayorías para poseerlo. Bajo esta premisa de que todo es capital, se diluyen todos los demás aspectos de la economía y la vida en sociedad: la dignidad, el trabajo, las fuentes naturales de recursos
—agua, tierra, aire, luz—. Nacidos bajo el cobijo del liberalismo, hay aún quienes en esa barahúnda de inconsistencias afirman que capitalismo equivale a libertad de mercados y protección a la propiedad privada. Ni unos ni la otra existen cuando todo el sistema privilegia a unos cuantos al exaltar el individualismo que provoca escasez y, con ello, la acumulación del capital. ¿Cuál es entonces la opción ideológica que pueda sacar al mundo de estas contradicciones?

Dany-Robert Dufour, filósofo francés, investigador del liberalismo y sus consecuencias cuando se convierte en capitalismo salvaje, ha afirmado que éste se plasma como un nuevo totalitarismo. El término de pleonexía dice, se halla en La República de Platón y quiere decir “siempre tener más”. La Polis, se construyó sobre la prohibición de la pleonexía. Puede decirse entonces que, hasta el siglo XVIII, toda una parte de Occidente funcionó con base en esa prohibición. A partir de la creación del complejo financiero monetario se liberó la avidez mundial, la avidez de los mercados, la avidez de los banqueros. Una avidez sobre la que el propio Alan Greenspan (expresidente de la Reserva Federal de Estados Unidos) ante la Comisión norteamericana, después de la crisis de 2008, dijo: “Pensaba que la avidez de los banqueros era la mejor regulación posible. Me doy cuenta de que eso no funciona más y no sé por qué”. Greenspan confesó de esa manera que lo que guía las cosas es la liberación de la pleonexía, pero por ser un individuo creado y cultivado por el propio sistema, no le resulta posible ver más allá.

Ante la urgente necesidad de encontrar nuevos ámbitos ideológicos, nuevas propuestas de partidos y candidatos que recibirán de manos de sus antecesores, países enteros, sociedades y economías destrozadas, no es posible partir de lo conocido. Lo que conocemos se ha gestado en la lógica de la pleonexía que todo lo domina. Es preciso no caer en la tentación de querer arreglar el mundo —el país— con la óptica de nuestras propias estructuras, con las que fácilmente volvemos a repetir la urgencia de organizar, de instituir, de legalizar como si en esos actos conjuráramos lo que ya no queremos y terminamos apostándole de nuevo a la repetición y a la restauración de aquello que pretendimos cambiar.

Para muchos cientistas políticos, el comunismo era un muro de contención contra el capitalismo, una especie de amenaza constante que obligaba a los Estados capitalistas a buscar el bienestar social de las masas trabajadoras para tratar de evitar potenciales huelgas y alzamientos; con ello cobró más fuerza la idea del Estado del Bienestar.

Actualmente el capitalismo, en su versión más radical denominada neoliberalismo, es hegemónico en la mayor parte del orbe y, como todo poder monopólico, corre el riesgo de sufrir constantes y severos descontroles.

El imperialismo de la razón instrumental, del pensamiento calculador y pragmático, ha debilitado el pensamiento crítico-reflexivo.

El pensamiento único es la versión neoliberal de la economía de mercado que implanta la razón económica del beneficio sobre las motivaciones éticas y políticas; además, enaltece la excelencia del mercado y del capital, que es donde se subordinan los demás aspectos de la vida individual y social.

Algunos filósofos vinculan el pensamiento único con la actitud posmoderna, vale decir, el pensamiento a contracorriente es incapaz de esgrimir valores y razones sustantivos capaces de enfrentarse a las razones del mercado neoliberal.

Luego, el pensamiento único se define por las siguientes características:

–Primacía del poder económico: se atribuye a la economía la toma de decisiones y se considera que los intereses del conjunto de las fuerzas económicas constituirían los reales intereses de la comunidad global. La política está ligada al poder de los medios de comunicación y estos, a su vez, frecuentemente se subordinan al poder económico-financiero mundial. Las corporaciones transnacionales y las instituciones financieras son muy poderosas y adoptan como ideal unos pseudo procedimientos democráticos formales que carecen absolutamente de significado real. Amén la ciudadanía, en términos generales, no se entromete en la “cosa pública” e ignora las directrices que configuran su vida. Sin embargo, si en algún momento, por utópico que parezca, se devolviese el poder económico a su rol de subordinación a los intereses sociales, podría existir alguna posibilidad de alcanzar una sociedad libre y democrática.

–Indiferencia ecológica: el pensamiento único occidental concibe al ser humano como desarraigado de la naturaleza, por lo tanto, se observa a la misma con afán depredador. La economía capitalista de línea dura no evalúa ni reduce los costes ambientales de la salvaje y malintencionada interacción explotadora del hombre hacia la naturaleza.

–Desigualdad económica: el pensamiento único capitalista es indiferente hacia las secuelas negativas y desestabilizadoras que genera en el ámbito social, es decir, los ricos se hacen más ricos, y los pobres más pobres. Ergo, aquella brecha provoca una grave segmentación y polarización sociales.

El pensamiento único se conecta con la llamada razón instrumental, descubierta por los teóricos de la Escuela de Frankfurt, según la cual, y siguiendo a Horkheimer, consiste en una pequeña esfera de la racionalidad humana que ha ayudado a convertir a las personas en amos y señores de la naturaleza, les colma de innumerables medios materiales pero, coetáneamente, les deshumaniza y les domina. El imperialismo de la razón instrumental, del pensamiento calculador y pragmático, ha debilitado el pensamiento crítico-reflexivo, aquél que nos orienta y conduce a instaurar nuestra identidad personal con arraigo en la naturaleza y con pleno sentido de solidaridad social.

Horkheimer y Adorno criticaron a la sociedad de su tiempo, señalando que la razón instrumental puso en marcha la industria cultural, que impone sus modelos alienantes  a través de los medios de comunicación.

La industria cultural y sus medios de comunicación están formados por: internet, cine, radio, televisión, revistas, música, publicidad y todas las demás actividades de ocio. Merced a estos medios, los grandes magnates de la economía mundial imponen suavemente un monopolio cultural —hegemonía la llamaría Gramsci— que margina cualquier creación que busque emancipar al individuo y estimule la creatividad no controlada por ellos. Los productos de esta industria están diseñados para que el espectador no disponga de tiempo para pensar, pues lo que se ve, escucha o lee ya ofrece la panacea a cualquier interrogante planteada por una mente adormecida por la pirotecnia mediática. La industria cultural implanta valores, conductas, necesidades y lenguajes uniformes y acríticos para todos.

La única solución posible es contar, en algún momento, con una población sumamente politizada y cuestionadora del sistema mundial vigente, solo así paulatinamente se romperán las cadenas de la tiranía hegemónica del pensamiento único. Recordemos que el mismo Rousseau hace siglos nos advirtió en su Contrato Social que el ser humano nace libre pero en todos lados está encadenado.

En Los guardianes de la libertad, Noam Chomsky y Edward S. Herman develaron el uso operacional de los mecanismos de todo un modelo de propaganda al servicio del interés nacional —de EEUU— y la dominación imperial. Examinaron la estructura de los medios (la riqueza del propietario) y cómo se relacionan con otros sistemas de poder y de autoridad. Por ejemplo, el gobierno (que les da publicidad, fuente principal de ingresos), las corporaciones empresariales, las universidades, etc.

Para Chomsky, la tarea de los medios privados que responden a los intereses de sus propietarios, consiste en crear un público pasivo y obediente, no un participante en la toma de decisiones. Se trata de crear una comunidad atomizada y aislada, de forma que no pueda organizarse y ejercer sus potencialidades para convertirse en una fuerza poderosa e independiente que pueda hacer saltar por los aires todo el tinglado de la concentración del poder. Solo que para que el mecanismo funcione es necesaria, también, la domesticación de los medios; su adoctrinamiento. Es decir, generar una mentalidad de manada. Hacer que los periodistas y columnistas huyan de todo imperativo ético y caigan en las redes de la propaganda o el doble pensar. Es decir, que se crean su propio cuento y lo justifiquen por autocomplacencia, pragmatismo puro, individualismo exacerbado o regodeo nihilista. Y que, disciplinados, escudados en la «razón de Estado» o el «deber patriótico», asuman —por intereses de clase o por conservar su estabilidad laboral— la ideología del patriotismo y conservadurismo reaccionarios. En definitiva, el miedo a manifestar el desacuerdo termina trastocando la prudencia en asimilación, sumisión y cobardía. La meta del modelo socio-económico-cultural es: se debe pensar en una sola dirección, la presentada por el sistema de dominación capitalista. Y si para garantizar el consentimiento es necesario aplicar las herramientas de la guerra psicológica para el control de las masas; como por ejemplo: azuzar el miedo, campañas del terror electorales, fomentar la sumisión y generar un pánico paralizante, los vigilantes del sistema entran en operación bajo el paraguas de lo políticamente correcto, amparados por todo un sistema de dádivas y premios que brindan un poco de confort y poder acomodaticio.

El monopolio cultural que devino de las políticas de una democracia neoliberal no es más que una reencarnación del monopolio cultural fascista, fortalecido a través de lógicas sociales que encontraron la manera de velar las debilidades ideológicas que impidieron el dominio completo de los monopolios culturales que operaban como parte de aquellos fascismos. Horkheimer y Adorno fueron cuidadosos en recordar que el juicio de la élite intelectual de su tiempo, que pintaba a la industria cultural como una barbarie estadounidense resultado del retraso cultural de la conciencia norteamericana, era una ilusión. «Era, más bien, la Europa prefascista la que se había quedado por detrás de la tendencia hacia el monopolio cultural. Pero precisamente gracias a este atraso conservaba el espíritu un resto de autonomía.» Si a principios del siglo pasado las vanguardias obstaculizaron la tendencia hacia la consolidación del monopolio, hacia finales de la Segunda Guerra Mundial Horkheimer y Adorno percibían como perdida dicha batalla. Sin embargo, el duopolio ideológico que configuró el orden mundial de la posguerra resultó ser también una fuerte resistencia ante el avance del monopolio cultural. No fue hasta la caída del Muro cuando se declaró victorioso un modo de ser sobre el otro, para erigirse como único y permitir con ello el proceso de consolidación del monopolio.

Entre los incontables factores que posibilitaron poner en marcha de nuevo el avance de un monopolio cultural encontramos: la democracia moderna en 1989, y el neoliberalismo como ideología de dicha democracia. Entre estos sucesos existe una relación simbiótica, es decir, la realidad de la democracia moderna, alejada por completo tanto de su conceptualización antigua como ilustrada, no refiere a una forma de gobierno, sino al suplemento que legitima a los Estados oligárquicos contemporáneos (todos los Estados contemporáneos que se dicen democráticos). La retórica que se construye para explicar el porqué de una victoria de Occidente sobre el bloque socialista (y no viceversa) se apoyó de modo rotundo en el despliegue práctico, muy específico, del concepto de «libertad absoluta», donde el triunfo de las democracias sobre los totalitarismos no fue la consecuencia de un Estado que aseguraba la libertad del individuo como libertad para participar en la cosa pública, sino de un Estado que garantizaba la libertad como libertad individual, la cual en la práctica se tradujo en el derecho del individuo a quedar libre de toda intervención del Estado. Si el capitalismo es la lógica económica propia de una democracia moderna, el neoliberalismo encuentra, en el concepto de libertad individual que manejan dichas democracias, correlación y sustento de la lógica no-intervencionista que lo fundamenta. Una libertad definida por Karl Polanyi como «libertad para explotar a los iguales; para obtener ganancias desmesuradas sin prestar un servicio conmensurable a la comunidad; libertad de impedir que las innovaciones tecnológicas sean utilizadas con una finalidad pública, o la libertad para beneficiarse de calamidades públicas tramadas en secreto para obtener una ventaja privada».

El proceso por el cual el neoliberalismo —de la mano del concepto de democracia y libertad— se convierte en la ideología monopólica de las décadas de 1980 y 1990 no es otra cosa que lo que David Harvey, apoyándose en Gramsci, llama una construcción de consentimiento, es decir, la elaboración de un «sentido común» entendido como un «sentido poseído en común» que surge de un consenso mayoritario; en este caso, un consenso sobre la validez de la libertad absoluta individual, construido por necesidad sobre un envilecimiento de la noción de «lo común».

Harvey enfatiza que el sentido común, que dio legitimidad a la implementación de políticas neoliberales, de ninguna manera debe entenderse como un «buen juicio», cuya construcción se logra «a partir de la implicación crítica con las cuestiones de actualidad». Al contrario, en la constitución del sentido común pueden desempeñar una parte las creencias y los miedos, así como los prejuicios y valores culturales y tradicionales, mismos que «pueden ser movilizados para enmascarar otras realidades».

El mantra mental y cultural, que ha sufrido algunas fisuras durante los últimos quince años, dicta lo siguiente:

-El ser humano busca su bienestar personal, es esencialmente racional e individualista y responde a estímulos materiales, especialmente económicos.

-El bienestar social es la suma de los bienestares individuales, siempre que no se perjudiquen los derechos de los demás. La competencia permite aumentar el bienestar personal y, por ende, el social; por lo tanto, es un elemento esencial para el progreso.

-Los mercados operan con eficiencia y rapidez, si no se les colocan trabas y logran una asignación óptima de los recursos actuales y futuros; hay que dejarlos actuar con libertad. Incluso los monopolios naturales no deben ser intervenidos, pues las ganancias excesivas atraen a otros empresarios a actuar. Si existen externalidades, se resuelven por negociaciones individuales, sin que intervenga la autoridad.

-Los mercados de factores productivos deben actuar con el mínimo de trabas estatales. La movilidad de los trabajadores entre las empresas hace innecesaria la existencia de sindicatos por su poder monopólico. Tampoco deben existir interferencias en los mercados financieros. Debe haber apertura al exterior tanto en el comercio de bienes y servicios como en los capitales. La libertad de precios es el mecanismo central para asignar los recursos.

-Los empresarios son actores claves de la sociedad, pues determinan las iniciativas y el emprendimiento, incentivados por las utilidades. Además, generan el ahorro que posibilita el crecimiento económico y el progreso. Por lo tanto, deben trabajar con plena libertad, garantizando los derechos de propiedad. Las prestaciones sociales como la educación, la salud, la vivienda y las pensiones pueden ser entregadas por privados actuando como empresas, aunque las financie el Estado.

-Las funciones del Estado en una sociedad con mercados eficientes y sin externalidades se reducen a aspectos específicos: las tareas tradicionales del liberalismo, como son la defensa nacional, las relaciones exteriores y la administración de justicia. Además, por su naturaleza, se considera que el Estado es ineficiente, pues a diferencia del empresario privado no maximiza utilidades.

Estos son los elementos centrales de la ideología neoliberal que lamentablemente a nivel mundial se convirtieron en dogmas a raíz de la acriticidad y, en definitiva, de no mediar el año 2019 para nuestro país (Chile), continuarían siendo un incuestionable credo hasta para los más desposeídos que toman como normal la subyugación que padecen por parte de los más poderosos.

Tomado de: América Latina en movimiento

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Las causas del malestar popular en Chile

Por Patricio Mery Bell @PatricioMery & Jorge Molina Araneda @JorgeMolina375

Las causas del malestar popular en Chile viene de lejos: el movimiento mapuche desde fines de la década de 1990; el movimiento estudiantil, secundario y universitario con “el mochilazo” en 2002, la “Revolución pingüina” en 2006 y el movimiento por la educación pública, en 2011; el movimiento “No + AFP” desde 2016; el “Mayo feminista” de 2018; los diversos movimientos socio ambientalistas y de lucha por el agua y los territorios; las luchas y huelga de los profesores en 2018 y el estallido social de 2019. Todos estos procesos son el fiel reflejo del malestar que latía en este falso oasis de crecimiento económico y estabilidad política.

El consenso se movía en dos direcciones: a) La desigualdad estructural de la sociedad chilena y b) La acumulación de abusos y alzas en los servicios públicos de luz y transportes, de salud (sobre todo medicamentos), viviendas e incluso de productos de primera necesidad. Se podrían sumar otras razones como la precarización de los derechos sociales y el creciente endeudamiento de la población -especialmente la más pobre con las tarjetas de crédito- lo que va desde el supermercado hasta la ropa, el auto y los artículos electrónicos. Las pensiones de hambre y el sistema de AFP, los bajos salarios, el sistema de educación pública -que solo se pudo cambiar parcialmente- el sistema de salud pública, el acceso a la vivienda, etc.

En suma, las largas sombras de la dictadura implicaron que la política fuera monopolio de los poderes de facto, especialmente del gran empresariado y de los partidos políticos; que la promesa de la transición, de que “la alegría ya viene”, solo alcanzara para algunos y excluyera a las grandes mayorías, que solo fueron vistas como objeto de políticas públicas –administradas por variados tecnócratas- y nunca como sujetos con derecho a la participación y a la iniciativa.

La actual revuelta en Chile, que comenzó contra el alza del pasaje del metro, desnudó la realidad de un país que durante años fue tomado como un ejemplo del éxito neoliberal. El cuestionamiento profundizó la herencia del pinochetismo y dejó expuesta la miseria y la precarización social de millones de personas, mientras que una casta empresarial y política se enriquece cada día más. Se trata de una fractura social que parece haber tocado fondo.

Desde 1990 a 2018 Chile pasó de una población de 13 a 17 millones de habitantes. En ese lapso tuvo un crecimiento del PIB acumulado del 748 %: de US$33.000 millones de producción de bienes y servicios anuales, a US$280.000 millones. El PIB per cápita pasó de 4.500 a 23.500 dólares. El viejo trauma de la inflación quedó atrás, y las crisis externas, como la asiática de 1998 o la del 2008, golpearon, pero ninguna terminó en catástrofe, como ocurrió la mayoría de las veces en el siglo XX. La pobreza oficial se redujo de un 38,6 % en 1990 al 14,4 % el año 2015 y emergió una nueva clase media.

Estas cifras constituyen un cierto paradigma: la idea del “milagro chileno” o el “jaguar” de América Latina, símbolo de crecimiento económico, estabilidad política y progreso social.

Sin embargo, detrás de esas cifras está oculto el Chile real, de alguna forma desgarrado en contradicciones y antagonismos sociales con los pilares del capitalismo chileno. No solo se trata de las bases del crecimiento, sino de las de un creciente malestar social, de profundas aspiraciones sociales y democráticas de millones de jóvenes y trabajadores, mujeres y pueblos oprimidos incapaces de ser satisfechas en los marcos del capitalismo chileno.

El plan económico de los Chicago Boys había sido esbozado previamente al Golpe del 11 de septiembre de 1973 como un programa frente a la crisis económica. Luego, con sus representantes como ministros de la dictadura, lo aplicarían contra las masas trabajadoras. Conocido posteriormente como “El ladrillo” y como “Plan de recuperación económica”, desde 1978 se vivió una especie de terapia de shock económico: abrupta reducción del gasto fiscal (liquidando servicios públicos, reduciendo gasto en salud, educación o vivienda y privatizando empresas), drástica disminución de las importaciones para estabilizar la balanza de pagos, apertura comercial cuasi-absoluta y liberalización financiera. Todo esto unido a una amplia privatización de empresas estatales, desde recursos estratégicos e industrias hasta servicios esenciales, más de 500 empresas entre las que estaban CTC, Endesa, Entel, CAP, LAN, etc.

En el ámbito social los principales cambios fueron: 1) el Plan Laboral que intentó desarticular legalmente a los trabajadores y el movimiento sindical a través de un profundo cambio en las relaciones laborales a favor del capital, reflejado actualmente en el Código del Trabajo, con sindicatos chicos y sin peso, negociaciones limitadas y ausencia de efectivo derecho a huelga. 2) La reforma de pensiones con la creación de las AFP, que destruyó el sistema de reparto y se basó en la capitalización individual, que tiene como principal objetivo entregar millonarios recursos al mercado de capitales y la bolsa. 3) La reforma en la salud, en la que el sector privado es el principal beneficiario de los recursos estatales, bajo instituciones de salud previsional privadas (ISAPRE) para el fortalecimiento de clínicas y negocios, debilitando el Fondo Nacional de Salud (FONASA). 4) La reforma educacional, donde comenzó un proceso de privatización casi completa de la educación regulada por la relación entre oferentes y demandantes de servicios educativos, desmantelando progresivamente la educación pública.

La primera prueba de fuego de estas medidas fue la crisis económica de 1982, la mayor que conozca el país en las últimas décadas, que tuvo como consecuencia una catástrofe económica brutal sobre las masas. El PIB disminuyó un 14,3% solo el primer año, el desempleo saltó al 30%, la pobreza superó el 45%. El régimen devaluó el peso un 18% contra las masas trabajadoras, mientras rescataba el sistema bancario privado estatizando las deudas con la intervención, a la vez que abrió otra ronda de venta de empresas estatales como Chilectra y la Compañía de Teléfonos. El costo del “rescate” fue del 35% el PIB, a base de la deuda pública externa, que ya en 1987 alcanzó el 86% del PIB.

Es falso que el plan de shock neoliberal trajo mejores condiciones de vida para las masas. Desde 1978 a 1989, las masas trabajadoras vivieron una década de penuria, crisis y degradación de sus condiciones. El shock catastrófico fue el papel sucio que jugó la dictadura para sentar las bases del “crecimiento” de la década de 1990. Entre 1990 a 1997, el crecimiento anual promedio fue de 7,7 %, un PIB promedio inédito de crecimiento en el país. Pero no llegó de “milagro”, sino que provino de una “catástrofe”. Ya entrando en 1998, aún no terminaban de recuperarse las condiciones pre-crisis y ya llegaban los golpes de la crisis asiática. El “milagro” para las masas trabajadoras, significaba más una “recuperación” que un nuevo salto.

Durante la década de 1980, el plan de shock implicó una enorme apertura al capital extranjero, una privatización sin precedentes de los recursos estratégicos y empresas estatales, y un saqueo basado en el principal recurso estratégico del país.

El cobre y la minería, que constituyen la quinta parte de la producción total del país, representan sin embargo casi la mitad de las exportaciones. Es clave, en el marco de una economía relativamente pequeña en el escenario internacional, el rol que juegan las exportaciones y en particular el cobre. Chile es una economía basada centralmente en dos elementos para la acumulación del capital: 1) la renta de la minería –no es la única, pero sí la principal– y; 2) la alta tasa de explotación de la fuerza de trabajo. Ambas condiciones son ampliamente favorables para el desarrollo del capital, extranjero y nacional.

Según el estudio Nuevas Estimaciones de la Riqueza Regalada a las Grandes Empresas de la Minería Privada del Cobre: Chile 2005-2014, la renta económica, solo de las 10 grandes empresas de la gran minería privada, fue de 120.000 millones de dólares solo entre el 2005 y 2014. Esto sobre los 10.000 millones de dólares de ganancia anuales de estas compañías. Entre ellas predomina el capital extranjero: BHP Billiton o AngloAmerican, junto a otros grupos nacionales como el grupo Luksic con Antofagasta Minerals. El 71 % de la producción está en manos privadas.

Solo la ganancia generada por la renta minera y la explotación laboral podría financiar la gratuidad universal de la educación superior, resolver en un año el problema del déficit habitacional y las listas de espera. Sin embargo, son recursos que en su gran mayoría se fugan al extranjero, y cuyos precios se imponen en la bolsa de metales de Londres en la puja entre las grandes compañías multinacionales. Así está ocurriendo también con el recurso estratégico del litio. En el mar, los recursos están en manos de fundamentalmente siete familias. Respecto a los bosques, con casi 3 millones de hectáreas, los grupos Matte y Angelini controlan la industria de exportación de la madera.

La apertura económica de Chile, con 26 Tratados de Libre Comercio, está atada a las exportaciones a China, EE.UU., Europa y América Latina. Exportaciones fundamentalmente de cobre y minerales; madera y celulosa; salmón, frutas y vino; y cuyo consumo de bienes de servicio son fundamentalmente importados, desde China, EE.UU. y Europa, con una total dependencia de la importación de maquinaria frente al desarrollo tecnológico. Un 25 % del PIB se va en importaciones. A través del DL 600 y la Inversión Extranjera Directa (IED), prácticamente la inversión en su conjunto depende de capitales extranjeros: un tercio de ella va a la minería, otro tercio se va en servicios financieros, es decir, en el desarrollo de las finanzas y los bancos. En este caso, el capital extranjero controla casi el 50% del sistema bancario, encabezado por el banco español Santander, que tiene una cuota del 20% del mercado financiero; los demás grupos nacionales principales son BCI y Banco de Chile, en manos de las familias Yarur y Luksic.

Así, la IED se torna en uno de los mecanismos privilegiados del saqueo y la dependencia frente al capital extranjero. En los casos de la minería, la celulosa y la madera, el salmón, los vinos y la fruta, no solo casi no hay libre competencia, sino que la concentración capitalista en un puñado de monopolios (u oligopolios) en las principales ramas de la economía depende fundamentalmente de la inversión extranjera de las grandes corporaciones imperialistas, quienes a su vez imponen los precios y favorecen sus propias exportaciones. Aunque la balanza comercial no sea deficitaria, la dependencia extrema de una materia prima particular (el cobre) y la inversión extranjera, hace a Chile frágil frente a los golpes de la economía mundial. El gran ejemplo chileno descansa fundamentalmente en este saqueo, junto a las condiciones favorables de explotación y precariedad sobre las masas trabajadoras.

La segunda base de la acumulación, la tasa de explotación con el pago de la fuerza de trabajo por debajo de su valor, muestra las paupérrimas condiciones a las que están expuestas millones de personas en el país. Según la Fundación SOL, en su informe Los verdaderos sueldos de Chile, el 50% de los trabajadores chilenos gana menos de $380.000 y 7 de cada 10 trabajadores menos de $550.000 líquidos. El salario mínimo, de acuerdo a organismos internacionales como la OIT, es catalogado como “mini salario mínimo”. Mientras en las últimas dos décadas desde 1998 la productividad del trabajo creció cerca de un 90%, los salarios reales solo lo hicieron un 20%.

Las pensiones son miserables. El 50% de las y los jubilados recibe montos inferiores a los $150 mil. Los pensionados en Chile son mayoritariamente pobres: no por nada uno de los movimientos más masivos y con alta popularidad fue el movimiento No + AFP que develó esta crítica situación que afecta a por lo menos 3 millones de ancianos y ancianas.

El estudio de la Fundación SOL, La pobreza del modelo chileno, la insuficiencia de los ingresos del trabajo y pensiones, hace una medición de la pobreza donde se consideran exclusivamente los ingresos del mundo del trabajo (ingresos laborales y pensiones contributivas): “La micro simulación basada en CASEN 2017 confirma la hipótesis de que la pobreza en Chile al considerar los ingresos del mundo del trabajo supera con creces al indicador oficialmente divulgado. Para el caso de las mujeres, la pobreza pasa de un 9% a un 31,7% mientras que en los hombres, de un 8,2% a un 26,8%. En el total, la pobreza pasa de un 8,6% a un 29,4%”.

En noviembre de 2017 la línea de la pobreza por ingresos en Chile para un hogar promedio de cuatro personas estaba en $417.348. “Si consideramos solo a los asalariados del sector privado que trabajan jornada completa, el 50% gana menos de $402.355, esto quiere decir que ni siquiera podrían sacar a su grupo familiar de la pobreza”, concluyen en la Fundación SOL. Sumado a esto se registra que casi 1 millón de asalariados no tiene contrato de trabajo y el 80% percibe sueldos inferiores a $420.000. En Chile los trabajadores y jubilados son pobres.

El acceso al consumo ha sido mediante el endeudamiento de las masas trabajadoras y sectores populares. El monto total de deuda de los hogares llega al 71,1% del ingreso promedio de la clase trabajadora: unos 153.000 millones de dólares. De cada 10 pesos de ingreso de las familias, 7 pesos constituyen deuda. Solo en términos de carga financiera, es decir, aquella porción de ingresos que se destina al pago de intereses y amortizaciones, llega al 25% de los ingresos. El crédito hipotecario (vivienda) alcanza casi el 38% de la deuda, los créditos de consumo el 18,2% y las casas comerciales, compañías de seguros y cajas de compensación el 15,5% del ingreso disponible. El 14 % del endeudamiento es con prestamistas no regulados, amigos o familiares (cuentas nacionales BC).

Según los datos del XXI Informe de Deuda Personal Universidad San Sebastián- Equifax, en junio de 2018, se registraron 4,48 millones de deudores morosos. Según el INE, el 70% de los hogares está endeudado. En el caso de los jóvenes entre 18 y 29 años la cifra de endeudamiento supera los 3 millones, alcanzando un 21%, centralmente por educación.

Para poder sostener el crecimiento de la tasa de rentabilidad mediante una mano de obra de salarios relativamente bajos y mayores tendencias a la precarización sindical, un aspecto fundamental en la política neoliberal impuesta en dictadura fue pulverizar la organización sindical a través del Plan Laboral, posteriormente llamado Código del Trabajo. Creado por José Piñera, tuvo cuatro pilares claves. ¿Cómo hacer que exista un “derecho” laboral sin que los sindicatos, sus negociaciones y huelgas tengan fuerza, o mejor, que no existan realmente existiendo formalmente. Un primer punto fue establecer sindicatos y negociación colectiva centrada en la empresa o establecimiento, y con grupos negociadores para conseguir un cierto paralelismo con los sindicatos. Esto en el marco de excluir a enormes grupos de trabajadores de la negociación colectiva, como las federaciones y confederaciones, los trabajadores públicos, profesores y negando el derecho también a negociar a los sectores estratégicos determinados cada 2 años arbitrariamente por el poder ejecutivo. Según el artículo 6.º del DL 2.758, “no podrán declarar la huelga los trabajadores de aquellas empresas que: a) atiendan servicios de utilidad pública, o b) cuya paralización cause grave daño a la salud, al abastecimiento de la población, a la economía del país o a la seguridad nacional”. Hoy en día, solo el 8% de los trabajadores tiene derecho a negociación colectiva, y un 2 % de la fuerza laboral tiene instrumentos colectivos de trabajo.

Un segundo aspecto fue el ataque a la huelga como herramienta de lucha. Para esto se impuso el concepto de “huelga que no paraliza” y el reemplazo en huelga que se utiliza hasta la actualidad, ahora “no permitido” aunque sí aplicado de facto por las empresas, y con “servicios mínimos” establecidos para los sindicatos.

La despolitización sindical y la libertad sindical (para formar grupos paralelos al sindicato) fue otro concepto que abordó el Plan Laboral. Así se demuestra en el considerando n.º 7 del Decreto 2.756, el que plantea de forma explícita que “es indispensable que la organización sindical sea autónoma y despolitizada, para que pueda dedicarse a sus finalidades propias, evitando que sea instrumentalizada por grupos o intereses extraños a la propia organización”.

No solo las grandes compañías multinacionales del cobre, cuya renta y ganancias constituyen el principal saqueo del país, se benefician del falaz milagro económico chileno, sino también son los grandes grupos económicos nacionales, algunos de ellos con décadas de acumulación, con otros tantos que hicieron su fortuna tras la dictadura militar, o con grupos creados con la apertura comercial de los TLC post año 2000. Hay 3 familias (Angelini, Matte y Luksic) que controlan la mitad de los activos cotizados en la Bolsa de Valores de Santiago, y su patrimonio representa casi el 20% del Producto Interno Bruto (PIB).

El 8.° Informe de la Riqueza Mundial de 2017, del banco de inversión suizo Credit Suisse, revela que en Chile, dentro de un total de 13 millones de habitantes adultos, existen unas 57.000 personas que tienen más de un millón de dólares o más. 79.000 chilenos son parte del 1% más rico del mundo. Según la Fundación SOL, el 1% de los considerados “ocupados”, que son capitalistas (gerentes, directores de empresas y empresarios) o pequeño-burguesía alta (médicos, abogados, ingenieros) tiene sueldos superiores a tres millones de pesos, que pueden alcanzar hasta los 30 millones de pesos mensuales. En el otro polo, el 70% de los trabajadores tiene salarios inferiores a $400.000, bajo la canasta básica familiar, y más de 1 millón de jubilados cobran pensiones misérrimas.

Finalmente, el pseudo milagro no llega a todos, y es más bien una quimera para los trabajadores.

Tomado de: Alainet

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Las Fuerzas Armadas de Chile contra su pueblo

Por Jorge Molina Araneda

“Para que un tirano no pueda utilizar un ejército contra su pueblo, es preciso separarle de aquel, aislarlo, pues si el ejército está unido al pueblo, resultará muy difícil  poder usarlo contra él”.

Miguel Busquets

Ya Daniel Jadue había causado cierta polémica en grupos privilegiados por solicitar un estatuto de garantías a las Fuerzas Armadas y al Partido Demócrata Cristiano en el caso de que él resulte electo Presidente de la república. No obstante que los círculos derechistas y financieros del país pusieron el grito en el cielo con aquella declaración, es menester efectuar una sucinta revisión histórica para refrendar y apoyar el requerimiento del edil de Recoleta, ya que en la historia republicana de Chile los cuerpos armados mercenarios, revestidos de legalidad por el patriciado mercantil triunfante, han sido el brazo ejecutor, literalmente, de las directrices implantadas por la clase alta en detrimento del pueblo llano.

En Chile, de acuerdo al historiador Gabriel Salazar, no hemos construido ni un Estado desarrollista ni un Estado democrático-participativo. En tres oportunidades: 1829 (por los mercaderes de Diego Portales), 1925 (por los políticos liberales liderados por Arturo Alessandri Palma) y 1973 (por los economistas neoliberales amparados primero por la dictadura de Pinochet y luego por las coaliciones políticas post-dictatoriales), el Estado nacional ha sido construido a partir de golpes militares (dos de ellos extremadamente sangrientos), con usurpación de la soberanía ciudadana y para implementar el mismo paradigma liberal anglosajón. La ciudadanía no ha ejercido nunca, por tanto, su soberanía, y ha sido reducida una y otra vez al uso degradante del derecho a petición, como también a la periódica elección individualista de los candidatos designados y controlados mayoritariamente por la clase política liberal. Con el agravante de que 2/3 de esa ciudadanía vive de un empleo precario e inserta en una economía informal, en la que predomina el tráfico de diferentes especies y servicios. Es decir, no hemos construido ni un Estado verdaderamente democrático, ni ciudadanos soberanos, ni verdadero mercado interno.

Las guerras civiles de 1829 y 1891 y los golpes de Estado de 1924-1925 y 1973 se produjeron después de avisos más o menos prolongados que anunciaban la crisis política. Se pudo ver el avance de los sectores más recalcitrantes y conservadores que promovían el quiebre antes que las posibilidades del acuerdo, la ruptura frente a una última oportunidad de arreglo.

Durante el siglo XIX el ejército era oligárquico-mercenario, fue creado en 1829 con la intención de destruir al Estado y al ejército constitucional aplastando, de esta manera, al pipiolaje civil y militar en la batalla de Lircay (1830), hecho que puso fin a la guerra civil.

En 1891 el patriciado mercantil, principalmente inglés, financió a un ejército y marina sediciosos para: derrotar al ejército constitucional y para establecer una función protectora para acumular el tesoro mercantil a través de la especulación financiera y bancaria que estaba siendo desmantelada por la política desarrollista e industrial de José Manuel Balmaceda.

En 1924, casi finalizando el mandato de Alessandri Palma, el Comité Militar prefirió seguir funcionando y le pidió a éste que disolviera el Congreso Nacional. Tras este hecho, Alessandri, sumergido en una situación que ya no podía manejar, vio su poder en jaque y prefirió renunciar, autoexiliándose en la Embajada de Estados Unidos. Sin embargo, no fue aceptada su renuncia y en cambio se le dio licencia por seis meses para ausentarse del país. El general Altamirano asumió la vicepresidencia y enseguida se formó una Junta de Gobierno integrada por él, el almirante Francisco Nef y el general Juan Pablo Bennet, la que procedió a disolver el Congreso y aceptar finalmente la renuncia de Alessandri. Termina de este modo el régimen parlamentario, quebrándose el régimen constitucional. Posteriormente, ocurrió el golpe de Estado del 23 de enero de 1925 liderado por oficiales de rango medio de las Fuerzas Armadas, entre ellos Carlos Ibáñez del Campo que derrocó a la junta de gobierno presidida por Luis Altamirano Talavera.

La dictadura cívico-militar, encabezada por Augusto Pinochet, defenestró al gobierno constitucional y popular de Salvador Allende, en connivencia con la derecha política y con los auspicios de la Casa Blanca, a punta de balas y tortura sistemática, trajo como secuelas que cerca de 35 mil personas fueron víctimas de violaciones a sus derechos fundamentales; de ellas, 28 mil fueron torturadas, 2.279 ejecutadas y 1.248 permanecen en situación de detenidos y detenidas desaparecidos (as).

Desde que las tropas mercenarias de Diego Portales, José Joaquín Prieto y Manuel Bulnes (ejército oligárquico) aniquilasen al ejército de ciudadanos en la Batalla de Lircay, lo que se ha instalado en nuestro país son cuerpos armados diseñados estructuralmente para defender las prerrogativas, los intereses y el orden de las clases dominantes.

Las Fuerzas Armadas, y en especial el ejército, han tenido un rol fundamental en la construcción, consolidación y defensa de un Estado autoritario, centralista, oligárquico, favorable a una minoría privilegiada residente en Santiago. Fueron estos cuerpos armados los que sometieron a las provincias a la hegemonía capitalina tras diversas Guerras Civiles (1829, 1851 y 1859, por ejemplo), las que sometieron a Chiloé, anexaron las tierras de Magallanes (permitiendo el exterminio de la población originaria), las que invadieron y usurparon territorio mapuche y el norte sojuzgando a aymaras, quechuas, collas y likanantay, los que colonizaron Rapa Nui y la Antártica. Invasiones, despojo, matanzas, represión, fueron las herramientas con las cuales el ejército y la armada construyeron el territorio chileno. Ya en 1871 El Mercurio de Valparaíso, en una especie de radiografía epocal, reafirmaba sin ambages la postura clasista y desdeñosa de la élite socioeconómica hacia las clases bajas:

“Chile es república en el nombre pero no en el hecho, aquí hay clases superiores, hay distinciones profundas, hay privilegios, hay inmunidades de toda especie. Aquí lo que se denomina aristocracia es todo; pero lo que se llama pueblo es nada… A las clases trabajadoras se las desprecia”.

El historiador Gabriel Salazar nos recuerda, en su Del poder constituyente de asalariados e intelectuales, que durante el gobierno de Salvador Allende existía una ostensible ingenuidad acerca del apego irrestricto de las Fuerzas Armadas hacia el orden constitucional; sin embargo, ellas y el ejército, en particular, habían intervenido 22 veces en la historia política nacional y todas ellas contra los movimientos democrático-populares, transitando desde el asesinato de Manuel Rodríguez hasta la matanza de Pampa Irogoin y el golpe de Estado de 1973. En definitiva, el ejército ha sido fraccionalista más que nacionalista.

Las Fuerzas Armadas convenientemente no recuerdan a los mapuche exterminados en la denominada “Pacificación”, el derrocamiento de Balmaceda, a los más de 2.000 muertos en Santa María de Iquique, las acciones del Regimiento Esmeralda en la salitrera de San Gregorio, los 500 muertos de la Masacre de Marusia, los 2.000 asesinados en La Coruña, los más de 400 acribillados en Ránquil, los ataques de la Aviación en la población José María Caro, entre otras “gloriosas” acciones que precedieron al infame genocidio iniciado el 11 de septiembre de 1973.

No obstante, debemos recordar a los que sí les trataron de dar algo de gloria y compromiso popular a las Fuerzas Armadas. Debemos reconocer el valor de los soldados y marinos que se mantuvieron leales al Presidente Balmaceda; de los marinos sublevados en 1931 en cuyo manifiesto indicaban que “no apuntarían sus armas en contra de sus hermanos de pueblo”; de Marmaduke Grove alzándose con la Fuerza Área y participando en la República Socialista; de los 74 estudiantes de la Escuela de Ingeniería Naval que realizaron una huelga en 1961 por la mala alimentación y los malos tratos; de los cientos de marinos que en 1973 se levantaron para oponerse al golpe de Estado, siendo torturados por sus propios camaradas de armas; de los cientos de conscriptos, soldados, cabos, oficiales y generales que se negaron a participar de la masacre contra su propio pueblo el 11 de septiembre de 1973.

En fin, esa es la verdadera historia del ejército de Chile y las Fuerzas Armadas, cancerberos de la aristocracia y el capital, verdugos históricos del progreso social y de la clase popular

Tomado de: Alainet

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