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Aquel verano del 61

Por Senel Paz

El 60 aniversario de Palabras a los intelectuales ha motivado numerosas acciones, quizás ya demasiadas. Desde el cine quisimos participar con algo que no quedara en festejo de cumpleaños, sino que pudiera aportar alguna utilidad y nos produjera emoción a nosotros mismos. Así surgió este libro, como un impulso colectivo. No es un libro de nadie, no es un libro de autor, sino de todos, incluido el futuro lector.

Contó con el decidido apoyo de Ramón Samada, presidente del ICAIC, quien metió entusiasmo pero no la mano; la experiencia de Mercy Ruiz, directora de Ediciones ICAIC, que sonríe mucho para que no te des cuenta de que lleva recio; y con la labor editorial de Carla Muñoz, Beatriz Rodríguez y del diseñador 10K, entre otros muchos. Un equipo multigeneracional y multigénero y una experiencia que juntó la calidad del acto laboral con la calidad del acto de dirección, una fórmula no tan frecuente que hace maravillas. Disfrutamos hacer este libro, aprendimos con él, aprendimos con Palabras…, nos divertimos y nos hizo más amigos. Toca a ustedes leerlo y juzgarlo.

Si uno desea un conocimiento y aprendizaje plenos de Palabras…, no se puede limitar al discurso de Fidel. No es lo único trascendental que ocurrió en aquellos tres viernes de junio del 61. Debemos incluir a los demás participantes, lo que sucedió y se dijo en las tres jornadas, el contexto histórico y cultural en que todo tuvo lugar, el discurso de Fidel en sí, y lo que posteriormente se ha meditado sobre ello en Cuba y fuera de ella. El tiempo, lo vivido, lo reflexionado, han enriquecido aquellos hechos y palabras y les han agregado sustancia y utilidad. Es lo que le da sentido a que volvamos sobre el asunto como algo vivo, no como a un fósil más o menos sagrado.

Este libro es un intento en esa dirección. No es una investigación, lo que propone es una dramaturgia con los materiales a mano, por tanto, una selección y ordenamiento específicos para facilitar al lector una visita personal y libre. Está pensado para el público en general, para quien no conoce nada, o lo conoce de modo fragmentado o inducido desde una óptica interesada. Ojalá interese a los jóvenes y salte el círculo de historiadores e intelectuales y de objeto acompañante en carpetas y bolsas de eventos y reuniones.

En este punto quiero subrayar que lo pensado sobre Palabras… por determinadas figuras nuestras, a estas alturas integra también el magma del tema, el cual ya no se pude entender con plenitud sin esos aportes. Entonces procedimos, bajo mi responsabilidad, a una selección de textos que a mi entender hace eficaz la dramaturgia propuesta y prepara al lector para enfrentar las secciones segunda y tercera. Por supuesto, hay otros textos importantes, pero nuestro libro no es una antología ni una valoración crítica, solo una incitación y un camino.

La sección con las transcripciones de las intervenciones de los asistentes a los encuentros de los dos primeros viernes, incluidas algunas de Fidel, es lo más interesante. Publicamos la versión más completa que pudimos conseguir. Con ello cumplimos con la urgencia de socializar este punto, y nos hicimos eco de la solicitud de algunos de nuestros intelectuales y maestros, y para que efectivamente se pueda hablar de diálogo en aquel episodio, escuchando a las dos partes. Si alguien tiene versiones más completas y exactas o que precisen o corrijan estas, no las ha compartido hasta el momento y lo invitamos a hacerlo. Este libro será feliz de ser trascendido cuanto antes.

Como ya señalé, lo único que sucedió hace sesenta años en la Biblioteca Nacional no fue que Fidel pronunció un discurso memorable, que sin dudas pronunció. También ocurrió que los artistas e intelectuales tuvieron la disposición de compartir sus inquietudes con los dirigentes de la Revolución, con los políticos, y acudieron al escenario donde podían hacerlo. Unos más y otros menos, fueron en general francos, abiertos, al tiempo que provocadores y a ratos irónicos, como es nuestra naturaleza. Pero no estaban movilizados por ninguna UNEAC ni nada, acudieron invitados pero por su cuenta y riesgo, con interés, con temores, reconociendo a sus interlocutores, y con ello establecieron lo que devendrá una tradición entre los intelectuales y artistas y, en particular, los cineastas: la de buscar el diálogo con los líderes, con los políticos, plantear preguntas, dudas, inconformidades, cuestionamientos, disidencias. Por fortuna, ha pasado de generación en generación, y no siempre bien comprendido, también después. Hay que decir que aquel grupo fue en parte visionario, y me parece que está claro que no hemos hecho bien al no estudiar a menudo y profundamente también sus palabras, nos gusten más o nos gusten menos.

En cuanto a Fidel, también estableció una tradición, dio una lección. Lo único que hizo no fue hablar, pronunciar un discurso. Habló sí, en particular en la del tercer viernes, pero escuchó con atención durante los dos anteriores, y entre unos y otros debe haber reflexionando y elaborado profundamente sobre lo escuchado. Para mí, ahí está su lección mayor. Le debemos tanto a Fidel cuando habló, como cuando guardó silencio. En lo que a él toca, el diálogo se produjo en el arte de escuchar, hablar, aprender del otro. Una vez sobre el escenario, es tan difícil y valioso hablar como escuchar. Lo saben muy bien los actores.

Dialogar requiere de esas dos actitudes. Don Miguel de Cervantes parece que no pertenecía a la vanguardia artística de su momento. Olvidó el principio y tuvo que corregirse en el camino. Recordemos que el Caballero de la Mancha, luego de tostarse leyendo libros y posiblemente algunos periódicos cubanos, se lanza al camino a deshacer los entuertos; pero el autor enseguida se da cuenta de que ha metido la pata y no le queda más remedio que hacerlo regresar a buscar a alguien con quien dialogar durante la aventura porque de lo contrario condenaba al personaje al soliloquio, y estos nunca hubieran sido tan ricos. Así apreció Sancho, el otro, y a partir de ahí más del ochenta por ciento de la gran novela es diálogo, donde uno y otro hablan, y uno y otro escuchan y aprenden entre sí, sin importar cuál es más lúcido o más loco.

En nuestro libro pretendemos que el lector viva la secuencia de Fidel luego de escuchar a los demás. Creemos que esa experiencia amplía el conocimiento de los hechos, y por otra parte ensancha el discurso de Fidel y lo hace más pleno en vez de disminuirlo, como tal vez se ha temido.

Concluimos el texto con un breve fragmento del discurso de Miguel Díaz-Canel en la clausura del noveno congreso de la UNEAC en 2019. No se trata de un gesto protocolar para cerrar con el presidente en funciones del país. Las reflexiones de Díaz-Canel sobre Palabras a los intelectuales en esa ocasión, a pesar de su brevedad, y que ni siquiera parecen obligatorias en el guion de su discurso, las entiendo esenciales para mirar Palabras… desde hoy y reconsiderar su actualidad y utilidad para nosotros. Lamentablemente, el propio Díaz Canel las ha superado con su intervención del otro día en el acto central por la efeméride, poniendo vieja nuestra cita. Tendremos que mandarle aviso de que no puede hablar de Palabras… sin consultarnos, porque nos echa a perder el libro y no tenemos más papel.

Y esto es todo, ya me cansé de hablar y vuelvo al silencio, que es mi preferido.

(Palabras del escritor y guionista Senel Paz en la presentación el 2 de julio en la Cinemateca de Cuba del libro Aquel verano del 61. Primer encuentro de Fidel con los intelectuales cubanos)

Tomado de: Cubacine

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Palabras de presentación del libro “Guerra culta…”

Por Nancy Morejón

Llegar hasta este punto, a este tiempo convulso desde sus inicios, ha sido un privilegio. No hay otra palabra para definirlo. La vida, generosa, abre sus puertas, otra vez, para darle paso a su esencia que no es otra sino respirar y pensar; ambas funciones, como acciones legítimas de la naturaleza humana, que a su vez nos han permitido ir escribiendo, de forma invariable, esa página que sea capaz de revelar sentimientos transparentes y, asimismo, esa posibilidad real, tangible, de aceptar la imaginación como una vía del conocimiento; o de prefigurar, al vuelo, el retrato en vivo de una sociedad cambiante a cada segundo por la energía de un proceso único que llamamos en Cuba Revolución.

Vale la pena detenerse sobre el libro que nos convoca hoy no solo porque sea, en verdad, un aporte al intercambio de ideas que se sustenta mediante la lectura inteligente y el ejercicio cotidiano de la investigación en el campo de lo que siempre conocimos como las Humanidades. Félix Varela, Enrique José Varona y José Martí ―cada uno a su modo y a su medida― fueron los primeros en enseñarnos a comprender la necesidad del arte en su función aleccionadora, desalienante y moral sobre todo en circunstancias de cambios perpetuos como nos ha probado la Historia, en letras grandes. El arte y la literatura forman parte de la cultura que defendemos hoy y ha sido defendida siempre y, como tales, son la historia misma de la nación en proceso revolucionario desde el 10 de octubre de 1868 hasta el 1no de enero de 1959, atravesando, por supuesto, aquella “guerra necesaria” proclamada un 24 de febrero de 1895 en plena voluntad de cambio en lo que conocemos como el Grito de Baire.

En mi juventud, escuchaba atenta los discursos de los héroes. Los de Fidel me cautivaban por aquella belleza, aquella capacidad de llegar a la acción mediante el conocimiento histórico de todo lo que se movió en la Isla, y sus archipiélagos, por alcanzar la dignidad plena de sus habitantes sin escudriñar origen de clase, el factor étnico o social o bien su género.

Hemos querido esta Isla enorme en su fragor de independencia, libertad y soberanía. No ha sido otro el móvil que nos ha lanzado a los cuatro vientos y mares antillanos en nuestra búsqueda perpetua de una identidad que se ha ido rehaciendo según las circunstancias.

Vuelvo a decir, por eso, que es un privilegio poder presentar este ameno y atractivo volumen que incluye reflexiones, testimonios, tanteos programáticos, apuntes, aproximaciones, propuestas a corto y largo plazo, sobre el incesante quehacer intelectual de Cuba en la expresión de varias generaciones.

Concebir esta recopilación, tal cual es, resulta un hallazgo mientras nos demuestra una apreciación sabia de la tradición nacida, precisamente, de Palabras a los intelectuales en 1961. Porque los textos aquí presentes no solo marcan un insoslayable síndrome generacional sino que, paradójicamente, comprueban la necesidad de revisar la experiencia histórica cuyo marco de referencia, por ejemplo, recibe un excelente análisis pocas veces frecuentado por la historiografía nacional. ¿A cargo de quién? A cargo del escritor e investigador Rafael Hernández, cuyos saberes se han centrado, principalmente, en el estudio sistemático de cosmovisiones latinoamericanas, y su imaginario, cuyo lente se asienta en aquellas que se refieren al insólito intercambio académico entre Cuba y los Estados Unidos, prueba fehaciente del don de la resistencia que, como apostaba Alejo Carpentier, nos legaron los cimarrones desde su azarosa llegada a los archipiélagos antillanos desde finales del siglo XV.

Hernández (1948), gracias a su condición de testigo presencial, echa un enriquecedor vistazo sobre la vida editorial republicana ―en su mayoría proveniente de las escasas instituciones dedicadas entonces a la cultura―. Es un apreciable aporte la mirada suya sobre la gestión de algunas minorías de intelectuales que levantaron su voz para legitimar una producción puesta al margen, al menos, por los grandes consorcios.

Manuel Pérez Paredes (1939) y Magda González Grau (1956) aportan testimonios personales, de primera mano y de gran impacto, sobre la práctica de una política cultural ejercida tanto desde la realización de obras cinematográficas así como de la de los medios masivos de comunicación en una época en donde no existían ni las redes sociales ni el reino global de la tecnología electrónica.

Por su rigor y su enfoque, de una apuesta moral indescriptiblemente comprometida, se alza en este conjunto el breve ensayo Guerra culta y enfrentamiento de ideas en el pensamiento de José Martí, de Ibrahim Hidalgo, depositario, como se sabe, del legado martiano instalado, por derecho propio, en la luz de ese arco tangible, a lo largo del siglo XX, que va desde Juan Marinello hasta Cintio Vitier.

Las contribuciones de los más jóvenes no se hacen esperar y su perspectiva nos introduce en interpretaciones en donde la apuesta por el riesgo y la contradicción ―signos indiscutibles de su experiencia― confirman la evolución de nuestro pensamiento y ellos mismos, como pidió Fidel, en su discurso de la Biblioteca Nacional, un 30 de junio de 1961, son los que, ahora, estarán diciendo la última palabra.

La inestimable certidumbre de vida y libertad, de fiel resonancia de un sentimiento patrio compartido que aflora en los sugerentes y valiosos textos de Israel Rojas Fiel (1973), Yasel Toledo Garnache (1990), Fabio Fernández Batista (1988), Karima Oliva Bello (1982), José Ernesto Nováez Guerrero (1990) y Fernando Luis Rojas (1982) nos devuelven un especial sentido de pertenencia de una identidad, como la nuestra, fija en la opción de la historia que hemos vivido, hoy en el centro de cada debate.

Como bien advierte, con su sagacidad habitual, Graziella Pogolotti: Vivimos en la historia Porque, hijos de la historia, somos también sus hacedores. Este libro, Guerra culta. Reflexiones y desafíos sesenta años después de Palabras a los intelectuales es una necesidad imperiosa que introduce al lector en una suerte de caleidoscopio donde cada molécula, cada giro, confirma el talento de sus creadores para estudiar nuestro medio y, así, tender un puente de amor entre la perspicacia del trabajo intelectual y una Revolución más grande que nosotros mismos.

(Palabras de la poeta Nancy Morejón en la presentación el 2 de julio en la Cinemateca de Cuba del libro Guerra culta. Reflexiones y desafíos sesenta años después de Palabras a los intelectuales, de Ediciones ICAIC)

Tomado de: Cubacine

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Quince notas sencillas sobre “Palabras a los intelectuales”

Por Luis Toledo Sande @toledosande2

Fidel Castro pronunció Palabras a los intelectuales en circunstancias que hablan del valor reconocido al tema por el dirigente de una Revolución que, llegada al poder poco más de dos años antes, braceaba en pos de la institucionalización necesaria. Sin embargo, la historia de ese discurso también corrobora que ni calidad ni jerarquía bastan para librar a un texto de lecturas descaminadas. Felizmente ha sido y seguirá siendo objeto de estudios serios, como se ha confirmado en la conmemoración de su cincuentenario. Los siguientes apuntes rozan algunos asuntos fundamentales que contiene o se relacionan con él.

1/ Los días 16, 23 y 30 de junio de 1961 el jefe de la Revolución Cubana se reunió con escritores y artistas en la Biblioteca Nacional José Martí para tratar temas de la cultura. Al final de aquellas jornadas pronunció el discurso Palabras a los intelectuales. Hechos e ideas rebasaban cualquier anécdota. Dos meses antes se había librado en Girón la batalla contra una invasión mercenaria, y mientras continuaban el éxodo de los desafectos, y los sabotajes en las ciudades, crecían las bandas contrarrevolucionarias que operaban en el Escambray y otras zonas montañosas. Al despedir el duelo de las víctimas de los bombardeos con que aviones estadounidenses intentaron allanarles el camino a los invasores, el guía de la Revolución la proclamó socialista.

2/ Estaba en marcha la Campaña de Alfabetización, y en fortalecimiento el que devendría emblemático Ballet Nacional de Cuba y la propia Biblioteca donde se celebraron aquellas jornadas. Se había terminado de construir el Teatro Nacional y —aparte de hallarse en gestación la Unión de Escritores y Artistas de Cuba— se habían creado, entre otras instituciones, el Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos, la Casa de las Américas, la Orquesta Sinfónica y la Imprenta Nacional. Esta última propició que el líder convocara al pueblo no a creer, sino a leer.

3/ Se avanzaba en la preparación de instructores de arte y en la creación de escuelas para formar artistas. Como parte del crecimiento educativo general del país, se fomentaban las manifestaciones culturales en beneficio del pueblo, que no solamente sería destinatario de aquellas en campos y ciudades, sino también aportaría creadores y protagonistas.

4/ El recio bloqueo sumado por los Estados Unidos a sus actos contra Cuba, agravó los problemas económicos que a ella le urgía resolver. Semejante contexto, vale reiterarlo, confirma la importancia que la dirección del país reconocía a la cultura para la vida de la nación.

5/ Como se ha dicho, no se ha publicado casi ninguna de las intervenciones de los escritores y artistas presentes en los encuentros de la Biblioteca, pero la trascendencia que estos tuvieron, y que se aprecia en el diálogo visiblemente resumido en el discurso culminante, muestra una verdad que se ratificaría en cada nuevo hecho: el respaldo activo de la mayoría de la intelectualidad cubana a la Revolución.

6/ En ocasiones se tiene la impresión de que Palabras a los intelectuales ha sido más citado que leído, y no siempre se ha citado bien. Se ha reiterado una de sus frases más aforísticas: “Dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución, nada”, que líneas después se ratificó con esta variante: “Dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución, ningún derecho”. Pero a veces se han introducido alteraciones que la han convertido en “Dentro de la Revolución, todo; fuera de la Revolución, nada”. El falseamiento —fuera en lugar de contra— lastima el sentido de unidad sustentado en un discurso que convocó también —para defender a la patria y al pueblo— a quienes no fueran revolucionarios, pero sí honrados. A ellos destinó una comprensión particular, pues enfrentarían una contradicción que para “un artista o intelectual mercenario […] no sería nunca un problema”. El líder sostuvo: “La Revolución no les puede dar armas a unos contra otros, la Revolución no les debe dar armas a unos contra otros”. Esa orientación merecía imponerse cuanto más arreciara la lucha ideológica frente a las acciones desembozadas o encubiertas de un enemigo que, entre otras ganancias, buscaría cultivar resquemores y paranoias en el seno de nuestra sociedad.

7/ El discurso ratificó un deber, más que derecho, de la Revolución: defenderse, como obra transformadora que seguiría costando grandes esfuerzos y aun sacrificios de vidas, y a la cual la historia le daba y da lecciones. Hoy en el mundo se habla poco de la Comuna de París; pero junto con los elogios que solía recibir era común recriminarle que no se hubiese defendido eficazmente. ¿Por qué desaprobarle a la Revolución Cubana su voluntad de no cometer una falta similar? La defensa de una Revolución —hecho convulso y complejo— puede también incluir errores; pero ninguno sería más grave que renunciar a defenderse, y los obstáculos a enfrentar no eran nuevos. José Martí, en su discurso Con todos, y para el bien de todos, advirtió: “Se nos echarán atrás los petimetres de la política, que olvidan cómo es necesario contar con lo que no se puede suprimir,—y que se pondrá a refunfuñar el patriotismo de polvos de arroz, so pretexto de que los pueblos, en el sudor de la creación, no dan siempre olor de clavellina”.

8/ Quizás una indagación cuidadosa mostraría nexos entre la alteración lexical de Palabras a los intelectuales ya mencionada y errores en la aplicación de nuestra política cultural, agravados por el Congreso Nacional de Educación y Cultura, de 1971. En la estela de ese foro se dio lo que Ambrosio Fornet llamó “quinquenio gris”, que todavía debe seguir estudiándose, no con mero fin de erudición o cambio de nombre, sino para que no se repita lo que se hizo mal. Con el propósito de afinar la política cultural se tomaron medidas como fundar, en 1976, el Ministerio de Cultura. Se disolvió el Consejo Nacional, que existía desde antes de junio de 1961.

9/ Una obra humana, por grande que sea, es imperfecta. Pero lo más aleccionador tal vez no esté en identificar los actos individuales que condujeron a las costosas fallas, sino en determinar hasta qué punto ellos pudieron prosperar, o mantenerse, porque en determinado momento fueran considerados beneficiosos para la Revolución y su defensa. Pasado el tiempo, parece que —intenciones aparte— desde dentro algunos hechos estuvieron a punto de dañarla como si hubieran sido lanzados contra ella desde fuera.

10/ Los temores de algunos de los participantes en aquellos encuentros, celebrados dos meses después de proclamarse el carácter socialista de la Revolución —y de otras personas, intelectuales o de otras ocupaciones, que no estuvieron allí—, no surgían del aire. Hoy huelgan las explicaciones si tenemos en cuenta en qué pararon el campo socialista europeo y la propia Unión Soviética. Ya entonces el líder cubano se refirió a esos temores, glosando tal vez expresiones escuchadas en los encuentros de la Biblioteca: “¿Vamos a suponer que nosotros tenemos el temor de que se nos marchite nuestro espíritu creador, ‘estrujado por las manos despóticas de la revolución staliniana’?”

11/ La trascripción del discurso testimonia que la forma risueña como se percibe que el dirigente habló, suscitó risas. Y ojalá todo hubiera podido quedar en el terreno del ingenio y la broma. Aún no se había constituido el Partido Comunista de Cuba, y funcionaban las Organizaciones Revolucionarias Integradas (ORI). Estas, a contrapelo de la mayoría de sus integrantes, fueron utilizadas por un grupo que —al decir de Fernando Martínez Heredia en uno de los acercamientos a Palabras a los intelectuales en su aniversario 50— “pretendió, en pleno Caribe, expropiar la revolución popular y convertir al país en una ‘democracia popular’ como las que dirigía la URSS en Europa”. Tampoco sería exacto suponer que semejante desviación la propiciaron solo personas que, desde antes de 1959, por opción ideológica tenían como el modelo a seguir el Estado cuya dirección pasó de Lenin a Stalin. Pero, por importantes que algunas personalidades sean, no reduzcamos la interpretación histórica a contingencias de individuos, ni olvidemos las huellas que pueda haber dejado entre nosotros lo que fue después de 1961 la necesaria vinculación de nuestro país con el campo socialista, y especialmente con la URSS. Tampoco es cuestión de suponer que en aquellos lares todo se hizo mal. Semejante juicio sería tan injusto como otro que se está haciendo sentir: identificar con el disparate, sin más, los años que hasta ahora hemos dedicado al afán de construir el socialismo.

12/ Palabras a los intelectuales contiene principios que estuvieron, han estado y merecen seguir estando en el núcleo de nuestra más acertada política cultural. A pesar de las condiciones harto difíciles en que nació, el texto —explícitamente dirigido a una generación “sin edades”— refrendaba incluso el derecho de los creadores artísticos y literarios de todos los credos religiosos, y aun políticos —hasta los de quienes no fuesen revolucionarios—, para vivir y producir en la Revolución, sin restricciones estéticas, mientras no intentasen servir al enemigo contra ella y destruir una obra de transformación hecha por y para la inmensa mayoría del pueblo. De ahí también que el discurso señalase como un deber fundamental de la Revolución el merecer que esa mayoría se identificara con ella. La aspiración sigue convocándonos hoy.

13/ Palabras a los intelectuales trazó un camino que libró a Cuba de quedar apresada en fórmulas autoritarias como las que tanto daño causaron en la Unión Soviética y en la generalidad del campo socialista europeo, y que acabaron haciendo frustrante y odioso el rótulo de realismo socialista. Fidel Castro sostuvo: “Permítanme decirles en primer lugar que la Revolución defiende la libertad, que la Revolución ha traído al país una suma muy grande de libertades, que la Revolución no puede ser por esencia enemiga de las libertades; que si la preocupación de alguno es que la Revolución vaya a asfixiar su espíritu creador, que esa preocupación es innecesaria, que esa preocupación no tiene razón de ser”. En otro momento expresó: “Creo que cuando al hombre se le pretende truncar la capacidad de pensar y razonar lo convierten, de un ser humano, en un animal domesticado”.

14/ Institucionalización y defensa debían marchar juntas, y el dirigente sostuvo una brújula cuyo valor, lejos de menguar, aumenta: “Se ha planteado muy seriamente un propósito, y por respetables que sean los razonamientos personales de un enemigo de la Revolución, mucho más respetables son los derechos y las razones de una revolución”, y ello “tanto más, cuanto que una revolución es un proceso histórico, cuanto que una revolución no es ni puede ser obra del capricho o de la voluntad de ningún hombre, cuanto que una revolución solo puede ser obra de la necesidad y de la voluntad de un pueblo. Y frente a los derechos de todo un pueblo, los derechos de los enemigos de ese pueblo no cuentan”.

15/ Sobre la necesidad de planificar recursos y objetivos, el jefe de la Revolución preguntó: “¿Quién va a discutir que hay que planificar la economía?” Pero defendió ideales y propósitos que hablaban, hablan, de un proyecto justiciero medularmente contrario, por su esencia, al economicismo y al pragmatismo, que corroen el espíritu; de un proyecto enfilado a sembrar o garantizar el triunfo de una espiritualidad sin la cual la Revolución Cubana no merecería lo que su guía dice de ella: “Se convierte en el acontecimiento más importante de este siglo para la América Latina, en el acontecimiento más importante después de las guerras de independencia que tuvieron lugar en el siglo XIX: verdadera era nueva de redención del hombre”.

Tomado de: Blog del autor

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Entornos de Palabras a los intelectuales

Comandante Fidel Castro Ruz

Por Jorge Fornet

1.

“Envidio al hombre que salió desnudo por la calle, envidio a ese otro que asombró a La Habana con sus bigotes de gato, envidio al que se hizo el muerto para burlar al sacerdote, y por supuesto, a Fidel Castro entrando en La Habana”. Todavía no había ocurrido esto último, es decir, eran los primerísimos días de enero de 1959 (concretamente el día 6), cuando el autor de esas líneas, Virgilio Piñera, le escribía a su amigo Humberto Rodríguez Tomeu contándole que una de esas noches se vio obligado a salir a la calle en busca de vituallas, y al llegar a San Rafael y Amistad un miliciano –a juzgar por la descripción, alguien recién llegado a la ciudad como parte de las tropas triunfantes– le puso un fusil en las manos y le pidió que lo sostuviera hasta que él regresara. “Estuve veinte minutos con ese rifle”, escribe Piñera; “imagina mis terrores y mi indecisión: no sé manejar ese artefacto”. No es difícil imaginar la escena, puesta ahí para ilustrar una afirmación precedente: “los cubanos del interior de la Isla son seres totalmente distintos a los de La Habana. Tipos fabulosos”. Es obvio que Piñera no se refiere a cualquier persona “del interior” puesto que, en rigor, él también lo sería, sino a ese nuevo sujeto que poblaría el imaginario de la Revolución: el guajiro (entendiéndolo ahora como el hombre de campo que se sumó de un modo u otro a la gesta revolucionaria). La presencia de tal sujeto inundaría en lo adelante relatos, fotografías y películas, donde lejos de ser visto como alguien pintoresco, se le percibe en buena medida como autor de la Revolución y su principal beneficiario. Con él en primer plano la definición misma de pueblo resulta más inclusiva.

No es difícil tampoco pensar aquella escena metonímicamente: el representante del pueblo, más aún, la Revolución misma, ponen en manos del escritor un artefacto –es ella misma un artefacto– capaz de provocar indecisión, y hasta terror, pero con el que deberá aprender a lidiar a partir de ahora.

2.

Alucinados por las transformaciones de todo tipo y por el trepidante ritmo de los acontecimientos, con frecuencia se pierde de vista lo evidente. En un ensayito de 1967, “El mundo sobre sus pies”, Edmundo Desnoes desmentía a quienes decían que esos primeros años del proceso revolucionario eran, ante todo, “una etapa práctica, material, de carne”, y lo hacía afirmando que en realidad nunca se había vivido en Cuba “con más espíritu, con una mayor dosis de valores éticos”. Y añadía algo que resulta esencial: “La primera etapa de una revolución auténtica es profundamente alma aunque hablemos hasta por los codos de la materia”. Cabría agregar que lo primero que trae consigo una Revolución es eso: un nuevo lenguaje, un modo inesperado de mirar las cosas. En 1961 la Casa de las Américas publicó un libro preparado por Calvert Casey, Cuba: transformación del hombre, que se anunciaba desde la nota de solapa y las palabras preliminares, extrañamente, como un “número especial” de la revista Casa de las Américas. El volumen recoge textos sobre Cuba de más de una veintena de autores, en su mayoría extranjeros. Varios de ellos insisten en esa renovación del lenguaje, o a veces, como en el caso de Ernesto Sábato, en cómo el lenguaje puede ser torcido por los adversarios del proceso cubano; recuerda que en el número de Sur dedicado al sesquicentenario de la Revolución de Mayo se refirió al “fariseísmo lingüístico que nos aqueja”, a la falsificación del sentido de las palabras y a la “delincuencia semántica” que permitió el apoyo o el silencio cómplice ante Trujillo, mientras con Cuba se descubre instantáneamente la vocación por los gobiernos democráticos, el odio a las tiranías, el desprecio por los hombres fuertes y la sagrada furia en defensa de las libertades. Para Carlos Fuentes, por su parte, “la Revolución Cubana ha devuelto su sentido recto a las palabras: la libertad es la de todos, no la de unos cuantos; el progreso es para la mayoría y no para una casta; la patria no es una palabra de aniversario, sino el esfuerzo diario de todo el pueblo; la soberanía no es una excusa oratoria, sino una lucha concreta por rescatar la riqueza y la dignidad nacionales”. Me interesa destacar, de ese volumen, una reflexión de Pablo González Casanova, para quien nada resulta más impresionante en la Revolución Cubana que ver cómo toda su transformación social, “se hace trasmitiendo al pueblo los procesos mismos del razonamiento político y no sólo sus resultados”. La gran novedad, para él, es que las frases hechas y las consignas ocupen un lugar muy secundario ante “la comunicación de la reflexión política, de la sabiduría política entre las grandes masas”. “Esto es lo más sorprendente, lo más novedoso, que a las masas no se les comuniquen sólo los resultados del pensamiento sino que se les comunique el pensamiento”, es decir, “que no se les entreguen sólo las conclusiones, sino los supuestos, las bases, los puntos de partida”. “Eso es lo más extraordinario de Cuba”, concluye González Casanova: “un pueblo entero que razona”.

3.

La presencia de autores latinoamericanos en catálogos cubanos se hizo inmediata tras el triunfo revolucionario. Basta ver las publicaciones de los años 1959 y 1960 para notar el giro que se produce dentro del movimiento editorial cubano, tanto por parte de las editoriales estatales o institucionales como de las privadas. La Casa de las Américas apenas comenzaba a publicar sus primeros títulos, cuando ya la Imprenta Nacional de Cuba y otras editoriales más modestas publicaban libros latinoamericanos. Mezclados con clásicos cubanos, títulos del marxismo, la recién descubierta literatura soviética y hasta algunos hitos del anticomunismo que aparecían entonces como parte de la confrontación ideológica, era posible encontrar obras de, por ejemplo, Juan José Arévalo, Miguel Ángel Asturias, Mariano Azuela, Carlos Luis Fallas, Rómulo Gallegos, José Carlos Mariátegui, Jorge Ricardo Massetti, Pablo Neruda, Horacio Quiroga, José Eustasio Rivera, Manuel Scorza y Gregorio Selser (con un volumen dedicado a Augusto César Sandino).

No es extraño que como parte de esa consciente reinserción en el ámbito latinoamericano, Alejo Carpentier dedicara su discurso en el Primer Congreso de Escritores y Artistas, celebrado entre el 18 y el 22 agosto de 1961 (y recogido con ligeras variantes en Tientos y diferencias bajo el título “Literatura y conciencia política en América Latina”), a establecer la tradición del intelectual “comprometido” en el Continente desde el siglo XIX hasta hoy. En un gesto raro para el momento, al hablar de los latinoamericanos, Carpentier extiende la noción a esos “latinos” de América que hablan portugués, inglés, francés, maya o creol. Por cierto, ese discurso concluye convocando para el 28 de enero del año siguiente, es decir, coincidiendo con el natalicio de Martí, a un amplio Congreso Latinoamericano de Escritores y Artistas que no llegó a producirse.

De igual modo, la fascinación que Cuba despertó en intelectuales de todas las latitudes, fue inmediata. Algunos se rindieron a ella muy pronto; otros –ajenos en principio a lo que estaba ocurriendo– fueron siendo conquistados poco a poco. En la carta que Julio Cortázar envió a Roberto Fernández Retamar el 10 de mayo de 1967 como colaboración para el número 45 de Casa de las Américas dedicado a la “Situación del intelectual latinoamericano”, recordaba que cuando fue invitado por primera vez a la Isla, en 1963, para integrar el jurado del Premio Literario de la Casa, acababa de leer Cuba, isla profética, de Waldo Frank, “que resonó extrañamente en mí, despertándome a una nostalgia, a un sentimiento de carencia, a un no estar verdaderamente en el mundo de mi tiempo, aunque en esos años mi mundo parisiense fuera tan pleno y exaltante como lo había deseado siempre y lo había conseguido después de más de una década de vida en Francia”. Ahora el mundo parecía girar al revés. El viejo drama del intelectual latinoamericano (que podría resumirse en el verso de Martínez Villena: “qué hago yo aquí, donde no hay nada grande que hacer”), coronado con el sueño parisino, cambia su sentido.

4.

Cuba, isla profética (1961) fue fruto de una estancia de su autor en Cuba, invitado por los ministros de Educación y de Relaciones Exteriores, Armando Hart y Raúl Roa, para escribir un “retrato” del país. De ellos –reconoce Frank– recibió las facilidades que le permitieron dedicar dos años a prepararlo. Una de sus preocupaciones, muy propias del momento, era el grado en que Cuba adoptaría los valores “democráticos”, asediada por las presiones estadounidenses y la seducción soviética. “Todavía antes de los embargos y los boicots” –y entonces Frank no imaginaba que un año después de la publicación de su libro el gobierno de los Estados Unidos implantaría contra la Isla un embargo mucho más despiadado–, “preparamos la escena para lo que ha ocurrido. Actuamos de modo que ofrecimos a Cuba esta alternativa: morirse de hambre o negociar con Rusia. Y alzamos las manos, piadosamente horrorizados, cuando los cubanos no eligieron el hambre antes que ofender a nuestra Doctrina Monroe. Obligamos a Cuba a ser libre… o dejar de existir”. Para Frank, obligar a Cuba a dedicar todos sus recursos y energías a la defensa, implicaba perder la oportunidad de que se implantara la democracia en el país: “Atenas podría encogerse y hacerse rígida y convertirse en Esparta”.

Poco después de leer esto, por puro azar, cayó en mis manos el hermoso libro de Ryszard Kapuściński Viajes con Heródoto, en el que su autor recuerda una anécdota contada por el historiador: Mardonio, comandante de los persas, lanza su ejército contra Atenas. Al llegar descubre que la ciudad ha sido abandonada y sus habitantes se han refugiado en Salamina. Resuelve entonces enviarles un emisario con la propuesta de que se rindan y reconozcan al rey Jerjes como su soberano. La autoridad suprema de Atenas, el Consejo de los Quinientos, escucha el mensaje que lleva el emisario, mientras una multitud de atenienses sigue atenta las deliberaciones. Todos escuchan también el discurso de uno de los miembros del Consejo, Lícides, partidario de pactar con los persas. Al oírlo, los atenienses montan en cólera, rodean al orador y, acto seguido, lo lapidan. Kapuściński comenta entonces la aparente ironía de que “en la democrática Grecia, orgullosa de la libertad de palabra y de pensamiento”, uno de sus ciudadanos haya sido lapidado por expresar públicamente su opinión. “Lícides, sencillamente, ha olvidado que hay una guerra en curso, y cuando hay guerra todas las libertades democráticas, la de expresión entre ellas, quedan suspendidas”.

5.

En 1960, recordando los primeros meses del año anterior, diría Fidel Castro: “en aquellos días, como ustedes recuerdan, todo el mundo estaba con la Revolución, y ¿cómo era posible?, ¿cómo era posible que todo el mundo estuviese con la Revolución?, ¿por qué? Unos, porque tenían esperanza de que fuera una Revolución de verdad, y otros porque tenían esperanza de que fuera una Revolución de mentira”. La Revolución de verdad, inevitablemente, iba a generar inclusiones y exclusiones. También límites y divisiones en torno a los cuales se producirían consensos. Jorge Mañach, por ejemplo, dejó claro desde fecha muy temprana, y un año antes de que él mismo abandonara el país, cuáles eran los límites legítimos de la libertad. En “Dos cartas del exilio” (artículo aparecido en Bohemia el 4 de octubre de 1959), respondía a dos “señores”, “que la única libertad que hoy falta en Cuba es la libertad para desvirtuar la Revolución. O la de aquellos que antes contribuyeron a quitarnos a todos los cubanos la libertad que teníamos”. Pocos meses después, desde las páginas de Lunes de Revolución (30 de abril de 1960), Virgilio Piñera afirmaba en “Espíritu de las milicias”: “La moral del miliciano puede resumirse en esos carteles que en estos días vemos colgados en todas las esquinas, en los edificios públicos, en las fachadas de los sindicatos. Sólo se componen de dos palabras: Patria o Muerte. Ellas bastan para denotar la disyuntiva que se vive: con la patria y por la patria, todo; sin la patria, nada”. Faltaba más de un año para que se desatara la polémica por la prohibición de exhibir PM en los cines, y ya reconocemos en esas palabras “ecos” de la frase más repetida del discurso de Fidel ante los intelectuales, en la Biblioteca Nacional, el 30 de junio de 1961.

6.

Tal vez el más conocido y leído de los libros que se escribieron sobre Cuba en los primeros años de Revolución fue Escucha, yanqui, de C. Wright Mills, que tuvo un éxito clamoroso cuando apareció en 1960 en los Estados Unidos, a la vez que suscitó la cólera de críticos y reseñistas, y el interés del FBI. Pronto el éxito se desplazaría a la América Latina, con la traducción publicada al año siguiente por el Fondo de Cultura Económica, de México. Narrado desde la perspectiva de un revolucionario cubano que se dirige a ese yanqui invocado en el título, aquel hace saber la enorme ventaja que los cubanos han tenido como revolucionarios: no haber atravesado el proceso terriblemente destructivo del estalinismo. “Somos revolucionarios de la época posestalinista”, afirma. Una vez sentada esa distinción, el narrador aborda un tema espinoso. Seguro de que la Revolución debe crear un orden social que no se vea amenazado por las viejas opiniones reaccionarias que han sido apoyadas, con frecuencia, por el arte y la cultura, asegura que “como revolucionarios, nos preocupa que el arte pueda llegar a perjudicar a la revolución”. En consecuencia, “quizá tengamos que limitar” la expresión artística. Los artistas deben escribir y pintar libremente, pero en un período revolucionario –se pregunta–, ¿existen o pueden existir las condiciones que permitan el florecimiento de una cultura plenamente libre? El personaje de Mills advierte dos escollos: la lucha interna de intereses, es decir, la revolución y la contrarrevolución, y la amenaza exterior, o sea la contrarrevolución con que nos amenaza tu gobierno. Es difícil en tales circunstancias, afirma, establecer las condiciones para una cultura absolutamente libre, y ese es “nuestro gran dilema”. “Quizá sólo haya una respuesta posible: en la medida en que la revolución se sienta menos amenazada, más pura será la libertad de expresión en Cuba. Cuando no sintamos ya que tenemos que luchar por la existencia, entonces –y en esa medida–, podremos pensar en la libertad de cultura y expresión.”

Ya se había desatado la tormenta en torno a PM; más aún, faltaban apenas cinco días para la primera de las reuniones de los intelectuales con las autoridades políticas y culturales del país en la Biblioteca Nacional, cuando Lunes de Revolución publicó el “Conversatorio con el poeta turco Nazim Hikmet” (11 de junio de 1961). Allí, ante un grupo conformado por algunos de quienes tendrían protagonismo en el conflicto y en las reuniones mismas, Hikmet volvió sobre algunos de los temas que preocupaban a los escritores cubanos, y no pudo ser más claro: si el escritor no tiene una posición contrarrevolucionaria, puede describir todos los conflictos, pero “yo estaría absolutamente de acuerdo con los dirigentes políticos de vuestro país si no dejan una manera contrarrevolucionaria de tratar los conflictos. En eso tienen absolutamente razón, porque eso que se hace, eso que se trata, es un poco más serio que una tragedia íntima de un intelectual con la Revolución. De eso depende la historia y el futuro de un pueblo”.

Frente a él, un sosegado Virgilio Piñera menciona que “el problema fundamental del miedo del escritor ante la Revolución, es que le es necesario domar la Revolución, como se doma un caballo. Cuando se doma la Revolución, el miedo se pierde, y entonces se pueden expresar todos los temas de la Revolución”. Hace ya mucho tiempo –basta leer lo escrito desde entonces– Piñera perdió aquel “terror” con que agarró un fusil en sus manos en los primeros días de enero de 1959. Ahora habla de otro modo, de manera casi juguetona, sobre los miedos del escritor, tópico sobre el que volverá cinco días después en la Biblioteca y que, distorsionado, se convertirá casi en una cause célebre.

7.

El escritor mexicano José Revueltas vivió varios meses en La Habana a partir de mayo de 1961, invitado a trabajar en el ICAIC. En su “Diario de Cuba” anota el 29 de junio, es decir, el día antes de que Fidel pronunciara las Palabras a los intelectuales: “Se discute ahora en los medios intelectuales el problema de si el arte debe ser ‘dirigido’ o no dirigido. El debate tiene sus ribetes absurdos, pero será interesantísimo”. Para Revueltas –quien además de reconocido narrador y comunista de toda la vida, era un agudo teórico– el problema radica en el “increíblemente bajo nivel teórico de los intelectuales, que quieren plantearse ‘conflictos’ y ‘sufrimientos’ subjetivos, que carecen de cualquier base en la realidad”. Discutir si debe haber o no una dirección social del arte o si está amenazada la “sacrosanta” libertad del artista es una “tontería”. La cuestión, según él, está en centrar el asunto y “combatir por igual a la derecha partidaria de la soberanía excluyente del arte, y a la izquierda dogmática partidaria de un arte de octavillas y por decretos”.

La también mexicana Sol Arguedas dio fe de su experiencia de aquellos días en el capítulo “Los intelectuales”, de su libro Cuba no es una isla, publicado por Ediciones Era en el propio 1961. Coincide con Revueltas en que la discusión (“la película [PM] fue mal atacada y peor defendida”), puso “en evidencia enorme confusión, falta de definiciones y poca meditación sobre los problemas discutidos”. También como él, percibe dos extremos que la parecen infundados: “Hubo exceso de sectarismos doctrinarios en algunos casos, y objeciones y temores infundados, en otros. A ratos parecía que la discusión versaba más sobre lo que pasó en Rusia, que acerca de lo que está sucediendo en Cuba. El fantasma del Doctor Jivago se paseaba por los telones, mientras sus padres, Pasternak y Stalin, se escondían, alternativamente, como acusados vergonzantes”. Fueron tan obvias las diferencias entre los presentes en aquellos debates, que en sus palabras Fidel aseguró que “si un niño de seis años hubiese estado sentado aquí, se habría dado cuenta también de las distintas corrientes y de los distintos puntos de vista y de las distintas pasiones que se estaban confrontando”.

En la calle, mientas tanto, esa confrontación –ya en otro plano– no se detenía pese a que la contundente victoria de Girón dejó bastante claro el panorama de quién era quién, así como de quiénes habían sido los vencedores. Sabemos que Revueltas no estuvo presente en la reunión del 30 de junio en la Biblioteca Nacional, pues como consta en su Diario le correspondió entonces hacer su primera posta de milicias. Esa misma noche estalló una bomba en las inmediaciones de 21 y L, mientras el Primer Ministro les hablaba a los intelectuales, y mientras el escritor –a pocos kilómetros de ambos sitios– acariciaba la culata de su Springfield, que él miraba “con una ternura inmensa”, pues “alguien ha grabado ahí con una navaja estas palabras: ‘Viva Fidel’”.

Poco más de un semana después –escribe el 9 de julio– una amiga le cuenta que el día antes, en el cine Mella, el público “formado de la antigua gente bien del Vedado, aplaudió a rabiar cuando aparece en la pantalla la bandera norteamericana en La vuelta al mundo en 80 días”. Ella no pudo soportar aquel ambiente y tuvo que abandonar la sala. El proyeccionista le confesó que había suprimido quince minutos de la cinta, “aquellas partes que considera susceptibles de ser aprovechadas por los reaccionarios”. Mientras en los medios intelectuales se discute y (con razón) se desaprueba la censura de una película, este censor “por cuenta propia” tiene un lado comprensible: no está siguiendo ninguna orden sino que ha decidido dar su pequeña y solitaria batalla; como el pueblo ateniense, ese proyeccionista se pone a lanzar piedras contra Lícides, encarnado en este caso por los espectadores que parecen rendirse ante un soberano extranjero.

8.

“Algunos neófitos y sarampionados de ultraizquierdismo”, ha recordado Graziella Pogolotti en su libro de memorias Dinosauria soy, se iban aglutinando y entretejían los “hilos de un entramado dirigido a conquistar el poder desde las Organizaciones Revolucionarias Integradas”. Su experiencia, vivida en la Biblioteca Nacional, le permite recordar que el propósito de aquellos ultraizquierdistas era socavar la autoridad de María Teresa Freyre de Andrade, directora de la Biblioteca, así como enturbiar la ejecución de una política de animación en todo el país que se manifestaba en la creciente suspicacia respecto a los intelectuales y a los técnicos de origen pequeñoburgués. “En nombre de los principios revolucionarios”, remataba Pogolotti, “el cerco amenazaba con cerrarse”.

Más dramáticos son los recuerdos de Alfredo Guevara, según se los contó al periodista Leandro Estupiñán. De acuerdo con ellos, un día en una reunión convocada por el PSP y presidida por Edith García Buchaca, se intentó poner un comisario en el ICAIC. “Yo no acepté”, recuerda, “y cuando salí de ahí, me fui directo a ver a Fidel”. Como Fidel no estaba, Alfredo se lo contó a Celia Sánchez, quien le respondió indignada que esa embestida estaba “pasando en todo el país. Nos tienen tomado el teléfono”. Y exclama, sorprendido e indignado, el presidente del ICAIC: “¡A Fidel! ¡Fidel vivía ahí!”. Eso pasaba –según nota Alfredo– en el mismo momento en que estaba teniendo lugar la polémica en torno a PM, lo que sin dudas contribuyó a acrecentar los temores entre quienes veían asomarse en el escenario nacional el fantasma del estalinismo.

Si bien los encuentros de los intelectuales con las autoridades del país y de la cultura, en la Biblioteca Nacional, fueron suscitados por la crisis producida por la prohibición de PM, lo cierto es que ese conflicto no se entiende del todo sin tener en cuenta ese otro fenómeno que he citado antes y que haría crisis en marzo del año siguiente: el provocado por el sectarismo. Si hubo un sitio en que este provocó daños irreversibles, dicho sea de paso, fue en Prensa Latina, donde llegó al punto de que su director, Jorge Ricardo Masetti, se viera empujado a renunciar en marzo de 1961. Tras él renunció también parte del equipo, entre cuyos miembros se hallaba Gabriel García Márquez, quien dio una versión tenebrosa de los sucesos, según la cual el grupo de usurpadores que sustituyó a la gente de Masetti se encargó de la desaparición de los archivos, “con el objeto de darle un acta de nacimiento distinta a Prensa Latina, porque esos artículos eran como debían ser, pero para un dogmático eran terriblemente heterodoxos y probablemente hasta contrarrevolucionarios”. “Y ahí se fue todo”, remacharía García Márquez: “Prensa Latina iba a ser una agencia ortodoxa, dogmática desde sus orígenes, y no iba a tener ese pasado dudoso”.

Otro testigo de aquellos días, y una de las firmas estrellas de la Agencia, fue Rodolfo Walsh, quien años después haría constar que “durante un breve período la burocracia y el sectarismo amenazaron la creación artística en Cuba”. Fue él, hasta donde sé, el primero en asociar el principio del fin de aquella tendencia con el momento que aquí nos ocupa: “El sectarismo no prevaleció. Como tantas veces, fue el propio Fidel Castro quien puso las cosas en su lugar, en un discurso memorable publicado luego con el título de Palabras a los intelectuales”. Como sabemos, la denuncia pública del sectarismo por parte del Primer Ministro tuvo lugar, en verdad, en sus intervenciones de los días 13 y 26 de marzo de 1962, casi nueve meses después del encuentro con los intelectuales. Que Walsh haya percibido que aquel diálogo fue el que “puso las cosas en su lugar”, revela el efecto que tuvo la voluntad inclusiva de las Palabras, dirigidas –como expresara el orador– a “esta generación sin edades en la que cabemos todos: tanto los barbudos como los lampiños, los que tienen abundante cabellera o no tienen ninguna o la tienen blanca”, puesto que “esta es la obra de todos nosotros”.

9.

Las palabras de Fidel a los intelectuales el 30 de junio de 1961, después de dos intensas sesiones de diálogo los dos viernes precedentes, no fueron mencionadas en la prensa. Quedaron como el colofón de una crisis al interior del campo intelectual. Tampoco fueron publicadas sino hasta un mes después en la revista Bohemia. Ni el Presidente Osvaldo Dorticós, ni Alejo Carpentier ni el propio Fidel las mencionaron en sus respectivos discursos en el Congreso de Escritores y Artistas que se inició mes y medio más tarde. Solo Guillén hizo una rápida referencia a ellas en algún momento, y no para mencionar la que terminaría siendo la frase más célebre de aquella Palabras. Tampoco Dorticós ni el ministro de Educación Armando Hart las mencionaron en el Primer Congreso Nacional de Cultura que tuvo lugar en diciembre de 1962. Sí lo hizo Edith García Buchaca, secretaria del Consejo Nacional de Cultura para decir que la política cultural “fue formulada ampliamente durante 1961 y expuesta en las conversaciones del Primer Ministro, compañero Fidel Castro, con los intelectuales y, posteriormente, en el discurso del Presidente Dorticós al Primer Congreso de Escritores y Artistas”. Lo hizo una segunda vez para recordar, simplemente, que la Revolución “está creando las condiciones para que pueda producirse la verdadera selección natural de los talentos de que nos hablara el Primer Ministro en sus ‘Palabras a los intelectuales’”. Por su parte, Vicentina Antuña, Presidenta de dicho Consejo, recordó “aquellas históricas reuniones de la Biblioteca Nacional en que intelectuales y artistas intercambiaron impresiones con el compañero Presidente de la República y con el jefe de la Revolución, viabilizaron que la política del Gobierno Revolucionario hacia la cultura y hacia sus forjadores, fuera bien conocida y comprendida por todos”. Bastan esas omisiones o escasas referencias para notar que las mencionadas Palabras no nacieron con el protagonismo que adquirirían más tarde. No fueron “institucionalizadas” ni reiteradas “desde arriba” como un mantra. Más bien parecen haber ido creciendo “desde abajo”. El testimonio de un joven periodista peruano que visitó La Habana en octubre de 1962, es decir, antes incluso de aquel segundo Congreso muestran que ya entonces aquellas Palabras y la más célebre de sus frases circulaban como un talismán en el ambiente intelectual, aunque no alcanzaran la consagración de los discursos oficiales. Ese joven se sorprendía de lo que encontraba en las librerías cubanas, donde “no existe una censura destinada a preservar la pureza ideológica de las publicaciones”, por lo que no era raro encontrar “un ensayo pintoresco e inverosímil titulado: El espiritismo y la santería a la luz del marxismo”, que la vendedora le recomendó como “un ensayo muy interesante, compañero, de materialismo esotérico”. El hecho es que tanto esos detalles como su experiencia general en la Isla llevaron al joven periodista Mario Vargas Llosa a afirmar exultante (si bien confunde el escenario en que tal intervención tuvo lugar): “La afirmación de Castro ante el Congreso de Escritores Cubanos: ‘Dentro de la revolución todo; contra la revolución nada’, se cumple rigurosamente. En el arte y la literatura esto salta a la vista”.

10.

Una carta del poeta Agustín Acosta del 22 de enero de 1964 dirigida a José Antonio Portuondo agradece las “palabras afectuosas y enaltecedoras” que, sobre él, pronunció Portuondo en una conferencia publicada en el suplemento del periódico Hoy el día 5 de ese mes: “Trabajo hermoso, sereno y justo es el suyo”, escribe el poeta, quien añade: “Por encima de toda discrepancia ideológica coloca usted el respeto a la persona del escritor adversario, y aun reconoce los méritos del mismo, como ocurre con las citas que hace de Mañach y de Lamar Schweyer. Ojalá que fueran siempre así quienes en una lucha ideológica pretendan atraer a los neutrales o a los indiferentes”. Curiosamente, los términos en que habla Acosta recuerdan las palabras de Lenin citadas por Retamar en las reuniones de la Biblioteca Nacional: “no haremos de ningún amigo un neutral y de ningún neutral, un enemigo”. El hecho es que Portuondo cita aquella carta en su ensayo “Los intelectuales y la Revolución” (1965), donde advierte que la actitud que él ha seguido “no es otra que la del Gobierno Revolucionario expresada de modo tajante en las tantas veces citadas Palabras a los Intelectuales”, lo cual implica “la libre expresión de las ideas, del derecho, y aun del deber, de discutir las ideas, ya que no cabe coexistencia pacífica en el terreno ideológico, siempre que esa libre discusión no implique un ataque a la Revolución y, en todos los casos, respeto absoluto a la persona del adversario”. Pocas intervenciones han sido tan manipuladas a un lado y otro como las Palabras a los intelectuales. Aquella respuesta a una coyuntura particular se convertiría con el tiempo –en dependencia de la posición que ocupe el hablante– en detonante de la represión que se iniciaba en la cultura cubana o en símbolo irrefutable y garante de la amplitud de la política cultural del país. Ya sabemos que las cosas son mucho más complicadas, pero lo cierto es que ellas han generado una batalla por la interpretación que parece no cesar. Y lo más provechoso que pudiera ocurrirles a las Palabras de Fidel hace 60 años –para decirlo a la manera de González Casanova– es que no se congelen como consigna, como “resultado del pensamiento”, sino que se sostengan, se sigan sosteniendo, como pensamiento en sí mismas.

Tomado de: La Ventana

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Volver a Palabras a los intelectuales, 60 años después (II y final)

Por Elier Ramírez Cañedo @islainsumisa

Al contexto en el que se produce el encuentro de Fidel con los intelectuales el 16, 23 y 30 de junio de 1961, se añadía el hecho del arrastre de viejas y nuevas contradicciones personales, como las que habían existido entre los integrantes del grupo Orígenes y Ciclón, y las viejas querellas entre los asiduos de la Sociedad Cultural Nuestro Tiempo, los de los Cine Clubs existentes en la capital y los de la Cinemateca fundada durante la tiranía, divididos a partir de criterios sobre la creación y difusión cinematográfica.

En medio de este contexto minado por las desavenencias estéticas, ideológicas y personales en el campo cultural, urgía definir cuál iba a ser el camino que iba a adoptar el proceso cubano, pues, aunque desde enero de 1959 había señales claras que indicaban que se abría una etapa de amplitud y libertades para la creación artística y literaria, existía un temor real en determinados círculos intelectuales a que el fantasma del «realismo socialista» se impusiera en el panorama cultural cubano.

El líder de la Revolución estaba enfocado en la búsqueda de las vías más idóneas para hacer de la cultura patrimonio vivo del pueblo. En momentos en que ocurría la campaña de alfabetización, el hecho cultural más trascendente de la Revolución, era imprescindible sumar la vanguardia intelectual del país a la misión fundamental de lograr un cambio cultural, no solo en las estructuras de poder, instituciones, organizaciones y relaciones sociales, sino incluso a nivel de individualidades, única manera de alcanzar una real hegemonía cultural desde una perspectiva emancipadora.

«El pueblo es la meta principal»

Fue en medio de un intenso fuego cruzado y frente a un auditorio de profundo acervo cultural que Fidel, acompañado por otros compañeros de la dirección del país, pronunció sus célebres palabras, cuando aún no había cumplido 35 años.

Aunque sus palabras respondieron a un contexto, no quedaron atrapadas en él, de lo contrario no se hubieran convertido en un referente al cual aún tenemos que seguir regresando como brújula para nuestra política cultural presente.

En medio de circunstancias caracterizadas por una fuerte confrontación con poderosos enemigos externos e internos, que comprometían el destino de Cuba como nación, Fidel le concedió la más alta prioridad a estas reuniones. Fue en medio de ese escenario de guerra abierta y encubierta contra Cuba por parte del Gobierno de Estados Unidos, que Fidel dedicó largas horas de su tiempo a dialogar con los artistas e intelectuales.

Este discurso no fue solo un punto de partida, sino también un punto de llegada, pues desde mucho antes Fidel venía madurando sus ideas sobre lo que debía ser la política cultural de la Revolución.

No obstante, Fidel dedica una buena parte de sus Palabras… a despejar la duda sobre una posible variante tropical en Cuba del «realismo socialista»: «La Revolución no puede pretender asfixiar el arte o la cultura cuando una de las metas y uno de los propósitos fundamentales de la Revolución es desarrollar el arte y la cultura, precisamente, para que el arte y la cultura lleguen a ser un patrimonio real del pueblo».

Lamentablemente Palabras a los intelectuales han sido, en no pocas oportunidades, manipuladas o leídas de forma fragmentada. La frase que más se descontextualiza es cuando Fidel exclama: «dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución, nada», tratando de darle a esta expresión un viso excluyente, cuando se trata de todo lo contrario. Está claro que, sin una lectura completa del discurso, puede surgir la incógnita de cómo definir y hasta dónde, el «dentro» y el «contra». Mas Fidel responde de manera magistral esa interrogante –y me parece la frase más importante y a la vez menos citada de ese discurso–: «La Revolución solo debe renunciar a aquellos que sean incorregiblemente reaccionarios, que sean incorregiblemente contrarrevolucionarios». Con esta expresión estaba diciendo que podían existir, incluso, contrarrevolucionarios corregibles y que la Revolución debía aspirar a sumarlos al proceso. Además, que todos aquellos escritores y artistas honestos, que sin tener una actitud revolucionaria ante la vida tampoco eran contrarrevolucionarios, debían tener derecho y las oportunidades de hacer su obra dentro de la Revolución. Asimismo, Fidel esboza toda una serie de ideas para beneficiar a los artistas y escritores cubanos y estimular que su espíritu creador encontrara las mejores condiciones para desarrollarse, pero también puso énfasis en la necesidad de elevar la capacidad de apreciar el arte, así como el acceso democrático de todo el pueblo –al que llamó «el gran creador»– a la cultura: «Vamos a llevar la oportunidad a todas esas inteligencias, vamos a crear las condiciones que permitan que todo talento artístico o literario o científico o de cualquier otro orden pueda desarrollarse.

«(…) Vamos a echar una guerra contra la incultura; vamos a librar una batalla contra la incultura; vamos a despertar una irreconciliable querella contra la incultura, y vamos a batirnos contra ella y vamos a ensayar nuestras armas».

Esta intervención de Fidel marcó de alguna manera lo que podemos considerar los principios cardinales de la política cultural de la Revolución, no para ser interpretados de manera estrecha, sino en su más alto vuelo libertario. Que en los años 70 hubo distorsiones y serios errores, eso nadie lo puede negar, pero luego se rectificaron muchas de aquellas prácticas y se recuperó el camino trazado por Palabras a los intelectuales.

Con Palabras… Fidel inauguró, a su vez, un método, una concepción totalmente revolucionaria en la manera de relacionarse con los artistas e intelectuales cubanos, que ya había ejercido con otros sectores. Su presencia sería habitual en los congresos y consejos nacionales de la Uneac, organización con la que mantuvo, además, diálogos muy profundos en los momentos más difíciles del periodo especial. También sostendría importantes encuentros con los jóvenes artistas e intelectuales de la Asociación Hermanos Saíz (ahs) en 1988 y 2001. Habría muchas otras Palabras a los intelectuales de Fidel, textos que enriquecieron y contextualizaron las ideas expresadas por él en junio de 1961. Aunque a Fidel más que intelectual, le gustaba el calificativo de guerrillero, aquel 30 de junio de 1961, se confirmó, una vez más, en la historia de Cuba, que vanguardia política y vanguardia intelectual volvían a ser la misma cosa.

Mas no debe verse solo la trascendencia de Palabras a los intelectuales como un discurso dirigido solo a los intelectuales, pues Fidel allí plantea ideas que trascienden al sector artístico-literario y que tienen que ver con toda la nación y el proceso revolucionario en su conjunto, desde una visión sistémica. Y es que Fidel vio siempre la cultura en su concepción antropológica más amplia.

Palabras a los intelectuales sigue siendo un texto vivo, pero que continúe siéndolo dependerá de la savia creadora de nuestros artistas, intelectuales e instituciones, a la hora de traer al presente y proyectar hacia el futuro aquellas ideas de Fidel en medio de los nuevos desafíos culturales. A eso llamaba el Presidente de los Consejos de Estado y Ministros –hoy Presidente de la República– Miguel Díaz-Canel Bermúdez, en la clausura del IX congreso de la UNEAC, el 30 de junio de 2019, cuando expresó: «No concibo a un artista, a un intelectual, a un creador cubano que no conozca aquel discurso que marcó la política cultural en Revolución. No me imagino a ningún dirigente político, a ningún funcionario o dirigente de la Cultura, que prescinda de sus definiciones de principio para llevar adelante sus responsabilidades.

«Hay que hacer lecturas nuevas y enriquecedoras de aquellas palabras. Hacer crecer y fortalecer la política cultural, que no se ha escrito más allá de Palabras… y darle el contenido que los tiempos actuales nos están exigiendo».

Tomado de: Granma

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Palabras en la Biblioteca

Biblioteca Nacional José Martí (Foto de la época)

Por Graziella Pogolotti

Con el triunfo de enero de 1959 se abrieron las compuertas para viabilizar la más amplia difusión del arte y la literatura. Los escritores pudieron extraer los manuscritos que permanecían engavetados y darlos a conocer a través de una serie de editoriales. Los artistas plásticos fueron convocados a numerosos espacios expositivos y las obras más destacadas pasaban a enriquecer los fondos del Museo Nacional. Músicos y artistas escénicos profesionalizaron su labor que hasta entonces ejercían a modo de aficionados con enorme costo de sacrificio personal.

Las instituciones que fueron surgiendo desde el año de la victoria auspiciaron el desarrollo del trabajo creador y se convirtieron en focos para la formación de públicos y de propagación de ideas en el campo de la cultura. Nació la industria del cine. Se institucionalizó el diálogo con la América Latina. Se multiplicaron las revistas con perfiles variados. El impulso a la educación fomentó nuevos públicos que llenaron las salas de teatro, descubrieron los valores del ballet y se acercaron a la gran tradición literaria universal, latinoamericana y cubana. Para los artistas, estaba naciendo el interlocutor indispensable, razón de ser de la obra realizada.

De hecho, antes de que se formularan las definiciones conceptuales de la política cultural, se estaban estableciendo sus bases en la práctica concreta. Por otra parte, los escritores y artistas no tenían ligámenes con la sociedad derribada, que los había condenado a la soledad y a la penuria. En ella, refugiados en reductos de resistencia, se habían empeñado en hacer obra con vistas a un presente y un futuro que ofrecían escasas perspectivas de mejoría.

1961 fue un año decisivo en muchos sentidos. A partir de la Reforma Agraria, lesionados sus intereses, los Estados Unidos desataron una guerra contra la Revolución que adoptó muchas formas. Ofrecieron protección a los personeros del antiguo régimen. Brindaron el apoyo logístico para la sistematización de los sabotajes y alentaron la subversión interna, incluida la siniestra campaña que indujo a millares de padres a enviar a sus hijos, en total desamparo, a la nación vecina. Al mismo tiempo, se entrenaban los invasores de Playa Girón. Su derrota fulminante reafirmó la confianza de la nación en sus propias fuerzas, capaces de defender la soberanía del país respaldada por un proyecto de construcción socialista.

La radicalización del proceso y la necesidad de preservar el indispensable consenso social sugirieron la conveniencia de abrir un espacio para el intercambio de opiniones entre Fidel y los intelectuales. Sin agenda previa que coartara el ejercicio del criterio, fueron intensas jornadas.

De manera espontánea, los participantes abordaron, a partir de sus inquietudes personales, la más extensa variedad de asuntos. El espacio relativamente pequeño del teatro de la Biblioteca Nacional propiciaba la sensación de cierto grado de intimidad. En el fondo, la preocupación latente giraba en torno a la necesidad de preservar las distintas tendencias estéticas que anidaban la creación artística que configuraba el panorama cultural de la isla. Rondaban el ambiente, sobre todo, dudas acerca de que pudieran prevalecer los criterios de quienes aspiraban a instaurar las normativas del realismo socialista, a semejanza de lo ocurrido en la Unión Soviética, donde ese concepto cercenó el esplendor creativo de los años 20.

Un intercambio directo y desprejuiciado de esa naturaleza entre los intelectuales y la más alta dirección política del país no tenía antecedentes en Cuba. Tampoco suele ocurrir en otros países. Con su excepcional capacidad para captar las esencias de los problemas planteados, Fidel articuló sus palabras conclusivas ofreciendo respuestas implícitas a algunas de las cuestiones planteadas, a la vez que se proyectaba hacia un horizonte más amplio. La política cultural habría de ser inclusiva de tendencias estéticas y orientaciones filosóficas, integrada al proyecto democratizador que, simultáneamente, se implantaba en el plano de la educación. No quedarían talentos frustrados, abandonados a su suerte por falta de acceso a la formación especializada. Habría que encontrar fórmulas para ofrecer a las grandes mayorías las claves indispensables para el disfrute de la apreciación de las obras de arte.

Sacudida por conflictos internacionales y nunca desprovista de contradicciones internas, la larga lucha por la emancipación humana, en la cual la cultura desempeña un papel considerable, atraviesa mares embravecidos. La implementación práctica de los conceptos formulados en Palabras a los intelectuales sufrió momentos de retroceso cuyas consecuencias no pueden soslayarse. Pero supimos rectificar. Por distintas vías, la creación del Ministerio de Cultura de la mano de Armando Hart propició un clima creador de aliento descolonizador con renovada convocatoria internacional, visible en los festivales de cine, en el vínculo con las zonas más experimentales del teatro latinoamericano, en el impulso a las bienales de artes plásticas. La conjunción de vanguardia y tradición en la enseñanza artística se convirtió en ejemplo para instituciones similares de otros países.

En los duros años del período especial, el diálogo entre Fidel y los intelectuales, iniciado hace 60 años en las jornadas de la Biblioteca Nacional, se volvió más frecuente e intenso. Traspasó las preocupaciones de orden gremial. Siempre franco y abierto, se centró en los problemas que afectaban a la sociedad como resultado de la crisis económica. Algunos, como Fátima Patterson, lo han recordado con emoción en estos días. El consenso, forjado en las reuniones de la Biblioteca, se fortalecía de manera natural.

Es la hora de los hornos. La lucha por la emancipación humana sigue atravesando mares embravecidos. Los desafíos se han agigantado. En un mundo dominado por el empleo perverso de la desinformación, la falacia y la frivolidad, nos corresponde, mediante la permanente restauración del consenso, sustraer las esencias nutricias del grano de la paja que lo envuelve.

Tomado de: Juventud Rebelde

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Volver a Palabras a los intelectuales, 60 años después (I)

Por Elier Ramírez Cañedo @islainsumisa

El paso del tiempo obliga a nuevas lecturas de Palabras a los intelectuales. No son pocos los representantes de las nuevas hornadas de jóvenes que desconocen este memorable discurso del líder de la Revolución Cubana, Fidel Castro, pronunciado el 30 de junio de 1961 en la Biblioteca Nacional, así como las circunstancias en que se produjo, luego de largas jornadas de intercambios los días 16 y 23 entre la dirección del país y representantes de la vanguardia artística e intelectual de la Isla. «Dentro de la revolución todo, contra la revolución nada», es la frase a la que se recurre en muchos casos como único referente de las históricas Palabras…

Lamentablemente no están publicadas el resto de las intervenciones, en especial de los días 16 y 23, las cuales permitirían poner aún más en contexto las palabras de Fidel, que no fueron un discurso propiamente, sino una intervención construida a partir de las anotaciones que realizó en la medida que escuchaba pacientemente al resto de los participantes, haciendo solo breves preguntas e interrupciones. No obstante, muchos testigos presenciales de aquellas reuniones dejaron a la posteridad sus memorias de aquel encuentro  y se conserva también el audio de las palabras de Fidel, el cual nos permite captar el clima y el tono de ellas.

El detonante de la reunión había sido la prohibición de la exhibición del documental pm (pasado meridiano). Aunque el cortometraje, de 14 minutos, ya había sido estrenado en Lunes en tv en los primeros días de mayo, sería desautorizada su presentación en los cines del país, después de que Alfredo Guevara, como presidente del Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (Icaic), comunicara a Edith García Buchaca, secretaria del Consejo Nacional de Cultura,  el desacuerdo de la Comisión de Estudio y Clasificación de Películas del Icaic con la idea de su proyección masiva.

En la película, realizada por Orlando Jiménez  y Sabá Cabrera Infante, se mostraban las actividades nocturnas de divertimento en bares, clubes y cantinas de La Habana de una parte de la población, algo intrascendente si lo vemos a la luz de hoy, pero que en aquel contexto de 1961, cuando el país se encontraba movilizado y enfrentando masivamente las agresiones constantes del imperialismo, podía prestarse a otras lecturas, como de hecho ocurrió. El documental, aunque no dejó también de recibir elogios y críticas positivas, fue cuestionado por extemporáneo y nocivo a los intereses del pueblo cubano y su Revolución.

Ante las inconformidades surgidas con la censura de PM, se convocó a una reunión con un grupo de artistas y escritores el 31 de mayo en la Casa de las Américas, pero luego de acaloradas discusiones no se llegó a conclusiones definitivas. Se propuso que el filme fuera analizado por las organizaciones de masas y que estas dieran la última palabra, pero la consulta no llegó a realizarse. El 2 de junio, el periódico Hoy hizo público el acuerdo de la Comisión de Estudio y Clasificación de Películas del Icaic, lo que enrareció aún más el ambiente. Guillermo Cabrera Infante escribió una carta de protesta a Nicolás Guillén, quien presidía la Asociación de Escritores y Artistas. Fue necesario entonces aplazar el Congreso de Escritores y Artistas, en preparación, y que el Primer Ministro Fidel Castro pidiera al Consejo Nacional de Cultura la convocatoria a un amplio encuentro con los artistas e intelectuales en el que estuvieran presentes todas las tendencias.

Más allá de PM

Sin embargo, más allá de la censura del documental PM, que sirvió como hecho catalizador, había cuestiones más de fondo que gravitaban en el ambiente y que eran más urgentes atender por la dirección de la Revolución, como era la cuestión de  fraguar la unidad dentro del movimiento artístico e intelectual cubano e incorporar ese proceso al que ya se venía siguiendo con otros sectores y las fuerzas principales que habían encabezado la lucha contra la dictadura de Fulgencio Batista. Este sería uno de los frutos más inmediatos que se lograría a partir de las reuniones en la Biblioteca Nacional, cuando después de realizarse con éxito el primer Congreso de Escritores y Artistas, en agosto del propio año, quedara fundada la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (Uneac), cuyo primer presidente sería el poeta nacional Nicolás Guillén. Pocos meses después, desaparecerían Lunes de Revolución y Hoy Domingo como suplementos culturales, dando paso al nacimiento de la revista Unión y el magazine La Gaceta de Cuba, editados ambos por la Uneac. Fidel tenía plena conciencia de que se estaba produciendo una fuerte lucha interna por el control del aparato cultural entre tendencias con posiciones diversas e incluso encontradas en la manera de entender la relación entre política y cultura, por lo que era una cuestión impostergable intervenir para zanjar las desavenencias, evitando darle armas a unos contra otros y definir con claridad una posición, no con relación a lo ocurrido con pm, sino sobre los caminos que tomaría la Revolución en materia de política cultural.

El mapeo de las tendencias y grupos con diversas perspectivas y visiones sobre lo que debía ser la relación entre poder y cultura, resulta harto complejo, pero pudieran agruparse en dos grandes bloques a riesgo de esquematizar: un grupo se nucleaba alrededor del magazine cultural Lunes de Revolución y Carlos Franqui –había sido expulsado del psp antes de incorporarse al movimiento 26 de Julio– quien además de algunos canales de televisión, dirigía el periódico Revolución, órgano oficial del Movimiento Revolucionario 26 de Julio. Revolución publicaba, desde marzo de 1959, su semanario cultural Lunes de Revolución, a cargo de Guillermo Cabrera Infante. Defendían el compromiso militante del artista con la Revolución, pero también la no intromisión de la política en los asuntos de la cultura y la libertad sin formulaciones clasistas e ideológicas. Mantuvieron una posición crítica hacia figuras que consideraban representantes decadentes del pasado cultural y de la vieja generación, lo que los llevó a cometer errores de sectarismo y ataques innecesarios desde la publicación contra artistas e intelectuales imprescindibles de la cultura nacional, entre ellos: José Lezama Lima, Cintio Vitier, Samuel Feijóo, Alejo Carpentier y Alicia Alonso, lo que lejos de contribuir a la creación de un bloque intergeneracional en el mismo cauce del proceso revolucionario, incidía en la creación de brechas y conflictos generacionales desfavorables para la unidad en el frente cultural. Realizaron también no pocas críticas al psp desde el magazine, haciendo énfasis en sus errores pasados, lo que atentaba contra la intención del liderazgo de la Revolución de sanear las faltas anteriores y unir hacia delante a las principales fuerzas políticas que habían luchado contra la dictadura de Batista. Insistieron con frecuencia en incorporar más el legado internacional a la cultura cubana, así como la experimentación y búsqueda incesante de nuevos caminos en el arte. Se manifestaron contra cualquier asomo de estalinismo, pero una parte de ellos se escudaba en esa posición para enmascarar su profundo anticomunismo. El incidente de pm les sirvió de pretexto a algunos de este grupo para atizar el temor de que en Cuba se repitieran los excesos cometidos en la urss con los creadores. No obstante, Lunes de Revolución, como publicación impresa, dejó un importante legado histórico al lograr tomarle el pulso al acontecer cultural nacional e internacional de aquella época y realizar una intensa labor divulgativa.

Otro grupo, de manera general, tenía una proyección marxista-leninista exaltadora del compromiso político, aunque sus posicionamientos en la manera de entender la relación entre arte y política también diferían entre sí en no pocos matices. Dentro de este se destacaban figuras como Alfredo Guevara, Edith García Buchaca y Carlos Rafael Rodríguez, desde el periódico Hoy y su magazín cultural del domingo: Hoy domingo. Dentro de este conjunto, fundamentalmente en los redactores de Hoy, se postulaba el rescate y la revalorización del pasado cultural cubano como fortaleza para enfrentar al imperialismo estadounidense, pero algunos de sus miembros ciertamente asumieron o se acercaron a los lineamientos del «realismo socialista» para impulsar esos objetivos. Por supuesto, a nivel de individualidades las posiciones ideológicas eran más variadas.

Tomado de: Granma

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Palabras a los intelectuales: treinta años después

Biblioteca Nacional José Martí, escenario cultural donde se gestó Palabras a los intelectuales

Por Graziella Pogolotti

Cultura era ese espacio de diálogo en el cual se forja el ser de la nación

Compañeros y compañeras:

No sé muy bien si estoy aquí como Vicepresidenta de la UNEAC o como testigo de aquellas horas, de aquellos días, para nosotros inolvidables, que concluyeron en las ya conocidas Palabras a los Intelectuales, del compañero Fidel. Pienso que, quizás, esta última razón sea la que, por lo menos en mí, provoque una evocación más íntima y más profunda. Hoy, sentada aquí, de este lado, no puedo dejar de recordar aquellos días intensos, en que pasábamos juntos las horas, en este mismo local, en un agitado y controversial desorden, donde se dijeron cosas profundas, cosas brillantes, cosas que no lo eran tanto, como siempre ocurre cuando muchos hablan. Recuerdo que entrábamos y salíamos, que conversábamos por los pasillos que nos veíamos allá abajo, en el sótano y en la cafetería, donde proseguían el diálogo y el debate.

Con la distancia de los treinta años, creo que ese hecho memorable se produjo en circunstancias históricas que fueron mucho más allá de lo coyuntural. Hoy, pienso que podemos colocar ese acontecimiento en su marco justo, en su marco justo, en su marco exacto.

Con el triunfo de la Revolución, en 1959, los intelectuales y los artistas cubanos se habían encontrado, entre otras cosas, con la patria reconquistada, con la posibilidad real de hacer y construir la república martiana. Un 26 de julio, frente a esta misma Biblioteca Nacional, se reunieron medio millón de campesinos, a los cuales Fidel dijo que desde este momento, desde la Reforma Agraria, empezarían a dejar de ser ilotas. La nación, la patria, recuperaba en su integralidad su cuerpo y sus manos.

Una noche de agosto, de un agosto lluvioso, se habían nacionalizado las grandes empresas norteamericanas. Aquello, que pesaba sobre la conciencia nacional desde la fundación de la república neocolonial, aquello que había estado en la lucha de todos los revolucionarios, se había convertido, esa noche, en una realidad. La patria, la nación, recobraba también su riqueza.

En abril de 1961 se había producido la Victoria de Girón. Y esa patria recobrada había tomado también conciencia, en ese momento, que para hacerlo verdaderamente, para lograr la plena independencia, la soberanía y la justicia social, tenía que ser una patria socialista, que fue lo que defendimos en Girón.

Pero ese año 1961 era el Año de la Alfabetización. En esta misma Biblioteca Nacional se había hecho un hermoso anuncio que recogía una frase de Fidel: “La Revolución no te dice cree, la Revolución te dice lee.” Y habiendo recuperado el cuerpo, las manos, la riqueza, la Revolución también recuperaba su derecho al espíritu, su derecho al conocimiento, su derecho, por lo tanto, a la libertad plena del hombre. Y pienso que es en este contexto en el que hay que colocar la reunión de los intelectuales, que desembocó en las palabras de Fidel que sentaron las bases de una política cultural que nació de un diálogo profundo, intenso, rico, que se sustentó en una tradición de nuestra historia y de nuestra cultura, en una concepción de nuestra tradición que también conduciría más tarde, en 1968, a la formulación de la tesis de los Cien Años de Lucha, y que constituyó, sin duda, uno de los rasgos originales de la Revolución Cubana.

Tuve, personalmente, la posibilidad de comprobarlo algún tiempo después, cuando recorrí buena parte de lo que ahora llamamos la Europa del Este con una exposición de pintura cubana, una exposición en la cual estaban presentes todas las tendencias que la hacían dentro de la Revolución. Y a cada paso tuve que defender esa muestra, también variada y controvertida, apoyándome en las palabras, en el texto de Fidel de aquel inolvidable día. Porque, ciertamente, esa exposición, de variadas tendencias artísticas, era portadora de un mensaje de fuerza, de vitalidad, de afirmación de nosotros mismos, de autorreconocimiento, que en sí mismo constituía, también, una afirmación profundamente revolucionaria.

Y pude comprobar, en esos debates en otras tierras, cómo los errores cometidos en el plano de la política cultural contribuían a ir estableciendo quiebras en las relaciones entre los artistas y la dirección de la cultura en cada uno de esos países. Mientras, en el caso nuestro, por lo contrario, habíamos echado a andar juntos, unidos de la mano, conscientes de una historia, de un pasado común, de un presente unido y de un futuro al que todos conscientemente nos dirigíamos.

Originalidad de la Revolución Cubana en este aspecto, como en muchos otros, que de alguna manera explica la esencial fuerza vital de esta Revolución Cubana en los momentos difíciles que hoy nos ha tocado vivir. Originalidad de una Revolución que se  fundó en el conocimiento de sus raíces, en el entendimiento del su realidad, en la convicción del destino futuro que ya se había señalado por quienes eran, a la vez, fundadores de la nación y fundadores de la cultura. Y junto a esto estaban los hacedores de la cultura, que también eran los herederos no solamente de esa misma historia, sino de una cultura que se había ido diseñando,  a través del tiempo, en términos de cultura de la resistencia, cultura anticolonial, cultura antineocolonial, cultura antiinjerencista primero para ser, después, una cultura raigalmente antiimperialista. Por lo tanto, la vocación de esta cultura de la resistencia era una vocación que la unía íntimamente al destino histórico de la patria y, por ende, al destino histórico de la Revolución Cubana. Así lo entendimos todos.

Así, como consecuencia de ese encuentro y de aquellas palabras, se diseñó una política, se diseñó una acción, surgió nuestra Unión de Escritores y Artistas de Cuba, se multiplicaron nuestros espacios, se diseñó también una profunda política destinada a la democratización de la cultura, a la extensión de la cultura a las zonas más apartadas del país, y también se concibió el sentar, sobre nuevas bases, la formación de los creadores, la estructuración de lo que habría de ser, más tarde, el sistema de la enseñanza artística. La noción de cultura incluía, desde entonces, la creación artística y literaria, su proyección hacia un destinatario por mucho tiempo marginado y el desarrollo de un clima que favoreciera su crecimiento.

En aquellos días intensos no sólo se habló de creación artística y literaria, no sólo se debatió profundamente sobre el concepto de realismo y sobre los peligros que podían derivarse de la implantación del realismo socialista como norma para la creación artística, sino que también se debatieron aquí temas relacionados con la concepción de nuestra historia, con el punto de vista a asumir en relación con la historia de Cuba en el siglo XIX, puesto que cultura también era eso; cultura era ese espacio de diálogo en el cual se forja el ser de la nación, en el cual se forma la dimensión espiritual de la nación.

Y como parte de este proyecto, los intelectuales cubanos, antes y ahora, en los momentos difíciles de entonces y en los momentos aún más difíciles de ahora, estuvimos y estamos dentro de la Revolución, en el centro mismo del alma de la Revolución, en ese cuerpo rescatado y en el espíritu que le da sentido y razón de ser a nuestra vida y a nuestra obra. Y nuestra vida y nuestra obra adquirieron un verdadero sentido cuando pudieron entroncar plenamente con la nación recuperada, con la construcción de la república que había soñado Martí.

Gracias.

(Intervención de Graziella Pogolotti en Palabras a los Intelectuales (folleto en el trigésimo aniversario del discurso y el nonagésimo aniversario de BNJM, Departamento de Ediciones de la Biblioteca Nacional “José Martí Ministerio de Cultura, La Habana, octubre, 1991, pp. 45-47.)

Tomado de: Cubacine

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Cincuenta años de Palabras a los intelectuales

Por Fernando Martínez Heredia

Me preocupa mucho que la circunstancia de la cual es hija Palabras a los Intelectuales haya sido olvidada. Fue en el verano de 1961, cuando salían legalmente por el aeropuerto hacia Estados Unidos casi sesenta mil personas en tres meses. Es decir, un sector que podía viajar en avión se marchó, horrorizado ante la victoria de los revolucionarios en Girón. El 1 de Mayo desfilaron los milicianos desde el amanecer hasta la noche. Una semana después, fue nacionalizada toda la educación en el país. La administración de las grandes rotativas había pasado a la Imprenta Nacional de Cuba desde marzo de 1960; entre mayo y los inicios de 1961 desapareció o fue nacionalizada la mayoría de los medios de comunicación de propiedad privada. La prensa de la ciudad de La Habana era de una riqueza y una diversidad extraordinarias. Tenía más de una docena de diarios nacionales, varios de ellos con decenas de páginas y secciones en rotograbado, otros pequeños pero muy ágiles; estaban llenos de informaciones, reportajes, crónicas, secciones, comics. Por toda la Isla había numerosos diarios. La revista semanal Bohemia era la más leída e influyente, la más importante de su tipo en la región central del continente y fue una sistemática opositora a la dictadura. No debemos olvidar que el consumo de esos medios era la actividad intelectual más extendida e importante de las mayorías.

Aquel mundo de tanta amplitud y alcance tenía a su cargo tareas principales de socialización de la palabra, escrita y hablada, esta última a través de un formidable conjunto de emisoras radiales, nacionales y regionales, que gozaba de una audiencia y una influencia descomunales. La novedosa televisión era la pionera de América Latina, se había implantado para todo el país y avanzaba en numerosos terrenos a una velocidad impresionante. Los medios cumplían funciones de la mayor importancia en el equilibrio tan complejo que mantuvo la hegemonía de la dominación durante la segunda república. Una libertad de expresión muy amplia había sido, al mismo tiempo, una gran conquista ciudadana y un instrumento delicado de manipulación de la opinión y de desmontaje de las rebeldías. Pero desde enero de 1959 estaban cambiando las ideas y los sentimientos, las motivaciones y los actos, en todas las esferas públicas, cada vez con más fuerza, extensión y profundidad, y este sistema social de reproducción —el universo de los medios, como diríamos ahora— tenía que transformarse a fondo, como tantos otros campos de la sociedad. Durante su vertiginoso proceso de eventos y cambios la Revolución trabajó con los medios que existían y con los que ella fue creando, en medio de conflictos crecientes. La intensificación de los enfrentamientos marcó la crisis y el final de aquel sistema, mediante la expropiación de casi todas las empresas privadas de medios de comunicación. El Estado cubano se hizo cargo de ellas.

¿Cómo ilustrar la trascendencia de esos hechos? En los días de Palabras a los Intelectuales habían desaparecido el mundo empresarial en una actividad especializada que en Cuba contaba con más de siglo y medio de existencia, y un proceso de libertades de expresión burguesas comenzado ochenta años antes, bajo el régimen colonial. El periodismo de las dos últimas décadas del siglo xix contó con un mar de publicaciones, que creció mucho en la primera república, e incorporó la radio desde los años veinte.

Aquel mundo de tanta amplitud y alcance tenía a su cargo tareas principales de socialización de la palabra, escrita y hablada, esta última a través de un formidable conjunto de emisoras radiales, nacionales y regionales, que gozaba de una audiencia y una influencia descomunales. La novedosa televisión era la pionera de América Latina, se había implantado para todo el país y avanzaba en numerosos terrenos a una velocidad impresionante. Los medios cumplían funciones de la mayor importancia en el equilibrio tan complejo que mantuvo la hegemonía de la dominación durante la segunda república. Una libertad de expresión muy amplia había sido, al mismo tiempo, una gran conquista ciudadana y un instrumento delicado de manipulación de la opinión y de desmontaje de las rebeldías. Pero desde enero de 1959 estaban cambiando las ideas y los sentimientos, las motivaciones y los actos, en todas las esferas públicas, cada vez con más fuerza, extensión y profundidad, y este sistema social de reproducción —el universo de los medios, como diríamos ahora— tenía que transformarse a fondo, como tantos otros campos de la sociedad. Durante su vertiginoso proceso de eventos y cambios la Revolución trabajó con los medios que existían y con los que ella fue creando, en medio de conflictos crecientes. La intensificación de los enfrentamientos marcó la crisis y el final de aquel sistema, mediante la expropiación de casi todas las empresas privadas de medios de comunicación. El Estado cubano se hizo cargo de ellas.

¿Cómo ilustrar la trascendencia de esos hechos? En los días de Palabras a los Intelectuales habían desaparecido el mundo empresarial en una actividad especializada que en Cuba contaba con más de siglo y medio de existencia, y un proceso de libertades de expresión burguesas comenzado ochenta años antes, bajo el régimen colonial. El periodismo de las dos últimas décadas del siglo XIX contó con un mar de publicaciones, que creció mucho en la primera república, e incorporó la radio desde los años veinte.

Esa época terminó en 1960-1961. No hay que confundirse: la mayor parte de los medios siguió existiendo, y continuó allí una buena parte de los que trabajaban en ellos. La nacionalización de los medios es un hecho histórico decisivo; la vida, el contenido y otras muchas cuestiones de los medios en los años sesenta es otro hecho histórico. Doy dos simples ejemplos. La emisora COCO, “el periódico del Aire”, de Guido García Inclán, un periodista que tenía un gran prestigio cívico, continuó diciendo más o menos lo que le daba la gana durante varios años más. La Revolución mantuvo el diario El Mundo, una empresa moderna nacida con el siglo, en manos de antiguos activistas católicos, patriotas revolucionarios, hasta su desaparición a fines de la década. Allí tenía una sección monseñor Carlos Manuel de Céspedes, y recuerdo una polémica fraternal que sostuvo con el joven profesor de marxismo Aurelio Alonso, acerca del origen de la vida.

En aquellos tres años del 59 al 61, la gente se fue apoderando de su país: empresas, escuelas, tierras, bancos. Y de su condición humana, su dignidad, su ciudadanía, su esperanza. La riqueza social comenzaba a ser repartida entre los miembros de la sociedad. Pero todo era muy complicado y difícil; por ejemplo, en un momento dado amenazaron quebrarse las relaciones entrela ciudad y el campo, algo imprescindible para que se pueda vivir en ciudades. Se rompió para siempre la subordinación que existía de la gente de abajo, los jornaleros, los obreros, los desempleados, las mujeres, los negros. No hay manera de describir bien cuántos significados tuvo eso. Un orden social es una maquinaria muy compleja, gigantesca, pero con mecanismos delicadísimos en los que basa su funcionamiento, su reproducción y el consenso de las mayorías a ser dominadas y vivir del modo en que vive cada clase y cada sector. Aquel orden se fue desbaratando, y en 1961 fue identificado, aplastado y despreciado. Por eso la Revolución reunía, al mismo tiempo, victorias inigualables, necesidades sin cuento, urgencias graves, desórdenes y disciplina, desafíos mortales, un descomunal sentido histórico y un hambre insaciable de personas capaces.

Girón fue el gran triunfo del pueblo entero armado. A veces elartista es más sintético —y más acertado— que el científico social, como cuando Sara González canta: “¡nuestra primera victoria, nuestra primera victoria!”. Para la clase alta y amplios sectores de clase media fue, tenía que ser, el certificado de su derrota. Su respuesta más socorrida fue con los pies. Entre ellos se marcharon la mitad de los médicos y un gran número de profesionales y de técnicos. Se vivía en eterna tensión, cambiaban las relaciones y las ideas que se tenían sobre ellas, y sucedían extraordinarias desgarraduras. Desde 1960 eran una realidad las bandas contrarrevolucionarias en el Escambray y otros lugares del país; en su mayoría era gente de pueblo, que peleaba contra la revolución que pudo haber sido su revolución. Algunos ponían bombas en La Habana, provocaban incendios, asesinaban milicianos. Es decir, se desplegaba ante todos el correlato inevitable del poder popular: la virulencia de la lucha de clases.

Como todos saben, el imperialismo norteamericano ha sido el protagonista principal de la contrarrevolución, desde el inicio hasta hoy, con saña criminal y con método al mismo tiempo; lo ha hecho contra la más elemental decencia, y a veces también contra su propia eficiencia. Pero ha sido y es el pueblo de Cuba el que ha vivido y sufrido todo este proceso.

En 1961 y 1962 una cantidad enorme de jóvenes pasó a dedicarse a la defensa del país, se multiplicaron las escuelas militares y los batallones de milicias, convertidos en unidades militares, y se crearon los tres ejércitos. Lo fundamental para la revolución durante la primera mitad de los años sesenta fue la defensa, aunque al mismo tiempo se realizaron las tareas más asombrosas. La declaración de que la revolución era socialista y democrática, de los humildes, por los humildes y para los humildes, se la hizo Fidel en la calle a una multitud armada. Todos cantaron a continuación el Himno Nacional y se dio la orden a todos de regresar a sus unidades militares. La primera orden del socialismo cubano fue: “marchemos a nuestros respectivos batallones”.

El proceso revolucionario era el centro de la vida intelectual del país en 1961. En junio, ya la Revolución controlaba directamente todo el sistema escolar y todos los medios de comunicación, y se planteaba la necesidad de transformar la Universidad; seis meses después sepromulgó la ley de reforma universitaria. La mayor revolución intelectual de 1961 fue, con mucho, la Campaña de Alfabetización, un acontecimiento intelectual incomparable por su contenido, su alcance transformador y su trascendencia. La gran invasión no fue la de Girón, fue la de los alfabetizadores por toda Cuba. Los héroes intelectuales del año 61 se llaman Conrado Benítez y Manuel Ascunce, y la canción de tema intelectual más importante comienza así: “Somos la Brigada Conrado Benítez…”

Este es el país y esta es la circunstancia en que se celebraron las reuniones de los intelectuales en la Biblioteca Nacional. Me extendí tanto porque me parece necesario. Las artes tienen una importancia excepcional en las sociedades, por su naturaleza, sus significados y sus funciones sociales, pero es imposible entender nada de las artes si no se sitúan en sus condicionamientos, en cada caso determinado históricamente.

En aquel verano en que sucedían tantas cosas, la Revolución pretendía crear y desarrollar sus instituciones políticas, estatales y sociales. Cuba socialista necesitaba una unión de escritores y artistas, un partido político de la revolución, un aparato estatal apropiado, una asociación de agricultores y otras muchas instituciones. Por eso me falta todavía mencionar un condicionamiento.

La unidad política estaba en el centro de la estrategia de la dirección, en dos planos: la unidad del pueblo y la de los revolucionarios. La primera tuvo como base original la identificación masiva con el Ejército Rebelde, Fidel y el movimiento revolucionario. Entre 1959 y 1961, esa base se amplió una y otra vez, al mismo tiempo que se definía y cambiaban aspectos de su contenido y su composición, según se iba desplegando la revolución socialista de liberación nacional iniciada el 1o de enero. El pueblo del 61 no es igual al pueblo del 59. La unidad de los revolucionarios se había iniciado en los meses finales de la guerra, alrededor del polo que estaba próximo a obtener la victoria. En el curso de 1960 fue definida como unidad entre el Movimiento 26 de Julio, el Directorio Revolucionario 13 de Marzo y el Partido Socialista Popular. Fidel había completado su liderazgo y era el máximo referente popular, el eje, el símbolo, el principal impulsor y el jefe de ambas instancias de la unidad. En medio de esta coyuntura, ganó mucha fuerza la idea de que era necesario tener un partido político de la Revolución que, además de expresar la unidad, tuviera una estructura muy definida y unas funciones importantes. Ese partido debía salir dé las Organizaciones Revolucionarias Integradas, que la gente llamó “la ORI”. Pero ella no supo expresar la vocación y los logros de unidad entre los revolucionarios, porque se convirtió en el instrumento de un grupo sectario y ambicioso que pretendió, en pleno Caribe, expropiar la revolución popular y convertir al país en una “democracia popular” como las que dirigía la URSS en Europa. El desvío del rumbo revolucionario y los malestares, contradicciones y conflictos que ese hecho generó eran una realidad dentro de otra en el proceso que se vivía.

Las reuniones de intelectuales celebradas en esta Biblioteca Nacional estaban muy relacionadas con el objetivo de la Revolución de crear una asociación nacional de los intelectuales y artistas, pero estaban condicionadas por todo lo que he dicho. Por tanto, expresaban también esos condicionamientos y eran un teatro de ellos, aunque está claro que lo principal era la actividad misma a la que se dedicaban los participantes, y las cuestiones específicas que ellos estaban viviendo y dirimiendo. Todos los participantes actuaron de acuerdo con sus conciencias de lo que hacían y lo que querían, sus motivaciones y sus intereses inmediatos, sus ideologías, sus ideales trascendentes y sus prejuicios y creencias del día. Eso es lo que sucede en todos los eventos que después se considerarán históricos. Si analizamos con cuidado todo el material de aquellos meses referido a este campo, por lo menos hasta el Congreso de fundación de la UNEAC, en agosto, podremos tratar de establecer el significado que tuvieron entonces los acontecimientos y las declaraciones. Casi siempre existe una historia de selecciones, olvidos y utilizaciones de cada evento histórico, que configura ella misma sus realidades, discernibles respecto al hecho original. Ellas tienen sus sentidos y sus funciones, pero no hay que confundirlas con lo que sucedió originalmente.

Los intelectuales y artistas estaban sometidos a tensiones extraordinarias en aquel verano del 61. Desde el triunfo unos habían participado, y otros apoyado o aplaudido, a una revolución vertiginosa, hecha de cambios profundos, desafíos a Goliat, alegrías de pueblo y justicia evidente. Pero además de su inmensa rectoría moral, sus hechos excepcionales y su inagotable capacidad movilizadora, ahora la Revolución parecía haber comenzado a encargarse de todo. Prácticamente todos los medios para comunicarse estaban sus manos, la mayor parte del trabajo intelectual y artístico debería transcurrir dentro de sus instituciones o de su orden, y este ámbito en su conjunto recibiría sus orientaciones. Y todo sucedía mientras la extrema agudización de la lucha de clases llevaba a muchas personas a decisiones que afectaban totalmente a sus vidas, convertía en hostilidad los desacuerdos y a los juicios en definiciones de amigos o enemigos.

Por si fuera poco, el socialismo según los usufructuarios de las ORI incluye un control político del contenido de las artes y unas valoraciones sobre ellas que gozaban de una muy bien ganada mala fama. En la URSS se habían cometido represiones criminales contra artistas e intelectuales, y en aquel momento sus adeptos tenían todavía por artículos de fe dogmas como el del llamado realismo socialista. La Revolución contaba con varias instituciones culturales propias que ya adquirían obra y prestigio, pero no con una elaboración ideológica en ese campo que pudiera funcionar como norma. No existía unidad entre sus personalidades, ni la dirección del país les encargaba —al conjunto o a algunos de ellos— la conducción del sector.

El sectarismo y el dogmatismo trataron entonces de imponerse, en nombre de la unidad y de lo que supuestamente era el legítimo socialismo.

Muchos intelectuales sentían zozobra ante aspectos de la situación y de lo que podía depararles el futuro cercano. Tenían razones para sentirla, porque en el campo cultural hubo funcionarios autoritarios, maniobras sectarias y dogmáticas, abusos e injusticias: esos hechos formaron parte del problema.

Me imagino que cuando Virgilio Piñera dijo que él debía hablar primero, por ser el que más miedo tenía, Fidel quizás debe haberse sonreído para sí y pensado: “y yo soy el que más dolores de cabeza tengo”. Piñera expresaba el lícito temor de un intelectual acostumbrado a trabajar solo y defender su dignidad en un mundo hostil, pero me niego a creer que era unintelectual que vivía sobre una nube, ciudadano únicamente de la república de las letras. Invito a releer su carta a Jorge Mañach de 1942, en la que el joven Virgilio le expone lo que piensa sobre los deberes sociales del intelectual, la cultura cubana en aquel tiempo posrevolucionario y el sentido cívico que tiene su revista Poeta. Le enrostra a Mañach el significado de su actuación pública —“no hay cosa más difícil para una nueva generación que toparse con que la precedente ha capitulado”, le dice— y le devuelve el dinero que ha pretendido aportar al novel editor. O podemos volver a ver cómo presenta Piñera a la sociedad burguesa neocolonial en su pieza Aire frio, un hito trascendente en el teatro cubano del siglo xx.

Los intelectuales reunidos en la Biblioteca Nacional no constituían un areópago de tontos cultísimos a los cuales Fidel ofreció, en dos frases rotundas v brillantes, la orientación de la política cultural, desde la no historia, de una vez y para siempre, que es lo mismo que decir de una vez y para nunca.

Fidel ha sido extraordinariamente grande, entre otras causas, porque sus interlocutores no eran tontos, y porque él supo cabalgar sobre sus circunstancias históricas, obligarlas a andar en una dirección determinada y darle trascendencia a lo que pudo haber quedado en unos nobles intentos y un conjunto de anécdotas para ser contadas. Opino que el sentido de sus palabras en la Biblioteca era mantener abierto el diálogo revolucionario con los intelectuales y artistas, defender abiertamente la libertad de creación, respaldar a todo el que echara su suerte con la Revolución y evitar que el sectarismo-dogmatismo consumara un desastre en ese campo. Al mismo tiempo, se proponía sostener la primacía de la Revolución frente a cualquier problema específico, y por tanto su derecho a controlar la actividad intelectual y la libertad de expresión en todo lo que resultara necesario, reclamar a los intelectuales tener fe o confianza en la revolución, respaldar al Consejo Nacional de Cultura sin dejar a su pleno arbitrio el campo cultural y fortalecer la política de institucionalización estatal y de organizaciones sociales, que llevaba hacia la constitución de una Unión de Escritores y Artistas.

Fidel habla aquí como el máximo dirigente revolucionario, y logra mantener una relación íntima entre los principios, la estrategia y la táctica, en medio de una situación política e ideológica muy compleja. Su largo discurso es siempre en tono persuasivo, maneja argumentos y trata de influir y convencer. No ordena ni comunica decretos, no condena al documental PM y es muy cuidadoso en cuanto a no pretender que unos u otros tengan la razón, reconoce que se han expresado pasiones, grupos, co¬rrientes, querellas, ataques, incluso víctimas de injusticias. No utiliza nunca expresiones como las de “problemas ideológicos” o “servir consciente o inconscientemente al enemigo”, que han sido tan funestas para la cultura en la Revolución. Al contrario, su discurso contiene gran cantidad de giros como estos: “la Revolución no puede ser, por esencia, enemiga de las liberta¬des”; “la Revolución no le debe dar armas a unos contra otros”: “cabemos todos: tanto los barbudos como los lampiños…”; “te¬nemos que seguir discutiendo estos problemas […jen asambleas amplias, todas las cuestiones”. Lo que reivindica es el derecho del Gobierno Revolucionario a fiscalizar lo que se divulga por el cine y la televisión en medio de una lucha revolucionaria, por la influencia que puede tener en el pueblo. Pero también matiza esa exigencia: “lo puede hacer equivocadamente —dice—, no pretendemos que el Gobierno sea infalible”. Y sabe inscribir las discusiones de la Biblioteca en el marco de los hechos portentosos que está viviendo el país en el campo cultural.

Todos recordamos las frases famosas: “…dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución, nada […] ¿Cuáles son los derechos de los escritores y de los artistas, revolucionarios o no revolucionarios? Dentro de la Revolución: todo; contra la Revolución, ningún derecho.” Las frases que son repetidas hasta el cansancio y sin atender a su significado, como si fueran rezos, pierden su valor, cualquiera sea su autor. Si recuperamos las que pronunció Fidel aquí hace cincuenta años, contienen, a mi juicio, la defensa de la posición revolucionaria cubana, de un poder muy reciente e inexperto en medio de una lucha tremenda, frente a la política elitista y la pretendida “pureza ideológica” predominante en las ORI. La idea del intelectual honesto, valioso en sí mismo, que no milita en la Revolución, le permite a Fidel hacer planteamientos fundamentales respecto a los problemas reales que confronta la transición socialista. “La Revolución debe tener la aspiración de que no sólo marchen junto a ella todos los revolucionarios […] la Revolución debe aspirar a que todo el que tenga dudas se convierta en revolucionario […] la Revolución nunca debe renunciar a contar con la mayoría del pueblo.”

Yo veo la trascendencia de Palabras a los Intelectuales en el conjunto de la intervención de Fidel y en los objetivos que tuvo, más que en la frase famosa. A mi juicio, esa frase atendía a lo esencial de aquella coyuntura, y no al propósito imposible de enunciar un principio general permanente de política cultural. Opino que resultó trascendente porque supo relacionar muy bien las actividades intelectuales y artísticas con la gran revolución que estaba sucediendo en Cuba, y porque estableció una forma honesta y clara revolucionaria— de relación entre el poder y los intelectuales, que ha sido transgredida innumerables veces, pero sigue ahí, enhiesta, con su prestigio y su alcance, como una meta a conquistar.

Aquellos que al inicio de los años sesenta éramos apenas unos jóvenes revolucionarios estudiosos, utilizamos con entusiasmo a nuestro favor la frase famosa de Palabras… En nuestra interpretación, “dentro de la revolución todo”, quería decir: “todos los que somos revolucionarios activos tenemos derecho a pensar, a expresar libremente nuestros criterios y a leer lo que nos dé la gana”.

En la etapa reciente se ha venido multiplicando la información pública acerca del proceso de la cultura en los primeros años del poder revolucionario, a través de documentos personales, testimonios, reediciones de trabajos polémicos de entonces y algunos textos de análisis. Ese hecho tan positivo nos puede ayudar mucho a la imprescindible tarea de recuperar la memoria, y sobre todo a que los jóvenes se apoderen del proceso histórico de la cultura en este medio siglo y de la totalidad del proceso histórico de la Revolución. Es imprescindible, y es vital para saber bien quiénes somos, de dónde venimos, a qué herencia no debemos renunciar, qué enemigos y qué combates han tenido y tienen una y otra vez ante sí los que pretendan ejercer sus cualidades y realizarse como individuos en el mismo proceso en que crean un medio social que fomente el crecimiento y el desarrollo de la libertad y la justicia social, una sociedad que conquiste liberaciones, en la que sea factible gozar y repartir entre todos los bienes, la belleza y la imaginación. Para poner en marcha esa aventura maravillosa, Palabras a los Intelectuales puede ser convocada también, y constituir un instrumento sumamente valioso.

(De Un texto absolutamente vigente. A 55 años de Palabras a los Intelectuales. Ediciones Unión, 2016)

Tomado de: Cubacine

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La cultura es ante todo una forma de vida

Carlos Rafael Rodríguez. político, economista y revolucionario cubano. (1913-1997)

Por Carlos Rafael Rodríguez

La cultura de la Revolución no puede ser una creación imperfecta1

Regresamos con el recuerdo de aquellos días, hace más de veintiséis años, en que la Revolución celebró su Primer Congreso Nacional de Escritores y Artistas.

¡Qué confusión tan maravillosa y creativa pero, a la vez, colmada de peligros de la de entonces!

Coincidían en aquella época quienes convertían al Evangelio en un instrumento de combate reaccionario y otros, desesperadamente asidos al Dios que no querían abandonar y hondamente atrapados, a la vez, por una Revolución que parecía exigírselo. Confluían allí los que habían ido a la Sierra en busca de una renovación en el marco burgués y se negaban a aceptar otra premisa con quienes, llegados a la guerrilla sin comprender  lo que era el socialismo, lo habían asimilado en pocos meses y se situaban ahora en la posición intransigente de todo neófito. Escritores y artistas honestos que trabajaron su obra casi en la soledad, sin comprometerse con lo prevaleciente, que siempre habían abominado, pero sin suscribir tampoco las tesis de la izquierda, que les parecían ajenas e incomprensibles, compartían sus aspiraciones —hasta ese día frustradas— de una cultura distinta, libre y poderosa, con las de colegas, no menos afamados, militantes en el marxismo-leninismo durante largos años de confrontaciones y amarguras. Escritores, pintores, músicos, que no necesitaban demostrar quiénes eran porque sus obras lo justificaban, compartían los asientos del Congreso con otros hombres y mujeres que traían entre sus manos la obra modesta inédita y aspiraban a situarse en el ámbito cultural como un resultado de la Revolución.

Así nació la UNEAC, en instantes en que, para recordar a Alfonso Reyes, habría que realizar, aún, “el deslinde”.

Poco después se marcharon los que pretendían enfrentar la Revolución y el Evangelio al que temporal y oportunistamente adscribieron. En la fuga dejaron abandonado el Cristo en el que no creían. Los otros, los auténticos poseídos de la fe, supieron darles a su Dios y su Revolución lo que a cada uno debía corresponderle. Ellos están aquí.

Los revolucionarios fortuitos y convencionales y sus consocios, casi todos mediocres con sólo uno que otro escritor verdadero, se fueron a rumiar el rencor de no haber podido agenciarse las posiciones que, sin merecer, ambicionaron. El sectarismo quedó extirpado, como una mala hierba, y los neófitos volcados al izquierdismo inmaduro, encontraron en definitiva el camino accidentado y complejo de la participación revolucionaria.

La Revolución les dio enseguida a los adultos —a quienes la falsa República condenara al retraso— la ortografía y la gramática que les permitieron dar mejor forma a sus ricos hallazgos literarios espontáneos.

De las aulas de nuestra Revolución educacional, en que ya no quedaban afuera ni los ayer pobres y desvalidos hijos de obreros y de abrumados campesinos, surgieron nuevos literatos, pintores y músicos, que no necesitaban vender su alma al diablo de la politiquería para conseguir una plaza en el Conservatorio o en la Escuela de Arte.

Como símbolo del sitio en que la Revolución quería ubicar a la cultura, allí, en el lugar mismo en que la burguesía había tenido su “club” aristocrático más exclusivo, a las cercas del cual no permitían ni asomarse al negro curioso, se situaban las Escuelas de Arte, malogradas arquitectónicamente algunas de ellas por quienes no supieron subordinar la audacia de sus líneas a los requerimientos de la enseñanza.

Así, en estos veintisiete años, los que soñaban escribir o pintar, o componer, pero no habían podido quebrar el cerco de la ignorancia formal y acceder a las escuelas, jóvenes o viejos, tuvieron en la Revolución la oportunidad que anhelaron. Ella los nutrió de los instrumentos culturales. A los que llevaban soterrado su talento se le sacó a la luz, y hoy están entre nosotros, con sus antiguos colegas de antecedentes revolucionarios o aquellos que, sin tenerlos, no lo necesitaron, porque la Revolución no se los ha pedido y ha mirado tan sólo a su obra y su actitud.

¿De qué hablar en este Congreso al que se llega con el mismo enfebrecimiento con que arribamos al otro en tres décadas atrás y en el que se nos abren al examen tantos conflictos que antes permanecían cerrados por la estulticia o por la inercia?

Estamos en el natalicio de Martí. Nos encontramos en el rumbo hacia los sesenta años del “Guerrillero” admirable. Montaigne dijo alguna vez que el intelectual era heroico “hasta la muerte exclusive”. Martí y el Che supieron ser heroicos incluida su hermosa y desgarrada muerte. A ellos sí podemos considerarlos intelectuales plenos, y ellos nos inducen a partir en nuestro examen del intelectual de la Revolución y, desde luego, del artista y el músico.

Nos referimos, claro está, a aquellos a quienes Gramsci llamó “intelectuales orgánicos”, y a los que denominó con sagacidad “servidores de la superestructura”, lo que provoca de inicio en los demás una cierta desconfianza que es necesario vencer.

Lenin descubrió el origen de esa reserva instintiva de los trabajadores hacia los hombres del arte y de la cultura cuando aludió al “señoritismo intelectual” que afecta a la mayoría de ellos y que él supo delimitar magistralmente de una cierta actitud de superioridad respecto de los iletrados que se transparentaba, en medida mayor o menor, aún en tierras como la nuestra.

Lo primero que habría que anotar es que ese espíritu que tiende a separar a los protagonistas de la cultura de los demás va siendo vencido entre nosotros. La obra de arte la realizaban hoy en buena parte hijos de obreros o gentes surgidas de una familia campesina. Pero hemos de reconocer que, pese a eso, todavía no se ha podido eliminar frente a los escritores y artistas una cierta reticencia de quienes pueblan las fábricas o cortan la caña. La sabe bien Tomás Álvarez, intelectual del pueblo, antiguo trabajador del campo que no quiere dejar de serlo; pero a quienes sus antiguos compañeros consideraban, por confesión propia, “distinto”.

El acercamiento cada vez mayor de intelectual y pueblo debe romper en definitiva esas barreras. Y para conseguirlo es de suma importancia que los escritores y artistas cubanos hayan comprendido cada vez más que están muy lejos de ser la “conciencia crítica” de la sociedad. No lo han sido nunca. Cuando Gramsci los califica como “servidores de la superestructura”, no olvida el panel subalterno a que durante siglos estuvieron condenados, pese a la rebeldía sutil de Sócrates o al individualismo desafiante de Miguel Ángel. El ascenso burgués concedió, sin dudas, algunas ventajas y permitió a intelectuales y artistas aparentes osadías pero los obligó a hablar, siempre, a tono con las fuerzas dominantes que les dictaban el tema o los condenaban a vivir al margen de la sociedad en un aislamiento a veces espléndido pero no pocas veces sobrecogedor. Recordemos tan sólo a Verlaine o a Kafka.

No, la sociedad no tiene una conciencia crítica predeterminada. Si en nuestra Cuba socialista algún grupo podría reclamar ese papel, es el Partido; pero no lo hace. Porque el Partido sabe demasiado bien que su fuerza rectora le viene de tener las raíces enclavadas en los redaños de la clase obrera y de todos los sectores del pueblo y que para convertirse en guía político e ideológico debe respetar las actitudes críticas de aquellos y recibirlas como su acervo más importante.

Libre de las pretensiones de convertirse en el reservorio crítico de la sociedad, enriquecidos por su modestia histórica, nuestros escritores y artistas podrán acercarse más a ser “testigos de la verdad”.

Nada más y nada menos que eso les pediríamos que fuesen. Al proponérselo, quedarán libres de caer en ese “discurso artístico-literario de tono apologético, y moralizante, carente de búsquedas y de problematización, basado en fórmulas rudimentarias de dudosa eficacia movilizativa” del que el Informe Central ante el Congreso se quejaba como síntoma de los malos momentos de nuestra cultura.

Porque es necesario que nos entendamos. La Revolución a que se llama a servir al escritor y al artista no es una vía acotada en la que caben sólo apologistas y acólitos.

Se ha mencionado con razón en este Congreso un documento que tendrá ya para siempre valor permanente en nuestras tareas de la cultura, las Palabras a los Intelectuales de Fidel. En aquella tarde, cuyo resplandor nos ilumina todavía, en medio de dicterios subrepticios y de medias palabras deliberadas, se fue abriendo paso la imagen necesaria de nuestra cultura de hoy y de mañana. Se repite con frecuencia la frase magistral: “Dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución, nada.” En el debate sobre el Informe, se analizó si a esa frase le correspondía una interpretación estrecha que pone fuera de la Revolución a todos los que no pueden ser considerados como revolucionarios. Me asocio al criterio expuesto por Roberto Fernández Retamar. Me atrevo a sostenerlo no sólo porque me correspondió el privilegio de estar junto a Fidel en los momentos previos a su discurso, en un encuentro inolvidable con quienes entonces tenían la responsabilidad orgánica de conducir nuestro trabajo cultural, sino porque la frase no fue una expresión accidental, sino la culminación de un análisis en el que queda muy claramente expresada la función abarcadora de la Revolución en la cultura.

“La Revolución —dijo en ese discurso Fidel un poco antes de pronunciar su histórica definición— no puede renunciar a que todos los hombres y mujeres honestos, sean o no escritores o artistas, marchen junto a ella. La Revolución nunca debe renunciar a contar con la mayoría del pueblo; a contar —concluyó— no sólo con los revolucionarios, sino con todos los ciudadanos honestos que, aunque no sean revolucionarios, es decir, aunque no tengan una actitud revolucionaria ante la vida, estén con ella.

“Nadie ha supuesto nunca —dijo aquella tarde— que todos los hombres, o todos los escritores, o todos los artistas, tengan que ser revolucionarios”.

Y señaló, con admirable precisión: “La Revolución sólo debe renunciar a aquellos que sean incorregiblemente reaccionarios, que sean incorregiblemente contrarrevolucionarios”.

Así fue, compañeras y compañeros, recordémoslo, la respuesta de Fidel ante un escritor católico que había preguntado si podía hacer una interpretación desde su punto de vista idealista de un problema determinado. Fidel consideró esa inquietud como “un caso digno de tenerse muy en cuenta […] un caso representativo del género de escritores y de artistas que mues¬tran una disposición favorable hacia la Revolución y desean saber qué grado de libertad tienen dentro de las condiciones revolucionarias para expresarse de acuerdo con sus sentimientos”.

Es bueno recordar no sólo la frase definitoria sino sus antecedentes inmediatos, porque más de una vez en el pasado se quiso interpretar aquella por la vía estrecha para imponer decisiones extemporáneas o criterios de capilla en nombre de la Revolución y del Partido. El Partido nos guía, como un gran conductor que sólo podrá cumplir sus tareas cimeras si toma en cuenta todos los factores que componen nuestra sociedad y conforman nuestra realidad. De la historia reciente los intelectuales y artistas han aprendido que no deben ver al Partido como alguien detrás de un buró, en el Comité Central, dictando directivas, bien intencionadas tal vez pero inconsultas o esterilizadoras. Es mucho más que eso. Poseer el título de militante es, para un escritor revolucionario, no sólo la prueba de que ha aprendido a manejar el marxismo-leninismo como instrumento de profundización y de amplitud al interpretar la vida, sino el recuerdo de modo permanente de que su conducta ejemplar no le ha dado nuevos privilegios sino que le ha traído mayores responsabilidades. Pero no poseer el carné del Partido está muy lejos de ser denigratorio. La Revolución es mucho más amplia, mucho más heterogénea, mucho más complicada que el Partido. En el turbión revolucionario caben todos los que no están opuestos a nuestras aspiraciones, a nuestros postulados. Siguiendo esa concepción fidelista, la Revolución Cubana podía decir también que su divisa no es “los que no están con nosotros están contra nosotros”.

No se trata, no, de mermar el significado y el sentido que los intelectuales militantes del Partido adquieren en el torrente de la intelectualidad. Muy lejos de ello. Recordando que ese tipo de revolucionario “pone la Revolución por encima de todo lo demás”, Fidel en aquella ardiente tarde puntualizó: “El artista más revolucionario sería aquel que estuviera dispuesto a sacrificar hasta su propia vocación artística por la Revolución.”

La imagen de Rubén Martínez Villena, con su pureza diamantina, flotó en ese momento sobre nosotros.

Ese es, compañeras y compañeros, nuestro punto de partida. El camino hacia el comunismo es menos fácil de lo que nos i parecía a algunos hace cincuenta años. Tenemos que transitarlo en la diversidad y con la diversidad.

El primero de los Lineamientos que se le han presentado al Congreso en el Informe define plenamente la responsabilidad fundamental de los artistas y escritores, de los hombres y mujeres de la cultura, en esta etapa. Se declara allí como indispensable “fortalecer el papel de la cultura en la sociedad cubana de hoy”.

Nada resulta más necesario. Hemos realizado una hermosa, profunda, abarcadora Revolución educacional, pero nos falta incorporar a esa Revolución el ingrediente indispensable de la cultura. No se trata —y estoy seguro de que ustedes me comprenden— de atiborrar a nuestros estudiantes de referencias culturales, de nombres de autores o referencias de obras. Eso no es la cultura, sino tan sólo uno de los ingredientes culturales. La cultura es, ante todo, una forma de vida. Cuando, ante el comportamiento de unos campesinos españoles, Chesterton pudo decir: “¡Qué cultos son estos analfabetos!”, le daba a la cultura esa significación omnicomprensiva. Confesemos, es una obligación revolucionaria, que todavía estamos lejos de lograr entre nosotros como patrón de vida las formas culturales que corresponden a nuestra sociedad socialista. Tenemos un pueblo cada vez más instruido, pero todavía no tenemos un pueblo culto.

Yo recuerdo con amargura, hace pocos años, el haber asistido a un acto en el cual, después de escuchar una charla magistral de nuestro siempre presente Nicolás Guillén, el locutor anunció, para nuestra sorpresa: “Y ahora, compañeras, comienza el acto cultural.” Y venía detrás un combo de segunda clase.

No se trata de reproducir la vieja y falsa contraposición entre lo culto y lo popular sino incorporar a lo popular el sentido enriquecedor de lo culto. Se ha dicho con verdad que cultura es todo lo que no es naturaleza. Pero la cultura de la Revolución no puede ser una creación imperfecta. Varela, Luz, Martí, Alejo, Juan Marinello, Portocarrero, fueron la cultura; Nicolás, Alicia, Mariano, Leo, Roberto, son la cultura; Pablo y Silvio son también la cultura, como los Irakere, Portillo de la Luz, José Antonio y Sandoval, como la Danza Moderna o el Conjunto Folclórico. Pero que el bacalao lleve o no lleve papa, no necesariamente es la cultura a que aspiramos. Hay que atreverse a decirlo, si es que realmente queremos, como se proponen las resoluciones, “fortalecer el papel de la cultura en el socialismo cubano de hoy”. Es bueno diferenciar lo popular auténtico de la chabacanería con pretensiones de pueblo.

Se alega con frecuencia que hay que partir de nuestros niveles culturales. Correcto. Pero partir de ese nivel no significa adaptarse a él. Lenin, que se nutría como nadie del pueblo, y Fidel, leninista contemporáneo, han sabido tomar al pueblo como punto de partida para una incesante proyección hacia arriba. Sepámoslo hacer nosotros, librémonos de las excrecencias populistas.

Si algo se nos puede reprochar es no haber sido lo necesariamente exigentes. Es una muestra de eso que suelo denominar “resignación socialista” el no haber peleado lo suficiente por introducir desde nuestra enseñanza primaria la educación artística de nuestros niños y jóvenes. Si saber disparar un arma en nuestra Patria de hoy es condición indispensable para todo ciudadano, esto no puede conducirnos a olvidar que apreciar a Degas o a Picasso, a Beethoven o a Prokofiev, es también importante. (APLAUSOS).

¿Por qué hemos de condenar a quienes laboran voluntariamente en la microbrigada, o dan 120 horas de su tiempo libre al esfuerzo común, a que tengan todavía que contemplar personajes que recuerdan demasiado a los de “Crusellas” y “Palmolive”?, a pesar de que reconozcamos los esfuerzos de la televisión por acercarse a la cultura. Un pueblo como el nuestro, que además de confirmar cada día que ama a la Revolución, ha dejado atrás el analfabetismo y tiene una clase obrera que en su conjunto aspira a cumplir los nueve grados de educación, no merece ser alimentado espiritualmente con productos adulterados. Tiene derecho a lo mejor, y estamos en la obligación de proporcionárselo.

Se oye hablar de “cultura masiva”. Para mí la cultura “masiva”, no es la cultura. Yo creo en la cultura hacia las masas, con las masas y para las masas. Son cosas distintas aunque luzcan semejantes.

Cabe que nos preguntemos si estamos ya en el camino de esa cultura, a la vez revolucionaria y abarcadora, a que aspiramos.

Creo que no debemos dudarlo.

Porque es cierto que —como aquí se ha dicho— lo que nos ha faltado no son las definiciones y las líneas de política. Las empezamos a tener en el discurso de Fidel de 1961, y las encontramos, reforzadas por una experiencia de dieciséis años, en la Resolución del I Congreso del Partido. De lo que hemos carecido es de la capacidad para ponerlas en práctica. Ahora el Partido, impulsado por la rectificación, que sitúa la conciencia política en el plano central de sus preocupaciones, trabaja por transformar aquellas palabras rectoras de entonces en una línea permanente de acción. Y ahora también el Congreso de la UNEAC da a los escritores y artistas de nuestro país la coherencia y la voz necesarias para dejar de ser una fuerza amorfa y subalterna y convertirse en parte de esta gran batalla renovadora.

Los intelectuales cubanos no pueden retrasarse. Les tocará, como a los demás, poner el ladrillo, mezclar la arena, levantar así las viviendas, el consultorio del médico de la familia, los círculos infantiles. Pero tienen además su propia, específica, irrenunciable tarea que no pueden traicionar. Les corresponde realizar la obra seria en lo literario, en lo musical, en lo plástico, a la que el crecimiento revolucionario los conmina. Les toca, por encima de eso, la hermosa y alta tarea de llevar esa obra, y las obras de sus antecesores cubanos y no cubanos —porque la palabra “extranjero” debe ser abolida de la cultura— a millones de hombres y mujeres que esperan por ellas. Mientras haya galerías de arte sin espectadores; mientras los niños no tengan acceso, por inercia de quienes los educan, al museo; mientras Mozart siga siendo un buen pretexto para la comedia musical de turno; mientras Pushkin y Shakespeare resulten desconocidos para cientos de miles que los disfrutarían si se les acercara a ellos, la misión de los promovedores de la cultura no habrá terminado.

Nadie tiene derecho a esperar. A cada uno le toca lo suyo. El Partido orienta, pero la UNEAC y sus miembros tienen su órbita propia, la inercia los hará culpables. No es momento de querellas sino de conjunciones, pero si hay inmovilidad oficial las armas de la crítica están ahí para usarlas. La Revolución, que condena la pelea innecesaria, ha respaldado siempre la pelea justa, lo que rechaza es la quietud pesimista. (APLAUSOS.)

Y si se quiere estar mejor preparado para esa batalla, en que conjuntamente han de participar el Partido y la UJC los ministerios, los sindicatos, sin duda que la UNEAC debe preocuparse más por la incorporación a ella de nuestra juventud intelectual.

Creo que no tendré que jurar ante ustedes que no tengo nada contra los viejos. Pero me asusta que en este Congreso, en que los literatos y artistas han logrado expresar su combatividad, aunque sea a la manera pausada del gremio, apenas un 2 % de los participantes tengan menos de treinta años. Menos de treinta años tenía José Martí cuando empezó su faena liberadora sin tregua; a Mella no le permitieron llegar a los treinta años. Entre los firmantes de la “Protesta de los Trece”, muy pocos pasaban de los veinticinco años. No tenían treinta años los editores de la Revista de Avance, ni Nicolás Guillén cuando escribió Sóngoro cosongo. Con poco más de veinte años, Roa, José Antonio Portuondo, Mirta Aguirre y otros se paseaban ya en las cubanas de su tiempo. Y, para decirlo de una sola buena vez: el protagonista de La Historia me Absolverá, ese Manifiesto de Montecristi de nuestra época, no había rebasado, cuando se puso al frente de su pueblo, los veintisiete años. (APLAUSOS.) Y aquí, entre 518 delegados, sólo nueve no pasan de los treinta años.

Mal síntoma si ello se debiera a la desconfianza; peor aún si se originara en la inmadurez. Creo que el origen de esa ausencia está, más bien, en una falta de perspectiva.

Permítaseme una sola reflexión final.

En la Resolución se nos propone también “el rechazo de toda desviación ética, política e ideológica, que pretenda erosionar nuestra voluntad de luchar por el socialismo” y se proclama la aspiración de estar “tan lejos del dogmatismo como del liberalismo, tan lejos de la intolerancia como de la complacencia”.

Al llevarlo a la práctica, no debemos olvidar, sin embargo, que, aunque el liberalismo es peligroso y la complacencia inaceptable, más peligrosos todavía, en el terreno de la cultura y la ciencia, son la intolerancia y el dogmatismo. (APLAUSOS.) Aquellos no pueden penetrar —por su signo político— en nuestra unida y fuerte Revolución. Pero si no vencemos el dogma nos corroerá y nos cerrará el camino hacia la amplia y noble cultura del socialismo, en la cual la de Hombre tiene que ser, como lo proclamaba Máximo Gorki, “una hermosa palabra”.

Patria o Muerte

(OVACIÓN.)

Nota:

1 “A la cultura por la Revolución”, palabras de Carlos Rafael Rodríguez en el último día de sesiones del IV Congreso de la UNEAC, el 28 de enero de 1988, en periódico Granma, La Habana, viernes 29 de enero de 1988, p. 3

Tomado de: Cubacine

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