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Utopías y distopías: las revistas de cine en México

Revista Cine Toma (Portada)

Por José María Espinasa

Atento al acontecer cultural de nuestro país, acaso soñando con utopías o temiendo distopías, el autor de este artículo se pregunta con legitimidad sobre una de tantas paradojas de estos tiempos: “Ahora que abundan los festivales cinematográficos de toda laya, ¿qué revistas de cine en papel puede leer el espectador mexicano?”

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Al escribir en una entrega anterior sobre la relación entre cine y literatura el tema se me impuso. Hay frases que uno no recuerda dónde las leyó y que quedan resonando en la memoria. “Todo lo pensamos entre todos” es una hipótesis extraña que, supongo, leí en algún libro de difusión científica, espacio en el que actualmente es un hecho de claridad meridiana: la ciencia actual se trabaja en equipo. Es, sin embargo, más interesante el asunto cuando esto ocurre sin planificación ni organización, un poco por casualidad, pero ya sabemos que la casualidad no existe. Así, hace unos años se empezó a poner de moda la palabra distopía, algo así como la utopía negativa o vuelta del revés, no algo que se deseaba sino aquella realidad terrible a la que lo deseado nos lleva: el mundo feliz que se revela universo concentracionario o la búsqueda de la libertad que erige dictaduras de larga duración. Y así, por azar, encontré en el número 52 de la revista Cine Toma, la siguiente cita de Fernando Birri: “La utopía está en el horizonte y si está en el horizonte yo nunca la voy a alcanzar, porque si camino diez pasos la utopía se va a alejar diez pasos, y si camino veinte pasos la utopía se va a colocar veinte pasos más allá, o sea que yo sé que nunca la alcanzaré. ¿Para qué sirve? Para eso, para caminar.”

Suelo decir a mis alumnos de edición que las revistas de cine son un fenómeno paradójico en un país como México. No sólo no abundan sino que al universo fílmico, en especial a la industria, no le son simpáticas: no quieren que se hable de cine sino que la gente vaya a verlo o lo consuma en plataformas. Grave error, pues eso adelgaza la densidad de la experiencia y el espectador iletrado abandona mucho más fácilmente la costumbre de ver películas que el espectador preparado. Así, la notable Cine Toma, revista hermana de Paso de Gato (de teatro) murió hace unos tres o cuatro años al perder la publicidad gubernamental y no tener publicidad privada. Ahora que abundan los festivales cinematográficos de toda laya, ¿qué revistas de cine en papel puede leer el espectador mexicano? Si está suscrito a alguna de otro país o en otro idioma tiene suerte. ¿Mexicanas? Actualmente creo que no hay (aunque no estoy seguro del todo, no sé si Estudios Cinematográficos, de la UNAM, sigue saliendo). En la web hay algunos portales que se puede consultar. Algo similar ocurre con el mundo de las artes plásticas: hay ferias, museos, galerías y una pintura de alto nivel y no hay revistas de reflexión sobre arte. Hay que vender los cuadros, dicen, no pensar sobre ellos.

En ese camino, las revistas culturales impresas se vuelven utopías y sirven, como dice Birri, para caminar. También las distopías, por eso la idea ha encontrado suelo fértil en el terreno editorial. Y por eso nacen nuevos proyectos editoriales con una frecuencia que las leyes del mercado no sólo no pueden explicar, sino que no pueden tolerar. Por eso también uno suele leer revistas de hace cinco, diez o cien años, pues el concepto de actualidad que despliegan es totalmente distinto de esa idea efímera del momento, y si esto sucede con las de cine o teatro, cuantimás con las literarias. Una de las distopías más frecuentes es aquella en que la literatura y la lectura han desaparecido, se las prohíbe –como en Fahrenheit 451– o se les combate en el mercado. Y si el libro encontró hace más de quinientos años, en la imprenta, un vehículo para pluralizar y difundir el hábito de la lectura, hoy la técnica es su principal enemigo y los avances digitales, al solucionar problemas como el alto costo o la distribución, lo que la están volviendo es prescindible. Se me dirá que nunca se lee más que ahora, pero nunca se ha leído con tan poca profundidad.

El medio cinematográfico está buscando un regreso impetuoso de la pandemia: festivales en abundancia, noticias en la red, buenas ideas en marcha –como la nueva sede de la Cineteca Nacional en la Cuarta Sección de Chapultepec– y en ese contexto hay que pensar las razones del porqué la industria cinematográfica no apuesta y no le interesa la creación de una densidad cultural en ese ámbito. La poca publicidad que tenía Cine Toma venía del Estado, no de la industria, y al acabarse la revista no pudo seguir saliendo (en contraste, con un esquema reducido a tiempos de pandemia, Paso de Gato sobrevivió). En el pasado, las revistas de cine o estaban apoyadas directamente por el Estado o por la universidad; los intentos independientes fueron pocos y efímeros. En otros países el crecimiento industrial y comercial del cine tiene también una base cultural en revistas y colecciones de libros, centros de investigación y experimentación. En México, insisto, abundan los festivales de cine y, sin embargo, no hay cultura fílmica escrita, pese a contar con una nueva generación de críticos y ensayistas notables en ese ámbito. Es algo similar a la paradoja editorial: muchas ferias del libro en un país de bajo índice de lectura. ¿Es una utopía que pudiera volver a salir Cine Toma? ¿Lo es pensar que el momento es ideal para el surgimiento de otras propuestas editoriales sobre cine?

Tomado de: La Jornada Semanal

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Del relato oral al microchip: memoria natural y artificial

Por José Rivera Guadarrama @JoseRivegua

Los asombrosos avances tecnológicos de nuestro tiempo generan una enorme variedad de reflexiones sobre los alcances naturales de nuestras capacidades innatas. Este artículo versa sobre una de esas capacidades, la memoria, ante los dispositivos externos para almacenar información. ¿Será que lo mismo ocurrirá con la experiencia?

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La memoria, esa inquietante función cerebral que parecía exclusiva de algunos seres vivos, increíble en cuanto a su actividad, está adquiriendo otras formas de almacenamiento. Durante siglos, ejercitarla había sido parte fundamental para el perfeccionamiento de los saberes humanos. Sin embargo, a estas alturas de la historia, las formas de acumulación ya no sólo están depositadas en el cerebro, ahora contamos con dispositivos artificiales digitales con enormes capacidades de retención y procesamiento de datos. Así, el almacenamiento digital de información es la actual forma de memoria y, al mismo tiempo, una de las más inquietantes.

En la Antigüedad se considera que el inventor del arte de la memoria fue el poeta griego Simónides de Ceos, siglo IV aC, aunque esto pueda resultar controversial. La anécdota es que, luego de haber recitado un poema en una especie de banquete, tuvo que salir de aquel sitio. Una vez fuera se desplomó el techo del recinto, aplastando a todos los invitados. Fue tal el destrozo que los cadáveres quedaron irreconocibles. Pero Simónides, quien salió ileso, recordaba los lugares en los que habían estado sentados cada uno de ellos y, por eso, fue capaz de indicar a los familiares de los deudos cuáles eran sus muertos (Yates, 2005).

Para adquirir una buena memoria era indispensable lograr una disposición ordenada de imágenes, de situaciones o de los elementos que debían intervenir para esos propósitos, incluida la secuencialidad que involucra esta actividad cerebral. De manera que las sociedades sin papel, sin fotografías, sin grabadoras de ningún tipo, dependían de la memorización y la fortalecían con manuales o ejercicios repetitivos. Incluso, mucho tiempo antes de que se utilizara la escritura como principal forma de comunicación, el adiestramiento de la memoria era fundamental. De ahí que la retórica fuera considerada como una de las artes más representativas dentro de esa actividad. Mediante ella, se priorizaba el uso de lenguajes cifrados para almacenar la mayor cantidad de recuerdos, utilizando objetos que pudieran funcionar como depósitos de símbolos. Así, los discursos eran construidos mediante secuencias espaciales; se recurría a imágenes cautivadoras o capaces de perturbar al público mediante yuxtaposiciones de figuras dramáticas. Para lograrlo, el orador debía colocar las imágenes inquietantes en los distintos espacios de su esquema mental. A partir de eso, lograba trazar el recorrido en su mente e iba desplegando dichas etapas frente al público.

El no-lugar de la memoria

Más adelante, en la Edad Media, esta práctica también ocupó un lugar central, sobre todo impulsado por los escolásticos. Durante el Renacimiento, su uso estuvo relacionado con la imaginería medieval del conjunto del arte, junto a la arquitectura y los grandes monumentos literarios. Sin embargo, aun con todas aquellas actividades, incluyendo los innumerables ejercicios que han existido, nuestra memoria tiene fallas. Se equivoca. Olvida. Confunde. Agustín de Hipona decía que se puede recorrer la memoria como si de un laberinto se tratara. Pero, al intentar describirla o fundamentarla, descubría que era más compleja: “¿y por qué ando buscando el lugar en que moras, como si ahí dentro hubiese lugares? No hay lugar alguno. Vamos hacia adelante y hacia atrás y no hay lugar”. No hay en dónde situarla. Tampoco se puede explicar a sí misma. Es compleja.

Se dice, además, que el orador Marco Anneo Séneca era capaz de repetir dos mil nombres en el mismo orden en que se le habían dicho, incluida la capacidad de recitar grandes cantidades de versos invirtiendo su orden, es decir, del último al primero. La Ilíada, antes de ser escrita por Homero, era recitada de memoria. Previo a esta versión, existieron otras antes de la de este autor. También Don Quijote juega con los conceptos de memoria; las primeras palabras aluden al nombre de un lugar en específico, pero que al mismo tiempo el autor prefiere no recordar. Es, quizá, una desmemoria intencionada. Una especie de docta ignorantia a la manera de Nicolás de Cusa.

La pérdida de memoria del camino que lleva de regreso a casa también genera angustia. Como ejemplo está el cuento Hansel y Grettel, de los hermanos Grimm. Por su parte, Temístocles se negaba a aprender el arte de la memoria diciendo que él prefería el olvido y no el recuerdo.

El nuevo recinto de la memoria

De ese modo llegamos a nuestros tiempos, cuando pasamos de objetos de almacenamiento de conocimiento como la escritura, los grabados o los libros, a instrumentos digitales con enormes capacidades de procesamiento. La memoria externa. El ejemplo más destacado e inquietante dentro de este ámbito es el llamado GPT-3, que están perfeccionando cada vez más en el laboratorio Openai, en Estados Unidos, enfocado a la inteligencia artificial. Se trata de un sistema desarrollado a partir de 2020, y que tiene la capacidad de aprender, memorizar y utilizar el lenguaje humano. No sólo es capaz de escribir tweets y poemas, ahora realiza funciones más complejas a partir de datos previos.

Al inicio, los investigadores crearon al GPT-3 como parte de una propuesta tecnológica conocida como “modelo de lenguaje universal”. Su objetivo era desarrollar una red neuronal que sirviera para predecir la siguiente palabra a partir de analizar la secuencia de letras precedentes. Sin embargo, el prototipo ha superado las expectativas de los investigadores. Esta red neuronal artificial ya está siendo entrenada con grandes bases de datos; incluso puede escribir códigos para computadoras. Además, el GPT-3 realiza tareas para las cuales no había sido diseñado, todo sin cambiarle ningún código, sólo insertando algunos pocos ejemplos referentes a un nuevo tema. Para lograrlo, este sistema obtiene toda la información de los libros y publicaciones especializadas disponibles en millones de páginas de internet. De alguna manera, de ahí obtiene todo el conocimiento. Su memoria es toda la web.

Nosotros, los humanos, desconocemos la capacidad de nuestra mente. No sabemos cuánta cantidad de información podemos almacenar en ella. Y, sobre todo, ignoramos ese procedimiento natural con el que ella misma se desarrolla. En su obra El cerebro y el mito del Yo (2004), Rodolfo Llinás asegura que la función del cerebro, en términos generales, es la de generar la cognición y la emoción humana, a partir del registro sensorial del mundo externo y del estado corporal asistido por las neuronas. Mediante la síntesis de estas dos informaciones se logra la representación interna de la realidad externa y de nuestra corporalidad, mediando las respuestas motoras generadas frente a las demandas del medio.

Otros resultados científicos determinan que nuestro crecimiento cerebral significa que somos organismos prematuros, inmaduros, y que para madurar en lo físico y psicológico necesitamos de una infancia prolongada; es decir, estamos abiertos al aprendizaje y, debido a la plasticidad cerebral, podemos ser parte de todas las formas de experiencia durante toda la vida. Eso explica, de alguna manera, por qué en la Antigüedad y en el Renacimiento, junto con todas las culturas alrededor del mundo, se han admirado las proezas notables de la memoria.

El arte de la memoria

El conocimiento y la forma de preservarlo ha sido una preocupación de todos los tiempos. Desde aquellas comunidades remotas se ha trabajado con las bases materiales disponibles en el momento. Ahora, las formas de almacenamiento de información y conocimiento se extienden más allá de la memoria natural. Esto, sin duda, transformará la forma de ver y hacer toda posterior labor intelectual.

Lo sorprendente de nuestra memoria contemporánea, fluida, integrada, flexible en el manejo de información procesada, no se formó de inmediato. Se manifestó hace casi 60 mil años, cuando el ser humano fue capaz de generar la evolución cultural. Es el resultado de la mente del homo sapiens sapiens, que se ha venido fraguando desde hace más de 3.8 millones de años, de manera que la trama de la película Matrix, así como buena parte de la ciencia ficción, no son simples delirios creativos o imaginarios. Ya es posible el desarrollo e instalación de programas de aprendizaje. En algún momento de la historia podremos, quizá, aprender a partir de programas elaborados que contengan todas las instrucciones, todo sin necesidad de realizar ejercicios de repetición o de asimilación y reduciendo, además, el temor a equivocarnos.

En su obra Lo que las computadoras no pueden hacer (1979), Hubert Dreyfus decía que “el primer hombre en subir a un ár0bol podría decir que ha hecho un progreso tangible para acercarse a la luna”. Lo mismo puede anticiparse con los dispositivos actuales de almacenamiento digital. Son los principios de la memoria externa. O de otra inteligencia, tal vez superior a la nuestra. Con menos riesgo, quizá, de equivocarse. O con la posibilidad de superarnos; el comienzo de un ars memorativa artificial que competirá con la natura.

Tomado de: La Jornada Semanal

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La liberación de la censura: cine porno mexicano de los 90

Fotograma del filme Garganta profunda (Gerardo Damiano, 1972)

Por Rafael Aviña

El cine porno, ese cine de la clandestinidad y lo prohibido: delirio fílmico extremista, donde los genitales se convierten en los verdaderos protagonistas y las secreciones oscilan entre la simple escenografía y la inesperada vuelta de tuerca climática, con una cámara que alardea buscando nuevos ángulos para capturar el mayor número de malabarismos orales, acrobacias sexuales y todo tipo de penetraciones. Un género que daría un salto importante con los célebres nudies de los años cincuenta a partir de personalidades como el cineasta independiente estadunidense Russ Meyer, responsable de The Inmoral Mr. Teas o Vixens, así como la desnudista y actriz porno adolescente Candy Barr, quienes prepararían el camino para la época de esplendor del género, al liberarse la pornografía fílmica en la década de los setenta en Estados Unidos, tal y como se aprecia en el interior de las tramas de un par de obras mayúsculas: ¿Dónde está mi hija? Hardcore (Paul Schrader, 1979) y Taxi Diver (Martin Scorsese, 1976), escrita por el propio Schrader.

No obstante, esa etapa dorada del cine porno en Estados Unidos llegaría a México hasta el inicio de los noventa, cuando la Dirección de Cinematografía decide liberar la censura y autoriza un circuito especial de cines porno sin restricciones. El primer indicio fue la brevísima exhibición de Calígula (1979) el clásico del director italiano Tinto Brass, producida por la revista Penthouse, protagonizada entre otros por Malcolm McDowell, Peter O’Toole y Helen Mirren, estrenada pocos días y con un amparo legal por Gustavo Alatriste, en el Estado de México. Y ahí quedó todo. Sin embargo, en junio de 1993, Cinematografía permite el estreno en salas comerciales –entre ellas el cine Arcadia– de la película Paprika (1991) del mismo Tinto Brass, que mostraba no sólo los generosos pechos de Deborah Caprioglio, su bella protagonista, sino una escena de lluvia dorada; el público que acostumbraba a asistir a estas funciones para vociferar desde la oscuridad toda clase de improperios, se quedó mudo y helado; era la primera ocasión que una escena así se veía en las pantallas mexicanas…

En el principio fue Calígula

No obstante, la barrera de lo prohibido se quebró en definitiva semanas después, con la exhibición de Instintos sensuales/Bella e porca… prácticamente insaziabile (1991) del italiano Alex Perry, un indudable filme XXX con toda la parafernalia gráfica del porno, lo que daría pie al estreno normal en el Auditorio Plaza de Gustavo Alatriste de Calígula y otras más, como Esposa de día, amante de noche, del mismo Perry. No sólo eso, después de tantos tabúes, celo y ocultamiento, se derrumbaban por completo los obstáculos de la carne y la censura y se estrenaría con veinte años de retraso un filme considerado piedra de toque del género: Garganta profunda/Deep Throat (1972) de Gerardo Damiano, cinta sin ambiciones y más bien fallida, que se trastocaría en el gran éxito de taquilla del cine porno, protagonizada por Linda Lovelace, la primera diva del hardcore.

Por cierto, luego de Deep Throat, Damiano consiguió otro clásico del género: El diablo y la señorita Jones (1973), que mezclaba rituales eróticos y apuntes dizque filosóficos sobre la muerte y el placer, la soledad y la incomunicación, a partir de la historia de Justine Jones (la increíble Georgina Spelvin) y su trayectoria hacia el infierno, que inicia con sus impulsos por la masturbación, seguidos de un enorme apetito sexual y frustración erótica, para ser finalmente condenada a la eternidad sin sexo…

Alegorías involuntarias

Por supuesto, el cine pornográfico mexicano aportaría elementos patéticos a esa liberación sexual de los años noventa, en una supuesta era del destape, acorde con los lineamientos de la política moderna que se vivía en esa década, en donde cabía un cine mexicano con clasificación XXX, capaz de mostrar el evento genital en todas sus posibilidades, superando en apariencia aquellos cortos clandestinos del período silente como Chema y Juana, Mamaíta, Tortillas calientes o El sueño de Fray Vergazo, entre otros, en un instante que, lejos de aprovechar la apertura de la censura, respondería con una de las producciones más raquíticas del cine hardcore nacional. En efecto, faltaba la contribución mexicana a ese género de las fantasías íntimas y las secreciones.

En un principio, empezaron a circular en los puestos callejeros de aquellos años noventa, videos con la leyenda: “Pornografía mexicana”; se trataba de hardcore malechote, maquilado en la frontera y con actores latinos. Después, hacia 1993, cuando la censura permitió el porno en circuitos específicos (cines, Teresa, Savoy, Venus, Ciudadela y otros), surgirían un par de tímidos intentos de pornografía nacional heterosexual: Las profesoras del amor y Traficantes de sexo, ambas dirigidas por Ángel Rodríguez Vázquez.

La primera de ellas, en cuyos créditos se aprecia el nombre del director como Gabriel Vázquez, se exhibió en salas de cine en aquel 1993, aunque fue realizada en 1987, para poner el toque folclórico al cine de la calentura sin tapujos. Heredera de las sexycomedias del sexenio de José López Portillo (Las cariñosas, Bellas de noche, Las del talón y más), se trata de la primera cinta de pornografía dura de largometraje con felaciones, penetraciones y otras rutinas típicas del subgénero mostradas a cámara. Ejemplos de un cine obsceno, de sexualidad explícita y, sobre todo, despojadas de cualquier asomo de erotismo; una mera exposición genital de lo más paupérrimo y una curiosa muestra de humor surrealista e involuntario, en la que se mezclaban luchadores y masajistas.

Su segunda película porno, Traficantes de sexo (1993), por parte de un autor de cintas como El fuego de mi ahijada (1978), Las nenas del amor (1981), Lo negro del Negro (1984), o Las paradas de los choferes (1988) que causaron inquietud en los responsables de autorizar su clasificación en su momento, aparentaba una intención de supuesta denuncia sobre la prostitución y el sida (¡válgame Dios!). Los socios, Alfonso y Jorge, observan ocultos a las hermanas guerrerenses Lucy y Mary, quienes se bañan en un río: ellas han sido elegidas para su negocio de prostitución en la capital. Más tarde, entre platos de longaniza en salsa roja y copas de mezcal, aquellos y las robustas hermanas protagonizan una gruesa e involuntaria secuencia de sexo escatológico: “Estamos dispuestas a todo, con tal de salir de la rutina de provincia”, dicen.

Se trata de una suerte de versión hardcore en tono alivianado de Espejismo de la ciudad (Julio Bracho, 1975) y/o Del rancho a la capital (Raúl De Anda, 1941), cuyos protagonistas son en realidad actores de tercera y cuarta categoría, o verdaderas mujeres “del oficio”. Aquí, los genitales de hombres y mujeres se convierten en las verdaderas estrellas de un filme que, en lugar de elegir la sátira o la parodia, se inclina por una absurda trama melodramática, para sumarse temáticamente desde la sudorosa esquina del porno a filmes como Amor que mata (Valentín Trujillo, 1994) y/o Bienvenido-Welcome (Gabriel Retes, 1994). Lo que pudo ser un recorrido por el inframundo del cabaret y la prostitución –de ahí proviene buena parte del reparto–, es desechado en aras de una complacencia bastante primitiva.

De hecho, no existe una sola toma bien iluminada, lo que va en contra de la propuesta: vender carne y fantasía hormonal. A su vez, lo que mejor ilustra su torpeza sensual es la falta de maquillaje en sus ¿actores?, lo que deja al descubierto acné, granos, manchas e incluso piquetes de moscos. Por último, una incógnita digna de un estudio psicológico: como suele suceder en toda cinta porno nacional, las erecciones son mínimas y las eyaculaciones a cámara (el llamado money shot que el género exige) no existen. ¿Vergüenza, subdesarrollo fílmico para variar, o una profunda alegoría sobre la represión que los mexicanos padecían en aquella década?

No obstante, faltaba su contraparte: el porno gay, uno de los tabúes del cine erótico en nuestro país que inauguraba en apariencia un filme rodado en video digital producido y editado por Laars Robledo y dirigido por Summer Gandolf, pseudónimos de un entusiasta equipo que buscaba proyección en un mercado de gran potencial en esos momentos. Nominado a Mejor Guión en el Festival Heat Gay de Barcelona, Sexxxcuestro (2001), rebasaba las expectativas del que era, en ese año, el nuevo drama gay de Jaime Humberto Hermosillo, Sexxxorcismos (2001), al franquear la barrera entre erotismo soft y pornografía dura. No obstante, lo hacía de manera mediocre y elemental a través de una colección de situaciones hardcore del cine gay.

Más allá del impacto de la cultura homosexual de aquel tiempo, un espacio logrado a pulso a pesar de la censura y el bloqueo, Sexxxcuestro estaba muy lejos de trastocarse en un icono gay. El valor del filme era meramente comercial, a partir de una anécdota simplona que se pretendía original: un joven es secuestrado y después mantiene escenas de sexo con sus captores y un policía que ha ido a buscarlo, para finalizar en una orgía a la que se suma el padrino del primero. Es cierto que los aspectos técnico y formal estaban cuidados; no obstante, esta historia con escenas que envidiaría Linda Lovelace no pasa de ser un porno como cualquier otro, el generado entonces por una efímera industria que intentó de manera fallida renacer de entre sus cenizas y secreciones…

Tomado de: La Jornada Semanal

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John Huston y el amanecer del cine «noir». A 80 años de ‘El halcón maltés’

Fotograma del filme El halcón maltés (Estados Unidos, 1941) de John Huston

Por Moisés Elías Fuentes

El mismo año de 1941 en que dirigió su primer filme, John Huston había trabajado como guionista adaptador de ‘Su último refugio’, de Raoul Walsh y ‘El sargento York’, de Howard Hawks, dos veteranos pioneros de la industria, con quienes aprendió los aspectos artesanales del cine y la construcción de una voz personal, capaz de habérselas con las búsquedas formales del director como artista, a la vez que con las exigencias comerciales de los jerarcas de la industria cinematográfica.

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Hijo de Walter Huston, actor secundario que se inició en el cine silente, John Huston nació el 6 de agosto de 1906 y todavía joven, a través de su padre, entró a la industria, lo que le permitió conocer la realización cinematográfica hasta en su detalles mínimos, experiencia que, a partir de 1941, convirtió en filmes libres de efectismos miopes o academicismos hieráticos y sí, en cambio, plenos de una enorme inspiración artística de la que son testimonios Cayo Largo, La jungla de asfalto, Moby Dick, Los inadaptados y El hombre que sería rey, títulos imprescindibles en una carrera no exenta de altibajos, pero que, en su conjunto, se erige por derecho propio en una de las más brillantes de la historia del cine estadunidense, como se corrobora en ese digno epílogo a su obra fílmica que es Los muertos, adaptación del relato homónimo de James Joyce que el cineasta dirigió, arrasado por el enfisema pulmonar, poco antes de su muerte, acaecida el 28 de agosto de 1987.

Curtido por ese fogueo, Huston emprendió la filmación de El halcón maltés (The Maltese Falcon), adaptación al cine de la novela homónima de Dashiell Hammett publicada en 1930, que ya había sido llevada a la gran pantalla en dos ocasiones anteriores, con muy malos resultados, debidos sobre todo a la ligereza con que abordaron el intrincado argumento de Hammett, cargado de una violencia física, erótica y emocional que retaba la doble moral de la sociedad estadunidense, capaz de imponer un implacable código de censura, el Hays, para controlar el discurso cinematográfico, al tiempo que de voltear la vista ante el feroz racismo desatado contra las comunidades afrodescendientes e imperante en casi todo el país.

Realizador aguzado, Huston sí valoró la riqueza contestataria de la novela de Hammett, además de las posibilidades de experimentación visual que ofrecía, lo que le permitió elaborar una narrativa que no sólo asimiló las enseñanzas del cine policial y de gánsters que predominó durante las décadas de 1920 y 1930, sino que sentó las bases para la emergencia del cine negro, el noir y su sórdida visión de la gente común de la vida diaria, empujada por sus pasiones, ambiciones y obsesiones al crimen, el asesinato y la muerte.

Colaborador de los experimentados Walsh y Hawks, según apunté líneas arriba, Huston también aprendió de ambos cómo presentar personajes con personalidades bien definidas, quiero decir, no prototípicos sino dúctiles, con lo que dio paso a hombres y mujeres impredecibles en quienes se equilibran, de modo por demás perturbador, el individualismo y la solidaridad, el despropósito y la mesura, la lascivia y la templanza.

Cuando emprendió la dirección de El halcón maltés, Huston supo aprovechar su principal desventaja, la de ser un realizador debutante, lo que le relegó al cine serie B, pero que, en compensación, le otorgó una libertad discursiva y estética poco usual en el cine de alto presupuesto. Fue en ese ámbito de restricción económica que Huston desenvolvió un discurso signado por la influencia del cine expresionista alemán, los diálogos rápidos y agudos, la tensión sexual, el egoísmo y la ambigüedad moral.

Gracias a la paradójica libertad del bajo presupuesto, Huston reunió un grupo de actores de primer orden, aunque todos marginados, entre los que destacan los cuatro principales: Humphrey Bogart (el detective Sam Spade), Mary Astor (Brigid O’Shaughnessy), Peter Lorre (Joel Cairo) y Sidney Greenstreet (Kasper Gutman), quienes reprodujeron y aun exasperaron la relación tóxica, agresiva e inmoral de los personajes, planteada por Hammett en la novela. Y no sólo esto, sino que plasmaron las particularidades de las interacciones de los personajes entre sí, lo que alcanza su mayor cota en el enfrentamiento intelectual y emocional entablado entre Spade y Gutman, creación exclusiva de Bogart y Greenstreet, quienes sacaron lo mejor de sus experiencias (en el cine, el primero; en el teatro, el segundo), logrando uno de los duelos actorales más memorables en la historia del cine.

Actor secundario como lo fue su padre, John Huston entendía muy bien la correlación entre los actores y la imagen fílmica, por lo que se apoyó en la fotografía del veterano Arthur Edeson, seguidor del expresionismo alemán, para desarrollar una narrativa visual desconcertante: parca en cuanto a planos (planos medios, americanos, en picada y contrapicada, primeros planos, algunos generales) e iluminación (claroscuro y luces discretas), con estos elementos Edeson creó una atmósfera asimétrica, colmada de desproporciones, todo el tiempo amenazante, que ayudó a los actores para proyectar la marginalidad social de los personajes y su soledad interior.

Limitado por el presupuesto, como señalé antes, Huston ubicó las acciones en espacios cerrados que, si por un lado permitieron a Edeson el desarrollo de la atmósfera visual, por otro, sirvieron al director de arte Robert M. Haas para construir una escenografía que oscila entre la claustrofobia y el ocultamiento, austera e inmóvil, en desasosegante consonancia con el elegante pero serio vestuario del diseñador Orry Kelly.

Fueron estos los elementos que cohesionó Thomas Richards, editor con gran dominio de oficio, en un magistral trabajo donde armonizó el montaje narrativo, netamente lineal, con el expresivo y el ideológico, armonía de la que deriva el agilísimo ritmo de una película que, más que por la acción física, se distingue por la profusión de los diálogos, a los que Richards y Huston grabaron de la violencia implícita y la enorme fuerza expresiva que hicieron de la novela de Hammett una obra perturbadoramente seductora.

Seducción perturbadora que el filme acrecentó al dejar entrever las contradicciones que jalonaban a la sociedad estadunidense al inicio de la década de los cuarenta, tan lejos de la fantasía de riqueza sin esfuerzo que había prevalecido a lo largo de la década de los veinte (los locos veintes con sus clubes clandestinos en los que se escanciaba licor de contrabando a los millonarios instantáneos y la música jazz marcaba el ritmo de la felicidad), y, en cambio, cerca todavía de la Gran Depresión de 1929, que borró de golpe la ilusión de la bonanza perpetua y lanzó a los ciudadanos y ciudadanas de a pie a la década de los treinta con sus amarguras y estrecheces, que no se acallaban ni con las síncopas del swing jazz.

En cambio, los y las estadunidenses de 1940 entraban a una década enigmática, iluminada por la estabilidad económica, pero ensombrecida por la corrupción de la élite financiera y parte de la clase política y el avance ineludible de la segunda guerra mundial. Ante tal incertidumbre, el prolífico músico Adolph Deutsch optó por una partitura en la que campean instrumentos de viento de tonos oscuros, acompañados aquí y allá por los sonidos reflexivos de violonchelos y violines. Una partitura sombría y amenazante, como la década.

Es la atmósfera en que se desenvuelve El halcón maltés, mundillo habitado por hombres y mujeres comunes, decididos a cualquier perversidad con tal de forzar la entrada al paraíso monetario de los pocos. Pero, también, mundillo habitado por Sam Spade, antihéroe cínico e individualista y, a pesar de ello, con una ética personal inalterable, que antepone la justicia a sus propios sentimientos amorosos, lo que hace con Brigid, esa encantadora mujer que, desde su primera aparición, se erige en su complemento y su némesis, su anhelo y su conciencia de la irrealidad de los sueños. Es la atmósfera de El halcón maltés en la adaptación de John Huston, filme que arriba a sus ochenta años tan propositivo, contestatario e insurrecto como en aquel axial 1941 en que se encontró por primera vez con el público.

Tomado de: La Jornada Semanal

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Cinexcusas: Maestro Cazals

Felipe Cazals Siena ​ fue un director, guionista y productor de cine mexicano. Ha sido varias veces galardonado con el Premio Ariel (1937-2021)

Por Luis Tovar @luistovars

Hace nueve días, el pasado 16 de octubre, usted, maestro Felipe Cazals, dejó de estar físicamente en este mundo. Al momento de correr la mala nueva no se mencionó la causa de su muerte; tal vez alguien por ahí ya la haya revelado pero, para ser sincero –y hablaré sólo por mí–, no es que la causa no importe sino que palidece frente al hecho mismo de su ausencia.

Tenía usted ochenta y cuatro años de edad, maestro, y al menos en apariencia había concluido ya su fecundísima singladura en el océano cinematográfico, pues la que ahora sí puede ser llamada su última película, Ciudadano Buelna, la filmó hace poco menos de una década, en 2012, y con ella cerró, para empezar con lo más particular, no sólo el capítulo de la Revolución Mexicana de su filmografía personal –hay que sumar Chicogrande (2009), Las vueltas del Citrillo (2006) y ese inefable primer largometraje suyo, Emiliano Zapata (1969)–, sino el más amplio de corte histórico, que en rigor incluye El jardín de tía Isabel (1971) y Aquellos años (1972), de resultados agridulces por decir lo menos; La güera Rodríguez (1977), sobre la independencia de México; Kino: la leyenda del padre negro (1993), ubicada en el período de la Nueva España, y Su Alteza Serenísima, sobre el tristemente célebre “quince uñas”, el chaquetero político-ideológico Antonio López de Santa Anna, naturalmente del siglo XIX.

Pero no fue sólo todo lo anterior, que no es poca cosa, lo que se ha cerrado con su muerte, maestro Cazals, sino una manera completa de concebir, entender y hacer cine; quiero decir, no un estilo y nada más, ni únicamente una decantación temática reveladora de una clara postura política y sociocultural, que tampoco es poco decir, sino una postura integral frente al fenómeno cinematográfico visto desde todos sus flancos. (Permítame un paréntesis: sé que en este punto puede llegar Sepaquién a decir que lo antedicho no se refleja en las películas de Rigo Tovar o en Desvestidas y alborotadas, por ejemplo, a lo que un servidor respondería que, en efecto, no se refleja pero poco importa, y apelaría a la idea de Jorge Luis Borges cuando afirma que, de todo lo escrito, con que un solo verso perdure ya es más que suficiente. Tendré que alargar el paréntesis por si a Sepaquién se le antoja señalar que mucho de su cine fue realizado con recursos oficiales, como si por eso tuviera irremediablemente menos valor, y diré lo obvio: si ese fuese el criterio, tres cuartas partes o más de la cultura hecha en México, no sólo del cine, al menos desde la Revolución para acá, sería deleznable, lo cual es un despropósito monumental.)

Eso que llamo “postura integral”, maestro Cazals, es lo que nutre y se refleja en las películas que lo llenaron de premios y de justa fama pero, mucho más importante que eso, lo convirtieron a usted en un referente fílmico absoluto, no sólo para los nacionales sino para la cinematografía en su conjunto –y quien lo ignore, peor para él/ella, que en tal caso ni cineastas tendrían derecho a considerarse. Esas películas son, naturalmente, Canoa y El apando, ambas de 1975, Las Poquianchis, de 1976,  Los motivos de Luz, de 1985. Con ellas no sólo deslumbró y estremeció a un público, en aquel entonces, sin costumbre alguna de ver la realidad real desde su arista más dolorosa y urgida de denuncia, llevada a una pantalla grande; por si fuera poco, con ellas marcó una ruta que afortunadamente muchos se apresurarían a seguir, y otros que ya andaban por senderos parecidos, a remarcar.

Por eso le llamo aquí “maestro”, señor Felipe Cazals, porque su mejor cine nació revelador y sutilmente didáctico, y con o sin proponérselo nos ha enseñado –hablo de generaciones enteras– a entender el cine como lo que siempre debería ser: un diálogo entre creador y espectador del que ambos salgan enriquecidos, acerca de las vidas, las historias, las gestas y las ideas que a todos conciernen. Por eso, maestro Cazals, a título personal que de seguro compartirán cientos de miles o millones, permítame expresarle mi más profundo agradecimiento.

Tomado de: La Jornada Semanal

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Cinexcusas: Edipo matemático

Por Luis Tovar @luistovars

Hay quienes, con evidentemente demasiados años de edad, para decirlo con una frase coloquial, siguen pegados a las faldas de su mamá; los hay que prolongan la etapa natural de vivir al amparo paterno/materno a tal punto que los roles familiares poco a poco van volviéndose difusos: de ningún modo vieja, la madre no sólo es “económicamente activa” –dicho sea con esa cruda expresión de las ciencias económicas y sociales– sino una persona con deseos patentes, gustos vigentes y, una vez más dicho coloquialmente, sueños pendientes por cumplir; incluido, por ejemplo y tal vez en primerísimo lugar, el que consiste en atraer y sentirse atrayente, situación que bien puede sucederle con alguien que, con o sin paradoja, tiene más o menos la misma edad que su hijo. A éste, por su parte, aunque no precisamente por su voluntad sino como producto de las circunstancias, está tocándole cumplir un rol que no es ni puede ser el suyo: muerto el padre hace tiempo, idos de la casa los dos hermanos mayores para “hacer su vida”, ambos en el no muy lejano Estados Unidos, de alguna manera él, a sus apenas veintidós años, es la pareja de su propia madre: son los únicos que le dan sentido a expresiones como “núcleo familiar” y “hogar”, y no es que se hagan mucha compañía en sus rutinas cotidianas pero va y viene con ella a donde sea menester, aun a su inexperto e insuficiente modo está al pendiente de ella y, entre otras cosas, en algún momento puede reclamarle por qué no le contó de inmediato que se ha quedado sin trabajo, a lo cual ella puede responderle que el de él, como recepcionista nocturno y velador de un hotel, “ni siquiera es un trabajo de verdad”, en una dinámica que si no es de pareja, lo parece demasiado.

Empero, y siendo justos, no puede afirmarse que veintidós sean demasiados años para seguir bajo el ala materna; más bien es algo que va en función de circunstancias particulares. Las de Néstor (Miguel Narro) y su madre, Lilia (Leticia Huijara), los pusieron a vivir una situación que no puede durar, a menos que alguno de los dos –o ambos– pierda de vista que no existe tal cosa como un edipismo sano. Para su fortuna, ese no es el error en el que están cayendo sino, acaso, en el de prolongar el estado de las cosas un poco más allá de lo conveniente, demora que se deriva, por el lado de ella, del pasmo en apariencia inconsciente en el que se encuentra desde que muriera el padre de sus hijos, cuando los planes hechos tiempo atrás quedaron cancelados –“dijimos que aquí íbamos a volvernos viejos”, evoca ella cuando van a una cabaña en el bosque, ahora semiabandonada, adquirida en tiempos muy distintos y ahora en venta, destinada a ser uno de esos “bienes que sirven para remediar los males”–; demora que, por el lado de él, es simple consecuencia de su comprensible inmadurez, alegóricamente bien reflejada en un problema de las olimpiadas matemáticas en las que participó siendo más joven, que por azar se encuentra en un cuadernillo olvidado en la cabaña y se lleva consigo, para resolverlo y, sin darse cuenta del todo, para preguntarle a su yo interno qué tan cerca o lejos sigue estando de quien era en aquellos tiempos y si, como el lobo del acertijo matemático, está listo para escapar del corral custodiado por cuatro perros, dilema que podrá resolver en términos simbólicos en el diamante beisbolero donde, por cierto, nunca ha sido bueno, y que en el mundo real tiene una única solución factible.

Dirigida por el egresado del Centro de Capacitación Cinematográfica Jaiziel Hernández Máynez, coescrita con Oriana Jiménez Castro, coproducida con Raymundo Hernández Ramírez, Edgar Nito y Daniel Cabello, y coeditada con Lenz Claure y Arturo Manrique, Días de invierno se presentó en el más reciente FICUNAM y es la prometedora ópera prima en largometraje de ficción de un realizador con buenas hechuras y un discurso propio más que en ciernes.

Tomado de: La Jornada Semanal

Tráiler del filme Días de invierno (México, 2020) de Jaiziel Hernández

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Sociedad del espectáculo y uniformidad de contenidos

Por José Rivera Guadarrama @JoseRivegua

La dimensión lúdica y ritual que tenía el espectáculo en la Antigüedad ha sido desplazada por el voraz consumo de imágenes y contenidos que generan enormes ganancias y dan poder a quienes las producen y difunden con gran eficacia en estos tiempos de endiosamiento tecnológico. Este ensayo trata con acierto los aspectos esenciales de esa catástrofe moderna.

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El espectáculo, como acto recreativo y de aprendizaje, ha estado presente en todas las sociedades a lo largo de la historia. En cada uno de estos procesos culturales destaca el carácter lúdico y la aceptación que de él se hace en cada época. De ahí la naturaleza de su fomento. Tiene que ver, incluso, con cierta ritualidad. En muchos casos, el espectáculo podría considerarse como una especie de momento antropológico, unificador de los individuos.

Sin embargo, a estas alturas del siglo es notorio que se ha perdido el aspecto primordial de ese aprendizaje; la cohesión a la que se apelaba se ha desmembrado. La intertextualidad, ahora, responde a determinados modelos económicos de los países dominantes. A pesar de que estamos insertos en una evidente sobreabundancia informativa, una hiperinformación contemporánea que hace cada vez más complicado el asunto de discernir qué es lo que necesitamos para la construcción de conocimiento, y no de mera distracción con fines comerciales; a pesar de todo eso, en el fondo permea una semejanza en los contenidos, una misma intencionalidad.

Esto ya lo observaba el francés Guy Debord (1931-1994). En su obra más representativa, La sociedad del espectáculo, esta labor está vinculada a la cuestión del análisis de la mercancía, de la reificación, del valor y del fetichismo de los productos, a partir de la elaboración y fomento de las imágenes. Su crítica no va en el sentido de la producción, sino en cuanto al valor lucrativo que de ellas se obtiene; además, claro, de la notoria y evidente estandarización de los contenidos.

Debord aborda las décadas de la segunda mitad del siglo XX. Por lo tanto, está analizando los movimientos sociales y artísticos de aquellos años, en los cuales predominaban las demandas por mejoras en derechos civiles, estudiantiles, feministas, pacifistas, ecologistas, de liberación gay, nuevas espiritualidades, opositores a la Guerra fría y a la guerra de Vietnam, entre muchos otros.

Recurriendo a la historia, tenemos noción de cómo era el pensamiento antiguo respecto de las artes, su cosmología y los sucesos consuetudinarios. Por ejemplo, la civilización olmeca, considerada como una de las más antiguas de Mesoamérica, entre 1200 y 400 aC; por la parte occidental, el arte griego antiguo y toda la influencia ulterior. Sin embargo, da la impresión de que nuestra época está frente a otras circunstancias que van mermando la capacidad imaginativa. Nuestro asunto es observar cómo ahora las sociedades están frente a la reproducción monopolizada de las imágenes, que ha derivado en una simple actividad de diversión. Lo que se debe replantear, por lo tanto, es la forma de superar todo interés sublúdico de eso que ahora llamamos espectáculo.

Del ritual al consumismo

En la actualidad, esas producciones multitudinarias le han quitado al espectáculo todo carácter de sacralidad. El espectáculo contemporáneo ya no es una actividad con carácter de ritual identitario, tampoco una crítica estructurada sobre determinados asuntos. Ya no hay actos de fe dentro de ello. Por el contrario, prevalece un vacío, una fisura, y lo único que lo puede llenar es el aspecto económico, mediante la capacidad de consumo.

Por el contrario, en sociedades precapitalistas, como lo analiza Mijail Bajtin, todos esos ritos y espectáculos organizados a la manera cómica, presentaban una diferencia notable con las formas del culto y las ceremonias oficiales serias de la Iglesia o del Estado feudal, ya que ofrecían una visión del mundo, del hombre y de las relaciones humanas diferente, no-oficial, exterior a la Iglesia y al Estado. Aquellas, parecían haber construido, al lado del mundo oficial, un segundo mundo y una segunda vida a la que los hombres de la Edad Medía pertenecían en una proporción mayor o menor y en la que vivían en fechas determinadas.

Por lo tanto, en aquellas sociedades previas existían actividades recreativas alternas que escapaban al control y al monopolio de esas organizaciones sociales, a los enormes poderes como la Iglesia o el Estado.

Sin embargo, dentro de las naciones capitalistas, dice Guy Debord, sucede todo lo contrario. En ellas es notorio que “el espectáculo es el discurso ininterrumpido que el orden presente mantiene consigo mismo, su monólogo elogioso. Es el autorretrato del poder en la época de su gestión totalitaria de las condiciones de existencia”.

Además, dentro del actual espectáculo, da la impresión de que necesitamos una narrativa interna o superpuesta a lo observado, una especie de guía que nos narre lo que está sucediendo, pues una explicación que acompañe a la narración hace más placentera la contemplación. De lo contrario, cuando no hay descripción alguna, se percibe como una cansada superposición de imágenes y sucesos inconexos, sin aparente relevancia alguna. Los deportes son ejemplo destacado de esto, en particular el futbol, que con toda seguridad es la actividad deportiva más mediática, lucrativa y, por lo tanto, vista, estructurada y manejada como espectáculo y negocio, más que como actividad lúdica.

Velocidad y disolución de la realidad actual

A la manera de Paul Virilio, en un mundo invadido por imágenes a través de dispositivos electrónicos, por imágenes digitales transmitidas al instante, el espacio se disuelve, los objetos sólo se manifiestan en su desaparición, todo se hace demasiado rápido para la percepción humana. Las funciones productivas y perceptivas, así como las capacidades del hombre, se automatizan, porque son demasiado lentas frente al mundo que construye y en el que ha de vivir, ya que, además, para ver algo deja de ser preciso estar presente en un sitio determinado. Es ese tele-control, esa simultaneidad y omnipresencia de nuestros instrumentos y nuestras visiones, lo que está transformando las actuales condiciones de percepción.

Nuestro mundo, nuestras actividades cotidianas, están aceleradas, y esta rapidez juega un papel importante, fundamental, en la reconfiguración de nuestras dinámicas. De ahí que, para Virilio, “la velocidad es la cara oculta de la riqueza y el poder”, y de acuerdo con esta afirmación hará hincapié en que la celeridad es el factor decisivo que determina una sociedad: la nuestra.

Virilio subraya que es la agilidad en la comunicación de mensajes, la transmisión de significados, lo que otorga una posición destacada en la sociedad; su dominio y el control sobre las velocidades según las cuales se desarrolla en cada momento, son lo que permite dominar el resto de relaciones importantes. Por eso, las imágenes creadas por las nuevas tecnologías se envían y reciben a velocidades cada vez mayores, en tiempo real.

De esta manera, nuestros espacios lúdicos, de recreación y aprendizaje están disminuyendo. Es notorio que los aspectos fundamentales de nuestra vida cotidiana, rica en experiencias y propuestas artísticas, educativas, políticas, están siendo acaparados por sectores que no tienen ningún interés en revalorarlos. La homogenización es evidente. La pluriculturalidad se ensancha mientras que el consumo unitario aumenta.

Frente al monopolio de los contenidos del actual espectáculo, la palabra diversión, derivada de diversidad, está perdiendo su carácter fundamental de revalorización de la polis, de la comunidad en la apuesta de la autonomía y variedad de los aprendizajes. Es alarmante la manera en la que nuestra capacidad de intercambios culturales se está limitando a la dinámica homogénea de simple recepción de contenidos, idénticos, a nivel mundial.

Es por eso que la sociedad del espectáculo actual está desarticulada. O peor aún, está inscrita en la alienación del espectador en beneficio del objeto contemplado, sin opciones, sin alternativas, en detrimento de la autonomía de su propia imaginación. Está encerrada en conflictos y situaciones que ya no reconocemos; de ahí nuestra incapacidad para resolverlos.

Desde un punto de vista objetivo y positivo, siendo instrumental por naturaleza, el espectáculo es racional en la medida en que resulta eficaz para alcanzar el fin que debe justificarlo. Desde esta perspectiva, es posible promover causas sociales diversas para ser atendidas, se puede transmitir la importancia de los sucesos de la historia, de las revoluciones, del progreso, etcétera, con una fuerte carga de verosimilitud de los acontecimientos para mejorar nuestro contexto presente.

“Cuanto más contempla, menos vive…”

Para Guy Debord, la sociedad del espectáculo “cuanto más contempla, menos vive; cuanto más acepta reconocerse en las imágenes dominantes de la necesidad, menos comprende su propia existencia y su propio deseo. La exterioridad del espectáculo, respecto del hombre activo, se manifiesta en que sus propios gestos ya no son suyos, sino de otro que lo representa. Por eso, el espectador no encuentra su lugar en ninguna parte, porque el espectáculo está en todas”.

Para revertir ese fenómeno hay diversos tipos de movimientos sociales urbanos que tratan de superar el aislamiento y de reconfigurar la ciudad, respondiendo a una imagen social diferente de la ofrecida por los poderes, de los promotores respaldados por el capital financiero y empresarial, junto con un aparato estatal con mentalidad de negociante.

Para entender la dimensión del asunto, es necesario darnos cuenta de que el saber se encuentra, o se encontrará, afectado en dos principales funciones: la investigación y la transmisión de conocimientos. Es por eso que la incidencia de esas transformaciones tecnológicas sobre el conocimiento y el aprendizaje deben ser analizadas y reestructuradas en función de mejores condiciones de aprovechamiento del espectáculo.

Si la sociedad del espectáculo es complicada, porque para ser comprendida, exige la reformulación radical de todas las concepciones artísticas e ideológicas, la capacidad de rechazar muchas exigencias del gusto literario arraigadas, la revisión de una multitud de nociones y, sobre todo, una investigación profunda de los dominios de los aspectos cómicos populares que han sido tan poco explorados, porque están al margen del lucro que persiguen las grandes industrias.

Es ahí, en principio, donde debemos observar cómo educar a la sociedad, cuáles son los usos y costumbres que pueden ayudarnos a reforzar el aprendizaje, la tradición que va a terminar imponiéndose en el modo de adoptar una visión, una imagen de ese saber. Sin lo anterior, por desgracia, esta inestabilidad no encontrará ningún mecanismo de resolución y el espectáculo recreativo será acaparado por diversos núcleos de poder económico y político, reducido a la condición del más lucrativo y estandarizado de todos los tiempos.

Tomado de: La Jornada Semanal

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Cinexcusas: Sofía 87

Sofía Loren, actriz italiana

Por Luis Tovar @luistovars

Usted lo sabe, señora Sofía: cuando se habla de alguien que, como es el caso, se ha ganado todos los elogios y reconocimientos posibles, suele ser el ocaso vital quien ayunta la memoria, de cuya nobleza no cabe dudar, con lo que muchas veces sólo es oportunismo. Estas líneas quieren ir a contrapelo de ese hábito, no aguardar guadañas indeseables y aprovechar que apenas el pasado lunes 20 usted alcanzó la edad de ochenta y siete años, tan bien vividos, tan pletóricos de luz, celebridad y gloria que no tendría caso intentar, en un espacio así de breve, un recuento pretendidamente completo, sin olvidar que la intención de este irredento admirador suyo no es sino festejar su nueva vuelta al sol. Por lo demás, se antoja imposible la exhaustividad: ¿cómo, si hace siete décadas y un año, en un 1950 ya lejano, en su debut no firmó Loren sino Scicolone, apellido que de inmediato cambió por Lazzaro? No sólo eso sino, por ejemplo, su participación sin crédito en Quo Vadis?, complican otro poco la tarea.

Más valioso que la enumeración sería ponderar, a lo largo de un periplo que comenzó cuando tenía usted apenas dieciséis años y sigue hasta el presente –apenas en 2020 protagonizó La vida por delante, de Edoardo Ponti–, la transformación a la que usted misma sometió su presencia en las pantallas: que suene lo menos obvio posible pero su belleza física, insoslayable hasta lo paradigmático –la rebautizaron como Princesa del Mar, Sirena del Adriático, Señorita elegancia…–, habría bastado para garantizarle fortuna y fama cinematográficas, y sin embargo, en compañía de Carlo Ponti, a su tremendo impacto icónico y su simpatía irresistible amalgamó a partes iguales lo que tuvo desde siempre: talento, sensibilidad y vocación por el arte, no por el mero espectáculo.

Digo lo último porque Hollywood, esa máquina trituradora de personalidades, quiso considerarla suya y todavía hoy se ufana de ser su demiurgo, vaya falsedad: antes, durante y después de la Paramount, Cary Grant, Frank Sinatra, George Cukor, Sidney Lumet y Michael Curtis, estuvieron Vittorio de Sica, Claudia Cardinale, Gina Lollobrigida, Ettore Scola… y deliberadamente dejo hasta el final a Marcello Mastroianni, por razones que sin duda sabe de antemano pero, antes de aludir a ellas, querría dejar dicho y redicho que salvo De Sica, Scola y Mastroianni, con quienes me atrevo a decir usted se sabe indisoluble –y nada importa que la muerte los alcanzó a ellos antes–, el resto pueden considerarse honrados por Fortuna, por haber tenido el privilegio de compartir guión, set y créditos con una diva que sí merece ser llamada así, y más: una que antes y después de serlo ha sabido ser ella misma, sin los andamios de la pose ni la lejanía que mistifica, no obstante haber ganado todo lo ganable en materia de premios y reconocimientos –Palma, César, Concha, Oscar, BAFTA, Globo, David de Donatello…– y ser, desde un principio constatado hasta la fecha, El Rostro del mejor cine hecho en Italia.

Desde luego están o, mejor dicho ustedes son, Filomena y Domenico del Matrimonio a la italiana; la vendedora de cigarros, la enjoyada y la prostituta de Ayer, hoy y mañana; Giovanna y Antonio amorosísimos de Los girasoles, todas bajo el genio de De Sica, más las otras siete u ocho que protagonizó al lado de Marcello, pero es difícil no decirlo con la frase recurrente: para la inmortalidad les habría bastado con ser la Antonietta y el Gabriele de Una jornada particular, esa obra maestra de Ettore Scola, por mil razones: el entendimiento histriónico absoluto entre ustedes, desde luego, pero sobre todo lo que encarnan en sus personajes: el sufrimiento que infligen intolerancia, autoritarismo, tradicionalismo, y la protesta sutil e insospechada en contra de esos males, resumidos en la palabra fascismo, ejerciendo las virtudes más humanas: solidaridad, empatía, compasión…

Se termina el espacio, señora Loren, y bien sé que rozo apenas las orillas de su biografía. Terminaré deseándole larga vida; en este mundo, porque el de la posteridad ya le pertenece.

Tomado de: La Jornada Semanal

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1925-2021 Rosita Quintana ‘carne, demonio y humor’

Rosita Quintana, actriz argentina (1925-2021)

Por Rafael Aviña

Se dice que, en una gira por Sudamérica, el Charro cantor Jorge Negrete se impactó con la presencia de la joven argentina Trinidad Rosa Quintana Muñoz (16/VII/1925-23/VIII/2021), a quien invita a trabajar a nuestro país. Ya como Rosita Quintana, debuta en el cabaret El Patio en aquel 1947 y, pocos meses después, aparece en un papel secundario en La santa del barrio, protagonizada por Esther Fernández y dirigida por Chano Urueta en enero de 1948, año en el que participa en ocho películas, entre las que destaca ¡Ay Palillo, no te rajes!, para lucimiento del feroz comediante Jesús Martínez Palillo y, sobre todo, Calabacitas tiernas ¡Ay qué bonitas piernas!, con la que Germán Valdés Tin Tan iniciaba su mancuerna con el realizador Gilberto Martínez Solares.

Desde su primera aparición con uniforme de trabajadora doméstica en una mansión de Las Lomas, Quintana deja turulato al cómico, cuando éste observa sus pantorrillas; de ahí el subtítulo ¡Ay qué bonitas piernas! y, en honor a la verdad, pocas veces el cine mexicano tuvo la fortuna de contar con ese bellísimo par de extremidades inferiores que causarían furor en filmes subsecuentes como en Susana, carne y demonio (1950), de Luis Buñuel.

Por supuesto, Rosita Quintana era mucho más que un par de hermosas piernas: se trataba de una jovencita cálida, agradable, sensual, de bello rostro, con talento para el canto y gracia natural para componer cualquier tipo de papeles: ya sea la joven inocente de barrio bajo o de pueblo, la chica adinerada y altiva, o la muchacha que enloquece de deseo a los hombres, según el catálogo de ese cine mexicano de la época de oro, hoy tan burdamente vilipendiado fuera de contexto.

Rosita y el pachuco

La química entre Germán y Rosita fue evidente desde las primeras escenas, como aquellas donde ella lo rechaza y cachetea: “Qué diantre de gata angoriana, persiana…” le dice aquél, por ejemplo. Aunque nada comparado con las miradas acompañadas de gestos de amor que ella le prodiga luego de una trifulca entre las artistas que se disputan la atención de Tin Tan, al tiempo que ella interpreta el tango de Gabriel Ruiz “Ya no vuelvas”. Al final, cuando el cómico es encarcelado, Quintana le dice “mi rey” y ambos se besan a través de los barrotes de la prisión.

Ambos aparecerían en otro par de divertidos filmes: en Yo soy charro de levita (1949), Rosita encarna a una pueblerina empistolada y él, a un artista de carpa capitalino romántico y ladino que se entusiasma con esa hembra bravía. En una curiosa escena, varias jovencitas, todas ellas con pantalones, miran con recelo a Tin Tan y a la provincianita Quintana, y una de ellas, molesta y celosa, comenta: “mira a ese diablo de trompudo qué buen mango se agarró”. Al final, cuando Tin Tan cree agonizar, Quintana le dice: “No me dejes, pachuco, no te mueras, pachuco”, preámbulo de un largo y acalorado beso, como sucede en No me defiendas compadre (1949), en la que Germán comenta que Quintana “hace el amor como las mulas… a patadas”.

Armado con una pistolita de agua, Tin Tan enfrenta a villanos pueblerinos como Arturo Martínez y Julio Villarreal, y al chamaco majadero Ismael Pérez Poncianito, que le aclara a su tía, encarnada por Quintana: “No te dije que este cirquero era puro payaso” en Yo soy charro de levita, donde Germán parodia a Jorge Negrete y los dramas rurales de Emilio Fernández. Y en No me defiendas compadre, Tin Tan da el salto al cuadrilátero para enfrentarse con Wolf Ruvinskis y se enamora de la joven ingenua que encarna Rosita, en un filme en el que aparecen dos bellezas más: Leticia Palma en un brevísimo papel, y la exótica desnudista de origen estadunidense Turanda…

El Gallo Giro de pareja

En 1949, Raúl de Anda dirige Dos gallos de pelea, con Luis Aguilar y Rosita Quintana. Aquel mostraba sus dotes de macho cantor en esta curiosa comedia en la que él y su primo (Dagoberto Rodríguez) se dedican a la parranda junto con sus sirvientes (Fernando Soto Mantequilla y Armando Soto La Marina el Chicote), hasta que quedan impresionados por la belleza de una profesora brasileña (la guapa Quintana con anteojos de intelectual) que anda en busca de un insecto que puede servir para contrarrestar una plaga en su tierra. Cadáveres, serenatas, supuestas ánimas y semidesnudos de la heroína (su ropa se la lleva el río mientras se baña y tiene que utilizar por ello la camisa del bragado Gallo giro), para darle un toque erótico y lucir el torso desnudo de Aguilar y las piernas de Quintana.

Más interesante resulta Tú, sólo tú (1949), de Miguel M. Delgado, también con Quintana y Aguilar, quien abandona su universo campirano y se va en busca de su novia a la capital y llega al hotel El Pradito y luego se degrada en los cabarets de la urbe alemanista y en El Zarape se topa con su novia Paloma, convertida en cabaretera (Quintana con cabellera negra) y luego de borracheras y pleitos se enamora de Marta, una riquilla que interpreta la misma Rosita de rubia, que vive en las Lomas, lugar adonde llega a caballo el héroe para enseñarle a montar. “Mira nomás cómo me la fui a encontrar, mascando chicle…”, comenta ahogado en alcohol Luis Aguilar con sus tremendas cejas de azotador en una cantina, mientras entona “Tú, sólo tú”, de Felipe Valdés Leal, y atrás se observa publicidad de Orange Crush y Royal Crown Cola…

El demonio de la carne

Mala hembra (Miguel M. Delgado, 1950), protagonizada por Rosita Quintana y producida por su marido Sergio Kogan, a quien conoció en 1948, fue un drama excesivo y truculento con elementos de suspenso y psicoanálisis para lucimiento de la bella estrella y cuya publicidad la promocionaba así: “Su capricho era ley y su deseo el hombre.” Todo resulta desmedido y a la vez divertido, como la canción tema “Miseria”, compuesta por Miguel Ángel Valladares con algunas imágenes muy impactantes a cargo del maestro Víctor Herrera. Quintana huye de su padrastro, un ferrocarrilero alcohólico que la acosa y, en apariencia, ha abusado de ella, quien llega a la ciudad hambrienta y sin dinero y, de a poco, triunfa en un cabaret como cantante.

Sin embargo, nada comparado con la impactante Susana, carne y demonio (1950), de Buñuel, producida por Kogan con argumento de Jaime Salvador y Rodolfo Usigli. Rosita es una joven rebelde que huye de un reformatorio en una secuencia freudiana y delirante que sucede bajo una lluvia torrencial, cuando logra salir de una mazmorra repleta de arañas y murciélagos. Encarna la frialdad, la soberbia, el deseo carnal y el apetito sexual liberado. Bajo el inquietante subtítulo de Carne y demonio, el filme es otro ejemplo de Luis Buñuel por insistir en los resortes del deseo erótico y del humor subversivo. Quintana es una hembra perversa con cara de ángel que trastorna una hacienda idílica, provocando un ansia feroz en todos los personajes masculinos: el dueño, interpretado por el siempre notable Fernando Soler, su hijo, el joven Luis López Somoza, y el caballerango Víctor Manuel Mendoza, a quienes doblega a sus pies en un relato con un final en apariencia feliz que delata la doble moral y la hipocresía de la sociedad mexicana.

Retiro, retorno y Ariel de Oro

En Y mañana serán mujeres (Alejandro Galindo, 1954), un grupo de jovencitas desatendidas por sus padres y con su virginidad en juego, coinciden en la historia de una retraída y solitaria profesora solterona (Quintana), que sirve de acompañante de unas adolescentes hijas de matrimonios frívolos y millonarios que se deshacían de ellas por un rato, enviándolas a una finca en el campo. Ahí encuentra el amor verdadero en la figura del decente y entusiasta médico e investigador que interpreta Roberto Cañedo, al que desea también una de las chicas. Rosita dice frases como: “hay que guardarnos para un solo hombre”, en un relato en el que debutaba la hermosa Sonia Furió.

Ese mismo año de 1954 protagoniza, al lado de Pedro Infante y Joaquín Pardavé, El mil amores, de Rogelio A. González. Quintana tiene una hija, Patricia (Martha Alicia Rivas), que estudia en un colegio de señoritas donde creen que está casada con un marinero y hace pasar a Bibiano (Infante), como su marido al verse en aprietos y la joven lo cree su padre, quien en realidad está comprometido con la interesada Lilia Durán. Rosita luce hermosa y Pedro canta “Contigo en la distancia”, “El mil amores” y “Muñeco de cuerda”.

A El mil amores seguirían varias cintas de fórmula, donde la actriz interpreta personajes melodramáticos o el arquetipo de machorra de la época, como en Serenata en México (1955), Me gustan valentones, Siempre estaré contigo/Concierto de amor, Carabina 30-30, Mi niño, mi caballo y yo –todas de 1958.

Destaca El hambre nuestra de cada día (Rogelio A. González, 1959), excesivo drama social con Quintana como empobrecida corista que, por necesidad, se hace amante del violento acaparador de semillas Pedro Armendáriz, hasta que conoce al joven y noble médico Ignacio López Tarso, quien le propone matrimonio y le explica las contradicciones económicas de la cotidianidad nacional. Poco después del rodaje de Paloma Brava (1960), que producía su marido Sergio Kogan, ocurriría una tragedia automovilística donde éste fallecería. Quintana, que lo acompañaba, entró en coma por algunos días; logró salir, pero abandonaría su carrera cinematográfica para hacerse cargo de sus pequeños hijos, Sergio y Paloma, para regresar en 1975 con El compadre más padre y en cintas como El hombre de la mandolina, Coqueta o Club Eutanasia.

Por fortuna, la bella Rosita Quintana recibió en vida un homenaje al obtener el Ariel de Oro en 2016. Descanse en paz.

Tomado de: La Jornada Semanal

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Cinexcusas. Quince años que forjaron una Patria (+Video)

Por Luis Tovar @luistovars

Debido a innumerables causas que van desde la insuficiencia hasta la distorsión –lo primero en sistemas y contenidos educativos de todos los niveles, lo segundo en la cooptación de espacios difusivos por ciertos grupos de intereses económico-político-intelectuales–, para un enorme sector de la población la historia de México se reduce a tres o cuatro, cuando mucho cinco hitos o piedras angulares: la fundación de México-Tenochtitlan, su caída en manos de la Conquista española, la Independencia, la Reforma y la Revolución Mexicana. Peor aún, en la mayoría de los casos esos fenómenos colectivos han quedado reducidos a su mínima expresión, muchas veces sólo iconográfica, sin mayor texto ni contexto que el correspondiente a las clásicas estampitas de otros tiempos, detrás de las cuales –como de las “monografías” temáticas– quién sabe quién pergeñaba unas líneas de contenido y redacción apresurados e insuficientes. De ese modo, la fundación del imperio azteca se reduce a un águila devorando a una serpiente; la Conquista, a poco más que las figuras de Moctezuma y Cortés; la Independencia, a los bustos de Hidalgo, Morelos y acaso Vicente Guerrero; la Reforma, a Benito Juárez y su apotegma de los individuos y las naciones, y finalmente la Revolución a los rostros de Madero, Villa, Zapata, Carranza y pare usted de contar.

Posiblemente el siglo xix mexicano sea el período peor y más escasamente difundido a gran escala; no historiado, pues la bibliografía, la hemerografía y hasta la iconografía son abundantísimas, a pesar de lo cual los nombres, pero sobre todo las acciones y el legado de los gigantes decimonónicos mexicanos le han pasado de noche a una generación tras otra, para las cuales Guillermo Prieto, Ignacio Ramírez el Nigromante, Melchor Ocampo, Francisco Zarco, Vicente Riva Palacio y muchos más, sólo les suenan a nomenclatura urbana.

Es preciso insistir: a la distorsión por insuficiencia se suma la originada en la convención histórica –un ejemplo inmejorable es el relegamiento de Prieto y el Nigromante en favor de Juárez y Lerdo de Tejada–, y a ésta se agrega el encumbramiento, desde hace por lo menos tres décadas, de grupos intelectuales que avalaron, con su discurso, las posturas políticas de los poderosos en turno.

Revolución, Reforma e Imperio

Ese es el contexto en el que hace tres años se produjo y hace dos se estrenó el documental Patria (México, 2019), cinematográficamente dirigido por Matías Gueilburt pero, en lo que corresponde al contenido, atribuible ciento por ciento a Paco Ignacio Taibo II –el actual titular del Fondo de Cultura Económica–, a partir de la trilogía homónima de su autoría, en la que hace un relato ampliamente documentado, prolijo en detalles, tan lejos como es posible de hieratismos y solemnidades, de los tres lustros que, en la segunda mitad del siglo xix, no sólo son parte insoslayable de la historia de este país sino, de manera definitiva, significaron su preservación, su conceptualización y su posibilidad de futuro. Desde 1854 hasta 1867, es decir desde la Revolución de Ayutla hasta la caída del llamado imperio de Maximiliano de Habsburgo, en Patria, el documental, Taibo II literalmente va de un punto a otro, de manera geográfica y verbal, contando la Historia; vale decir, contándola desde una perspectiva que al mismo tiempo la recupera, la amplía, la revalora y la reinterpreta, con el propósito claro de volverla accesible al gran público sin pérdida de matices, anécdotas y detalles, despojándola así del aire lejano y la distancia que, entre el pueblo raso y sus orígenes, han instalado lo mismo académicos tiesos que intelectualoides infatuados que políticos convenencieros.

Auténtica delicia para cualquiera que desee asomarse al más fascinante de los períodos de un país abundante en riqueza histórica, cultural e intelectual, el documental Patria merece una difusión más grande aún de la que permite la plataforma Netflix, donde se encuentra disponible.

Tomado de: La Jornada Semanal

Tráiler del filme Patria (México, 2019) de Matías Gueilburt

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