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Brasil: ¿Año nuevo?

Luc Descheemaeker (Bélgica)

Por Eric Nepomuceno

Llevamos nueve días de 2022, pero la verdad es que, al menos en este Brasil destrozado, seguimos como en los peores momentos de 2021, el año maldito que parece no terminar nunca.

La pandemia de covid enfrenta un nuevo brote, esta vez de la variante Omicron, pero nadie sabe de qué proporciones. Hospitales públicos y privados reciben legiones de pacientes, no conozco a nadie que no tenga algún caso en la familia o en gente cercana, pero el verdadero número de infectados es desconocido.

Además hay una nueva epidemia de influenza, un tipo muy severo de gripe, que también lleva a internaciones en hospitales.

Los más atentos y que pueden pagar por un test de covid buscan frenéticamente por farmacias y laboratorios clínicos. Los demás no tienen a quien o adónde acudir: no hay ninguna acción del gobierno para expandir el testeo, las personas que tienen recursos actúan por iniciativa propia, las demás quedan al sabor del viento.

El ablandamiento de medidas mínimas de restricción en el fin del año que no acabó causó efecto: en la ciudad de Río de Janeiro, por ejemplo, la proporción de diagnósticos confirmados en el testeo aumentó de 0,7% de principios del pasado diciembre para 46% en esta primera semana de enero.

Todo eso ocurre mientras dos otros factores aumentan la preocupación general, pero muy especialmente de médicos y funcionarios de salud.

El primer factor es la falta de datos actualizados de la pandemia y que servirían para la elaboración de análisis concretos sobre los casos de internaciones, contagio y óbitos, además de saber cuáles son las localidades más afectadas y la edad con mayor incidencia de Covid.

A raíz de esa falta los médicos y científicos responsables no tienen cómo elaborar informes que servirían de base para establecer acciones.

La causa de esa confusión está en la acción de hackers en el sistema de información del ministerio de Salud. Ocurre que esa acción se dio el 10 de diciembre, y pasado un mes nadie en el ministerio o en el gobierno logró sanar el problema. Parece increíble semejante ineptitud, pero así es.

Hay fuertes sospechas de que el hacker en cuestión sea alguien del mismo ministerio. Es que la salida de los datos hacia el espacio coincidió con otra ofensiva del presidente Jair Bolsonaro y de su ministro de Salud contra la exigencia del llamado «pasaporte de vacuna», o sea, que para ingresar o frecuentar determinados lugares sea obligatoria la presentación del certificado de vacunación.

Al hacer desaparecer el registro de vacunados, el hacker llevó todo el resto para el espacio. El ministerio asegura que los datos fueron preservados, pero nadie logra acceder a ellos y menos aún actualizarlos.

Tanto el ultraderechista mandatario como su ministro son radicalmente contrarios a la exigencia del “pasaporte”, pero nada pueden hacer: por determinación de la corte suprema de Justicia, la palabra final las tienen alcaldes y gobernadores. Y la inmensa mayoría aprueba la medida.

El otro factor determinante para que el cuadro preocupante se fortalezca está en la acción de Bolsonaro.

Pese a la nueva crisis, él sigue en campaña permanente contra la vacuna y toda y cualquier medida de prevención. Junto a su ministro de Salud, pone especial énfasis en dar combate a la vacunación de niños entre 5 y 11 años.

A mediados de diciembre la agencia reguladora de Salud aprobó la medida, pero el ministerio de Salud recién la autorizó el pasado día 5, a raíz de la determinación del Supremo Tribunal Federal.

Con eso se retrasó la compra del inmunizante y, como consecuencia, de su aplicación, que recién empezará a fin de mes y en escala muy por debajo de lo que podría y debería ser.

Bolsonaro seguirá promoviendo aglomeraciones, poniendo en ridículo medidas básicas de protección, como el uso de barbijos, descalificando la vacuna, retrasando su compra, tratando por todos los medios de sabotear su aplicación. Su conducta será seguida por su fidelísimo ministro de Salud.

Pese a tal actitud criminal, 67% de la población brasileña adulta ya se vacunó. Y eso significa, entre otras cosas, que cada vez más Bolsonaro se dirige especialmente al núcleo más duro de sus seguidores más radicales, y es cada vez menos oído por la inmensa mayoría de la población.

El problema, entonces, no se resume a lo que él dice o deja de decir, pero sí a lo que él hace –promover aglomeraciones, incentivar la ignorancia– y lo que deja de hacer: comprar inmunizantes para todos.

Sí, sí: vamos por el noveno día de 2022, y surgen claras señales de que el año solo será nuevo a partir del domingo 2 de octubre, cuando ocurrirán elecciones presidenciales.

Será un largo tiempo de tensiones y peligros, tal como estaba previsto.

Lo que nadie puede prever es su dimensión. Al fin y al cabo, Jair Bolsonaro no es un caso para analistas y científicos políticos: es para psiquiatras.

Tomado de: Página/12

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Bradley Cooper, el actor que no quiere ser galán romántico

Bradley Cooper. Fotograma del filme El callejón de las almas perdidas (Estados Unidos, 2021) de Guillermo del Toro

Por Geoffrey Macnab

Un «fenómeno circense» un hombre que ha perdido todo respeto por sí mismo, una criatura patética y desesperada, vuelta loca por la pena o el trago. Se lo mantiene vivo como a un animal, en una jaula, y sólo se lo deja salir para que los asistentes que pagaron puedan ver la humanidad en su forma más degradada. Aliméntalo con una gallina viva y se la comerá cruda. Acércate demasiado y te golpeará.

Stanton “Stan” Carlisle, el estafador interpretado por Bradley Cooper en El callejón de las almas perdidas, el nuevo thiller de Guillermo Del Toro, está fascinado con los «fenómenos». ¿Podría él caer tan bajo? Esa es claramente la pregunta que se hace cuando mira con semejante fascinación a una de esas almas perdidas en el comienzo de la película. Él también es una figura completamente despreciable, una escoria que traiciona a todo aquel con el que entra en contacto.

El callejón de las almas perdidas es la más reciente en una larga fila de películas en las que Cooper, uno de los actores más carismáticos de Hollywood, ha encarnado personajes que han caído profundos en el lado oscuro. El actor parece atraído por lo disfuncional. Se deleita interpretando alcohólicos, delincuentes o maníaco depresivos: cualquiera que sufra estrés post traumático o que esté consumido por el autodesprecio.

En la remake del clásico noir, que está ambientada en la era de la Gran Depresión, todos se dan cuenta de que Stan es una pieza fallada. La lectora de tarot Zeena the Seer (Toni Collette) lo percibe instantáneamente pero de todos modos se siente atraída por él. La psiquiatra Lilith Ritter (Cate Blanchett), ella misma una figura profundamente corrompida, también lo ve. Hay una escena maravillosa en la que Cooper y Blanchett se miran el uno al otro con una mezcla de lujuria y desprecio. «Sé que no sos buena porque… yo tampoco lo soy», le susurra él a ella, reconociendo su propio reflejo retorcido en la dama.

Hay una tensión de masoquismo en Stan. Aunque explota a todos los que lo rodean, casi que anhela ser descubierto, ser expuesto como el fraude, arrastrado e impostor que, en lo profundo, él siente que es.

El lado negativo de interpretar protagonistas tan poco simpáticos es que te arriesgás a atemorizar y expulsar al público. En Estados Unidos, los espectadores han rehuido a El callejón de las almas perdidas en favor de la nueva película de El Hombre Araña, que tiene un protagonista masculino mucho más saludable en la forma del Peter Parker de Tom Holland. De cualquier modo, Cooper entrega otra de sus performances inmensamente sutiles y pletóricas de capas. Se puede entender exactamente por qué Stan inspira semejante ambivalencia en quienes se encuentran con él. Tiene una cualidad de «chiquitito perdido» que le cuesta resistir incluso la gente curtida de la caravana. Pero no se dejan engañar por él. Como lo dice Willem Dafoe, que interpreta al director del circo, «Hay algo que no está bien en este tipo. Este tipo es un poco raro».

Cooper muestra una mezcla similar de encanto y disgusto, esta vez alivianada con mucho más humor, en su otra película nueva, Licorice Pizza, de Paul Thomas Anderson. Ahí interpreta al real productor de Hollywood y expeluquero Jon Peters, supuestamente el modelo para el ultraseductor Warren Beatty en Shampoo (1975). Aunque el personaje de Beatty era cautivador al mismo tiempo que libidinoso, el Jon Peters de Cooper es un depravado no deconstruido. Intenta seducir a toda mujer con la que se cruza, incluida la mucho más joven Alana (Alana Haim) cuando ella está manejando y por eso no puede evitarlo con facilidad. En un momento se lo muestra acosando mujeres que caminan por la calle, con su lascivia desenfrenada.

Una mirada a la carrera de Cooper permite entender que se ha convertido en una estrella de las grandes sin interpretar casi a protagonistas masculinos convencionales o simpáticos. «La cámara lo ama… Me recuerda un poco a Paul Newman, particularmente alrededor de los ojos y en el modo en que es agradable pero también tiene una inteligencia muy veloz», le dijo Liam Neeson a The New York Times cuando trabajó con él en Brigada A: Los magníficos (2010). En ese momento, la conversación era sobre «la gracia y el sex appeal» de Cooper. Él acababa de tener un éxito enorme interpretando al tosco e irresponsable maestro Phil Wenneck en la graciosísima comedia de chabones ¿Qué pasó ayer?  (2009), dirigida por Todd Phillips.

Los personajes que Cooper ha elegido interpretar invariablemente tienen fallas e inseguridades profundamente enraizadas. En la exitosa remake de Nace una estrella (2018), que también dirigió, era una estrella de rock magnética y fachera, pero también un alcohólico y drogadicto que en el final de la película se suicida. En El lado luminoso de la vida (2012), en la que trabajó con Jennifer Lawrence, era un divorciado que sufría de trastorno bipolar. En Una buena receta (2015) era Adam Jones, un chef apuesto pero volátil, a lo Anthony Bourdain, que luchaba para manejar problemas de adicciones.

Una película que demuestra por completo en enorme rango actoral de Cooper es Limitless (2011), de Neil Burger. Ahí interpreta a Eddie Morra, un aspirante a novelista sin un centavo que sufre de bloqueo de escritor y que vive en un departamento sórdido del que ni siquiera puede pagar el alquiler. Su novia (Abbie Cornish) lo abandona. Está tocando fondo cuando un viejo conocido que se encuentra por casualidad en la calle le da una píldora que hace que su cerebro funcione a la máxima capacidad. Él se asea, se reúne con su novia y se convierte en un hombre de mundo luchador y que busca emociones fuertes.

Es una idea trillada, otra relectura más del concepto de Dr. Jekyll y Mr. Hyde, y del Profesor Chiflado, del nerd que se convierte en el macho alfa. Muy pocos actores más, sin embargo, podrían haber manejado la transformación con la misma facilidad y gracia que Cooper. Resulta igualmente convincente como el don nadie dependiente que siente lástima por sí mismo que empieza la película tanto como el prototipo de dueño del universo en el que se convierte.

Esa dualidad está en muchos de los roles siguientes de Cooper, incluido El callejón de las almas perdidas. Él es extraño que también es uno de los pibes; el tipo común que se convierte en una máquina asesina en Francotirador (2014), de Clint Eastwood; el canalla agente del FBI, tan corrupto como el estafador que está investigando en Escándalo americano (2013).

Puede que Cooper le haya puesto la voz a Rocket Racoon en Guardianes de la galaxia, pero no se ha vendido más allá de eso. Tiene una carrera floreciente como productor de películas como Amigos de armas (2016) y Guasón (2019), y recientemente firmó para dirigir y aparecer en una nueva biopic de Netflix sobre Leonard Bernstein, el compositor de Amor sin barreras. Él no es exactamente una estrella cinematográfica reticente pero, a lo largo de su carrera, siempre ha estado en contacto con su ñoño interno. Es por eso que incluso cuando a películas como El callejón de las almas perdidas no les va bien en la taquilla, su credibilidad no se ve afectada. Para cada actor de método con amor propio como Cooper, los fallos son siempre tan importantes como los éxitos. Se aprende mucho más de la humillación que de los triunfos.

*De The Independent de Gran Bretaña. Especial para Página/12

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Los efectos psíquicos que provoca el abuso sexual en la infancia

Bettina Calvi. Psicóloga argentina

Por Oscar Ranzani

La doctora en Psicología Bettina Calvi indagó a lo largo de su extensa trayectoria como psicoanalista la grave problemática del abuso sexual contra niños y niñas. De hecho, su tesis de doctorado fue “Efectos psíquicos del abuso sexual en la infancia”. Como consecuencia de haber escuchado a niños, niñas y adolescentes, Calvi se ha formulado numerosas preguntas. Muchas de ellas intenta reflexionarlas en Los sonidos del silencio en el abuso. Lecturas clínicas con niñas y niños (Lugar Editorial), donde se permite repensar el traumatismo y el impacto que produce. ¿De qué manera se ve afectada la subjetividad ante el trauma de un abuso sexual en la infancia? “Es bien complicado explicar la magnitud del impacto en el psiquismo de una niña o un niño frente al abuso. La mejor forma de graficarlo es pensar en un tsunami o en un terremoto, cómo queda un espacio después de una catástrofe como esa. Así queda el psiquismo infantil luego del abuso”, grafica Calvi en una entrevista de Página/12.

Ese impacto traumático varía si la víctima es un niño de 2, 3 años o de 7 u 8?

El abuso es arrasador, fuertemente traumático a cualquier edad. No importa si ese niñe tiene 2, 3, 4, 6, 10 o 15. Siempre esta afectación de la que estamos hablando es singular; es decir, depende del momento en que encuentra esta catástrofe a ese chiquito, a esa chiquita o a esa adolescente. Es decir, en qué trabajo psíquico estaba esa persona en ese momento y, además, de la respuesta del entorno. De lo que no cabe duda es que siempre significa un impacto traumático grave.

¿Cómo impacta en la víctima ese espurio pacto de silencio al que lo obliga el agresor?

Esa es uno de los sesgos más particulares y más complejos de esta problemática que en sí misma es terrible y que, lamentablemente, tiene una incidencia altísima, mucho más de la que creemos. El tema es que por más que el abuso no salga a la luz en el momento en que se produce, ese profundo cataclismo en el psiquismo se hace escuchar de alguna manera.

¿Cómo se hace escuchar?

De múltiples formas de acuerdo a la singularidad subjetiva y a la historia de cada niño, cada niña y de los recursos de cada uno, pero aparecen marcas en el cuerpo, aparecen diferentes síntomas en cada una de las áreas de la subjetividad. Esos síntomas son totalmente diversos. Por supuesto que hay indicadores establecidos que permiten reconocer algunos de esos síntomas, como los que aparecen más frecuentemente en estos casos, pero no hay manuales estandarizados.

¿Por qué la mayoría de los abusos son intrafamiliares?

Porque le resulta mucho más fácil al abusador acercarse al niñe en una relación de confianza y en una relación —y esto es lo terrible— afectiva. Por eso destruye la lógica infantil porque aquel que debería protegerlo es quien lo está agrediendo. Además, ¿cómo desconfiar? Le cuesta al niñe caer en cuenta de que eso que le están haciendo está muy mal porque se lo está haciendo alguien con quien está unido afectivamente.

¿Por qué suele suceder que una madre cuyo hijo o hija ha sido abusado sexualmente por su pareja trate de desmentir el hecho?

Es muy interesante esto que pregunta. Muchas veces se sostiene que hay muchas falsas denuncias en relación al abuso sobre niños. Y, en realidad, muchas veces a las madres les resulta muy difícil creer que sus parejas, alguien a quien ellas quieren, pueda ser capaz de dañar de esta manera a su hije. Muchas veces es un mecanismo inconsciente; o sea, desmienten el hecho. Prefieren pensar que eso no puede ser. La cuesta porque realmente es enloquecedor. Entonces, les cuesta mucho caer en la cuenta de que eso es real, que su niño, o su niña está profundamente afectado por un acto de este adulto, que es su pareja, que no ha dudado en utilizar a ese niñe como objeto para obtener placer sexual.

¿El abuso sexual en niños es siempre también un abuso de poder?

Siempre. Es un abuso de poder porque involucra a la asimetría. Siempre se trata de un adulto o de alguien que está en una posición de poder y de saber respecto a la sexualidad. Entonces, siempre hay asimetría.

¿Por qué es un error ubicar psicopatológicamente al agresor? ¿Es tal vez una manera de quitarle responsabilidad?

Sí. Ya no es tan frecuente pero todavía se escucha que los agresores son personas totalmente fuera de la realidad, o son psicópatas que andan seleccionando sus víctimas como en una película yanqui de suspenso. O que son adictos profundos. Y, en realidad, si nos fijamos un poquito simplemente en lo que aparece como noticias al respecto en el campo social encontramos que no hay un perfil del abusador. Hagamos memoria: por ejemplo, el cura Grassi, Darthés, más todos los que vemos a diario, personas dentro de nuestro propio campo psi que han sido muy reconocidas en el estudio de la violencia y demás, sin embargo, luego se han conocido sus historias como pedófilos. No hay un perfil. Son varones en un posicionamiento absolutamente patriarcal, perversos en el sentido de un concepto amplio de perversión, que conocen la ley, pero aun así la transgreden para lograr ese goce que están buscando en el cuerpo de les niñes. Usan a les niñes sin importar los efectos que provocan en ellos.

¿En qué difiere si el perpetrador es un adolescente y no un adulto?

Es bien problemático el tema. Yo creo que en lo que difiere es que cuando se trata de un adulto es un delito que debe ser castigado y debe tener una condena porque eso es parte del resarcimiento para las víctimas. Pero cuando se trata de un adolescente, si bien el abuso existe, el abordaje tiene que ser distinto porque estamos hablando de alguien que aún es un menor de edad también. Entonces, también le cabe la ley de protección integral de niños, niñas y adolescentes. Entonces, hay que hacer un doble abordaje para la víctima, sanción también para el agresor, pero ese adolescente también debe ser atendido en relación a lo que es: un adolescente que, por alguna razón, está en esa posición. Habrá que investigar y habrá que evaluar. Pero hay muchas más posibilidades de que haya un tratamiento y una modificación en la posición subjetiva de ese chico con tratamiento. Muchas veces se trata de pibes que han sufrido en sí mismos abusos anteriormente.

Tomado de: Página/12

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«Get Back», el documental definitivo sobre The Beatles

Por Eduardo Fabregat

¿Existirá en la historia del rock alguna banda más analizada, visualizada, puesta bajo la lupa y el microscopio que The Beatles? El peso específico de lo que inventaron Paul McCartney, John Lennon, George Harrison y Ringo Starr dio pie a horas y horas de material audiovisual, ríos de tinta, millones de caracteres, decenas de teorías, análisis y modos de contar e interpretar la historia. Y sin embargo, a más de medio siglo de la separación y después de todo eso, tuvo que llegar 2021 para que el público entre en contacto con el documental definitivo, la obra que clausura todo relato alrededor de la banda de Liverpool. Se llama The Beatles: Get Back, lo dirigió Peter Jackson, de visión obligatoria. Porque no es un recuento de la historia. Es la historia sucediendo ante los ojos y oídos de quien se sumerge en la experiencia.

Aun conocido, hay que repasar el contexto: en 1969, el director Michael Lindsay-Hogg se propuso retratar el proceso de creación de un disco y un especial televisivo, pero el asunto no terminó bien. La primera mala elección fue el lugar: alejado de todo ámbito conocido por los músicos, el hangar de Twickenham no era el lugar más amigable para una banda que apenas surfeaba los efectos de años demasiado intensos. Las horas pasaban, crecían las tensiones y finalmente el cuarteto —que durante cinco días se convirtió en trío por la deserción de Harrison— canceló esa idea y se mudó a un estudio aún en montaje en el sótano de Apple Corps. Allí las cosas volvieron a encarrilarse, aunque Lindsay-Hogg nunca encontró el tono adecuado para semejante historia.

La conclusión de esa historia es igualmente conocida: el concierto en la terraza de Savile Row 3, la edición de Abbey Road (que en realidad se grabó después) y Let It Be, el final de la banda. Y una película bastante amarga, que cimentó la impresión de un final a los tortazos. Un epílogo demasiado oscuro para un recorrido tan luminoso.

Pues bien: el director de El señor de los anillos (entre otras cosas) vino a poner justicia. Y de la mejor manera: no tuvo que «lavar» ni ocultar nada, más bien lo contrario. Las 60 horas de filmación y 150 de audio que tuvo a disposición contaban la historia completa, reforzando el interrogante de por qué aquel primer director se inclinó tanto por las facetas más tristes y turbulentas. Había otra cosa para contar. Había otra cosa que se debía contar.

Y sin embargo, aunque parezca extraño con todo lo dicho, lo mejor de Get Back no es su revisionismo, su búsqueda del punto justo sobre lo que fueron los últimos tiempos de The Beatles. El mayor impacto de las siete horas y media del documental es la inédita posibilidad de ver en profundidad, con el mayor nivel de detalle, a cuatro tipos que cambiaron la música del siglo XX trabajando en la intimidad. El modo en que esos cuatro músicos habían naturalizado la genialidad: cuando se muestran las primeras ideas de canciones que se volverían eternas, el espectador no entiende cómo no surge el inmediato comentario de «¡¡uh, eso es buenísimo!!». No, ellos apenas asienten con la cabeza. A veces ni eso: un día Beatle normal. Y se suman, agregan capas, mejoran al otro, le dan forma a obras maestras como quien arregla una silla.

Paul llega a Twickenham, se toma un té, dice «estuve tocando algo anoche», se larga a hacer una base. Lennon toma la guitarra y empieza a tocar. George, siempre tranquilamente sentado junto a la batería, inescrutable, empieza a agregar cositas. Y de pronto la banda mete quinta y aparece «Get Back». Lennon y McCartney cantan una y otra vez «Two of Us», y se suma George, y le dan forma a una armonía vocal deliciosa. Tocan el esqueleto de «Maxwell Silver Hammer», y dicen «hay que conseguir un martillo y un yunque», y allá va Mal Evans (Mal Evans, ese otro quinto Beatle, transcribiendo todo lo que van zapando los boys) y lo consigue, y el yunque también viaja de Twickenham a Apple, mudísimo testigo de las barbaridades musicales que suceden alrededor. Ringo le da forma a «Octopus’s Garden» junto a George y Sir Martin. Paul se sienta al piano y toca unos acordes que van a ser «Let It Be». Cuando la frialdad del primer set de filmación congela la creatividad, John y Paul hacen lo que cualquier músico, ir al pasado lejano, a los tiempos de adolescentes componiendo sentados frente a frente (y de allí, ojo, sale «One After 909»), y se ríen de sus propias ingenuidades, cambian las letras, se mofan de sí mismos. Y disfrutan.

Ese evidente disfrute entre los compañeros viene a relativizar la consensuada teoría de que en 1969 todos se ladraban. Eso vendría después, con los desacuerdos contractuales que se terminaron definiendo por la vía judicial. En el pequeño estudio que los alberga, pura cercanía de artistas para quienes lo esencial siempre fue la música, todo empieza a fluir. La presencia del ingeniero Glyn Johns, siempre menos mencionado que George Martin en el canon, es otro soporte fundamental de lo que va apareciendo. La aparición de Billy Preston es el empujón final, la tranquilidad de tener a un tipo que es pura onda tocando el piano eléctrico y dejándoles a ellos la libertad de ser Beatles una vez más.

Esos Beatles que se ven en pantalla son auténticos. No están contaminados de análisis posteriores o rastreo de documentos. Y el grado de autenticidad llega al punto de las escuchas ilegales: cuando Harrison colma su paciencia por estar siempre afuera de esa férrea camaradería entre los principales compositores y se va, Lennon y McCartney sostienen una charla privada en la cafetería de Twickenham. Pero Lindsay-Hogg había colocado un micrófono en un florero, y Macca y Yoko autorizaron la desclasificación de semejante documento: la honestidad con la que analizan la dinámica interna del grupo, con la que entienden las razones de George (a pesar de los primeros chistes ante la renuncia, ese «Bueno, llamemos a Clapton, repartámonos sus instrumentos») y se proponen enmendar la situación, es una de tantas revelaciones que brillan en Get Back.

Y lo mismo sucede con la tan meneada cuestión de Yoko Ono. Sí, la artista japonesa es una presencia permanente en las sesiones, pero el documental de Jackson es, de algún modo, una reivindicación: al comienzo del segundo episodio, cuando Harrison está fuera y Lennon todavía no llegó a Twickenham, hay un tiempo muerto en el que Paul, Ringo, Linda Eastman y algunos colaboradores charlan de bueyes perdidos, analizan el difícil momento. Y McCartney dice que a él Yoko le cae bien, que no le resulta una molestia que esté allí, que entiende que estén enamorados y quieran estar juntos. «El problema no es Yoko, el problema en todo caso es el grado de compromiso que queremos tener nosotros, o que ya no tenemos un papá que nos diga ‘estén en la sala de ensayo a las 9, y sin novias’. En 50 años esto va a ser increíblemente cómico, que se piense que nos separamos porque Yoko se sentó en un amplificador.»

Get Back demuele mitos con la naturalidad y el grado de verdad que ofrecen los protagonistas en el momento en que sucedían las cosas. Si Let It Be recortó la tensa situación en la que Harrison lo fulmina a Macca con la mirada mientras tira «bueno, decime qué querés que toque y listo», Get Back presenta todo el diálogo, que comienza con el mismo Paul admitiendo que a él también lo pudre ponerse en jefecito, que sólo quiere que sigan creando cosas juntos, que sigan teniendo entusiasmo.

Y abundan las incredulidades, la banda tocando «Jealous Guy» cuando aún se llamaba «Nature Boy» o probando algo que trae Harrison llamado «All Things Must Pass» (y se entiende la frustración de George porque la canción no sea considerada). El origen de  «Get Back» como canción de protesta por los movimientos anti inmigración en el Reino Unido —y parece que el tiempo no hubiera pasado—, las zapadas de canciones que quedaron en el archivo, los diálogos casuales sobre todo lo vivido en los años precedentes, que fueron pocos pero abundaron en experiencias. Un pequeño debate sobre la utilización de Northern Songs, la editorial con la que intentaron mantener el control sobre su obra. Las lecturas irónicas de notas periodísticas. La aparición en el horizonte de Allen Klein, el agente de The Rolling Stones que ardía en deseos de manejar a The Beatles. El rol de Alex Mardas, Alex el Mágico, que prometía un estudio ultramoderno pero resultó un vendehumo capaz de darles un prototipo de guitarra-bajo con mástil giratorio que Lennon muestra entre risas. «Freakout», la desquiciada zapada entre Lennon, McCartney y los gritos primales de Yoko…

Si McCartney 3, 2, 1, la notable serie de charlas con Rick Rubin que Star+ estrenó también este año, permitió apreciar varios de los trucos que la banda puso en juego para inmortalizar semejante música, el film de Peter Jackson opera con un grado de veracidad aún mayor. Ya no se trata de determinar, revisar, recordar quién hizo qué cosa o cuándo: todo está allí, a la vista, con músicos que en varios momentos logran olvidar que están siendo filmados todo el tiempo, se acorazan en una usina de creación que nunca había sido expuesta de esta manera. Y boludean. Y se ríen. Y juegan con el sonido, con las voces, con los instrumentos, con su conocimiento de la obra de sus propios ídolos, a la que revisitan en zapadas espontáneas, precalentamientos antes de meterse por enésima vez a terminar de sacar cosas como «I’ve Got A Feeling» o «Don’t Let Me Down». Y sí, también discuten, porque está claro que la idea no es pintar todo de rosa sino de dar cuenta, de una vez y para siempre, que eran seres humanos con sus falencias y neurastenias, pero el arte terminaba encima de todo.

Por supuesto, todo termina con aquel show en la terraza, la última aparición pública de la banda que trastornó la música del siglo XX y el que vendría (y la paz del barrio: las imágenes intercaladas con opiniones de personas en la calle y el diálogo con la policía en Apple, «si no bajan el volumen voy a empezar a detener gente», son un festín). Pero incluso ese concierto tantas veces visto resulta resignificado. Lo que se vio en su momento como un acto de compromiso de una banda en las últimas se convierte en la conclusión de días y días de creación, intercambio, enriquecimiento mutuo, superación de problemas esperados e inesperados. También por eso, The Beatles: Get Back se erige como el documental definitivo. La posibilidad de, ahora sí, entender cómo fue The End. Y en el final, el amor que consiguieron es igual al que supieron dar.

Tomado de: Página/12

Tráiler del filme Get Back (Reino Unido, 2021) de Peter Jackson 

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Sparks: «El tema que recorre toda la película es la pérdida del amor»

Ron y Russell Mael

Por Diego Brodersen

El entramado de hechos reales, en una versión compacta y simplificada, podría comenzar así: Ron y Russell Mael, miembros del dúo estadounidense Sparks desde su fundación a comienzos de la década de 1970, escribieron el tratamiento de una ópera rock titulada “Annette”, la historia del complejo y explosivo vínculo entre un comediante de stand-up exitoso y una celebrada cantante lírica, que sería acompañada del lanzamiento de un disco homónimo. Corría el mes de mayo de 2013 cuando los hermanos Mael, de visita en el Festival de Cannes, se encontraron con el realizador francés Leos Carax. El director de Mala sangre y Los amantes de Pont-Neuf había presentado el año anterior, en la competencia oficial de ese encuentro cinematográfico, su largometraje Holy Motors, que casualmente incluía una canción de los Sparks en la banda de sonido, “How Are You Getting Home?”, tomada del álbum de 1975 Indiscreet. ¿Y si el proyecto se reconvertía en una película musical con registro de los actores y actrices cantando en vivo? Así nació Annette, el idiosincrático y potente film de Carax y los hermanos Mael, protagonizado por Adam Driver, Marion Cotillard y una marioneta que hace las veces de hija de la pareja en la ficción.

Presentada como película de apertura del Festival de Cannes hace poco más de cuatro meses, Annette imagina el ascenso, varios tropezones y caída del romance entre Henry McHenry, ácido comediante con tendencias autodestructivas, y la soprano Ann Defrasnoux, pareja despareja transformada en la comidilla diaria de la prensa “del corazón”, en particular luego del nacimiento de Annette. Con sus diálogos imaginados como letras de canciones –a la manera del clásico Los paraguas de Cherburgo– y un estilo visual que salta del realismo a la fantasía sin solución de continuidad, Annette comienza a pleno canto, con todo el reparto y el equipo técnico y artístico en pantalla, caminando por las calles de Los Ángeles y entonando el tema de apertura “So May We Start”. Entre ellos, desde luego, están presentes Ron Mael y Russell Mael, autores del guion filmado por Carax. “Siempre quisimos hacer una película musical, pero antes no fue posible por diferentes razones”, afirma Ron Mael en una charla exclusiva con Página/12 con los integrantes de Sparks.

“En realidad, la intención de ese viaje a Cannes no tuvo que ver con Annette: la idea era avanzar con otro proyecto de película, llamada ‘La seducción de Ingmar Bergman”, continúa el músico, antes de acotar que “el encuentro con Carax fue simplemente social, para saludarnos. Pero al volver a Los Ángeles decidimos enviarle el tratamiento de Annette. Evidentemente, el proyecto lo tocó de alguna manera personal, porque su respuesta casi inmediata fue ‘quiero dirigir esta película’. Carax es un director tan personal que obviamente decidió darle su propia impronta al film. Sus películas siempre tienen un fuerte segmento musical, todas y cada una de ellas. Así que siempre supimos que él era la persona ideal; sabíamos que nos iba a sorprender”. Para su hermano Ron, “otro director hubiera hecho algo muy diferente, sin duda”, aclaración pertinente que la propia Annette confirma en cada una de sus escenas y planos.

¿Cuáles fueron los desafíos de crear un musical cinematográfico para adultos en tiempos en los cuales el género parece estar anclado en la fórmula de Broadway o la mirada retro?

Russell Mael: Es complejo. Existen todos esos musicales más clásicos, con muchas coreografías y un final feliz y motivador, con cientos de personas bailando en las calles. Siempre nos interesaron los musicales que no forman parte de ese estilo, como Los paraguas de Cherburgo, donde las canciones no quitan lo naturalista del estilo. Por supuesto, Annette no es precisamente naturalista, aunque definitivamente no es la clase de historia con un final feliz.

Ron Mael: De todas formas, a pesar de que la historia es por momentos bastante triste, esperamos que la experiencia artística sea movilizadora, desde un punto de vista cinematográfico y musical.

A lo largo de su extensa carrera han atravesado diferentes etapas con muy diversas influencias y estilos, desde el disco al rock de cámara. ¿Cómo fue el abordaje inicial para las composiciones de Annette? ¿Qué elementos cambiaron desde el proyecto original hasta la película tal y como existe?

Russell Mael: Estilísticamente, Leos estuvo desde un principio en sincronía total con nosotros respecto de cómo debían sonar las canciones. Nunca hubo ninguna discrepancia entre los puntos de vista. Leos es un gran fan de Sparks, desde que era muy joven, así que ese fue un buen punto de partida, y supongo que un elemento esencial para que se embarcara en el proyecto. En otras palabras, siempre estuvo cerca de nuestra sensibilidad musical y también en cuanto a las letras de las canciones, así que era claro que los temas no debían necesariamente pertenecer a un estilo específico, sino que habría una gran variedad. El tema de apertura es bien de banda grande, pero después hay piezas orquestales o cosas más de cámara, así que todo es muy variado. Siempre fuimos un poco camaleónicos, dándole lugar incluso a las incongruencias dentro de un mismo disco, así que creo que el abordaje para la película fue ese: no ser musicalmente cohesivos, aunque tratando de que esa mezcla de estilos tuviera una lógica en la totalidad.

Ron Mael: Tal vez el mayor cambio que tuvo lugar en el film terminado, cuando lo comparamos con el proyecto original, es la canción final, “Sympathy for the Abyss”, que Leos nos pidió que compusiéramos. También hay un tema que Marion canta en el medio de la nada, donde explica algo de su pasado. Esas fueron cosas que se agregaron. Luego hubo pequeños detalles, cambios en las letras, básicamente para terminar de describir a los personajes centrales. Pero, en general, Leos aceptó el grueso del material tal y como lo habíamos compuesto.

¿Cómo fue el rodaje en términos vocales? ¿Hubo alguna instancia de doblaje o lip sync o en todos los casos las voces fueron registradas en directo?

Russell Mael: Todo fue hecho en vivo, con la única excepción de los momentos en los cuales el personaje de Marion canta fragmentos de ópera. Allí fue doblada por la soprano Catherine Trottmann. Fue algo que Leos les impuso a los actores desde un primer momento, lo cual fue todo un desafío, desde luego, en particular porque ciertas piezas son difíciles. Así que Driver y Cotillard tuvieron que actuar y cantar al mismo tiempo. Fue muy demandante para todos. La apertura fue filmada en un plano-secuencia, sin cortes. Creo que hicimos dieciocho tomas de esa escena, cantando en vivo en cada caso. ¡Muy estresante! Pero Leos siempre creyó que el hecho de cantar en vivo le aportaba una cualidad especial a la película, porque no se siente que las canciones están pregrabadas en estudio. Eso les aporta una cualidad más intensa a las actuaciones.

¿Cuándo decidieron que la pequeña Annette, la hija de la pareja, iba a estar interpretada por una marioneta?

Ron Mael: En un primer momento pensamos en una simple muñeca o algo así, pero Leos sugirió utilizar una marioneta, lo cual fue una decisión bastante atrevida para una película con actores de carne y hueso. Había tres equipos de marionetistas en Francia y uno en Japón, todos trabajando en diferentes propuestas para la pequeña Annette. El equipo de especialistas japonés fue el que creó la marioneta más expresiva, así que Leos optó por esa versión. Cuando uno ve la película es notable la interacción entre los actores y ese objeto “inanimado”: la tratan como si fuera una niña real. En cierto momento uno se olvida de ello y no siente que Marion o Adam están interactuando con un pedazo de madera. Eso era clave. Y no hay nada de efectos digitales, se pueden ver las articulaciones de los brazos y las piernas; no se intentó ocultar el hecho de que es una marioneta. La transformación final, que no vamos a spoilear, también fue una idea genial de Leos.

¿Con qué palabras definirían Annette? ¿Una tragedia moderna, similar a las óperas que interpreta el personaje de Cotillard? ¿Un drama sobre la exposición pública y el camino a la autodestrucción?

Russell Mael: Digamos que es la historia de una relación compleja que no va demasiado bien. Hay una línea en la canción “True Love Always Finds a Way” que afirma que “el amor verdadero a menudo se extravía”. De alguna forma, el tema que recorre toda la película es el cariño y el amor que se pierde. Y luego, claro, está el personaje de Annette, que de alguna manera es usado por el padre y por la madre, de manera egoísta, cada uno a su manera. Son dos padres que no están haciendo lo mejor para su hija, ese es otro elemento importante de la historia.

Ron Mael: Hay algo ligado a la ópera, no sólo porque uno de los personajes pertenece a ese mundo, sino porque las emociones son de una intensidad operística. Creo que ese es un punto importante en una película musical, que permite jugar con esa clase de tonos, mucho más que en un film narrativamente más tradicional y directo. O realista. Hay algo súper emocional en el musical, que puede expresar cosas de otra manera. Especialmente en estos días, en los cuales el naturalismo en la norma en la actuación. El musical es una buena forma de escaparle a eso y expresarse de otra manera.

Tomado de: Página/12

Tráiler del filme Annette (Francia, 2021) de Leos Carax

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La biografía cósmica de Lula

Por Emir Sader

Después de diez años de innumerables horas de entrevistas con Lula, con otras personas y de investigación, el conocido periodista brasileño Fernando Morais publicó el primero de dos volúmenes de su biografía de Lula.

Desde que dejó la Presidencia de la República —con un 87% de apoyo— Lula soñó con este libro. Una obra que reprodujera, lo más fielmente posible, su experiencia de gobierno.

Varias veces que hablé con él en el Instituto Lula me mostró los muchos materiales que tenía guardados para el libro. Un sueño que empezó a realizar con Fernando Morais nada más dejar el gobierno. El libro —entre las casi 100 páginas de ilustraciones— reproduce una foto de 2011 con Lula abatido por el tratamiento del cáncer de garganta que lo aquejaba, grabando una entrevista para el libro.

¿Qué tipo de biografía es esta? Hegel dijo que hay biografías que son historias privadas, individuales, particulares. Otras son biografías cósmicas, cuando la trayectoria del sujeto está en el centro de grandes acontecimientos, cuando refleja el espíritu del tiempo.

Este es el caso de la biografía de Lula, cuya trayectoria se entrelaza con la historia de Brasil, en los períodos más importantes del país. Primero, como migrante del nordeste del país, nacido en la región más sufrida de Brasil, víctima del modelo de desarrollo capitalista, que favoreció al Centro-Sur, en detrimento de otras regiones, especialmente del nordeste.

Víctima de las grandes sequías de la década de 1950, emigró al sur, con su madre y siete hermanos, en un viaje de 13 días en un pau-de-arara, comiendo azúcar morena (rapadura) y harina, vistiendo la misma ropa. Él, que iba a buscar agua todas las mañanas con el balde en la cabeza, que comió pan por primera vez solo a los siete años, llegó al sur, junto a millones de personas del nordeste, en busca de mejor suerte en San Pablo.

Lula era parte de una nueva generación de la clase trabajadora brasileña que construiría la riqueza de San Pablo. Allí Lula fue lustrabotas, repartidor de ropa en tintorería, cadete de oficina, hasta que pudo hacer el curso técnico de tornero mecánico. “Ese curso fue lo mejor que me pasó en la vida”, dijo.

El libro dedica un análisis detallado del período en el que Lula pasa, en poco tiempo, de una fábrica a ser un dirigente sindical y líder del nuevo sindicalismo. Un período esencial en la vida de Lula y en la historia de Brasil, porque abarca el período de dictadura militar y transición democrática. En él, Lula empieza a ocupar un lugar destacado en la vida política brasileña, ya que pasa de la conciencia individual a la sindical y de allí a la política, participando activamente en la fundación del PT y la CUT, además de apoyar el surgimiento del MST.

El libro no sigue una secuencia cronológica. El primer capítulo trata sobre el decreto de detención de Lula, reconstruyendo todo el clima que vivimos en el Sindicato de Metalúrgicos anticipándonos a la decisión de resistir o rendirse a la policía. Momentos dramáticos, en las conversaciones de Lula y en la maduración de su decisión, después de haber descartado ya el exilio, ya había cruzado la frontera uruguaya en la Caravana Sur, para que pudiéramos comer carne del otro lado de la frontera y no caer nunca en tentación de pedir asilo. También descartó la posibilidad de resistir y pasar a la clandestinidad. Le molestaba mucho la hipótesis de los titulares que anunciarían que Lula había huido del país o que era un prófugo.

Lula eligió, en contra de la opinión de la gran mayoría de la masa presente en el Sindicato, presentarse y demostrar que era inocente. Aunque su detención no se demoró pocos días, como esperaba, sino 581, su opción resultó ser la correcta. Después de haber presenciado las dolorosas escenas de su presentación política, todos pudimos, después de acompañarlo en la vigilia, verlo partir y regresar al mismo sindicato y retomar el discurso que se había truncado cuando anunció que se iría a presentar a la policía.

El primer volumen del libro concluye con la entrada plena de Lula a la vida política, con su frustrante candidatura al gobierno de San Pablo y con su consagración de la elección como diputado más votado de Brasil.

Fernando Morais anuncia que el segundo volumen contará la trastienda de las tres derrotas de Lula en las elecciones presidenciales, las vivencias de los dos mandatos presidenciales, el gobierno de Dilma y la crisis que atraviesa Brasil desde 2013. Es difícil que todo esto encaje en un solo volumen, más aún que la vida política de Lula continúa, con su probable regreso a la presidencia de Brasil.

Porque es una biografía que, además de cósmica, es un proceso abierto, coincidente con la historia de Brasil. Del que se puede llamar Luiz Inácio Lula do Brasil.

Tomado de: Página/12

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¿Hacia dónde va Chile?

Foto DW

Por Emir Sader

Chile entró en una dinámica determinada cuando comenzaron las mayores movilizaciones desde el regreso de la democracia, hace dos años. Movilizaciones que conquistaron la convocatoria de una Convención Constituyente, con la elección de parlamentarios, con mayoría de representantes electos independientes, con el Frente Amplio —organización de la nueva izquierda— en primer lugar.

La nueva Constitución, con paridad de género y con representación directa de los mapuches —quienes eligieron a la presidenta de la Constituyente, Elisa Loncón—, ya comenzaba a elaborarse, siempre en una dinámica progresista. Cuando empezó la dinámica de la elección presidencial, el proceso constituyente quedó medio en la sombra y se proyectó una disputa que tuvo un resultado contradictorio con las tendencias de la nueva carta magna.

Tras fluctuaciones en las urnas, el resultado de la primera vuelta colocó al candidato de extrema derecha, José Antonio Kast, en primer lugar, con una diferencia de alrededor del 2% frente a Gabriel Boric, del Frente Amplio. La noticia más importante fue el voto de un candidato que parecía bizarro, Franco Parisi, que hizo campaña desde Alabama, en Estados Unidos, porque no puede regresar a Chile debido a una multa millonaria de pensión que le debe a su exmujer. Quedó en tercer lugar, superando a la presidenciable del Partido Socialista y la Democracia Cristiana —coalición que había gobernado el país desde la vuelta a la democracia— y al candidato del presidente de mala reputación Sebastián Piñera.

La proyección para la segunda vuelta favorece, en una primera evaluación, a Kast, que podría contar con los votos de Parisi y Sebastián Sichel, el candidato de Piñera, que suman el 25% de los votos. Mientras que Boric debe contar con los votos de los candidatos de la Democracia Cristiana-Partido Socialista, Yasna Provoste y del Partido Progresista, Marco Enriquéz-Ominami, cuyos sufragios combinados rondan el 20%. En caso de que se produzcan estas transferencias, Kast ampliaría su ventaja a alrededor del 7%.

¿Cuáles son los nuevos factores que cambiaron las encuestas y proyectaron el favoritismo del candidato de extrema derecha en la segunda vuelta?

Antes que nada, está la presencia en Chile del mismo fenómeno que hay en otros países latinoamericanos —Brasil y Argentina, entre otros— con la proyección ascendente de candidatos de extrema derecha. En Chile, Kast exploró temas como la lucha contra la corrupción y la vieja política —se distanció de Piñera, también para no sufrir el desgaste del actual presidente—, contra el Estado y a favor de la privatización, la lucha contra la violencia, la lucha contra la inmigración —un tema delicado en el norte del país— y un programa económico neoliberal, reivindicando tanto a Pinochet como a Bolsonaro, mientras que en otros países, incluso la derecha intentó distanciarse del presidente brasileño.

El candidato del Frente Amplio, Gabriel Boric, defiende un programa clásico de la nueva izquierda: antineoliberal en la economía, defensor de las políticas para preservar el medio ambiente, las políticas de los movimientos de mujeres, la descentralización política, favoreciendo a las regiones más atrasadas del país.

Parisi defiende un programa económico neoliberal, antipolítico y antiestatal, con una apariencia liberal, en defensa del “pueblo”, como lo expresó en nombre del partido que creó: el Partido de la Gente. Terminó capitalizando el voto de jóvenes, que solían abstenerse, en la primera vuelta.

Chile aprobó hace unos años el fin del voto obligatorio, lo que provocó una caída radical de la participación electoral. Una gran parte de los jóvenes ni siquiera se inscribió en el padrón electoral. Los presidentes, como la propia Michelle Bachelet, fueron elegidos con menos del 30% de los votos. Más de la mitad de los chilenos comenzaron a abstenerse.

Incluso con las movilizaciones de los últimos dos años, la participación electoral en estas elecciones se mantuvo baja: 47, %, es decir, con abstención de más del 50%. Este universo sigue siendo la variable que eventualmente puede cambiar el resultado de la primera a la segunda vuelta.

En cualquier caso, el panorama político de Chile ha cambiado. La extrema derecha muestra mucha fuerza. Los partidos tradicionales —Partido Socialista y Democracia Cristiana— prácticamente desaparecen como fuerzas importantes, aunque mantienen una cierta banca en el nuevo Parlamento. La nueva izquierda, el Frente Amplio, ocupa el centro de las alternativas del progresismo.

Una eventual victoria de Kast dejará a Chile en una situación de aislamiento, contando con el gobierno brasileño, en el último año del mandato de Bolsonaro. Si Lula es elegido, la alianza de los tres países más grandes de América Latina —Brasil, Argentina y México— contribuirá de manera decisiva a consolidar este aislamiento.

La segunda vuelta, el 19 de diciembre, será muy disputada y los resultados dependerán de la transferencia de votos de los otros dos candidatos a Kast, manteniendo el universo actual de votantes. O de que la izquierda logre descifrar a los abstencionistas y movilice a una parte significativa de ellos, volviendo a repartir las cartas del juego y consiguiendo el voto a su favor. Los jóvenes, que fueron protagonistas fundamentales en las movilizaciones de los últimos dos años, pueden ser decisivos para este giro.

Tomado de: Página/12

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Lucio Mafud investigó sobre las cineastas pioneras en la Argentina

Lucio Mafud, investigador de cine argentino

Por Ezequiel Boetti

Lucio Mafud es un investigador especializado en cosas que no puede ver. Ni él ni nadie, porque su tema no es otro que el cine mudo argentino, del cual queda prácticamente nada: se calcula que apenas sobrevivió el diez por ciento de las películas filmadas en las tres primeras décadas del siglo pasado, la mayoría en pésimo estado de conservación. En un país históricamente despreocupado por sus archivos en general y los audiovisuales en particular —como demuestra que no haya ni medio ladrillo de la Cinemateca Nacional creada por ley en…1999—, Mafud reconstruye el pasado utilizando fuentes indirectas. Es decir, diarios y revistas de la época, además de programas de salas de cine. El autor de La imagen ausente: El cine mudo argentino en publicaciones gráficas volvió a viajar hacia atrás para focalizar en una historia dentro de la Historia: la de las mujeres argentinas pioneras en empuñar la cámara. El resultado se llama Entre preceptos y derechos. Directoras y guionistas en el cine mudo argentino (1915-1933) y acaba de ser editado por el Festival de Mar del Plata.

“El primer capítulo da cuenta de todo un cine realizado por las sociedades de beneficencia de la época, que no aparece —o aparece muy poco— en las revistas especializadas, aunque tiene una cobertura muy detallada en los diarios, incluso a veces día a día. No en la sección cinematográfica sino en las páginas de sociales. De alguna forma se celebraba esa clase social porque publicaban fotos de los eventos, contaban que tal se había casado con tal…era un espacio para darse visibilidad”, cuenta Mafud a Página/12, en referencia al inicio de un recorrido íntimamente asociado a las clases altas, en tanto el cine mudo “tenía una producción irregular y discontinua que siempre necesitaba capitales, y cualquiera que viniera a financiar era bienvenido; es el caso de muchas mujeres que dirigieron y escribieron cine en esa época”.

Destacás que la primera película es Un romance argentino, de Angélica García de García Mansilla. Ya en la elección del título hay una apelación a lo nacional. ¿Qué mirada sobre la argentinidad proponía el cine de las sociedades de beneficencia?

Un romance argentino es de 1915 y solo se entiende en un contexto histórico relacionado con la previa del primer centenario de la independencia, que sería en 1916. Además, era un momento difícil para ese sector social porque las elecciones presidenciales de 1916 las iba a ganar Hipólito Yrigoyen con el radicalismo, un partido más «plebeyo». Entonces, querían imprimirle un aura nacionalista a las clases altas para presentarlas como la esencia de la patria y quienes encarnaban lo nacional. En una de las escenas de Un romance argentino, por ejemplo, se ve a los protagonistas tocando una payada, en otras bailando…

También buscaban reforzar una filiación cultural con Europa, ¿no?

Sí, en algunas películas aparece eso. En el caso de Un romance argentino, aparece la referencia a Estados Unidos, que en esos años se convirtió en un socio comercial importante de la Argentina. Pero es cierto que aparecen muchas referencias a cierta literatura de consumo masivo europea, como así también a textos prestigiosos. Tenemos el caso de Blanco y negro, por ejemplo, dirigida por Elena Sansinena de Elizalde, quien luego fundaría Amigos del Arte, una asociación cultural bastante prestigiosa entre las elites de la década de 1920 que buscaba poner a la Argentina en las corrientes artísticas europeas. Era una película basada en una obra teatral de un autor prestigioso, Henri Bernstein, y, según algunas fuentes, fue codirigida por Victoria Ocampo.

¿Y qué rol tenía la mujer dentro de las películas, más allá de que dirigieran o guionaran?

Me parece interesante ver por qué son las mujeres las que constituyen al cine infantil en la Argentina. Dentro de la perspectiva patriarcal de la época, la mujer estaba revestida de un «instinto maternal» que le permitía tratar actoralmente con los chicos. Pero también son ellas, por ese supuesto instinto, las que saben cuáles son los contenidos ideales para las infancias. A la vez, muchas eran docentes, como Emilia Saleny y Antonieta Capurro de Renauld, que dirigieron las dos primeras películas nacionales infantiles (aunque lo de Capurro está en discusión según qué fuente se consulte). Antonieta era una maestra y directora de la escuela de niños débiles de Parque Lezama y Saleny tenía una academia cinematográfica donde daba clases a niños. Eso las «habilitaba» para encarar la construcción de un cine infantil.

¿Qué características tenía ese cine infantil?

Como con Un romance argentino, hay que entender las películas en su contexto. No es casual que el cine infantil surja en ese momento, cuando había una discusión muy fuerte en la prensa de la época sobre la delincuencia juvenil, como así también una preocupación por la influencia negativa de ciertas películas sobre las mentes infantiles, especialmente los policiales. De hecho, Capurro se lanzó a producir para enfrentar una cinematografía comercial que consideraba inmoral. Quería instaurar en las escuelas un cine educativo y de alto contenido moral que se opusiera a todo eso.

La última parte del libro está dedicada a Mi derecho, una película que definís como vanguardista en varios aspectos. ¿Qué te llevó a decir eso?

Mi derecho tenía varios elementos disruptivos: si las películas de beneficencia e infantiles tendían a fijar un conjunto de pautas de comportamiento ejemplares, acá aparece por primera vez, incluso desde el título, la idea de un derecho femenino en el cine realizado por mujeres. Un derecho que en cierta forma desafiaba la figura de pater familias y cuestionaba ciertos prejuicios sociales de las clases altas. En la película, los mandatos familiares niegan a una joven de clase alta la posibilidad de ejercer la maternidad sobre un niño concebido fuera de matrimonio, y la escena final transcurre en un evento benéfico para niños huérfanos donde se observa cómo esas clases la condenan socialmente por reconocer un hijo que había sido ocultado para evitar la deshonra. Desde una perspectiva actual puede cuestionarse la asociación intrínseca entre maternidad y ser mujer, pero en ese contexto es una película interesante que a la vez muestra una mirada asfixiante de las mujeres en las clases altas.

La directora de Mi derecho, María B. de Celestini, después dirigió una obra de teatro con varios puntos de contacto con esa película.

Sí, hizo la película en 1920 y estrenó una obra en 1923 que presentaba a una mujer obligada a casarse por mandato familiar, como en Mi derecho. Eso condena a las mujeres a la infelicidad, porque seguir ese precepto las lleva a una situación de agobio, de asfixia. Y las dos son protagonistas de clase alta, una contraposición muy fuerte con las películas de la sociedad de beneficencia que celebraban las relaciones digitadas por mandatos familiares. El título del libro tiene que ver con esa tensión entre los preceptos y la reivindicación de derechos que desafían esos preceptos.

Tomado de: Página/12

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Sandra Gugliotta: «Cuando te enfrentás a un tema tan íntimo y perturbador, te preguntás qué hacer»

Sandra Gugliotta, cineasta argentina

Por Horacio Bernades

Tal como informaron en su momento los titulares de los diarios, entre 2008 y 2009 24 empleados de France Telecom se quitaron la vida, como consecuencia de un plan de reestructuración empresarial que los ponía ante la opción de firmar el retiro voluntario o trabajar en condiciones degradantes y hasta peligrosas para la salud. En un libro llamado La privatización de los cuerpos (2008), el sociólogo argentino Damián Pierbattisti investigó un proceso previo, en el que otra empresa telefónica había adoptado una política semejante, con resultados semejantes. Se trataba del proceso de privatización de la empresa ENTel en la Argentina de Carlos Menem, a cargo de Telefónica de España. En este caso los suicidios no fueron tantos como años más tarde en Francia, pero también los hubo.

A la realizadora Sandra Gugliotta (Buenos Aires, 1969), el tema le tocaba en forma personal: su padre fue uno de los trabajadores de ENTel a los que la privatización dejó sin empleo en 1990. De esta convergencia de dolor y de datos surgió Retiros (in)voluntarios, que se estrena este jueves en salas de Buenos Aires. En su segundo documental después de La toma (2013), la realizadora de Un día de suerte y Las vidas posibles investiga ambos casos, trazando una línea de fuego que atraviesa el Atlántico y deja a su paso vidas, familias y economías quebradas para siempre.

¿Cuál fue el disparador del documental? ¿La noticia de los suicidios de los empleados de France Telecom o el despido encubierto de tu padre?

Lo primero fue una nota sobre el tema que publicó el diario Miradas al Sur. Luego tomé contacto con el sociólogo Damián Pierbattisti, que había publicado el libro La privatización de los cuerpos, fruto de una investigación de diez años sobre las privatizaciones en el área de telecomunicaciones en Francia y Argentina. La hipótesis de su investigación era novedosa: sostenía que lo que sucedió en Argentina con la flexibilización laboral durante el menemismo se replicó luego en Francia durante la privatización de France Telecom. Esto es lo que trato de abordar en el documental, una idea que en principio me parecía ”infilmable” y que me llevó muchos años de investigación y trabajo. No sólo sobre el contenido sino también sobre la manera de contarla, para encontrar un lenguaje y un dispositivo que me resultara interesante.

Contame en qué condiciones tu padre fue obligado a dejar la empresa.

La de mi viejo es una más de las historias de trabajadores desocupados (o reconvertidos forzosamente) de los 90. En el desarrollo de la película encontré en él un lugar íntimo, amoroso y personal desde donde vincularme con estos sucesos políticos que parecen datos duros, pero que en realidad sólo hablan del sufrimiento de las personas, una variable que no se suele tener en cuenta cuando se habla del neoliberalismo. Para él, como (creo) que para la mayoría de los hombres de esa generación, el cambio de paradigma fue un golpe muy fuerte. Los trabajadores pensaban que sus vidas estaban en un camino que no iba a tener muchas modificaciones. El concepto del trabajo, del futuro, de la organización de las familias y la economía doméstica era algo que parecía estable. Encontrarse de pronto desempleados fue un golpe muy duro para muchos de ellos, principalmente para los varones. La mayoría de los protagonistas de esta película son hombres, para ellos el desempleo y la pérdida del lugar de “proveedores” de la familia parece haber sido algo abismal.

¿Qué sentiste frente a los entrevistados franceses?

Una enorme sorpresa. Muchas veces no supe cómo actuar porque la emoción que sentía era más fuerte que cualquier cosa que pudiera pensar como puesta, montaje, etc. Me pregunté mucho qué hacer cuando en un documental te enfrentás como realizador a un tema tan íntimo y perturbador, y decidí que el único camino que podía tomar era transmitir esa sensación y dejar que fueran mis protagonistas quienes contaran su historia, sin intervenir demasiado y ofreciéndoles una escucha atenta y amorosa.

Un entrevistado cuenta que a su familiar lo mandaron a trabajar en un sótano sin ventanas y con la calefacción deliberadamente alta. Esta tortura psicológica lleva a una asociación escalofriante con la llamada “Escuela Francesa” de tortura, desarrollada durante la guerra de Argelia y exportada a Latinoamérica, en la que se formaron los militares de la dictadura.

Ese tema era uno de los ejes principales de lo que yo quería investigar y formó parte del proyecto original. Quedó en una mención en la película y no había espacio en la estructura para ahondar más en él.

Si la película fuera una ficción, ciertos relatos podrían parecer obscenos y poco creíbles. La carta que una chica le manda a sus seres cercanos 5 minutos antes de tirarse por la ventana, el relato minucioso del ritual casi japonés de un empleado que se clava un cuchillo en el estómago frente a sus superiores, las referencias a inmolaciones, que también suenan más orientales que occidentales, el empleado que se ahorcó con un cable telefónico, vestido con su uniforme. Tratándose de un documental, uno comprende que es la realidad la que a veces es obscena.

Los suicidios por motivos laborales en Francia tuvieron una puesta en escena en algunos casos impresionante, ya que los realizaron en el lugar de trabajo y frente a testigos. Hay algo de los suicidios como un hecho social que es un poco lejano para nosotros, y yo creo que tiene que ver con que en Argentina la protesta social es muy fuerte y de alguna manera canaliza ese dolor individual.

Es transparente el relato detallado que hace un ejecutivo sobre las estrategias de guerra aplicadas a la economía, desde lo que conocemos como capitalismo salvaje en adelante.

Ese ejecutivo francés es un caso muy interesante. Un hombre que en su rol de Ejecutivo de Recursos Humanos había despedido más de mil personas y que luego deja su trabajo y se dedica a contarlo y habla de prácticas de recursos humanos que inculcan una «cultura del miedo». Cuenta sobre su trabajo en el vocabulario de un sicario. Dice que hace el trabajo como quien acepta un contrato, mata fríamente, sin escrúpulos pero dentro de las reglas, limpio, sin remordimientos.

¿Cómo surge la expresión “genocidio telefónico”, en qué circunstancias se la utilizó?

Surge en el marco de uno de los casos de degradación laboral, documentado en el ensayo legal Ciudadela sitiada, que elaboró como defensa el abogado laboralista Luis Enrique Ramírez. Posteriormente se documentaron otros doce casos similares, en el informe que se llamó Genocidio telefónico y que fue confeccionado para documentar lo que estaba sucediendo con las privatizaciones y recursos humanos, con datos que aportaron los propios trabajadores.

Si se dibujara una línea de puntos que lleve de Telefónica de Argentina 1990 a France Telecom 2008/2009 y de allí a los conglomerados que ambas compañías han constituido junto a empresas como Movistar, Personal, Canal 13 y Fibertel, se obtendría una hoja de una de las rutas del gran capital, en la Argentina de las últimas décadas.

El caso de las telecomunicaciones es paradigmático porque se une allí una cantidad de temas que tienen que ver con la conformación y transformación del poder real de las últimas décadas. Se podrían filmar muchas películas desde distintos puntos de vista y atravesando muchos países y creo que todas serían reveladoras.

Tomado de: Página/12

Tráiler del filme Retiros (in)voluntarios (Argentina, 2020) de Sandra Gugliotta

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Vicente Monroy: «El cine demuestra que el hombre moderno no es un hombre racional»

Vicente Monroy. Foto El cuaderno digital

Por Horacio Bernades

Un libro que empieza con una cita que dice “Le olía mal el aliento, como a todos los cinéfilos” no puede ser malo. Contra la cinefilia – Historia de un romance exagerado no lo es. El autor, Vicente Monroy, dice “haber despertado del sueño cinéfilo” un tiempo atrás, por lo cual de esa herida aún no del todo cicatrizada parecería manar por momentos cierta clase de veneno particularmente ácido. Al fin y al cabo, quienes todavía profesan esa religión podrán ser ligeramente fanáticos o ponerse algo pesados de a ratos, pero no le hacen daño a nadie que no sea miembro de la pandilla rival. Y además lo más posible es que esas pandillas se hayan extinguido, como alguna olvidada variedad de gliptodonte o pterodáctilo. Sobre el final del libro (editado por Capital Intelectual) Monroy hace una de las acusaciones más duras contra esta etnia, imputando a sus antiguos pares de amar al cine como quien ama a la mamá.

Pero, ¿qué es ser cinéfilo? ¿Ver una película todas las semanas, día por medio, llevar la cuenta de cuántas se vieron en un mes o un año? ¿Saberse de memoria los nombres de hasta el último figurante de la más oscura película de la historia del cine? ¿Preferir la sala cinematográfica antes que el living? ¿El celuloide y no el streaming? ¿El cine más que la vida? ¿No practicar otros deportes que no sean el de sentarse varias horas por día en una butaca? ¿Amar la oscuridad? ¿Ir todos los años al Bafici y todos los meses a la Lugones? ¿Se pueden sostener hoy en día los más estrictos de esos principios? ¿El cinéfilo es el que ve mucho o el que sabe ver? ¿Qué es saber ver? ¿La cinefilia es una forma de elitismo? ¿Qué tradición la anima, quiénes son los dioses y practicantes históricos de este credo?

Son todas preguntas que Página/12 hizo a este toledano de poco más de 30 años, quien a pesar del título algo terrorista de su libro revisa en él con cariño (salvo cuando se pone rabioso, como queda dicho) tanto la historia del amor al cine y su relación con el mundo, como las costumbres más privadas de esta curiosa tribu. Lo hace sin imponerse una sistematización que su peculiar objeto de estudio tal vez no admita, combinando la sesudez del ensayo con la minucia colorida. Se agradece.

¿El cinéfilo es aquél que ama el cine en su totalidad? ¿O el que ama determinadas formas de concebirlo?

El cinéfilo es eso y es más. En tanto el cine fue el gran catalizador de las relaciones humanas del siglo XX, el cinéfilo fue quizás el individuo por excelencia de su época, como el del siglo XIX lo fue el flâneur, el del XVIII el turista y el del XVII el navegante. Si reconstruimos esta sucesión, todos estos personajes forman parte de un gran proyecto humano de los últimos siglos: el del desarrollo de una visión completamente moderna del mundo. La conquista del mundo a través de la mirada. Esa visión expansiva culmina en cierto modo en el cine, con la promesa de que ya no hará falta salir a buscar el mundo, ahora es él el que vendrá a nosotros a través de una pantalla blanca. Así que el cinéfilo es un mutante excepcional.

¿La cinefilia, tal como la conocemos, nace con los Cahiers du cinéma?

No exactamente. La cinefilia parisina del periodo 1945-1968 fue un movimiento complejo y contradictorio, vinculado con los grandes problemas de la posguerra y la reconstrucción de Europa, donde se jugó el último gran combate entre el socialismo de Estado y la democracia liberal. Fue un movimiento muy político, y de ahí su gran macguffin: la «política de los autores», que hacía referencia a una forma de hacer política con el cine, una máquina de combate. Truffaut pasó años queriendo escribir un artículo sobre la política de los autores que probablemente habría sido la culminación del proyecto cahierista, pero no fue capaz de terminarlo. ¡Así de complejo era el asunto! Lo que nos ha llegado hasta hoy es otra cosa, la versión Disney de este gran combate: la «teoría del autor», término vulgar acuñado por el crítico estadounidense Andrew Sarris, que representa la versión domesticada y simplificada de la «política de los autores» francesa. Esta versión estadounidense es la que utiliza la cinefilia actual cuando habla de los autores como figuras obsesionadas por una serie de gestos y estéticas, creadores de un universo cerrado, en lugar de pensar en el cine como un plano expansivo de la experiencia.

¿Por qué hay cinéfilos y melómanos, pero no “literatófilos” y “arteplastófilos”?

Godard solía comparar el cine con el rock, como dos artes completamente modernas. Es innegable que el cine y la música fueron las dos únicas artes capaces de recuperar, en el siglo XX, una de las funciones fundamentales del arte: la creación de formas de vida. Hasta hace poco la música y el cine no se consumían, se vivían, configuraban maneras de vivir a su alrededor. Eso es lo que vulgarmente hace que las reconozcamos como expresiones «populares». El cine inventó aspiraciones, deseos, formas de estar, de actuar y hasta de amar. «El amor moderno nace directamente del cine», decía el poeta Robert Desnos. Lo mismo con la música.

¿Por qué la cinefilia siempre fue una forma de la pasión, y no de la simple apreciación?

Porque presenta una experiencia previa a lo racional: una imagen intuitiva del mundo, puntos de vista que se acoplan intuitivamente con nuestra experiencia, un montaje de imágenes y sonidos que nos ayuda a ver más y mejor. Eso es también lo que convierte el cine en un fenómeno puramente moderno. Igual que el cubismo, que puso en práctica una regresión (histórica y psicológica) a un momento anterior al gran arte. Cuando uno lee mucho sobre cine se va dando cuenta de que hay una dimensión del cine que permanece inaccesible a la razón, y que ha obsesionado a sus mejores teóricos y críticos. El cine demuestra que el hombre moderno no es un hombre racional.

¿La cinefilia era un culto o una iglesia, con sus fieles y apóstatas, sus santos y renegados, sus dogmas y rituales?

Sin duda. Hasta sus últimas consecuencias. La sala de cine es el gran espacio ritual del siglo XX, donde se concentraron las últimas aspiraciones religiosas del hombre moderno. Un templo donde, a cualquier hora del día, se hace una noche artificial para que se haga otra vez la luz. La luz de un mundo nuevo.

En las primeras páginas del libro ironizás sobre la cantidad de veces que se profetizó la muerte del cine y esa muerte no se produjo. Sin embargo más adelante vas más allá todavía, hablás de un posible apocalipsis del cine.

No creo que el cine se vaya a acabar, porque el cine no es lo mismo que la industria cinematográfica, ni que las salas, ni que los festivales, el cine ni siquiera son las películas. El cine es una gran revolución de la mirada, un fenómeno de la imaginación que se ha integrado de muchas maneras en nuestra forma de ver el mundo. ¿Desaparecerán las películas en formato 100 minutos, las convenciones del guion estadounidense, la obsesión cinéfila por los planos secuencia, los premios de Cannes? Supongo que lo harán tarde o temprano, pero el cine seguirá existiendo. A lo que asistimos es a un cambio de modelo, en el que el cine como objeto histórico tendrá que encontrar su lugar en la periferia de un universo de las imágenes que sigue en expansión. Así que el apocalipsis no es necesariamente una mala noticia.

En tu libro hablás de muchas formas de “cinefilia extrema”. Mareos, pérdida del sentido de realidad, trastornos del habla, sensaciones físicas, vampirización del espectador por parte del dispositivo cinematográfico. ¿Por qué el cine es la única de las artes que produce esos efectos?

Es un arte de cualidades sensoriales muy avanzadas. «El cine enseña como Santo Tomás: tocando», decía el legendario fundador de la Cinémathèque Française, Henri Langlois. El cineasta español Val del Omar hablaba de la táctil-visión. El montaje y el sonido nos introducen virtualmente en un mundo que nos absorbe, y este sueño de la absorción táctil ha pervivido a lo largo de toda la historia del cine: el color, los formatos panorámicos y expandidos, el 3D… Todavía hablamos de sonido envolvente y parece que las realidades virtuales vuelven a estar de moda. Como si siguiera vivo el sueño del teórico André Bazin: el de una sustitución completa del mundo real por uno ficticio como destino del cine.

Ese estado próximo a la hipnosis, a la pérdida de sí, fue incluso tratado desde el interior de las propias películas, como en Sherlock Jr, de Buster Keaton, Videodrome, de Cronenberg, y Europa, de Lars von Trier.

Y mucho antes. Uno de los temas recurrentes de las películas de entre 1895 y 1915 es la constante recurrencia del adentro y el afuera de la pantalla, ese leve muro inmaterial. Como sucede ya en The Big Swallow (1901), de James Williamson. El cine nació demasiado tarde para ser inocente, siempre fue consciente de sus poderes.

Hablás también de la cinefilia como una forma de la clandestinidad. Aunque esté en una sala llena de gente, el cinéfilo siempre está solo, o sólo con el objeto de su deseo. ¿La hipervisibilización del mundo contemporáneo trajo consigo la abolición de la clandestinidad?

Indudablemente. El creciente control simbólico del espectador sobre las imágenes transformó la economía de su consumo y terminó con gran parte de la «magia del cine», que se sustentaba en el hecho de que el espectador era sumiso frente a una pantalla que lo triplicaba en tamaño y sobre la que no ejercía ningún poder. Hoy vemos las películas en pantallas más pequeñas que nosotros, podemos parar, rebobinar, fácilmente obtenemos fragmentos de video, fotogramas, hacemos memes con ellos, los intercambiamos en Internet, los volvemos virales. Es, como digo, un cambio profundo en la economía de las imágenes que afecta profundamente a la identidad del cinéfilo.

¿Por qué el libro se llama como se llama? Vos te asumís como cinéfilo, y más allá del mal aliento y alguna pulla final no atacás a la cinefilia.

La cinefilia fue el movimiento más importante que se desarrolló en el siglo XX alrededor de las imágenes. Warburg, Benjamin, Eisenstein… todo apunta al cine. La cinefilia exploró el efecto de las imágenes sobre la razón y sobre el cuerpo, de un modo desorganizado pero absolutamente novedoso en la historia del pensamiento. El cuerpo de textos que ha dejado es de un valor incalculable, más valioso que las propias películas. Pero creo que es hora de mirar más allá. El gran proyecto humanista del que el cine es un episodio grandioso está lejos de completarse. La cinefilia actual está en contracción, y debe aceptar su valor residual en un mundo de las imágenes que la excede.

¿La posibilidad de una pandemia sin final a la vista supone un paso más en la cesación del cine como acto social?

La pandemia ha sido un golpe duro para la industria, pero no estoy seguro de que los cambios en el cine como acto social se hayan agravado excepcionalmente en el último año. El paso de las salas a las pantallas caseras lleva décadas en desarrollo, y la consolidación de los focos de debate en Internet han sido el leitmotiv de las últimas dos décadas. En este sentido, como ocurre en muchos otros ámbitos, la pandemia se está utilizando como metáfora de una crisis estructural que viene de lejos.

¿La cinefilia termina con el VHS, cuando las películas empiezan a hacerse visibles para todos? ¿Se trataría en ese caso de una práctica elitista?

No se trata del formato doméstico ni de la democratización de las películas, sino de la tecla PAUSE. El sonado apocalipsis cinéfilo no tiene tanto que ver con la crisis de una conciencia de clase cinéfila como con el creciente control del espectador sobre las imágenes, la desaparición de los viejos ritos y el avance de nuevas formas audiovisuales. No es una crisis política sino de fe.

¿La cinefilia está llamada a morir en un plazo relativamente breve?

Parafraseando a Érik Bullot, la cinefilia es una invención post-mortem. El surgimiento tardío de la conciencia cinéfila coincide con un periodo de crisis, con la reducción masiva del número de espectadores y el final del clasicismo americano. Así que en cierto modo la cinefilia nace como un lamento sobre el fin de la cinefilia, y ha sido así desde entonces. Podemos buscar todo tipo de razones a su desaparición, pero lo cierto es que el proyecto cinéfilo ha perdido su carácter combativo, y no parece que tenga mucho más que aportar a un universo de las imágenes que, por el contrario, es tan estimulante hoy como hace cien años.

Vos señalás que Deleuze llegó a creer que “el cine era el nombre del mundo”. Sin embargo sostuvo que el “hecho fílmico consiste en expresar la vida, vida del mundo o del espíritu, de la imaginación o de los seres y de las cosas, por medio de un sistema determinado de combinaciones de imágenes”.

Deleuze fue el pensador más emocionante del cine en las últimas décadas del siglo XX, un momento que concentró una gran cantidad de contradicciones. Esas contradicciones están expresadas en los momentos más hermosos de sus libros, que son verdaderos fogonazos de lucidez. Supo ver mejor que nadie que existía un mundo anterior al cine, al que nunca volveríamos, y otro posterior, que era cada vez más fragmentario y cambiante. Entendió que la conciencia del ser humano se había transformado profundamente en 1895, que el pensamiento contemporáneo solo podía expresarse mediante efectos dinámicos y de montaje, y que, en adelante, solo podríamos entender la realidad en la medida en que entendiéramos sus imágenes. El mundo y las imágenes habían llegado a confundirse. Se alineaba así con Freud, con Benjamin, con Warburg, con Eisenstein y con muchos de los grandes pensadores del siglo XX, que anunciaron que la distancia entre nuestro mundo y el de las imágenes era cada vez más pequeña. En ningún lugar como en el cine ha quedado expresada esa gran tempestad que fue el siglo XX, que la obra de Deleuze se atrevió a surfear. Su defensa del cine como expresión del mundo es mucho más que un llamado al humanismo: es un verdadero acto de fe.

En la última parte de libro (capítulo 7) aclarás que “despertaste del sueño cinéfilo”. Como la astilla del mismo palo, ahora parecería que hablás de la cinefilia desde la vereda de enfrente. Se te lee enojado: “un artificio ingenioso”, “artilugio cultural fastuoso”, la referencia a Deleuze (que creo que era más un teórico que un cinéfilo stricto sensu), “urdieron estrategias intelectuales” (el verbo “urdir” tiene una connotación conspirativa). Creo que generalizás demasiado: “cambiaron su visión irreflexiva por otra más astuta, etc.” ¿A qué cinéfilos te referís, que pasaron de la ingenuidad a la “ciencia de la mirada”? Porque los críticos de los Cahiers ya desde un comienzo sometieron el cine a una reflexión profunda…

En un momento dado, quizás a partir de los años 70, la cinefilia, que había sido un fabuloso y enriquecedor combate entre una pulsión conservadora y otra progresista de la visión del arte, tendió inevitablemente hacia la melancolía y el revisionismo. El conservadurismo —como suele ocurrir— ganó la partida, y la cinefilia dejó de luchar contra la sumisión del cine al capital. El carácter utópico del cine como creador de una nueva conciencia fue desapareciendo, y en su lugar se impuso un tratamiento convencional de los argumentos más dogmáticos de la cinefilia clásica. No creo que haya que culpar a nadie, aunque sin duda es posible encontrar pruebas de este cambio en los mismos espacios que en otra época fueron el epicentro del despertar de la conciencia cinéfila. Leer las ideas del joven Olivier Assayas en Cahiers du cinéma sobre la importancia del «autor» en la creación cinematográfica es realmente deprimente. El cine, ese gran universo en expansión, entró en contracción. Hoy observamos los frutos de ese Big Crunch por todas partes: las películas y las series remiten a estéticas y narrativas de los años 80, los remakes y reboots invaden las carteleras; también el cine de autor se ha convertido en una copia de sí mismo; en pleno 2021 somos incapaces de dar una definición creíble del cine que no pase por la industria de Hollywood. Estamos de lleno en el simulacro de un cine de otra época. La pulsión conservadora de la cinefilia, con sus ansias de distinción, ha condenado al cine a repetirse a sí mismo.

“Está bien amar el cine, pero no hay que confundir ese amor con el de una madre”. ¿La cinefilia sería una forma de infantilismo, de edipismo crítico?

Es posible que por momentos lo haya sido. De ahí la obsesión de muchos cinéfilos con la experiencia cinematográfica de la infancia, que tan bien se cuenta en esa película por lo demás espantosa: Cinema Paradiso. En cualquier caso me gusta que hagas este apunte de tintes psicoanalíticos, porque el cine ha sido un fenómeno psicológico muy poderoso. En este sentido, creo que deberíamos hablar menos de la historia del cine y más del cine en la historia: de sus efectos en nuestro comportamiento, en nuestro pensamiento y en nuestro inconsciente. Cuando los historiadores del cine se remontan a los orígenes, a finales del siglo XIX, se contentan con reconstruir los medios técnicos, ópticos y químicos que llevaron al desarrollo del invento de los hermanos Lumière, y lo tratan como un invento teatral, relacionado con otros aparatos ilusionistas del siglo XIX. Creo que es un error. Deberíamos prestar más atención al hecho de que el cine nació casi al mismo tiempo que el psicoanálisis de Freud y la psicohistoria de Warburg, e incluso que la relatividad de Einstein. El cine es mucho más que un arte o que un entretenimiento: su nacimiento forma parte de un momento de transformación a gran escala de nuestra percepción del universo sensible.

Tomado de: Página/12

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