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Camarógrafo de “La batalla de Chile” es un detenido desaparecido

Camarógrafo chileno Jorge Müller Silva

Por Hugo Guzmán

El documental “La batalla de Chile”, exhibido en estos días por el Canal La Red, en una meritoria pauta informativa, permitió a las nuevas generaciones encontrarse con un material documental elocuente y robusto sobre el proceso que se vivió en Chile entre 1970 y 1973. Y a las generaciones más antiguas les debe haber evocado aquellos mil días de movilizaciones, debates, confrontaciones, donde se constató con nitidez cuáles son los proyectos e intereses que se juegan en Chile.

El trabajo de “La batalla de Chile” es uno de los más enriquecedores en cuanto a información y documentación en cuanto al período del Gobierno Popular que lideró el Presidente Salvador Allende, sobre todo por el testimonio de protagonistas sociales, es decir, mujeres, trabajadores, pobladores, dirigentes sindicales, y también por la voz de empresarios, conservadores, militares y dirigentes de gremios. Se pueden ver y escuchar intervenciones del Presidente Allende que son claves respecto al proceso 1970-1973. Fue el trabajo de un equipo excepcional y el material es vigente y necesario a casi mitad de siglo de aquellos acontecimientos.

En el equipo estaba el destacado y sensible camarógrafo Jorge Müller Silva. Es probable que muchas y muchos jóvenes, que pudieron ver el documental en estos días, no sepan que él es un detenido desaparecido. Los de su generación lo saben y no lo olvidan. Es otro dramático ejemplo de cómo oficiales de las Fuerzas Armadas y Carabineros, y militantes de la derecha, actuaron con saña, odio e irracionalidad en contra de miles de compatriotas, sólo por su forma de pensar y su ejercicio profesional.

En la mañana de un día de noviembre de 1974, Müller, junto a su compañera y cineasta, Carmen Bueno, fue detenido en Bilbao con Los Leones, por un grupo de la Dirección de Inteligencia Nacional (Dina). Ambos fueron llevados, primero, al centro de detención y tortura de Villa Grimaldi, y luego a un centro similar, Cuatro Álamos. Los dos fueron torturados, incomunicados y mantenidos ilegalmente presos hasta mediados diciembre de 1974. Fueron sacados de Cuatro Álamos, de acuerdo al testimonio de varias y varios detenidos, y nunca más se supo de ellos. Pasaron a formar parte de la lista de detenidos desaparecidos, seguramente ejecutados por militares y carabineros.

Como ocurrió durante el periódico dictatorial, la Corte Suprema y otras instancias del Poder Judicial, rechazaron los recursos de amparo y peticiones de investigación sobre la detención, secuestro y desaparición de Jorge Müller y Carmen Bueno. La Fiscalía Militar, entidad sobre la cual todavía no se investiga cuántos delitos e irregularidades cometió durante la dictadura, cerró el caso. La insistencia de familiares, amigos y abogados de derechos humanos, permitió que finalmente se efectuara un proceso judicial, que llevó a cabo el magistrado  Hernán Crisosto. Se acreditó el delito de detención ilegal, de torturas y desaparición. Fue procesada una cincuentena de agentes de la Dina, la mayoría del Ejército, culpables de la acción criminal contra Jorge Müller y Carmen Bueno. Entre ellos, fueron condenados César Martínez, Pedro Espinosa, Raúl Iturriaga y Miguel Krassnoff.

Los dos cineastas tuvieron participación en varios documentales y obras de cine, trabajaron en Chile Films y fueron militantes del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR). Müller trabajó en “Reportaje a Lota”, “La tierra prometida”, “La Expropiación” y “Realismo Socialista”.

Hoy, con la decisión editorial y periodística del Canal La Red, se logró volver a admirar la labor de Jorge Müller como camarógrafo, con un magistral manejo de la cámara en “La batalla de Chile”. Y se volvió a recordar que fue una de las víctimas de la dictadura.

Tomado de: El Siglo

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Editorial: Imágenes del país que nos mira

Cartel del filme La batalla de Chile (fragmento)

Por Iván Pinto

Serge Daney recordaba en su clásico e imponderable texto El travelling de Kapo (1992), cómo su vida cinematográfica giraba en torno a esas películas que lo “habían mirado más de lo que él había visto”, imágenes recurrentes, obsesivas, compuesta por aquellas películas que nos han visto crecer, y que “nos miraron, rehenes precoces de nuestra biografía futura”.

Esto se me vino a la mente con lo sucedido el fin de semana pasado, me refiero a la primera vez que se exhibió por la televisión abierta La batalla de Chile (1975-1979) de Patricio Guzmán, una película que, acaso obstinadamente y a pesar de su censura histórica durante todo el período democrático, no ha dejado de mirar nuestro presente con obsesiva fijeza. Y se trata, para mí, de una de esas películas que jamás ha dejado de encontrarme. Su exhibición por el canal La Red durante el fin de semana pasado fue tema de discusión a lo largo de todos esos días, publicándose columnas y comentarios en redes sociales, mientras generaba -aún- tal nivel de polémica que la marca Carozzi anunciaba su retiro de patrocinio al canal.

Un historiador amigo (Luis Thielemann) escribía en sus redes sociales, celebrando su exhibición: “La Batalla de Chile no es una obra sobre la memoria, es LA memoria. No es una reflexión sobre un pasado perdido, es el pasado y al verlo deja de estar perdido, se recupera y reproduce para siempre”. En ese mismo posteo, Luis recordaba como su proyección en encuentros, asambleas, mítines pertenecía a una “eucaristía de izquierda”, una que circulaba de mano en mano, primero en vhs, luego en copias mejores en dvd. Gracias a esta circulación se configuró en una suerte de memoria del pasado reciente que la Dictadura y luego la transición buscó borrar (la del gobierno de la Unidad Popular y golpe militar). Y así, durante mucho tiempo, cada exhibición suya -como la inaugural de Fidocs a fines de la década del noventa- establecía un verdadero hito cultural.

Su exhibición en televisión es un punto ganado para la construcción de la memoria histórica, ampliando así los espectadores habituales del filme -más allá del cine o la militancia. No podía dejar de pensar cuántas personas la estaban viendo por primera vez. Imaginaba estudiantes, jóvenes activistas post estallido, pero también gente de todas las edades e intereses -como mi madre- que se sumaban esas noches a un visionado fragmentado pero sincrónico. Un “suceso” que estaba aconteciendo para muchas personas al mismo tiempo, aun cuando ello estaba mediado por la experiencia doméstica e individual -no el mitin o el festival.

Una parte de mí no pudo evitar sentirse atraída magnéticamente por esa experiencia de “ver en televisión La batalla de Chile”. Sentí que, a través de esta experiencia, mediada por el computador en streaming, me hacía verla o leerla de distinto modo. Luego, viendo redes sociales, mucha gente twitteó sobre las similitudes con nuestro presente, particularmente horrorizados por la capacidad de confabulación por parte de los sectores de derecha respecto al gobierno de la Unidad Popular. También fascinados por los rostros, los discursos de pobladores, obreros, militantes para salir a defender el gobierno de Allende. Es interesante, porque esta Historia encarnada en tragedia, a sabiendas del “spoiler”, fascina por un dispositivo documental de registro, de presencia, de conocer, a través de esas imágenes.

Como muchos, creo, me impacté -una vez más- por algo que creía saber pero que el documental me obliga a no olvidar: la impotencia, la dignidad, las ironías de la Historia, el oportunismo ideológico, la maquinaria del poder, el odio, la traición y, por sobre todo, la catástrofe. Pues, La batalla de Chile, es una película contada desde la fractura, desde la interrupción, desde la derrota, a partir de esa escena trágica, inolvidable, de los Hawker hunter sobre La Moneda. No puedo, si no, recordar una y otra vez la primera vez que vi esa escena, y la huella sobrecogedora que dejó en mi recorrido biográfico. Ese suceso, ese archivo, y lo que puede haber producido en muchos otros que lo vieron por primera, segunda o tercera vez.

Y es que aquí volvemos a la reflexión de Daney. El crítico continúa su itinerario formativo que lo persigue desde la enseñanza escolar, recordando a Resnais y aquellas imágenes de la catástrofe, con las cuales el cine -y el espectador- entraban a su fase adulta. Con películas como Hiroshima, mon amour (1959) y, particularmente, con Noche y niebla (1956), donde:

“la esfera de lo visible dejó de estar totalmente disponible: hay ausencias y huecos, vacíos necesarios y llenos superfluos, imágenes que faltarán siempre y miradas para siempre insuficientes”.

No es que dude en lo que representa la película de Guzmán para las liturgias de izquierda. En gran parte, eso me constituye por una experiencia biográfica (fue en esos contextos donde pude verla). También asumo el valor absoluto que tiene como documento de época, cuestión celebrada por los historiadores y estudiosos. Pero, incluso con todo ello, pienso que la película de Guzmán para mí constituye un hito relativo a lo que entendí que podía ser (y hacer) el cine, relativos a una ética de la imagen y su forma de vincularse al espectador, a partir de esas imágenes extremas de la derrota. El lugar en que nos interpela y sitúa, para volver inteligible un proceso encadenado a través de un montaje multiplicado y desdoblado eisenstenianamente en las fuerzas sociales del período (maestría de Pedro Chaskel). La fuerza del registro de la cámara en mano; los espacios fotografiados en blanco y negro; el lirismo de la vida cotidiana; la amenaza de la violencia desde la fuerza de los aparatos represivos; la encarnación del poder popular; el sonido de la nagra registrando el grano de las voces corales que constituyen los muchos que vivenciaron y se anclaron a este momento, dejándome en la inquietud de cuantos pudieron sobrevivir…

Ver La batalla de Chile a través de los años, para mí, fue la entrada a mi vida adulta cinematográfica, comprendida esta como la búsqueda por una “imagen justa”. Una suerte de ciudadanía política adquirida a través del cine. Quiero pensar, así, que por esas tres noches, quienes asistimos a esa particular exhibición habitamos un particular “país del cine” constituido por esos afectos comunes.

Tomado de: El Agente. Críticas de cine

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Imaginar la nación (+Tráiler)

La cordilerra de los sueños (2019), de Patricio Guzmán

Por Yago Paris

Chile vive de espaldas a su pasado. Esa parece ser la idea central de la trilogía geográfica que ha desarrollado el documentalista chileno Patricio Guzmán. Aunque ha dedicado buena parte de su carrera como cineasta al análisis del presente y el pasado de su país, en sus últimas tres cintas se ha propuesto investigar cómo el paisaje se relaciona con la historia, cómo la geografía puede dar las claves que definen un país entero. La primera entrega, Nostalgia de la luz (2010), mostraba cómo la sociedad vivía de espaldas al desierto de Atacama. Mientras esta zona de la nación se ha convertido en referencia mundial por sus ideales condiciones para el estudio de las estrellas, al mismo tiempo pasan completamente desapercibidas las atrocidades que sucedieron en estos parajes, donde presos políticos fueron asesinados y enterrados, sin que en la actualidad haya interés por parte de las autoridades gubernamentales por recuperar los restos de los fallecidos. Mientras se mira a lo más lejano, a las estrellas, en busca de claves para entender el funcionamiento del universo, se ignora por completo lo más cercano, la tierra que se pisa, como elemento clave para comprender lo más cercano, el país que se habita. La siguiente parte del tríptico, El botón de nácar (2015), aborda otro aspecto fundamental de la geografía chilena: su litoral. El país es el segundo con mayor longitud de costa —83000 kilómetros, solo por detrás de Canadá—, y sin embargo también vive de espaldas a esta. En esta cinta el autor reflexiona sobre cómo el agua puede traer a la superficie la historia de lo que allí aconteció, ya sean las matanzas de los pueblos indígenas durante el siglo XIX o las del régimen de Augusto Pinochet durante el XX.

La tercera película de la serie, La cordillera de los sueños, aborda otra localización geográfica desatendida, los Andes, una parte fundamental del territorio —conforma el 80% de su extensión total— y columna vertebral metafórica y casi literal —por disposición y longitud— de la nación. Nuevamente, Guzmán encuentra conexiones entre el paisaje y la historia, a través de las que es capaz de exponer cómo la inmensa cordillera del cono sur de Latinoamérica puede dar claves para entender el pasado y el presente de su país. En este caso, cómo vivir ajeno a la parte fundamental de tu nación te hace, necesariamente, desconocedor de la esencia de tu cultura, cómo vivir de espaldas al 80% de tu territorio provoca que los chilenos vivan de espaldas a Chile, cómo no hacer uso del sustento metafórico de uno provoca vivir en un estado de carencia vital. ¿Qué es Chile? ¿Qué significa ser chileno? El director apunta al enorme desconocimiento que la sociedad chilena tiene de sí misma, y en este caso el problema no se limita al pasado, sino también al mismo presente que dicha sociedad vive. ¿Acaso los chilenos entienden cómo funciona su país, acaso son conscientes de lo que un gobierno detrás de otro está haciendo con los recursos, la gestión del territorio y de las ciudades, de la propia sociedad?

Quizás el elemento más sorprendente de esta trilogía geográfica es la capacidad del documentalista para establecer conexiones aparentemente imposibles entre conceptos que a priori no parecen guardar relación entre sí. Esta situación quizás sea especialmente notoria en el caso de la última entrega de la trilogía, puesto que ni siquiera Los Andes fueron un lugar destacado de la represión que llevó a cabo la dictadura de Pinochet. El patrón de desarrollo de las tres cintas es similar: con un tempo pausado, desde la reflexión más sosegada, el autor, quien pone la voz en off de la narración, va exponiendo diferentes aspectos de cada caso de estudio, trazando líneas en principio distantes, pero que, con el avance del metraje, empiezan a tender puentes entre sí. El resultado final en los tres casos es un discurso sólido, donde lo poético se mezcla con la recopilación de datos sobre acontecimientos de la dictadura, dando lugar a un discurso que no por imaginativo se pierde en la construcción de paralelismos gratuitos o endebles. En el caso que nos ocupa, el primer tercio de metraje aborda la cordillera en todo su esplendor, con vistas de pájaro que describen la inexplicable desatención de un paisaje espectacular. Entremedias se intercalan declaraciones de artistas, intelectuales y científicos, en un intento de aproximarse mejor a lo que Los Andes significa para el pueblo chileno.

Es en la segunda mitad de la narración donde el tema central de su filmografía, la dictadura militar de Augusto Pinochet, aparece para copar el foco del relato. La poética de unas estampas naturales de ensueño da paso a la crudeza de la filmación improvisada, a pie de calle, de los actos de represión del gobierno hacia un pueblo unido que peleaba por recuperar la democracia. Es en este punto donde la figura de Pablo Salas, otro documentalista que ha pasado toda su vida filmando lo que sucedía en su país, cobra importancia capital. Casi como si Guzmán le cediera el testigo y pasase a un segundo plano, Salas se convierte en el líder de la narración, exponiendo lo que se vivió en el momento, no solo mediante sus testimonios a cámara, sino también mediante las imágenes que el propio cineasta ha cedido al metraje final de La cordillera de los sueños, donde es posible observar todo aquello que, precisamente, alguien como Patricio Guzmán no pudo filmar, puesto que se exilió junto con su familia por temor a las represalias del régimen fascista. De la misma forma que el autor de La cruz del sur (1991) reivindica a aquellos valientes que se quedaron a pesar de todo, que pusieron su vida en riesgo simplemente por permanecer en su país de origen para dejar constancia de lo que estaba sucediendo, este también coloca, de manera indirecta pero indisimulada, el foco sobre sí mismo, sobre aquellos que decidieron abandonar el país. Aunque tuvieran motivos de sobra para escapar, incluso aunque pareciera lo más coherente en aquel momento, la cinta parece insinuar que, en el fondo, aquellos que optaron por huir en cierta manera quizás también le dieron la espalda a su propio país.

Aunque en el tramo central del metraje se aborde de lleno la dictadura, el filme destaca, en comparación con las otras dos cintas, por una mayor libertad con respecto al pasado. Este mayor desanclaje permite que el cineasta ponga con mayor énfasis la mirada en el presente, lo que le permite abordar temas como el funcionamiento actual de su país.

Aspectos como la asimilación del sistema neoliberal por parte de los gobiernos democráticos, sin importar el color político de sus siglas, redundan en el desconocimiento que el realizador señala por parte de una sociedad que describe como perdida en sí misma —especial mención a la organización de las propias ciudades, un laberinto de estructuras que alienan al ser humano, distanciándolo de sus allegados en un mar de asfalto y cemento que no lleva a ninguna parte. Pero mayor es la denuncia a la gestión del país, de la que tampoco se libra la propia cordillera. La privatización sangrante del neoliberalismo permite que sean empresas extranjeras las que exploten los recursos de la nación, o que la inmensa mayoría del territorio ya no sea de acceso público. Al mismo tiempo, en un aspecto todavía más turbio, el documentalista plantea preguntas tales como el origen, destino y significado de una serie de trenes de mercancías que recorren las cordilleras de noche, de los que apenas se tiene información, o por qué hay zonas de las montañas a las que solo se puede acceder previa solicitud de permiso a las autoridades, o directamente otras zonas donde ni siquiera está permitido acceder. Quizás esta mirada más intensa al presente provoca que la descripción de Chile sea las más pesimista de las tres que elabora Guzmán en su tríptico geográfico, lo que converge en el hecho de que esta vez su grado de implicación personal en el relato sea mayor. No solo el autor se ha cuestionado a sí mismo sobre su decisión de exiliarse, sino que desarrolla, a lo largo de todo el documental, una descripción nostálgica y fragmentada del país que recuerda, el de su infancia y el de los años previos a su huida. En última instancia, el director parece querer apoyarse en la columna vertebral de su patria como una manera de ganar fuerzas frente a su ya desesperanzada visión de la misma, en un intento de reconstruir una Chile que hace tiempo que desapareció, un país que ya solo existe en su mente.

Tomado de: http://cinedivergente.com

Trailer de La cordillera de los sueños (2019), de Patricio Guzmán

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