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Violencias y silencios contra Cuba en las redes

Fake news

Por Karima Oliva Bello

El pasado domingo, 13 de septiembre, se hizo viral en las redes sociales la denuncia por la violencia verbal que sufrieron en ese escenario mediático la poeta Teresa Melo, la socióloga Mariela Castro y la periodista Paquita Armas, quienes fueron agredidas por su postura política y sus pronunciamientos a favor de la Revolución y la institucionalidad cubana. El silencio de medios de comunicación privados y de voces que en tiempo reciente se sumaron a una fuerte arremetida mediática en contra de la violencia de género en Cuba, tanto como el silencio de quienes sistemáticamente producen en esos medios contenidos a favor de la libertad de expresión, entre otros derechos, llamó la atención de no pocos y se impuso una pregunta, ¿dónde están ustedes ahora?

A otros no les asombró en nada. La ausencia no hizo más que poner en evidencia el doble rasero de un discurso que se moviliza por resortes vinculados a la propaganda política contra Cuba y que nada tiene que ver con un compromiso real por la defensa de los derechos y por la solución de los problemas sociales tras los que se parapeta. En ese sentido, excluyo las voces que –no vinculadas a esa maquinaria– honestamente han expresado su preocupación por el tema de la violencia de género, así como por otras problemáticas sociales, tanto en ocasiones anteriores como ahora.

La violencia que se esgrime de esta forma es una práctica sistemática contra mujeres y hombres para silenciar posturas políticas revolucionarias en un escenario mediático virtual en el cual el pensamiento liberal procapitalista es el hegemónico. El silencio o la relativización ante estas formas de violencia muestra una complicidad esclarecedora. La selectividad sobre qué violencias amplificar en el territorio virtual y cuáles relativizar, pone en evidencia la agenda de manipulación mediática en torno a nuestras problemáticas sociales.

La existencia de un sistema de medios privados, la fabricación de líderes de opinión en alianzas con organizaciones abiertamente de derecha fabricando propaganda política sobre la realidad cubana maquillada de debate teórico, junto a las campañas mediáticas que se disparan constantemente en las redes son ejemplo de este escenario, que tiene como objetivo fundamental el cambio de gobierno en Cuba, o sea, la restauración del capitalismo. Existe una estructura de medios privados y sus colaboradores pagados que se empeñan en demonizar al sistema político cubano, sus instituciones, así como todo al que los defienda.

Estos actores mediáticos están en la búsqueda de los últimos datos, acontecimientos o anécdotas sobre los que puedan fabricar contenidos, apelando, más que al análisis crítico riguroso, a los resortes emocionales de los lectores. Se presentan como exponentes de un pensamiento crítico, cuando es todo lo contrario, en la medida en que coinciden con las corrientes de pensamiento conservadoras a escala global y el sentido común que estas alimentan. El objetivo es colonizar culturalmente los imaginarios colectivos para imponer una tendencia de pensamiento procapitalista y crear las condiciones subjetivas favorables a un cambio de régimen, así como desacreditar cualquier posición de resistencia en un territorio virtual en el cual los valores con los que se alinean son hegemónicos. Eso explica el silencio ante las agresiones a mujeres revolucionarias: semejantes violencias son funcionales a sus fines y, cuando menos, no se contraponen a ellos.

Entrar a las redes hoy es darse cuenta de que estamos en un territorio donde hay una guerra importante por el dominio de lo simbólico, por el control de las subjetividades. Los mecanismos que están en juego, desde el punto de vista semiótico, deben ser estudiados con mayor profundidad, ese es un camino que tienen por delante las ciencias sociales comprometidas con el pensamiento descolonizador. Como también es un desafío producir contenidos de alta calidad verdaderamente enfocados en la mejora de nuestras realidades. Tema que la institucionalidad cubana deje vacío en las redes, o desliz comunicacional que cometan sus representantes, será capitalizado para movilizar y fabricar estados de opinión en contra del sistema político cubano, allí donde no exista una cultura crítica respecto al funcionamiento de las redes sociales en internet y ejerzan influencia la avalancha de contenidos, videos, memes y fake news que todos los días se desata en ellas contra Cuba.

En su discurso con motivo de la presentación de la estrategia económica el 17 de julio de 2020, el Presidente Miguel Díaz-Canel alertaba sobre la manera en que, cito, «en temas de derecho y sociedad no han desistido en la búsqueda de puntos de quiebre en la unidad nacional, magnificando los posibles disensos en asuntos sensibles como el matrimonio igualitario, el racismo, la violencia contra la mujer o el maltrato a los animales, por mencionar algunos, en todos los cuales trabajamos seriamente para resolver deudas de siglos que solo la Revolución en el poder ha enfrentado con indiscutibles progresos».

Y en este punto, está tal vez lo más importante: la atención a los problemas sociales que son capitalizados por los grupos que ven en el capitalismo una vía. La denuncia de la manipulación de que son objeto no los resuelve. Los empeñados en cambiar el sistema no tienen interés alguno en resolverlos, solo los instrumentalizan: el capitalismo agravaría cada una de estas problemáticas. La solución de las deudas a las que hizo mención el Presidente deben ser vistas como parte inseparable de la ruta de cambios en curso. Las instituciones en Cuba tienen una tarea doble, resistir la ofensiva mediática, no solo reaccionando ante ella, sino también desarrollando una agenda propia. Pero tienen también la misión de continuar abordando las problemáticas sociales en sus manifestaciones concretas, lo que es aún más importante, no solo porque quita la posibilidad de que sean capitalizadas, sino, ante todo, porque eso constituye, en sí mismo, el motivo de ser de la Revolución. En ese sentido, ella tiene un amplio trayecto andado; aunque lo quieran ocultar, ella ha sido un camino histórico y difícil de reivindicaciones para los que nunca antes habíamos tenido nada.

Junto a Mario Benedetti «admitimos que la revolución conlleva errores, desajustes, desvíos, esquematismos. Pero la asumimos con su haz y con su envés, con su luz y con su sombra, con sus victorias y con sus derrotas, con su limitación y con su amplitud. Porque, aun con todos sus malogros, con todas sus carencias, la revolución sigue siendo para nosotros la única posibilidad que tiene el ser humano de recuperar su dignidad y realizarse a sí mismo: la única posibilidad (mediata o inmediata, según los casos) de rescatarse de la alienación en que diariamente lo sume el orden capitalista, la presión colonial».

Ante los nuevos desafíos y agresiones, desde una sociedad civil virtual, minoritaria en personas, pero multimillonaria en dinero, con que Estados Unidos nos ataca, nada nos puede llevar a un conformismo que nos inmovilice. Que prevalezca el empuje para ir hacia adelante por más, tanto en lo virtual como en lo real.

Tomado de: http://www.granma.cu

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Política y estética del meme

Donald Trump en estética meme

Por Jorge Carrión

“Mallarmé afirmó que en el mundo todo existe para culminar en un libro. Hoy todo existe para culminar en una fotografía”, escribió Susan Sontag en 1977. A juzgar por los contenidos que más circulan por nuestras bandas anchas, se podría afirmar que en 2020 todo existe para culminar en un meme.

Los memes son mensajes visuales sencillos, de consumo instantáneo, por lo general irónicos, concebidos para navegar por las redes sociales a velocidad superheroica. Se trata de archivos de imagen o de vídeo que a menudo incluyen texto. Su naturaleza se ubica entre lo popular y lo populista. Son, al mismo tiempo, la encarnación digital e hiperbreve del chiste o del panfleto. Se han vuelto importantes por su potencia viral, por su poder político. Pero no hay que olvidar que, al mismo tiempo, son efectivas construcciones estéticas.

Las fotografías, los cadáveres exquisitos, los cómics o los grafitis tardaron mucho tiempo en ser considerados arte. En estos momentos, formas de expresión tan distintas como las canciones de trap, los hilos de Twitter o los memes están entrando en ese difícil territorio. Pero el meme plantea una dificultad teórica que no encontramos en otras manifestaciones culturales. ¿Puede ser arte una forma que, por su propia anatomía, no puede aspirar a la excelencia, que solamente pretende ser comunicación y contagio? Supongo que sí, si lo es un urinario desde hace ya un siglo.

Antes de continuar, tengo que confesar que no me gustan los memes. No los comparto, casi ni los recibo. Pero eso no importa, porque se han vuelto fundamentales en la comunicación contemporánea. Y la crítica cultural aspira a trascender los gustos propios y analizar los objetos de interés general.

Los memes constituyen un auténtico telón de fondo de nuestra época. Dice la investigadora y activista An Xiao Mina en Memes to Movements que son el “street art” de internet. Si el rap o el grafiti dieron expresión artística al malestar social de los años ochenta, muchos de los memes que se producen y consumen expresan el virtual del siglo XXI. Aunque haya sido convertido en un arma propagandística sobre todo por la derecha y la extrema derecha, su difusión ha alimentado la indignación y las protestas tanto de los aficionados al deporte como de los fans de series de televisión, tanto de los movimientos progresistas como de los conservadores. A todos nos une, para bien y sobre todo para mal, el poder imantador de los memes.

Ese poder radica en la formalización de una idea. En un diseño. En la selección de ciertas imágenes y su combinación con ciertas palabras. Es importante diseccionar su estética para entender su capacidad de penetración en nuestras mentes, que transforman en agentes de contagio. ¿Por qué esa artesanía tan precaria consigue secuestrar nuestra atención durante tres segundos y que pulsemos el botón de “compartir”? Porque apela a la dimensión más exportable de nosotros mismos.

En su contenido, los memes digitales apuntan a una diana con varios círculos concéntricos: el sexo, la comida, el humor, la pertenencia a una comunidad o la autorrealización. Su objetivo es la difusión masiva. No en vano son la evolución digital de lo que Richard Dawkins definió como meme en su libro clásico de 1976, El gen egoísta: las ideas virales, los conceptos que triunfan en las sociedades humanas y pasan a formar parte de la genética cultural.

Desde que en 1999 Susan Blackmore publicó The Meme Machine hasta que en 2013 llegó a nuestras librerías Memecracia. Los virales que nos gobiernan, de Delia Rodríguez, la literatura académica y de divulgación siguió y actualizó la teoría de Dawkins, llevándola a la lógica y la locura de internet. En la bibliografía más reciente sigue predominando una lectura sociológica, tecnológica y política; pero la aproximación estética se va abriendo camino.

En proyectos monográficos virtuales, como el brasileño Museu de Memes; en exposiciones de espectro más amplio, como la que ha comisariado Mery Cuesta este año para el Centro de Arte Dos de Mayo sobre Humor absurdo; o en festivales como el pionero Memefest, o el del Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona con el mismo nombre, constatamos el interés global por pensar y representar esos artefactos mínimos y cotidianos en los ámbitos de la producción y el archivo del arte.

La forma de los memes es desconcertante y —por extraño que parezca— hipnótica. Primaria, amorfa, amateur. Un meme no puede ser, por su propia naturaleza, bello ni perfecto. Su estética incluye todo aquello que proscriben en principio las bellas artes: la fealdad, el reciclaje icónico, la falta de ortografía, el píxel. Aunque algunos pocos pervivan, la inmensa mayoría desaparece poco después de su entrada en el scalextric que conecta todas las pantallas. Tienen que ser tan aerodinámicos como un mosquito y tan vulgares como un mensaje de texto o el selfi de un amigo: para contagiar lo apuestan todo a una artesanía que se camufla entre los mensajes de la vida cotidiana.

Su confección recurre a lo más elemental de la lógica del collage: el corta y pega. Aunque existan creadores profesionales de memes y agencias de desinformación que los fabrican en cadena, cualquiera puede acceder a generadores (Memegenerator, Imgflip) o incluso dejar que los produzca un algoritmo (como el de This Meme Does Not Exist). El meme es la expresión mínima del remix. El epítome del hazlo tú mismo. La autoría de un meme, necesariamente compartido y variado en su trayecto vital, es colectiva. Tras leer uno impactante, a menudo nuestro inconsciente llega a la misma conclusión: qué bueno, lo podría haber hecho yo mismo, voy a reenviarlo.

Si bien millones de personas se pueden llegar a reír, simultáneamente, por el mismo meme, también grandes masas de población pueden decidir cambiar sus percepciones sobre la inmigración, un partido político o la violencia de género tras recibir esas viñetas de opinión, esas píldoras efímeras, esos chistes textovisuales.

La propia Sontag, en su célebre ensayo “Contra la interpretación”, escribe: “La mejor crítica, y no es frecuente, procede a disolver las consideraciones sobre el contenido en consideraciones sobre la forma”. La función de la crítica —añade— consiste en mostrar el cómo y el qué de la obra, no en interpretarla. Eso deberíamos hacer con los memes.

Los lectores tenemos que permanecer atentos ante ese nuevo ecosistema de la influencia y la atención. La crítica política de internet, donde todo pasa por una ingeniería y un diseño centrados en la experiencia del usuario, debe ser también estética. Los memes nos entran por los ojos. No lo olvidemos.

No podemos permitir que sean un monopolio de la ultraderecha, un vehículo para la transmisión de racismo, homofobia, machismo o teorías de la conspiración. Los medios de comunicación más responsables y serios y los proyectos políticos progresistas deberían poner en circulación sus propios memes. Y todos nosotros tendríamos que reflexionar críticamente durante unos segundos sobre el contenido que hemos recibido en nuestro teléfono antes de compartirlo. O, mejor aún, de preferir no hacerlo.

Tomado de: https://www.nytimes.com/es

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