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Entrevista a Juan José Campanella

Juan José Campanella, cineasta argentino. Foto MDZ

Por Ricardo Jimeno

El cineasta argentino Juan José Campanella ha recibido en esta edición la Espiga de Honor de la Seminci de Valladolid. No es un hecho extraño, sino muy coherente, teniendo en cuenta que cuando apenas rondaba los treinta años, su ópera prima, la arriesgada El niño que gritó puta (1991), tuvo su estreno en la sección oficial del festival, que puntualmente ha ido acogiendo casi todas sus películas posteriores.

Campanella es, quizá con sordina, uno de los narradores más notables de la actualidad, todoterreno en cuanto a géneros se refiere, capaz de equilibrar tonos, de ajustar a la perfección la puesta en escena a lo que desea contar y de dirigir brillantemente a un elenco recurrente de inmensos actores argentinos como Ricardo Darín, protagonista de cuatro de sus largometrajes. Su carrera heterogénea, que se inicia realmente en Estados Unidos, donde llevó a cabo sus estudios justo al término de la dictadura argentina, contempla una filmografía breve compuesta apenas por media docena de películas, pero también por innumerables series de televisión, algunas creadas y producidas por él y otras, tan populares como House o Ley y orden, en las que ha trabajado como director de capítulos.

Su carrera cinematográfica, tras el film independiente Ni el tiro del final (Love Walked in, 1997), rodado en Estados Unidos, toma un giro radical con El mismo amor, la misma lluvia (1999), que supone un retorno costumbrista a Argentina, sin olvidar las claves narrativas típicas del cine americano, siguiendo la definición ya clásica de Douglas Sirk: “las películas (motion pictures) deben ser sobre todo emotion pictures”. A este notable resurgir le sigue la excepcional El hijo de la novia (2001), prodigio de sensibilidad con un elenco impresionante, y la apreciable Luna de Avellaneda (2004), que vuelve a condensar sus constantes: la fábula melodramática y costumbrista elevada por unas interpretaciones asombrosas. No obstante, su indiscutible obra maestra es El secreto de sus ojos (2009), thriller porteño con atmósfera política, que no evita tampoco la ironía costumbrista, con una subtrama sentimental que incorpora una de las historias de amor más bellas del cine reciente, y la demostración de una capacidad técnica insuperable, condensada en el famoso y sorprendente plano secuencia del estadio. El film logra el Oscar y abre nuevas posibilidades para el cineasta que se aventura en el terreno de la animación con trasfondo futbolero en Metegol (2013), traducida en España como Futbolín, o cambiando de registro con el gran guiñol de humor negro El cuento de las comadrejas (2019).

Campanella se siente cómodo en la Seminci donde ha pasado buena parte del festival. Su carácter es afable y muy templado. Responde de modo preciso, sin muchos rodeos, demostrando la profesionalidad adquirida en el engranaje americano, pero también la calidez del tipo humanista, que parece añorar un tipo de cine que ya no se hace.

Al observar su filmografía de modo general destaca la combinación de géneros y de tonos, entre el drama, la comedia o incluso el thriller, en el caso de El secreto de sus ojos, siempre de modo muy equilibrado. ¿Cómo se logra ese equilibrio?

La verdad es que ahí está la clave. No es difícil hacerlo, pero es muy difícil explicarlo. Tiene que ver con la sensibilidad de cada uno. No te sabría decir qué es lo que hace en la filmación, cuando el actor pone el texto de pie, que el tono no se vaya demasiado a una cosa o a otra. Es una cuestión de instinto. Ese es el elemento que hace que todos los directores sean distintos o hagan distintas obras. La verdad es que me es muy difícil decírtelo. Lo que sí que te puedo decir es que lo que se ve en pantalla no es exactamente lo que estaba en el guion. A veces se hacen cambios o cortes justamente para mantener ese equilibrio.

Por ejemplo, pienso en una escena de El secreto de sus ojos, justo antes de que se descubra el cadáver, en donde venimos de una escena en el juzgado que es prácticamente una comedia sofisticada que de repente sufre un cambio total, a partir del shock que se produce… No sé si es algo que se trabaja a partir de la puesta en escena, o del montaje.

Claro. Es por ejemplo estaba desde el guion. Es un diálogo, entre Darín y el policía, sobre los tipos de boludos que hay. En definitiva es una idea que tiene que ver con la vida. A veces los shocks se miden en función de si se estaba preparado o no se estaba preparado. Así parecía mucho más efectivo… Pero veamos, vamos a proponer una tangente: en El secreto de sus ojos era muy importante y había una premisa, en el estilo también, de involucrar al espectador como un personaje más de la trama. Entonces no había solamente que informarle de lo que pasaba sino de hacerle sentir lo que pasaba de acuerdo a lo que sentía nuestro personaje principal. En esa escena, me parecía justamente que el impacto de ver ese cadáver iba a ser mucho más fuerte si no estaba preparado para verlo. Todo lo contrario, si lo agarran en medio de una risa incluso. Eso estaba desde el principio. Pero ahí en El secreto de sus ojos hay muchas cosas incluso de cámara. La cámara es siempre como la subjetiva de una persona que estuviera escondida en la habitación y para que el espectador sienta lo que está sintiendo el personaje principal.

Precisamente, en cuanto a la puesta en escena, parece bastante heterogénea en sus películas, más libre o más elaborada, en cada caso. No sé si es algo previsto sobre el papel o si se va variando mientras filma.

En realidad, en los primeros guiones, en las primeras cosas que yo he dirigido, primero me ponía la gorra de guionista y escribía el guion y pensaba: “que el director se arregle”, y después me ponía la gorra de director y lo que escribió el guionista me importaba un pepino. Pero ahora no, ahora se van mezclando las cosas. Incluso hay escenas que están escritas pensando de forma precisa en la manera en que van a ser filmadas. Por ejemplo, en El hijo de la novia, cuando el protagonista está en el hospital y le cuenta al personaje de Natalia Verbeke que él se quiere ir a vivir a México, quiere estar solo, y eso en el guion era un monólogo enorme, y aclaraba con mayúsculas esto se va a escuchar prácticamente entero en off porque lo importante es la reacción de ella al escuchar esto. Eso son cosas que ya están puestas en el guion, que un guionista que no fuera director no la habría puesto. Así que hay cosas que ya surgen en el guion.

Hay un tema recurrente en su filmografía que es el interés en el pasado, una especie de nostalgia que está siempre presente, de modo más traumático o más dulce, desde El mismo amor, la misma lluvia hasta El cuento de las comadrejas, por otros motivos. ¿De dónde le viene ese interés?

No es tanto una mirada nostálgica como unos personajes que están atrapados en ese pasado y que no pueden salir al futuro. La historia trata de cómo se ubica ese pasado en el pasado y como se supera. Tanto en El hijo de la novia, como en El secreto de sus ojos, en esta última muy claramente, como en El cuento de las comadrejas, en todas se trata de personajes que viven de acuerdo a una dinámica del pasado, atrapados en una jaula. Ese es el punto de partida, no como lugar de encasillamiento, sino de impulso.

No sé si responde a algún punto de melancolía personal…

Justamente se trata de salir de esa melancolía. Cómo salir de una actitud en la que se extraña el pasado, en que se echa de menos, y tomarlo simplemente como un lugar de aprendizaje, de disfrute, si es que uno tuvo un pasado lindo —en mi caso para mí es de disfrute—, pero mirando sobre todo al futuro.

Otro tema que me interesa en sus películas es la importancia de la representación, de la teatralización o de la ficción, en relación con la realidad. En El mismo amor, la misma lluvia o en El secreto de sus ojos tenemos un escritor, o un aspirante a escritor, la resolución del conflicto en El hijo de la novia, o el bellísimo momento de la muerte de José Luis López Vázquez en Luna de Avellaneda. No sé si algún tipo de metáfora consciente…

Mira, me estoy dando cuenta ahora de esos puntos en común entre las películas. No es algo consciente, desde luego. Así como era más consciente de lo que hablamos de la memoria, de esto no era consciente, así que ya lo empezaré a mirar a ver que hice [se ríe].

Pero, por ejemplo, en El cuento de las comadrejas es evidente. Los personajes llevan a cabo una representación para los especuladores… pero en El hijo de la novia el final es una representación teatral, no sé si puede ser una metáfora de que la salvación está en el cine, en el teatro, en la ficción.

Pues puede ser, puede ser. Yo creo que en nuestras vidas, en muchas ocasiones estamos actuando. Estamos representando algo que no sentimos en ese momento. No lo digo esto negativamente. A veces puede ser cuando uno tiene miedo y actúa de tener coraje para poder seguir adelante. O para no lastimar a alguien, viste. Me parece que gran parte de nuestras vidas termina siendo actuar. Pero es que la verdad es que nunca había hecho esta reflexión sobre mis películas. Mira, en realidad, por ejemplo, El cuento de las comadrejas, ante todos los guiones de las películas argentinas que hice es el primero, porque lo escribí antes que El mismo amor, la misma lluvia, y después, conscientemente, no lo rodé porque me parece que la gente de nuestro ambiente no es interesante para el resto de la gente. Entonces, siempre había tratado de presentar personajes que fuesen gente común, como en las otras películas. El cuento de las comadrejas es un poco atípico en el sentido de que es mi única película que sí que tiene reflexiones conscientes sobre la representación. Por eso tiene la palabra “cuento” en el título. Es más un cuento que un intento de representar la vida como son las otras.

Hablando en concreto de esta película, más allá del original del que es un remake [Los muchachos de antes no usaban arsénico, 1976, José A. Martínez Suárez], no sé si pululaba por su imaginario cinematográfico el tipo de películas americanas de gran guiñol como las de Aldrich…

No, no, no esas. Pero sí muy claramente las comedias inglesas como The Ladykillers [El quinteto de la muerte, Alexander Mackendrick, 1955], las de los estudios Ealing. Y bueno, soy fanático de las comedias de Lubitsch, en cuanto al diálogo, el estilo. Son cosas que se ríen algunos y otros saborean. Es un tipo de diálogo que me gusta mucho.  Es algo muy estilizado y El cuento de las comadrejas es como la más estilizada de todas mis películas.

Le quería preguntar también por los actores. Usted ha trabajado con actores argentinos, españoles, también norteamericanos. A menudo grandes estrellas, ¿Cómo dirige a los actores?

Parto de la base de que si repito con un actor, si trabajo con él varias veces, es porque el actor tiene mi misma sensibilidad entonces el trabajo se me hace más fácil. O sea, es bueno y además tenemos el mismo objetivo. Muy pocas veces te diría, me sobran los dedos de una mano, para decir los momentos en que trabajé con actores que no nos encontrábamos. Generalmente, fueron trabajos de televisión en los que el elenco ya estaba formado cuando yo entré. Me fijo en que el actor piense al menos el setenta y cinco por ciento lo mismo que yo el personaje, o bien que diga: “No tengo idea. Decime vos que queréis que haga”. Si me viene con una idea que está muy distanciada, prefiero no trabajar con él. Entonces, con esto en mente el trabajo se hace más fácil porque no hay que extraer una actuación. No hay que hacer jugo de ladrillo. Simplemente hay que ir guiando por dónde va la cosa y generalmente tiene que ver con la verdad. Aunque la situación sea más delirante o no real hay que actuarla con verdad. Esa es la premisa en mis películas y siempre ha salido bien.

En este sentido, por precisar un poco, no sé si realiza ensayos, donde se puede modificar la puesta en escena según cómo funcionan, o si se ciñe a lo que traía pensado de forma más cuadriculada.

Generalmente en las películas, distinto que en televisión, hacemos ensayos de mesa con los actores desde un par de semanas antes. No duran todo el día porque uno tiene mil cosas para hacer dos semanas antes de empezar a filmar, pero nos reservamos un bloque de dos o tres horas y leemos el guion. Entonces, el día de filmación yo vengo con un plan, lo presento y a ver si sale. Cada vez sale más parecido a lo que traigo pensado, porque uno va teniendo experiencia, pero también se corrige si no vale la pena o si hay un movimiento planeado que no se justifique o que el actor no sienta. Pero, si voy con un plan, que se puede corregir, pero nunca voy a ver que va a pasar de forma improvisada.

Hablaba ahora de televisión, no sé si usted se considera más un director de televisión que hace puntualmente películas, o un director de cine que trabaja puntualmente en televisión…

Yo dirijo audiovisuales. El medio es poco lo que cambia. Algunas cosas de puesta de cámara, nada más. En cuanto a los actores es exactamente igual. Lo que puede llegar a cambiar es que en televisión uno no puede planificar un plano secuencia de lejos, como en el cine, porque pensando en que alguien lo va a ver en el teléfono, no le puedes hacer eso. Generalmente uno va a los primeros planos, situándose más cerca de los actores y un poco más rápido. Pero quitando eso, en el resto son las dos cosas iguales. Hoy en día son iguales, antes era distinto.

Cambiando de tema, teniendo en cuenta su película de animación Futbolín, pero también algunos elementos de El secreto de sus ojos, quería preguntarle cómo ve la relación del cine con el fútbol.

¡Pero qué cosa! Vos sabés que yo no soy futbolero para nada, pero para nada. No sé ni cuando juega nadie. Solamente veo partidos del mundial, o alguna jugada que se viraliza. Las buenas jugadas me gustan porque son coreográficas. Pero seguir a un equipo y aguantarme un partido malo, nunca lo he hecho ni lo haré. Obviamente el fútbol es el tema de Metegol, pero que lo tomé más como una coreografía, como un musical. Y esa escena de El secreto de sus ojos, pero después no hay nada de fútbol en mis películas. Sí que me gusta el fútbol bien jugado y como lugar de contienda, como espacio de conflicto, me puede interesar.

Para finalizar, he leído opiniones suyas algo pesimistas sobre el futuro del cine, en las que manifiesta que ya no se hacen películas como las que a usted le llevaron a amar el cine… ¿Qué es lo que echa en falta?

No, no se hacen. Era un cine donde se ven cosas de la vida, pero estas se ven coladas por los ojos de un buen escritor, de un artista. Aprecio mucho el ingenio, y el cine que veo ahora tiene en general muy poco ingenio. En algunas cosas de televisión veo más ingenio que en el cine. A veces me pregunto, ¿pero cómo si van a hacer una comedia no agarran a un buen escritor en vez de hacer estos diálogos pedestres que no hacen reír absolutamente a nadie? Extraño ese ir al cine y ver que hay una mente detrás de la película que es más inteligente que yo. Me gusta eso, me gusta que me manipulen. Veo ahora muy pocas películas que me sorprendan.

En este sentido, ¿Qué películas o directores concretos le han marcado especialmente?

Pues ¡Qué bello es vivir! [It’s a Wonderful Life, Frank Capra, 1946], All that Jazz [Empieza el espectáculo, Bob Fosse, 1979] y Nos habíamos amado tanto [C’eravamo tanto amati, Ettore Scola, 1974], esta película italiana, mucho, y también toda la comedia de Lubitsch principalmente.

Tomado de: Miradas de cine

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Estatuas vivientes

Por Luis Fernández

La última edición del Festival Internacional de Cine de Locarno nos ofrecía la posibilidad de rescatar un título italiano muy poco visto de los años cuarenta, La statua vivente, una obra nada desdeñable por calidad pero cuyo principal interés reside, quizás, en comprobar cómo se inscribe dentro de la genealogía temática que tiene a la misteriosa y obsesionante figura de la doble como epicentro argumental, genealogía que encuentra en Vértigo de Alfred Hitchcock su excelsa culminación. En el caso del film dirigido por Camillo Mastrocinque, nos cuenta la historia de Paolo, un marinero mujeriego que finalmente enamorado pierde a su futura esposa Luisa en un accidente el mismo día de la boda. Tras una profunda crisis, acaba encontrando otra mujer de idénticos rasgos a la anterior, Rita, de la que se obsesiona sin poder romper la barrera carnal y a la que terminará estrangulando.

Historia original de Giorgio Pastina según sus créditos, La statua vivente está considerada una adaptación de la obra de teatro La statua di carne, escrita por Teobaldo Ciconi en 1862. En ella encontramos a otro Paolo también de apariencia humilde, pero en realidad aristócrata de incógnito1 que, enamorado, igualmente pierde a su prometida María, en esta ocasión por una enfermedad. Noemí, la doble, a quien mantiene sólo para poder contemplarla, sobrevive en esta ocasión gracias a una redención de corte religioso, y a la nueva pareja se le vislumbra un futuro juntos. Es un raro ejemplo en el que la tragedia no hace acto de presencia en la culminación del relato.

Es por esto que La statua vivente casi parece más una versión fílmica de Bruges-la-Morte, la novela corta que Georges Rodenbach publicó en 1892. Este clásico del simbolismo narrativo nos presenta a Hughes Viane, un acomodado hombre ya penando su viudez a través de su identificación con la propia ciudad belga. Su encuentro con Jane Scott, la doble, supone una esperanza que se irá frustrando cuanto más pretenda recrear a la muerta, hasta el mismo estrangulamiento final que también podemos ver materializado en La statua vivente.

Ya en 1915 Bruges-la-Morte disfrutó de una apócrifa adaptación rusa a cargo de Yevgeny Bauer con el mediometraje Daydreams. Aquí desaparece el efecto especular del entorno urbano y se reduce el arco temporal, pero los giros más esenciales de la historia se mantienen.

La fuente literaria se haría explícita en el caso de Más allá del olvido, film dirigido por Hugo del Carril en 1956. Además de comenzar con la esposa Blanca viva todavía, la principal novedad de esta versión radica en que la mano homicida viene del exterior, del lanzacuchillos a quien la doble Mónica acompaña en escena cuando la encuentra Fernando, el viudo. Siempre es el pasado, en todo caso, el que pesa como una losa sobre los personajes y les aboca a la tragedia.

Es difícil pensar que la figura del lanzacuchillos como elemento de explotación y perdición de la doble fuera creación original, aunque del Carril sacara mayor partido a la misma; un año antes ya había aparecido en L’angelo bianco. En el film de Raffaello Matarazzo encontramos similar proceso de obsesión con la doble, aunque es sólo una parte del abigarrado torrente argumental que propone este melodrama junto a Il figlio di nessuno, del cual es secuela, y donde las relaciones paternofiliales cobran incluso mayor protagonismo. Aquí la muerte de la amada original es sólo aparente, pero la pérdida se certifica cuando ella entra en un convento y se hace inalcanzable al tiempo que idealizada bajo el prisma catolicista de la Italia del momento.

Retrocediendo otro año desde el estreno de L’angelo bianco, la pareja artística formada por Pierre Boileau y Thomas Narcejac firmaba la novela D’entre les morts, que recoge el espíritu de este caudal argumental en un relato criminal donde el desdoblamiento es ilusorio. Ambas mujeres son en realidad la misma, Renée, quien asume el rol de Madeleine, una supuesta esposa con tendencias suicidas, para encubrir el asesinato de la verdadera esposa con la involuntaria complicidad de Flavièrs. Éste es un policía retirado por problemas de vértigo y contratado como detective para seguir a esta falsa cónyuge, quién estaría sufriendo un extraño trastorno psíquico de asunción de la personalidad de un antepasado. El (re)encuentro con la supuesta doble tras el falso suicidio agudiza su obsesión por ella, tratando de reconstruir una imagen perdida para acabar estrangulándola tras su confesión, al no ser capaz de aceptar que no existe la mujer idealizada.

El hecho de trasponer el papel de marido (o análogos) a una figura exterior como es este detective, permite multiplicar el juego demiúrgico y abrir toda una poderosa vertiente voyeurista mucho más matizada en los otros relatos2, y que Alfred Hitchcock explotaría con maestría en ese tótem cinematográfico llamado Vértigo. En esta adaptación estrenada en 1958 de la novela de Boielau-Narcejac, el policía retirado John “Scottie” Ferguson termina descubriendo la verdad por un descuido de la mujer, Judy, justo tras haber completado su reconstrucción de la idealizada Madeleine, para conducirla de nuevo al suicidio, esta vez real, al ver destruida su propia ficción3.

Otros dos títulos, ambos fechados en 1934, presentaban también la figura de la doble, aunque se encuentran un poco más alejados del espíritu que gobierna esta genealogía. En ellos la mujer original no muere, la idealización es previa y la pérdida va acompañada de decepción. El joven vividor de Le Grand Jeu, film dirigido por Jacques Feyder, ve como su querida compañera de correrías le abandona cuando él es forzado a expatriarse sin dinero. Enrolado en la legión extranjera, encuentra a una doble con quien mantiene una relación obsesiva e insatisfactoria y a la que renuncia tras cruzarse de nuevo con la original. De argumento todavía más divergente con el grueso de estas historias, en La Belle de nuit de Louis Valray la infidelidad de la venerada esposa la hace caer en desgracia, y cuando el marido conoce a otra joven de idénticos rasgos, la utiliza como instrumento de venganza contra el amigo que provocó el adulterio, para finalmente recuperar el amor de su mujer.

Como podemos ver, son todas obras que abundan en la neurosis masculina a través de un personaje que pierde a su amada, descansando sobre el dominante punto de vista del hombre tanto desde dentro de la ficción como desde fuera de la misma —todos los autores son hombres—.

Es curiosa la recurrente huida de estos personajes tras la pérdida de su objeto amado original. El aristócrata de La statua di carne se marcha a América, Brujas es el refugio para recrearse en su dolor que ha encontrado el viudo de la novela de Rodenbach, el marinero de La statua vivente va dando tumbos alcoholizado de puerto en puerto, el desconsolado marido de Más allá del olvido viaja a Europa o el policía retirado de D’entre les morts escapa de París hasta llegar a África. Incluso el ingenuo autor teatral de La Belle de nuit escapa a la Costa Azul, y en caso del joven disoluto de Le Grand Jeu, el destierro va íntimamente ligado a su tragedia amorosa. Scottie en Vertigo es el único de todos ellos que no se mueve físicamente del lugar de los hechos; su huida es mental, cayendo en un estado de enajenación que Hitchcock muestra en la escena onírica y que le hace terminar en un hospital psiquiátrico.

Son hombres que huyen porque pierden el control sobre sí mismos. Después pretenderán recuperarlo controlando y sometiendo a su vez a mujeres sobre las cuales creen inconscientemente tener algún derecho de posesión.

Ellas son las dobles, mujeres idénticas a las fallecidas, convertidas en objeto fetichista por parte del hombre traumatizado, que las utiliza en un proceso de sustitución para tratar de resucitar un fantasma, de burlar a la muerte. Por supuesto, en Vértigo y en su sustrato literario directo esa muerte es ficticia y la doble no es tal, sirviendo al Macguffin que representa una trama criminal, pero el proceso opera en igual sentido y la obsesión masculina ocupa el primer plano.

La original siempre es (o termina convertida en) una mujer idealizada capaz de sublimar el sentimiento amoroso del hombre de turno. Es muy llamativo que en casi todas las versiones cinematográficas, también en Bruges-la-Morte, se trate de mujeres rubias o de pelo más bien claro, siguiendo el estereotipo instalado en las sociedades occidentales desde hace tanto tiempo. Mientras tanto las dobles son copias desvirtuadas, mujeres de trazo más vulgar, de vida y oficios de dudosa reputación, cuando no directamente prostitutas. También de pelo más oscuro en general, y en el caso de Bruges-la-Morte, teñida.

Incluso las Judy y Renée de Vertigo y D’entre les morts representan también copias desvirtuadas, a pesar de tratarse literalmente de las mismas mujeres que Madeleine. Por supuesto, ésta es una construcción idealizada para seducir a los respectivos protagonistas, pero la diferente percepción ante la misma persona también pone de manifiesto de manera inequívoca el proceso de idealización que sufre aquello que creemos perder y/o resulta inalcanzable y que acaba convirtiendo a estas mujeres perdidas en objeto de perenne frustración masculina.

El combo que resulta de la idealización del original e intento de réplica en la doble conduce a una inevitable cosificación y proceso de sometimiento de la mujer, despojando su alma para quedar convertida en una imagen, en una estatua viviente. «No veía en ella a una mujer, a un ser humano», dice el protagonista de L’angelo bianco. De esta manera, la profusión de comparaciones artísticas a las que recurren estas obras es llamativa. Para empezar, la pieza teatral de Ciconi es brutalmente explícita cuando la doble pide explicaciones al hombre que se ha quedado ensimismado con ella: “Yo no he venido en busca de una mujer”, dice Paolo; “¿Pues de qué entonces?” inquiere Rita; “De una cosa, de una estatua de carne», sentencia él. En el caso de Bruges-la-Morte, la esposa fallecida es descrita como un cuadro que se va desvaneciendo mientras su sustituta es calificada como efigie. En su adaptación, Más allá del olvido, el retrato de la fallecida gravita sobre todo el metraje, sirve de imagen de entrada y salida de la película, y del Carril llega a situarlo literalmente encima de su doble, como si fuera una imagen, un peso, que no se puede sacudir. Hay otro retrato en Vertigo, que no es de Madeleine, sino del supuesto antepasado cuyo espíritu la poseería, pero aporta elementos de fijación fetichista, como el ramo de flores y el moño en forma de remolino. Por su parte, la novela de Boileau-Narcejac es un festival de referencias en el cual Madeleine aparece como modelo para «pintar aquella esbelta silueta que el sol enmarcaba con trazos brillantes sobre un fondo muy pálido de casas rococó», también como «un retrato, una de esas mujeres que el genio del artista ha inmortalizado», o bien como un «rostro de estatua», mientras el peinado «daba al retrato de Madeleine la serena gracia de un Vinci», cuya réplica en la doble serviría para «modelar la cabeza de una estatua».

El elemento argumental más definitorio de estas historias posiblemente sea la vertiente Pigmalión de los diferentes hombres manifestada en el proceso de reconstrucción de la mujer original a partir de la doble, intento de resucitación que también evoca la tentativa de Orfeo por rescatar a Eurídice del inframundo, como explícitamente menciona D’entre les morts, igualmente un intento inconsciente de control y posesión mediante la anulación de la identidad. Y es un proceso altamente fetichista en el que entran en juego determinados elementos estéticos, dando continuidad a esa cosificación femenina que a la postre aboca estas potenciales relaciones al fracaso.

En ocasiones es el pelo, que Judy acepta teñirse y peinarse en Vertigo, o que Hughes Viane ruega a Jane Scott no dejar de tintarse en Bruges-la-Morte para que siga pareciéndose al de su esposa fallecida. Igualmente Flavièrs invita a Renée a que se tiña de caoba en D’entre les morts. Y también Mónica en Más allá del olvido asume el cambio de peinado y la renuncia al maquillaje que reclama Fernando. “¿Por qué has querido verme así?” pregunta ella. “Para que no seas tú”, le responde él.

Pero el atuendo es el elemento más habitual para materializar la transformación, ya desde La statua di carne, quizás la más vaga al respecto, donde se menciona el vestido blanco con el que Paolo viste a la sustituta, de igual descripción al que portaba la fallecida. Flavièrs y Scottie compran vestidos similares a los portados por las Madeleines, como parte del proceso de reconstrucción en D’entre les morts y Vertigo. Sin embargo, cuando se trata las mismas prendas que usaban las fallecidas, quizás ese punto en el cual la copia entra en contacto directo con el original, el efecto es directamente funesto. Como esos vestidos que Viane hace probar a Jane Scott en Bruges-la-Morte o el protagonista de Daydreams a la actriz. Similar resultado se obtiene cuando es la propia sustituta quien toma esa iniciativa para provocar una reacción en el hombre, sea la bata de seda en La statua vivente, o el icónico vestido blanco de Más allá del olvido. La imposibilidad de recrear completamente el original queda entonces al descubierto, o la doble no soporta la total anulación de su personalidad bajo el manto del original, o bien resulta imposible mantener en el tiempo la ficción de esa idealización.

Esos elementos conservados de la fallecida tienen siempre un gran poder fetichista. En Bruges-la-Morte Viane mantiene una habitación a modo de museo necrófilo en la que guarda retratos, reliquias y muy especialmente la trenza de pelo de la fallecida, «el espíritu mismo de la muerta», igualmente elemento central en Daydreams, cuya profanación conduce a la tragedia. También Más allá del olvido recrea esa habitación, el dormitorio restringido al cultivo de la dolorosa melancolía del viudo Fernando, y cuando Mónica viole el santuario se mostrará en plano aberrante. En La statua vivente, Paolo conserva la barraca que había arreglado junto a su mujer y que se aparece rodeada de bruma, como salida de un sueño, cuando la doble escenifica su encarnación de la fallecida. D’entre les morts hace especial hincapié en el mechero dorado de Madeleine, mientras que en Vertigo un colgante acaba siendo el elemento delator que rompe el breve encantamiento.

De hecho, a veces hay un punto de equilibrio, extremadamente frágil, en el cual la nueva pareja —o más bien el hombre— parece contentarse, y que el peso del pasado acaba por romper. Si en Vertigo es ese momento en que culmina la reconstrucción de Madeleine, cuyo aura fantasmal ya nos anticipa su poca consistencia, en Bruges-la-Morte se extiende durante bastante tiempo, mientras Viane controla sus pulsiones fetichistas y disfruta de la reencontrada carnalidad en la doble. Sin embargo, en Más allá del olvido apenas dura el instante previo a que Mónica reciba el puñal lanzado por su antiguo empleador/explotador.

Nunca llega a haber posibilidad de final feliz para la doble, salvo para la mujer de La statua di carne, de alguna manera víctima también de un integrismo moral al que debe someter su individualidad. Las más de las veces perecen a manos del hombre obsesionado con su parecido físico, aunque en L’angelo bianco y Más allá del olvido se trata de otro hombre de su pasado quien propicia su perdición, la mentada figura del lanzacuchillos, en el segundo caso como directa mano ejecutora. Por su parte, la chica de alterne de Le Grand Jeu debe marcharse incapaz de competir con el recuerdo de la original, como debe hacer lo propio la prostituta de La Belle de nuit, a quien ni siquiera le conceden la posibilidad de culminar su historia de amor con un joven de familia burguesa.

Y es que no parece haber lugar en la sociedad para estas sosias, como si fueran un elemento antinatural. De hecho, en Bruges-la-Morte la doble actúa en la ópera Robert le diable como parte del ballet de las monjas, encarnando a una criatura resucitada, escena también recreada en Daydreams, donde vemos cómo es finalmente conminada a volver a su tumba. Serían así seres de perfil diabólico, cualidad que Más allá del olvido hace particularmente visible con una magistral dicotomía visual, llevándonos desde la muy pictórica imagen del cadáver de la fallecida, recordemos, de nombre Blanca, vestida con su traje del mismo color como si irradiase luz y pureza, a la presentación de la doble, primero de espaldas, luego emergiendo de la oscuridad de un escenario, demasiado maquillada, para finalmente quedar enmarcada por unos cuchillos en llamas, en una evidente evocación demoníaca.

Es interesante comprobar también el papel que juega la religión, otro elemento de represión que emerge en varios de los relatos. En La statua di carne es un trasfondo que lleva el conflicto a una cierta esquizofrenia, puesto que el fetichismo que suscita en el conde Paolo el descubrimiento de la doble entra en contradicción con su aspiración a un amor de pureza espiritual, que ya simboliza el nombre de la fallecida, María. La doble tendrá que asumir así una vida de renuncia, y el acto de oración en presencia de un fraile será la prueba de su aptitud para poder aspirar a un futuro con el protagonista. En La statua vivente no hay una mención explícita, pero podríamos interpretar que la moral religiosa está en el trasfondo de la tortura psicológica que sufre Paolo, ya que habiendo renunciado por amor a mantener relaciones sexuales antes del matrimonio con su prometida, ésta ha muerto incólume justo después de la boda, de manera que follar con Rita sería como desvirgar a traición a su idolatrada esposa. Y recordemos que junto a su precedente literario, La statua di carne, se trata del único relato en el que no hay acceso carnal con la doble.

Rodenbach por su parte nos presenta su Brujas como un lugar de moral asfixiante que obliga de manera implícita a Hughes Viane a mantener a Jane Scott como una querida en un alojamiento fuera de su casa, preocupado por el concepto de pecado ante la fallecida por sus relaciones con la doble, y cuyas campanas en el cierre no sólo repican por su vuelta a la condición de muerto en vida que le coordina con la ciudad, sino también por la eliminación del elemento inmoral. Esta asfixia vendría reproducida en modo laico en Más allá del olvido por un movimiento en dirección opuesta, ya que Fernando sí se casa con la doble y además la lleva a su mansión, que parece salida de Rebeca (Alfred Hitchcock, 1940), un espacio que se hace lúgubre y opresivo por su hábito de bajar la intensidad de las luces para fundir mejor recuerdo y realidad presente, y cuya profusión de espejos multiplica la obsesión por la duplicidad. A su vez, Vértigo termina de igual manera que Bruges-la-Morte, con el repique de campanas. Aquí la presencia de la religión es más difusa, pero no deja de aparecer como trasfondo, en las visitas al cementerio o la misión, y la aparición de la monja es el resorte final de culpabilidad que empuja a Judy al abismo.

De hecho, ninguna película como Vertigo ilustra con tanta fuerza el doble proceso de desesperación y liberación que supone el sacrificio femenino para el hombre, con ese intrigante plano final de Scottie en lo alto del campanario, finalmente curado de su trastorno de equilibrio y enfrentado a su propio abismo. Pero también es particularmente iluminador el cierre de La statua vivente, en el cual el cuerpo de Paolo eclipsa totalmente el de Rita según la está estrangulando, de manera que la doble abandona la pantalla para no volver a aparecer más. Ella ya no importa, ya no existe, sólo era un vehículo para examinar la neurosis masculina. La evidencia final de que el hombre es el centro del relato, mientras el oxímoron femenino que representa el concepto de estatua viviente ha llegado a su inevitable y fúnebre disolución4.

Notas:

1 Se produce así una duplicidad también en el personaje masculino de La statua di carne, que incluso es tratado de resucitado en algún momento de la obra.

2 Es muy curioso cómo se manifiesta el reencuentro entre el detective y la falsa doble en D’entre les morts, ya que Flavièrs la distingue fugazmente en un noticiario de cine, que luego revisa obsesivamente. Así, la condición voyeurista del protagonista sólo queda reforzada en un gesto también muy cinematográfico, ya que es a través de los fotogramas como aparece el fantasma, abundando en el carácter espectral de los cuerpos capturados por la cámara. Curiosamente Vertigo renuncia a este resorte argumental, quizás por conveniencia dados los cambios operados en la historia, pero tampoco parece que Hitchcock fuera muy amigo de escenas tan explícitamente metalingüisticas.

3 Y lo más cruel para Scottie es quizás darse cuenta de que ni siquiera esa idealización era suya, sino la de otra persona, el marido asesino, que ha construido un simulacro de mujer para embelesarle.

4 Para abundar en esta temática, resulta tremendamente iluminador el texto firmado por Monserrat Morales Peco titulado El doble exterior como vía de recuperación de la amada muerta en Bruges-la- Morte de Rodenbach, Sueurs froides: D’entre les morts de Boileau y Narcejac y Vértigo de Hitchcock (Çedille. Revista de Estudios Franceses, núm. 2, 2011, pp. 49-82, Asociación de Francesistas de la Universidad Española), en el que analiza en profundidad los paralelismos entre las tres obras mencionadas en su título.

Tomado de: Miradas de cine

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