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Recordando tres momentos trascendentes de la cultura cubana

Por Manuel Pérez Paredes

A finales de 2019 pasé a formar parte del grupo de los que vivimos en Cuba y alcanzamos la condición de octogenarios. Estamos en 2021 y, como todos los años, me vienen a la mente, independiente de que me los recuerden, acontecimientos de nuestra vida que cumplen aniversario y me han, nos han, dejado huellas para la reflexión de cómo fue que sucedieron y las diversas lecciones que se imponen de ellos.

Recordar y olvidar, como lo hace uno, y como se hace en la vida de un país, es un complejo ejercicio de la memoria, individual y colectiva, bien importante, si se piensa con honestidad, para enriquecernos espiritualmente y para dialogar con las generaciones que no vivieron aquellas experiencias.

Tengo tres recuerdos, integrados a la realidad artístico cultural de Cuba, que fueron importantes en mi vida y en la del proceso revolucionario. Se cumplen aniversarios cerrados de cada uno de ellos, y ahora los quiero repasar, repensar brevemente a la luz de la experiencia acumulada por los años vividos.

El primero, a seis décadas de distancia, está relacionado con los acontecimientos que se desataron en mayo y junio de 1961 y condujeron a las tres reuniones en la Biblioteca Nacional, que culminaron con lo que se ha conocido desde entonces como «Palabras a los intelectuales», pronunciadas por Fidel Castro. Acoto, para empezar, que me identifico con la observación de Roberto Fernández Retamar, que hace unos años, en un texto sobre su significación, expresaba que hubiese sido más exacto recordarlas como «Palabras a los escritores y artistas».

El segundo, a medio siglo, es el Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura, efectuado en La Habana entre el 23 y el 30 de abril de 1971. Imposible analizar aquellos días sin una sintética mirada a los antecedentes que lo propiciaron, más las consecuencias que se derivaron de sus acuerdos.

El tercero, a treinta años, es el acuerdo del Comité Ejecutivo del Consejo de Ministros, en mayo de 1991, por el cual se creó una comisión encargada de estudiar la fusión de los organismos estatales responsables de la producción cinematográfica nacional. Como resultado de ello, tocaba al ICAIC desaparecer como institución cultural. Una memoria reductora recordará este asunto circunscribiéndolo al nombre de la película que fue centro visible del conflicto: Alicia en el pueblo de Maravillas.

  1. «Palabras a los intelectuales»

Cuando Fidel pronuncia sus «Palabras a los intelectuales» en la Biblioteca Nacional el 30 de junio, simultaneaba, en su condición de máximo dirigente de la Revolución, otros frentes muy complejos y urgentes. Sintetizo lo que recuerdo con particular relevancia.

Unos días antes, el 24 de junio, había sido invitado a la reunión de la Dirección Nacional del Partido Socialista Popular (PSP), en la que se discutió y acordó su disolución, paso necesario para la fusión con las otras organizaciones revolucionarias (26 de Julio y Directorio Revolucionario 13 de Marzo), que también desaparecieron. Así nacieron las Organizaciones Revolucionarias Integradas (ORI).

El proceso de superar el espíritu de pertenencia a la anterior militancia no fue fácil, tuvo sus complejidades, y la vida se encargó de demostrarlo posteriormente. El camino a la unidad enfrentó pruebas que si no fueron mayores se debió al liderazgo indiscutible de Fidel. Después de la declaración pública del carácter socialista del proceso revolucionario, el 16 de abril, y de la victoria en playa Girón, el 19, era imprescindible la integración de los militantes de las tres anteriores organizaciones y de otros revolucionarios que iban a asumir la militancia sin provenir de ninguna de ellas. Fidel estaba consciente de la inaplazable necesidad de una unidad política superior para poder continuar.

Vivíamos en el clima posterior al fracaso de la invasión de Girón, cargado de tensiones por la actividad contrarrevolucionaria interna, sin poder descartar nuevas agresiones externas. Adicionalmente, al firmarse a principios de junio la Ley de Nacionalización de la Enseñanza, anunciada el 1 de mayo, se incrementaban tensiones y confrontaciones con sectores del clero reaccionario y falangista, pero el final de las escuelas privadas, particularmente las religiosas, no admitía posposiciones en aquellas circunstancias. Esto incrementó la actividad de la Operación Peter Pan, que se estaba llevando a cabo desde diciembre de 1960. Diariamente, se marchaban de Cuba hacia Estados Unidos niños y adolescentes de entre seis y dieciséis años, enviados con autorización de sus padres, con apoyo y protección del gobierno norteamericano y de la iglesia católica de ese país. Allí estarían «protegidos del avance del comunismo» en la isla hasta que la Revolución fuese derrocada por una nueva invasión que debía suceder, en la esperanza de algunos, «mañana». Poco más de catorce mil fueron enviados hasta que se canceló la operación en octubre de 1962, cuando la crisis de los misiles soviéticos en Cuba. Saquemos cuenta del promedio diario de salidas y la cifra es de impacto. Así era la cotidianidad de la Cuba de mediados de aquel año.

Regreso al día 30 de junio, a la Biblioteca Nacional, a Fidel en su intervención. El detonante de las discusiones de aquellas tres sesiones ya lo puede conocer buena parte de los que leen este texto, fue el documental PM, realizado por cineastas vinculados a la corriente cultural del semanario Lunes de Revolución. El ICAIC lo censuró a principios de mayo para su proyección en los cines. Se había exhibido antes en el Canal 2 de nuestra televisión, dirigido entonces por los compañeros de Lunes. Pero Fidel no entró en ese asunto, no lo esquivó, lo trascendió. Sabía que el debate desencadenado por la decisión del ICAIC entrelazaba preguntas y preocupaciones honestas, más temores y prejuicios, con el pulso de lucha de corrientes dentro de la Revolución en el campo de la actividad artístico cultural (ICAIC-CNC-Lunes de Revolución). Su intervención fue el resultado de todo lo que escuchó, lo que se dijo y le decían; bien receptivo a textos y subtextos. No fue un discurso preconcebido para informar allí la directiva de la Revolución en ese frente. Fueron las palabras de un creador en el arte de la política, definiendo lo que era posible definir como política artístico cultural en aquella situación. Fidel llamó a la unidad verdadera, no formal, lo más amplia posible en aquellas circunstancias, de todos los artistas. Reconoció la honestidad y el derecho a vivir y a crear en Cuba de los que no se sentían identificados con la Revolución, o que tenían reservas con el futuro que se les deparaba, pero que no eran enemigos que contribuyeran a su destrucción.

Recuerdo que, además de las corrientes que pugnaban dentro de la Revolución por defender sus espacios, ganar hegemonía o debilitar a las otras, se agregaba en algunos participantes la preocupación, no manifiesta, de las experiencias negativas del entonces campo socialista en cuanto a cómo dirigir la política cultural en el terreno de las artes. Nadie mencionó a Stalin, ni la URSS, ni el XX Congreso del PCUS de 1956, pero se podía recordar el grito de Mirta Aguirre: «budapestismo», emitido en un momento de la difícil reunión en Casa de las Américas a finales de mayo, discutiendo PM, antecedente que condujo a organizar las reuniones de la Biblioteca Nacional.

Concluyendo este recuerdo, soy de los que cree que cuando la intervención de Fidel se escucha hoy, gana más riqueza de matices que cuando solo se lee. Importa el tono, la construcción de sus ideas sobre la marcha de la intervención. Eran las palabras necesarias y posibles ante aquella realidad. Fueron la base sobre las cuales nació, dos meses después, la unidad, en su diversidad, de los escritores y artistas con la creación de la UNEAC.

Luego prosiguió la vida y vinieron otras situaciones con sus retos, riquezas, sorpresas, conflictos, miserias y grandezas de nosotros, los seres humanos, en el curso de la historia de la Revolución cubana. Así llegamos, una década después, a 1971.

  1. El Primer Congreso de Educación y Cultura

No es posible, para mí, recordar este congreso al margen de un brevísimo recuento de sus antecedentes en la década de los sesenta (pos-Girón y pos-«Palabras a los intelectuales») hasta que concluye, políticamente, a mediados de 1970, finalizada la zafra en la que no alcanzamos los diez millones de toneladas de azúcar.

Hago rápida memoria de acontecimientos medulares  que marcaron de forma muy diversa aquel tiempo de fundación: la lucha contra el sectarismo, el nacimiento de la libreta de abastecimientos, la crisis de octubre, el juicio de Marquitos, la Tricontinental, la carta de despedida del Che, el PCC y su comité central, las salidas del país de emigrantes por el puerto de Camarioca, la OLAS, la muerte del Che, el Congreso Cultural de La Habana, la microfracción, el regreso de los sobrevivientes de la guerrilla del Che en Bolivia, la Columna Juvenil del Centenario, la ofensiva revolucionaria de marzo del 68, la zafra del setenta con su llamado final: «Convertir el revés en victoria».

A escala internacional, la década había empezado con una reunión en Moscú, en noviembre de 1960, de 81 partidos comunistas. Ellos lanzaron al mundo su «Declaración de los 81», texto que caracterizó la época que comenzaba a vivir la humanidad como la de «transición del capitalismo al socialismo». Pero, al terminar los sesenta, los partidos comunistas se han dividido radicalmente entre prosoviéticos y prochinos, interpretando el quehacer político de la época en forma antagónica. La «Declaración de los 81» quedó archivada en el recuerdo en pocos años.

La Revolución cubana vivió y sufrió aquella división, las presiones que conllevó sobre ella, con total soberanía en su proceder, en los planos nacional, latinoamericano e internacional. Al mismo tiempo, desarrolló relaciones cercanas y solidarias con personalidades y entidades del movimiento artístico e intelectual latinoamericano y europeo occidental. El Congreso Cultural de La Habana, en enero de 1968, fue la más alta expresión de esa relación y adhesión con Cuba.

Pero al invadir Checoslovaquia las tropas del Pacto de Varsovia, en agosto de 1968, el pronunciamiento de Fidel apoyando y haciendo preguntas y consideraciones sobre el proceder de aquella acción abrió una brecha en parte de esas relaciones. Algunas organizaciones y personalidades políticas o intelectuales, hasta aquel momento muy solidarias con Cuba, no compartieron esa posición, hicieron declaraciones en las que tomaban distancia o desaprobaban; los hubo que rompieron con la Revolución. Todo esto repercutió internamente, tanto en el ámbito político como en el cultural, y dejó diversas huellas y encontradas lecciones entre nosotros.

En el quehacer artístico nacional se habían dado hasta ese año fuertes debates entre diversas corrientes y tendencias que se asumían dentro de la Revolución. Quedaban aparte los que en aquellos tiempos se distanciaron o rompieron con ella, emigrando o exiliándose. Las palabras de Fidel en la Biblioteca, en 1961, habían sido interpretadas de manera diferente, desde bien temprano, al entrar en lo ideológico. En 1963, la letra de una canción cubana, «Adiós, felicidad», o el estreno de algunos filmes extranjeros en nuestras salas de cine desencadenaron críticas o debates abiertos en la prensa, que revelaban la existencia de posiciones bien encontradas. En la polémica Alfredo Guevara-Blas Roca, en diciembre de aquel año, trascendía el tema «qué películas debemos ver». En lo profundo, discutían qué tipo de ser humano queremos formar, qué sociedad queremos crear. Y ambas coexistían dentro de la Revolución esperando por el dictamen de la vida.

Desde 1968, la vida en la cultura artística y sus implicaciones ideológicas se nos va polarizando de forma excluyente entre dogmáticos y liberales. Lo resumo en esas dos corrientes básicas, pero había más riqueza de matices, que incluía la posición consecuentemente revolucionaria en debate con las otras. A finales de ese año, los premios de Poesía y Teatro del concurso UNEAC añadieron más carga negativa. La manera en que se criticaron oficialmente, después de haberse otorgado, y lo que desataron de reacciones dentro y, por supuesto, fuera del país, escalaron una temperatura altísima en la agresividad de la confrontación. El terreno estaba abonado para el incremento de diversas formas, abierta o enmascarada, de la actividad contrarrevolucionaria con el estilo y los recursos de aquellos tiempos. Este es un antecedente indispensable para entender cómo se llega al clima político ideológico de 1971 y cómo abordó aquel congreso el tema de la cultura artística.

Todo esto me motiva ahora, antes de continuar el recuerdo, después de lo visto y vivido en nuestra realidad y en el mundo en este 2021, a una breve reflexión.

Vivir «con la guardia en alto» como nación, en forma permanente, fue desde muy temprano una necesidad imperiosa de la Revolución, con todo lo que conlleva esa forma de vivir. La psicología de fortaleza sitiada ha dejado de diversas formas sus huellas en nuestra mentalidad, reflejos, acciones y reacciones, con las diferencias que aporta la generación a la que pertenecemos, los momentos vividos, además de otros matices. Indispensable para nuestra defensa, para seguir existiendo como proyecto revolucionario, sin embargo, al mismo tiempo nos ha pasado factura a nivel interno. Como los medicamentos, que protegen, curan y salvan, pero también pueden hacer daño, y hasta de manera severa, por sus efectos secundarios si no se administran políticamente de forma adecuada. De ahí la importancia que exige la vida revolucionaria atender su uso prolongado, contraindicaciones coyunturales, sobredosis, reacciones adversas y otros. La dosis exacta es un reto, no es fácil ahora, menos lo era hace medio siglo. Frente a ese riesgo, lo que más nos protege, lo que nos puede vacunar es una cultura integral como revolucionarios. Así podremos cumplir mejor aquella recomendación del Che, todo un desafío en nuestra coexistencia interior, cuando nos decía: «Hay que endurecerse, pero sin perder la ternura».

Regreso al Primer Congreso. Cuba empezó 1971 en circunstancias económicas e internacionales bien complejas. Se había propuesto, tenía que hacerlo, un ajuste de cuentas con las pasadas ilusiones de la década anterior en diversas áreas de la vida económica, social e ideológica, también de política cultural. Había establecido el criterio de acogerse, en lo esencial, a la experiencia del socialismo que ya existía, la Unión Soviética como modelo.

El Primer Congreso Nacional de Educación y Cultura, realizado entre el 23 y el 30 de abril de 1971, se empezó a gestar desde principios de ese año a lo largo y ancho del país. Más de cien mil trabajadores de la educación, o vinculados a ella, desde la base hasta niveles regionales y provinciales, participaron en reuniones, asambleas y plenarias (2 656 fue la cifra informada), donde analizaron temas y problemas relacionados con los objetivos de esa actividad. La cultura, entendida en sus manifestaciones artísticas, se añadió como denominación y contenido del evento cuando este ya se desarrollaba en La Habana con los delegados elegidos más otros participantes; decisión tomada por la Revolución en el clima de repercusión que se iba desatando internamente, pero sobre todo en los medios de prensa y comunicación internacionales, por la detención, el 20 de marzo, del escritor Heberto Padilla. Este hecho hizo progresar fuertemente los diferendos y también las rupturas con un sector de la intelectualidad latinoamericana y europea occidental que ya se había expresado, en agosto de 1968, y que ahora se asumía como tutor y hasta juez internacional de la Revolución.

Maestros, educadores y pedagogos, además de especialistas y cuadros de dirección de organismos del estado y organizaciones políticas y de masas vinculados a la actividad educacional, conformaban la casi totalidad de los delegados e invitados a las plenarias y comisiones del congreso, en el que se discutieron ponencias y recomendaciones que habían llegado desde la base. Una pequeña representación de creadores de la cultura artística estaba presente en las comisiones 6A y 6B para el abordaje de los temas y problemas más polémicos de la agenda ideológico artística que allí se expusieron, fundamentalmente promovidos por la dirección del congreso.

A mí me tocó vivirlo desde una de sus comisiones, la 6B, en la que fui vicesecretario. Llegué al congreso en su etapa organizativa, en la última decena de marzo, designado por el ICAIC para representarle y defender su política cultural cinematográfica. Había sido coautor, junto con Julio García Espinosa, de la ponencia «El cine y la educación», solicitada en febrero por el MINED al ICAIC, para aportar criterios al debate del tema «Influencia del medio social sobre la educación», que terminó como nombre de la comisión. En 2013 publiqué en la revista Cine Cubano, no. 189-190, un texto sobre mi experiencia en esa comisión: «Ya te puedes ir que se salvó el ICAIC».

El balance de mi trabajo en esa comisión fue bien importante como aprendizaje. La defensa de la ponencia por Alfredo Guevara, la noche de su discusión, ante los ataques (fueron más que críticas) que le hicieron algunos participantes a la política de programación de películas extranjeras del ICAIC, fue valiente y brillante. Pero lo extraordinario fue la llegada imprevista de Fidel, en un momento álgido del debate, para participar y concluir con una intervención en la que apoyó la posición del ICAIC.

Sin embargo, el balance final de aquel congreso para nuestra cultura no fue positivo. La forma en que se asumió la defensa de la Revolución sentó bases para un estilo de dirección y ejecución que hizo daño en algunas de nuestras manifestaciones artísticas y también a sus creadores. Su declaración final abordó de manera lamentable temas relacionados con la sexualidad, la religión, las modas y sus «extravagancias», y la actividad cultural. Vino después lo que ha quedado caracterizado como quinquenio gris, con las posibles modificaciones de color y tiempo que se pueden añadir por los que vivieron o han revisado esos años. La creación del Ministerio de Cultura, en 1976, dio paso a un proceso de rectificación progresiva de los errores e injusticias cometidos, sin que se pueda considerar que aquel tiempo se cerró con un balance crítico profundo. El estallido, en 2007, casi 36 años después, de la llamada «guerra de los emails» fue una muestra de que nos quedamos por debajo de lo que demandaba el análisis de lo sucedido, independientemente de todo lo que se pueda añadir a los diversos componentes de aquella guerrita.

Finalizo este recuerdo pensando que un largo camino hemos recorrido, pero nos falta todavía, en los complejos debates que exige nuestra lucha para enfrentar el diversionismo ideológico y, al mismo tiempo, estimular y reconocer que la diversidad es fuente de crecimiento y desarrollo de la inteligencia, de la cultura, del arte y, también, de la unidad revolucionaria. Difícil reto es, a veces, deslindar dónde está lo uno y lo otro, sin «bajar la guardia», mucho más ahora, en esta tercera década del siglo XXI.

  1. Un acuerdo del Comité Ejecutivo del Consejo de Ministros

El 13 de mayo de 1991 me encontraba en una casa en la playa de Jibacoa. Disfrutaba con mi familia de una semana de vacaciones que concluía esa tarde, pero al mediodía llegó hasta allí Hilda Roo, inolvidable secretaria de la vicepresidencia de Programación Artística del ICAIC, con la misión de informarme de la sorpresiva reunión que se había celebrado esa mañana en el ICAIC con el personal artístico, presidida por Armando Hart en su condición de ministro de Cultura. Allí informó el acuerdo del Comité Ejecutivo del Consejo de Ministros, por el cual se creaba una comisión estatal encargada de elaborar propuestas de perfeccionamiento encaminadas a estudiar «la unión orgánica de los Estudios Fílmicos de las FAR, los Estudios Cinematográficos de la Televisión y los del Ministerio de Cultura (ICAIC)». Julio García Espinosa cesaba como presidente del ICAIC y pasaba a trabajar como asesor en el Ministerio de Cultura; Benigno Iglesias, vicepresidente, lo sustituía provisionalmente; el compañero Enrique Román, presidente del ICRT, presidía la comisión estatal. Al día siguiente, en nuestros medios de información se publicaba el acuerdo.

Cuando conversé, la noche del 13, en el ICAIC, con algunos de los compañeros que estuvieron en la reunión, supe que ya en ella se le habían expresado preocupaciones a Hart sobre la información que ofrecía. Allí mismo decidimos dejar constancia por escrito, en breve carta dirigida a Hart, de la inconformidad con el acuerdo, más la necesidad de conversar y discutir la decisión tomada. Un numeroso grupo de trabajadores del área artística del ICAIC al día siguiente respaldó con su firma este punto de vista.

Lo que prosiguió, el paso a paso, es tarea de un libro. Acá va, por lo tanto, una síntesis abreviada de mis recuerdos. Cartas y declaraciones se hicieron y enviaron en las siguientes tres semanas abordando el tema y sus implicaciones y consecuencias. La comisión designada, mientras tanto, iniciaba el estudio, también los pasos prácticos para llevar adelante lo encomendado. Las cartas iban con copia a diferentes instancias del gobierno, partido, organizaciones políticas y sectoriales para que conocieran nuestra posición y estuvieran en condiciones de aportar criterios. Se celebraron algunas reuniones con el mismo fin.

En el ICAIC, en pocos días nos organizamos creando un grupo de dieciocho compañeros, representantes de toda la diversidad creativa y generacional de nuestro centro de trabajo, para dialogar con las instancias de dirección nacional y con quienes quisieran hacerlo. Se informaba a los trabajadores, en asambleas o reuniones, cuando era necesario que supieran y opinasen del curso de los acontecimientos.

Estábamos terminando el primer semestre de 1991, no tengo que extenderme en la situación de Cuba ni en lo que estaba sucediendo a escala nacional e internacional y lo que se veía venir. Convencidos estábamos de que, además de las fundamentaciones que explicaba el acuerdo, este había sido motivado y respaldado por compañeros que habían desarrollado criterios muy críticos sobre una parte de la producción del ICAIC (noticieros, documentales, ficción) de los últimos años. Para ellos, lo mejor para la Revolución era que el ICAIC se disolviera en la nueva forma organizativa, robusteciendo así el frente ideológico cultural de la «fortaleza sitiada», ante el período especial que se nos venía encima.

Esta situación coincidía con las semanas previas al estreno comercial de Alicia en el pueblo de Maravillas, película dirigida por Daniel Díaz Torres, que ya estaba en copia (35 mm) para los cines al empezar el año. Había participado, invitada en una sección no competitiva, en el Festival de Berlín a mediados de febrero. Allí había sido bien recibida, sin especial destaque ni manipulación política alguna contra la Revolución, por su estilo satírico. Pero Alicia… ya se había convertido en Cuba, desde enero y febrero, en una película de amplia circulación en casetes VHS por casas particulares y otras dependencias e instituciones. Ese «estreno» escapaba al control del ICAIC, era el resultado de una «promoción» que fue creando una atmósfera de crítica político ideológica muy fuerte contra ella.

En conversaciones con algunos compañeros que tenían responsabilidades de dirección en el país, recibimos el criterio de que para ellos el «problema» no era Alicia…, el problema era la «tendencia» que se había estado desarrollando en la producción del ICAIC de los últimos años. Nos mencionaban títulos de documentales, largos de ficción y algunas ediciones del Noticiero ICAIC que consideraban hipercríticos o discutibles ideológicamente. Alicia… era ideal, en los que respaldaban esa posición, no para censurarla, sino para convertirla en «material de estudio», en un ejercicio de movilización revolucionaria ante un hecho cultural que había que repudiar. En esa dirección, se desarrollaban acontecimientos y discusiones, verbales o por escrito, hasta que finalmente se nos informó, el lunes 10 de junio, que su estreno se haría el jueves 13, durante cuatro días, en los cines de estreno de La Habana, y el fin de semana, dos días, en las capitales de provincia. El miércoles 12 conocimos que se movilizaría a la militancia del partido a las funciones en los cines para evitar que la contrarrevolución pudiera hacer uso de la película para sus fines.

Los que integrábamos el grupo de los dieciocho llevábamos poco menos de un mes realizando cartas y gestiones para que se reconsiderase el acuerdo del 13 de mayo, y para que Alicia… tuviese un estreno normal, que el público la pudiese juzgar artística e ideológicamente como obra, sin atmósfera política previa organizada en su contra. Todo avanzó en dirección contraria a nuestro criterio. Fue así que decidimos dirigirnos por escrito directamente a Fidel.

La carta, poco más de una cuartilla, se concentró en nuestro total desacuerdo con lo que estaba sucediendo en torno a la exhibición de la película. Se redactó el 13 de junio, se entregó en el Consejo de Estado el 14. El 15 recibimos, vía telefonema, su respuesta. Nos hizo saber que, concluida la situación que se estaba desarrollando, nombraría una comisión encargada de atender nuestros criterios y reclamos, así como todo lo relacionado con la existencia de la película.

Por esos días nos empezaron a llegar rumores de que Alfredo Guevara regresaba a La Habana (era embajador de Cuba en la UNESCO, en París, desde 1982) llamado por Fidel. A la exhibición de la película se añadió una cadena de fuertes críticas contra ella, publicadas en los periódicos y revistas de circulación nacional. Los títulos de algunas dan una idea de su colocación y tono: «El espíritu del rebaño», «Alicia, un festín para los rajados», «Esas “maravillas” niegan a nuestro pueblo», «Alicia y su puñal», «Alicia en su pantano». Intentamos responder a todas con un texto de una cuartilla, pero nunca se publicó. Se nos argumentó que los críticos tenían el derecho a juzgar la película como esta lo había hecho con la Revolución. El Consejo Nacional de la UNEAC, en reunión celebrada en los días del estreno de la película, se pronunció manifestando su preocupación por los procedimientos seguidos contra ella.

Alfredo Guevara llegó a La Habana a finales de la tercera o inicio de la cuarta semana de junio. Por esos días se nos hizo saber que la comisión designada por Fidel la presidiría Carlos Rafael Rodríguez y la integraban Carlos Aldana y Alfredo Guevara; más adelante se nos informaría cuándo y cómo comenzaría su trabajo. Alfredo tuvo un primer contacto, dos días después de su llegada, con nosotros, el grupo de los dieciocho, en el ICAIC. Nos manifestó su voluntad de hacer lo imposible por contribuir a la creación de una atmósfera constructiva ante el difícil clima de polarización que había encontrado a su llegada. Un primer paso, para mí muy emotivo, fue plantearle allí mismo a Titón (Tomás Gutiérrez Alea) la necesidad de dejar a un lado las diferencias existentes entre ambos, lo cual era imprescindible para el éxito de los retos que todos teníamos por delante. Titón estuvo a la misma altura que Alfredo al aceptar la propuesta de subordinar las discrepancias a la necesidad de defender, en primer lugar, el proyecto cultural que significaba el ICAIC en la vida de la Revolución. El sentido de pertenencia marcó la unidad, sin negar la diversidad, ante la situación existente.

La comisión tuvo su primera reunión con el grupo de los dieciocho, en representación del personal artístico del ICAIC, en agosto. Todas las reuniones se celebraron en una sala del Consejo de Estado y quedó constancia grabada. No logro precisar cuántas fueron, creo que cuatro o cinco; todavía en diciembre intercambiamos temas en debate, en los días que se celebraba el Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano. Ahí tuvo una proyección especial Alicia en el pueblo de Maravillas, con conferencia de prensa internacional. En la presentación hablaron Alfredo y Daniel. Fue también un momento muy emotivo.

Los temas conversados y discutidos con la comisión fueron extensos, intensos, amplios, diversos. Se repasó lo sucedido y sus antecedentes. Hubo diálogo de verdad, porque lo predominante fue la sinceridad y el respeto en las discrepancias o no coincidencias. Intentamos sacar experiencias, entre todos, de los porqués de todo aquello y las lecciones que se debían extraer. En mi opinión, no tocamos el fondo para sentar bases que impidieran en el futuro variantes de lo sucedido; en aquellas circunstancias no era posible llegar tan lejos. Se resolvió lo inmediato al máximo posible, solo lo inmediato. La comisión, creada por el acuerdo del 13 de mayo, comenzó a dejar de trabajar de forma progresiva y finalmente se disolvió. El ICAIC prosiguió su existencia, la «tendencia» fue respetada por unos, tolerada por otros, hasta cierto punto. Daniel Díaz Torres, revolucionario hasta el último día de su vida (septiembre, 2013), continuó su vida de creador, por supuesto, con el recuerdo de lo sucedido, pero la satanización a que fue sometida la película ha impedido rehabilitarla. Tal vez, para no evocar aquella experiencia lamentable, es que todavía hoy, treinta años después, no se exhibe en nuestra televisión. No es buena señal.

No está de más recordar, para ir concluyendo, que ese último semestre del 91 fue también el último del poder soviético. Su desaparición dejaba a la Revolución cubana en una situación extremadamente difícil, al mismo tiempo que quedaba un sinnúmero de recuerdos y experiencias, hermosas, no hermosas y tristes. Lecciones a extraer de aquella catástrofe geopolítica del siglo XX, imposible de imaginar por nosotros, pocos años atrás, lo cual nos debe servir como síntoma y advertencia.

Vivimos en Cuba, la geografía marca nuestro destino como país que quiere ser libre e independiente en la construcción de su futuro, pero David tiene a Goliat de vecino. Una cultura integral, entendida en la concepción martiana de la vida, es esencial para dirigir, para crear y para resistir las agresiones y el desgaste interno de esta lucha de nunca acabar. Hay que aprender a vivir en la diversidad «con la guardia en alto». Bien difícil, pero imprescindible.

Cierro haciéndoles saber que, a los 28 días de enero de 1993, año 35 de la Revolución, el Comité Ejecutivo del Consejo de Ministros acordó dejar sin efecto el acuerdo 2552, adoptado con fecha 13 de mayo de 1991, mediante el cual se creó aquella comisión. Esto le fue informado al ICAIC y a los que integramos el grupo de los dieciocho.

La vida sigue.

Texto del libro: «Guerra culta. Reflexiones y desafíos, 60 años después de “Palabras a los intelectuales”».

Tomado de: Revista Cine Cubano

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Polémicas del cine y la Revolución en Cuba (Parte V)

Manuel Pérez Paredes. Premio Nacional de Cine 2013

Por Ambrosio Fornet

Manolo, me gustaría pasar, en la medida de lo posible y dando un salto mayor que el que quisiera, a tu propia obra. Tienes Río Negro, que en una crítica que le hicieron se decía que estabas haciendo un tipo de cine que recordaba un poco a los oestes norteamericanos; no sé cómo fue que recibiste tú ese tipo de crítica. Pero los espectadores como yo decían que en términos de estructura, tus obras bien podían ser similares a las películas del oeste, pero que los temas y los héroes eran nuestros y, por consiguiente, los sentíamos como propios. Habíamos tenido esa experiencia con El hombre de Maisinicú. No nos hubiera pasado por la cabeza que Delgado era John Wayne, porque aquel era un héroe nuestro, cubano. Ahora, el mundo ese tú lo habías visitado de alguna manera. Sin embargo, en tu última película entras en otra fase, que es una fase más intimista. Estoy hablando de Páginas del diario de Mauricio, donde los problemas que se plantean pasan, como en buena parte del cine latinoamericano, de lo puramente colectivo a lo estrictamente individual…, o a lo colectivo con énfasis en lo individual. Aquí la hija del protagonista, que estudiaba en la URSS, decide quedarse, no volver a Cuba, y él comienza a atravesar por una especie de crisis existencial, planteándose una serie de problemas en su vida cotidiana. ¿Cómo llegas a ese tránsito entre el planteamiento de los grandes problemas colectivos a los individuales? ¿Te sientes personalmente identificado con problemas como ese?

En el caso de El hombre de Maisinicú empezaría por lo que pueden ser sus orígenes. Como parte de mi formación cinematográfica, yo trabajé en el Noticiero ICAIC de forma esporádica y en el año 1961, en los primeros meses (enero-marzo), estuve por unas semanas al frente de un equipo de filmación en las montañas del Escambray, mientras se daba lo que se conoció como «La limpia», o sea la lucha del Ejército Rebelde y las Milicias contra los grupos de alzados contrarrevolucionarios en esa región, justo antes de Girón. Y esas filmaciones me pusieron en contacto con las personas que intentaban repetir la experiencia de la guerra de guerrillas, ahora contra la Revolución. Aquello me motivó mucho. Aunque soy un hombre de ciudad, la temática de la violencia rural me llamó mucho la atención y quedé impactado por lo que viví durante aquellas semanas. Mi primer corto de ficción, que fue una especie de tesis de graduación, se filmó en el Bosque de La Habana y en las lomas de Soroa, en Pinar del Río, para recrear el Escambray. Tiene poco menos de media hora y su protagonista es un alzado contrarrevolucionario. O sea, que en esta experiencia formativa me ejercité con esa temática, que repetí, más o menos, en un mediometraje posterior en el que trabajé el tema de la lucha en la Sierra Maestra contra Batista.

En abril de 1964, me llama la dirección del ICAIC para que filme un hecho que va a ocurrir, pero no me dicen lo que es, como corresponde con todas las cosas de tipo militar, que son secretas. Y me llaman a mí porque conocían que era una persona interesada en esta temática.

En esa época, el MININT no tenía personal para filmaciones, por lo que se lo piden al ICAIC y va un camarógrafo del Noticiero… conmigo. Esta iba a ser la tercera operación de captura de alzados contrarrevolucionarios de la forma que narra la película. Se quería dejar constancia fílmica del hecho, y por ello habían decidido arriesgarse e incorporar a dos civiles en una operación militar que era esencialmente del MININT y de la Marina de Guerra. Como era una misión secreta, nos vamos enterando sobre la marcha qué es exactamente lo que vamos a filmar y también me voy enterando que me han metido en algo bastante serio. Todo se prepara, sale el barco (un guardacostas de fabricación norteamericana que estaba en Cuba desde la época de Batista), se iza la bandera de los Estados Unidos, llegamos a aguas internacionales, vestido el personal como el de la marina de guerra norteamericana (tal como se ve en la película), y nosotros dos íbamos haciéndonos pasar por reporteros cubanos de Miami que teníamos la misión de filmar el acontecimiento.

En un momento dado, amaneciendo y a unas veinte millas de las costas cubanas, el barco se detiene y el capitán Payret, que era entonces jefe de Guardafronteras, me llama y dice que se abortaba la misión porque habían matado al compañero que estaba infiltrado en el grupo de los alzados contrarrevolucionarios. Me lee la cartilla de la super discreción que corresponde al hecho, y regresamos a la costa. Como nosotros éramos civiles, nos dejan ir y el resto de los compañeros se queda en un cayo cercano a la costa norte de Isabela de Sagua. Habían asesinado a Alberto Delgado (en ese momento no sabía quién era), y no se conocía entonces cómo lo habían descubierto y lo que había ocurrido. Yo llego a La Habana muy impactado (tenía 24 años) por algo que, en realidad, no vi pero que, por los cuentos que me hicieron de las otras dos operaciones exitosas, ya sabía que era algo bien tenso, muy dramático y también espectacular. Le hablo a Alfredo y él facilita que yo pueda conversar con algunos de los que habían sido capturados como resultado de las anteriores operaciones. Eso se queda dentro de mí y, cuando tengo la oportunidad de hacer un largometraje, tengo las pilas suficientemente cargadas para convertir esta experiencia en una historia. De manera que estructuré el argumento e hice el guion con la ayuda de Víctor Casaus.

El hombre de Maisinicú no es el resultado de la necesidad de filmar una película barata, ni nada por el estilo, sino que es el resultado de una vivencia muy fuerte, de una experiencia, para mí excepcional…  Así nació esta película para la cual no pensé, en lo más mínimo, en los oestes norteamericanos. En todo caso, estaría funcionando como influencia, Salvatore Giuliano, de Francesco Rossi, con su ficción que reconstruía, digamos que documentalmente, la investigación de la vida de un personaje controversial y su contexto histórico. También estaba, como motivación, el utilizar plano-secuencias (siempre que se pudiera) o planos muy largos para una observación más minuciosa y digamos que reposada de la realidad. En aquel momento era Miklós Jancso (Los Internacionalistas) el que me motivaba para hacer el cine con una puesta en escena con mínima presencia de la edición, siempre que fuese posible. También, y volviendo al estilo de Rossi en Salvatore Giuliano, estaba el uso del narrador para la reconstrucción organizada de los hechos históricos. Y lo que me parecía realmente atrayente, y ahí no estaban ni Rossi ni Jancso, era que el personaje protagónico no tuviera más que una identidad: la del infiltrado en funciones. A Alberto Delgado, interpretado por Sergio Corrieri, no se le ve actuar jamás como revolucionario, siempre es contrarrevolucionario. Y lo es hasta la muerte, ya que no confiesa, ni en ese momento, su verdadera identidad. Me atraía la visión de una persona a quien no se le conoce nunca su verdadera personalidad, no se le ve recibir instrucciones de sus superiores ni expresar conflictos psicológicos en su quehacer, todo el tiempo está simulando (algo que resolvió muy bien Silvio con la letra de la canción-tema), simulando ser un contrarrevolucionario.

Pero Páginas del diario de Mauricio es una experiencia de esos años duros, 1988-2000, que tiene que ver con mi generación y con lo que significa para la generación a la cual yo pertenezco, el reajuste de cuentas con las ilusiones del proyecto social y el ajuste de cuentas a nivel familiar. No es que esté directamente asociada a mi vida personal, pero sí lo está en la medida en que amigos míos y yo mismo hemos vivido esa crisis más íntima, más existencial, más relacionada con las interrogantes de por qué pasó lo que pasó y qué hacer, cómo tratar de mantenerse consecuente a esta altura de la vida. El hombre de Maisinicú es una película que nace de una experiencia muy fuerte, pero ajena a mi persona. Mientras que Páginas… sí es una película muy ligada a acontecimientos que conciernen a mi vida y a la de las personas de mi edad.

Ya para terminar, me doy cuenta de que se me queda un elemento importante dentro de tu trayectoria cinematográfica, que es tu participación en los Comités de Cineastas del Nuevo Cine Latinoamericano. Este Nuevo Cine Latinoamericano, según sus críticos y analistas actuales, ha seguido una trayectoria similar a la que siguieron algunas películas cubanas de las que acabamos de hablar: es decir, de lo colectivo a lo individual; la tendencia a contar historias más relacionadas con el mundo interior de las personas, que con los sucesos nacionales. ¿Se puede hablar de Nuevo Cine Latinoamericano a estas alturas? ¿O es que va a ser siempre un «nuevo» cine si se propone abordar realidades distintas?

El cine latinoamericano también es muy importante en la historia de nuestra cinematografía porque la identidad latinoamericana fue orgánicamente sentida desde los primeros momentos de la fundación del ICAIC, y también fue utilizada por este para fortalecer nuestra unión con América Latina, lo cual no quiere decir que el ICAIC se mantuviera distante, ni mucho menos, de las mejores expresiones de las cinematografías de los países del entonces campo socialista. Pero Alfredo trabajó siempre con la convicción de que nuestra unión con América Latina era estratégica y vital, por lo que cuidó mucho esa relación del cine cubano y creo que eso nos marcó a todos, es decir, a la primera y segunda generaciones de cineastas del ICAIC.

Tú no estuviste en Viña del Mar.

No, yo me incorporo en el año 1974, cuando se crea el Comité de Cineastas en Caracas. Pero yo entro en el Comité en un momento en el que el propio Movimiento está repasando la década del sesenta. Es un momento en que se han acumulado las experiencias necesarias para revisar el proyecto de América Latina, tanto desde la idea de la liberación nacional, como desde su diversidad. Y este era un movimiento solidario, sobre todo con el Cono Sur, porque lo que venía caminando ya era impresionante en términos de represión de las dictaduras militares, el Plan Cóndor y todo lo que después hemos conocido más extensa e intensamente.

Ya hoy, después de los ochenta, ha aparecido una nueva generación que se reconoce en parte, o sencillamente no se reconoce, en los cineastas de las décadas 1960 y 1970. Y cada día que pasa uno sabe menos qué es el Nuevo Cine, ya que es muy diverso. El problema está en que «nuevo» fue el adjetivo que se utilizó continentalmente para acuñarlo frente a viejo, aunque con el vocablo viejo no hablamos del cine cubano antes de 1959, sino que estamos hablando de un cine latinoamericano importante, sobre todo en los países claves (Argentina, México, Brasil). Con «nuevo» pretendíamos marcar la ruptura, la separación. Pero esa separación marcó un proceso de constante renovación que no termina, que sigue hasta nuestros días y que lo que busca, en última instancia, es separarse del cine puramente comercial.

Llamémosle entonces Cine Latinoamericano Actual. Pero, hablando de tu prodigiosa memoria, de la que has dado pruebas fehacientes, yo te haría ya una última pregunta, que es la siguiente: mirando tu propia vida desde la perspectiva actual, ¿hay algo de lo que te arrepientes en tu trayectoria, algo que hoy harías de otra manera? ¿O piensas que no, que nunca actuaste equivocadamente?

No, no. Seguramente que me he equivocado muchas veces. Pero, si tuviera que decirte algo para cerrar —ya tengo setenta años—, me dedicaré mucho más a los proyectos personales que a los proyectos globales. Es decir, me preocuparé más por mis posibilidades como creador, en el orden personal, y que sean los más jóvenes los que se encarguen de muchas cosas que asumí durante todos estos años de vida en la Revolución.

Bueno, pues te deseo que tengas suerte y tiempo disponible.

Gracias.

(Del libro Por la izquierda. Dieciséis testimonios a Contrarriente. Tomo III. Selección y prólogo: Julio César Guanche y Ailynn Torres Santana. Ediciones ICAIC, 2013)

Tomado de: Cubacine

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Polémicas del cine y la Revolución en Cuba (Parte IV)

Manuel Pérez Paredes. Premio Nacional de Cine 2013

Por Ambrosio Fornet

De hecho, vivimos un momento muy intenso de eso que describes como unidad, cuando Alicia en el pueblo de Maravillas. Hubo un momento anterior, relacionado más bien con lo que decías del ajuste a los presupuestos, y fue el momento de Cecilia. Ahí Alfredo apuesta todas las cartas por un hecho artístico pocas veces visto en el cine cubano: la superproducción Cecilia, de Humberto Solás, película extraordinaria, de un despliegue visual y escenográfico tremendo, pero muy costosa, al punto que, de cierta forma, paraliza al ICAIC. Pero el fenómeno Alicia… no tiene nada que ver con esto del presupuesto… La reflexión con que se encara el fenómeno, no hacia el interior, sino hacia el exterior del ICAIC, es: no es posible, bajo estas condiciones económicas, tener varios centros de producción cinematográfica. Y la respuesta lógica era: si tiene que haber uno solo (lo más sensato desde un punto de vista económico), pues que sea el ICAIC. Pero el problema no iba exactamente por ahí, y ese es el momento en que creamos lo que yo llamo «el soviet del ICAIC», en el que participamos tú, yo y otros compañeros, incluyendo a Titón, a Santiago, a Humberto, etcétera. Lo llamo «el soviet del ICAIC» porque por primera vez, en mi escasa vida de revolucionario, vi funcionar un soviet. ¿Qué quiere decir esto? Que frente a un objetivo determinado, que era salvar al ICAIC y a su producción cinematográfica, se unieron todas las fuerzas internas del ICAIC: creadores, directores, asesores, técnicos, trabajadores de todos los departamentos. Éramos dieciocho personas, si mal no recuerdo, que nos reuníamos diariamente a discutir, y todo lo que se discutía y se decidía, iba inmediatamente a informarse a las distintas secciones, lo mismo a la Distribuidora que a la Cinemateca. Todos estaban, diariamente, al tanto de por dónde iba el proceso.

Tú estabas muy directamente relacionado con la cuestión de Alicia… porque recientemente se habían establecido los Grupos de Creación, dirigidos por Titón, Solás y tú, y esa película había salido de tu grupo, a través de Daniel Díaz Torres. ¿Cómo fue el proceso de producción de la película y cómo lo encararon ustedes después? ¿Qué hubo por parte de ustedes? ¿Una autocrítica…?

Yo creo que la Comisión de los 18 no se puede explicar si no se habla de los Grupos de Creación como atmósfera, como clima previo dentro del ICAIC. No es el único factor, es un antecedente inmediato, pero es bien importante. La creación de los Grupos fortaleció durante tres años (de 1988 a 1991) el sentido de pertenencia porque se formaron por afinidad con quien dirigía cada uno, pero también era determinante la identificación entre aquellos que los integraban. De pronto, en el grupo del que yo era responsable podía no estar alguien que aunque se comunicaba muy bien en términos personales y creativos conmigo, no se sentía cómodo con algunos de sus integrantes y prefería estar, por lo tanto, en el de Titón o en el de Humberto. Y también sucedía a la inversa. Era una unidad compleja, no exenta de riesgos y tensiones, pero yo la recuerdo como enriquecedora.

El trabajo consistía en analizar y aprobar un proyecto en todas sus fases: desde la idea hasta el guion ya listo para entrar en prefilmación (la sinopsis argumental, o sea, el despegue industrial y artístico del proyecto, debía ser aprobada, o no, por la Presidencia del ICAIC). Luego seguía el mismo proceso de asesoría del Grupo en la etapa de edición, hasta llegar a la mezcla final. Esto es algo complejo en la creación cinematográfica y tenía sus variantes y matices de acuerdo con las características del autor y de la obra en proceso: cómo ayudar respetando la autonomía del autor; cómo ser oportuno; cómo decir o cómo escuchar, desde la persuasión del intercambio de criterios y del debate, que un guion no funciona así como está, que necesita más trabajo o un replanteo más radical; o cómo se puede mejorar la edición quitando o cambiando algo, incluso incidiendo en propuestas de modificar la estructura.

La Presidencia del ICAIC descentralizó en esos años la toma de decisiones en sus etapas intermedias, pasándolas a los Grupos. Desempeñábamos un papel de colaboración en el proceso creativo sin limitar la responsabilidad del director como máximo responsable de la obra. Así, hasta el momento en que se concluía la mezcla final de la película y pasaba a ser aprobada o no por la Presidencia del ICAIC.

Vale aclarar que formar parte de los Grupos no era obligatorio. Cada uno de ellos estaba integrado por unos diez realizadores, pero hubo varios compañeros que se mantuvieron independientes y eran atendidos directamente por Julio.

Daniel [Díaz Torres] pertenecía a tu grupo.

Sí. El proyecto de Alicia… se presenta al Grupo en el momento que se está desarrollando en Cuba el llamado Proceso de Rectificación de Errores y Tendencias Negativas (1986-1989). Cuando yo leo la primera versión del guion (finales de 1988), escrito por Daniel y Eduardo del Llano, con la colaboración del grupo Nos y otros, me interesó mucho como propuesta, pero saltaba a la vista que era muy extenso todavía. Había que ajustarlo en cuanto al tiempo y mejorarlo en ese proceso. Consideré, junto con ellos y después con los otros integrantes del Grupo, que estaba bien encaminado y muy a tono con el clima que se estaba llevando adelante frente a las causas subjetivas de nuestros problemas internos. Una sátira de nuestra realidad desde una mirada revolucionaria. De esto último no había la menor duda, si bien tenía conciencia de que podía provocar discusiones dentro del país.

Estamos hablando de un momento en el que se estaba llevando adelante la Perestroika en la URSS, su repercusión en el entonces campo socialista europeo y, en general, en el mundo. Esto iba incidiendo progresivamente, de diversas maneras, sobre nosotros. Pero el clima dominante lo daba nuestra Rectificación.

Finalmente, se filma y se edita la imagen en el primer semestre de 1990. Estas etapas no modificaron lo que yo había leído a finales de 1988. Era lo mismo, en esencia, convertido en obra concluida al terminar 1990. Pero en ese momento el mundo ya era, definitivamente, otro: la crisis galopante la expresaba, como hecho simbólico, el derribo del Muro de Berlín. Se había ido desmoronando, en cuestión de meses, el campo socialista europeo, y a la URSS le quedaba un año corto de vida…

Y de pronto, cae sobre la película todo un aguacero. Parecía desproporcionada esa reacción respecto a la película misma. Le pasó un poco como a P.M., por eso es que me pregunto qué fue exactamente lo que pasó ahí.

Julio vio la película y la aprobó en los últimos días de 1990. Se cortó el negativo y las primeras copias estuvieron listas a finales de enero del año siguiente. Tanto Julio como nosotros (Daniel, el Grupo, yo como responsable de este), teníamos conciencia de que la coyuntura se había ido haciendo más difícil para abrirse a planteamientos críticos, más aún en el estilo en que los expresa el filme. Creíamos en su validez e íbamos a defenderlo sin ignorar la situación existente. Estábamos totalmente dispuestos a escuchar y que se nos escuchase ante la disyuntiva de exhibirlo o no en ese momento.

Pero las cosas fueron más allá…

Alicia… se proyectó en niveles internos de dirección del país y supimos que Julio había participado en reuniones relacionadas con ella y con el ICAIC como organismo. Por su responsabilidad estatal, no nos tuvo al tanto de esas interioridades. Nos íbamos enterando de que empezaban a circular reproducciones del filme en video doméstico. Por aquí y por allá llegaban rumores y comentarios de opiniones que se daban en proyecciones que se realizaban en viviendas o instituciones… Se empezó a crear una atmósfera soterrada, políticamente desfavorable a la película. Aquí y allá se la calificaba como hipercrítica o negativa, e incluso contrarrevolucionaria. Las circunstancias objetivas y este proceder, previo a cualquier discusión-decisión con los realizadores del filme, se mezclaban para incrementar y deformar la carga crítica real de la película y la convertían en algo explosivo, lo que favoreció, desde temprano, los brotes de desmesura contra ella. Se empezaba a desnaturalizar cualquier discusión o debate riguroso sobre el filme.

Estamos en enero de 1991.

Sí, los primeros meses de 1991. La dirección de la Revolución se estaba planteando cómo enfrentar lo que se avecinaba. Empezaba lo que terminamos llamando Período Especial y todo se anunciaba como bien incierto y difícil. Aquí estamos ante un problema, creo que algo similar pero, también, me parece, algo diferente a las polémicas de las que hemos hablado. Una película cubana que, entre enero y abril de 1991, se va considerando por sectores de la dirección de la Revolución como dañina, ni siquiera apta para un debate abierto entre revolucionarios.

Nuevamente el problema de lo que es o no es oportuno en determinadas circunstancias o, más radicalmente, de algo que se rechaza de plano por cuestiones de principios, algo con lo que no se dialoga… Lo cual nos conduce a un problema de procedimiento: ¿qué debe hacer la Dirección del país ante una película realizada por revolucionarios y que se considera, por un sector importante de esa Dirección, en un rango que va de irresponsable a negativa? (eso, para no hablar de calificativos más graves, que para nosotros resultaban inaceptables). Todo esto en los meses en que se especulaba, en una parte del mundo, sobre «la hora final de Fidel Castro» y muchos iban haciendo las maletas para regresar a La Habana desde la Florida.

En el mes de marzo, Daniel, después de una reunión que tuvimos él y yo con Armando Hart, entonces Ministro de Cultura, le entregó una carta, que firmamos los dos, en la que exponía las razones que lo llevaron a realizar el filme y su plena identificación con la película, ya como obra terminada, defendiéndola y al mismo tiempo abierto a una discusión constructiva. El día 30 de abril, Daniel volvió a escribirle a Hart. Esta vez la razón fue el incremento desmedido de la sorda campaña crítica contra la película a partir de las proyecciones informales de las que nos seguían llegando versiones y rumores. Ya en aquellos momentos, los calificativos agresivos y las interpretaciones delirantes que se manejaban contra el filme, iban haciendo imposible el que todo esto concluyera con un debate positivo.

Se dirigían a Hart como Ministro de Cultura…

Exactamente. Y dos semanas después de aquella reunión, el 13 de mayo de 1991, nos llega la noticia de que el ICAIC va a ser disuelto, por acuerdo tomado en el Comité Ejecutivo del Consejo de Ministros, para fusionarlo con los Estudios de Cine y Televisión de las FAR y con el ICRT. El compañero Enrique Román, que presidía el ICRT, pasaría a dirigir la Comisión encargada de la fusión de las tres instituciones. Julio García-Espinosa cesaba en su cargo de presidente del ICAIC y pasaba a asesor del Ministro de Cultura.

Esta información la dieron Hart en el ICAIC y Carlos Aldana en el ICRT. Ya cuando Hart estuvo allí, algunos compañeros le plantearon preocupaciones y dudas en torno al hecho y al procedimiento. Yo me encontraba fuera de la ciudad esa mañana… El argumento que se manejaba para explicar la fusión era atendible: viene el Período Especial y es necesario reducir gastos, centralizar equipos, recursos de toda índole, personal calificado… Los razonamientos se podían discutir, pero eran comprensibles. Nosotros teníamos la impresión de que eso podía ser verdad, pero que no era toda la verdad, e incluso, tal vez, muy poca verdad. Pensábamos que por la forma desjerarquizada en que quedaba el ICAIC en aquel proyecto de fusión, había una pérdida de confianza en nosotros.

Entre los centros productores de cine, el ICAIC pasaba a ser uno más…

Empezamos a reunirnos aquella misma noche algunos integrantes de los tres Grupos y otros compañeros. Creo recordar que estabas tú, estaban Titón, Daniel, Fernando Pérez, Juan Carlos Tabío, Rebeca Chávez y Senel Paz, Pastor Vega… No puedo precisar más, por el tiempo. Humberto estaba filmando El siglo de las luces…

Santiago Álvarez estaba en México. Se incorporó después.

Éramos unos ocho en un primer momento y llegamos a la siguiente conclusión: no permitir que aquello sucediera sin manifestar nuestro desacuerdo y discutir la decisión tomada. Claro que nos enfrentábamos a un hecho consumado, era un acuerdo tomado por el Consejo de Ministros que había sido publicado en la prensa y en los demás medios, por lo tanto, las perspectivas de modificarlo eran remotas o ninguna.

Así fue naciendo aquella Comisión que en uno o dos días, no recuerdo con precisión, llegó a estar formada por dieciocho personas, Santiago entre ellas, efectivamente. Ahí acordamos detenerla, porque para ser productivos en las discusiones y llegar a pasos concretos, en poco tiempo, no debíamos ser más. En la Comisión estaban representadas todas las tendencias, todas las corrientes dentro del ICAIC, integrantes de los tres Grupos, realizadores de dibujo animado, asesores artísticos… Más allá de nuestras simpatías o antipatías, personales o artísticas, lo que predominaba era un sentido de pertenencia para sostener una concepción de los procedimientos y la ética, y una manera de defender una posición en la cultura artística en un momento tan difícil como el que vivía Cuba.

Y hasta la existencia misma de un organismo que había demostrado que era capaz de trabajar con rigor.

Así mismo. Por eso, en lo inmediato nos dirigimos por carta al Ministro de Cultura, pidiéndole una reunión como primer paso. A partir de ahí, comenzamos a diseñar nuestra consideración fundamental: se ha tomado una decisión que pensamos es muy discutible y en la cual el ICAIC queda injustamente devaluado.

Lo increíble, es cómo gente tan diferente logró ponerse de acuerdo. En medio de complejas discusiones redactábamos cartas y documentos firmes y unificadores y decidíamos pasos concretos por consenso. Ahora, eso no se hubiese alcanzado si no hubiera una historia llena de debates anteriores, digamos, de entrenamiento… No se puede comprender si no miras la historia de esta institución llena de virtudes y defectos, pero que si una virtud preservaba en aquel momento, era su capacidad de polemizar dentro de una unidad básica de principios.

Llegamos a un punto, varios días después del 13 de mayo, en que frontalmente, un dirigente de la Revolución de aquel momento, me dijo que lo que de manera particular le preocupaba a él no era Alicia… sino la tendencia dominante que existía en el ICAIC…

Pero esa era una tendencia que venía de atrás.

Claro, y él fue sincero, frontal y bastante claro dentro del marco de una conversación. A los argumentos iniciales de la fusión se añadía, con más fuerza, la carga de la actitud contra Alicia… y hacia lo que se calificaba como «tendencia».

Aquí estábamos tocando ya el pollo del arroz con pollo. La tendencia no era Alicia… solamente; la tendencia podía ser también Plaff, podía ser Papeles secundarios u otras películas anteriores. Lo que hizo Alicia… fue ponerle la tapa al pomo porque, además, se había terminado cuando estaba comenzando un período dificilísimo para el país, de incertidumbre y sobrevivencia.

Yo también, como hicieron otros, trataba de meterme en la piel de los que pensaban distinto a mí. La única manera de lograr un diálogo constructivo y defender nuestra posición era tratar de comprender la lógica de los que habían tomado aquella decisión. No estábamos en las nubes, no éramos ajenos por sensibilidad y onciencia a lo que se nos venía encima. Esto sucedió en mayo-junio, y en agosto fue el golpe de Estado a Gorbachov en la URSS, se acaba el PCUS, Yeltsin toma el poder, en fin, el desastre escalonado… De hecho, una de las reuniones de la Comisión de los 18, en el Comité Central (tú te acordarás), se suspendió porque fue el momento del intento de derrocar a Gorbachov, un fracaso que recuerdo como algo ridículo. Yeltsin y sus seguidores manipularon la situación y él se convirtió en el líder de lo que iba a desembocar en la desaparición de la URSS.

O sea, que se estaba discutiendo una película al mismo tiempo que se estaba acabando un mundo. Recuerdo que yo iba, todos los días, de mi casa en el municipio Playa, al ICAIC, y al entrar en el municipio Plaza había una valla, en el puente de la Calle 23, que decía: «2El futuro pertenece por entero al socialismo». Yo me formé políticamente en una etapa en que 81 partidos comunistas de varios países, reunidos en Moscú, en 1960, proclamaron lo que esa valla sintetizaba: vivimos en la época de transición del capitalismo al socialismo. Pero dolorosamente no era cierto. Lo verdadero era que estábamos viviendo una situación que nos obligaba a un replanteo radical, sin abandonar las posiciones de principio. Sigo creyendo que el socialismo será el futuro, pero hay que replantearse y repensar muchas cosas para hacerlo realidad. Esa época de transición va a demorar más de lo que yo, y muchos como yo, nos imaginábamos.

Existe en la actualidad el proyecto de un socialismo del siglo XXI que no existía en nuestra época y al que tenemos que darle un voto de confianza… Manolo, esa Comisión de los 18 que se creó para responder a esta situación, fue un grupo, como ya decías, muy dinámico, muy activo, y vivimos una experiencia muy gratificante que fue la que reencauzó nuestra discusión y nuestra propia actitud. Estábamos de acuerdo con los motivos de la posible fusión de los organismos (un país en Período Especial no se podía dar el lujo de mantener tres instituciones productoras de cine), pero no estábamos de acuerdo con que no fuera el ICAIC quien dirigiera el nuevo organismo fusionado. Debía ser el ICAIC por su trayectoria y experiencia. Y el otro aspecto que tocamos, si mal no recuerdo, fue que, para dirigir este nuevo organismo creado por aquellos tres afluentes y dirigido por el ICAIC, debía venir una persona que gozara de nuestra confianza. En qué sentido esto último: en el sentido de que tenía que ser una persona de la cultura, que tuviera conocimiento de la trayectoria del ICAIC y del cine cubano y que fuera capaz de proyectarse hacia el futuro con la seguridad que nosotros esperábamos. Y un día en que estábamos reunidos los dieciocho —el soviet en pleno—, tocaron a la puerta. Y cuando abrimos, vimos que quien estaba tocando y pidiendo que se le permitiera entrar, era Alfredo Guevara. ¿Qué fue exactamente lo que sucedió?

Yo lo recuerdo de la siguiente manera. Mientras se desarrollaba nuestra protesta, desacuerdos y diálogos con Armando Hart, se toma la decisión de estrenar Alicia… en los cines del país. La información de la disolución se había dado el 13 de mayo y el estreno fue el 13 de junio. Pero nos enteramos informalmente que se exhibiría la película acompañada de una movilización, hacia los cines, de los militantes del Partido. Algo excepcional, que desnaturalizaba aún más la relación del público con el filme; un dato más para complicar los argumentos iniciales de disolución y fusión, y un hecho adicional para enrarecer aún más el diálogo. Todo se iba poniendo cada vez más difícil.

Por la manera en que se desarrollaban los acontecimientos, era evidente que existían, frente a nosotros, por lo menos, dos actitudes diferentes. Los que estaban por dialogar y los que consideraban que con nosotros no había nada que hablar.

La movilización de militantes para cuidar el estreno —de jueves a domingo en los cines de La Habana y el fin de semana en las capitales de provincia— puso al rojo vivo la situación. Nosotros habíamos planteado en más de una reunión que considerábamos que Alicia… debía estrenarse normalmente, ser criticada o celebrada como cualquier película, por críticos y por el público, no convertirla en un «caso». Pero la desmesura se había entronizado en todo el asunto y estaba en plena espiral. La movilización de militantes coincidió con una reunión del Consejo Nacional de la UNEAC que se pronunció críticamente contra la movilización, considerando que no procedía de ninguna manera esa actitud hacia la película.

Yo fui con mi esposa por algunos de los cines de La Habana donde se exhibía, porque quería ver lo que estaba pasando. Llegamos al cine Ambassador y nos encontramos con una cola esencialmente de hombres, muy pocas mujeres, esperando para entrar a la siguiente función, porque la sala estaba llena. Había una situación especial en los cines; en cada uno se había instalado como un puesto de mando. Fui hacia la puerta de entrada, ya que tenía un pase histórico, y me encuentro con una portera, que no era la habitual, que me informa: «No, ese pase no vale hoy». Le respondo que no pretendía sentarme a ver la película, que solo quería pasar a la sala y observar un rato la reacción del público. Ella me repite que el pase no valía ese día y agrega: «En relación con el público, yo le puedo decir lo que ellos piensan: la película no le gusta a nadie». Mi esposa no se pudo controlar y le dice que eso no es verdad. La mujer se levanta y le responde: «¿Usted me está llamando mentirosa?». Aquello amenazaba complicarse en demasía, en pocos segundos, en la puerta de un cine, y ese no era mi objetivo, y decidí irme de allí… con la presión un poco más alta, como es natural.

En medio de la tensión de ese peculiar estreno, es que los dieciocho decidimos escribirle directamente a Fidel, poner en su conocimiento de manera directa nuestro punto de vista y pedirle su intervención. Santiago Álvarez llevó la carta al Consejo de Estado. Al día siguiente nos contesta Fidel diciéndonos que inmediatamente después de concluidos los días de exhibición, se crearía una Comisión, al más alto nivel del Estado, que dialogaría con los dieciocho firmantes de la carta, sobre las incidencias ocurridas (esta fue la Comisión presidida por Carlos Rafael Rodríguez e integrada por Carlos Aldana y Alfredo Guevara).

También por aquellos días nos enteramos de que la dirección de la Revolución había mandado a buscar a Alfredo Guevara, que estaba de Embajador de Cuba en la UNESCO, en París. Él llegó a La Habana después que Alicia… ya había terminado el ciclo de proyecciones planificadas. Como bien recuerdas, un lunes por la tarde se presentó en el salón donde nos reuníamos los dieciocho. Antes ya había conversado con Fidel, e imagino que también con otros dirigentes, y estaba informado de lo medular que había sucedido y el punto en que se encontraba la situación. Nos dijo que había venido con la misión de tratar de ayudar a superar las dificultades que se estaban produciendo en el diálogo. Todos estábamos de acuerdo en que no había mejor interlocutor para que el debate fuera fructífero. Pero, históricamente, como parte de la vida interna del ICAIC, se habían dado muchos diferendos entre Titón y Alfredo, y las relaciones habían quedado lastimadas en el período en que este último pasó a ser Embajador en la UNESCO.

Alfredo planteó que aquel proceso no se podía llevar a feliz término si él y Titón, que estaba presente, no resolvían sus discrepancias. Y, de una manera ejemplar, tanto Alfredo como Titón dejaron a un lado los asuntos y enfoques que los distanciaban y sellaron una unidad, como compañeros, ante la situación que se enfrentaba. Fue un momento de grandeza por parte de ambos. Estaremos de acuerdo, tú y yo, que en aquella experiencia salió lo mejor de nosotros mismos. En sus pocos meses de vida, se mostró cómo las pequeñeces se fueron al diablo y primó entre nosotros la idea de la unidad para defender aquel proyecto, que era cinematográfico, que era cultural y que, a la larga (y esta es una conclusión a la que yo he llegado con los años), era un proyecto de vida, una manera de ver las cosas y de actuar sobre ellas. Después de todo un proceso fructífero, de discusiones y análisis, no hubo tal fusión y el ICAIC siguió existiendo. Claro, la vida ha dado también otros golpes, pero esa es ya otra historia.

A eso era a lo que le llamabas la unidad en la diversidad, que es en este caso una unidad no estática, sino dinámica. ¿Por qué? Porque es una unidad que se proyecta hacia el futuro, hacia tareas, hacia metas que uno mismo se impone y por las que vale la pena luchar.

Y estamos hablando de una forma de la unidad que es altamente riesgosa y que es, al mismo tiempo, imprescindible.

(Del libro Por la izquierda. Dieciséis testimonios a Contrarriente. Tomo III. Selección y prólogo: Julio César Guanche y Ailynn Torres Santana. Ediciones ICAIC, 2013)

Tomado de: Cubacine

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Polémicas del cine y la Revolución en Cuba (Parte III)

Manuel Pérez Paredes. Premio Nacional de Cine 2013

Por Ambrosio Fornet

Claro, que el clima se enrarece aún más, e incluso toma otra dirección, cuando interviene el Caso Padilla, con las protestas por parte de intelectuales europeos y latinoamericanos. Se mezcla todo porque, efectivamente, se asocia el Primer Congreso de Educación y Cultura con el Caso Padilla, que, en definitiva, no debió haberse asociado. Pero coincidió en el tiempo y, probablemente, en el enfoque general. Padilla aparecería como un disidente absolutamente inesperado y gratuito.

Ahora, hemos hablado sobre la posición de otros sectores y otros grupos con respecto al ICAIC y su política. Hay quejas del ICAIC, que se transmiten de la primera generación a la segunda, en relación con una política que tiene que ver con el cine anterior a la Revolución y el cine, escaso o no, que se ha hecho por parte de quienes se fueron del país. ¿Tú qué piensas? ¿Se sintió el ICAIC internamente involucrado en esa polémica? Ahora hay quien defiende el cine del pasado. Yo, recientemente, he vuelto a ver diez o doce películas anteriores a la Revolución y te digo que cuesta trabajo… Tú puedes salvar La Virgen de la Caridad, puedes salvar los rollos de Garrido y Piñeiro, las películas de Manolo Alonso, especialmente Casta de roble, pero del resto se salvan solo secuencias o fotogramas: Rita Montaner cantando o determinado actor haciendo un papelito. Pero en general, en mi modesta opinión, es poco lo que se salva… Y estoy hablando, por supuesto, de las películas posteriores a la aparición del sonido. Claro que hay un cine silente que tiene el valor de las piezas arqueológicas del cine cubano. Pero ¿cómo ves tú esa posición con respecto al cine anterior y al de los que se fueron? ¿Te parece una posición colectiva o que suscita discrepancias entre los especialistas?

Yo puedo aceptar —como he ido aceptando otras cosas, resultado de experiencias y reflexiones en este poco más de medio siglo— que las revoluciones son vanidosas. Todas. Y creo que la nuestra no escapa a eso en el sentido del «antes» y el «después»: la hora cero, el año uno…

Desde la Revolución francesa, que hasta cambió los nombres de los meses del año.

Y nosotros con las Navidades. Yo creo que eso tiene que ver con factores complejos, comprensibles históricamente. Se ha hecho una hazaña, que es la Revolución, y no se puede negar que, de alguna manera, la hazaña puede cegar en algunos aspectos, uno de los cuales puede ser la relación e interpretación de aspectos del pasado prerrevolucionario. Ahora, en relación con el cine que existía antes, ha habido entre nosotros sus diferencias de apreciación, de matices diría yo, a la hora de valorarlo. Pero el cine cubano anterior a 1959 nunca fue un punto de referencia de ninguno de los compañeros que empezamos a trabajar en el ICAIC. Buscamos fuentes de inspiración en el buen cine que se había hecho en el mundo antes de la Revolución (en Italia, en Estados Unidos, en la URSS, en Francia, en América Latina) y en la cultura cubana en general. Nunca nadie pensó en ir a ver el cine de Ramón Peón o el de Manuel Alonso considerándolos un posible punto de partida. Ni los primeros (Alfredo, Titón, Julio) ni los que fuimos llegando después, encontramos en ese cine un aliento creativo.

¿Qué puede haber faltado para que ahora haya ese intento de rescate? Bueno, se le ignoró en demasía, se debió reconocer que existió, que hubo ciertos esfuerzos que había que valorar como tales, aunque no se puedan premiar como resultados.

Pero a mí, francamente, sí me preocupó, hablando de vanidades, el predominio de esa corriente que consistía en encarar simplonamente el pasado de más de medio siglo de República, como si casi toda ella hubiese sido una gran farsa, solo salvada por acontecimientos puntuales, con su lista selecta de héroes, mártires y figuras muy destacadas. No fue buen antecedente para los que nacieron después, el hablarles del pasado despojándolo de su complejidad, presentándoles, en ocasiones, personajes y hechos de forma maniquea, sin contextualizarlos, y preguntarse peyorativamente: ¿qué república era aquella? Y tirarla al cesto. Por suerte, esto no fue absoluto y siempre hubo historiadores y figuras de nuestra cultura que enfrentaron esa corriente. Particularmente en los últimos años ha predominado un estudio y rescate muy fuerte de esos 57 años de República, y se han asumido en su riqueza de claridades y oscuridades. Pero en el caso del cine, yo siento que lo que hay que hacer es no ignorar y respetar los esfuerzos, aunque no hayan sido logrados como resultados artísticos. Sí, creo que en un primer momento hubo una tendencia a ignorar completamente todo aquello; no hubo reconocimiento de lo ya hecho.

Tábula rasa. Y en el caso de directores, principiantes en ese momento, que hicieron películas al inicio del ICAIC y luego se fueron… ¿se han vuelto a exhibir esas películas? Porque te decía que he visto, hace unos meses solamente, en ciclos de la Cinemateca, diez películas anteriores a la Revolución. Pero películas posteriores a la Revolución, de directores que se hayan ido, ¿las han puesto?

Mira, yo no puedo hablar con profundidad de este tema, a lo largo del medio siglo transcurrido, porque lo he seguido de manera muy general. En el fragor de las confrontaciones políticas e ideológicas en que hemos estado inmersos en todo este tiempo, no excluyo que se puedan recordar momentos no felices, de reacciones temperamentales o de coyuntura, a la hora y manera de recordar u olvidar. Pero considero que la política dominante en el ICAIC no ha sido negar las películas de los que se fueron en los años sesenta. Esas obras forman parte de la historia de nuestro cine y hay que reconocerlas en textos y catálogos oficiales, y exhibirlas en retrospectivas o cuando sea. Ahí hay de todo. En mi memoria destaco más la importancia de algunos documentales —los de Guillén Landrián, por ejemplo— que los trabajos de ficción de aquellos años. El tiempo ha ido situando cada uno de esos filmes en la dimensión cultural y artística que les corresponde.

Creo que los olvidos voluntarios tienden a estimular, como reacción, descubrimientos de valores que no son tales, lo que puede ayudar a entender mal esas obras, a sus autores y al contexto en que se produjeron. Ya posteriormente, de la década de los setenta hasta hoy, tenemos obras de realizadores como Sergio Giral, Rolando Díaz u Orlando Rojas —para mencionarte tres, aunque son algunos más—, que decidieron marcharse del país y que dejaron películas documentales y de ficción que han alcanzado significación superior a las de los sesenta, algunas de indiscutible valor artístico.

Hay un elemento importante, que no ha sido suficientemente estudiado, y se relaciona con la necesidad de aumentar la producción (era imposible que el ICAIC se quedara en tres o cuatro películas anuales, se quería llegar a diez), y es el momento en que Julio enuncia la idea de la «dramaturgia de lo cotidiano», que permita hacer películas más baratas, con menos tiempo de rodaje, y mantener una producción estable, lo cual beneficiaría también el desarrollo de los jóvenes directores. Pero esa fase ha sido también un poco criticada, porque se parte de los grandes paradigmas (como Memorias… o Lucía) y, de pronto, las películas de los setenta —que es el momento en que se desarrolla esa línea propuesta por Julio— no llegan a ese nivel, al menos en su conjunto. ¿Piensas que fue adecuado aplicar esta política general, es decir, promover la producción y pensar que eso redundaría en beneficio de todos, tanto en el aspecto laboral y de un lenguaje nuevo, como desde el punto de vista de la comunicación con el público? Hace un momento hablabas de cómo Memorias… no había logrado establecer un contacto con el público en el momento de su aparición, mientras que este otro tipo de películas sí podía encontrar un público más receptivo. En un momento determinado (año 1973) tú entras con una película de gran éxito como lo es El hombre de Maisinicú. ¿Me puedes ligar estos dos fenómenos: la orientación hacia la dramaturgia de lo cotidiano con tu propio interés en hacer películas como la que acabo de mencionar?

Déjame hacer un poco de recuento para conectar, a mi manera, y muy sintéticamente, dos momentos de la vida del ICAIC. Cuando comenzó la década del setenta, específicamente a principios de 1972, el personal artístico tuvo una serie de reuniones en la biblioteca del noveno piso, que fueron presididas por Julio García-Espinosa. En ellas se estuvo revisando la situación de la producción de finales de los sesenta hasta 1971. Era un momento en que el país comenzaba a dar giros importantes en su organización y economía (Cuba entraba en el CAME). Se revisaron, en términos de procesos industriales, películas como Lucía, Páginas del diario de José Martí, Una pelea cubana contra los demonios, Los días del agua (puede que olvide alguna), cuatro películas costosas y con resultados creativos diferentes. ¿Qué es lo que sucedía? Estábamos habituados a realizar películas con un presupuesto estatal «paternal»: lo importante era que la película cumpliera su aspiración de cuajar artísticamente. Si luego se veía y se vendía mucho, genial; pero si era buena, no importaba que no tuviese éxito de público, porque lo determinante era el hecho artístico.

Habían existido, hasta entonces, controles y exigencias en los planes de producción y en la asignación de recursos, pero eran insuficientes; en ocasiones, tal vez, algo formales o poco rigurosos. En aquellas reuniones se introdujo esta preocupación: que había que trabajar para producir un cine más en consonancia con las posibilidades económicas que tenía Cuba, ganar conciencia del carácter industrial del cine y de la realidad económica sin abandonar, por supuesto, la permanente voluntad y rigor de alcanzar el máximo nivel artístico del que cada uno fuese capaz… Teníamos que pensar si se podrían hacer dos o tres películas con los recursos de una. Las que antes te mencioné habían sido realmente costosas para un país como el nuestro.

Poco después tenemos a realizadores como Oscar Valdés, debutando como director de largos de ficción con El extraño caso de Rachel K; Sergio Giral también realiza su primer largo, El otro Francisco; y yo, El hombre de Maisinicú. Me detengo en estas tres. Cada uno entró a partir de proyectos muy personales, no fueron encargos de la industria. En esos años, Titón filmó La última cena, película de reconstrucción histórica pero ajustada en el nivel de recursos y de costos; no fue como Una pelea cubana contra los demonios, que había sido una gran producción para nuestro cine.

Ahora paso a los años ochenta, concretamente a la etapa posterior a 1982, cuando Julio asume la presidencia del ICAIC y se produce un incremento en la cantidad de filmes que se realizan anualmente. Los directores que filmaron sus primeros largos de ficción en aquellos años (1982 a 1990) lo hicieron en otra Cuba, lo cual incide en el ICAIC; es otra atmósfera. No era la década de los sesenta. Claro está que cada realizador procesó y expresó este cambio a su manera. En mi criterio, fue una política correcta la seguida entonces por la dirección del ICAIC: respondía a otro momento y a otro período de formación, ya que se había demorado el inicio de esos compañeros como directores de largometrajes de ficción.

Todo esto forma capítulos o etapas de la vida del ICAIC, distintas concepciones y estilos personales, no antagónicas en lo esencial, que coexistieron y polemizaron en lo interno, y a la larga enriquecieron su desarrollo, sin negar desaciertos ni excesos en su aplicación. Porque, al mismo tiempo que este organismo protagonizó las polémicas nacionales que hemos recordado, fue en su interior un hervidero de discusiones dentro del personal creador. Tres figuras fundamentales fueron los generadores de los debates: Alfredo, fundador principal y cabeza dirigente del diseño estratégico, y Julio y Titón a continuación. No solo ellos; se pueden mencionar también a Humberto Solás, Santiago Álvarez, Jorge Fraga… Detrás seguimos los demás. Pero los tres primeros fueron los principales ponentes de las reflexiones y controversias. Lo que quiero decir es que entre nosotros predominó un clima de intercambio de criterios, muy valioso formativamente, y lo subrayo porque me parece clave para entender al ICAIC como ejemplo de diversidad enriquecedora de la unidad, lo cual se consiguió también porque no era una amplitud sin riberas; había un diseño de política cultural en la que se sustentaba esta diversidad, firme en sus bases y al mismo tiempo abierta a la realidad. De todas maneras, no fue fácil (nunca es fácil la vida de la diversidad y la preservación de la unidad), porque las coyunturas y las personalidades aportaron tensiones a la puesta en práctica de ese diseño y siempre hubo riesgos y momentos de fragmentación… Pero nunca el ICAIC se caracterizó por una unidad monolítica.

O por un simulacro de unidad.

Es mejor lo que acabas de decir, porque la unidad monolítica se puede justificar circunstancialmente, frente a peligros o confrontaciones extremas… Entonces la diversidad interna se sacrifica en aras de proteger lo esencial en un momento o etapa específica. Esto se comprende y se asume, pero al simulacro de unidad se llega por un proceso degenerativo de la defensa y cohesión de un proyecto, y eso sí que es fatal. Al defenderse de los peligros de la división, el pensamiento burocrático lo que hace es promover la imposición de la unidad y su representación teatral. Hay que reconocer ese simulacro en su peligrosidad. No siempre tenemos plena conciencia de lo que representa, lo que refleja como mal de fondo. Es catastrófico pensar que la unidad se pueda simular-imponer, convertir en escenografía, en autoengaño, que a la larga es suicidio o claudicación…

Claro, y es que hablamos de ciertas características que debe tener la unidad: una unidad dinámica, que nazca de la diversidad para que sea capaz de renovarse permanentemente.

Eso me parece clave. Esa es la unidad por la que vale la pena luchar. La otra «unidad» conduce a la cristalización y muerte, particularmente lamentable por el rasgo de simulación que la acompaña. «La falsa ortodoxia», para recordar una idea de Alfredo. Ese camino, a veces más corto, a veces más largo, es el que puede convertir una verdad en mentira representada; de hecho, eso es la derrota.

Creo que el ICAIC logró sobrevivir a todos los debates en que estuvo implicado porque, aunque reaccionó en ocasiones con estilo de fortaleza sitiada, no se cristalizó, no se convirtió en estatua de sal, sino que se mantuvo como un lugar donde se seguía discutiendo fuertemente, aunque en los momentos críticos lo predominante era la unidad frente a las personas o las corrientes que representaban criterios contrarios a su concepción de política cultural, que era mucho más que específicamente cinematográfica. El ICAIC, a través del cine, presentó un proyecto de sociedad, lo que se ha expresado en sus películas y en las que compraba en el extranjero para exhibir.

(Del libro Por la izquierda. Dieciséis testimonios a Contrarriente. Tomo III. Selección y prólogo: Julio César Guanche y Ailynn Torres Santana. Ediciones ICAIC, 2013)

Tomado de: Cubacine

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Polémicas del cine y la Revolución en Cuba (Parte II)

Manuel Pérez Paredes. Premio Nacional de Cine 2013

Por Ambrosio Fornet

Y nacionalmente estaban ocurriendo cosas importantes también, como el ciclón Flora.

Sí, ese es un dato adicional que se puede incorporar al análisis de aquel contexto y que no ha sido valorado. Pero regreso por un instante a 1961 para hacerte una asociación con este momento del huracán Flora. Cuando los realizadores y promotores de P.M. le presentaron a Alfredo la película, para exhibirla en una sala de cine, luego de haberla transmitido por la televisión, habían transcurrido treinta días de la invasión de Playa Girón. Yo puedo pensar, desde la lógica que los movió a actuar, que fueron inoportunos, que aquella no era la circunstancia adecuada para su plan, pues aquel era un momento nacional que podemos calificar de marchas y de himnos. Después de Girón podía ocurrir la invasión directa norteamericana, y la Base Naval de Guantánamo era una zona de altísimo voltaje para la provocación en aquellas semanas.

Pero lo que sucedió con el Flora sí que no estaba previsto. La dulce vida se estrena el 23 de septiembre de 1963, cuando nadie podía imaginar el cruce del huracán por nuestro territorio.

El filme de Fellini era una de las diecinueve películas que ese año se estrenaron procedentes de países capitalistas, hecho que respondía a una política de amplitud y diversidad del ICAIC en su programación. Esa diversidad y amplitud no era la que sostenía Blas como dirigente político, ni otras corrientes de pensamiento que consideraban que el país tenía que estar acerado en su condición de fortaleza sitiada y no debía darle espacio a un debate con ideas y ejemplos como los que transmitían Buñuel en El ángel exterminador, Lautaro Morúa con Alias Gardelito, Pasolini con Accatone o Fellini con La dulce vida. Hoy puede parecer ridículo todo esto que estamos hablando, pero en aquellas circunstancias no lo era.

Ahora, el 3 o 4 de octubre, entra el Flora al país, hace aquel lazo dentro del territorio entre Oriente y Camagüey, y mueren mil y tantas personas en pocos días. Añádele las decenas de miles de viviendas que desaparecieron y la destrucción generalizada en todos los órdenes, en fin: un desastre natural como nunca hemos tenido. El gobierno trasladó su sede para Bayamo (Fidel estuvo allí y en buena parte de las zonas afectadas). Las imágenes registradas eran terribles, espantosas, son las imágenes que hicieron posible que Santiago Álvarez realizara Ciclón, su primer gran documental.

Hubo tres días de luto nacional. Terminado el luto, la vida volvió a la normalidad, y junto con esta, regresó La dulce vida a los cines. Y aquellos que estaban en contra de la política de amplitud y diversidad descolonizadora del ICAIC, porque la consideraban contraproducente con sus ideas acerca de las necesidades e intereses de la Revolución, se percataron de la presencia de ese factor adicional, que les cayó del cielo, y les favorecía para el debate. La exhibición de la película resultaba accidentalmente oportuna para sus puntos de vista. Estamos hablando del mes de octubre y la polémica comienza el 12 de diciembre.

No tengo duda en darle al Flora su cuota de contribución al momento en que se inició la polémica sobre la política de exhibición del ICAIC. Blas, en uno de sus artículos de respuesta a Alfredo, recordó los efectos del huracán y puso en boca de Fidel comentarios sobre el heroísmo de los hombres que se enfrentaron al huracán sin la presencia de escritores que narraran artísticamente el suceso. Era algo que venía gestándose, preparándose, y el momento y el lugar lo decidiría la coyuntura política. La carta a la sección «Aclaraciones», de Severino Puentes, fue la chispa. Él era un actor de la televisión de la época, que terminó marchándose del país, pero que en aquel momento estaba muy preocupado porque consideraba dañinas aquellas películas, no educativas, en particular para los jóvenes a los cuales, según su opinión, podían desviar.

Hay otro aspecto que uno se pregunta: ¿por qué esa polémica no tuvo lugar en el interior de la dirección de la Revolución y estalló públicamente, en la prensa, y durante un par de semanas? Incluso tú y yo recordamos, y los que la hayan leído recordarán también, que fue creciendo en aspereza, y progresivamente se decían cosas durísimas.

Es evidente que ese debate no se reducía, o terminó no reduciéndose, a qué películas debe ver nuestro público y en especial nuestros jóvenes. Lo que terminó revelándose como esencial fue: ¿Qué sociedad socialista queremos crear? ¿Cómo se contribuye a formar, espiritualmente, a personas que aspiramos más completas, cultas y revolucionarias para edificar una sociedad más justa? ¿Creemos sinceramente que no debe haber espacio en las pantallas de los cines para La dulce vida, Accatone o películas de ese tipo, porque dañan, deforman, desvían a la juventud de los objetivos que el socialismo, y en particular el cubano, en sus condiciones peculiares, exige, necesita? ¿O, por el contrario, es preciso evitar que el futuro hombre socialista se convierta en alguien que se forma con los parámetros de una infancia permanente, vacunado contra las dudas y la complejidad de la vida, apoyado en la seguridad que dan las verdades cerradas de los manuales que, como escuché recientemente decir a un amigo, es una seguridad superficial y, por tanto, falsamente formadora de un hombre más pleno?

Hoy, Ambrosio, hablando de este tema en 2010, no hay que extenderse mucho más, sabemos a quién la vida le dio la razón.

Tú en algún momento me hablaste, y quiero a propósito recordártelo, de una experiencia que tuviste en un viaje al mundo socialista europeo. En ese viaje se te acercó alguien, creo que un soviético, y te preguntó: «¿Ustedes piensan seguir haciendo películas como Memorias del subdesarrollo?»

Sí, como no. Y aquí retrocedo hasta 1968 porque, en el fondo, estos debates no han terminado, no terminan, pasan a un segundo plano, se repliegan, pero se mantienen como cuentas pendientes y se retoman en el momento en que cada una de las partes considera más oportuno traerlo nuevamente al ruedo, a veces por algo que sucede inesperadamente y lo reactiva. Las raíces de estas divergencias están en la realidad del mundo en que vivimos y en la actitud que se tiene ante ella. Tenemos para rato mientras no se modifiquen sustancialmente, entre nosotros, muchas cosas, desde el punto de vista objetivo y subjetivo.

En 1968 (cinco años después de los sucesos a los cuales me refería hace unos instantes), un año que también se las trae por la complejidad y alcance de sus acontecimientos nacionales e internacionales, Memorias… se presentó en competencia en el Festival de Karlovy Vary, Checoslovaquia; creo que fue en julio. Este fue, si no me equivoco, el primer evento internacional al que asistió el filme.

Ahora, y haciendo un paréntesis que considero necesario, Memorias… no fue, desde el momento de su estreno, el suceso cinematográfico en que se convirtió después, con el paso del tiempo y las circunstancias. Cuando ocurrió el «Mayo del 68» en Europa, según recuerdo, Pineda Barnet, Titón y Julio, estuvieron ese verano en el Festival de Pesaro (Italia); ellos vivieron y nos contaron, la atmósfera europea, post mortem, del Che, las protestas por la guerra de Vietnam, la repercusión de la guerrilla en nuestro continente, la lucha de los negros norteamericanos por sus derechos, y las protestas específicas de la juventud europea. Todo mezclado. O sea, la atmósfera de un mundo que parecía iba a cambiar en más o menos corto tiempo. En ese contexto, una película como Memorias… no fue adecuadamente valorada. Incluso, en algunos lugares, encontró críticas adversas, fuertes. Ese personaje pequeñoburgués, que está juzgándolo todo pero no participa en nada, no era atractivo para un sector del público involucrado emocionalmente en aquel clima político.

Pero fue en Checoslovaquia, en aquel festival, donde la película se evaluó, por primera vez, con una luz más larga. Pienso que el público checo, más los asistentes al evento en aquel momento, julio de 1968, estaban en mejores condiciones de juzgar el alcance de una película que venía de una realidad como la nuestra. Allí fue bien reconocida por la crítica y por el público que la vio.

Hay que tener presente que es el conflicto de un hombre que duda y marca distancia, porque ellos estaban en un proceso similar al del personaje de Memorias…

Y estaban viviendo una conmoción interna que se conoció como «La Primavera de Praga», que los hacía más sensibles a lo que estaba expresando Titón en esa película. De ahí que el filme haya sido tan importante en el evento. Creo, incluso, que fue la más premiada, compartiendo con otra película que no recuerdo. Eso ocurrió en julio, pero en agosto entra el pacto de Varsovia en Checoslovaquia.

En el mes de octubre tuve que viajar a la URSS como parte de una delegación del CNC, delegación compuesta mayormente por músicos, pero en la que iba una muestra de cine cubano, específicamente Las aventuras de Juan Quin Quín, de la cual yo había sido director asistente. Julio no podía ir. Yo era el único representante del ICAIC en esa delegación que recorrería distintas repúblicas de la URSS. Y estando en Moscú, un día se me acerca un señor mayor para hablar conmigo. No recuerdo cómo entró en el tema, pero en un momento dado, me dispara a boca de jarro: «¿Y en el ICAIC van a seguir haciendo películas como Memorias del subdesarrollo? ¿Van a seguir exhibiendo películas como El caso Morgan?». Esta última es una película inglesa, dirigida por Karel Reisz, escrita por David Mercer y protagonizada por Vanessa Redgrave. La peculiaridad está en que Mercer es trotskista, y seguramente con una lupa bien deformada desde un punto de vista ideológico, él estaba en una lista negra. Y este señor que se me acercó, que evidentemente debe haber visto Memorias… en el festival, no solo me estaba preguntando por la película, sino también por la política de exhibición en Cuba, que era monitoreada. El caso Morgan es un filme que fue bien recibido por la crítica, pero no exactamente muy bien recibido por el público.

Entonces, Manolo, el hecho de que ese señor se haya acercado a preguntarte sobre las películas, nos da la medida de la forma de actuar de los funcionarios del cine soviético.

Y que el ICAIC era un organismo visto con una cierta cuota de desconfianza, de sospecha, ya que, supuestamente, no era del todo consecuente con las maneras en que se debía encarar la lucha ideológica en esos años. Pero yo tengo otros ejemplos además de este.

En ese mismo viaje en que converso con este funcionario del aparato del PCUS, asistí a la proyección de Las aventuras de Juan Quin Quín. Como asistente de dirección de la película, me la conozco perfectamente, y mientras la estoy viendo, me doy cuenta de que, en un momento dado, hay un salto de rollo, o sea, que han cambiado equivocadamente las bobinas. Le pido a la traductora que me lleve a la cabina y una vez allí, me aclara el proyeccionista que todo está correcto y que no ha habido ningún error. ¿Y qué descubro? Que al comprar la película, los soviéticos decidieron reeditarla. Entonces, una película en la que Julio juega con el tiempo de diversas maneras, lo mismo hacia atrás que hacia adelante, ellos consideraron que era más correcto hacerla cronológica para proyectársela al público soviético: se adjudicaron el derecho de hacer esa reedición por encima de Julio. Yo, lógicamente, me quedé estupefacto, sin nada que decir hasta llegar a La Habana y contárselo a Julio y a Alfredo, para que se procediera de la manera que entendieran.

El hábito de la censura: «Esta película tiene que ser como yo quiero que sea y no como tú la hiciste».

Claro, y esta experiencia se convirtió en el colofón de la conversación con el funcionario.

Manolo, estamos hablando de 1968, más o menos. Pero demos un pequeño salto y caigamos nuevamente en la Isla, porque tres años después se desarrolló el Congreso de Educación y Cultura, que en un primer momento había sido Congreso de Educación y sobre la marcha se le agregó lo de la cultura, y tú desempeñaste un papel ahí, tú estuviste involucrado en él.

Te cuento la manera en que fui involucrado. El Congreso, como bien dices, fue en un primer momento de educación, pero pidieron la participación del ICAIC con ponencias en las cuales se abordara el papel del cine como medio que complementa y enriquece la labor del Ministerio de Educación, por lo que alguien del ICAIC debía estar en la comisión que, dentro del Congreso, abordaría el papel de los medios masivos de comunicación. Alfredo me encargó esa tarea y redacté la primera versión de la ponencia oficial. Escribí toda la parte que tenía que ver con la política de exhibición y Julio lo referente a la producción nacional. Finalmente, Alfredo le hizo una revisión de ajuste para presentarla en el Congreso.

Ahora, ese evento es un hecho de nuestra historia cultural del período revolucionario sobre el que se ha escrito y se seguirá escribiendo, principalmente por sus consecuencias negativas para la Revolución, en el campo de la cultura artística. En aquel momento, estuvo asociado al llamado Caso Padilla y lo que lo rodeó, autocrítica en la UNEAC incluida, pues los dos acontecimientos se hicieron coincidir en el tiempo. Posteriormente, en algunos organismos culturales, se produjo la interpretación y aplicación funesta de sus acuerdos, contenidos en la declaración final. Al respecto, se ha escrito bastante en los últimos tiempos al hacer el balance crítico de lo que tú bautizaste como «el Quinquenio Gris».

Yo empecé a trabajar en la organización del Congreso el 20 de marzo, en la comisión que abordaría el papel de la influencia del medio social en la educación, en particular, los llamados medios masivos de comunicación. Ese día, o por aquellos días, me enteré que Padilla había sido detenido. En algún momento del mes de abril, nos informaron que iba a ser también un congreso de cultura, extensión que alcanzaría el ámbito de las manifestaciones artísticas. La comisión en la que yo estaba, creció en importancia y volumen de trabajo, y se dividió en dos, que finalmente fueron la 6A y la 6B. Yo quedé en esta última, en la cual el papel del cine sería objeto de análisis.

Pero la composición de los que iban a participar, y participaron en el Congreso, no se modificó porque se le añadiera la palabra «cultural». Siguió siendo, predominantemente, un evento del mundo educacional. Un alto por ciento de delegados e invitados eran profesores, pedagogos, cuadros especializados, y dirigentes del Ministerio de Educación y de las organizaciones políticas y de masas que atendían ese frente. No tengo datos en este momento, pero era menos que mínima la presencia de delegados del sector artístico. Hubo algunos invitados del mundo de las artes o la literatura, principalmente cuando eran creadores que también tenían algunas responsabilidades en organismos culturales.

Este Congreso es otro acontecimiento que hay que estudiar con profundidad en su relación con las circunstancias que estaba viviendo la Revolución, tanto a nivel nacional como internacional. Había terminado el año setenta con un revés emblemático: el de la Zafra de los Diez Millones que se había quedado en ocho millones y medio. Pero no era el millón y medio de toneladas que había faltado por producir, el que nos hacía perdedores. Dada la manera en que se había convertido en un objetivo de la nación, de todos los revolucionarios, ese incumplimiento era de fuerte repercusión psicológica y simbólica. Ahí está el discurso de Fidel, ese 26 de julio de 1970, encarando el problema.

Pero lo que se nos había puesto en crisis, evidente y total, era un modelo autónomo de construcción económica socialista, que no había dado pie con bola, que había fracasado. No puedo ir más lejos por carecer de conocimientos serios de economía de lo que fue todo el quinquenio 1965-1970, pero creo que he expresado sintéticamente cómo sucedió todo. Al entrar en 1971, se impone la necesidad de ir por caminos que podemos llamar trillados, sobre los que se tenían numerosas dudas o reservas por algunos dirigentes revolucionarios; sin embargo, para otros, eran los que garantizaban un margen de seguridad y de estabilidad para recuperarnos y seguir adelante. Íbamos a entrar de lleno en el camino del CAME socialista, como se fue produciendo a lo largo del primer lustro de la década del setenta. En medio de esta situación, no podría ser de otro modo, nos encontramos, una vez más, con la política norteamericana de aprovechar cualquier fracaso, torpeza, o lo que sea, de nuestra parte, para ganar el terreno en su objetivo irrenunciable. La Guerra Fría se manifestaba, en aquellos momentos, con particular intensidad en el campo de la ideología y su expresión en las ciencias sociales y en la cultura artística. Nuestra situación interna les creaba condiciones para su accionar.

Antes, habíamos recordado 1968. Ese año, en octubre, los premios UNEAC de poesía (Fuera del juego, de Heberto Padilla) y teatro (Los siete contra Tebas, de Antón Arrufat), abrieron un debate que desbordó las obras mencionadas y sembró distancia y desconfianza. Un poco antes, nuestra posición apoyando, con objeciones y preguntas críticas, pero apoyando, la entrada del Pacto de Varsovia en Checoslovaquia, es otro acontecimiento cuya resonancia no se puede ignorar, como antecedente, si queremos ser serios en las raíces del Congreso de 1971. Repercutió de variadas formas en nuestras relaciones con el exterior y también en el plano interno. La dirección de la Revolución se vio en la necesidad de tensarse frente al desacuerdo, la incomprensión o la ruptura de aliados o compañeros que ya no lo serían tanto; también hubo farsantes que se desenmascararon en aquellos momentos. En todo aquello se combinaba honestidad y confusión, pero también deshonestidad, y claudicación.

Descubrir a Humberto Carrillo Colón, agregado de prensa y cultura de la embajada de México en Cuba, trabajando directamente para la CIA, en 1969, en nuestros medios intelectuales, fue otro de los tantos aportes de la época al endurecimiento defensivo de la Revolución.

Al decidir defenderse de campañas externas y de expresiones internas que consideraba inconsecuentes con la etapa difícil que atravesaba, la Revolución ejercía su derecho incuestionable; pero los que tuvieron la responsabilidad de hacerlo efectivo dentro del Congreso, en el específico debate de la cultura artística, lo hicieron de una manera lamentable y, a la larga, perjudicial para el proceso revolucionario.

No hay duda de que la situación que hemos vivido en Cuba, hasta el momento, ha exigido un permanente sentido de responsabilidad entre los que se consideran revolucionarios en el sector de la cultura artística. Poco o ningún espacio parece existir para lo que sea, se aproxime o se interprete como frivolidad o ligereza, cuando de política se trata. Incluso algo tan serio como el humor o la sátira pasan a ser expresiones delicadísimas, tanto como necesarias, a la hora de abordar la realidad.

Pero hay que extremar la atención y la lucha contra la ignorancia con poder, vestida de intransigencia militante, que hemos tenido, con relevo y todo, a lo largo de estos años. Si estamos de acuerdo con que el diversionismo existe y es un arma sutil de los enemigos de la Revolución, cada vez más afinada y refinada, por el desarrollo de la tecnología y la experiencia que han acumulado, tenemos que reconocer también que es peligrosísimo que revolucionarios incompetentes, y a veces simuladores de revolucionarios, asuman responsabilidades o alcancen posiciones desde las cuales sean los encargados de enfrentar dicho diversionismo. No basta una proclamada, real o amplificada fidelidad y amor a la Revolución, para elaborar o interpretar políticas en el frente de la ideología y en el campo de la cultura. El daño que pueden hacer, y a veces han hecho, es enorme. Errores en la selección de cuadros en este frente se pagan caros y por largo tiempo.

Me he alejado bastante de tu pregunta específica del Congreso porque me ha motivado una reflexión que me disgregó hasta el presente. Regreso de nuevo a 1971, a la Comisión 6B, que es de la que puedo hablar, y, en particular, a lo que en ella tuvo que ver con el ICAIC.

Aquí se discutió nuevamente la política de exhibición de cine extranjero, por el ICAIC, en los cines del país, porque las críticas a la producción nacional no se produjeron. Lo que se pedía era más películas patrióticas, más películas educativas. O sea, que se pedía más, pero no se censuraba lo que se había hecho. Sin embargo, existía un conjunto de ponencias, enviadas por profesores de secundaria básica y preuniversitario de diferentes provincias, en las que se preocupaban del daño que estaban haciendo las películas que se exhibían en Cuba y que venían del área capitalista occidental. O sea, que se estaba disparando contra el cine que el ICAIC compraba, fundamentalmente en Europa, aunque ya se estaban consiguiendo algunas películas norteamericanas, burlando el bloqueo, y también cine latinoamericano.

Pero, de manera general, había entre los pedagogos una preocupación sobre un tipo de cine que, en su opinión, estaba echando a perder el trabajo que ellos llevaban adelante en los centros de enseñanza. Debo decirte que yo leí ponencias que consideré honestas; era la ignorancia honesta, pero también estaban otras en las que se advertía el ataque político que se estaba aprovechando de la coyuntura.

Aquí me desvío otro momento para decirte que antes de la discusión sobre el ICAIC, en otras sesiones, se arremetió con vehemencia, de forma francamente repudiable, contra algunos compañeros o áreas del trabajo cultural. Recuerdo un pase de cuentas realizado por cuadros culturales de la UJC de aquel momento, que la emprendieron duramente contra el equipo de trabajo que había llevado adelante El Caimán Barbudo, en su primera etapa (1966- 1967). Estos ataques eran escuchados por delegados e invitados del mundo de la educación, que no se encontraban en condiciones de formarse un criterio sobre lo que se les decía. Era darle un voto de confianza a aquellos que, desde la tribuna, representaban a la Revolución, sin la presencia allí, para defenderse, polemizar o lo que fuese, de los criticados, que en algunos casos llegaron a ser acusados casi de contrarrevolucionarios.

Que se extendían a otras zonas, porque no era solo con el cine. También recuerdo las serias críticas que se le hizo a la labor editorial en las ediciones de teatro del Instituto Cubano del Libro (ICL). Eso se extendía…

Sí, sí. Ahí iba desde la música que se pasaba por las emisoras de radio y televisión, hasta el cine. Hay que tener presente que el ICAIC tenía bajo su protección al Grupo de Experimentación Sonora, en el que estaban Silvio Rodríguez, Noel Nicola, Pablo Milanés y otros, con Leo al frente desde 1968. Eso es algo que debe recordarse bien. Esta fue una estrategia impulsada por el ICAIC para proteger una corriente importante del desarrollo de la música cubana. Incluso, antes del Congreso, hubo un congresillo (reuniones previas de los organizadores del Congreso), donde se discutieron fuertemente estos temas, y entre los dirigentes de la Revolución hallamos nuevamente criterios encontrados en torno a cómo enfrentar la lucha ideológica en el campo de las manifestaciones de la cultura artística. Yo no participé en el congresillo, pero supe que Alfredo tuvo una intervención muy exhaustiva abordando con profundidad la diversidad de las raíces históricas de la cultura nacional. Sus palabras eran escuchadas por un grupo de compañeros con responsabilidades intermedias como cuadros del Partido, el gobierno y las organizaciones de masas. Pero parece que la complejidad de su exposición desbordaba el conocimiento de una parte de los oyentes, y, en un momento, el compañero Belarmino Castilla, que formaba parte de la mesa de dirección, lo interrumpió para discrepar de su intervención.

Las palabras de Belarmino provocaron una reacción de aplausos por una parte de los asistentes, identificados con su punto de vista. Fidel participaba en el congresillo, en ese momento, y dicen que reaccionó deteniendo los aplausos con un: «Belarmino no ha comprendido a Alfredo».

Eso te da la medida del conflicto interno del debate que se estaba produciendo en 1971, momento en que se iba a realizar un cambio importante en el país, tanto en el campo económico como en el ideológico. Por eso, la noche en que se discutió la ponencia del ICAIC (Raúl Roa era el que presidía la reunión), la temperatura estaba altísima. Aquella discusión arrancó muy mal porque, inmediatamente que se terminó de leer la ponencia, se levantó un compañero del Comité Nacional de la UJC, que la impugnó haciendo preguntas; ese tipo de preguntas que traen consigo una crítica velada, porque lo que estábamos defendiendo era la diversificación: descolonizar en el mundo de hoy, a través del cine, es hacer que las personas vean el mejor cine posible con los recursos que tiene el Estado cubano. Eso es lo que permite que los espectadores vean cine japonés (el cine de samuráis se atacaba en las ponencias, aun cuando fuese de Kurosawa), y cine de todas las nacionalidades.

Pero a partir de la intervención de este compañero, comenzó un debate con un Alfredo muy acalorado. Yo, desde mi lugar de secretario, veía con preocupación el desarrollo de los acontecimientos. Entonces, se levantó una maestra de Holguín y planteó sus inquietudes respecto a algunas películas que ella consideraba dañinas; Alfredo le respondió como si le hubiese contestado al dirigente de la juventud, o sea, que le estaba tirando un cañonazo a quien debía tirarle un tiro. Continuaba en ascenso el calor de la discusión; ya estaba Alfredo diciendo que el ICAIC no se hacía autocríticas, porque asumía la responsabilidad con su política de diversidad descolonizadora en las salas de cine, y si la dirección de la Revolución consideraba que era incorrecto lo que había hecho, pues cesaba como dirigente, pero no aceptaba tutelaje de comisiones de organizaciones u organismos. O sea, que estaba todo colocado en términos muy radicales. Discutía como cuando sientes que te están tendiendo una trampa y no como un académico en busca de la verdad, en abstracto: todo era como a muerte y en este caso no a muerte física, sino a muerte en términos políticos.

Cuando la temperatura del debate estaba a punto de alcanzar su clímax, y, sobre todo, con un público que no sabía muy bien hasta dónde se iba a llegar, entró Fidel con un grupo de dirigentes de aquel momento. Pasó al frente, se reacomodó la mesa (yo pasé a la segunda fila), y Fidel, sentado donde antes estaba Roa, comenzó a dirigir la reunión. La aparición de Fidel fue muy oportuna. Y ahí comenzó un debate con las pasiones más atemperadas; se argumentó con más serenidad de ambos lados, y después hubo una intervención de Fidel que está filmada, aunque no se publicó en la prensa de la época, pero existe en los archivos del ICAIC, en la que apoya la política global de la institución, refiriéndose al hecho de que no vivimos en una urna de cristal, que el mundo es muy complejo y hay que aprender a vivir y a luchar en él. Además, expresa su plena confianza en Alfredo Guevara. De esa manera, el ICAIC salió ileso de tan compleja polémica y de un Congreso no menos complejo, también por sus consecuencias, que tú conoces.

(Del libro Por la izquierda. Dieciséis testimonios a Contrarriente. Tomo III. Selección y prólogo: Julio César Guanche y Ailynn Torres Santana. Ediciones ICAIC, 2013)

Tomado de: Cubacine

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Polémicas del cine y la Revolución en Cuba (Parte I)

Manuel Pérez Paredes. Premio Nacional de Cine 2013

Por Ambrosio Fornet

Manolo, quienes te conocemos desde hace muchos años, y especialmente quienes hemos trabajado contigo en el ICAIC, solemos distinguirte por dos rasgos de personalidad que considero muy reveladores. Uno es tu locuacidad: eres un amigo que puede estar conversando con otro durante horas y perder hasta la noción del tiempo y hacérsela perder a tus interlocutores. Y dos, por una memoria prodigiosa. La gente en el ICAIC suele decir: «Eso que me preguntas no lo sé; pregúntaselo a Manolo, que él seguramente sabe». ¿Nunca se te ha ocurrido hacer una especie de Memoria del ICAIC, o la Memoria personal de un cineasta?

En realidad no me he atrevido, sobre todo porque tengo un gran respeto hacia la escritura. O sea, me siento mejor conversando y que me graben, que dándome a la tarea de redactar correctamente. Y esa puede ser una de las explicaciones por las cuales nunca me he sentado a organizar mis recuerdos. Hace poco impartí una conferencia en el ICAIC, la improvisé y parece que quedó bien, pero después, cuando la leí, me aterroricé. Por eso nunca me he sentado a escribir.

Eso suele ocurrir, no te preocupes. Pero eso que dices hace de esta una situación excepcional, porque te oiremos hablar, y así otros se beneficiarían de esa memoria prodigiosa a la que me referí. Ahora, de todos modos, tus recuerdos de cineasta no comenzarían precisamente con el ICAIC porque, de hecho, tú empezaste antes, tanto a hacer cine como a ocuparte de las cosas del cine. ¿Cómo fue ese comienzo?

Yo formo parte de lo que fue la generación cineclubista, que se forma, teóricamente, en los últimos años de la dictadura de Batista. Provengo de un cineclub, la Sociedad Cultural Cineclub Visión, al cual llegué, sobre todo, por un problema geográfico: como ese cineclub estaba en Santos Suárez y yo vivía en Luyanó, podía ir hasta allí a pie. En esa época, yo era católico, y me podía sentir más inclinado a asistir al cineclub católico, que estaba en la Habana Vieja.

Al llegar al Cineclub Visión, donde había un grupo de compañeros casi todos mayores que yo, encontré un ambiente de formación cinematográfica. Ya desde antes me sentía atraído por el cine: seguía la crítica que sobre esta temática se publicaba en los periódicos de la época; leía a Valdés-Rodríguez, a Walfrido Piñera, a Guillermo Cabrera Infante en la revista Carteles. Era yo una persona que comenzaba a ser exigente con el cine que veía a nivel de barrio, pero estaba en solitario. Mis amigos no compartían ese interés, por lo que, cuando me entero de la existencia del Cineclub Visión, me dirijo allí en busca de personas con inquietudes culturales y específicamente cinematográficas. Pero el Cineclub Visión, además, era una organización dirigida por la juventud socialista, lo cual yo desconocía. O sea, que al llegar allí, no tenía la menor idea de que se desarrollaba también una actividad clandestina como parte de la lucha contra la dictadura de Batista. Visión era, a los efectos de la generación veinteañera, lo que Nuestro Tiempo era para los intelectuales ya formados.

En el cineclub se incentivaron mis inquietudes culturales, y con la apreciación y debate de las películas, comenzó también para mí una visión política de la realidad. O sea, que mi conciencia política se inicia a través del cine. Cuando triunfa la Revolución en enero de 1959, ya tenía una formación embrionaria, tanto cinematográfica como política: era un aprendiz de revolucionario, alguien que no tenía aún la práctica del cine, pero sí una determinada formación gracias a los libros sobre el tema y a la discusión de películas, a través de las cuales conocí el neorrealismo italiano, el cine francés y el buen cine norteamericano. Al cineclub acudió Julio García-Espinosa para impartir un curso de asistente de dirección, también Tomás Gutiérrez Alea, por mencionarte a dos de los fundadores del ICAIC.

¿Y en qué zona de la producción cinematográfica entras a trabajar en ese momento? Porque en marzo de 1959, cuando se crea el ICAIC, tú no estás todavía ahí.

No, porque cuando se crea el ICAIC, había una lucha interna de las fuerzas que pugnaban en aquel momento dentro del gobierno revolucionario, y eso afectaba, en cierta medida, la aprobación de su presupuesto. Por mi procedencia cinematográfico-política del Cineclub Visión, fui una de las personas a las que se les llamó en el mes de marzo para crear la Sección de Cine de la Dirección de Cultura del Ejército Rebelde. Esta Sección inició la producción de documentales de urgencia (Esta tierra nuestra, La vivienda, dirigidos por Tomás Gutiérrez Alea y Julio García-Espinosa, respectivamente) y también se incorporó, a su manera, a la campaña de alfabetización y superación escolar y cultural de los combatientes, una gran parte de ellos de origen campesino y obreros agrícolas. Por supuesto, hacía falta educar también el gusto cinematográfico de esos combatientes; y yo llego al ejército, concretamente, para atender la programación de los cines de los campamentos militares, función que hasta el momento estaba en manos de los sargentos del ejército anterior, quienes habían permanecido en sus puestos burocrático-administrativos. A mí me hicieron sargento y junto a otro compañero llamado Antonio Miguel, ya fallecido, asumí la tarea de seleccionar las películas que se exhibían en los cines de los regimientos militares del país. Yo iba a las oficinas de las distribuidoras extranjeras aquí en La Habana (la mayoría, por supuesto, norteamericanas), y marcaba las que consideraba mejores dentro de la oferta que tenían en sus bóvedas para alquilar. A partir de esta programación, escogía las más motivadoras para hacer cine-debates, los cuales, con frecuencia, estaban muy cerca de la charla o de una clase; al final me hacían preguntas. Durante unos meses estuve haciendo este trabajo; fue una experiencia muy importante para mí, habanero que hasta el triunfo de la Revolución (tenía 19 años) solamente había ido una vez a Santa Clara y otra a Cienfuegos. Aprendí mucho por la relación que tuve con los combatientes.

¿Camilo Cienfuegos fue el organizador de todo ese trabajo?

Exactamente. Osmani Cienfuegos, el hermano de Camilo, era su capitán ayudante, y estaba al frente de esta Dirección de Cultura de las Fuerzas Armadas. Claro está, todo esto perseguía un objetivo político, que consistía en contribuir a la formación cultural de los combatientes a través del cine, pero era necesaria una considerable labor didáctica. Llevé adelante esta actividad en toda la Isla, menos en Camagüey. Allí, Hubert Matos controló la programación cinematográfica del Regimiento Agramonte, pues consideró que detrás de ella había una educación política antimperialista. De hecho, yo nunca pude ir a Camagüey a desempeñar ese trabajo.

En aquel momento, llegar a Camagüey era como cruzar la Trocha; no se podía llevar la Revolución más allá.

Y mis superiores en el ejército me orientaron no insistir ni hacer nada frente a la posición adoptada por el departamento de Cultura del regimiento camagüeyano. Esta situación se mantuvo hasta la crisis de octubre de 1959, cuando Hubert llevó adelante su plan contrarrevolucionario. Por aquella fecha, yo empezaba a trasladarme para el ICAIC.

De todos modos, hay un momento en el que tú, al pasar al ICAIC, sales de la fase puramente didáctica y comienzas a hacerte determinado tipo de preguntas: «¿Qué significa este proceso?». «¿A dónde vamos?». «¿Qué papel voy a desempeñar en él?». «¿Qué tipo de películas debo hacer o no hacer?». Ese proceso de maduración fue para ti muy acelerado, como para la mayoría de los que participamos desde cada una de nuestras actividades, por el hecho de que la realidad te iba llevando cada vez más allá. ¿Cómo viviste tú aquella etapa? ¿Encontraste algunas de las respuestas en esa época?

En la Sección de Cine del Ejército Rebelde estuve un semestre o poco más; allí observé y viví intensamente lo que sucedía en el país; leía bastante, escuchaba relatos, sin maquillaje, de combatientes revolucionarios de la sierra o el llano, y estaba presente, como oyente, en discusiones políticas sobre el futuro posible de la Revolución y los obstáculos que tenía por delante. De modo muy claro, fui percibiendo en su seno la existencia de una derecha y una izquierda. Yo, por supuesto, me sentía en la izquierda. Me adhería a la convicción de que en Cuba el revolucionario, para serlo de verdad, tenía que ser antimperialista o encaminarse en esa dirección. Quien no tuviese esa perspectiva en la lucha política, iba a ser compañero solo a corto o mediano plazo, dada la polarización que se vivía y en la que estaba inmerso.

Ya en el ICAIC, que desde su nacimiento estaba fichado como izquierda radical, por la historia personal de Alfredo Guevara, se añadió mucho más la amplitud de miras que yo tenía en el ámbito de la cultura y el arte. Como aprendiz de cineasta, estuve muy abierto a todo lo que allí se veía y discutía. No me recuerdo atrincherado en un solo camino estético para el cine que había que hacer. Los énfasis y matices en las controversias que a veces se producían, me desbordaban parcialmente. Al mismo tiempo, me exigían mayor preparación cultural y más dominio de interioridades políticas y aspectos de las personalidades que discrepaban.

El cine revolucionario, el que había que hacer, el que uno quería hacer, se podía nutrir de movimientos tan diversos como el neorrealismo, la nueva ola, el free cinema inglés, el Primary de Leacock y Maysles, o el cine polaco de aquellos años, en particular el de Cenizas y diamantes, de Wajda. Todo esto tenía que ver con las diversas afinidades personales de los creadores y con no ser excluyentes, más allá de las pasiones individuales propias de las búsquedas creativas. Ese era un momento en que podía haberse considerado que la gente joven como yo, y vale la pena decirlo, debía haber ido a estudiar a Praga, a Moscú, a París, a las escuelas de cine consagradas para adquirir la formación cinematográfica que no teníamos. Pero ahí surgió el criterio de que era mucho más importante quedarse en Cuba para vivir lo que estaba ocurriendo y aprender cine sobre la marcha. Si nos hubiésemos ido a cualquiera de esas escuelas, habríamos regresado en 1964 con un título, pero nos hubiéramos perdido unos años irrepetibles e imposibles de contar. Vivir la intensidad de esos primeros años fue un factor de enriquecimiento extraordinario. Y la política que siguió el ICAIC, Alfredo en este caso, consistió en traer gente importante que, al trabajar en Cuba, nos servían de maestros haciendo sus documentales, impartiendo charlas. Nosotros nos nutrimos de esas visitas que estuvieron aquí por tiempo más o menos prolongado, y aprendimos como asistentes de dirección de ellos, participando en sus conferencias, viviendo los acontecimientos del país y formándonos de manera autodidacta. Estoy hablando de la generación que, en esa época, tenía entre dieciocho y veintitrés años. Yo, en ese período, estaba abierto a todas las influencias, de hecho, me podían impactar cosas diversas.

¿Y no hubo, al principio, contradicción entre tu formación católica y el proceso revolucionario, que avanzaba en otra dirección?

No, porque el proceso del catolicismo fue entrando en crisis poco a poco, y yo dejé de ser religioso entre los años 1956 y 1958. Pero dejé de ser católico de una manera muy particular. No dejé de creer estableciendo un antagonismo con la religión, ni siendo antirreligioso. Sencillamente llegué a la conclusión de que por ahí no van las cosas, aunque siento un gran respeto por los creyentes y por la religión. Cuando triunfó la Revolución, hacía más o menos un año que había dejado de ser un practicante.

Ahora, una cosa que me interesa. Tú no vienes a consagrarte como cineasta hasta muchos años después: en 1973, probablemente con El hombre de Maisinicú, o sea, que hay todo un proceso por delante que está a la espera. Pero entre estos primeros momentos y la película, han ocurrido una serie de hechos que tienen que ver con el fenómeno de la ideología, de la estética, de la orientación futura del ICAIC y, en buena parte, del terreno de la cultura. Y como decía Martí, «en política, lo real es lo que no se ve», o sea, que siempre se mueven intereses que no necesariamente salen a la luz pública. Y esas contradicciones, las distintas posturas, se manifiestan a través de las polémicas. Quizás habría tres polémicas dignas de ser mencionadas de las cuales tú fuiste testigo o participante directo. Una de ellas fue la del documental P.M., la segunda fue la de Blas Roca con Alfredo Guevara en relación con la exhibición de películas extranjeras, y la otra polémica, en la cual estuviste directamente involucrado y sobre la que me gustaría que hablaras, fue la polémica de Alicia en el pueblo de Maravillas. Todas eran polémicas internas, entre revolucionarios que tenían distintas posiciones. ¿Cómo ves tú ese proceso? ¿Cómo viviste tú esos momentos de las polémicas?

Primero que todo, P.M., como polémica, fue para mí una experiencia de formación, de maduración. Yo era un participante con los ojos y los oídos abiertos. O sea, era un joven de veintiún años y tenía criterios sobre lo que estaba pasando, pero no fui un participante activo de dicha polémica. Ahora bien, P.M. me reveló, primero, la heterogeneidad del ICAIC. Esta es una institución que se crea en 1959 y terminamos trabajando allí un grupo de compañeros identificados en aquel momento con la Revolución. Pero la idea de hasta dónde iba a llegar el proceso revolucionario y por qué caminos transitaría, era muy diversa, por eso me incomodo tanto cuando se mira hacia atrás de forma maniquea. Y, por tanto, eran también muy diversas las opiniones del reflejo directo que toda esta vorágine tenía en el cine. Todos alzábamos la mano por la Revolución, pero en la cabeza de cada uno, la Revolución era algo diferente. Aquello fue como una gran ola que te arrastraba y en la que quedaban incluidas personas que no habían participado, y en algunos casos ni siquiera habían pensado en el triunfo revolucionario, y comienzas a darte cuenta de que todo es mucho más complejo de lo que en un primer momento se esperaba. Provenía de una organización política en la cual me había dado cuenta de que las cosas no serían simples, aunque tampoco me imaginaba que serían tan complejas. Claro, me fue más fácil, o menos difícil el proceso porque, a diferencia de los militantes de la juventud o el Partido Socialista Popular (PSP), de la década del cincuenta o de antes, me inicié políticamente en un momento en que ya se había celebrado el XX Congreso del PCUS, en 1956, de manera que no tuve que hacer una revisión o enfrentar una crisis con mis creencias políticas e ideológicas de la misma envergadura de ellos. Por lo tanto, cuando comenzaron a aparecer los conflictos, como es el caso de P.M., estaba claro que no era un conflicto esencialmente de tipo estético, sino político, que se estaba produciendo en el interior de la Revolución, entre el ICAIC y los compañeros de Lunes de Revolución. Francamente, eso lo vi con bastante claridad, aunque no ocurrió lo mismo con otras cosas sino hasta mucho después, cuando releí algunos textos que en su momento no comprendí del todo.

Pero el propio Alfredo ha escrito ya sus opiniones y su valoración de la actitud del ICAIC y de los oponentes del momento. Y, efectivamente, como acabas de decir, había varias fuerzas. En el caso de la cultura, estaban García Buchaca en el Consejo Nacional de Cultura (CNC), Carlos Franqui con Cabrera Infante, en Lunes de Revolución, y el ICAIC. O sea, eran tres fuerzas que, de pronto, tenían que marchar en la misma dirección con criterios totalmente diferentes respecto a lo que debía ser el proceso revolucionario y lo que debía ser su propia tarea cultural, de manera que era lógico que aquellas diferencias se pusieran de manifiesto. ¿Tú ves P.M. como un reflejo de ese mundo de contradicciones?

Exactamente. Y tú lo acabas de decir. Eran tres fuerzas que representaban corrientes diferentes dentro de la Revolución. Aquello no era un debate Revolución-Contrarrevolución, sino un debate interno de la primera. ¿Qué es, cómo será, cuál es mi papel dentro de la Revolución y qué lugar tiene mi proyecto personal dentro de ella? Fue un debate entre el ICAIC y Lunes de Revolución, en el cual el Consejo Nacional de Cultura apoyó la posición del ICAIC. Y en aquel momento, era difícil prever hasta qué punto las alianzas que se establecían serían duraderas. Tanto es así, que los caminos que han tomado las personas de esas tres posiciones han sido muy variados a lo largo del tiempo. Pero bueno, P.M. fue para mí un aprendizaje sobre la complejidad, porque no traía solo debates con las otras fuerzas, sino también debates dentro del ICAIC en cuanto a procedimientos: «Yo estoy de acuerdo en que hay que hacer esto y, sin embargo, considero que la manera en que lo estás haciendo no es la más adecuada». O sea, que comenzaron a aparecer una cantidad de matices dentro del propio ICAIC. El acto de prohibir la exhibición de P.M. en los cines (ya se había transmitido por la televisión) era un modo de marcar quién mandaba en el cine. Resulta sumamente difícil meterse en la piel de la época, porque difícil es también introducirse en la correlación de fuerzas que existía en el país en ese momento, las maneras en que se estaban dando las alianzas; a todo ello se deben añadir los factores de personalidad. Además, no se puede olvidar que en abril había ocurrido Girón, en mayo se estaba proyectando P.M. y en junio se pronunciaron por Fidel las «Palabras a los intelectuales».

Y esa complejidad explica el asombro de las nuevas generaciones cuando ven P.M., el desconocimiento de esta complejidad no les permite comprender nada. Y se preguntan por qué la tomaron con esa película, ¿por los bares nocturnos? O sea, que si te falta el contexto y los propósitos de cada una de las fuerzas en conflicto, uno se queda sin entender nada.

Claro, y cuando nos situamos correctamente, comenzamos incluso a entender esa frase de Martí que tú citabas: «en política, lo real es lo que no se ve». Por eso creo que presentársela a la dirección del ICAIC para exhibirla en los cines, era un pulso de fuerza.

Sí, pero perdona, ¿un pulso en qué sentido? ¿En el sentido de «a ver si te atreves»? Porque la película no tenía ningún problema.

No, era la posibilidad de que, desde el periódico Revolución se estuviera gestando un área de producción de cine, de música. Era como si pudieran ir naciendo islas.

Un pequeño ministerio de cultura desde el periódico.

Exactamente, y paralelo al CNC y al ICAIC, y en tiempos de fundación (los años sesenta son años de fundadores), de creación y consolidación de las áreas de trabajo, y poder de dirección de los fundadores. Estoy hablando de un país con una Revolución que alcanzó el poder, con las características de la nuestra. Tengo la impresión de que en las reuniones formales de la dirección del país, se podían acordar u orientar, a veces, determinadas cosas, pero en el ejercicio del quehacer cotidiano podía ser un problema, o en ocasiones un verdadero reto, el llevarlas a la práctica, el delimitar las fronteras de atribuciones o quién pone carácter y dice: hasta aquí; la película pasa por la TV porque no es área de competencia del ICAIC, pero no se proyecta en las salas de exhibición.

De todas maneras, ese ciclo se cierra con las «Palabras a los intelectuales», en las que Fidel afirma que aquí puede trabajar todo aquel que esté dispuesto a hacerlo a favor de la Revolución, aun cuando no sea revolucionario, y puede ser considerado uno de los nuestros.

Es así como dices. Se cerró un ciclo, se concluyó una crisis y se fijó una gran amplitud y también límites en defensa de la Revolución. La interpretación de esos límites es lo que me parece que ese discurso no agotaba (ningún discurso lo hace) como respuesta anticipada para todo conflicto que viniese después. «Palabras a los intelectuales» fue una guía para la acción en aquellas circunstancias. Después vimos que en ocasiones sirvió como dogma tergiversado, y se interpretó arbitrariamente en manos de compañeros, o de corrientes de pensamiento, en momentos y sectores de nuestra política cultural. Cuando llegó, dos años y medio después, la polémica de Alfredo-Blas, a la que se sumó García Buchaca, por el CNC, nos encontramos con que las tres partes invocaban el discurso de Fidel en defensa de sus puntos de vista.

Para nosotros, las «Palabras a los intelectuales» no fueron, ni remotamente, una limitación, sino todo lo contrario, porque incluso al que no era revolucionario (aunque no contra) se le daba un espacio. Y para nosotros el famoso «dentro de la Revolución todo, contra la Revolución nada» era una definición perfecta del máximo de libertad posible, porque nosotros estábamos dentro del proyecto de la Revolución. La gente decía que la palabra «contra» expresaba censura y limitación, sin embargo, para nosotros no. Para nosotros era: «a partir de aquí todo es posible», siempre dentro, que era donde estábamos y donde queríamos estar. De manera que tienes toda la razón en lo que estás diciendo. Sin embargo, no se entiende ya el porqué de la polémica sobre la exhibición de películas. ¿Estaban esas películas fuera o contra la Revolución? Y estoy hablando de las que suscitaron el debate. ¿No vendrían de la URSS esos criterios? Quizás puedas, después, hacer alguna anécdota referida a eso, ya que tú, en algún momento, me has contado anécdotas de relaciones con funcionarios soviéticos que preguntaban sobre cine y sobre la exhibición de cine extranjero en Cuba. Pero, por el momento, limitémonos a este aspecto, ¿qué tenían que ver aquellas películas con el mundo que se nos abría en aquellos momentos en cuanto a cultura, en cuanto a la producción y la exhibición cinematográfica?

Mira, yo creo que cuando terminó el discurso de Fidel en la Biblioteca Nacional, cada cual, a partir de su grado de credibilidad en la Revolución, interpretó las palabras de una manera específica. Pienso que las propias experiencias ocurridas en el campo socialista, denunciadas en el XX Congreso del PCUS, podían inquietar de manera honesta a un sector de la intelectualidad. Fue por aquellos días cuando comenzaron a darse los primeros pasos prácticos para la fusión de las tres organizaciones (Movimiento 26 de Julio, Directorio Revolucionario y PSP), y el nacimiento de las ORI (Organizaciones Revolucionarias Integradas) como partido único. O sea, es comprensible que algunos compañeros hayan salido preocupados porque el trasfondo de lucha interna, que era lo medular, no se les hizo muy evidente y se quedaron a nivel del detonante que fue el acto de prohibir el documental.

Alguien situado desde una perspectiva angelical, en busca de la paz y la armonía en abstracto, al margen de la lucha concreta que se estaba librando, podría soñar que si se hubiese dado una conversación amistosa entre las partes, quizás los autores y promotores de P.M. se habrían convencido de que el momento no era el más apropiado para pasar la película en el cine Rex, y que se debía esperar un tiempo hasta que bajase la tensión de guerra existente en el país; o quizás era el ICAIC el convencido de que la exhibición del documental no sería una contribución desmovilizadora del clima existente en la población. Pero esa no era la realidad. Una parte pulsaba por penetrar un área que no era de su competencia y la otra por dejar claras las fronteras establecidas por la Revolución. Las partes no conversaban ni discutían chupando chambelonas.

Creo que, desde junio de 1961 hasta diciembre de 1963, cuando tuvo lugar la otra polémica en la que estaba implicado el ICAIC, transcurrieron dos años fundamentales, que es necesario resumir, porque no se puede comprender la polémica sin tener en cuenta lo que ha sucedido en Cuba durante ese espacio de tiempo. En ese período, ya ha tenido lugar el citado proceso de fusión de las organizaciones políticas en una sola, que empieza a fijar las reglas del juego de cómo se organizaría la sociedad cubana y su dirección. También habíamos vivido la crisis del sectarismo en la creación de esas ORI.

Te refieres a todo el proceso de Aníbal Escalante…

Sí, claro, en esa fusión, un sector del PSP desempeña un papel hegemónico y sectario. Esa fue una experiencia muy dura, muy fuerte, que repercutió dentro del ICAIC. De hecho, hay un trabajo de Julio García-Espinosa («Vivir bajo la lluvia», recogido en esa excelente selección de Graziella Pogolotti, Polémicas culturales de los 60) que expresa ese sentimiento de manera sugerida. La Revolución había comenzado a llevar adelante su proyecto socialista y con él a enfrentarse a complejidades y retos esperados e inesperados. No olvidemos que, después de las palabras de Fidel en junio de 1961, en octubre del mismo año, se desarrolla el XXII Congreso del PCUS, que fue una avanzada más en la denuncia de las violaciones, atropellos y crímenes de Stalin (es cuando lo sacan del mausoleo), o sea, que Nikita llevó a cabo una ofensiva mayor contra los stalinistas.

Que le costó cara, por cierto.

Sí, a la larga le costó cara. En ese momento, quienes representaron a las ORI en ese Congreso fueron Blas y una compañera cuyo nombre no recuerdo. Luego viene la Crisis de Octubre (1962), donde Cuba tiene la posición que ya sabemos, frontal en relación con Estados Unidos, pero también discrepa con la URSS por el hecho de que concluyeran negociando la base de Turquía e ignorándonos. Estos hechos dejaron una huella en todo el proceso. Yo recuerdo los debates en el ICAIC, que era un hervidero. Allí hubo siempre una intensa lucha ideológica interna. Creo que una de las grandes virtudes de esta institución es que se mantuvo siempre muy viva internamente. Y aquel debate lo recuerdo con distintas maneras de reaccionar frente a lo ocurrido y frente a lo que significaba el hecho de haber tenido armas atómicas en Cuba.

Y descubrir, retrospectivamente, que la colocación de aquellas armas atómicas no tenía otro objetivo que negociar la base de Turquía. No era para negociar Guantánamo, era para negociar Turquía: los rusos, en el fondo, lo que querían decir era: «Te quito los cohetes de Cuba si me quitas la base que tienes en la frontera turca con la URSS». O sea, que tanto desde el punto de vista ideológico como político, fue muy duro. Y se creó la discrepancia e incluso la famosa frase de «Nikita, Nikita, lo que se da no se quita». Era como una especie de conga popular, porque lo bueno de todo esto es que determinadas cosas, el pueblo las asimila desde un punto de vista humorístico o del famoso choteo, que es también un antídoto contra los grandes shocks psicológicos. Pero tú hablabas de que ese contexto explicaba, en parte, la polémica.

Claro. Pero luego llega el año 1963, que fue de particular complejidad y que requiere de más estudio para explicarnos, en profundidad, algunos fenómenos que incidieron en el campo socialista de entonces, en particular en la URSS y acá, entre nosotros.

Pienso que la Crisis de Octubre debilitó, aún más, el poder de Nikita Jruschov en la correlación de fuerzas en el interior de la dirección de la URSS. Si, como decías, el XXII Congreso le costó caro porque lo enemistaba radicalmente con la corriente en la dirección del PCUS que estaba por sepultar en el olvido las barbaridades de Stalin, la Crisis fue otro golpe que contribuyó, más los problemas internos, agrícolas y económicos, a su destitución en octubre de 1964.

Pero en marzo de 1963, él inició lo que se puede llamar una ofensiva de endurecimiento en la lucha ideológica en ese país, específicamente en el terreno de las manifestaciones artísticas de la cultura. La encabezó con un discurso donde hizo gala de torpeza, brusquedad e ignorancia contra expresiones artísticas en las artes plásticas, la poesía y el cine. No te recuerdo ahora los detalles, pero sí el clima que creó en aquel país, su repercusión internacional y también aquí. Quien tenga oportunidad de revisar los periódicos Hoy y Revolución de aquella época, encontrará que reflejaron el discurso y su secuela de reacciones con matices diferentes.

Lo que ocurría allí, repercutía en la vida cultural de nuestro país. Recuerdo que en el ICAIC se reprodujo o circuló, mimeografiado, un texto de Carlos Fuentes valorando críticamente el discurso de Jruschov. Se comentó bastante en nuestros medios creativos, porque el peso de la URSS y el cómo tratar los debates en este sector, volvían a reactivar la pregunta: ¿Cuál es la manera adecuada que tiene un Estado socialista para trabajar política e ideológicamente con las especificidades de la cultura artística? Con el vocablo «adecuada» quiero decir inteligente, quiero decir revolucionaria, quiero decir que las coyunturas no se pueden ignorar, pero tampoco pueden ser pretexto para ejercer la imbecilidad desde el poder y cometer errores que dañan el socialismo desde adentro, bien sea en nuestras condiciones de fortaleza sitiada o viviendo en la coexistencia aceptable que podía ofrecer el mundo en que vivíamos.

Añadamos que en abril de 1963, Fidel viajó por primera vez a la URSS y se reunió con Jruschov para asuntos estratégicos de las relaciones entre ambos países. Este encuentro, posterior a las discrepancias de la Crisis de Octubre, subrayaba la unidad entre Cuba y la URSS, sin abandonar los principios que habíamos sustentado en aquel conflicto. Vivíamos el esplendor de la Guerra Fría, y el apoyo económico, material y militar de la URSS era vital para nuestra existencia.

No se puede olvidar, tampoco, el debate que a mediados de ese año se produjo en la Facultad de Letras de la Universidad de La Habana, y que tuvo a Mirtha Aguirre y sus alumnos de entonces, discutiendo con los creadores del ICAIC. Jorge Fraga, Titón, Julio y Massip, fundamentalmente, representaron nuestras posiciones como cineastas, en una confrontación ideológica sobre el papel del arte. Este fue otro antecedente de lo que ocurrió a finales de año, cuando se desencadenó la polémica Alfredo-Blas.

También recuerdo, como componente de la atmósfera ideológica del año, el discurso de Fidel el 13 de marzo. Allí atacó frontalmente la actividad contrarrevolucionaria de algunas sectas religiosas y censuró problemas ideológicos específicos de un sector de jóvenes en la capital, a los que llamó «elvispreslianos».

Entonces, la revista Mella, órgano de la UJC, se hizo eco, de manera extremista y manipuladora, a la hora de encarar este fenómeno. Fue bastante desafortunada. Te cuento que Norberto Fuentes (hoy sabemos dónde está) era, en aquel momento, periodista de la publicación. Tiempo después nos unió el interés temático por la lucha contra los grupos de alzados contrarrevolucionarios en el Escambray y otros lugares del país. Él me contó entonces, que en sus reportajes y cuando entrevistaba a los llamados «elvispreslianos» o «enfermitos» (jóvenes que usaban sandalias y el pelo en lloviznita), los inducía a que manifestaran su simpatía por el ICAIC como futuro centro de trabajo. Te estoy hablando de un Norberto joven, situado en posiciones, en aquel momento, de «línea dura» como revolucionario.

Con todo esto que te cuento y asocio, es que considero que cuando llega diciembre, la mesa está servida para la polémica de «qué películas debemos ver». Esa es mi opinión.

(Del libro Por la izquierda. Dieciséis testimonios a Contrarriente. Tomo III. Selección y prólogo: Julio César Guanche y Ailynn Torres Santana. Ediciones ICAIC, 2013)

Tomado de: Cubacine

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Daniel se nos fue antes de tiempo

Daniel Díaz Torres, cineasta cubano (La Habana, 1948-2013)

Por Manuel Pérez Paredes

Palabras de Manuel Pérez Paredes a siete años de la muerte de Daniel Díaz Torres y cedidas especialmente a Cubacine, como parte de este homenaje al creador y al hombre

Daniel se nos fue antes de tiempo. Lo dije en el 2013 y lo recuerdo hoy: cruel injusticia la de la muerte que se lo llevó cuando todavía estaba pleno en capacidades intelectuales y creativas para seguirnos aportando, cargado de proyectos a llevar adelante como realizador, docente, crítico, ser humano.

Fuimos amigos por más de cuarenta años y si la amistad, en mi experiencia, puedo identificarla con la hermandad, tengo que considerarlo como tal. Nos dejó, a los que compartimos con él, experiencias fuertes, difíciles y hermosas, ejemplos a recordar.

Por supuesto que tengo que subrayar uno que para mí es inolvidable: su actitud en todo el proceso que le tocó vivir con Alicia en el pueblo de Maravillas en aquel 1991. Sí, ya lo dije en el 2013, pero lo recuerdo de nuevo porque considero que se quedó pendiente el pedirle excusas y reconocerle su ejemplar ética revolucionaria, modesta y firme, en el curso de aquellos acontecimientos.

Septiembre 25, 2020, a siete años de su muerte

Palabras pronunciadas el 16 de septiembre de 2013 en la despedida del cineasta Daniel Díaz Torres en el Cementerio de Colón

Compañeras y compañeros:

De alguna manera es posible decir que en este momento se está cerrando un acto de injusticia y crueldad que eso que quiero llamar DESTINO comete impunemente. Nada se puede hacer. Protestar o maldecir no tiene sentido, aunque algunos lo hayan hecho. Frente a lo que se iba desarrollando solo era y es posible la dolorosa resignación.

Reunirnos aquí para dar sepultura a Daniel es la culminación de unos pocos, pero intensos y dolorosos, meses; primero de una inesperada noticia, luego de un sufrimiento físico y psíquico que fue en aumento hasta culminar hace unas horas. Ya tendremos tiempo, amigos y estudiosos, de hablar y escribir, en extensión y profundidad sobre la obra creadora y la persona de Daniel Díaz Torres.

En sus casi cuarenta y cinco años en el ICAIC, él nos deja una huella que, no hay duda, perdurará eternamente en el cine cubano y más allá, también. El Daniel crítico de cine y conferencista, el docente en diversas etapas de su vida, pero en particular en la EICTV, el director de documentales y subdirector y realizador del Noticiero ICAIC…, y el director de un buen número de películas de ficción, todos estos Daniel Díaz Torres serán pensados y repensados por nosotros y por otros. Y habrá más de un Daniel en la memoria y en la interpretación de su obra toda y de su quehacer intelectual y ético entre nosotros. Lo vamos a recordar y querer por siempre desde diversos ángulos.

Pero las diferencias valorativas tendrán que coincidir en que siempre vivió en él el reto de ser un hombre y un artista HONESTO. Y alcanzar la auténtica honestidad, lo sabemos, no es nada fácil. No basta con pregonar que se es o se quiere ser; alcanzarla y mantenerla se las trae de difícil en los tiempos que vivimos; requiere de cualidades que hay que cultivar y de esfuerzos con uno mismo y con el medio en que se desenvuelve.

Yo solamente quiero recordar ahora un momento de la vida de Daniel que compartí, junto a otros compañeros y amigos, muy cerca de él. Fue en 1991, en los meses que vivimos la experiencia de defender la existencia del ICAIC como Institución ante el criterio de fusionarlo con otras y hacerlo desaparecer. A su película Alicia en el pueblo de Maravillas le tocó estar en el centro del torbellino de aquellas semanas. Daniel vivió, sufrió y defendió, desde firmes posiciones revolucionarias, tanto al ICAIC como las razones que lo impulsaron a ser el realizador de esa obra.

En aquellas circunstancias lo vi crecerse a una altura admirable.

Lo que más recuerdo, y quiero ahora subrayarlo, es la modestia de aquella entereza y valentía. Subrayo ambas porque a veces, entre nosotros, el ser protagonista de un “escándalo-debate” nos pone a prueba. Es tentador para nuestra vanidad, puede llegar a ser una inversión en el riesgo. Y Daniel se comportó en todo momento, y ahí quedan sus cartas y escritos del momento, a una altura ética que yo no voy a olvidar jamás y que seguramente tampoco olvidarán los que estuvieron cerca de él. Estuvo inmenso como intelectual revolucionario ante un debate en el interior de la Revolución.

A Haydee, Danielito y Laurita, sus seres queridos más entrañables, les puedo, les podemos decir, que podrán vivir eternamente orgullosos del legado que él les deja y nos deja. Muchas gracias.

Septiembre 16, 2013

Tomado de: Cubacine

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Manuel Pérez: Las tensiones de la pelota (II y final)

Manuel Pérez Paredes. Premio Nacional de Cine (2013) Foto David Ravelo

Por Arturo Sotto

Y ahí vamos. En 1971 se efectúa el I Congreso de Educación y Cultura. Sobre este evento dialogas a fondo con Ambrosio y Arango, por lo que prefiero reiterar la invitación al lector para que acuda a estos textos. Allí cuentas una serie de incidentes, ya no tan azarosos como un ciclón (los Premios UNEAC de 1968, el caso Padilla), que crearon una atmósfera poco generosa para una discusión sin prejuicios ideológicos, amén de que el personal convocado no fue mayoritariamente del sector de la cultura. En las citadas entrevistas narras los antecedentes de un congresillo previo, la estructura de las comisiones y lo acontecido la noche que te correspondió hacer la lectura de la ponencia que presentaba el ICAIC. Cuentas que “de inmediato un compañero de la Juventud planteó algunas dudas y opiniones adversas sobre nuestra ponencia. Alfredo le salió al paso y comenzó un debate que se volvió rápidamente muy ácido”. Y aunque los ataques alcanzaron a otras instituciones culturales, la diana volvió a centrarse en la política de exhibición del ICAIC. Fidel acudió en el momento más álgido de la discusión y reconoció los esfuerzos del ICAIC por sostener una programación variada en todos los cines del país. Voces honestas del magisterio se pronunciaron por la necesidad de películas que trataran temas históricos. Te confieso que cuando escucho este tipo de demandas, hasta el día de hoy, pienso en la naturaleza del acto creador que no debe estar condicionado por requerimientos ajenos a las preocupaciones más sinceras del artista que lo produce. No obstante, y a pesar de que el ICAIC salió “ileso” del evento, a inicios de 1972 se genera una discusión interna sobre el costo de nuestras producciones, un llamado a la conciencia económica. Significativamente, también se acentúa el cine de temática histórica, que ya se había iniciado en la década anterior. Me gustaría saber si encuentras alguna relación entre lo ocurrido en el Congreso y las trasformaciones internas, tanto en lo artístico como en lo productivo. Recordemos que las resonancias del Congreso fueron tremendas para el teatro cubano y que el ICAIC fue también el refugio de una serie de músicos que habían sufrido incomprensiones, para usar un término noble.

Después de la zafra del 70 la Revolución tuvo que adaptarse a una nueva coyuntura nacional e internacional. Un “ajuste de cuentas con pasadas  ilusiones”, recuerdo que dijo Fidel en una ocasión, a inicios de los 70. Y en ese proceso tomaron mucha fuerza las corrientes más dogmáticas y conservadoras en el área cultural, manifestaciones que siempre han estado latentes, con mayor o menor presencia, y que se renuevan al paso del tiempo. En ocasiones la realidad favorece la reproducción de estas corrientes que, al día de hoy, además de discrepar con ellas, considerando las experiencias que ha tenido el socialismo como poder, no las siento auténticas. Pero vuelvo al 71 para no perder el hilo; sin duda todos esos fenómenos que sucedieron en la cultura a finales de los 60, como los premios a Padilla y Antón Arrufat en la UNEAC, el premio Casa de las Américas a Norberto Fuentes por Condenados de  Condado, la mención única del Premio Casa a Eduardo Heras por Los pasos en la hierba, la situación con los trovadores que desembocó en la creación del Grupo de Experimentación Sonora del ICAIC; todas estas cosas, y más, crearon las condiciones para un Congreso que originalmente iba a ser de educación y al que después se le adicionó la cultura, donde los participantes eran fundamentalmente educadores y pedagogos. La obra de producción del ICAIC ya en ese momento era demasiado sólida como para ser cuestionada, pero una buena parte del magisterio, incluidos representantes de las organizaciones políticas y de masas, alegaban que un por ciento significativo del cine internacional que se exhibía en nuestras salas, más alguna que otra película latinoamericana, echaba a perder la labor educacional que se realizaba con la juventud. A este planteamiento Fidel responde –cuando se presentó sorpresivamente e intervino en la comisión 6B– que teníamos que aprender a vivir en la contaminación para crear anticuerpos y defendernos mejor en la lucha ideológica del mundo que nos toca vivir, porque un día pueden ser otras cosas, y no las películas que se exhiben, lo que puede incidir en la formación de nuestra juventud, y seguidamente apoyó la política de programación en los cines. Fíjate tú cómo pudo adelantarse intuitivamente a lo que ocurre en el mundo hoy. Y te menciono el cine latinoamericano porque esa conciencia de diversidad y unidad en nuestras raíces continentales la creó, con particular  vehemencia en el ICAIC, la persona de Alfredo. Eso no existía entre nosotros, por lo menos en lo que a mí respecta, con esa profundidad.

Siempre he acompañado estos comentarios con una anécdota personal: el encuentro con un funcionario soviético del aparato ideológico del PCUS, en un viaje que hice a la Unión Soviética a finales de 1968, acompañando la exhibición de Aventuras de Juan Quin Quin. En ese encuentro el hombre me preguntó si el ICAIC iba a seguir produciendo películas como Memorias… y exhibiendo filmes extranjeros como El caso Morgan (Karel Reisz, 1966).

Tampoco se debe olvidar que con la llegada de los 70 ocurren cambios en nuestras estructuras internas, en la relación entre gobierno y aparatos auxiliares de la dirección del Partido. Se afianzan las relaciones con el campo socialista, lo que conduce a la reproducción de experiencias y modos de proceder en la comunicación entre los organismos culturales del Estado y el Partido, de manera que el diálogo ya no es siempre directo, surgen los intermediarios, las correas de trasmisión, y todo esto influye en el funcionamiento interno del ICAIC. Pero el diseño artístico no sufre rupturas, en lo esencial hay continuidad.

El Congreso no dejó mayores resonancias.

“Ya puedes irte que se salvó el ICAIC”, fueron las palabras que me dijo Raúl Roa aquella noche del 71 cuando terminó la discusión.

En diversas ocasiones te has referido a capítulos en la vida del ICAIC, concepciones y estilos de trabajo que provocaron debates de mayor envergadura. Algunas de estas discrepancias rebasaron “el muro de las lamentaciones” y fueron aprovechadas oportunamente por fuerzas adversas para el debilitamiento de la estructura interna. Surge así, también acompañada por añejas conjuras, la polémica en torno a Cecilia (Humberto Solás, 1982) y la destitución de Alfredo como presidente del Instituto. ¿Podrías ahondar sobre ese clima de confrontación interna?

Te hablaba antes de los cambios estructurales a nivel de Gobierno y Partido porque este último comienza a realizar, en el 71, tareas de orientación y control que se consolidan en el 73. Pero en 1976 se crea el Ministerio de Cultura (MINCULT) y con ello la designación de Armando Hart como ministro. Hart trae cambios muy importantes y positivos frente a la política del desaparecido Consejo Nacional de Cultura (CNC) y la huella negativa que dejó en diversas áreas de la cultura artística, el período que se ha bautizado como Quinquenio gris (1971-1976). Con la creación del MINCULT el ICAIC queda subordinado a este y pierde independencia, cosa que violenta el estilo de trabajo y la atención directa en que se había desenvuelto Alfredo hasta ese momento. Sigue controlando toda la política cinematográfica pero ya es otra cosa, es diferente, y el monitoreo por el área ideológica del Partido no cesa. Salir ileso del Congreso, me atrevería a expresar que hasta victorioso, no quiere decir que los que discreparon, y siguen discrepando del modo de proceder del ICAIC no mantengan sus criterios y sus expectativas de que la vida les dé la “razón” o las “razones”. Digamos que el organismo no se podía descuidar. Recuerdo que era frecuente, en las conferencias de prensa que se daban por diversos motivos, la presencia de alguien que pedía la palabra y le preguntaba a Alfredo por qué se exhibían tan pocas películas socialistas en nuestras pantallas, en particular soviéticas.

Bueno, si nos guiamos por los datos que ofrece Mayuya en un libro recién publicado (María Eulalia Douglas, El nacimiento de una pasión, Ediciones Oriente, p. 238), los números desmienten el cuestionamiento. Hay cifras, por años, que son relevantes. En 1965 se estrenan ochentaicuatro películas de países socialistas, de las cuales diecisiete son soviéticas. Ese año no se exhiben películas norteamericanas ni mexicanas, y del resto del mundo, solo veintinueve. En 1970 son cuarentainueve las que se exhiben del campo socialista y en el 80 son cincuentaicinco. Los filmes de esa región del mundo son siempre los que alcanzan el mayor número en la tabla. Así que, parafraseando a Alfredo, en un debate televisivo, a cada rato sale a la calle una monja de clausura a quien se le ha otorgado un pase para descubrir la realidad.

En cuanto a lo que preguntabas sobre los costos de producción, te puedo decir que a partir de 1972 las películas que se realizan, incluidas las que abordan temas históricos, están más ajustadas a sus presupuestos de aprobación, se comienza a ser celoso en la vigilia de esos límites. Recuerdo que en 1971, en reuniones con el personal creador y de producción, se destacaron una serie de largometrajes como Lucía (Humberto Solás, 1968), Páginas del Diario de José Martí (José Massip, 1971), Una pelea cubana contra los demonios (Tomás Gutiérrez Alea, 1971) y Los días del agua (Manuel Octavio Gómez, 1972), las que independientemente de la importancia artística que tuvieron, costaron mucho más de lo debido por insuficiencias en el control y la organización de la producción a partir del presupuesto original.

Hasta la desmesura de Cecilia (Humberto Solás, 1982).

Sí, pero eso ocurre diez años después. Valdría entonces mencionar, como un hecho a tener en cuenta, que en 1977 Julio pasa a ser viceministro de Cultura, y esa salida de Julio no fue buena para el ICAIC, ni para Alfredo en particular. Con su ausencia se afectaba el equilibrio interno que Alfredo y Julio, con sus diferencias personales y de estilo, habían alcanzado en el desempeño de sus funciones en la dirección del ICAIC y en la relación que mantenían con el personal artístico. Comienza entonces un período de fragmentación interna, los adversarios advierten la vulnerabilidad del ICAIC y se dedican a agudizarla. Las tensiones entre Alfredo y Titón no cesan, al contrario, se incrementan durante la ausencia de Julio.

A Titón le molestó mucho el tratamiento que le dieron a La última cena (Tomás Gutiérrez Alea, 1974), una vez terminada. Y después el camino para la realización de Hasta cierto punto (1983) fue muy tortuoso.

A eso agrégale que el diálogo entre Alfredo y Hart no era fluido; pero te subrayo la ausencia de Julio en ese período porque ahí se quebró lo que en mi memoria considero el ICAIC ideal, cuando se combinaban los dos. Siento que son los años en que Alfredo comienza a tener un comportamiento errático en su proceder, como si de alguna forma no se adaptara a la nueva estructura del país, organizativamente hablando. En ese contexto arranca, en 1979, la producción de Cecilia, digamos que una superproducción para nosotros. Y al mismo tiempo, y con ánimo competitivo, los Estudios de Cine y TV de las FAR se lanzan a realizar otra superproducción, la serie para cine y televisión La gran rebelión (Jorge Fuentes, 1982). Cecilia fue una película que Alfredo apoyó con pasión, de eso no hay dudas, aunque también fue crítico, a partir de un momento, en cuanto al sentido o no sentido de la responsabilidad que tuvo Humberto con respecto al ICAIC, atendiendo al incremento desproporcionado de su plan de filmación. Hasta ahí llegó la cosa. Vino luego el lanzamiento de la película en el Festival de Cannes, mayo del 82, y su posterior estreno en las salas comerciales cubanas. Comienza entonces una campaña muy desfavorable hacia la película, orquestada a partir de una serie de críticas que no solo arremetían contra la obra en cuestión, sino contra la dirección del  ICAIC. La mesa estaba servida para la crisis, con la diferencia de que internamente no teníamos la unidad de otros momentos. La historia de Cecilia como obra artística, y como centro o pretexto para un debate de concepciones que la trascienden, es también merecedora de páginas que la ubicarían en el entramado de la lucha política, así de simple. Todo este proceso desgasta a Alfredo como dirigente, lo que obliga a su destitución en octubre del 82 y su salida hacia Francia, semanas después, con el nombramiento como embajador de Cuba ante la UNESCO.

Esa década del 80 ha sufrido la lectura reduccionista de un cine catalogado de populista. Un período donde Julio García-Espinosa, entonces presidente del ICAIC, favorece lo que Ambrosio Fornet denomina: “la dramaturgia de lo cotidiano”. Es el momento en que se inician como directores de largometraje un grupo de cineastas que han demostrado su valía como creadores en el cine documental, el cortometraje y el Noticiero. Se produce, a mi modo de ver, un desarrollo similar al de los 60: hacia los finales de la década se consiguen los resultados más notorios. Ahora mismo se está revalorizando todo ese cine, sea costumbrista, en el caso de las comedias, o más audaz en el tratamiento de lo histórico y la contemporaneidad. Los 80 constituyen una etapa muy rica de nuestra cinematográfica. ¿Cómo lo aprecias tú, al paso de los años, teniendo en cuenta el fustigar crítico al que fue sometida la década, artísticamente hablando?

El regreso de Julio a la presidencia del ICAIC es la expresión de una política de continuidad, factor importante a tener en cuenta como decisión de la dirección de la Revolución en aquel momento. No se nombró a nadie de afuera. La intención era continuar la política cultural cinematográfica realizada hasta entonces.

El retorno de Julio y la promoción, a poco de llegar, de un grupo de directores de documentales a la realización de largometrajes de ficción, fue una decisión muy acertada, y muy justa, que había sido demorada por Alfredo. En cuanto al hostigamiento que refieres, no me quedan claras sus intenciones, lo recuerdo hoy más como una atmósfera no precisamente sana. En aquellos años se produjo de todo, con desiguales resultados, respondiendo al talento de cada cual, pero visto en conjunto fue muy positiva esa promoción.

El aumento de la producción favorece una diversidad donde hay más posibilidades de que surjan obras de calidad, pero también películas menores, y esas promociones retardadas provocan que las inquietudes demoren en aparecer, y la realización de un largometraje es un ejercicio de creación complejo que tiene mucho de aprendizaje.

Este grupo de realizadores llegó con nuevas temáticas de acuerdo con el momento que vivía el país, aunque también afloraron los mismos tópicos pero con otra mirada. Sus inquietudes, sus acentos, eran diferentes. El cine de los 80 es otra cosa porque ya es otra generación la que produce, aunque ese relevo conserva el sentido de pertenencia al ICAIC y mantiene su atmósfera. Se siguen produciendo los cines-debates semanales de películas nacionales y extranjeras, crece el número de documentales, la vida colectiva es intensa y el estímulo creativo es alto. Pero no podemos desconectarnos del momento histórico, recuerda que en el 85 comienza la perestroika y seguidamente, en el 86, Fidel anuncia, hacia dentro, un período de rectificación de errores y tendencias negativas en la Revolución; el país entra en una dinámica más heterodoxa, toma distancia de unas cuantas experiencias del socialismo real que estuvimos aplicando a partir de los reajustes acometidos en la década del 70.

Entonces Julio nos plantea, en el año 87, la necesidad de formar los Grupos de Creación como una estrategia de relevo dentro del ICAIC. En ese momento nos manda a Norberto Estrabao, entonces director de la empresa productora, y a mí a tres países socialistas, con el propósito de conocer la experiencia de funcionamiento de estos grupos y ver lo que puede aportar su aplicación entre nosotros.

¿Quieres decir que esa es una experiencia socialista previa?

Sí, nosotros viajamos a la República Democrática Alemana, a Hungría y a Bulgaria, no fuimos a Polonia porque allí la situación interna era un tanto anormal con la presencia del sindicato Solidaridad como oposición, y el estado de emergencia nacional creado en 1981 con la llegada al poder del general Jaruselski, máximo jefe de las fuerzas armadas polacas. En la RDA la estructura política era muy férrea y los grupos eran esencialmente una puesta en escena. En Hungría, en cambio, fue mucho más interesante, allí se determinaba que el jefe de un grupo no tenía que ser necesariamente un cineasta, ni siquiera el mejor cineasta, bastaba la capacidad de liderazgo cultural y cualidades organizativas. Miklós Jancsó o István Szabó podían pertenecer a un grupo y no ser los jefes. Pero los grupos de creación en Hungría, además de su amplitud creativa, jugaban al duro con la economía en términos de rentabilidad, debían ajustarse a un presupuesto y tenían que trabajar en ese marco económico garantizando la recuperación, el éxito comercial del grupo en su plan de producción global. Podían hacer películas riesgosas en términos de lenguaje, de búsquedas estéticas, de comunicación no necesariamente masiva, pero también debían hacer otras que compensaran la recaudación, nacional e internacional, para la salud económica del grupo. Y aunque existiese la amplitud que te mencioné, la dirección de cine del país tenía el poder de veto para la exhibición, de modo que el sentido de responsabilidad era grande, político y económico. De Bulgaria no recuerdo nada en especial, no era la RDA pero tampoco Hungría.

Cuando regresamos se crearon los grupos que dirigíamos Titón, Humberto Solás y yo. Estos se constituyeron en reuniones de consulta entre Julio y todos los directores del ICAIC, que se fueron nucleando de acuerdo con afinidades estéticas y personales. Unos pocos compañeros no se integraron a ningún grupo, no era obligatorio, discutían con Julio sus proyectos, él los atendía personalmente.

La continuidad de todo el proceso creativo y productivo la llevaba el grupo mediante el diálogo y la discusión interna. Julio mantuvo la autoridad de aprobar la sinopsis argumental de cada proyecto y luego veía el filme en la fase de prevista antes de la mezcla final. Por supuesto que en Cuba no se aplicó la rentabilidad húngara, se otorgaban los recursos en función de lo que globalmente le asignaban al ICAIC para producir. Unos treinta directores, o poco menos, integrábamos los tres grupos.

Ahora bien, esa descentralización se da en el 88, y en esas circunstancias Daniel, quien formaba parte del grupo que yo dirigía, comienza a preparar junto a los escritores del taller de Nos y Otros, particularmente con Eduardo del Llano, el argumento, y luego el guion, de lo que fue Alicia en el pueblo de maravillas (Daniel Díaz Torres, 1991). Lo que sucedió después con la película, y las lecturas deformadas que se hicieron de ella, era impensable en aquellos momentos. La cuenta que le pasaron a Julio es que no previó, no vio venir… ¡pero, imagínate tú!, en el momento en que la situación internacional, y su repercusión interna, obligaban a centralizar la autoridad en la toma de decisiones en el ICAIC, Julio lo que hizo con los grupos fue descentralizar esos niveles de decisión, una idea que estaba más conectada con el clima de rectificación de errores y tendencias negativas iniciado por Fidel. Y esa película la asumimos, tanto Daniel como el resto de los compañeros que integrábamos el grupo, con total responsabilidad artística y política. No estábamos jugando a la libertad de creación en abstracto, tampoco estábamos ajenos a lo que sucedía en Cuba y en el mundo. Por supuesto que la realidad era una en el 88, cuando se empezó a escribir el guion, y otra bien diferente en el 91 cuando el filme estuvo terminado, pero siempre mantuvimos la posición de defender la validez de la película y de dialogar con los niveles de dirección del Estado y el Partido teniendo en cuenta las circunstancias. Ya para mayo de 1991, en medio de la crisis, la unidad de todo el personal de creación del organismo era invulnerable, estábamos unidos en torno a la película y al desacuerdo con respecto a la disolución del ICAIC y su fusión con las otras entidades de cine del país. Ahí están las cartas, los documentos y grabaciones que dejan constancia de lo sucedido, no solo las memorias personales.

Los años 90, la década sospechosa, se inicia con la asonada polémica que ya mencionaste, aunque te confieso que no quería insistir en lo fatídico del evento porque se ha escrito bastante. Pareciera que una frase escrita por Alfredo, en su querella con Blas Roca, se ajustara a los acontecimientos casi treinta años después: “Es posible que lo inconcebible resulte lo real” (el destaque es de Alfredo). Lo inconcebible provocó lo que Ambrosio llamó “el soviet del ICAIC”, refiriéndose a las reuniones que sostuvieron un grupo de dieciocho creadores para intentar revertir la decisión de disolver el ICAIC. Una medida nada provechosa, más bien contraproducente en el orden cultural, artístico y político. No obstante, me gustaría conversar contigo sobre un hecho que has mencionado en otras ocasiones y que me parece significativo. Cuentas que un compañero se te acercó y te dijo que lo que preocupaba no era Alicia…, sino la tendencia dominante que existía en el ICAIC. Esta apreciación se corresponde con criterios enunciados algún tiempo después a propósito de Guantanamera (Tomás Gutiérrez Alea-Juan Carlos Tabío, 1995), donde se cuestiona esa tendencia crítica e hipercrítica de nuestro cine, que comenzó con Alicia… y continuó con Pon tu pensamiento en mí, Amor vertical y Guantanamera. Se inicia un nuevo ciclo en la tendencia condenadora, sea la política de exhibición o el diseño productivo; puede resultar análoga la imagen de Sísifo empujando la piedra que más tarde o más temprano volverá a caer por la ladera de las incomprensiones. Dicho en tus propias palabras: “Estos debates no terminan, pasan a un segundo plano. Se repliegan, pero se mantienen como cuentas pendientes y se retoman en el momento en que cada una de las partes considera traerlo nuevamente al ruedo, a veces por algo que sucede inesperadamente y lo reactiva”. Si pudieses hacer un repaso secuencial de estas polémicas, qué reflexión te provoca, no ya visto desde la vorágine de los acontecimientos, sino desde la prudencial distancia donde puedan contenerse las emociones.

Ese comentario sobre la “tendencia” surge a propósito de Alicia…, que vino a ser como la “tapa al pomo”, pero yo intuyo que me están hablando de un acumulado, de una sumatoria donde podemos incluir los noticieros ICAIC con temáticas críticas, Plaff (Juan Carlos Tabío, 1988), Papeles secundarios (Orlando Rojas, 1989), algunos documentales de Enrique Colina y tal vez otro filme o documental que ahora no recuerdo. Pero ya en el año 91 vivimos en un estado de fortaleza sitiada al máximo, de manera que la propuesta era disolver (ICAIC, ECITV-FAR, Estudios Cinematográficos del ICRT) para después fusionar los recursos en una sola institución.

La lógica indicaría que las otras entidades se fusionaran en el ICAIC y no al revés.

Pero no le puedes aplicar esa lógica. Estaban activados los reflejos defensivos de tiempo de guerra en todas las áreas de la sociedad sensibles a flojeras, divergencias o posible actividad enemiga. Te podrás imaginar las condiciones en que quedó Julio, en lo personal, al ser destituido…

En ese momento la lluvia fue incontenible, por mucho que estuviera acostumbrado a vivir bajo aguaceros.

El escenario político era muy difícil, si intentas armar el arco de lo que sabemos y lo que no sabemos…, yo también pienso en el estado emocional en que se encontraba la dirigencia de la Revolución, porque se estaban dando condiciones internacionales y nacionales de alta peligrosidad, eso era indiscutible, lo discutible son los procedimientos que se pueden llevar a cabo para defenderse en ese contexto, porque si son equivocados pueden hacer tanto daño, o más, que la actividad enemiga en el campo de la ideología.

Hace poco leía un texto de un contrarrevolucionario de larga trayectoria, quien, haciendo memoria, después de la irritación que le provocó el restablecimiento de las relaciones diplomáticas con los Estados Unidos en diciembre de 2014, le reprochaba al gobierno norteamericano no haber resuelto el problema de Cuba con una invasión a principios de los 90, porque en aquel momento, según él, el mundo hubiese mirado para otro lado, incluida la Rusia de Yeltsin, y hoy la realidad sería otra.

Pero regreso a 1991. Lo cierto es que en medio de aquel difícil escenario tuvimos la satisfacción de que fue primando la madurez ante nuestro reclamo. Se mandó a buscar a Alfredo, y Fidel contestó una carta que le enviamos, nombrando una comisión presidida por Carlos Rafael Rodríguez para dialogar con nosotros. Tuvimos varias sesiones de discusión en la que coincidimos y discrepamos, siempre con un alto nivel de respeto y franqueza desde los dos lados. No nos pusimos de acuerdo en algunas valoraciones de lo sucedido, “el por qué y el cómo” se había desencadenado todo, pero hubo respeto en el conocimiento mutuo de nuestras distintas miradas en relación con lo acontecido y su contexto. El resultado es que poco a poco se fue apagando, como por fade out, la idea de disolver el Instituto. Se derogó el decreto que orientaba trabajar hacia la fusión, y el ICAIC, con Alfredo de nuevo al frente, siguió existiendo.

Pero resolver la crisis coyuntural en aquel momento de manera exitosa no significó que nos entendimos, ni que entendieron a profundidad las razones y las responsabilidades del artista…, así como las razones y las  responsabilidades de los que ejercen el trabajo de dirección política, inmersos en la lógica defensiva que hemos vivido. Desde esa prudencial distancia que me propones te puedo decir que aprendí, por lo menos yo, que ese proceso de entendimiento entre las partes es mucho más largo y más complejo de lo que se podría sospechar. Que además se vio agravado por las condiciones que nos tocaron sufrir en los años 90 del siglo pasado, donde la nación, y el proyecto social que defendemos, tuvo que aprender a sobrevivir y desarrollarse en medio de una tenaz resistencia, de manera que podamos estar conversando aquí los dos, en el día de hoy, en este difícil presente. Porque la sospecha de la “tendencia” siguió vigente, más allá de la solución que se encontró a la crisis del 91; fíjate que después del sabio repensar y del regreso de Alfredo, se  produce, dos años después, Fresa y chocolate (Tomás Gutiérrez Alea-Juan Carlos Tabío, 1993), entonces me cuentan que una persona de un alto nivel de dirección se preguntó: ¿Y para qué trajimos a este hombre de París?

No creo que exista en la historia de la Revolución otra institución cultural que se haya visto sumida en tantas diatribas.

Han sido impugnaciones muy serias. Por eso pienso que aunque esa unidad que tuvimos en el 91, y la madurez política con la que actuamos, consiguieron también nuestra sobrevivencia como organismo, la discusión a fondo sobre los problemas de la relación entre cultura y sociedad, arte y política, permanecen pendientes. La ausencia de ese diálogo es lo que origina una nueva controversia, en tono y estilo cada vez menos constructivo, cuando aparece una película que se considera, desde instancias de dirección, como dañina a la Revolución.

Alfredo en el año 2000 pide su liberación, lo que trae consigo el nombramiento de Omar González a la presidencia del organismo. Y Omar expresa, en una entrevista concedida a El Caimán Barbudo pocas semanas después, que el ICAIC necesita una recuperación política.

Recuerdo la entrevista y la frase en cuestión, que podría ser un criterio más extendido.

Es que cuando escuchas que un compañero, con responsabilidades de dirección nacional, ha dicho que no verá nunca Martí, el ojo del canario (Fernando Pérez, 2009) porque le han contado que el Martí adolescente se masturba, entiendes que está considerando esa acción como ofensiva, una profanación inaceptable. No es que vio la película y que la secuencia le pareció mal resuelta artísticamente, sino que de plano rechaza verla por lo que le relatan. ¿Cómo es posible? Pues sí, es posible.

Entonces lo que queda por delante es tratar de lograr el debate verdadero, abierto y franco, ir a la mesa con las clásicas dos jabas en el intento de ganar a las fuerzas y corrientes de pensamiento que no son antagónicas, pero sí hostiles hacia un cine que problematiza la realidad. Porque la verdad es que persiste la ignorancia en cuanto a la especificidad del papel del arte en una sociedad y su compleja relación con la política. Y no ignoro las coyunturas, ni el mundo ni el país en que vivo, ni tampoco defiendo todo lo que se hace con voluntad crítica en el cine cubano actual, en nombre de una libertad en abstracto y al margen de resultados artísticos y políticos. Pero los errores cometidos han convertido la categoría del censurado en una atractiva y deformadora promoción que daña a jóvenes creadores. Cuando leo algunas payasadas de hoy día, enfrentadas a las torpezas de vetos que no defienden, sino dañan a la cultura y a la autoridad de las instituciones, me crece la admiración en el recuerdo de Daniel Díaz Torres por la forma en que encaró la defensa de su película, en lo artístico y en lo político.

Los resultados de esa unidad que has señalado, “el soviet del ICAIC”, son también una consecuencia de lo que tú llamas “un entrenamiento” en la cultura del debate. Ahora mismo se viven circunstancias más complejas para la cultura, siempre el presente nos parece más complejo. El cine cubano no es un movimiento unitario, el término que nos engloba es mucho más extenso, somos el audiovisual cubano y contamos con una praxis más abarcadora, cultivamos tendencias ideológicas y estéticas diversas, procedemos de formaciones dispares, enfrentamos retos que sobrepasan lo meramente artístico impulsados por un llamado de unidad que no es uniforme. Hemos asistido a un proceso de enquistamiento en la defensa y la cohesión de un proyecto cultural donde se reclaman actualizaciones que esperan ser atendidas. Es muy posible que como resultado de ese batallar se elaboren nuevas estrategias que respondan a las exigencias del gremio. Pero internamente se percibe el desdibujo –para usar otra vez un término noble– de un diseño donde las partes no están articuladas; el engranaje y la sinergia de una industria, que tanto costó edificar, se ha ido desfigurando en el desconocimiento o la ausencia de un sentido de pertenencia y rigor que signó la vida del ICAIC por décadas. Al mismo tiempo tú adviertes la necesidad de prestar “extrema atención en la lucha contra la ignorancia con poder, vestida de intransigencia militante, que hemos tenido, con relevo y todo, a lo largo de estos años”. Es evidente que la especificidad del arte cinematográfico precisa de una atención culta y capacitada, no solo por ese carácter industrial que te apuntaba, sino por su incidencia en la construcción de la identidad y el reflejo de una historia que espera ser contada.

El sentido de pertenencia, como era en el 91, ya no existe. Para bien y para mal el tiempo ha pasado, y otras son hoy las complejidades. En aquel momento, más allá de las diferencias estéticas y personales, conseguimos unirnos porque lo que estaba en juego era el proyecto cultural de la Revolución en el cine, que era el ICAIC. No hubo ambiciones ni pequeñeces a la hora de tomar decisiones, y discutimos entre nosotros sobre lo que debíamos hacer y cómo, a veces fuerte, pero muy conscientes de la defensa colectiva del objetivo. Es cierto que ese sentimiento que alcanzamos y mantuvimos todo el tiempo fue algo excepcional. Lo primero que hizo Alfredo cuando llegó a vernos, semanas después de haberse creado el grupo de los dieciocho, fue decir que él había regresado para tratar de resolver el problema y para defender a Daniel, e inmediatamente dijo que eso no se podía realizar si entre él y Titón no se salvaban las diferencias. Y se salvaron por los dos. Extenderme en la riqueza de aquellos debates y reuniones entre nosotros, y también con los representantes de la dirección de la Revolución, desborda con creces esta conversación. Ojala algún día se publiquen las memorias de aquellos días, con testimonios, cartas, documentos e intervenciones, con la fecha al pie de lo que cada uno dijo en las reuniones que se grabaron en el Consejo de Estado. Sería una memoria muy valiosa, de interés político, cultural y humano, para los hombres y mujeres de hoy.

Ahora, como dices, somos más heterogéneos, las diferencias son más notables, por edades y por todo. El mundo es otro, Cuba también, y en medio de eso siento que hay una crisis de autoridad, también un incremento de la falta de nivel desde las dos orillas, cosa que me preocupa en relación con el relevo, con los relevos, en diferentes zonas de la vida de nuestra sociedad y el Estado.

La satanización que sufrimos ayer se traslada hoy al cine independiente, y en igual medida al cine institucional que pretende problematizar la realidad. A mí me gusta hacer un análisis que tiene que ver, por analogía, con la medicina. Cuando tú compras un medicamento se te notifica en el prospecto una serie de indicaciones para su uso, advertencias, recomendaciones, efectos secundarios, reacciones adversas. En ese sentido creo que la Revolución no se puede seguir defendiendo en el siglo xxi, a veces reaccionando, como lo hizo en los 60 o 70 del siglo pasado, ni siquiera en los años inmediatos a la desaparición de la Unión Soviética y el campo socialista en la década de los 90. Aquellos procedimientos, necesarios para contrarrestar, responder y sobrevivir, hoy día pueden provocar reacciones mucho más dañinas que los efectos secundarios a que estábamos expuestos cuando éramos más jóvenes como personas y como sociedad. Si hoy los usamos innecesariamente, o en sobredosis, pueden llegar a ser nefastos. Por momentos siento que se ha creado una dependencia en su uso como reacción defensiva, sin tener en cuenta que la dosis que ayer nos salvó, hoy o mañana nos puede matar. Ese es el peligro de un cuadro de la cultura sin cultura y sin capacidad para entender los problemas que enfrenta, la posibilidad de que decida aplicar métodos de “sanación” contraproducentes.

¿Qué lecciones hemos sacado de lo sucedido en el campo socialista? ¿Qué se hizo o qué no se hizo para que aquello se descompusiera internamente? Las experiencias deben ordenar una lectura contemporánea, y en el campo de la cultura la única solución es el diálogo verdadero, no simulado, desde el respeto. Hay que dejar a un lado la soberbia de unos, desde el poder, y la inmadurez y frivolidad de otros, desde la discrepancia, si queremos llegar a un entendimiento. Estoy consciente de que esa discusión, en la Cuba de hoy, rebasa el cine, es más profunda, aunque sin duda nuestro quehacer, por sus posibilidades de comunicación masiva, adquiere una gran importancia.

Por eso creo que alguien con lucidez y autoridad tiene que percatarse de que el debate exige recuperar el cauce del entendimiento mutuo, constructivo, creyendo realmente en él, no como una formalidad más, trámite a cumplir, puesta en escena. Entiendo que hay reservas acumuladas, pero debemos hacer el esfuerzo por ir a la confrontación, insisto, con las clásicas dos jabas, o el daño será cada vez más difícil de reparar. Vivir permanentemente en sicología de plaza sitiada pasa factura, mucho más si no hay en lo personal la cultura que nos salva, que nos vacuna de sus inevitables efectos deformadores. Al final hemos tenido que ser república y campamento al mismo tiempo para resistir y sobrevivir, pero hay que tener mucho cuidado con los hábitos que se crean. El esquema dentro de una plaza sitiada es que toda discrepancia es sedición, y ese pensamiento tiene que replantearse a la luz de las formas de lucha que hoy se nos imponen a escala interna y externa, y de las trasformaciones generacionales, otra mirada que debe cambiar para darle continuidad al proyecto. No me queda duda de que en esos últimos encuentros que tuvo Alfredo Guevara con los jóvenes en las universidades estaba tratando de avisar, de señalar la urgencia, de advertir que el tiempo se nos está acabando para implementar los cambios que salven la Revolución. Alfredo murió con esa ansiedad. No tener conciencia de la importancia del diálogo es hacerle el juego a una contrarrevolución silenciosa, pasiva, invisible pero presente, que nace dentro de la Revolución. No se pueda dejar, parafraseando a Mao, que la paja se siga secando en medio de una crisis de autoridad y de ausencia de debate verdadero, porque la paja seca es proclive al incendio con una sola chispa, accidental o provocada por un pirómano. Entonces corremos el riesgo de que se sigan produciendo eventos en que se prescriba mal la medicina o, para decírtelo en bueno cubano: un out mal cantando en segunda puede encender las graderías.

Esperemos todos que el juego de pelota no se ponga tan agónico como un cuadro de Antonia Eiriz. Estoy seguro de que después de sesenta años de creación del ICAIC, muchos jugadores, dentro y fuera de la institución, seguiremos “dejando la piel en el terreno” –como dijo un famoso pelotero–; pero es también perentorio que el arbitraje se ajuste a la contemporaneidad, renueve la mirada y eleve su capacidad en todos los órdenes. Es muy posible que peque de romántico –prefiero eso a la desidia y al conformismo contaminante–, porque guardo la esperanza de que nuestro cine sea motivo de alabanza o escarnio por su audacia y honestidad artística, su herejía intelectual, por el alcance de una narración emotiva, convencional o fragmentada de belleza convulsa. A ver si conseguimos volver a ser, de todas las artes, la más importante. Porque prefiero que el recuerdo siga siendo el impulso que inspire la vocación, como “algo que tengo” y no como “algo que haya perdido”. La nostalgia de la futuridad.

Esta entrevista forma parte del libro Conversaciones al lado de Cinecittá, de Arturo Sotto (edición ampliada) Ediciones ICAIC, 2018.

Tomado de la revista La Gaceta de Cuba No 5 septiembre/octubre de 2018: http://www.uneac.org.cu

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Manuel Pérez: Las tensiones de la pelota (I)

Manuel Pérez Paredes. Premio Nacional de Cine (2013) Foto David Ravelo rojo

Por Arturo Sotto

Mi primera inclinación práctica hacia el cine fue como proyeccionista. Me gustaba colarme en la cabina que tenía el cine-teatro de la Escuela Vocacional Lenin para aprender cómo se montaban las bobinas en los proyectores, seguir el hilo de la película por los cilindros de engranaje y observar el movimiento de la serpentina a la que se le iban formando bucles en su recorrido para evitar que se tensara y partiera. Debo confesar que esa primigenia vocación quedó trunca en muy poco tiempo, los temores a una posible rotura de la película en el instante del beso o la muerte del héroe (la maldición del proyeccionista), consiguieron extinguir el sueño mucho antes de hacerse pesadilla. No obstante, la pasión definitiva salió ilesa del conflicto y seguí entrando al cine cada vez que podía, aunque ya hubiese visto la película más de cuatro veces. Para entrar a la sala debía cruzar un portón que en su parte superior tenía escrito un pensamiento de obligada lectura: “De todas las artes el cine es, para nosotros, la más importante. Lenin”. Siempre pensé que el líder de la Revolución rusa se refería al cine como arte, a la socorrida frase que lo identifica como la séptima manifestación de las expresiones artísticas, la suma exquisita de todas ellas. Con el tiempo comprendí que para Lenin, como para muchos que vinieron después, la importancia del cine rebasaba los límites de mi ingenua apreciación. Este diálogo con Manuel Pérez Paredes intenta aproximarse a los procesos y los debates que han sacudido la historia de nuestra cinematográfica en los últimos sesenta años, una conversación que pretende ir cruzando, a saltos, las fronteras del coto donde se maridan el arte y la política.

Manolo, como te comenté antes, me gustaría conversar contigo como el colega que ha sido parte de un largo devenir en la historia del cine cubano. Tú has sido testigo de acontecimientos que marcan el desarrollo de nuestra cinematografía, y en esa medida el reto estará en ofrecer al lector un diálogo que resulte de interés y provocación para nuevas aproximaciones. Existen dos entrevistas previas que me han servido de referencia, la primera de ellas la concediste a Arturo Arango y fue publicada en La Gaceta de Cuba (n. 5, septiembre-octubre de 1997), y la segunda a Ambrosio Fornet en 2010, que por su extensión fue dividida en dos segmentos para ser publicados en los números 176 y 177-178 de Cine Cubano. Las menciono para convidar el acercamiento a estos textos que me sirvieron de fuentes y que para otros pueden valer como complemento de matices y alusiones en los que no voy a insistir. De muchos es conocida tu iniciación en el Cine Club Visión del barrio de Santos Suárez, una organización que actuaba culturalmente como frente único de la Juventud Socialista; así como tu ingreso, ya en medio de la revolución triunfante, en la Sección de Cine de la Dirección de Cultura del Ejército Rebelde. Sé que tu trabajo allí consistía en la exhibición de películas por los diferentes campamentos militares y en su posterior debate político, cultural, instructivo en toda la extensión de la palabra. En ese momento ya existe el ICAIC, pero todavía no cuenta con un presupuesto institucional, de manera que los primeros documentales de Titón (Tomás Gutiérrez Alea) y Julio García-Espinosa, Esta tierra nuestra y La vivienda, respectivamente, son producidos por esa sección, lo que la convertía en una entidad productora. Hago esta introducción para preguntarte si consideras que en algún momento la Sección de Cine del Ejército Rebelde se propuso consolidarse como un organismo productor de películas, más allá de su estricta vocación político-militar.

Hasta donde yo conozco, porque al insertarme en el ICAIC me desconecto de la institución y solo conservo las amistades, no creo que esas fueran las intenciones. Lo que empieza a gestarse allí es lo que después fue el Departamento de Instrucción del MINFAR, que con el tiempo, no puedo precisarte fecha, deviene en la Dirección Política de la Fuerzas Armadas, o sea del MINFAR. Te lo menciono porque en la Dirección de Cultura existía esa Sección de Cine, pero también surge Verde Olivo y otro movimiento relacionado con el teatro…

El inicio de lo que después fue el Conjunto Artístico de las FAR.

Seguramente. También estaba Manuel Duchesne Cuzán con la banda del ejército, a quien dieron el grado de capitán, y allí comenzó la alfabetización de los combatientes del Ejército Rebelde, te hablo de los analfabetos y de los que tenían un bajo nivel de instrucción. De todo ese proceso el jefe era Camilo Cienfuegos, pero también estaba la mano del Che. Recuerdo un recital de poemas que brindó Nicolás Guillén en la Cabaña, en enero o febrero de 1959, y que fue organizado por el Che. Esto llama la atención porque te das cuenta de que desde los primeros momentos se está pensando en la creación de una sensibilidad. Una de las primeras cosas que hace el Che cuando arriba a La Habana es visitar la sede de Nuestro Tiempo para ofrecer una conferencia. Te cuento todo esto para darte una idea de la atmósfera de la época en cuanto a las preocupaciones…

Y en medio de todo eso se está trabajando en la redacción de las leyes revolucionarias que se implementan en los primeros meses de la Revolución. Me refiero, a lo que algunos llaman “el gobierno paralelo” que se reunía en Tarará. De allí salió la ley de creación del ICAIC, la ley de Reforma Agraria…

Ese grupo tenía otro nombre que ahora no recuerdo, aunque ciertamente trabajaban de forma paralela al gobierno central; era un grupo de trabajo especial vinculado directamente a Fidel. Imagino que en esos encuentros se gestaron las relaciones entre el Che y Alfredo Guevara. Pero sin duda es significativo el surgimiento del ICAIC en medio de otras tantas prioridades, y hablamos de días de total efervescencia. La confiablidad en Alfredo y la rápida fundación del ICAIC son cosa notoria.

La pregunta inicial me surge a partir de una reflexión tuya que define el origen de la primera gran polémica de nuestro cine que rebasa el hecho artístico, me refiero a P.M. (Orlando Jiménez Leal-Sabás Cabrera Infante, 1961). En la entrevista con Ambrosio Fornet adviertes el conflicto de intereses, interno, que se origina en esa relación de cultura y poder durante los primeros años de la Revolución. La frase en cuestión dice: “era como si pudieran ir naciendo islas”. Y entiendo “islas” no solo como organismos productores de películas, sino también como centros de pensamiento cultural. Para decirlo en tus propias palabras: “Todos alzábamos la mano por la Revolución, pero en la cabeza de cada uno, la Revolución era algo diferente”.

Al paso del tiempo se complejizan las lecturas. En ocasiones leo cosas, escritas por los que han investigado, en las que no reconozco el pasado. El protagonista tiene el privilegio de haber vivido una época, pero al trascurrir de los años existe la posibilidad de que esa época se pueda ir modificando en su memoria. Por esa razón la mejor fuente sigue siendo el testimonio, que deja constancia, en el momento en que ocurren los acontecimientos. Porque cuando evocamos corremos el peligro de hacerle correcciones a la historia, voluntaria o involuntariamente. También sucede, con alguna frecuencia, que hay investigadores que van en busca del acontecimiento histórico con el propósito de confirmar una opinión ya creada, que han perdido la capacidad de asombro o que no la desean, se aproximan al pasado influidos por lecturas del presente sin percatarse de que los fenómenos de aquel tiempo eran muy contradictorios; las personas suelen tener varias capas, no son lineales en su proceder, lo hacen conflictivamente. Lo que caracteriza esos años son la conmoción, o la convulsión, y la velocidad o el atropello en que se vivió, y esto no solo afectó al hombre común, sino también al que tomó decisiones, que en ocasiones actuó por reflejo en medio de una coyuntura, respondiendo a otras acciones que lo obligaban a un rápido decidir sin tiempo para mayores reflexiones.

Recuerdo la mañana en que salimos del Cine Club Visión hacia la Universidad para apoyar la huelga general el primero de enero del 59. Alguien ordenó que la pancarta principal debía decir: “Todo el poder al Ejército Rebelde”. Yo fui uno de los que la cargué sin entender el significado o la magnitud de la frase, fíjate que no era el poder al 26 de Julio ni al futuro gobierno que debía crearse, era al Ejército Rebelde como aglutinador de todas las fuerzas revolucionarias. Esa decisión tan temprana es una muestra de lucidez política. Te cuento esto para que entiendas las posibles contradicciones que podían producirse y que algún sesudo avizoró precozmente. Y te cuento además una anécdota personal que puede ser ilustrativa: como tú sabes yo era el encargado de definir las películas que se proyectaban en los campamentos militares. Un día el gerente de Artistas Unidos (United Artists), una distribuidora de películas que yo visitaba regularmente, me cita a su oficina. Imagino que él sobredimensionaba mis posibles contactos con las altas esferas porque me dice que se está preparando una ley de cine, y con la ley la creación de un nuevo organismo, y que la persona que se está barajando para ocupar la presidencia de ese organismo es Alfredo Guevara, ¡y yo a ese hombre lo conozco bien porque estudiamos juntos en la Universidad, y ese hombre es comunista! “Hágame el favor de informarlo”, me dice, exaltado. Como ves, desde muy temprano algunos vivían atentos a lo que llamaban la penetración comunista en la dirección de la Revolución. Pero la verdad es que la política cultural que Alfredo diseñaba en su cabeza podía tener puntos de contacto con la visión del Partido Socialista Popular, pero no era exactamente igual a la que tenía Edith García Buchaca, que era dirigente de ese Partido y actuaba como secretaria general del Consejo Nacional de Cultura (CNC). Y la otra corriente que existía la comandaba Carlos Franqui desde el periódico Revolución. Esas tres maneras de pensar la cultura avanzaban juntas pero con sus diferencias, acompañadas de una dinámica que impone Fidel en la correlación de fuerzas hacia lo externo, por los constantes ataques que sufríamos, lo que provocaba todas esas discusiones y conflictos internos de hacia dónde íbamos.

En aquellos momentos podían crearse alianzas circunstanciales entre esas fuerzas porque la velocidad del proceso era vertiginosa, pero también era clave hacerse respetar y marcar los terrenos de autoridad e influencias. Estamos hablando de personalidades muy fuertes dentro de la Revolución, todas están por lo mismo, o así parece, pero quieren establecer fronteras de poder muy delimitadas. Mi opinión es que P.M. desencadena un conflicto dentro de un clima muy particular, ten en cuenta que en abril se ha producido el fracaso de la invasión de Playa Girón, el peligro de una intervención norteamericana es realmente posible, el primero de mayo del 61 se anuncia la nacionalización de la enseñanza, se acaban las escuelas privadas, especialmente las religiosas, lo que dispara la Operación Pedro Pan que ya había empezado en diciembre de 1960, y en medio de ese estado aparece P.M., que viene con todo el apoyo de Franqui y el grupo que se nuclea alrededor de Lunes de Revolución. Yo creo que fue inoportuno, para los planes de ellos en ese momento, lanzarse a retar al ICAIC exigiendo el reconocimiento y la proyección del documental en una de las salas de exhibición comercial. Ahora te lo puedo decir de una manera muy cómoda, pero esa confrontación se tenía que dar, estaba cantada, con P.M. o con cualquier otro pretexto. Las personalidades y la época se conjugaban, en mi criterio, para que el choque de trenes fuera inevitable.

Es que es muy difícil prever las consecuencias de un hecho artístico sin un propósito específico, digamos desestabilizador, o condicionarlo al devenir de circunstancias históricas que se desconoce hasta dónde pueden llegar, en particular el cine, que se planifica con tiempo de antelación, por mucho y que la obra parezca un divertimento. La propuesta formal de P.M. sigue la línea de los trabajos que comenzó Néstor Almendros en Nueva York y continuó en Cuba, sus experimentos con la luz y la cámara, como el documental Gente en la playa…

Pero es que el hecho se produce en un contexto político y militar muy complejo, y bajo el marco de la pregunta fundamental del momento: ¿cuál es el socialismo que se está creando y qué papel va a jugar cada uno, como corriente, dentro de ese proceso? Para Alfredo era determinante establecer la frontera de mando que a él le correspondía. Ya la película se había exhibido en la televisión, pero en los cines no, y eso era dominio del ICAIC, era su poder de decisión, y ese nivel de respeto había que dejarlo bien claro desde el primer momento para evitar equivocaciones. Franqui era una personalidad fuerte y con prestigio, dirigía el periódico Revolución y el Canal 2 de la televisión, y aspiraba a más. Lo que hace Alfredo es un ejercicio de poder dentro de una coyuntura que le es favorable. Entonces habría que contextualizar las razones de la prohibición, que hoy nos puede parecer un error, visto en la distancia, pero en aquel momento era consecuente. Ya el ICAIC comenzaba a centralizar la producción, la distribución y la exhibición como un sistema único de política cultural. La verdad es que no creo que fueran a nacer “islas”, siendo Alfredo el dirigente del organismo estatal cinematográfico.

Y las reacciones ante el hecho son diferentes. El PSP crea la alianza con Alfredo desde el CNC, donde estaba Edith García Buchaca, pero ese apoyo tiene matices. Días previos al encuentro en la Biblioteca Nacional, donde se originan las Palabras a los intelectuales, hay un debate en la Casa de las Américas, y recuerdo un momento determinado en que alguien está criticando la prohibición, manifestando su desacuerdo, cuando de repente truena la voz de Mirta Aguirre que dice “budapestismo”…

¿Dice qué?

“Budapestismo”, y en el lenguaje de la época la palabra “budapestismo” se asociaba a contrarrevolución, a los sucesos de Hungría en 1956 y al papel que algunos analistas, por aquellos años, le asignaban a sectores de la intelectualidad artística que consideraban instigadores. Eso te da una medida, me la dio a mí, entonces con veintiún años, de cómo se polemizaba en un contexto donde podía haber de todo menos inocencia. Para mí P.M. salió al ruedo como pulso de lucha y se convirtió en instrumento de confrontación.

Definitivamente hay películas que trascienden más por sus resonancias extrartísticas que por sus valores cinematográficos, y esto sigue ocurriendo hasta el día de hoy. Las lecturas políticas de las obras dictan su desarrollo posterior, dentro y fuera de Cuba, lo que contamina el discurso crítico que debe acompañarlas y las hace propensas a manipulaciones. Te mencionaba antes los trabajos de Néstor Almendros y las búsquedas formales de la época, que es lo que más me complace de P.M., para introducirnos en el lenguaje. Los realizadores de P.M. se aproximan a las experiencias del free cinema, en tanto el ICAIC apuesta por el neorrealismo. Hablo en sentido general, como tendencia dominante, no como dogma. Sin embargo, el neorrealismo ya está en decadencia a finales de los años 50. Hay algunas películas cubanas del primer lustro de los 60 que conservan ese espíritu cincuentero, sin mayor osadía de lenguaje, incluso en algunas se aprecian influencias del existencialismo en medio de esa convulsión que has descrito, personajes que no se ubican o entran en contradicción con la Revolución. ¿Crees que más allá de ciertas afiliaciones personales, la apuesta por el neorrealismo fue una decisión ideológica o estética?

No recuerdo textos o intervenciones que me permitan decir que hubo apuesta oficial por el neorrealismo, ni ideológica ni estética. Este había marcado, en los años 50, la formación espiritual y profesional de los fundadores del ICAIC y también, a otra escala, de unos cuantos de los que veníamos detrás. Pero me parece que en el 59 lo que nos quedaba del neorrealismo era una actitud a respetar ante el cine y su relación con la vida. Para entonces ya había concluido su evolución y expresaba señales de descenso. Pero aún en esa dirección, yo era de los que me conmovía y respetaba al Castellani de Dos centavos de esperanza…, todavía me resultaba mucho más auténtico, conmovedor e interesante que el grueso del cine que se exhibía en nuestras pantallas. El neorrealismo, para los fundadores del ICAIC, era esencialmente sus filmes clásicos, los que quedan hoy como fuente de inspiración, no como el modelo de un método de creación.

Es que la estructura de Historias de la Revolución (Tomás Gutiérrez Alea, 1960) ya había sido utilizada por el neorrealismo en Paisà (Roberto Rossellini, 1946).

Es cierto, y si vamos a la experiencia de Julio con el guion de Zavattini para El joven rebelde (1961) se puede subrayar la influencia, la huella que dejó tanto en Julio como en Titón, que eran nuestros maestros directos de entonces. Yo creo que fueron decisiones conectadas con sus historias personales y también con el momento que vivía Cuba. La idea de los tres cuentos en Historias de la Revolución es algo que le nace a Titón a partir de una investigación previa. Él habló mucho con oficiales y combatientes de fila del Ejército Rebelde en la búsqueda de hechos que pudieran ser narrados dramáticamente.

No obstante habría que revisar los folletos Documental (seis números) que se editaron en el ICAIC para contribuir a la formación del personal creativo en los primeros años. Esos documentos pueden dar una temperatura de la vida interna, de las tendencias, búsquedas y debates en torno a las corrientes cinematográficas más discutidas en aquellos momentos (free cinema, nueva ola francesa, neorrealismo italiano, cine polaco). Titón influía bastante sobre lo que se publicaba, en lo que pudo ser el destaque de una tendencia sobre otra. Pero hay un momento en que Alfredo interviene y discute internamente con él sobre este tema; algo que hasta donde recuerdo nunca llegó a la crispación, pero que al final, unido a otras divergencias de valoraciones y estilo de hacer las cosas, conducen a que Titón abandone la última tarea de dirección en la que participaba y se dedique esencialmente a la actividad creadora. Pero la verdad es que nunca dejó de ser un dirigente natural, histórico, influyente por su personalidad. Y le gustaba…

Siempre quiso participar en el diseño.

Sí, pero desde una posición más cómoda para él, no como Julio, que estaba metido en una oficina, a pie de obra. Titón fue la tercera pata del trípode en la que se sostenía ese diseño, donde Julio también sirvió como puente conciliador cuando había diferencias entre Alfredo y Titón. Pero pasando de las reflexiones teóricas sobre el neorrealismo a su influencia práctica, ya te dije que se trajo a Zavattini para trabajar en el guion de El joven rebelde, y a Otelo Martelli para dirigir la fotografía de los dos primeros cuentos de Historias de la Revolución (El herido y Rebeldes), aunque ya estaba bien lejos de ser el fotógrafo que acompañó a Roberto Rossellini en sus clásicos neorrealistas, quince años antes. El último cuento de la película (La batalla de Santa Clara) tuvo de director de fotografía al mexicano Sergio Véjar y eso, en mi criterio, le ayudó a conseguir el resultado de esa historia como puesta en escena. Pero también en aquellos primeros años aparece la nueva ola, en particular recuerdo Hiroshima mon amour (Alain Resnais, 1959), que tuvo un gran impacto entre nosotros. De todo este movimiento de tendencias que se confrontaban, con pasiones no excluyentes, las cabezas eran Alfredo, Titón y Julio, los demás, en diferentes niveles, éramos seguidores. Alfredo era quien marcaba los matices políticos como dirección general, Titón y Julio estaban más involucrados en el día a día con los creadores. Tú ves Asamblea general (Tomás Gutiérrez Alea, 1960) y es evidente la influencia del free cinema como un momento en la formación de Titón. Se debe agregar al debate de tendencias el arribo del cine polaco de aquel entonces (Wajda, Munk, Kavalerovich), que también fue importante.

Vale recordar que la política formadora del ICAIC, con respecto a los creadores, estuvo determinada por un aprendizaje sobre la marcha, sin abandonar el país. El criterio de Alfredo era que no podíamos perdernos la experiencia de vivir esos primeros años de la Revolución, irrepetibles en toda la extensión de la palabra. Eso contribuyó a que unos cuantos hiciéramos del proyecto revolucionario y el proyecto personal una misma cosa. También hay que tener presente, en términos de valores formativos, la cantidad de cineastas de diversas perspectivas estéticas e ideológicas que durante esa etapa vinieron a trabajar o a tener contacto como visitantes (Karmen, Ivens, Chris Marker, Agnès Varda, Jiri Weiss, Tony Richardson, Richard Brooks, Andrzej Wajda y otros).

No obstante todo lo que me cuentas, apenas dos años y medio después del encuentro en la Biblioteca Nacional, donde Fidel pronuncia las Palabras a los intelectuales como colofón del evento surgido con P.M., se origina una nueva polémica, esta vez entre Blas Roca y Alfredo Guevara, un enfrentamiento que también está vinculado a la política de exhibición del ICAIC. En el diálogo con Ambrosio Fornet abordan con mucha profundidad las circunstancias en que se produce el careo. Se valora el escenario múltiple, desde la situación política internacional hasta la influencia de una fatalidad atmosférica como fue el paso del ciclón Flora y las consecuencias que dejó para el país, incluida la pérdida de numerosas vidas humanas. Coinciden en el tiempo los ecos del evento ciclónico con la proyección de La dolce vita (Federico Fellini, 1960). Pero todos sabemos que los detonantes no son más que el estallido de una conjura que se viene gestando con antelación. En una carta de Alfredo a Fidel, el 28 de octubre de 1963, le informa la publicación, por Ediciones ICAIC, del volumen Historia del surrealismo, de Maurice Nadeau, al tiempo que le advierte que no por ello el ICAIC se convierte en surrealista. Quizá su olfato político lo alertaba sobre la amenaza de fuerzas que conspiraban contra el diseño de una estrategia cultural diversa, descolonizadora, estimulante para el debate. Cuando te has referido al calor de estas confrontaciones cuentas que “las partes no conversaban ni discutían chupando chambelonas”. La imagen es muy ilustrativa porque, aunque se insiste en el diálogo entre revolucionarios, estas discusiones nunca han sido dulces, más bien existe la posibilidad de que alguien salga muy amargado del encuentro. ¿Cómo sientes que repercutió esta nueva polémica en el debate interno del ICAIC, en la obra de los creadores que admiran La dolce vita, Accatone (Pier Paolo Pasolini, 1961) o El ángel exterminador (Luis Buñuel, 1962), que son otras de las películas cuestionadas? Recordemos que todavía en ese momento no se ha producido el éxodo de un grupo de directores del ICAIC (Fernando Villaverde, Eduardo Manet, Roberto Fandiño, Fausto Canel, Alberto Roldán, José Antonio Jorge).

Aunque en términos de tiempo son dos años y medio entre un evento y otro, en mi memoria tengo la sensación de que el tiempo es mayor, han pasado tantas cosas en el país en ese corto período…, ya no somos los mismos, se han cristalizado ideas.

En marzo del 62 se produce la crítica de Fidel al sectarismo de Aníbal Escalante, corriente que intentó apropiarse de estructuras de poder y hubo que desmontar. Cercano a esas fechas, poco tiempo después, se produce un evento de desestabilización política en Cárdenas que no aparece en la prensa. Nos enteramos porque los periódicos informan sobre un acto público en esa ciudad, con desfile de milicianos, que cierra Dorticós con un discurso de enérgica reafirmación revolucionaria. Entonces nos preguntamos en el ICAIC: ¿qué coño pasó en Cárdenas?, al punto que decidimos redactar una carta que expresaba nuestra preocupación por el silencio informativo. Estoy seguro de que ninguna otra institución se ocupó del hecho. Alfredo no firmó la carta, no le correspondía por su responsabilidad, pero estaba de acuerdo con hacer llegar la inquietud. Formamos una comisión y se la llevamos a Ernesto Vera, que era el presidente del Colegio de Periodistas, me parece que todavía no existía la UPEC. Creo que Vera se sorprendió con nuestra “ingenuidad política” y nos recibió como si fuéramos cosmonautas; para él aquello respondía a la lógica informativa de los tiempos de guerra. En mayo o junio se crea la Junta Nacional de Abastecimiento, nace la libreta, y en octubre ocurre la crisis de los misiles y con ella el diferendo con los soviéticos.

Y esa repercusión en la que indagas, con todo lo que he intentado resumirte a golpe de memoria rápida, tiene respuestas diferentes porque entramos en el zoo humano que componía el ICAIC de aquel entonces, que era muy diverso en su unidad. Entre nosotros existían diferencias de edad, de experiencias humanas y políticas, de modo que las cosas se procesaban en función del nivel de compromiso o no, y de un sentido de pertenencia que va a fortalecerse o resquebrajarse a mediados de los 60. Comienza entonces, entre el 65 y el 70, el éxodo de unos cuantos integrantes del personal creador, trámite que Alfredo facilita, siempre con la posibilidad de regresar porque el propósito de las salidas era tomar distancia, tal vez “unas pequeñas vacaciones”. Néstor Almendros para esa época ya se había ido, lo hizo muy pronto, en el 61, su ruptura fue más radical.

Regreso al contexto previo a la polémica Alfredo-Blas. Entre el 62 y el 63 se incrementa la presencia de cine europeo occidental en la estrategia de exhibición del ICAIC; el cine norteamericano, o distribuido internacionalmente por ellos, era imposible exhibirlo a causa del bloqueo en aquellos años. Después se encontraron “soluciones” para obtener copias de algunos de sus filmes más importantes. Para Alfredo, diversificar al máximo posible el cine que se veía, teniendo como límites los recursos económicos de que disponía el ICAIC, era la forma de descolonizar las pantallas. El objetivo mayor era la formación cultural de nuestro público cinematográfico, un propósito enunciado en la Ley 169 que creó el ICAIC el 24 de marzo del 1959. Pero en marzo del 63 Nikita Jruschov lanza un virulento y sorpresivo ataque contra el arte abstracto, contra la película Tengo veinte años (Marlen Jutsiev), y contra otras obras poéticas y literarias soviéticas; una acometida muy fuerte contra escritores, poetas, artistas plásticos y cineastas, lo que se interpretó, tanto en la URSS como internacionalmente, como un retroceso lamentable, un endurecimiento de la lucha ideológica en el terreno de las expresiones artísticas en nombre de la defensa de las ideas socialistas, pero a un nivel muy pedestre. Este hecho, y sus repercusiones en todo el mundo, fueron reflejados en la prensa cubana, en particular los periódicos Hoy y Revolución, desde posiciones contradictorias, entre la comprensión del primero y la inquietud del segundo.

Carlos Fuentes escribe desde México un artículo sobre el tema, obviamente con espíritu crítico, que es publicado de forma interna en el ICAIC para el personal de creación artística. Entre una cosa y otra, la cronología exacta no la puedo precisar pero el clima que lo favorece sí, ocurre un debate entre cineastas del ICAIC y Mirta Aguirre, junto a representantes de la Escuela de Letras de la Universidad de La Habana. Por el lado nuestro estuvieron Titón, Julio, Jorge Fraga y José Massip, como los más cabezones en el intercambio de las discrepancias, tal vez olvide a otros…

Deberíamos hacer una relectura crítica de la revista Cine Cubano en función de todo lo que me cuentas, para entender un texto de Alfredo titulado “Algunas cuestiones de principio”, que forma parte de un ensayo mayor que nombró “El cine cubano 1963”.

Es que también por esa época la revista Cuba Socialista publica algunos artículos y reseñas sobre el realismo socialista y su vigencia. La sección de cultura de la revista era atendida por Mirta Aguirre. Pero incluso recuerdo más de aquellos meses…, se publica un folleto de Gaspar García Galló titulado Nuestra moral socialista, donde criticaba particularmente la canción de Ela O’Farrill “Adiós felicidad”. Ese folleto lo tuve y lo perdí, pero donde quiera que exista debería conservarse y estudiarse, a la luz que ofrece la distancia en el tiempo, para tratar de sacar lecciones con referencias de actualidad.

A finales de abril Fidel viaja a la Unión Soviética cumpliendo una invitación de Nikita. Es un momento muy complicado en las fraternas relaciones entre ambos países, hay que incorporar a la agenda la experiencia de la reciente crisis de los misiles de octubre de 1962 y del diferendo que provocó su solución.

Te hago este repaso para advertir el clima en que se origina la polémica con Alfredo, en diciembre de 1963, a partir del criterio que tenía Blas sobre el realismo socialista, seguido de una crítica a la política de exhibición del ICAIC, en virtud de su contribución al desarrollo de la juventud dentro del concepto de moral socialista que apuntaba Galló. El intercambio se desata cuando Blas, entonces dirigente nacional del Partido Unido de la Revolución Socialista (PURS) y director del periódico Hoy, publica en la sección “Aclaraciones”, de la cual era redactor, una serie de criterios sobre la exhibición de cine en Cuba. La motivación surge por una carta que le envían “algunos representantes del pueblo” cuestionando el alcance que podrían tener las películas que has mencionado y alguna otra más. Alfredo responde de manera inmediata, la carta se reproduce en la misma sección y a partir de ahí se inicia el polémico intercambio.

Lo que me llamó la atención ayer, y en lo que sigo pensando hoy, es por qué esa discusión se ventiló en la prensa, por qué se dejó correr, cuál fue el criterio para extender y mantener el debate en la esfera pública cuando esos procedimientos no eran, ni son, lo habitual entre nosotros, tratándose de dos dirigentes con responsabilidades nacionales. Ese tipo de careo se podía dar, y se dio, en revistas especializadas como Cuba Socialista y algunas otras, pero eran debates vinculados a la mejor manera de enseñar el marxismo o los caminos a seguir en la economía socialista. La polémica se detuvo cuando las discrepancias fueron subiendo de tono y llegaron a un nivel de aspereza muy fuertes, tanto en lo político como en lo personal.

Ahora, más de medio siglo después, pude hacer una conexión que me resulta sorprendente. Me refiero al hallazgo, hecho por Iván Giroud, de varias decenas de críticas de cine que Alfredo escribió para Hoy, entre mediados de abril y julio de 1953, siendo militante del PSP, cuando el periódico era dirigido por Aníbal Escalante. Críticas que puedo calificar de “ortodoxas” –en cuanto a su visión de la interrelación arte-cine-sociedad-política–, muy distante de pensamiento del Alfredo que conocí en 1959. La última de estas críticas se publica el mismísimo 26 de julio de 1953 con el título de “Libertad o muerte” (Man on a Tightrope), una crítica feroz a una película de Elia Kazan, del mismo nombre, que es marcadamente anticomunista. Después del asalto al Moncada la dictadura cierra el periódico y Alfredo prosigue su labor como crítico cinematográfico, ocasionalmente, en la revista de la Sociedad Nuestro Tiempo. Pero es en el trascurso de esos años, donde ocurren muchas cosas en el mundo y en particular en el campo socialista, cuando Alfredo vive experiencias como militante del PSP que lo obligan a realizar importantes reconsideraciones acerca de la militancia en un partido marxista-leninista, sobre lo que debe ser el socialismo y el papel que desempeña la cultura artística en todo ese proceso. Estos temas yo los abordo en el prólogo del libro Alfredo Guevara en el ejercicio de la crítica, publicado por la Casa del Festival, donde hago un recuento de su experiencia en Praga y Europa, como integrante del Secretariado de la Unión Internacional de Estudiantes (UIE) a principios de la década del 50, así como de lo acontecido en la Unión Soviética y los países socialistas después de la muerte de Stalin, el XX Congreso del PCUS en febrero de 1956, y los “sucesos” de Hungría en octubre de ese mismo año; pasando por la valoración de estos acontecimientos en el núcleo del PSP de Nuestro Tiempo y las discusiones internas que allí se dieron. Se dice rápido pero fueron eventos que lo condujeron a cambios importantes en su manera de ver la vida del militante en su relación con el socialismo, la cultura y la revolución. Por eso el hallazgo de esas críticas me dejó la convicción de que, además de debatir con Blas, Alfredo se pasaba la cuenta a sí mismo por el pensamiento de aquellos años, textos que nunca recordó pero que tampoco olvidó. Y por supuesto que en ese debate el periódico Revolución y Carlos Franqui estuvieron del lado de Alfredo.

El título de esa última crítica, en la fecha que se publica, podríamos asociarlo a lo que hemos acostumbrado a llamar “el azar concurrente”. Te pregunté antes sobre los niveles de influencia de una polémica dentro de un movimiento artístico o una obra determinada, porque aunque se suele englobar los años 60 como un período prodigioso, las películas más celebradas se ubican en las postrimerías de la década, un momento en que esos directores han ido labrando su propio camino, el encuentro con formas de decir que les son más propias, una madurez que es el resultado de búsquedas y encuentros, de éxitos y fracasos. Son obras de marcado acento nacional pero sin dejar de percibirse las influencias del cine internacional. Sin embargo, alguna de estas películas, como es el caso de Memorias del subdesarrollo (Tomás Gutiérrez Alea, 1968), tampoco es asimilada en toda su dimensión, sufre incomprensiones y ataques que no solo se limitan al ámbito nacional, también tropieza con corrientes ortodoxas más allá de nuestras fronteras que claman por un tipo de cine más apegado a lo que se entiende por cultura socialista. ¿Cómo valoras ese crecimiento artístico de nuestro cine, y en qué coyuntura nos encontramos en 1968 para seguir potenciando esos resultados? Ubico el año 68 por tratarse de un momento de cambio para el país en diversos órdenes.

Creo que efectivamente en ese segundo lustro se concentran los mejores resultados. Es cierto que Titón quedó inconforme con Cumbite (1964), aunque ya hubiera cosechado éxitos con Las doce sillas (1963) y después con La muerte de un burócrata (1966), que lo colocan como un realizador de talla internacional; Humberto Solás realiza Manuela (1966), muy llamativa como ópera prima, y Manuel Octavio Gómez ya contaba con La salación (1965) y Tulipa, que la hizo en el 67. Pero es, sin duda, un momento mágico cuando salen Memorias…, Lucía (1968) y La primera carga al machete (1969). En el caso de Humberto, por su juventud, el resultado es impresionante. Santiago Álvarez desde el 65 está realizando una obra sólida con documentales de gran resonancia, y Aventuras de Juan Quin Quin (1967) es también un encuentro logrado con esa búsqueda de renovación del lenguaje que caracterizará la obra práctica y teórica de Julio. Quizás Alberto Roldán con La ausencia (1968) apuntaba hacia planos mayores, pero comienza ese éxodo del que hablamos hace un rato, que en algunos casos pasó por el desgarramiento. En otra medida podemos señalar los documentales de Nicolasito Guillén Landrián, que son muy significativos.

En el caso de Memorias…, he contado en otras ocasiones mis recuerdos de entonces, de la situación en que se encontraban Cuba, y el mundo, en el momento de su lanzamiento. La valoración, en sentido general, fue buena, muy buena, pero sin reconocerle sus valores de excepción, de clásico, que adquirió progresivamente, en particular cuando fue redescubierta en los Estados Unidos, a principios de de los 70, por la crítica especializada y el público de vanguardia.

1968 fue el año de La hora de los hornos, de Solanas y Getino, no el de las Memorias del subdesarrollo, de Tomás Gutiérrez Alea. El mundo era otro por las urgencias sociales y políticas que se vivían, cosa que incidió en la recepción del espectador. Recordemos las guerrillas en América Latina, el recrudecimiento de la lucha de los negros por sus derechos civiles en los Estados Unidos, la escalada de la guerra de Vietnam, el asesinato de Martin Luther King y Robert Kennedy, el lanzamiento mundial del Diario del Che en Bolivia, el mayo francés que se extendió a buena parte de Europa Occidental por la fuerza del movimiento juvenil en Italia y Alemania, que nos llega hasta el Tlatelolco de México con la masacre de estudiantes pocos días antes de empezar las Olimpiadas en ese país. Tengo la impresión, si mi memoria no me engaña, que todo esto limitaba, en su inmediatez, la comunicación con la riqueza reflexiva que traía Memorias… En el momento de su aparición, para decírtelo de la manera más simple posible, el mundo no estaba para ella. No se veía con buenos ojos o mayor profundidad, en medio de tanta convulsión, la actitud de ese protagonista pasivo que cuestiona la realidad desde la distancia, sin compromiso. Es en Checoslovaquia, en las últimas semanas de la llamada Primavera de Praga, en el mes de julio, donde recibe tres reconocimientos importantes en el Festival de Karlovy Vary.

Hace poco estuve releyendo el número de Pensamiento Crítico dedicado al ICAIC, de mediados de 1970. Aparece una crítica de la película escrita por Fernando Pérez –que, por cierto, fue bueno en ese frente cuando lo ejerció– y advertí que no tenía una mirada a fondo, apasionada, del alcance de la película, aunque la valora como muy buena.

Si la revisa hoy estoy seguro de que pensaría otras cosas, quizá se pasaría la cuenta, como Alfredo…

Es que me hubiera sucedido a mí también, porque esa dimensión de Memorias… se la da el añejamiento, el tiempo la hizo crecer. Pero te repito que ese fue el tono de las críticas de la época, la obra del ICAIC era tan militante que no había mayor espacio para el cuestionamiento. Lo que seguía en la mirilla de nuestros adversarios era la política de exhibición, lo que desencadenó Blas en el 63 se retoma en el 71.

Y ahí vamos…

Esta entrevista forma parte del libro Conversaciones al lado de Cinecittá, de Arturo Sotto (edición ampliada) Ediciones ICAIC, 2018.

Tomado de la revista La Gaceta de Cuba No 4 julio/agosto de 2018: http://www.uneac.org.cu 

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