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Estela: una sonrisa y un mirar en 24 cuadros x segundo

Por Katiuska Blanco

Ella nació del amor entre dos seres que inmigraron de Europa a los Estados Unidos. Recuerda las voces rusas e irlandesas en casa y las ideas y luchas progresistas de su padre que marcaron el rumbo de sus propios anhelos y pasos en la vida.

Con la coordinación editorial de Mercy Ruiz y Olga Teresa Pérez, la participación de Beatriz Rodríguez y Carla Muñoz como editoras, y el diseño de cubierta e interior a cargo de un artista de excelencia como Ernesto Niebla, ve la luz el volumen Estela, gracias a los empeños de las editoriales Icaic y Verde Olivo.

El libro, de colores sutiles y páginas en papel cromo, en formato apaisado, recuerda los álbumes de tiempos en sepia por la confluencia de palabras, fotografías, remembranzas, versos, canciones, dedicatorias y premios anotados con minuciosidad de relojero antiguo. Los capítulos hilvanan una historia de vida y una pasión de documentar la existencia, el viento y el tiempo en imágenes filmadas que abarcan los temas abordados por la cineasta Estela Bravo: la niñez, el arte, la política y la personalidad de Fidel Castro, todo ello en confluencias de perfiles, política, cultura, costumbres, batallas, sufrimientos, economías, búsquedas, esplendores.

Estela es nombre propio de origen latino que significa estrella de la mañana, también puede decirse que deriva del griego stele y que en términos arqueológicos se refiere a una laja de piedra. Evoco las lajas de pizarra azul que hacen las techumbres en la distante aldea de Láncara en Galicia, donde nació el padre del hombre que será referente para Estela y hacia el que enfocará entrañablemente el lente de su cámara innumerables veces: Fidel.

Pienso en otro significado de su nombre. Estelas son rastro en mares bravíos o serenos, el aire, el tiempo mismo y me quedo con esta última resonancia porque sus documentales son una mirada que marca, que deja huella por su acercamiento profundo al drama humano, una categoría filosófica acuñada por Fidel y que habrá que estudiar en sus múltiples y evocadoras dimensiones.

Ella es una vida y obra que planta indicios, señales, trazos, signos; una Estela que crea estelas.

El libro proporciona la maravillosa oportunidad de entrar al recuento que la periodista Magda Resik, con su maestría delicada al preguntar, consigue en charla con Estela sobre la vida y la filmografía de tan reconocida cineasta. Así, despaciosamente y como en deslumbramiento, descubrimos que hay historias tristes en un devenir que permite luego observar con sensibilidad y devolvernos en estampas de películas los registros de hechos, historias, confesiones, interpretados y captados con delicadeza artística, sobria elegancia, agudeza sutil, coherencia imbatible, razón y verdad rotundas. Los tránsitos difíciles definen una actitud militante junto a los que luchan o a las víctimas de un régimen injusto, como los esposos Rosemberg, a quienes defendió en una manifestación frente a la Casa Blanca en Washington. La estrella de la mañana siempre tuvo como protagonistas de sus cortometrajes iniciales a seres combativos como Paul Robeson, Malcolm X o Ángela Davis.

Con 47 años, Estela realizó su primer documental, según conocemos gracias a la nota de presentación firmada por la editorial, como pórtico a páginas reveladoras.

El lente de la cámara de Estela siempre estuvo atento a la historia de nuestra región y del continente africano, a líderes revolucionarios como Fidel, Raúl, Mandela…, a personalidades de la cultura y el arte, pero también a gente común y a la cotidianidad. La maestra Roslyn Kellman, siendo profesora de la Cass Technical High School en Detroit, Michigan, utilizaba el documental Niños deudores, como material docente. En relación con tal experiencia escribió:

Los filmes de Estela han facilitado el aprendizaje de mis alumnos. Ahora tienen conocimiento de los ciudadanos del mundo, del concepto de la deuda externa, del Fondo Monetario Internacional, del Banco Mundial, del imperialismo y del fascismo, que no son ahora solo “notas vacías” tomadas durante las clases. Sudamérica, Centroamérica, el Caribe y África, ya no son puntos en el mapa solamente… Mis alumnas tienen ahora entre sus preocupaciones las graves luchas de los  pueblos del mundo. Comienzan a reconocer su propia ignorancia y tratan de rectificarlo mediante investigación y estudio, más para su conocimiento que por obtener mejores notas. Conocimiento es el regalo que Estela nos da y por eso la calificamos de maestra. Ella nos abre el paso hacia el conocimiento.

Una discípula, Tanya Williams, escribió sobre su impresión al ver la película:

Para mí Latinoamérica era un lugar cálido y agradable para visitar, algo así como Hawai. No sabía de los miles de millones de dólares que debían al Fondo Monetario. Ni siquiera sabía lo que era el Fondo Monetario. Viendo este filme, me sentí enojada con nuestro gobierno, parece que desean ocultarnos algo, cosa que a menudo sucede, como estoy comenzando a entender cada vez más. Los niños de Latinoamérica, entre diez y once años, desean tener trabajo para alimentar a sus familias, mientras aquí lo hacemos para comprar una bicicleta.

Es preciso encontrar un medio para que esta gente pueda pagar su deuda. También, viendo este filme, pensé en la gente que aquí, en Estados Unidos, se está muriendo de hambre, sin hogar y desamparadas. Y si nuestro gobierno no los ayuda, me parece improbable que algunas de las naciones poderosas del mundo ayude a Latinoamérica.

Su obra fecunda resulta hoy reconocida por su nitidez, belleza y lealtad comprometida y por su impacto en la creación de conciencia sobre los acuciantes problemas de la humanidad. Fidel y sus compañeros de lucha, escritores, músicos, pintores, causas nobles como la lucha contra la deuda externa de América Latina y el Caribe, la tragedia de los pueblos oprimidos por dictaduras como las que asolaron el sur de Latinoamérica en los 70, las guerras de liberación de los pueblos como el de Angola contra la ocupación extranjera o de Sudáfrica contra el apartheid, movilizaron su espíritu y esfuerzos creativos. En el centro de sus preocupaciones han estado también los rostros de la niñez dolida: los desaparecidos, los deudores, los secuestrados por la criminal Operación Peter Pan contra Cuba o por los esbirros en el Cono Sur de nuestra región.

Llama la atención su participación en el IV Festival Mundial de la Juventud y los Estudiantes en agosto de 1953. La defensa de la paz y las inquietudes la llevaron allí donde conoció al amor de su vida, al argentino Ernesto Bravo. Ambos se emparentaron así, sin saberlo, con uno de los jóvenes de la Generación del Centenario de José Martí, el joven cubano rebelde Raúl Castro Ruz, quien había participado poco antes en Europa, de las reuniones preparatorias del Festival al que no pudo asistir porque el 26 de julio de aquel mismo verano integró el contingente combativo en las acciones del asalto al Cuartel Moncada, en Santiago de Cuba.

Habrá que agradecerle a Estela su mirada entrañable a Fidel, a quien definió en la conversación con Magda como “lo más grande de la historia. Qué suerte que Cuba tuvo un Fidel”. Ella nos permitió el perfil cercano y la visión humana, íntima, casi desconocida, al escuchar su voz y observarlo y enfocarlo a él y su dintorno —cómo olvidar que le posibilitó mostrar su chaleco moral, al mundo y al tiempo, en viaje de una misma vez al desafío y la historia… o la presencia en sus días del Gabo, Guayasamín, Raúl, Melba, Almeida, Jorge Risquet, Núñez Jiménez; José Ramón, el gallego Fernández, y tantos otros seres valiosos, protagonistas y héroes.

Las décadas transcurrieron junto a Ernesto Bravo, “un bravo argentino llamado Bravo”, al decir de Eliseo Diego, en una crónica de resonancias poéticas que aparece en este libro. Estela y Bravo recorrieron mundos, pero siempre estuvieron de regreso en La Habana. Ella brilló en el firmamento pero siguió siendo la misma, identificada fervientemente con Cuba socialista, de vuelta de todos los recorridos a su cálida isla, cerca del recuerdo de Haydée Santamaría y de la Casa de las Américas, de nuestros dirigentes y pueblo, de la Revolución cubana, con la sencillez proverbial que es su sello de definición, a pesar de los grandes éxitos de su obra y el reconocimiento de tantos ilustres: Santiago Álvarez, Silvio, Pete Seeger, los hijos de los esposos Rosemberg, Roberto Chile, Eduardo Galeano —quien decía que quisiera tener tantos ojos como la cámara de Estela Bravo—, Saúl Landau, Harry Belafonte, Danny Glover, Alicia Alonso, Isabel Parra, Geraldine Chaplin, Marta Rojas, Nicolás Guillén y Mario Benedetti, en una lista interminable.

Si tuviéramos que definir toda su existencia y pasión de vivir, lo haríamos con los versos de una de las portadillas del libro-carta al porvenir. Estela nos mira cual canción que inspira una Revolución. Estela: luces y voces a través de los cuales también Cuba y su gente se expresan. Hoy Estela es una constelación.

Muchas gracias.

Tomado de: La Jiribilla

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Woody Allen siempre neurótico e iluminado

Woody Allen, cineasta estadounidense Foto: Universo la Maga

Por Mauricio Escuela @MauricioEscuela

Woody Allen es un autor de piezas literarias que caen en las manos de los productores para convertirse en filmes. La presencia de los temas clásicos de connotaciones mitológicas transforma a este genio en una figura fuera de una época liviana que se distingue por la banalidad, la hipocresía moral y la cancelación de discursos trascendentes. Esta alusión al carácter puramente textual de las películas de Allen ha sido descrita por la crítica como un defecto a la vez que una virtud. El creador no halla otra forma de expresarse que mediante elucubraciones filosóficas en las cuales lo autobiográfico y el cuestionamiento irónico son las marcas de un trasfondo serio, el de la obra de arte concebida para una eternidad y no como un mero objeto comercial.

Tan fuera de época está Woody que no comprende que el tema del genio —muy cercano al del héroe— cede espacio en las cadenas de los grandes medios y en las academias y redes sociales ante la permanencia del hombre masa, tal y como lo describió Ortega y Gasset. Es que el cineasta pertenece a los días de radio, así lo dijo en uno de sus filmes más memorables, tiempos en los cuales lo común era desarrollar la imaginación junto a un aparato sugerente, especie de teatro invisible que irrumpía en medio de la soledad humana. Allen pertenece al New York ya perdido de la cultura judía y la erudición, esa ciudad intelectual que hunde sus raíces en el cosmopolitismo y la libertad de poder criticar cualquier cosa. Entonces era lícito abordar diversos discursos a través del pastiche paródico. En el filme Love and Death —homenaje y a la vez burla de La Guerra y la Paz de Tolstoi— un atribulado Woody encarna a un ruso que recita pasajes de Spinoza de memoria, intenta asesinar a Napoleón y termina siendo fusilado a pesar de las manifestaciones de Dios, quien le prometió que viviría. Este nivel de desacralización de todo lo sagrado y de todo lo inmanente e intocable, define la iconoclasia del artista, siempre presto a destronar paradigmas. Una cualidad que solo se podía desarrollar a través de la más amplia libertad, desde el desprejuicio, la destrucción de dogmas y el abordaje de temas espinosos. En un mismo filme, Woody se burla de la escolástica, de la ilustración y de la modernidad.

El tema del genio nos acompaña desde lo antiguo. Según queda constatado en la tragedia griega y en los estudios de Aristóteles al respecto, debe haber un equilibrio entre lo divino y lo humano para que se mantenga la presencia de este semidiós, de lo contrario se produce la caída. Este sentido dramático, en su más extensa acepción, abarca casi todo el arte, siendo central en las piezas de Shakespeare por ejemplo —Hamlet deberá atenerse a un equilibro entre lo sobrehumano encarnado por la voluntad del fantasma de su padre y las exigencias mundanales de la carne que representa la bella Ofelia; Romeo y Julieta viven la tensión que se establece entre su amor jurado como eterno ante Dios y las miserias cotidianas de las dos familias enfrentadas. La gran trama universal se nutre de ese nudo a punto de romperse que también da vida a la obra de Woody. Solo que, en el caso del cineasta, todo acontece de manera paródica y el antihéroe se burla de sí mismo y busca una vía no convencional para evitar la caída o para salir de la peripecia que lo lanza temporalmente al abismo.

El antihéroe armoniza una postura posmoderna ante el tema del genio. En realidad, la propia vida de Woody se pudiera remarcar en la tensión surgida entre el cine —visto como arte inmortal— y los fugaces amores del artista, que a menudo sirven de combustible, de materia para el proceso creativo. Se sabe que el romance con Diane Keaton dio paso Annie Hall, considerada como de las mejores comedias en la historia. El antihéroe quiso erotizar sus fracasos con las mujeres, dándole mediante el arte una salida triunfal, conducente a un éxito raro y casi efímero. Ese aire de perdedor que anega los filmes, que abarrota los diálogos, en realidad se refiere a la neurosis de quien busca un aliento nuevo para viejos dilemas existenciales. ¿Cuánto hay de divino en la derrota y de humano y transitorio en la victoria? Casi todos los personajes de Woody se debaten en una especie de teatro, mediante monólogos consigo mismos, se distancian de la escena, la miran con cariz crítico, dictan juicios que jamás son concluyentes. Quien espere una tesis acabada, un dogma que siente cátedra, estará equivocado de autor. En La rueda de la maravilla, Ginny es una mujer a punto de cumplir 40 años, que se mueve entre su anhelo de ser actriz y su día a día como mesera de un restaurante en una feria de diversiones. La llegada de un joven apuesto trastoca su vida y la lleva a ser cómplice de un asesinato, pues quedó roto el equilibrio y sobrevino la caída, la tragedia, el tema del genio cuya naturaleza intensa lleva a los excesos. La cólera de Ginny la deshace, la conduce a un final precipitado en el cual pierde todo. Cada paso deforma el carácter antes apacible y va hacia un punto distinto, una geografía dramática, grotesca. Pareciera que Woody nos advierte que el exceso es inevitable y también el descenso a los avernos y las oquedades de la existencia, en las cuales se disuelven las cualidades humanas y se adquiere otra naturaleza.

Se ha dicho que al cineasta hay que cancelarlo, mediante determinados prejuicios y acusaciones que hasta el momento carecen de sustentación judicial. En realidad, pesa —sobre la obra de este hombre— la mediocridad de un tiempo como el de ahora, en el cual se juzga hipócritamente y se tacha a quien brilla, se le niega la entrada y se le hunde en la ignominia. Woody Allen no es Roman Polanski, ni su caso tiene verificación factual alguna sobre la que concluir una tesis y de allí una condena en firme. Pudiera decirse que, como ser concreto posee defectos, pero no suficientes para silenciar un discurso potente y que enfoca cuestiones medulares que nos mueven hacia el pensamiento y la visión trágica. En verdad hay en este tema lo mismo que en todo lo demás: el antihéroe se manifiesta tenso entre la fama y la vida privada como los polos de un ser único, hecho para la disquisición filosófica y no para el cotorreo farfullante de los medios. A Woody se le quiere imponer la banalidad, la censura que nada aporta y eso tiene un efecto colateral y pernicioso hacia la creación. La represión paraliza, mata el eros del artista, impone la pulsión de muerte y da paso al mediocre.

Woody Allen es un autor textual, que hilvana discursos literarios. Se distancia de otros cineastas “de raza” como Martin Scorsese. En un film colectivo donde ambos coincidieron, el primero improvisó y dejó libres a los productores, mientras que el segundo planificaba milimétricamente. El arte del caos define la esencia de las escenas, como esa famosa en la cual una señora mayor desde los cielos de New York persigue al antihéroe y lo trata como su bebé malcriado. El espectáculo risible ocurre delante de todos, poniendo en tela de juicio ideas en torno a lo privado, la familia, lo moral y la educación. Solo alguien con el tono genial de Woody podría lidiar con una tesis estética así. Sustentar el cine no solo es hacerlo, sino plasmarlo desde el guion, desde la literalidad.

Dijo Kant que el genio está relacionado con lo noúmeno, o sea, aquella razón a la cual no se accede, sino que queda oculta más allá de la experiencia humana. No se puede conocer el intríngulis que define esa naturaleza que se halla por fuera de lo común y que parece exorbitante, excesiva y a veces sin equilibrio. Pensar en el matiz neurótico de Woody y sus obras nos conduce a un estadío de conciencia en el cual lo inaccesible se muestra, surge ante el espectador en forma de parodia. El genio, un antihéroe, evita la racionalidad porque sus acciones no se mueven por ese camino. Incluso, si bien los juicios son equilibrados, hay una tensión entre el deber ser y el ser que rompe cualquier conformismo con el discurso imperante y recrea una posible nueva realidad. En El hombre irracional, el protagonista es un profesor de filosofía que se siente vacío y que asesina a un juez para hallar una causa heroica que le dé sentido. En este caso, la transformación del hombre masa en el héroe lo condena, lo aparta y lo reduce. ¿Puede leerse en esta clave la propia vida —dramas acusatorios incluidos— de Woody? El eros y la muerte en los extremos del camino del genio marcan una caída estrepitosa pero bella, que hace las maravillas de un cine jamás superficial.

El sentido trágico impone estas lógicas: el ascenso como búsqueda y la caída como hallazgo. La vida en los extremos hace que el punto medio sea casi imposible de alcanzar. El desmesurado placer de Woody Allen está en esa soga a poco de romperse y que, sin embargo, nos causa una sonrisa. El genio no transita comercialmente por los escenarios, sino que debe hacerlo desde la visceralidad, la contradicción y el entramado de la existencia humana. No se puede renunciar a un episodio tan auténtico y explícito. Habrá que encontrar al artista más allá del marasmo, al genio luego de la caída, al creador en medio de la destrucción. El cineasta queda, por ahora, en un escenario de fama y ruidos, de brillantez y oscuridades. Allí está —siempre neurótico— iluminado por un foco que lo reduce y lo resalta, en ese tenso devenir entre lo humano y lo trascendente.

Tomado de: La Jiribilla

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Hola, lector

Moro (Cuba)

Por Ricardo Riverón Rojas

Pudiéramos, erróneamente, pensar que hemos hecho lo suficiente para enrumbar con buen timón la promoción de la lectura, pero nos estaríamos engañando. Tenemos buenas instituciones dedicadas a la tarea, pero cada día merman lectores.

Los escritores —es cierto— deberíamos escribir con la única esperanza de que nos lean; por mi parte no concibo mayor recompensa que los ojos de quien —con nuestras palabras como único aliciente— nos regala sus horas de reflexión y esparcimiento. Pero, ¡ay!, las dinámicas de la contemporaneidad nos obligan a escribir con el propósito de ganarnos la vida ejerciendo el oficio. Parece justo, pero entraña riesgos y no pocos derrumbes éticos mientras sonríe desde sus torres la falacia de un éxito cuyas fronteras solo el mercado certifica.

Las políticas de ampliación de posibilidades para la expresión artística en nuestro país, entre ellas la literaria, de alguna manera culposa minimizaron el papel de los receptores en la cadena comunicativa: el rol del emisor acaparó protagonismos, y no totalmente para bien. Las estrategias y acciones para propiciar su formación y desarrollo no tuvieron su parigual, con similar eficiencia, en el caso de los receptores, pese a la existencia de programas al respecto.

Es sabido que la formación de un lector a través de políticas públicas no se configura con acciones fundidas en la inmediatez, sino tras una construcción compuesta de capas sucesivas de influencias, con inicio en el hogar, continuidad en el sistema de educación (la más importante) y completamiento en hábitos de consumo cultural derivado del accionar de especialistas. No es algo que se coseche a corto plazo, ni que empiece por el final enfrentando al lector improvisado con un producto literario de esmerada elaboración.

Leer, para una buena parte de las digitalizadas generaciones actuales, discurre en la vida pública como un acto carente de elegancia, anticuado, y supuestamente inútil. En una época en que la apariencia importa demasiado y proyectarse como un ser globalizado implica distinción, plantarse a la vista de todos con un libro en las manos es visto, con bastante frecuencia, como costumbre demodé; leer en privado se evalúa, en no pocos espacios familiares, como esfuerzo innecesario que podemos sustituir con la ingestión de audiovisuales, bien sea en la pantalla de la TV o del teléfono móvil.

Que no se trata de un fenómeno privativo nuestro lo demuestra esta reflexión de Pedro César Cerrillo Torremocha, de la Universidad de Castilla La Mancha:

Aunque nunca se ha leído tanto como ahora ni nunca han existido tantos lectores, leer no está de moda; al contrario, es una actividad muy poco valorada por la sociedad, por los medios de comunicación y, particularmente, por los jóvenes: a muchos adolescentes, de los que leen habitualmente, les da vergüenza reconocer ante sus amigos que son lectores. Por otro lado, históricamente, los grandes lectores han sido considerados como “tipos raros” o locos.[1]

Como consecuencia de la generalización de la lectura virtual sobre la objetual se instauran unos saberes más sensoriales que cerebrales, se difumina la honda concentración que la lectura exige; se sustituye así entonces el trabajoso, pero deleitoso proceso de asimilación de estilos y contenidos por una degustación pasiva cuyas marcas en nuestro intelecto apenas rozan, con poco fijador, la corteza cerebral.

Respecto a lo anterior, aunque también el contexto difiera, resulta interesante este otro punto de vista, del español Andrés Hoyos:

…un libro, cuando sale bien, es la forma más potente que se conoce de concentrar el pensamiento sobre cualquier tema. Y vaya que el mundo contemporáneo exige que se le piense mucho, así que ¿la orfandad de los libros es indicativa de alguna decadencia? Sí y no o todo lo contrario, como se dice desde el tiempo de los romanos.[2]

Lo que con toda propiedad llamamos “un lector” no tipifica a alguien que engorda colecciones con libros que en su mayoría no leerá; ni quien visita las bibliotecas y librerías o asiste a eventos literarios y nutre su cultura con la oralidad de los coloquios. El auténtico lector se forja más en el silencio y el anonimato cómplices, preguntando al texto y elaborando sus respuestas a partir de su propia cultura y las inquietudes que este le despierte. El lector inteligente es el que elabora su sistema íntimo de referencias a partir de fundir la observación con las definiciones que otros lograron en su lucha con las palabras.

Múltiples han sido las estrategias que las instituciones culturales cubanas han desplegado a lo largo de varias décadas para fomentar el hábito de leer, pero nuestro modo de medirlo se centró demasiado en estadísticas: cantidad de títulos publicados, de visitas y préstamos bibliotecarios, asistentes a las ferias del libro y ventas de ejemplares. La pauta cualitativa solo la hemos recibido por encuestas de instancias investigativas, basadas en muestras cuya selección, por muy apegada que esté a las normas de la Estadística-Matemática, no dejan de ser aproximaciones. La única terapia efectiva, a mi modo de ver, solo la podríamos hallar en el incremento de la cantidad, profundidad y rigor con que sumemos y evaluemos contenidos literarios a la enseñanza primaria, media y universitaria.

La cantidad e intensidad con que se imparte la literatura como asignatura curricular ha mermado cuantitativa y cualitativamente con el paso de las décadas. En mi etapa estudiantil —hace ya tantos años, aunque ya en Revolución— en la enseñanza media y media superior recibí importantes contenidos de literatura española, hispanoamericana, universal y cubana. Tengo referencias de que hoy no es así. De igual forma, en la enseñanza superior se aspira a que los cursos de extensión —optativos y algo esquemáticos en la época en que los conocí— aporten el costado humanístico en aquellas carreras de perfil científico y técnico. No peco de absoluto, pero lo considero una carencia que urge superar.

La programación cultural de las instituciones está llamada a completar la formación y suplir las lagunas culturales de muchos profesionales, pero la baja intensidad de esos contenidos en los currículos académicos determina una disfunción que les impide a esos receptores, supuestamente idóneos, apropiarse de los mensajes culturales con todos sus matices y subjetividades profundas.

Tengo la certeza de que muchos de los desencuentros de ciertas zonas de la población con la institucionalidad revolucionaria se hubieran evitado, o minimizado, si la profilaxis de una cultura humanística profunda les hubiera permitido a esos actores hacer una lectura correcta de nuestra historia, de nuestra poesía, de nuestra épica y de nuestro —aun incompletamente realizado— proyecto de país. No es este el único problema dentro del complejo entramado que motivó esos acontecimientos, pero sí subyace, en los fondos esenciales, como brújula errática para maximizar descontentos.

Se ha dicho y se ha repetido: para cada problema, sino una solución, una política. Un giro drástico al rol que se le ha asignado a la cultura requiere de esas políticas nuevas en aras de hacer de nuestros compatriotas personas que, con códigos culturales sólidos como sostén, enfrenten y resuelvan los nuevos desafíos de una contemporaneidad que nos agrede —externa e internamente— cada vez de manera más desembozada, no solo desde lo burdo, sino también desde lo sutil.

Notas:

[1] Pedro César Cerrillo Torremocha: “Los nuevos lectores: la formación del lector literario”, Biblioteca virtual Miguel de Cervantes, [en línea, disponible en: www.cervantesvirtual.com, fecha de consulta, 23 de noviembre de 2021].

[2] Andrés Hoyos: “Los libros huérfanos”, en El Espectador, 21 de julio de 2021, [en línea, disponible en https://www.elespectador.com/opinion/columnistas/andres-hoyos/los-libros-huerfanos/, fecha de consulta, 23 de noviembre de 2021].

Tomado de: La Jiribilla

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Cuando el beisbol se parece a la vida

Por Félix Julio Alfonso López

El director de cine japonés Akira Kurosawa describió en sus memorias la manera en que el beisbol formó parte de su educación sentimental, e incluso en su adolescencia llegó a ser lanzador y jugador de short stop. En una de sus primeras películas Un domingo maravilloso (1947), una pareja de enamorados va en busca de un alquiler barato en un barrio de la periferia de Tokio, y después de visitar la habitación, pequeña, deprimente e insalubre, él juega con unos niños al beisbol y tendrá que gastar diez de sus preciosos yenes comprando dos pasteles, aplastados por una bola mal dirigida. Una metáfora sutil del éxito y la adversidad, tan cara al director japonés y al mejor cine a largo de su historia. Desde luego, es una suerte que Kurosawa no se haya dedicado de manera constante al beisbol, pues ello nos hubiera privado de esas obras maestras que son Rashomon y Los siete samuráis.

En otra isla lejana, pero igualmente devota del juego de pelota, un huracán dejó sin techo en 1933, a su paso por la provincia de Matanzas, a una familia humilde y numerosa, compuesta por una madre y cinco hijos, los que tuvieron que vivir en el terreno de beisbol del Central España, en la caseta que se utilizaba para guardar los proyectores de películas, que estaba debajo de la glorieta del terreno. Uno de aquellos niños pobrísimos se llamaba Saturnino Orestes Arrieta Miñoso Armas.

Como sabemos, Orestes Miñoso no solamente fue el primer negro de origen latino en pisar un diamante de Grandes Ligas, cuando firmó con los Indios de Cleveland en 1949 (Roberto Estalella y Tomás de la Cruz, “mulatos claros”, lo habían hecho antes), sino que lo hizo con obstinación en seis décadas distintas, y ha sido el único pelotero en pararse en un home a batear con más de setenta años (dependiendo de la fecha de nacimiento que tomemos del inefable Minnie: 1922, 1923 o 1925). Miñoso fue, como todos los grandes peloteros, una suerte de sumo sacerdote de esa religión laica en que se convierte el beisbol allí donde sus raíces son profundas y vigorosas.

He querido iniciar mis palabras de elogio a este libro del fraterno poeta, editor y ensayista Norberto Codina, citando a dos personajes tan distantes en la geografía como Kurosawa y Miñoso, porque sin saberlo ninguno de los dos existe algo que los une: el beisbol. Y es justamente esa secreta correspondencia que articula cultura y pelota, la savia nutricia, la esencia espiritual que sostiene la narración de Codina en este texto caleidoscópico titulado Cuando el beisbol se parece al cine; y también porque en breve su autor cumplirá setenta años, y como el Cometa del Central España, todavía se para con soltura en su cajón de bateo.

Cajón de bateo. Algunas claves entre beisbol y cultura, publicado en 2012 en la muy pelotera ciudad de Matanzas, es quizás el más remoto antecedente de Cuando el beisbol se parece al cine. Digamos que, hablando en el argot beisbolero, fue su “calentamiento” del brazo para lanzar, casi una década después, el que considero es el juego de su vida, el epítome de sus obsesiones sobre la poderosa e íntima complicidad que existe entre beisbol y cultura.

Como en aquella paráfrasis de Scherezada que hizo un lector improbable de las Mil y una noches llamado Yogi Berra, y que Norberto tanto disfruta, este libro es una caja china de historias, crónicas, recuerdos, digresiones, anécdotas, mitos, fábulas, leyendas y evocaciones, que se mueven en ámbitos geográficos y culturales tan diversos como Nueva York y Caracas, Chicago y Marianao, Los Ángeles y Mantilla, el Vedado y Quemado de Güines… La música, la poesía, el cine, la radio, el teatro, el relato costumbrista, las artes plásticas, la picaresca criolla, las historias familiares, la fascinación, la desmesura, lo sagrado y lo profano, la vida misma en toda su riqueza y complejidad, son algunos de los discursos literarios que pueblan estas páginas pantagruélicas. Como en El libro de arena de Jorge Luis Borges, citado aquí a propósito de su aborrecimiento del futbol, en este libro los relatos y experiencias sobre y desde el beisbol son literalmente infinitos.

La galería de personajes que hablan, discuten (el más beisbolero de los verbos), añoran y sueñan con el beisbol es tan extensa, rica y variada, que el índice onomástico del libro sería otro libro. Estamos en presencia de un compendio de profunda y exquisita erudición, de vocación enciclopédica y prosapia ilustrada. Lo verdaderamente asombroso de su lectura, que lo hace tan ameno, divertido y profundo al mismo tiempo, es esa monumental ligazón y sorprendentes asociaciones de todo tipo, que demuestran la inteligencia de su autor a la hora de narrar la saga cultural del beisbol, no solamente cubano, sino también estadounidense y de la cuenca del Gran Caribe. De manera ejemplar, Norberto maneja con destreza y naturalidad la historia del beisbol como parte indivisible de esa historia mayor que es la de la cultura cubana y universal.

Refiriéndome solo a Cuba, en su discurso se dan la mano Wenceslao Gálvez y Delmonte, short stop y primer historiador del beisbol cubano y Julián del Casal, enamorado platónico del juego; José Martí, asistente a juegos de pelota en Long Island y Cayo Hueso, somete a critica al beisbol profesional estadounidense desde su atalaya neoyorquina; el apasionado Eladio Secades contrapuntea con el no menos vehemente Ismael Sené, quien como su tocayo de Moby Dick, desgranaba relatos verdaderos y al mismo tiempo inverosímiles; Nicolás Guillen nos deslumbra con sus formidables crónicas y poemas dedicados a Basilio Cueria, José de la Caridad Méndez y Martin Dihígo; José Raúl Capablanca se nos revela como entusiasta practicante del beisbol (jugaba short stop y segunda base en la Universidad de Columbia), cuya pasión compartía con los tableros de ajedrez y Wilfredo Lam confiesa que de niño imitaba al gran Miguel Ángel González en la receptoría; Lezama Lima se transfigura en insólito cronista de beisbol en El Diario de la Marina y Alejo Carpentier aparece jugando pelota en los arrabales habaneros y fumando cigarrillos de la marca La flor de Marsans.

Siguiendo con la literatura, aquí están contadas las aficiones peloteras de una extensa cohorte de escritores de varias generaciones y estilos, entre ellos los olvidados Miguel Ángel de la Torre y Víctor Muñoz y sus no menos olvidadas novelas de temática beisbolera; Juan Antiga, pelotero del siglo XIX que tocaba la cítara y leía a Baudelaire, Pablo de la Torriente, Raúl Roa, José Zacarías Tallet, Guillermo Cabrera Infante, Luis Marré, Raúl Martínez, José Antonio Portuondo, Arturo Arango y José Rodríguez Feo, quien ensimismado en un juego de pelota se apropia de un cuadro de Fayad Jamis; también sabemos del fervor de Eliseo Diego por Babe Ruth y de Enrique Núñez Rodríguez por Conrado Marrero, a quien bautizó con elegancia como “El Lezama Lima de la pelota cubana”; aparecen las alusiones de Cintio al beisbol en Lo cubano en la poesía; Roberto Fernández Retamar nos recuerda a la Montaña Guantanamera y al mosquito Ordeñana, pero no se olvida “de Joyce, Mayakovski, Stravinski, Picasso o Klee, esos bateadores de 400” y no podía dejar de mencionarse la célebre devoción industrialista de Leonardo Padura, sin discusión el mejor pelotero entre los escritores y viceversa; menos conocido es que el folclorista Samuel Feijóo, el historiador Francisco Pérez Guzmán y el musicólogo Helio Orovio, se desempeñaron como coyunturales anotadores de pueblerinos juegos de pelota  en Las Villas, Güira de Melena y Santiago de Las Vegas.

Otras disquisiciones en estas páginas evocan a dos de los más grandes  comediantes criollos de todos los tiempos, Federico Piñeiro y Alberto Garrido, “Chicharito” y “Sopeira”, convertidos en “managers honorarios” de la Liga Profesional y también aparecen jugadores que tuvieron sus minutos de fama con la farándula, como el Gigante del Central Senado, Roberto Ortiz, interpretándose a sí mismo en la película Honor y Gloria, dirigida por Ramón Peón con guion de Eladio Secades, una bien pensada operación de marketing para el jugador almendarista, encaminada a borrar del imaginario popular un hecho innoble de su carrera, o el marrullero Clemente “Sungo” Carreras y sus polémicas relaciones con el capo mafioso Lucky Luciano y el actor estadounidense Marlon Brando.

Mucho se agradece también en este volumen la recopilación de los apodos de los peloteros criollos, mucho más originales y profusos antes que ahora, desde los simpáticos motes de “Bemba e cuchara”, “El Triple Feo” y “Pata Jorobá”, pasando por los festivos “Papá Montero”, “Cocaína” García y “Bombín” Pedroso, hasta los muy nobles y gallardos “El caballero” Oms, “El profesor” Bragaña, y “El inmortal” Dihígo; así como los perspicaces y rotundos fraseologismos beisboleros, de los que seguimos haciendo uso frecuente en nuestra cháchara cotidiana.

En el orden esotérico, es proverbial la religiosidad popular de un gran número de deportistas criollos, lo que explica que el Santuario de El Cobre esté repleto de exvotos y ofrendas de peloteros y que la propia Virgen de la Caridad haya sido invocada como símbolo victorioso del club Almendares, amén de haber tenido previamente una salvadora influencia sobre el brazo de lanzar de Conrado Marrero; no faltan desde luego, el sincretismo y las creencias en potencias de origen africano de muchos beisbolistas, adoradores de Shangó o hijos de Yemayá. No en balde le dijeron a la antropóloga Lydia Cabrera sus informantes abakuá, allá por la década del 50 del siglo XX que: “Las sangrientas contiendas de los efik y los efok, pretenden muchos negros que lo tienen por tradición oral, serían secretamente, para los dueños de los esclavos iniciados y divididos entre estos dos bandos, lo que hoy son los matches de baseball entre almendaristas y habanistas”.

La música, de manera particular el danzón y el son, ha sido uno de los discursos espirituales que han acompañado al beisbol desde sus orígenes. Aquí están para demostrarlo la estirpe musical y pelotera de Miguel Faílde, jugador de pelota en las Alturas de Simpson, el gran danzonero Raimundo Valenzuela, un clarinetista llamado José de la Caridad Méndez, Bartolo Portuondo y su hija la gran Omara, René González, violinista de la Orquesta Aragón, en cuyo puesto entró Rafael Lay, Raúl “Chino” Atán, Sindo Garay, Rafael Cueto, Ñico Saquito, Alfredo González “Sirique”, Benny Moré, Roberto Faz, Enrique Jorrín, Rubén Rodríguez, Sergio Calzado, Alberto Faya, Rolando Macías, Eduardo “Tiburón” Morales, Cándido Fabré, Los Van Van, el Dúo Buena Fe y tantos otros. En las artes plásticas, destaca la obra del crítico Jorge Bermúdez y la extensa galería de creadores que van desde Ricardo de la Torriente y Armando Menocal, pasando por René de la Nuez y Eladio Rivadulla, hasta llegar a Julio Neira y Reinerio Tamayo, autor este último de la imaginativa ilustración de cubierta y el más prolífico de los pintores cubanos de temática beisbolera.

Mención aparte merece la dilatada reflexión sobre el beisbol y su presencia en la historia, la política, la diplomacia, el cine, el entretenimiento, la música y la literatura estadounidense, donde aparecen figuras tan emblemáticas en el devenir de aquel país como Abraham Lincoln, Herbert C. Hoover, Franklin D. Roosevelt, Allen Dulles, Walt Whitman, Carl Sandburg, Rolfe Humphries, Ernest Hemingway, Abbot y Costello, Harold Bloom, Paul Auster y Bob Dylan, junto a los inmortales Ty Cobb, Honus Wagner, Babe Ruth, Lou Gehrig, Ted Williams, Joe DiMaggio, Jackie Robinson, Mickey Mantle, Willy Mays, Roger Maris y Pete Rose, protagonistas directos o aleatorios de un sinnúmero de películas, series, canciones y relatos que destacan el beisbol como narrativa predilecta, asociada al origen y desarrollo de la nación norteña, así como sus múltiples avatares en su triple dimensión de deporte profesional, espectáculo mediático y negocio lucrativo.

Venezuela, patria del autor, es el otro vértice geográfico que resume las pasiones contadas en este libro, cuyo beisbol tiene un origen cubano vinculado a las emigraciones que luchaban contra el colonialismo español, donde además la imbricación entre beisbol, historia y cultura guarda profundos paralelos con Cuba, y cuya memoria registra acontecimientos ilustres, como los célebres duelos de pitcheo entre Daniel “Chino” Canónico, hijo de un profesor de música y amante del jazz, y Conrado Marrero en las series mundiales de beisbol amateur a inicios de los años 40 en el mítico estadio Cerveza Tropical. Como colofón letrado a aquel inédito triunfo, fue el gran poeta venezolano Andrés Eloy Blanco, quien pronunció un enardecido discurso en el estadio nacional de El Paraíso, en la bienvenida a los campeones de 1941 en la Serie Mundial de Beisbol Amateur. En fecha más reciente, todos recordamos el formidable entusiasmo beisbolero del fallecido presidente Hugo Chávez, seguidor del equipo Navegantes de Magallanes, quien como tantos niños humildes latinoamericanos soñó alguna vez con llegar a ser un gran pitcher de Grandes Ligas.

El niño que fue Norberto Codina, con ascendientes beisboleros en el Manzanillo de sus mayores, jugador de pelota manigüera, coleccionista de postalitas de beisbol y admirador de los Tigres de Marianao, —émulos quizás en sus fantasías infantiles de los Tigres de la Malasia— nos ha mostrado la historia del beisbol como si se tratara de un cuento de Las Mil y una noches. O como una versión beisbolera de Rayuela, en el sentido de que es un libro al que se puede penetrar por cualquier capitulo y salir por otro, sin perder por ello el sentido cabal de la lectura. O como una película de David Lynch, una especie de rompecabezas cinéfilo y beisbolero, donde cada fragmento guarda un significado oculto que nos habla de la felicidad y el fracaso, de los sueños y espejismos de los peloteros y sus alter ego intelectuales. O como un laberinto en forma de diamante donde, en lugar del hilo de Ariadna, es una blanca y traviesa esfera la que nos guía en busca del próximo inning del juego.

Creo no exagerar si digo que, a quien Roberto Fernández Retamar definió, cariñosa y certeramente, como “poeta deportivo y tenaz director de La Gaceta de Cuba”, y de quien Rufo Caballero dijo que su único defecto era “no ser industrialista”, ha lanzado en este libro su juego perfecto. Entre sus cómplices sonrientes están los manes tutelares de su pasión beisbolera, la Sagrada Trinidad compuesta por la sabiduría guajira del sempiterno Conrado Marrero; el nostálgico Miñoso cocinando recetas criollas entre las ventiscas de Chicago y bailando su cadencioso chachachá y el Dios de Cobre de los Orientales, don Manuel Alarcón, enrolado de joven en las tropas de Batista por causa de la pobreza familiar, a quien otro adolescente vio pitchear también el juego de su vida en la catedral de la pelota cubana, enseñando su número de la suerte, el 17, en aquel ya lejano 1967.

Al final, que no quiere serlo por aquello de que “el cuento no se acaba hasta que acaba”, después de terminar la última página de este vademécum laberíntico y cinematográfico, nos queda la impresión de que hemos vivido una aventura maravillosa y nos hemos convertido en protagonistas de un juego que no termina nunca, repleto de lances inesperados y jugadas inolvidables. Entonces, después del out 27, podemos suscribir sin temor aquella sentencia, inapelable como un jonrón con las bases llenas: “Nuestra edad se juzga por los peloteros que hemos visto jugar durante esa película que se parece a la vida”.

*Palabras pronunciadas por el autor en la presentación del volumen, realizada el 8 de octubre de 2021 en los jardines de la Uneac.

Tomado de: La Jiribilla

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Repudio

Ares (Cuba)

Por Soledad Cruz Guerra

A mí tampoco me gustan los ignominiosos actos de repudio. Por eso me indigna la andanada de ofensas, amenazas, linchamientos mediáticos, falsas noticias que desde Miami y otros puntos del planeta lanzan los totalitarios enemigos de Cuba, enceguecidos por el odio, incapaces del menor razonamiento, proclamando sin pudor sus intenciones de aniquilar, matar, arrasar con todos los que no piensen como ellos, si lograran apoderarse de la Isla.

No he leído ninguna declaración pública de ilustres personalidades, ni de sensibles académicos, ni de críticos analistas sobre esa verdad evidente. Tampoco la vi sobre los lamentables sucesos del 11 de julio contra el vandalismo de los que atacaron mercados, tiendas, tiraron piedras a un hospital, volcaron carros policiales y hasta pretendían quemar vivos a agentes del orden.

Entonces, el 11 de julio, a lo sumo, se limitaron a manifestar que no querían que se reprimiera al pueblo, como si pueblo solo fueran los violadores de la tranquilidad ciudadana, los delincuentes pagados para fomentar el caos, los que formaron el show frente al Instituto de Radio y Televisión, sabiendo a quien servían como luego se ha ido demostrando.

Esa violencia, que tomó desprevenida a la sociedad cubana, demostró la impiedad de sus organizadores para con un pueblo abrumado por la pandemia, para con un país prácticamente estrangulado por las extremas sanciones de la administración Trump. Pero demostró también que los presuntos “pacíficos” promotores del cambio de gobierno en Cuba —para instaurar el capitalismo— no tienen ninguna capacidad para evitar los hechos violentos que, desde las redes sociales, estimula la turba de odiadores, quienes apoyan a Archipiélago porque saben que tiene los mismos objetivos, aunque los disfrace impúdicamente apelando a Martí o a Gandhi.

Me quedé literalmente estupefacta cuando leí en las redes sociales que algunas “almas sensibles” acusaban al presidente cubano de provocar la división cuando llamó a defender en las calles a la nación, ante aquellos actos ignominiosos de repudio a la paz, en medio de una crítica situación económica y epidemiológica.

Ocurre que los provocadores de la violencia y sus intoxicados seguidores niegan el legítimo derecho a la defensa alegando que la Patria no es la Revolución. Ignoran que, antes de 1959, la falta de soberanía y la dependencia de Estados Unidos pisoteaban el concepto emancipador de patriotismo con el cual surgió la nación cubana, legado por los independentistas originarios.

A pesar de los defectos, los errores, las deformaciones de los hombres y mujeres que han hecho, sostenido y dirigido la Revolución, ella ha sido la garantía de una patria libre, independiente, soberana, y ha extendido el concepto de patriotismo más allá del folklore, el puerco asado en púa, el ron, fomentando un sentimiento de solidaridad universal, según el principio martiano de que patria es humanidad.

Por supuesto que para defender esos baluartes espirituales no se debe acudir a los mismos métodos de vulgarización empleados por los enemigos, hay que mostrar el repudio legítimo a los que ponen en peligro la soberanía, con la altura que merece tan elevada causa, aunque cualquier desliz en ese aspecto no se compara con la agresividad de la guerra mediática que se le hace a Cuba, con la violencia desatada el 11 de julio, con la instigación constante a producir atentados ignorados voluntariamente por quienes inventan marchas “pacíficas”.

Y aunque, repito, a mí tampoco me gustan los ignominiosos actos de repudio, la guerra que se nos ha declarado desde Miami merece una fuerte línea de defensa, el mayor de los repudios.

Tomado de: La Jiribilla

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Documental Retorno: Cuba está en todas partes

Blanca Rosa Blanco, actriz y directora de cine cubano

Por Ana María Domínguez Cruz

Si algo no puede faltarle a la obra que la actriz Blanca Rosa Blanco —se piensa como guionista y directora en el ámbito audiovisual— es la emoción. Tal vez, como dice, porque ser actriz la condiciona en ese sentido y a la hora de contar una historia le interesa transmitir siempre alguna. Además, le motiva el drama humano, responder inquietudes y sobre todo, indagar en la memoria, en el patrimonio, en los orígenes.

Retorno, su primer documental —y su segunda entrega audiovisual— le ofreció esa posibilidad desde que se imaginó, al ver una foto, cuánto de Cuba persiste todavía en la isla de La Palma.

“Tuve la suerte de visitar Gran Canaria y me decían que debía regresar y participar en los festejos de La Palma, específicamente en La fiesta de los Indianos. Una foto fue suficiente para que mi imaginación volara. Vi una imagen cinematográfica impresionante, y entonces quise tener la vivencia, y que los cubanos supieran que Cuba está presente en la vida, en la construcción de esa sociedad.

“Empecé buscando los fotógrafos palmeros más importantes de esa fiesta y encontré a Selu Vega, sevillano que había visitado en Cuba. Lo contacté a través de las redes, fue muy amable y se empezó a trazar una estrategia. Indagué en lo investigado sobre los indianos, conocí a Elsa López también a través de las redes, un ser de luz que además tenía su ascendencia cubana. Todo fue sucediendo así, y luego encontré a Teodoro Ríos con su película El Mambí…Me fui sorprendiendo poco a poco con muchas cosas.

“Al principio era solo una ilusión, y no sabía si podría llevar a cabo el proyecto. Realmente tuvimos el proyecto un año bajo el brazo y a finales de 2019 se liberó un presupuesto, todo tuvimos que hacerlo muy rápido. La Fiesta de los Indianos se realizaría el 24 de febrero siguiente, y por suerte la investigación estaba muy adelantada porque conté con el apoyo de la Biblioteca Nacional José Martí, donde se me aclaró la idea que tenía, despejé dudas, y comprendí que la fiesta sería solo un pretexto para homenajear a todas las migraciones del mundo y entender que esa cultura de ida y vuelta nos ha convertido en lo que somos. Me sentí comprometida en lo personal por mi ascendencia, pero cada uno de nosotros debe tener esa misma sensación de querer buscar sus orígenes”.

Compartir alguna anécdota relacionada con el rodaje puede resultar interesante…

Filmar el documental nos inquietaba porque filmar fuera de Cuba era un reto. Era la primera vez para muchos del equipo y debíamos manejar códigos ajenos. Además, tuvimos que viajar a Tenerife para hacer la entrevista a Teorodo Ríos y fueron solo seis días de rodaje. Tengo muchas entrevistas pendientes para otro segundo momento, si puede haberlo.

Días antes del 24 de febrero fue muy emocionante vivir la experiencia de todo el jolgorio previo a la fiesta como tal. Las personas compraban su ropa, los accesorios, todo lo necesario para participar en ese gran teatro donde todos quieren ser cubanos durante un día.

El lanzamiento del talco durante toda la fiesta era un desafío. Había que jugar con eso. Teníamos permisos para filmar pero las cámaras llevaban forros para que el talco no nos afectara. Las personas están divirtiéndose, y nosotros queríamos hacer el trabajo en medio de una fiesta. Nos hicieron parte de ella todo el tiempo, pero fueron horas y horas en medio de todo.

Es una fiesta sana, donde no hay tiempo para encontrarse excesos. Era como que las personas preferían divertirse, mostrarse con sus atuendos como parte de la pequeña organización existente en medio de la fiesta…

No pudimos utilizar un dron durante la fiesta, no nos fue permitido, pero nos complace ver todo lo que pudimos lograr, incluyendo todas las imágenes que poseo que no se incluyeron en el documental.

¿Cuál es el próximo paso con Retorno?

La idea es hacer un recorrido con el documental para que se dé a conocer cuán presente esta Cuba en este lugar del mundo, porque de maneras insospechadas nos encontramos que Cuba está en todas partes. Además, tenemos deseos de intercambiar el material con La Palma para recibir sus impresiones.

Creo en la conservación, en la memoria, en el patrimonio y quiero tenerlo siempre en mi obra. Sería muy lindo retomar en nuestro país festejos similares, como la Fiesta de las Cruces, que se hacía en homenaje a la presencia canaria heredada.

Luego de regresar de La Palma, fuimos a Cabaiguán, porque tuve la curiosidad de encontrar allí todo el legado que debe existir, teniendo en cuenta que es uno de los asentamientos más grandes en el país de los canarios. Pero nos dolió mucho que el patrimonio no esté en las condiciones que pensábamos. Salimos con emociones encontradas, hicimos un silencio extenso por la carretera, porque las pérdidas patrimoniales son inmensas, y es muy triste. Me pienso hacer algo por ello.

Tomado de: La Jiribilla

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José Martí y la revolución de justicia y de realidad

José Martí Pérez (1853-1895). Héroe Nacional de Cuba.

Por María Caridad Pacheco González

El sentido de la justicia constituye la piedra angular del pensamiento y la acción revolucionaria de José Martí. El ser justo fue la máxima exhortación que dirigió a su hijo, y así lo dejó expresado en una carta que escribió el 1ro de abril de 1895, en la que sus últimas palabras fueron: “Sé justo”, de ahí el lugar cimero que ocupaba la justicia para Martí como valor en la conformación de un hombre bueno. Es así que la dimensión ético-jurídica de la personalidad de nuestro Apóstol viene avalada en esencia por la Justicia, estando su pensamiento acompañado por un evidente enfoque jurídico que legitimó su acción.

La justicia que Martí pretendía solo se lograría cuando el Derecho Positivo, o sea, aquel que se materializaba en la norma escrita, se ajustara al Derecho Natural, aquel que había existido durante el desarrollo de toda la humanidad; por lo que la sociedad, a través del Derecho Positivo, tendría que reconocer los derechos inalienables e imprescriptibles que el hombre poseía por el solo hecho de serlo, y por consiguiente, reconocer la igualdad de todos los hombres en la sociedad; de ahí que para El Maestro, si todos los hombres eran iguales por naturaleza, debían serlo también por ley, siendo estas consideraciones las que le permitieron desentrañar la esencia de su obra política: “…si igualdad social quiere decir el trato respetuoso y equitativo, sin limitaciones de estimación no justificada por limitaciones correspondientes de capacidad o de virtud, de los hombres, de un color o de otro, que pueden honrar y honran el linaje humano, la igualdad social no es más que el reconocimiento de la equidad visible de la naturaleza”.[1]

En uno de los Boletines publicado en la Revista Universal de México el 18 de junio de 1875, escribió: “Existe en el hombre la fuerza de lo justo, y es éste el primer estado del Derecho. Al conceptuarse en el pensamiento, lo justo se desenvuelve en fórmulas: he aquí el Derecho Natural.”[2] De esta forma resumía la fundamentación ética del Derecho, estableciendo al mismo tiempo, la primacía de la justicia en el Derecho, no para elaborar una teoría, sino para hallar las bases con vistas a crear gobiernos justos en nuestra América y una patria digna.

Hizo referencia también Martí a que el Derecho no podía nacer de la fuerza, ni confundirse con ella, porque precisamente el fundamento de la autoridad y de su ejercicio debía ser la justicia misma, expresando entonces que: “(…) los sistemas políticos en que domina la fuerza crean derechos que carecen totalmente de justicia”[3], de ahí que el gobernante, en el ejercicio de sus funciones, debía obligatoriamente ajustarse al Derecho, pues de lo contrario no sería lícita su actuación, ni tampoco la norma que dictara en su gobierno.

Fue así que, nuestro Apóstol, partiendo de la premisa de que la justicia era una fuerza moral que impelía al hombre hacia el bien, creía que por sí sola era capaz de imponerse: “… un principio justo desde el fondo de una cueva, puede más que un ejército”[4], “Como cuerpos que ruedan por un plano inclinado, así las ideas justas, por sobre todo obstáculo y valla, llegan a logro. Será dado precipitar o estorbar su llegada; impedirla, jamás. —Una idea justa que aparece, vence (…).“[5]

Sin embargo, se dio cuenta que la realidad decía otra cosa y que un derecho sin el elemento coactivo era ingenuidad, planteando entonces que: “…en las sociedades nacientes, víctimas siempre de los caudillos brillantes e intrépidos, el Derecho tiene, si no quiere morir de desuso, que ayudarse de la fuerza”[6]. Para Martí ayudarse de ella, no significaba hacerla un elemento esencial, porque el Derecho en sí mismo constituye una fuerza irrefrenable y porque “(…) el abuso ceja, como ruin galancete ante el enojo de una dama pura”.[7] Se ha planteado en este sentido, que quizás este sea un punto del pensamiento martiano donde parece reflejarse el influjo que recibió en su juventud de Karl Christian Krause, muy en boga en España entre los años en que Martí estudió en ese país, de modo que estuvo cerca de los krausistas españoles y sometido a sus influencias directas.

Indudablemente, Martí tomó la justicia como fundamento en su constante lucha por lograr un Derecho pleno de eticidad. Tenía fe en su fuerza como valor en los individuos, de modo que lo injusto, dentro de la sociedad que él concebía, no tenía lugar, cayendo entonces por su propio peso, y así lo expresó: “Lo social está ya en lo político en nuestra tierra, como en todas partes: yo no le tengo miedo, porque la justicia y el peso de las cosas son remedios que no fallan: es un león que devora en las horas de calentura, pero se le lleva, sin necesidad de cerrarle los ojos con un hilo de cariño. Se cede en lo justo y lo injusto cae solo”[8], por lo que había que comenzar luchando por conquistar la justicia para entonces poder construir la sociedad a la que aspiraba:” La nación empieza en la justicia (…)”[9].

También es de suma importancia, para ponderar esta visión de Martí, tener en cuenta el nivel de discusión sobre los problemas sociales en el mismo seno de la emigración. Hacía 1883, prologa los Cuentos de hoy y de mañana, de Rafael de Castro Palomino, evolucionista convencido —aunque propugnaba la revolución para Cuba, y quien pretende en su libro ofrecer a través de lo que llama “cuadros políticos y sociales” en forma de cuentos, los diversos tipos de “soluciones sociales” que se debatían en Nueva York por entonces y donde el cuento “Del caos no saldrá la luz”, tiene como personajes a dos comuneros(un francés y el otro, alemán) que recomienzan en Estados Unidos y fundan una colonia comunista que fracasa. A pesar de la frustración del sueño comunero, el libro revela una evaluación crítica del capitalismo, particularmente norteamericano, cuando el ex comunero francés expresa lo siguiente: “Yo he venido a los EEUU creyendo encontrar un mundo mejor, y he contemplado en medio de la civilización y la riqueza, a los niños de todas las edades, hambrientos, descalzos, casi desnudos, en medio de un invierno horrible; a las jóvenes en las mismas condiciones, arrojándose ciegas en brazos de la prostitución para obtener un bocado”. Y concluye: “¿Qué produce el individualismo sino la competencia, ese sistema egoísta y horrible? Cada uno para sí y en contra de todos. Esa lucha sorda y constante, en que es necesario que unos pierdan para que otros ganen…”[10]

En el prólogo antes mencionado el líder cubano aplaude las tesis de Palomino, pero hace gala de su clara conciencia de la gravedad del problema social y la necesidad urgente de resolverlo. De este modo, censura, aunque comprende, las iras e impaciencias que, según su criterio, obstaculizan y retrasan la solución de los problemas sociales, agravándolos. En este sentido plantea: “En el problema moderno, el triunfo rudo de los hombres que tienen de su lado la mayor parte de la justicia, sería a poco la reacción prolongada de los hombres inteligentes que todavía tienen buena parte de la justicia de su lado” y concluía: “La victoria no está solo en la justicia, sino en el momento y modo de pedirla: no en la suma de armas en la mano, sino en el número de estrellas en la frente”[11].

De estas conclusiones no puede inferirse que Martí fuera un revolucionario en lo político, y una especie de evolucionista en cuanto a la revolución social. Él dijo muy claramente que quería echar su suerte “con los pobres de la tierra”, pero para lograr tales fines se requería, según su criterio, una gradual y compleja estrategia de lucha, que implicaba un meticuloso trabajo de preparación, porque de hacerse a destiempo y sin el cuidado requerido podía suscitar la alianza de los poderosos y retrasar el triunfo de los oprimidos, como había ocurrido con el primer Estado proletario.

El empuje de la lucha de clases en los Estados Unidos, donde vivió los 15 últimos años de su vida, y particularmente el proceso contra ocho obreros anarquistas de Chicago, profundizan el pensamiento social de José Martí y le permiten percatarse de algunos principios de orden jurídico que tendrían especial relevancia en sus concepciones político revolucionarias.

El 1ro de mayo de 1886, doscientos mil trabajadores norteamericanos comenzaron una huelga obrera en Estados Unidos. El 4 de mayo, al terminar un acto organizado por los trabajadores de Chicago, en el Haymarket Square, la policía intentó dispersar a los manifestantes. Fue en ese momento que una bomba explotó en el lugar, ultimó a un oficial e hirió a otros uniformados. Ello dio pretexto a la burguesía para iniciar una salvaje represión que incluyó el proceso contra ocho obreros anarquistas. Estos hechos fueron descritos, comentados y analizados profundamente por Martí, que si bien acepta en principio el veredicto, de forma gradual transita hacia la solidaridad con los anarquistas condenados a muerte por el tribunal que los juzgó. Este cambio de actitud se debió a la comprobación de que era imposible determinar la culpabilidad de los acusados, la actitud ejemplar y valentía de los obreros sentenciados, la solidaridad que despertó la causa dentro y fuera del país, y el hecho de que las clases dominantes so pretexto del proceso mutilan y suprimen libertades.

Las crónicas martianas “Grandes Motines Obreros” (Nueva York, mayo 16 de 1886), “El proceso de los siete anarquistas de Chicago” (Nueva York, septiembre 2 de 1886) y “Un Drama Terrible” (Nueva York, noviembre 13 de 1887), recogen no solo la animadversión del presidente de ese país, Grover Cleveland, hacia el movimiento obrero; sino también la vinculación del Derecho con los intereses de clase, en especial los económicos, que fueron el detonante de los enfrentamientos entre obreros y capitalistas en los Estados Unidos, fenómeno que percibe sobre todo después del asesinato legal de los encartados. Martí comprueba que tales intereses influían en la concepción misma del Derecho y no solo en su aplicación, a pesar de la apariencia democrática del poder judicial estadounidense, y constata que una constitución y un código republicanos no eran garantía suficiente para impartir justicia a las mayorías.

Por otra parte, Martí se percata que el Derecho en los Estados Unidos servía a los fines de su política expansionista y descubre los nexos entre esos fines y los enfrentamientos violentos entre el capital y el trabajo. En1886, después de los sucesos de Chicago, se abre una nueva etapa, más radical, en el pensamiento antimperialista martiano. Sus últimos escritos dan fe de que temía la intromisión de los Estados Unidos en la guerra de independencia en Cuba. “El tercer año del Partido Revolucionario Cubano”[12] pone el énfasis en esta problemática y en el lugar que ocupan las Antillas en el reparto imperialista del mundo.

En consecuencia, las transformaciones por las que aboga constantemente en su obra, son el resultado del objetivo que tiene la guerra de justicia y de deber. Las Resoluciones tomadas por la emigración cubana de Tampa el 28 de noviembre de 1891, exponen que la Revolución se hace “por el respeto y auxilio de las repúblicas del mundo, y por la creación de una República justa y abierta, una en el territorio, en el derecho, en el trabajo y en la cordialidad, levantada con todos y para el bien de todos”.[13] De este modo, la guerra trascendía los marcos de simple campaña militar para convertirse “en esta otra fe: con todos, y para todos (…): la revolución de justicia y de realidad, para el reconocimiento y la práctica franca de las libertades verdaderas”.[14]

El tacto, la delicadeza hacia las propuestas emanadas de los sectores más humildes están plasmados en los estatutos y en la propia práctica del Partido Revolucionario Cubano, con el cual perseguía no solo organizar la insurrección, sino sentar las bases de la futura organización social, con la finalidad de fundar una república justa, donde la ley primera fuese “el culto de los cubanos a la dignidad plena del hombre”[15]. Tuvo mucho cuidado de no sofocar las iniciativas populares espontáneas, de darse cuenta que la efectividad de la acción revolucionaria exigía en todo momento la participación activa, creadora, del pueblo, la masa adolorida con la cual había que hacer causa común, y en la que se debía fomentar los mejores valores, consciente de que “la justicia, la igualdad del mérito, el trato respetuoso del hombre, la igualdad plena del Derecho: eso es la Revolución”.[16]

Notas:

[1] José Martí. “Nuestras ideas”. Patria, Nueva York, 14 de marzo de 1892. Obras Completas, Ob. cit., Tomo 1, p.321.

[2] José Martí. Revista Universal, México, 18 de junio de 1875.  Obras Completas, Ob. cit., Tomo 6,p. 234

[3] José Martí. “Escenas mexicanas”. Revista Universal, México, 18 de junio de 1875, Ob. cit., Tomo 6, p.234

[4] José Martí. “El día de Juárez”, Patria, Nueva York, 14 de julio de 1894, Ob. cit., Tomo 8, p. 256.

[5] José Martí. Obras Completas, Ob. cit., Tomo 5, p.105

[6] José Martí. “Francisco Gregorio Billini”. La América, Nueva York, septiembre de 1884. Ob. cit., Tomo 8, p.193

[7] José Martí. Prólogo a Cuentos de hoy de mañana de Rafael de Castro Palomino. Ob. cit., Tomo 5, p. 108.

[8] José Martí. Carta a Serafín Bello, New York, 16 de noviembre de 1889. Obras Completas, Ob. cit., Tomo 1, p.253

[9] José Martí. “Los moros en España”, Ob. cit., Tomo 5, p.334

[10]  Rafael de Castro Palomino. Cuentos de hoy de mañana. Impr. Ponce de León, Nueva York, 1883, p. 37

[11] Ibídem.

[12] El 10 de abril de 1894 el Partido revolucionario Cubano entraba en su tercer año de fundado, y por ese motivo, el 17 de abril de ese año el periódico Patria publicó un artículo de José Martí cuyo título, “El tercer año del Partido Revolucionario Cubano. El alma de la revolución, y el deber de Cuba en América”, aludía no solo a la circunstancia de la celebración, sino también a la obra previsora que debía asumir el Partido de la Revolución Cubana.

[13] José Martí. Resoluciones tomadas por la emigración cubana de Tampa el 28 de noviembre de 1891. Obras Completas, Ob.  cit., p. 272.

[14] José Martí. Discurso en el Liceo Cubano, Tampa, 26 de noviembre de 1891, Obras Completas, Ob. cit., Tomo 4, p.272

[15] José Martí. Discurso en el Liceo Cubano, Tampa, 26 de noviembre de 1891. Obras Completas, Ob. cit., Tomo 4, p.270.

[16] José Martí. Obras Completas, Ob. cit., Tomo 7, p. 105.

Tomado de: La Jiribilla

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Medio siglo con “Caliban”

Por Laidi Fernández de Juan

De pronto me llama Jaime: “Queríamos pedirte, porque se cumplen 50 años de la primera edición de…”. Entonces me quedo quieta, pasmada, muda, sin saber qué hacer, qué decir, cómo reaccionar. Ni siquiera atino a decidir si debo pronunciar alguna palabra. Siempre ocurre algo similar cuando mencionan tu nombre: aflora mi absoluta incapacidad para reaccionar de inmediato.

Hace mucho tiempo —tanto que parece una eternidad— yo esperaba el mejor momento para transmitirte lo que alguien necesitaba de ti y no se atrevía a pedirte directamente. Me fui convirtiendo en una especie de mediadora entre el mundo informal y tú. Mamá quedaba al margen de dichas intervenciones: su férrea costumbre de protegerte impedía ser elegida para el ejercicio de tal menester. Nuestra madre, ya se sabe, era impenetrable cuando de tus asuntos se trataba. Supongo que al principio mi juventud me hizo más accesible, unida a una jocosidad que todavía se me endilga, y a una supuesta ligereza —también asumida como natural. Quizás todo junto haya decidido el puesto de secretaria doméstica que me atribuyeron. Por una u otra razón se me acercaban las más disímiles criaturas para solicitar cualquier cosa que —no sé por qué— imaginaban que tú podrías satisfacer. Dramaturgos, escritores, reporteros, improvisados, jóvenes, extranjeros, alumnos, curiosos, vecinos, turistas, barrenderos, exnovios, maestras, secretarias, mensajeros, cantantes, amigos de amigos, ilustres, pobres diablos, funcionarios, consagrados, fotógrafos y desconocidos me llamaban o interrumpían mi paseo a través de mensajes o de terceras personas para pedirme algo. O sea, pedirte a ti. Desde una entrevista casual hasta la posibilidad de filmarte; desde una foto contigo en el parque hasta una conversación seria; desde una casa nueva hasta un visado para Groenlandia; desde una valoración de poemas hasta una loción para la sarna; desde criterios de danza clásica hasta opiniones del funcionamiento del transporte: las solicitudes más increíbles me (te) llegaban.

Algunas fueron descartadas ipso facto y no alcanzaron tus oídos, lo confieso. Recuerdo, por ejemplo, cierta vez que un señor entró a nuestro jardín en el momento en que yo arrastraba un bulto con pedazos de techo que recién se habían desplomado en el suelo de la cocina. Cuando yo me dirigía a la acera para que algún vecino me auxiliara, dicho señor penetró en nuestra entrada y me espetó: “Necesito que tu papá me resuelva dos sacos de cemento, porque se me está derrumbando la pared del baño”.

Ya para entonces yo era el enlace entre el universo no oficial y tú, de modo que tenía cierto entrenamiento. “¿Le servirán estos escombros?”, le dije mientras le mostraba los pedazos de bloques. “Es todo lo que podemos ofrecerle”, añadí. El hombre terminó por ayudarme a llegar hasta la esquina donde se depositan los desperdicios del barrio. “Perdón”, me dijo, “no sabía…”.

En otra ocasión fue una joven quien entró al jardín. “Quiero que tu padre lea este poemario mío y los publique en su revista”. Cuando me entregaba algo parecido a El Capital —pero más voluminoso—, añadió las palabras que definieron mi negativa a gestionar lo que me pedía. “No pude venir antes porque fui abducida por extraterrestres. Mira, fíjate en estas marcas que me dejaron los alienígenas en las muñecas”. Vi unas líneas que parecían pulseras, hechas con tinta de bolígrafo, en ambas manos. “No va a poder leer tanto, no le alcanza el tiempo. Lo lamento mucho —y le devolví el bulto de papeles—, pero si me traes un resumen, digamos, un tercio de este manuscrito, yo prometo que él leerá tus poemas”. Le regresé el paquete, y nunca volvió. Las gestiones que sí resultaron satisfechas no serán contadas. No solo por ser muchísimas, sino porque sería de mal gusto develarlas.

Lo cierto es que no me acostumbro a la idea de no tener a quién consultar. No existe persona que pueda acompañarme a decidir, y que, sobre todo, sea capaz de asumir peticiones variopintas. Ya el momento y el lugar adecuados dejaron de ser importantes. Y aunque no estés, sigues siendo evocación, presencia, preámbulo, excusa para acercarse a mí. Ahora mismo, cuando las escaseces pululan, no te imaginas los pedidos que recibo, como si no se acabara de entender que esta casa es igual al resto del barrio, incluso menos provista.

Un señor bastante mayor viene con cierta regularidad, y usa un bastón rudimentario, por más señas. Me dice “doctora”, me trata de “usted”, siempre me pide algo, y ofrece cada cosa que me resulta francamente simpático. No menciona tu nombre, pero él sabe. Según es fácil comprobar, se dedica a husmear en descampados, donde encuentra sabrá Dios qué cosas no del todo inservibles, aunque bastante ruinosas; algunas de las cuales me ofrece a cambio de los pedidos, como símbolo irredento de nuestra política del trueque. Por mucho que le diga que no necesito una revista Mar y pesca, ni latas oxidadas, ni sillas sin espaldar, ni mesas sin patas, ni retazos de cubrecamas, ni lámparas con moho y objetos por el estilo, me deja sus hallazgos en la reja. En un supuesto intercambio comparto con él jabones de baño, nasobucos sin estrenar, un poco de café, algún desodorante, alcohol desinfectante o medio pomo de analgésicos. Pocos días antes de la llamada de Jaime, el señor mayor del bastón me trajo un recorte de periódico donde apareces tú. “Esto lo busqué entre mis colegas del barrio que venden periódicos y se lo pedí. Es para usted”. El papel, bien antiguo, conserva la foto con nitidez aceptable. Estás riéndote. Eres joven y con cabellera negra. A cambio, le entregué al señor del bastón un abrigo de los tuyos, el beige. En la foto, tu chaqueta —que yo sé que era azul marino— se ve oscura, y del bolsillo de la izquierda asoman dos tabacos de aquellos que fumabas sentado en la sala, inundando toda la casa de aroma deliciosamente cubano. Sonreí al verte impreso, inamovible, en ese recorte. De golpe, me pareció escuchar tu risa de hombre feliz. Además, sentí otra vez el perfume que salía de tu boca cuando fumabas. ¿Recuerdas aquellos círculos que hacías con el humo, o mejor dicho, los aros de nube que lograbas arqueando los labios como si fueras un pez al momento de exhalar el vapor de tabaco? Así volví a verte. Y, una vez más, nos reímos juntos. Yo, porque trato de apresar los anillos que se van volando hacia el techo, hacia el cielo, hacia ese infinito donde estás ahora, mientras tú abandonas tu acrobacia labial de pez para carcajearte con mi inocencia. Yo revoloteo alrededor del inapresable último anillo, y tú te diviertes. Por eso ríes.

Me fijo en la fecha del periódico. Es 1971. Yo acabo de cumplir diez años, y tú estás escribiendo el ensayo cuya primera, exclusiva versión, me pide Jaime. Para encontrar tu mecanuscrito cumplí el ritual de imaginarte en la misma habitación donde lo escribiste. Me senté en la misma silla, recorrí con la mirada las mismas paredes, cerré la misma puerta. Te vi como en la única ocasión en que mamá me permitió entrar en este cuarto durante el tiempo que duró el parto de “Caliban”. Escribías en estado de gracia. Poseso, iluminado, apenas deteniéndote para comer algo frugal. Recuerdo esos días como si hubieran durado una eternidad. Mis diez años te echaban de menos, y por eso me permitieron asomarme un día. Había papeles por toda la habitación, en los libreros, en las sillas, en el suelo, regados, dispersos. Tú estabas sentado frente a la máquina de escribir, de espaldas a la puerta, y apenas me miraste. De una mesita recogí los platos con restos de la comida anterior, y deposité el bocadito que mamá me había dado para ti. Las teclas sonaban en la Olivetti con un ritmo desenfrenado, que no fue interrumpido en ningún momento de mi breve visita. Recuerdo que me asustó verte así. Me dolió que no me dijeras Poupeé ni recitaras uno de los poemas brevísimos que solías improvisar cuando me veías llegar. Eras otra persona, casi imposible de reconocer. Nunca más pedí verte durante ese siglo de dos semanas que ahora cumple 50 años. He leído varias veces ese ensayo tuyo, a lo largo de mi vida lo he consultado, y siempre descubro definiciones, orgullos, aprendizajes, pero no logro vincular la extrema lucidez de tus palabras con la imagen enfebrecida del momento en que las escribías. Los años han pasado, terribles, malvados, y me corresponde hurgar en tus archivos. Algo mágico debe existir en este estudio donde te refugiabas, digo yo, porque casi sin esforzarme, encuentro el envoltorio donde guardaste la primera versión. En un sobre amarillento están las más de 80 cuartillas de ese trabajo tuyo que tantas vueltas ha dado por el mundo. Tu letra (entonces delineada, aún armónica, casi perfecta) señala que es ese y no otro el contenido. “‘Caliban’ revisado” dice. Lo abro, salen las páginas, se desgajan y me sorprenden. Mis ojos se divierten con tus anotaciones al margen. Celebro tu obsesiva manera de no permitir nada al azar, y de repente parece que fue ayer cuando te vi teclear con frenesí la máquina Olivetti, por cierto, recuperada del garaje, adonde fue a parar ya ni se sabe cuándo. Al cabo de medio siglo te veo, sentado de espaldas. Eres y no eres el mismo. Me parece que debo decir “permiso, perdón, es solo un minuto”, como aquella única vez en 1971, pero guardo silencio.

Como se trata de ti, demoro en reaccionar. Voy a llamar a Jaime para decirle “encontré el original”, y claro está, permitiré que manoseen el sobre gastado y las hojas que llamábamos de China, que miren tu letra de antaño, que fotografíen, que escaneen todo el material, que lo hagan público, que se sepa, se comente, se divulgue. Son gentes que te quieren bien. Tú y yo lo sabemos, y, por mucho que intente guardarte para mí, eres —ya lo he dicho antes— de muchos, amado mío. Eres, después de todo, la fecha y el nombre que ya vemos arder.

Tomado de: La Jiribilla

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El pitching sobre un libro de pelota

Por Arturo Sotto

“El tipo puede hacer cualquier cosa para ser distinto, pero hay algo que no puede cambiar. (…) El tipo puede cambiar de todo, de cara, de casa, de familia, de novia, de religión, de Dios, pero hay una cosa que no puede cambiar, no puede cambiar de pasión”. El parlamento que acabo de leer pertenece a la película argentina El secreto de sus ojos, de Juan José Campanella, con guion del propio Campanella y Eduardo Sacheri, y es pronunciado por el personaje que interpreta Guillermo Francella, en el momento que describe y sintetiza la naturaleza del hombre que lleva años buscando para conducirlo ante los tribunales. El parlamento de Francella acudió a mi memoria en más de una ocasión mientras leía el volumen de sagaz y atractivo título: Cuando el béisbol se parece al cine.

Confieso que no pensaba en ese parlamento de la película argentina porque el nombre del libro que hoy presentamos hiciera referencia al cine, más bien por una curiosa analogía. Estoy convencido de que el autor de esta obra puede mañana abandonar su labor de más de treinta años y hacer entrega de la dirección de La gaceta de Cuba a otro colega de similar talante; puede cambiar el rumbo de sus caminatas matutinas y no hacer la escala programada en alguna oficina de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (Uneac); puede incluso, en el peor de los casos, renunciar a su vocación literaria y no escribir un poema más por el resto de su vida. Sin embargo, hay algo que nunca podrá cambiar: su pasión por la pelota, hablar de béisbol como un ejercicio metódico y cotidiano que confirma el axioma de que “no hay nadie más conversador que un viejo fanático del béisbol”. Este añejo aficionado que nos regala tan enjundiosa obra tiene además una serie de singulares sellos distintivos, apenas citaré los más notorios: nació en Caracas, pero su estirpe es manzanillera; realizó sus primeras labores como profesional de la literatura en los predios de la llamada Habana Campo, aunque sus estudios y la mayor parte de su existencia transcurrieron en “el poético caserío de El Vedado”; si se afina el oído desde el balcón de su casa se pueden escuchar los vítores del estadio Latinoamericano, pero su corazón lleva años anclado a los triunfos y desventuras del equipo de Santiago de Cuba. Con semejante pedigrí no podría dedicarse a la política, porque estaría siempre bajo sospecha, quizás al espionaje. Si tuviera que resumirlo en una línea de texto cinematográfico diría: “Nobody is perfect”. Si debiera traducirlo al castellano, me valdría de su propia definición cuando recuerda la forma en que lo presentaba nuestro querido Rufo Caballero: “Norberto Codina, un revistero nato (…) con el único defecto de no ser industrialista”.

Una vez presentado el autor, pasemos a la obra.

El libro propone un acucioso recorrido por los nexos que establece el béisbol con aquellas cosas que le son afines, comenzando por el cine y derivando en otras expresiones del arte, la literatura, la cultura toda, de Cuba y el mundo. Un paseo tan acariciado por el autor, que solo las normativas editoriales de la imprenta nacional podían detener. Norberto inicia su enjundiosa investigación haciendo un ejercicio de síntesis para determinar, entre esas afinidades, tres vasos comunicantes que resultan invariables y suelen cumplirse como las leyes fundamentales de un tratado filosófico. La primera de ellas es la ley de las probabilidades, para refrendarlo afirma: “No por gusto es el deporte de las estadísticas. (…) En cada lance puede pasar cualquier cosa. Es un enigma”. En eso lleva razón, si lo comparamos con el cine podríamos aseverar que la séptima de las artes contiene infinitas probabilidades discursivas, tanto en su estructura de guion como en el lenguaje técnico, al punto de que numerosas películas han sido narradas desde el final de la trama hacia el inicio, sin que por ello disminuyan las expectativas y la obra deje de ser eso: un enigma. “Dos. El juego puede ser lo más divertido o lo más aburrido del mundo”. Nunca mejor dicho. Incluso lo que en el béisbol se considera un juego perfecto —cero hits, cero carreras— , en el cine sería una película muy aburrida, no ocurre nada hasta la séptima entrada; a partir de ese inning comenzamos a sentir la ansiedad del protagonista, el pitcher, por conseguir el mayor mérito que le está reservado en su vida como atleta. “Tres. La pelota, como un buen cuento (…) es tal vez el único deporte donde Cronos no cuenta”. En eso también lleva razón, aunque las demandas del mercado televisivo han tratado de acorralarlo, el béisbol ha librado batallas por defender su esencia, sin mayores concesiones, y conservar así su libertad de forma y espíritu; cosa esta más difícil en el cine, a menos que el pitcher sea una celebridad (entiéndase por ello un director de renombre al que se le permite rodar una película de tres horas o más de duración). Aunque a decir verdad, hay ocasiones en que Cronos se hace presente en la figura del árbitro principal, como en aquel juego que me tocó filmar para el documental Breton es un bebé, en la temporada de 2007-2008, donde Santiago le ganaba a Industriales 8 carreras por 0, con Norge Luis Vera en el montículo. A la altura de la sexta entrada la coloración del juego comenzó a cambiar: Industriales empató y el árbitro ordenó el cese de las acciones a la una de la madrugada, con la promesa de que serían reanudadas a la mañana siguiente. El partido terminó con victoria para Industriales. Si el hecho fuese contado como una película de ficción diríamos que detrás de ese resultado está la mano del guionista. Críticos y espectadores atacarían la película bajo el argumento de que una remontada como esa sería impredecible e improbable. Pero para ser justos y no alterar la paz del homenajeado, tampoco se trata de convertir la presentación del libro en una esquina caliente, debo reconocer que esa serie nacional —si mal no recuerdo era la numero 47—, la ganó Santiago.

El texto de Norberto se esmera en relacionar dichos llamados vasos comunicantes que rebasan el universo cinematográfico, para abordar el béisbol como un estamento de la cultura y la historia de nuestro país y celebrar su condición de patrimonio cultural de la nación; asunto este que podemos añadir a la extensa lista de retardos y postergaciones que tanto padecemos, más graves en lo económico, pero no menos lamentables en los terrenos de la cultura. El libro adquiere así un carácter enciclopédico. Ardua ha sido la labor de recopilar anécdotas, referencias y alusiones, tanto artísticas como historiográficas; recuerdos memorables, sentencias de envidiable sabiduría conceptual, fragmentos de entrevistas y estudios sociológicos. En fin, todo suceso o enunciado que tribute a establecer conexiones, más o menos tangibles, que reconozcan y legitimen el valor patrimonial de un deporte que es parte indisoluble de la identidad nacional. Pensar en el retardo, la burocracia de los trámites y el cúmulo de evidencias labradas en más de siglo y medio de existencia, me remite nuevamente al cine. Otorgarle al béisbol la condición de patrimonio cultural de la nación debió haber sido un proceso tan expedito como la manera en que Fidel le obsequió el carné del Partido a Cayita Araujo (véase el documental Cayita, de Luis Felipe Bernaza). Una de las tantas certezas que podrían incorporarse al expediente de validación patrimonial, la encontramos en las palabras de ese grande de la historiografía beisbolera, Ismael Sené.  En un correo electrónico que enviara Sené al autor de este libro, este expresa: “Creo que hay muy pocos intelectuales norteamericanos que no hayan hablado del béisbol, y para nosotros es tan nuestro como para ellos, pues si ellos lo crearon nosotros lo expandimos”. Me atrevería a aseverar, parafraseando una sentencia similar relacionada con el fútbol, que ellos lo crearon y nosotros lo convertimos en arte.

Tengo la impresión de haber leído muchas veces el libro que presentamos hoy, como un texto oral, en las disímiles conversaciones que he sostenido con Norberto a propósito del tema que nos ocupa. Lo más complejo, a mi entender, en la conformación de este volumen, es la manera en que Norberto ha conseguido estructurar toda la información recopilada. Lo percibo como un laborioso artesano chino —lo de chino lo sugiero como rasgo de minuciosidad, atento a cualquier nueva manifestación de la cultura que apunte hacia ese objetivo aglutinador. Lo imagino hilando el armado de un gigantesco rompecabezas donde las piezas deben adquirir un carácter concomitante hasta llegar a convertirse en un enriquecedor ensayo sobre nuestro deporte nacional. No obstante, si mi labor como lector debe ser validar alianzas, debo confesar que algunas de ellas pueden resultar discutibles. Si como afirma Eladio Secades, “en el béisbol nacional no hay diletantes, sino críticos. No hay aficionados inocentes y fáciles de complacer, sino expertos armados de cultura y exigencia”, podríamos considerar que en el mundo del cine sí hay cuantiosos diletantes, también críticos, algunos buenos, pero abunda también mucho crítico diletante refugiado tras la muralla escurridiza de las redes sociales, más cargadas de exigencias que de cultura.

El libro de Codina está plagado de hallazgos históricos y literarios que estimulan el interés por la lectura, tanto para entendidos como para neófitos, y en su gran mayoría los encontrará el lector revestidos con la gracia que es consustancial al autor del volumen. Tratándose del lugar donde nos encontramos (los jardines de la Uneac), me complacería compartir uno de estos citados hallazgos, que ruego sea interpretado con el humor que caracteriza al gremio. Me refiero a la “novena literaria” que conformaran, siendo estudiantes universitarios, Pío E. Serrano, Wichi Nogueras, Jesús Díaz, Guillermo Rodríguez Rivera y otros cómplices de irreverentes humoradas, propias de la juventud —como los famosos epitafios—, que acompañan la memoria de esa generación de la literatura cubana. Dice Pío E. Serrano: “Por entonces estábamos en la Universidad, en la Escuela de Letras, nos entreteníamos imaginando un equipo de pelota formado por los escritores cubanos vivos que más admirábamos. Discutíamos sobre quién sería el cuarto bate y jugador de la primera base, si el ministerio ético y el ministerio poético de Lezama o la suntuosa y profunda capacidad comunicativa de Baquero; de acuerdo con las preferencias del día otorgábamos a uno o a otro, en contrapartida, la posición de lanzador y (…) segundo bate. El resto del equipo lo teníamos, más o menos, perfilado: Eliseo Diego, segunda base y tercer bate (el vate al bate, decía Wichi, y se reía); Carpentier, center field y primer bate; Heberto Padilla, short stop y quinto bate; César López, tercera base y séptimo bate; Antón Arrufat, el campo derecho y octavo bate. Para la posición de catcher y noveno bate (…), Lisandro Otero. Si tuviéramos que incorporar a Norberto Codina en tan selecta nómina, le daríamos la responsabilidad que él mismo se adjudicara en la primera crónica que publicó sobre béisbol: “manager de gradería”.

De estas revelaciones hilarantes pasamos a entramados más reflexivos, citemos, por ejemplo, los párrafos que recogen las proezas de Orestes Minnie Miñoso o Martín Dihigo, el Maestro, el Inmortal; la participación de nuestros atletas en el béisbol de la gran carpa, las ligas negras y los campeonatos latinoamericanos; algunos pasajes de la historia del béisbol venezolano (deuda del autor con la tierra que lo vio nacer); la intervención de peloteros mambises en las contiendas independentistas; la crónica de Casal sobre el primer libro dedicado al béisbol en Cuba; los equipos femeninos; el himno de Gibara; la caracterización de la República que hiciera Cintio Vitier relacionada con la práctica deportiva, o los versos de Fina García Marruz que describen aquellos años: “Hablo de un tiempo en que lo único serio fue el deporte…/ Solo era libre el pelotazo de Luque”.

Mención especial haría al emotivo capítulo que describe los pormenores de las manifestaciones de racismo en el béisbol profesional y amateur. La forma en que se acuñó el término cubans para escapar de las reglas excluyentes del béisbol norteamericano, de manera que los jugadores “morenos o mulatos” se hacían pasar por cubanos para jugar en torneos donde participaban jugadores blancos. “No es hasta después del triunfo de la Revolución, en el año 1960 —apunta el contertulio Dr. Félix Julio Alfonso, refiriéndose al béisbol nacional— que la Liga Amateur permite que tres peloteros negros participen en uno de sus equipos, en este caso el Club Teléfono, donde jugaron Ricardo Lazo, Alfredo Street y Cachirulo Díaz.

Reitero la virtud enciclopédica, ensayística, amena y reveladora de este volumen para coincidir con la observación que hace Orlando Hernández, crítico de arte, no el pitcher del mismo nombre, cuando escribe: “Sin duda alguna, el béisbol resulta ser un gran generador de sentidos, de significados, y puede (y debe) utilizarse como una gran metáfora para expresar o entender no solo el arte, sino la realidad en que vivimos”. Entendamos que si el gran propósito de este libro es celebrar el béisbol como una forma cultural ineludible de esta Isla, y a sabiendas de que la cultura es el alma y escudo de la nación, nos corresponde entonces cuidar con delicadeza suma las entrañas del alma y fortalecer el escudo.

Decía Bertolt Brecht que artista no es solo aquel que se inspira y crea, sino también el que con su trabajo consigue que otros se inspiren y creen. Ese es otro atributo que me gustaría destacar de este libro, su capacidad inspiradora, ya sea para abrir nuevos escenarios de investigación y análisis en el orden histórico y deportivo, como para aquellos que se presten a descubrir motivos narrativos que ameriten futuras películas. Pensar en cine es vicio que nada aplaca, de modo que mientras leía visualizaba la escena de un docudrama donde Raúl Roa saca unos guantes y una pelota, y arma un “cuatro esquinas” en la mismísima Plaza Roja, no la de la Víbora, sino la de Moscú, a un costado del Kremlin. ¿Por qué no abaratar costos y cambiar la mirada de todos esos guiones que andan engavetados por ahí, esperando la apuesta lucrativa de un gran estudio o compañía que se decida a contar la historia de la mafia en La Habana? Quizás sería más atractivo olvidarnos del criminal refinamiento de Meyer Lansky y convertir en protagonista de la trama a un pelotero negro, Clemente Carreras González, Sungo, quien fuera tercera base del club Habana, coach del Almendares y chofer de Lucky Luciano; el hombre que sirvió de guía a Marlon Brando por los cabarés y tugurios de la playa de Marianao. Es muy posible que la vida de Sungo no tenga el glamur al que nos tiene acostumbrados ese subgénero del cine norteamericano, pero estoy seguro de que sería más emotiva y no menos truculenta. ¿Por qué no hacer justicia poética con Basilio Cueria, el big boy? En palabras de Guillén: “Aquel gigantesco mulato que jugaba como catcher del Marianao. Ha cambiado el diamante por la trinchera, (…) vive la gloria altísima de combatir el fascismo en España”. El big boy fue de los primeros voluntarios internacionales en formar parte de la Brigada Lincoln, comenzó de soldado y llegó a ser capitán de ametralladoras en la Brigada del Campesino.

Si se trata de apegarnos al clasicismo melodramático del biopic (película biográfica), podría fabular con la historia de un niño cuya vocación primigenia era convertirse en player de béisbol, al punto de prestar menuda importancia a lo que el futuro le tenía reservado, y abrazar el juego de las bolas y los strikes como un destino manifiesto. Con el arribo a la adolescencia se muda a los Estados Unidos (si aspira a convertirse en jugador profesional debe ingresar en un colegio de altos estudios). Se decide por Columbia y se inscribe en el club de novatos de la universidad. Sin dinero para sufragar sus estudios, comienza a escribir artículos para revistas y periódicos que reciben el rechazo por respuesta. Vende su ropa y con mucho esfuerzo consigue firmar un contrato con un club profesional, pero un accidente, un mal gesto, una contracción de vertebras en un lance a segunda base, le provocan una lesión en la espalda que troncha su carrera beisbolera y convierte el dolor en una dolencia crónica que lo afectará por el resto de sus días. La película termina con esos socorridos carteles que los espectadores agradecen, con lágrimas en los ojos, ávidos por conocer lo que deparó la vida para el niño prodigio. Fondo negro y letras blancas, reza el cartel: Algunos años después, José Raúl Capablanca se convirtió en campeón mundial de ajedrez.

Así es el béisbol de pasional. Al decir de Walt Whitman, es “un juego maldito en el que todos los que están en el terreno tienen que luchar contra los fantasmas que les han precedido.” ¿No es eso también el cine?

Tomado de: La Jiribilla

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Expresiones de un nuevo siglo

Por Blanca Felipe Rivero

Son diversos los caminos que encuentras cuando comienzas a indagar en la historia de la animación en la televisión, casi todos por organizar y jerarquizar, pero fascinantes y muy parecidos a los de las artes en Cuba. Aun cuando los espacios carentes de luz son posibles, siempre aparecen luciérnagas hermosas que coquetean y te sacuden en lo más hondo desde su existencia y voluntad artística. Al revisitar estos caminos, descubrimos los ciclos naturales de bríos desde el nacimiento de la animación: superaciones, exigencias del contexto y naturalezas del artista cubano, siempre indagador, creador osado y talentoso.

Tras la desarticulación provocada por el período especial, las dos primeras décadas del nuevo siglo generaron la necesidad de “habilitar”, sobre todo porque aún no hay una formación escolarizada dentro la especialidad. De esta manera se crearon dos cursos de stop motion (2002-2004) por el maestro David Jaime; enlace que permitió la sobrevivencia de esta especialidad tan relevante dentro de la Televisión Cubana. Nuevos capítulos de El profesor (el primer animado didáctico de la animación cubana), a la manera de Hugo Alea y Reinaldo Alfonso en la década del 60, se convirtieron en trabajos de clases, junto a Piófilo y Cascarón, de David Jaime. Otros resultados de clases, como La semilla, de Niels del Rosario, y La última gota, de Ivette Ávila, en 2008, fueron premiados nacional e internacionalmente. En 2D se realizaron más de una decena de superaciones que generaron personal de trabajo y se unieron a los formados por el Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficos, donde se insertan nociones básicas y tecnologías contemporáneas. Al menos en la televisión se estuvo trabajando “a mano” hasta el 2017. La introducción del trabajo digital trajo nuevas formas de hacer y mayor riqueza expresiva, y aceleró la producción.

A finales de los 90 los Estudios de Animación pasaron al Departamento de Infantiles, lo cual propició el sostenimiento de presentación de programas, efectos visuales y cuentos o enlaces dentro de programas para niños. Se destacan los “lilibíes” (familia de duendes en stop motion) en Claro, Clarita, de Pepe Cabrera, los Para la vida, y la Calabacita, tan querida por la población. Vale señalar algunos productos artísticos que marcan a creadores del nuevo siglo, como Un lugar posible, de Jean Alex; El mulatico santiaguero, de Dany de León; Ernestico, de Niels del Rosario; Pepe, de Raúl González; Ladrón de paisajes, de Dany de León y Eisman Sánchez; Los ninjas, de Dany de León y René Martínez; Reducto, de Ermitis Blanco, y Los novios de la abuela Rosa, de Abel Álvarez. Martí contra dos imperios, de René Martínez, enlaza la desarticulación que llega al nuevo siglo. No obstante los ejemplos anteriores, en esta etapa se hacen visibles la vulnerabilidad de los guiones y las actitudes cuestionadoras que mutilaron proyectos y libertades expresivas.

No es hasta el año 2020, coincidiendo con el inicio de la pandemia, que se produce una reanimación después de casi un quinquenio de inactividad. Bajo la tutela de Rafael Pérez Insúa, se toma la decisión de unir la producción de títeres a los Estudios, y devolver así una mirada contemporánea a la figura animada en su amplio espectro. Se arma un grupo creativo con asesores, un especialista en archivos y un consejo artístico que comienza a recibir y seleccionar alrededor de 50 proyectos hasta la fecha, de los cuales solo 20 están hoy en ejecución, con pocas salidas al aire.

Un pensamiento de gestión cultural, investigación y balance en la programación direcciona los modos de hacer ya respetados por los animadores que van a nuestro encuentro. Propuestas de disímiles poéticas y públicos llegan hasta nosotros, algunas con años de existencia. Nuevamente la fuerza del stop motion hace su entrada. Se reitera con ímpetu la presencia de El profesor, con guiones y dirección general de David Jaime junto a creadores formados por él y colegas con una saga que no se detiene. El escaparate de Patricia —proyecto que refleja el lenguaje de los niños, la curiosidad y la exploración desde el universo del hogar y mundos de fantasía, hoy más ideales que nunca— solo tuvo dos capítulos en 2013, con dirección de arte y artesanía del maestro Jesús Ruiz, y ahora con una propuesta de mayor alcance artístico y cinematográfico con la dirección de arte del joven Yordy Amiot (recreación de cuatro espacios, maquetas escenográficas, cajas de luces, etc.); nuevamente la dirección de Niels del Rosario, y la animación madura y magistral de Yoandra Reyes, asistida por Yasser Janet. Estos animadores participan también en Manita y Manota, de Ivette Ávila, donde dos manoplas y la mascota Tuti desde una mesa de animación crean un mundo de personajes y dibujos en homenaje a protagonistas de la animación cubana.

Lo raro, una propuesta también perteneciente a Ávila, hace entrada con una mirada osada de experimentación, continuadora de las pesquisas de Alea y Alfonso, con una suerte de videoclips con música de diferentes regiones del mundo; material lúdico que cuenta, danza o sencillamente toca con su aro sensible (papel recortado, plastilina, arroz, madera, tejidos).[1] Estas dos últimas propuestas son parte de la revista Bim Bam Muñes, con animación y dirección de Jean Alex en 2D y 3D en combinación con imágenes reales, cuestión inédita en nuestras producciones. Dentro de ella también figuran Pin Pon, un trabajo de bien público de Rafael Collantes, y otro de interacción con niños, muy original y sabichoso, dirigido por Elaine del Valle y titulado ¿Y tú qué crees? También cuenta con Películas hechas por niños, resultado de talleres infantiles realizados por Cucurucho Producciones.

A lo largo de la historia de la animación en la televisión ha existido un vínculo habitual con el teatro de títeres en la obra de determinados autores, así como en diversas temáticas y diseños. De las propuestas digitales de la pandemia llega La salamandra, por el Consejo de las Artes Escénicas y con dirección de Mario Cárdenas. Su predilección por las arcas, la maquetería y el teatro de papel y de objeto se imbrica al dominio de la composición y la belleza visual y da como resultado en El teatrino de Diego, una fortaleza de identidad que ofrece a la infancia y a la familia la poesía para niños contenida en Soñar despierto, de Eliseo Diego. Aquí el descubrimiento de “las cosas” del mundo, los sentimientos y sus naturalezas están presentes como motivaciones. Desde el teatro también nace Retablo de sueños, dirigido por María de los Ángeles Jauma. Se trata de cinco agrupaciones profesionales de las Artes Escénicas (Retablo, Teatro La Proa, Adalett y sus títeres, Polichinela de La Habana y Los Cuenteros) en nueve espectáculos y un capítulo de presentación con multiplicidad de técnicas y un show divertido y peculiar: una presentadora entre títeres, una constante dentro de los espectáculos que llegan a la pantalla con recursos del audiovisual. También para la televisión llega Entre el naranjal y el cielo, un hermoso trabajo de títeres parlantes dirigido por José Antonio López e inspirado en El cochero azul, de Dora Alonso.

Para las primeras edades se estrenó en semianimación Por el mar de las Antillas, de Nicolás Guillén; la voz de un niño referencia la lectura con el uso de las ilustraciones de Raúl Martínez para el volumen de Ediciones Sensemayá, bajo la dirección de Maricel Acosta. Actualmente se trabaja en El valle de Cubanosauria, de Nelson Serrano, Mira y aprende, de Raúl González, y Fábulas de papel, de Niels del Rosario; entretenimiento, enseñanza y tradición cubana con el influjo del campo socialista, que muy bien orientó nuestra labor con el universo infantil desde los 60.

Desde la propuesta para jóvenes, adultos y la familia nace Educlip, de Jesús García, herencia de Los gazapos de antaño; una propuesta en la línea costumbrista que orienta sobre el lenguaje. También llega, con Acuarelas de Cuba, de Jesús Rubio, un contundente proyecto de las queridas estampas cubanas en la voz y la expresión de la poesía antillana de Luis Carbonell, garantía de gracia, colorido y cubanía.

Creadores importantes de la literatura, la música y el teatro están presentes junto a los animadores. Hay mucho por andar, y ahí seguiremos a favor de nuestra cultura y nuestro país.

Notas:

[1] De Lo raro nace un videoclip con papel recortado bajo la dirección de Ivette Ávila y Ramiro Zardoya, titulado “Sinsonte”; un poema de Dora Alonso musicalizado en el espectáculo “Una niña con alas”, de Teatro las Estaciones, dirigido por Rubén Darío Salazar. Los dibujos son de Zenén Calero —Premio Nacional de Teatro (2020) junto a Salazar—, y unidos a los Estudios de Animación rinden homenaje a Pelusín del Monte, el títere nacional.

Tomado de: La Jiribilla

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