Archives for

Discurso sobre el plano-secuencia o el cine como semiología de la realidad

Por Pier Paolo Passolini

1

Observemos el film de 16 mm que un espectador, entre la multitud, rodó sobre la muerte de Kennedy. Se trata de un plano-secuencia; y es el más característico plano-secuencia.

El espectador-operador, en efecto, no eligió ángulos visuales: filmó simplemente desde donde se encontraba, encuadrando lo que su ojo –mejor su objetivo– veía.

El plano–secuencia característico es, por lo tanto, una toma «subjetiva».

En un posible film sobre la muerte de Kennedy faltan todos los demás ángulos visuales: desde el del mismo Kennedy al de Jacqueline, desde el del asesino que disparaba al de los cómplices, desde el de los restantes presentes más afortunadamente situados al de los policías de la escolta, etc.

Suponiendo que tuviésemos films rodados desde todos estos ángulos visuales, ¿de qué dispondríamos? De una serie de planos-secuencia que reproducirían las cosas y las acciones reales de aquel momento, contemporáneamente vistas desde diferentes ángulos visuales: es decir, a través de una serie de tomas «subjetivas». Por lo tanto, la toma «subjetiva» es el máximo límite realista de toda técnica audiovisual. No se puede concebir «ver y oír» la realidad en su transcurrir más que desde un solo ángulo visual: y este ángulo visual siempre es el de un sujeto que ve y oye. Este sujeto es un sujeto de carne y hueso, porque si nosotros, en un film de acción, también elegimos un punto de vista ideal y, por lo tanto en cierto modo abstracto y no naturalista, desde el momento en que colocamos en ese punto de vista una cámara y un magnetófono siempre resultará algo visto y oído por un sujeto de carne y hueso (es decir, con ojos y oídos).

Ahora bien, la realidad vista y oída en su acaecer siempre es el tiempo presente.

El tiempo del plano-secuencia, entendido como elemento esquemático y primordial del cine –es decir, como una toma subjetiva infinita–, es, por consiguiente, el presente. El cine, por lo tanto, «reproduce el presente». La «toma directa» de la televisión es una paradigmática reproducción del presente, de algo que sucede.

Entonces supongamos que tenemos no un único film sobre la muerte de Kennedy, sino una docena de films análogos en cuanto a planos-secuencia que reproducen subjetivamente el presente de la muerte del presidente. En el mismo momento en que nosotros, también por razones puramente documentales (entramos en una sala de proyección de la policía que efectúa la investigación), vemos continuadamente todos estos planos-secuencia subjetivos, es decir, unidos entre sí, aunque no en forma material, ¿qué es lo que hacemos? Hacemos una especie de montaje, aunque extremadamente elemental ¿Y qué es lo que obtenemos con este montaje? Obtenemos una multiplicación de «presentes», como si una acción, en lugar de desarrollarse una sola vez ante nuestros ojos, se desarrollara más veces. Esta multiplicación de «presentes» suprime, inutiliza en realidad, el presente, cada uno de estos presentes, al postular la relatividad del otro; su inautenticidad, su imprecisión, su ambigüedad.

Al observar, para una investigación de la policía –la menos interesada por cualquier hecho estético, e interesadísima, en cambio, por el valor documental de los films proyectados en cuanto testigos oculares de un hecho real a reconstruir con toda exactitud–, la primera pregunta que nos haremos es la siguiente: ¿cuál .de estos films representa con más exactitud la auténtica realidad de los hechos? Hay tantos pobres ojos y oídos (o cámaras y magnetófonos) ante los que ha tenido lugar un capítulo irreversible de la realidad, presentándose a cada pareja de órganos naturales o de estos instrumentos técnicos, de manera diferente (campo, contracampo, plano general, plano americano, primer plano y todos los ángulos posibles): pero cada una de estas formas en que la realidad se ha presentado es extremadamente pobre, aleatoria, casi digna de compasión, si se piensa que es una sola, y las otras son tantas, infinitamente tantas.

En cualquier caso está claro que la realidad, con todas sus facetas, se ha expresado: ha dicho algo al que estaba presente (estaba presente formando parte de ella: porque la realidad no habla con nadie más que consigo misma), ha dicho algo en su lenguaje que es el lenguaje de la acción (integrado por los lenguajes humanos simbólicos y convencionales): un disparo de rifle, un cuerpo que cae, un coche que se para, una mujer que grita, muchas personas que chillan… Todos estos signos no simbólicos dicen que algo ha sucedido: la muerte de un presidente, ahora y aquí, en el presente y dicho presente es, repito, el tiempo de tantas tomas subjetivas como planos-secuencia, rodados desde diferentes ángulos visuales en los que el destino ha colocado a sus testigos con sus incompletos órganos culturales o instrumentos técnicos.

El lenguaje de la acción es, por lo tanto, el lenguaje de los signos no simbólicos del tiempo presente y, en el presente, sin embargo, no tiene sentido o, si lo tiene, lo tiene subjetivamente, es decir, de manera incompleta, incierta y misteriosa. Kennedy, muriendo, se está expresando en su última acción: la de caer y morir en el asiento de un automóvil presidencial negro, entre los débiles brazos de una pequeña burguesa norteamericana.

Pero ese último lenguaje de la acción con el que Kennedy se ha expresado ante varios espectadores queda en el presente –al ser percibido por los sentidos y filmado, que es lo mismo– detenido e inenarrado. Como todo momento del lenguaje de la acción, éste es una búsqueda. ¿Búsqueda de qué? De una sistematización en relación con sí misma y con el mundo objetivo; y, por lo tanto, una búsqueda de relaciones con los restantes lenguajes de la acción con los que los demás, junto con él, se expresan. En el caso que nos ocupa, los últimos sintagmas vivientes de Kennedy buscaron una relación con los sintagmas vivientes de aquellos que en ese momento se expresaban viviendo a su alrededor. Por ejemplo, de su asesino, o asesinos, que disparaba o que disparaban.

Hasta que dichos sintagmas vivientes no se relacionen entre sí, tanto el lenguaje de la última acción de Kennedy, como el lenguaje de la acción de los asesinos, son lenguajes mutilados e incompletos. ¿Qué deberá suceder, por lo tanto, para que lleguen a ser completos y comprensibles? Que las relaciones, que cada uno de ellos a tientas y balbuceantemente buscan, se establezcan. Pero no a través de una simple multiplicación de presentes –como sucedería si yuxtapusiésemos las diferentes tomas subjetivas– sino a través de su coordinación. En efecto, su coordinación no se limita, como la yuxtaposición, a destruir y a inutilizar el concepto de presente (como en la hipotética proyección de los distintos films, pasados uno después del otro en la salita del F. B. I.), sino a expresar el presente pasado.

Sólo los hechos sucedidos y acabados son coordinables entre sí, y por esto adquieren un sentido (como diré, tal vez mejor, más adelante).

Ahora supongamos una cosa: es decir, que entre los investigadores que han visto los diferentes, y por desgracia hipotéticos films unidos unos a otros, había una genial mente organizadora.

Su genialidad no podría consistir más que en la coordinación. Intuyendo la verdad –a partir de un análisis de los diversos fragmentos naturalistas, que constituyen los diferentes films–, estaría en condiciones de reconstruirla. ¿Pero cómo? Seleccionando los momentos verdaderamente significativos de los diferentes planos-secuencia subjetivos y encontrando, como consecuencia, su auténtica sucesión. Se trataría, en pocas palabras, de un montaje. Después de este trabajo de selección y coordinación los diferentes ángulos visuales se disolverían, y la subjetividad, existencial, cedería el sitio a la objetividad; ya no estarían las conmovedoras parejas de ojos–oídos (o cámaras–magnetófonos) para captar y reproducir la fugaz y poco estable realidad, pero en su sitio habría un narrador. Este narrador transforma el presente en pasado.

De donde se deriva que el cine (o mejor la técnica audiovisual) es sustancialmente un infinito plano–secuencia, tal y como es la realidad para nuestros ojos y nuestros oídos durante todo el tiempo en que estamos en condiciones de ver y oír (un plano–secuencia infinito que acaba al final de nuestra vida): y este plano–secuencia, además, no es más que la reproducción (como he dicho varias veces) del lenguaje de la acción; en otras palabras, es la reproducción del presente.

Pero desde el momento en que interviene el montaje, es decir, cuando se pasa del «cine» al film (que, por lo tanto, son dos cosas muy diferentes, del mismo modo que «langue» es diferente de «palabras») el presente se convierte en pasado (es decir, se han realizado las coordinaciones a través de las distintas lenguas vivientes): un pasado que, por razones inmanentes al medio cinematográfico, y no por elección estética, tiene siempre características de presente (es decir, es un presente histórico).

Aquí entonces debo decir lo que pienso de la muerte (y dejo libres a los lectores para preguntarse, escépticos, que tiene que ver esto con el cine). He dicho varias veces, y siempre mal, por desgracia, que la realidad tiene su lenguaje –mejor dicho, un lenguaje–, que, para ser descrito, tiene necesidad de una «semiología general», que por ahora falta, incluso como noción (los semiólogos observan siempre objetos muy nítidos y definidos, es decir, los diferentes lenguajes, sígnicos o ‘no existentes’ todavía no han descubierto que la semiología es la ciencia descriptiva de la realidad).

Dicho lenguaje –he dicho, y siempre mal– coincide, por lo que al hombre se refiere, con la acción humana. Es decir el hombre se expresa principalmente con su acción –no entendida como una mera acción pragmática– porque con ella modifica la realidad e incide en el espíritu. Pero esta acción suya carece de unidad o sea de sentido, hasta que no se haya consumado. Mientras Lenin vivía, el lenguaje de su acción todavía era en parte indescifrable, porque todavía era posible y, por lo tanto, modificable por eventuales acciones futuras. En definitiva, mientras tiene futuro, es decir una incógnita, un hombre está inexpresado. Puede haber un hombre honesto que, a los sesenta años cometa un delito: esta acción censurable modifica todas sus acciones anteriores y, por consiguiente, se presenta distinto del que siempre fue. Hasta que no me muera nadie podrá garantizar que verdaderamente me conoce es decir, podrá dar un sentido a mi acción, que, por lo tanto, en cuanto momento lingüístico, es difícilmente descifrable.

Por lo tanto, es absolutamente necesario morir, porque, mientras estamos vivos, carecemos de sentido y el lenguaje de nuestra vida (con el que nos expresarnos, y al que, por lo tanto, atribuimos la máxima importancia) es intraducible: un caso de posibilidades, una búsqueda de relaciones y de significados sin solución de continuidad. La muerte realiza un rapidísimo montaje de nuestra vida: o sea selecciona sus momentos verdaderamente significativos (inmodificables ya por otros posibles momentos contrarios o incoherentes), y los ordena sucesivamente, haciendo de nuestro presente, infinito, inestable e incierto, y por lo tanto lingüísticamente no descriptible, un pasado claro, estable, cierto y, por lo tanto, lingüísticamente bien descriptible (precisamente en el ámbito de una Semiología General). Sólo gracias a la muerte, nuestra vida sirve para explicarnos.

Por lo tanto, el montaje realiza sobre el material del film (que está constituido por fragmentos, larguísimos o infinitesimales, de tantos planos-secuencia como posibles tomas subjetivas infinitas) lo que la muerte realiza sobre la vida.

2

El film se podría definir como «palabras sin lengua»: en efecto, los distintos films para ser comprendidos no remiten al cine, sino a la realidad misma. Se entiende que con esto estoy postulando mi habitual identificación del cine con la realidad y que la semiología del cine sólo debería ser un capítulo de la Semiología General de la realidad.

Veamos: en un film aparece el encuadre de un muchacho con el pelo rizado y negro, los ojos negros y sonrientes, una cara cubierta de acné, la garganta un poco hinchada, como de hipertiroide, y una expresión alegre y burlona que emana de toda su persona. Este encuadre de un film, ¿remite acaso a un pacto social hecho de símbolos, como sería el cine definido por analogía con la «langue»? Sí, remite a este pacto social, pero este pacto social, no siendo simbólico no se distingue de la realidad, o sea del auténtico Ninnetto Davoli (1) en carne y hueso reproducido en aquel encuadre.

Tenemos en nuestra cabeza una especie de «Código de la Realidad» (o sea esa Semiología General en potencia de la que estoy hablando). Y, a través de este inexpresado e inconsciente código que nos hace comprender la realidad, también comprendemos los diferentes films. Mejor dicho, para decirlo todo, de la forma más sencilla y elemental, reconocemos la realidad en los films, que se expresa en ellos para nosotros como hace cotidianamente en la vida.

Un personaje, en el cine, como en cualquier momento de la realidad, nos habla a través de los signos, o sintagmas vivientes, de su acción que, subdivididos en capítulos, podrían ser: 1) el lenguaje de la presencia física; 2) el lenguaje del comportamiento; 3) el lenguaje de la lengua escrita–hablada; todos, precisamente, sintetizados en el lenguaje de la acción, que establece relaciones con nosotros y con el mundo objetivo. En una Semiología General de la realidad, cada uno de estos capítulos debería, naturalmente, dividirse en un número impreciso de apartados. Es un trabajo, éste, que desde hace tiempo tengo en la pluma; quisiera limitarme aquí únicamente a observar el segundo apartado, el titulado «Lenguaje del comportamiento»; indudablemente sería el más interesante y complejo. Mientras tanto, y en primer lugar, habría que dividirlo en dos subapartados, es decir, el «Lenguaje del comportamiento general» (que sintetizaría la manera de ser aprendida a través de la educación en una sociedad codificadora), y el «Lenguaje del comportamiento específico» (que serviría para expresarse en situaciones sociales particulares y en determinados momentos, diría de la jerga, de esta situación).

Cojamos, por ejemplo, al actor con el pelo rizado y el acné del que hablaba antes: el lenguaje de su comportamiento general me indica inmediatamente –a través de la serie de sus actos, de sus expresiones, de sus palabras– su ubicación histórica, étnica y social. Pero el lenguaje de su comportamiento específico, precisa hasta la más extrema concreción como ubicación (así como sucede con el dialecto y la jerga con respecto a la lengua). El lenguaje del comportamiento específico está, por lo tanto, sustancialmente constituido por una serie de ceremoniales, cuyo arquetipo pertenece decididamente al mundo natural o animal; el pavo real que despliega su cola, el gallo que canta después del coito, las flores que muestran, en una determinada estación, sus colores. El lenguaje del mundo es, en resumen, sustancialmente un espectáculo. En el caso de una pelea, el muchacho del pelo rizado que hemos tomado como ejemplo, no trasgrediría uno solo de los actos exigidos por el código popular: desde las primeras frases del diálogo dichas con la peculiar expresión, confusa casi, del que no se siente bien, a las primeras amenazas casi dignas de compasión, a los primeros gritos contra el pecho del adversario con ambas manos abiertas con las palmas hacia adelante, etc., etc.

De los diversos ceremoniales vivientes del lenguaje del comportamiento específico se llega, insensiblemente, a los diversos ceremoniales conscientes: de aquellos mágicos arcaicos a aquellos establecidos por las normas de la buena educación de la civilización burguesa contemporánea. Hasta llegar, después, siempre insensiblemente, a los diversos lenguajes humanos simbólicos, pero no sígnicos: los lenguajes en que el hombre, para expresarse, utiliza su propio cuerpo, su propia figura. Las representaciones religiosas, los mimos, las danzas. los espectáculos teatrales pertenecen a estos tipos de lenguajes figurales y vivientes. También el cine.

En espera de trazar al menos algunos apuntes de esta «Semiología General» mía, quisiera limitarme aquí, todavía, a observar cómo dicha Semiología General sería, al mismo tiempo, la Semiología del Lenguaje de la Realidad, y la Semiología del Lenguaje del Cine. Teniendo presente un solo hecho más: la reproducción audiovisual. Sobre las maneras de dicha reproducción ––que recrea en el cine las mismas características lingüísticas de la vida entendida como lenguaje–podría plantearse y elaborarse una gramática del cine. Y, en otras ocasiones, precisamente me he ocupado de esto. Aquí me interesa señalar –y es el punto central de estas palabras mías– cómo, semiológicamente, si no hay ninguna diferencia entre el tiempo de la vida y el tiempo del cine entendido como reproducción de la vida –en cuanto supone un infinito plano–secuencia–, es en cambio sustancial la diferencia entre el tiempo de la vida y el tiempo de los distintos films.

Cojamos un plano–secuencia en estado puro: es decir, la reproducción audiovisual, hecha desde un ángulo visual subjetivo, de un fragmento de la infinita sucesión de cosas y acciones que podrían potencialmente reproducirse. Dicho plano–secuencia en estado puro estaría constituido por una sucesión extraordinariamente aburrida de cosas y acciones insignificantes. Lo que me aparece y me sucede en cinco minutos de mi vida resultaría, proyectado en una pantalla, algo absolutamente carente de interés: de una irrelevancia absoluta. Esto no se me manifiesta en la realidad porque mi cuerpo es viviente, y esos cinco minutos son cinco minutos de soliloquio vital de la realidad consigo misma.

El hipotético plano–secuencia puro pone en evidencia, por lo tanto, representándola, la insignificancia de la vida en cuanto vida. Pero a través de este hipotético plano–secuencia puro, también logro saber –con la misma precisión de las pruebas de laboratorio–que la proposición fundamental expresada por lo más insignificante es: «Yo soy», o «Hay», o simplemente «Ser».

Pero ¿es natural ser? No, no me lo parece; al contrario, me parece que es portentoso, misterioso y, en cualquier caso, absolutamente innatural.

Ahora, el plano–secuencia, dadas las características que he descrito de él, se convierte, en los films de ficción, en el momento más «naturalista» de la narración cinematográfica. ¿Un hombre da una bofetada a una mujer, sube a su automóvil y se va por la autopista del mar? Pues bien, yo coloco la cámara con un magnetófono en el mismo sitio donde podría estar un testigo de carne y hueso, míseramente naturalista. y tomo toda la escena seguida, como vista y oída por él, hasta la desaparición del coche hacia Ostia. Es cierto: tanto en el acontecimiento que sucede en la realidad frente a mis sentidos como en su reproducción, la proposición fundamental y dominante es: «Todo esto es.» (Sin embargo, al igual que en la realidad no soy indiferente, tampoco, potencialmente, soy indiferente delante de la reproducción de la realidad y puesto que en el film juzgo a través del Código de la Realidad, reproduzco en mí, poco más o menos, los mismos sentimientos que si viviese aquel hecho material.)

Puesto que el cine jamás podrá prescindir de dichos planos-secuencia por mínimos que sean, tratándose siempre de una reproducción de la realidad, es acusado de naturalismo. Pero el miedo al naturalismo es (al menos a propósito del cine) miedo al ser. O sea, en definitiva, miedo a la falta de naturalidad del ser: de la ambigüedad territorial de la realidad debida al hecho de que está basada en un equívoco: el pasado del tiempo. ¡El mejor naturalista! Hacer cine es escribir sobre un papel que arde.

Para comprender qué es el naturalismo del cine, tomemos un caso extremo que se presenta, o es presentado, como un acontecimiento del cine de vanguardia: en las bodegas de New York del New Cinema, se proyectan planos-secuencia que duran largas horas (por ejemplo, un hombre durmiendo) (2). Esto, por lo tanto, es cine en estado puro (como he dicho más veces), y como tal, en cuanto representación de la realidad desde un único ángulo visual, es subjetivo en el sentido de locamente naturalista: sobre todo en cuanto de la realidad también tiene la duración natural.

Como siempre, culturalmente, el nuevo cine es una consecuencia extrema del neorrealismo: con su culto al documental y a lo verdadero. Pero mientras el naturalismo cultivaba con optimismo, sentido común y sencillez, su culto a la realidad con los inherentes planos–secuencia, el nuevo cine invierte las cosas: en su exasperado culto a la realidad y en sus interminables planos–secuencia, en lugar de tener como proposición fundamental «Lo que es insignificante, es», tiene como proposición fundamental «Lo que es, es insignificante». Pero dicha insignificancia se siente con tanta rabia y dolor que agrede al espectador y, con él, su idea del orden y su existencia! amor humano por lo que es. El breve, sensato, mesurado, natural, afable plano–secuencia del neorrealismo nos proporciona el placer de conocer la realidad que cotidianamente vivimos v disfrutar a través de la confrontación estética con las convenciones académicas; el largo, insensato, desmesurado, innatural, mudo plano–secuencia del nuevo cine, por el contrario, nos coloca en un estado de horror ante la realidad, a través de la confrontación estética con el naturalismo neorrealista, entendido como academia de vivir.

Por lo tanto, prácticamente, la cuestión de la diferencia entre vida real y vida reproducida, es decir entre realidad y cine, es una cuestión, como decía, de ritmo temporal. Pero es también una diferencia de tiempos que distingue un cine del otro. La duración de un encuadre, o el ritmo en la concatenación de los encuadres, cambia el valor del film: lo hace pertenecer a una escuela en lugar de otra, a una época en lugar de otra, a una ideología en lugar de otra.

Si, además, se tiene presente que en los films de ficción puede darse la ilusión del plano–secuencia también a través del montaje, entonces el valor del plano–secuencia se hace todavía más ideal: se convierte en la auténtica y verdadera elección de un mundo. Mientras, de hecho, el plano–secuencia verdadero reproduce tal cual una acción real, y tiene su duración, un plano–secuencia falso (que es el caso de la mayor parte del cine neorrealista, pero también de ese naturalismo ilustrativo de la convención comercial) imita la correspondiente acción real, reproduciendo varios rasgos, reduciéndolos después conjuntamente a un tiempo que los falsifica fingiendo la naturalidad.

Los montajes del nuevo cine tienen, en cambio, como principal característica la de mostrar, de forma manifiesta, las falsificaciones del tiempo real (o, en el caso de los eternos planos-secuencia de los que hablaba antes, su exasperación a través de la inversión del valor de lo insignificante ).

¿Tienen razón los autores del nuevo cine? O sea, ¿en una obra el tiempo real es sin duda destruido, y dicha destrucción debe ser el elemento principal y más evidente del estilo? ¿Quitando por esto completamente al espectador la sensación del desarrollo de la acción en el tiempo, como ocurría en los antiguos y recientes cuentos?

A mi entender, los autores del nuevo cine no mueren suficientemente dentro de sus obras: se agitan, se contorsionan o, mejor, agonizan dentro de ellas, pero no mueren: por esto sus obras quedan como testimonios de un sufrimiento del absurdo fenómeno del tiempo, y, en este sentido, únicamente se pueden interpretar como un acto de vida. El miedo al naturalismo les contiene en definitiva dentro de los límites del documento, y la subjetividad llevada hasta el extremo de suministrar o planos-secuencia –para horrorizar al espectador sobre la irrelevancia de su realidad– o una obra de montaje que trastorna la sensación del desarrollo en el tiempo, siempre de esa realidad suya –termina por convertirse en la mera subjetividad de los documentos sicológicos– o incluso en la página literaria más vanguardista y aparentemente indescifrable, se evoca una determinada realidad o tout court, la realidad: no se huye de la realidad porque habla consigo misma y nosotros estamos en su círculo. Desde una página vanguardista ilegible ––como desde una secuencia cinematográfica que exaspera los tiempos hasta quitarnos cualquier ilusión de revivir la realidad a través de ella– siempre hay una realidad que salta fuera: y es la del autor que, a través del propio texto, expresa su miseria sicológica, su cálculo literario, su noble o innoble neurosis pequeño–burguesa.

Debo repetir que una vida, con todas sus acciones, sólo es descifrable plena y verdaderamente después de la muerte: en este momento, sus tiempos se estrechan y lo insignificante desaparece. Su proposición fundamental entonces ya no es, simplemente, «ser», y su naturalidad se convierte así en un falso blanco como un falso ideal. El que hace un plano–secuencia para mostrar el horror de la insignificancia de la vida, comete un error igual y contrario al del que hace un plano–secuencia para mostrar la poesía de la insignificancia. El proceso de la vida, en el momento de la muerte –o sea después de la operación de montaje– pierde toda la infinidad de tiempos en los que viviendo nos regodeamos, deleitándonos en la perfecta correspondencia de nuestra vida física que nos lleva a la consunción con el transcurso del tiempo: no hay un instante en que esa correspondencia no sea perfecta. Después de la muerte ya no existe esa continuidad de la vida, pero existe su significado. O ser inmortales e inexpresivos o expresarse y morir. La diferencia entre el cine y la vida es, por lo tanto, insignificante; y la misma Semiología General que describe la vida puede describir, repito una vez más, también el cine. Por lo cual, mientras una acción que ocurre en la vida –por ejemplo, yo que estoy hablando tiene como significado su sentido que sólo podrá descifrarse verdaderamente después de la muerte–, una acción que sucede en el cine, tiene como significado el significado de la misma acción que sucede en la vida, y, por lo tanto, sólo indirectamente tiene su sentido (sentido también en este caso sólo descifrable verdaderamente después de la muerte). Por lo tanto, a diferencia de lo que ocurre en la vida, en el cine, en un film una acción –o signo figurativo, o medio expresivo, o sintagma viviente reproducido, úsese la definición que se quiera– tiene como significado el significado de la acción real análoga –realizada por las mismas personas en carne y hueso en aquel mismo cuadro natural y social–, pero su sentido ya es completo y descifrable, como si ya hubiese ocurrido la muerte. Lo que quiere decir que en el film el tiempo es finito, aunque se trata de una ficción. Por lo tanto, es necesario aceptar la fábula por fuerza. El tiempo no es el de la vida cuando se vive, sino el de la vida después de la muerte: como tal es real, no es una ilusión y puede muy bien ser el de la historia de un film.

Notas

(1) Amigo de Passolini, que ha actuado en casi todas sus películas desde Uccellacci e uccellini (N del T.).

(2) Se refiere al film Sleep, de Andy Warhol (N del T.).

De Problemas del Nuevo cine. (Varios autores) Alianza Editorial, Madrid, 1971. Traducción de Augusto Martínez Torres.

10 Planos secuencia de la historia del cine

http://elcondensadordefluzo.blogs.fotogramas.es/2014/02/12/los-10-mejores-planos-secuencia-de-la-historia-del-cine/

Tomado de: Cinefagos

Leer más

Pensamiento Pasolini

Pier Paolo Pasolini fue un escritor, poeta y director de cine italiano.

Por Rodrigo García Marina @rodrigogmarina

Una

Querido Pablo:

No sé nada sobre cine. En el lugar en el que he crecido no existen las imágenes, ni la posibilidad de rendirles culto. Todas las formas que conocí cuando niño eran la excusa de la posibilidad de un mundo donde ninguna cosa quedara reflejada. Mi abuelo Andrés nació ciego. Mi abuela Antonia se volvió ciega. En algún momento de su vejez, tras décadas en las sombras, olvidó nuestros nombres y olvidó la luz. Y yo he sido el único nieto que heredó el miedo de un día llegar a perder la vista.

Uno de mis empeños filosóficos, no han sido tantos ni tan nobles como los tuyos, fue hace unos años conocer en profundidad la filosofía helenística. Entre sus más destacadas figuras tenemos a Plotino. Su alumno Porfirio escribe una biografía sobre la vida del maestro donde dice de él que era un hombre que evitó ver su rostro y que, de algún modo, su último momento en la tierra como leproso repudiado por sus compañeros fue el culmen de un sistema filosófico que encontró en el cuerpo y en la contingencia de la materia una cárcel. Para estos filósofos el cuerpo no solo es una cárcel y la corporalidad una expresión de todo lo que nos arrebata vivir, es también un lugar donde a partir del desinterés por el mismo, junto a sus funciones tales como asearse, cuidarlo o alimentarlo, se puede hacer una filosofía que nos reconcilie con la identidad imaginada del Uno. Al final todos estos ambages teóricos me han sido útiles para preguntarme por la pasión que les condujo a pensar y actuar del modo en que lo hicieron. Qué ocurriría si alguien me amara con la misma ceguera con la que Porfirio amó a Plotino. Si alguien tuviera ese poder y ese alguien imaginado arrojara sus manos como quien arroja el agua dulce por la borda en un naufragio o como quien, en la tragedia de Edipo que Pasolini rehace para el campesinado, se arranca los ojos para no ver más tierra. Cuando en otra tragedia —donde convierte a Medea en la heroína de los ignorantes— el italiano hace decir a un centauro: tutto è santo, se refiere a que todo mantiene la indisponibilidad de la tierra que entierra el cuerpo querido. ¿Quién no tuvo que sacrificar algo amado porque interpuso el afán por restablecer la justicia?

En mi vida se dieron algunas imágenes tramposas. La imaginería de Semana Santa, por ejemplo, se sustentaba en la posibilidad de leer. En nuestro caso, muchos siglos después, reproducíamos un viciado desconocimiento sobre estas imágenes. Las adorábamos. Si bien habíamos conocido las historias, éstas debían ser paseadas nuevamente para mantenerse vívidas y para que los provenientes de familias practicantes pudiéramos reconocerlas. Aun a sabiendas que es posible leerlo en algún artículo o sencillamente ver un vídeo en Youtube, pasear la imaginería e ir a contemplarla, resulta una manera entre muchas de acabar con el cine. Requiere siempre del trabajo del costalero, del riesgo de lo impredecible, que alguien tropiece, que llueva o que la marcha inesperadamente se detenga. No digo que el cine carezca de ritos, solo que sus modos de compartirlos son otros y en ocasiones no aparecen en pantalla.

Quizá pienses a estas alturas que mi visión acerca del cine es profundamente ingenua. Alguien que confunde la gran pantalla con la imagen, que define la película como una sucesión de fotografías capaces de organizar unas ideas en un nuevo espacio y, a su vez, capaz de captar un interés en personas muy distintas, no es alguien que haya pasado mucho tiempo en Godard, Rohmer, Polanski, Tarantino, Haneke o Apichatpong Weerasethakul. En fin, son demasiados los hombres que me han importado, pero todos estos que se dedican a la industria cinematográfica me han dado siempre igual.

Por eso, cada vez pienso con más frecuencia en mi interés repentino por Pasolini y su profundo nexo con la ausencia del cine en mi biografía. Mientras tú crecías en la sala ahora cerrada de tu barrio, yo lo hacía en dos parques, uno a cada lado de la M-30. Posteriormente, cuando los parques se prohibieron, o cuando algunos aspectos de la vida condicionaron qué lugar podía ocupar en el mundo (un mundo donde no todos teníamos permitido comer pipas en el banco), empecé a dibujar mapas ficticios. Los bordes con los que más disfrutaba eran los que imitaban la costa gallega o la noruega. Pensaba que cuanto más aserrado fuera un litoral, mayor belleza proporcionaría. A diferencia de las imágenes de mi infancia, éstas no trataban de mostrar lo mismo nuevamente, sino más bien de ser ellas mismas lo nuevo. En algún momento del cine de Pasolini, concretamente en Pocilga, 1969, una pareja de amados parece intercambiarse el lugar desde el que hablan y, por un momento, fantasean con cierta correspondencia que, de no habitar el sitio del otro, sería del todo imposible. Él esconde un secreto. Es algo tan oculto que solo al final de la película puede intuirse, aunque en ningún otro instante se llega a representar. Resulta en su caso más escandaloso decir en voz alta aquello de la zoofilia que cometerla. La película se desarrolla en dos historias aparentemente inconexas. Por un lado, el joven que rechaza a su prometida como protesta contra los negocios afines al nacionalsocialismo de sus familias. Por otro, en un nexo temporal bastante previo, se forma en las laderas del Etna una compañía de caníbales que hacen peligrar los principios del civismo. Dentro de la historia de los enamorados, pese a que se esclarecen bien los roles de los afines al nazismo, la burguesía, incluso los testigos obreros que conocen el tabú de la zoofilia y a la vez contemplan en un estado de pábulo perpetuo el crimen ejecutado por los cerdos que terminan devorando al joven; en ningún momento nadie dice quiénes son aquellos intocables que permanecen en la pocilga. Es tan poderoso el testimonio de lo prohibido que aun habiendo desaparecido sin rastro el cuerpo del zoofílico, todavía el secreto está cargado de poder persuasor y sirve para extorsionar al padre del muerto.

Es la fuerza del deseo vehiculado por la novedad de la imagen, en un siglo donde la penumbra ha poblado cada retazo de paisaje, la que clama frente a la devastación. Cualquier prohibición es suficiente o cualquier secreto guardado nos ha infligido tanto perjuicio que, en cierto modo, quien lo porta en la narración de Pier Paolo —importa poco su condición— es un fascista.

Pienso en las cosas que jamás te contaré y en aquellas que tú tampoco podrás contarme. Y también pienso en las historias que nos acercan de algún modo, en el único de los modos posibles. Para compartir la amistad hay que explicar la raíz, el lugar propio, la geografía trazada. Compartir el trazo aquí es compartir la belleza. En la red del silencio y la palabra. Algunas de nuestras palabras serán enterradas con nuestra carne bajo la misma tierra que permite crecer los álamos del Jarama. Pasolini ofreció una imagen de esta tierra.

Pensamiento Pasolini es exiguo. Por ejemplo, no sirve para escribir una columna periodística. El periodismo no es el lugar de la metáfora-ínsula. Donde el periodismo clarifica, la poesía excava. Más que rodearse de lo inmenso, requiere que inmensamente alguien acuda a su efecto, propio de la Medusa. ¿Quién le sostiene la mirada a un crimen? El crimen solo puede ser espectacularizado. Situado en la frontera de la opinión. Pensamiento Pasolini es el epidídimo rosado de un marica al que se le revientan los testículos antes de darle muerte. Pensamiento Pasolini después de Saló. Pensamiento Pasolini en un informe forense dentro de un libro de poemas. Servir la carne del hijo sobre la mesa de Jasón. El nieto de Creteo, quien al verse mancillado por la bárbara Medea, vio la muerte una vez la viga podrida de madera cayó sobre él. Nunca un suicidio apareció de una manera tan bella en la literatura. El árbol partido de lo trágico. Alguien aprieta los testículos del poeta con una llave inglesa. Alguien que proviene del campo devuelve al campo sus imágenes. Pensamiento profético. Alguien contempla que aquello que ve, será uniformizado bajo las garras de la irremediable equivalencia. Identidad: valor-mercancía-valor. Pero, ¿quién vindica la figura del creador en la actualidad? Debe ser importante reconocer algunos elementos fundamentales para no incurrir en errores de interpretación. Pasolini leyó a Nietzsche y llevó a Nietzsche a cada una de sus obras, es uno de los herederos del comunismo hermenéutico italiano. Todo su cine y buena parte de la acción política está inmersa en los esbozos de la metafísica de la diferencia. Cualquier pulso neo-identitario soez que haga analogías con su obra es un efecto óptico de distancia consentida, un trampantojo.

Pasolini iba a África a rodar sus películas, pero también a acostarse con chavales jóvenes. Crecí en una región que geográficamente pertenece al mismo continente, donde los chavales jóvenes homosexuales viven en la exclusión y el intercambio monetario con burgueses del norte de Europa que acuden al parque de atracciones del sexo del turismo poscolonial. Los que debían ser mis iguales eran diferentes a mí e iguales entre sí. Depilados, morenos, generalmente imberbes, con cuerpos fibrados, pero no gimnásticos, fácilmente reconocibles como exóticos en el centro comercial el Yumbo, en el club Instinto o en cualquier after del Puerto. La contradicción es una llave inglesa en un informe de autopsia.

Sobre las películas que narran la vida y muerte de Pasolini, cabe destacar Ostia, un cortometraje de Julian Cole donde todo el asesinato está reproducido en un paisaje neoyorkino. También es interesante nombrar el aria que Abel Ferrara elige para anunciar la muerte de un hijo a una madre en una de las últimas versiones. La grabación interpretada por María Callas —la Medea de él— de una voce poco fa. Rosina canta que tal como ella jura, vencerá y el objeto de su amor podrá pertenecerle. ¿Qué es un gesto de muerte anunciada para quien cedió su carne? O, dicho de otro modo, ¿por qué enterramos a nuestros seres queridos en vez de tragar tierra?

En la trama paralela de Pocilga, un grupo de caníbales asaltan a los “civilizados”, los decapitan y se los comen. Entre las ironías del tabú y la cultura, algo que Lévi-Strauss no contempló, se observa que los caníbales de la ficción cocinan a sus víctimas. Es importante el acto de cortar una cabeza porque el italiano lo repite en muchos de sus largometrajes. Aquellos que tienen la razón, pierden la cabeza. Mientras que los estúpidos, los retrasados, los horrendos, los ignorantes, los harapientos… cortan de raíz el nudo de lo que les oprime.

En un mundo donde el orden es determinado por instancias que pertrechan la injusticia y el crimen ¿Qué significa exactamente comer carne humana?

Dos

Querido Pablo:

31 de marzo de 1996, Roma. El poeta Dario Belleza fallece de SIDA el mismo año que el pronóstico deja de ser fatal tras la invención de la terapia TARGA. A partir de este momento, los infectados comenzarán a camuflar sus heridas, a esconder sus señales. Invisibles caminan con la vida entre sus brazos. En la primavera de este mismo año, veo la luz. Veinticuatro años después, hago el amor con un amante positivo y ninguno de los dos esconde, porque ninguno teme y porque alguien en la historia de los vencidos murió para que nosotros pudiéramos encontrarnos sorprendidos en la boca del otro.

Uno versos de Belleza dicen así: solo i gatti insistono / a non fuggire, a calmare la voglia / di seme e sangue!

12 de marzo de 1983, Milán: se suicida con el gas de su cocina. Conozco a Mario Mieli a través de una conferencia de Lauretis en la Universidad Complutense. Antes de su muerte, sobrevive a la institucionalización psiquiátrica forzosa, una práctica habitual de tortura a personas homosexuales durante el siglo XX tanto en dictaduras fascistas y socialistas, como en democracias burguesas. Fue quizá la más revolucionaria de todas las figuras del movimiento de liberación homosexual italiano.

Al principio del capítulo Ideologia. Progetto omosessuale rivoluzionario de su tesis Elementi di critica omosessuale escribe: “La crítica revolucionaria ha desvelado cómo la ideología basada en la forma capitalista de producción, la alienación del trabajo y la cosificación del sujeto constituye en general la absurda totalización de los valores históricamente contingentes, la hipostasis de opiniones (científicas, ética-morales, socio- políticas, psicológicas) de hecho relativas y transitorias. La ideología apoya la ‘naturalidad’ del sistema actual y la forma de producción: los totaliza de una manera ahistórica, ocultando su sustancial transitoriedad”. (La traducción es mía).

Es fundamental recordar qué defendieron, para que no digan por nosotros qué es aquello que defendemos cuando ahora alzamos la voz.

2 de noviembre de 1975, Ostia: un otoño sin higueras. El cadáver de Pier Paolo aparece en la playa, tras haber sido apalizado, quemado y atropellado. Sus testículos fueron golpeados en repetidas ocasiones con un objeto contundente. Todo el mundo sabe que, pese a haber infinidad de asesinados cada día, tan solo a un marica se le dispara en el culo o se le revientan las pelotas, con tal de que incluso su cadáver conserve la marca de aquello que se nos ha dicho en el patio de colegio, en el parque o en la casa, antes de nosotros ponerle nombre a nuestro deseo.

20 de noviembre de 1975: Carlos Arias Navarro lee el testamento político de Franco. El llamado “Caudillo de los españoles” ha muerto. Es enterrado con un único testículo incólume.

¿Qué significa perder?

Ninguna de estas muertes, Pablo, nos son ajenas. Compartimos la historia de los que como el tronco de una acacia se tronchan, los que miran al cielo con las llagas infectas de sus manos y aquellos que son asesinados para la vanagloria de esos hombres. Los hombres de verdad que deben volver a casa, recostarse frente al fuego y contar la Historia.

Tres

Querido Pablo:

Durante estos meses he hecho algunos descubrimientos. Intuyo que me interesa el cine de Pasolini porque antes que cineasta fue poeta. Aunque también es cierto que estoy enamorado de un cadáver con el que mantengo una correspondencia. Todos nos hemos entregado alguna vez en la vida al género epistolar, porque escribir una carta es devolver a la vida algo que se desea y que no está. Y porque toda carta tiene un objeto. Teresa de Lauretis dice que no existe ningún deseo en el mundo sin trauma, porque nada que rija a esta ley se pertrecha de manera evidente ante los ojos de nadie. Es por eso por lo que mi abuelo, que jamás conoció ningún color, iba con cierta frecuencia al cine a contemplar.

Tomado de: CTXT

Leer más

Abel Ferrara rencuentra a Pasolini (+Video)

Pasolini (Italia 2014, de Abel Ferrara

Por Erian Peña Pupo @ErianPupo

Abel Ferrara (Nueva York, 1951) dirigió en 2014 Pasolini, biopic sobre los últimos momentos de la vida del escritor y cineasta italiano Pier Paolo Pasolini (1922-1975). Esto podría parecernos sencillo ―aunque nada que tenga que ver con Pasolini lo es, ni su abarcadora y poliédrica obra, ni las circunstancias que aún enturbian los hechos que conllevaron a su muerte― si Ferrara no se desligara del biopic al uso para construir un “mosaico” a partir de las últimas horas del director de clásicos como Edipo rey (1967), Teorema (1968) y El Decamerón (1971).

Ferrara ―recordemos Welcome to New York, su biopic sobre Dominique Strauss-Kahn― más bien articula una historia, escrita junto al italiano Maurizio Ferrara, de obsesiones y anhelos que explora la personalidad y los ambientes cotidianos de uno de los cineastas más amados y odiados en su momento, a partes iguales. Para ello no hace demasiado hincapié en lo polémica que fue la obra del director boloñés y el rechazo que produjo (aunque algo destila, sobre todo en lo relacionado con el estreno de Saló o los 120 días de Sodoma, de 1975).

Contra todo pronóstico Ferrara evitó las teorías conspiratorias y se centró en la versión tradicional ―la más conocida y aceptada en el proceso judicial, no exenta de discusión― del asesinato de Pasolini. Esta lo relaciona con Pino Pelosi, un menor de edad con quien el poeta se encontraba en las playas de Ostia, aunque el filme refuerza la lógica teoría, patente en los juicios realizados, de la participación de más personas en la muerte de Pier Paolo.

“Todo el mundo en Roma cree saber quién asesinó a Pasolini”, dijo Abel cuando el estreno de la película, para la que el director realizó una profunda investigación en esa ciudad antes de filmar. “A estas alturas igual no es tan importante saber qué pasó esa noche. El tipo está muerto, y nada de lo que hagamos o digamos le traerá otra vez a la vida”, ha subrayado Ferrara (para esto recomiendo más bien Pasolini, un delitto italiano (1995), de Marco Tullio Giordana, centrado en el proceso judicial que conmovió a toda Italia y parte del mundo).

En lo personal, Pasolini más bien se me antoja una especie de homenaje consciente, un filme sobre la profunda admiración del director de The Addiction (1995) y The Funeral (1996), y también de Willem Dafoe, quien “revive” al italiano, a “un cineasta mayor”, como ha dicho Ferrara.

Esta admiración ―sin centrarse en especulaciones o polémicas, sino captar lo “posible” sobre aquellos sucesos― está presente a lo largo de todo el filme: desde la música, los actores que participan y esa especie de “escritura fílmica” de los proyectos dejados sin concluir por Pasolini (la novela Petróleo y la película que comenzaba a perfilar con el título Porno-Teo-Kolossal) y que el cineasta estadounidense de ascendencia italiana alterna con sus últimas vivencias: su llegada de Estocolmo; la finalización de Saló o los 120 días de Sodoma; el encuentro en su casa con el periodista de L´Unitá, Furio Colombo; la cena con sus actores habituales, entre ellos, Ninetto Davoli; hasta el que será su último itinerario, junto al joven Pelosi, en su flamante Alfa Romeo, que terminó con su muerte, en un descampado cercano a la playa de Ostia, a unos pocos kilómetros de Roma, en noviembre de 1975.

Desde Maria Callas (amiga suya y actriz protagonista de Medea, de 1969) y el “Ebarne dich” de La pasión según San Mateo, de Johann Sebastian Bach, que formó parte de la banda sonora de dicha película, hasta “reencontrarnos” con Adriana Asti como su madre, actriz que formó parte del elenco de Accattone, su ópera prima, refuerzan este homenaje, coronado por un septuagenario Ninetto Davoli, amante y actor fetiche en filmes como Pajaritos y pajarracos, Edipo rey, Teorema, Pocilga, El Decamerón, Los cuentos de Canterbury o Las mil y una noches, acompañado, precisamente, por otro personaje que es él mismo, pero en su juventud, interpretado por Riccardo Scamarcio.

Ferrara ―aunque muchos creen que el neoyorkino fue mucho más contenido de lo que habitualmente acostumbra o quizá, todo lo contrario, por ese aire en consonancia con el “verismo operístico decimonónico” que emanan algunas de las secuencias, entre ellas, la muerte del director de Mamma Roma, de 1962― tuvo en Pasolini aciertos indiscutibles: una puesta en escena que logra captar tanto los ambientes como esa textura estética propia de las imágenes de los años setenta, y la elección de Willem Dafoe, quien, además del parecido físico con el italiano, se transfiguró con su personaje: dio muestras no solo de una insólita capacidad camaleónica, sino de un talento interpretativo con un grado de mimetismo que nos lleva a preguntarnos si detrás de aquellas características gafas de pasta de Pasolini se oculta realmente un actor; o creer que Dafoe no interpreta a Pasolini, es Pasolini (aunque se extrañe en todo el filme, desde la frialdad e incluso pasividad de Defoe, esa fuerza, rabia y pasión que caracterizaron al italiano en su actividad intelectual y política).

Por preferir mostrar, sobre todo en la primera parte, una cotidianidad que prioriza al ser humano extraordinario llamado Pier Paolo Pasolini ―como dicen sus amigos que fue― sobre la crónica roja y los vericuetos, políticos incluso, que rodearon su muerte, a pesar de algunos altibajos narrativos; y por añadir la magia, por momentos ensoñadora, de sus filmes, que nos devuelven a un Ninetto Davoli eternizado con su amplísima e ingenua sonrisa, se agradece que Abel Ferrara corriera los riesgos para reverenciar y traer nuevamente a través de la eterna magia del cine, como alumno díscolo, a su maestro italiano.

Tomado de: Cubacine

Tráiler del filme Pasolini (Italia, 2014) de Abel Ferrara

Leer más

Todos estamos en peligro

Pier Paolo Pasolini (1922-1975) Escritor, poeta y director de cine italiano.

Por Furio Colombo

Esta entrevista tuvo lugar el sábado 1 de noviembre, entre las 4 y las 6 de la tarde, pocas horas antes que Pasolini fuera asesinado. Quiero precisar que el título de la entrevista es suyo, no mío. De hecho, al término de la conversación que a menudo, como en otras ocasiones, nos ha sorprendido con convicciones y puntos de vista diferentes, le pregunté si quería dar un título a su entrevista. Se lo pensó un poco, dijo que no tenía importancia, cambió de tema, luego algo nos devolvió al argumento de fondo que aparece continuamente en las respuestas que siguen. «He aquí la semilla, el sentido de todo – dijo – Tú no sabes quién está pensando en matarte ahora. Pon este título, si quieres: “Porque estamos todos en peligro”».

Pasolini, en tus artículos y en tus escritos has dado muchas versiones de lo que detestas. Has abierto una lucha, solo, contra muchas cosas, instituciones, convicciones, personas, poderes.

Para que sea menos complicado el discurso yo diré «la situación», y tú sabrás que quiero hablar de la escena en contra de la que, en general, te bates. Ahora te hago esta objeción. La «situación», con todos los males que tú dices, contiene todo lo que te permite ser Pasolini. Quieto decir: tuyo es el mérito y el talento. ¿Pero los instrumentos? Los instrumentos son de la «situación». Editorial, cine, organización, hasta los objetos. Pongamos que el tuyo sea un pensamiento mágico. Haces un gesto y todo desaparece. Todo eso que detestas.

¿Y tú? ¿Tú no te quedarías solo y sin medios? Quiero decir medios expresivos, quiero…

Sí, he entendido. Pero ese pensamiento mágico yo no sólo lo intento, sino que me lo creo. No en el sentido mediático. Sino porque sé que golpeando siempre sobre el mismo clavo puede hasta derribarse una casa. En pequeño, un buen ejemplo nos lo dan los radicales, cuatro gatos que consiguen remover la conciencia de un país (y tú sabes que no siempre estoy de acuerdo con ellos, pero precisamente ahora estoy a punto de salir para ir a su congreso). En grande, el ejemplo nos lo da la historia. El rechazo ha sido siempre un gesto esencial. Los santos, los ermitaños, pero también los intelectuales. Los pocos que han hecho la historia son aquellos que han dicho no, en absoluto los cortesanos y los ayudantes de los cardenales.

El rechazo, para funcionar, debe ser grande, no pequeño, total, no sobre este o aquel punto, «absurdo», no de sentido común. Eichmann, amigo mío, tenía mucho sentido común. ¿Qué le faltó? Le faltó decir no, antes, al principio, cuando lo que hacía era sólo administración rutinaria, burocracia. A lo mejor incluso habrá dicho a los amigos: a mí ese Himmler no me gusta mucho. Habrá murmurado, como se murmura en los editoriales, en los periódicos, en el amiguismo y en la televisión. O también se habrá rebelado porque este o aquel tren se paraba una vez al día para las necesidades y el pan y el agua de los deportados, cuando hubieran sido más funcionales o más económicas dos paradas. Pero nunca ha bloqueado la maquinaria. Entonces los problemas son tres. Cuál es, como dices tú, «la situación», y por qué se debería pararla o destruirla. Y cómo.

Eso es, describe “la situación”. Sabes perfectamente que tus intervenciones y tu lenguaje tienen un poco el efecto del sol que atraviesa el polvo. Es una imagen bella, pero se entiende poco.

Gracias por la imagen del sol, pero pretendo mucho menos. Pretendo que mires a tu alrededor y te des cuenta de la tragedia. ¿Cuál es la tragedia? La tragedia es que ya no somos seres humanos, somos extrañas locomotoras que chocan unas contra otras. Y nosotros, los intelectuales, cogemos el horario de los trenes del año pasado, o de hace diez años, y decimos: qué extraño, esos dos trenes no pasan por ahí, ¿cómo es que se han destrozado de esa manera? O el maquinista se ha vuelto loco o es un criminal aislado o se trata de un complot. El complot, sobre todo, nos hace delirar. Nos libera de todo el peso de enfrentarnos solos a la verdad. Qué bien si mientras nosotros estamos aquí charlando alguno en una taberna está haciendo planes para deshacerse de nosotros. Es fácil, es sencillo, es la resistencia. Perderemos algunos camaradas y después nos organizaremos y quitaremos de en medio a los otros, ¿no te parece?

Yo sé que cuando dan en televisión ¿Arde París? todos están ante el televisor, con lágrimas en los ojos y unas ganas locas de que la historia se repita, bella, limpia (un efecto del tiempo es que “lava” las cosas, como las fachadas de las casas). Sencillo; yo aquí, tú allí. No hagamos bromas con la sangre, el dolor, la fatiga que la gente pagó entonces por “elegir”. Cuando estás con la cara aplastada contra aquel momento, aquel minuto de la historia, elegir es siempre una tragedia. Pero, admitámoslo, era más sencillo. El fascista de Salò, el nazi de las SS, el hombre normal, con la ayuda del valor y de la conciencia, consigue rechazarlo, incluso de su vida interior (que es donde empieza siempre la revolución). Pero ahora no. Uno se te viene encima vestido de amigo, es gentil, cortés, y “colabora” (pongamos que en la televisión), por ir tirando o porque no es un delito. El otro –o los otros, los grupos- te sale al encuentro o se te echa encima –con sus chantajes ideológicos, con sus sermones, sus prédicas, sus anatemas, y tú sientes que también son amenazas. Desfilan con banderas y consignas, pero ¿qué los separa del poder?

¿Qué es el poder, según tú, dónde está, dónde se encuentra, como lo sacas de su madriguera?

El poder es un sistema de educación que nos divide en subyugados y subyugadores. Pero cuidado. Un mismo sistema educativo que nos forma a todos, desde las llamadas clases dirigentes hasta los pobres. Por eso todos quieren las mismas cosas y se portan de la misma manera. Si tengo en las manos un consejo de administración o una operación bursátil, los utilizo. Si no, una barra de hierro. Y cuando utilizo una barra de hierro hago uso de mi violencia para obtener lo que quiero. ¿Por qué lo quiero? Porque me han dicho que es una virtud quererlo. Yo ejerzo mi derecho-virtud. Soy asesino y soy bueno.

Te han acusado de no distinguir política e ideológicamente, de haber perdido el sentido de la diferencia profunda que tiene que haber entre fascistas y no fascistas, por ejemplo, entre los jóvenes.

Por eso te hablaba del horario ferroviario del año pasado. ¿Nunca has visto esas marionetas que hacen reír tanto a los niños porque tienen el cuerpo vuelto de una parte y la cabeza de la otra? Me parece que Totò hacía un truco parecido. Así veo yo la inmensa tropa de intelectuales, sociólogos, expertos y periodistas de las intenciones más nobles, las cosas suceden aquí y la cabeza mira hacia allá. No digo que no exista el fascismo. Digo: dejad de hablarme del mar mientras estamos en la montaña. Este es un paisaje distinto. Aquí existe el deseo de matar. Y este deseo nos ata como hermanos siniestros de un fracaso siniestro de todo un sistema social. También a mí me gustaría que todo se resolviese con aislar a la oveja negra. Yo también veo las ovejas negras. Veo muchas. Las veo todas. Este es el problema, ya se lo he dicho a Moravia: por la vida que llevo pago un precio… Es como uno que baja al infierno. Pero cuando vuelvo –si vuelvo– he visto otras cosas, más cosas. No digo que tengáis que creerme. Digo que tenéis que cambiar continuamente de discurso para no enfrentaros a la verdad.

¿Y cuál es la verdad?

Siento haber utilizado esta palabra. Quería decir «evidencia». Deja que ponga otra vez las cosas en orden. Primera tragedia: una educación común, obligatoria y equivocada que nos empuja todos a la competición por tenerlo todo a toda costa. A esta arena nos empuja como una extraña y oscura armada en la que unos tienen los cañones y otros tienen las barras de hierro. Entonces, una primera división, clásica, es «estar con los débiles». Pero yo digo que, en un cierto sentido, todos son los débiles, porque todos son víctimas. Y todos son los culpables, porque todos están listos para el juego de la masacre. Con tal de tener. La educación recibida ha sido: tener, poseer, destruir.

Entonces deja que vuelva a la pregunta inicial. Tú, mágicamente anulas todo. Pero vives de los libros, y necesitas inteligencias que lean. Es decir, consumidores educados del producto intelectual. Tú haces cine y necesitas no sólo de grandes plateas disponibles (de hecho, por lo general tienes mucho éxito popular, o sea eres «consumido» ávidamente por tu público) sino también de una gran maquinaria técnica, organizativa, industrial, que está en medio. ¿Si quitas todo eso, con una especie de mágico monaquismo de tipo paleo-católico y neo-chino, qué te queda?

A mí me queda todo, o sea yo mismo, ser vivo, estar al mundo, ver, trabajar, comprender. Hay cientos de maneras de contar las historias, de escuchar las lenguas, de reproducir los dialectos, de hacer el teatro de los títeres. A los otros les queda mucho más. Pueden hacerme frente, cultos como yo o ignorantes como yo. El mundo se hace grande, todo pasa a ser nuestro y no tenemos que utilizar ni la Bolsa, ni el consejo de administración, ni la barra de hierro para depredarnos. Ves, en el mundo que muchos de nosotros soñábamos (repito: leer el horario de trenes del año anterior, pero en este caso podemos decir de muchos años antes) había el patrón infame con el sombrero de copa y los dólares que se le colaban de los bolsillos y la viuda demacrada que pedía justicia con sus niños. El buen mundo de Brecht, en suma.

Es como decir que tienes nostalgia de aquel mundo.

¡No! Tengo nostalgia de la gente pobre y verdadera que peleaba para derribar a aquel patrón sin convertirse en aquel patrón. Como estaban excluidos de todo, nadie los había colonizado. Yo tengo miedo de estos negros en revuelta, iguales al patrón, otros saqueadores que quieren todo a toda costa. Esta oscura obstinación en la violencia total no deja ver ya «de qué signo eres». A cualquiera que lleven al hospital al final de su vida, aunque sea llevado moribundo al hospital, le interesa más -si tiene todavía un soplo de vida – qué le dirán los médicos sobre sus posibilidades de vivir que qué le dirán los policías sobre la mecánica del delito. Date cuenta de que yo no hago ni un proceso de intenciones ni me interesa ya la cadena causa efecto, primero ellos, o primero él, o quién es el jefe-culpable.

Me parece que hemos definido lo que tú llamas la «situación». Es como cuando en una ciudad llueve y se han atorado las alcantarillas. El agua sube, es un agua inocente, agua de lluvia, no tiene ni la furia del mar ni la maldad de las corrientes de un río. Mas, por la razón que sea no baja, sino que sube. Es la misma agua de lluvia de muchos poemitas infantiles y de las musiquillas del «cantando bajo la lluvia». Pero sube y te ahoga. Si hemos llegado a este punto yo digo: no perdamos todo el tiempo en poner una etiqueta aquí y otra allá. Veamos cómo se desatasca esta maldita bañera, antes de que nos ahoguemos todos.

Y tú, por eso, quisieras que todos fuesen pastorcillos sin enseñanza obligatoria, ignorantes y felices.

Dicho así sería una estupidez. Pero la llamada enseñanza obligatoria fabrica a la fuerza gladiadores desesperados. La masa se hace más grande, como la desesperación, como la rabia. Admitamos que yo haya tenido una salida de tono (aunque no lo creo). Decidme vosotros otra cosa. Se entiende que añoro la revolución pura y directa de la gente oprimida que tiene el único objetivo de hacerse libre y dueña de sí misma. Se entiende que me imagino que pueda todavía llegar un momento así en la historia italiana y en la del mundo. Lo mejor de lo que pienso podrá hasta inspirarme uno de mis próximos poemas. Pero no lo que sé y lo que veo.

Quieto decir con toda franqueza: yo bajo al infierno y sé cosas que no molestan la paz de otros. Pero prestad atención. El infierno está subiendo también entre vosotros. Es verdad que sueña con su uniforme y su justificación (a veces). Pero es también verdad que sus ganas, su necesidad de golpear con la barra de hierro, de agredir, de matar, es fuerte y es general. No será por mucho tiempo la experiencia privada y peligrosa de quién, cómo decirlo, ha tocado «la vida violenta». No os hagáis ilusiones.

Y vosotros, con la escuela, la televisión, lo pacato de vuestros periódicos, vosotros sois los grandes conservadores de este orden horrendo basado en la idea de poseer y en la idea de destruir. Dichosos vosotros que os quedáis tan felices cuando podéis poner sobre un crimen su buena etiqueta. A mi esta me parece otra de las muchas operaciones de la cultura de masa. Como no podemos impedir que pasen ciertas cosas, nos tranquilizamos encasillándolas.

Pero abolir tiene que decir a la fuerza crear, si no tú también eres un destructor. Los libros, por ejemplo, ¿qué será de ellos? No quiero hacer el papel de quien se angustia más por la cultura que por la gente. Pero esta gente salvada, en tu visión de un mundo diferente, ya no puede ser primitiva (esta es una acusación frecuente que te hacen) y si no queremos utilizar la represión «más avanzada»…

Que me da escalofríos.

Si no queremos utilizar frases hechas, una indicación tiene sin embargo que existir. Por ejemplo, en la ciencia-ficción, como en el nazismo, se queman siempre los libros como gesto inicial de exterminio. Cerradas las escuelas, clausurada la televisión, ¿cómo animas tu belén?

Creo haberme ya explicado con Moravia. Cerrar, en mi lenguaje, quiere decir cambiar. Cambiar, pero de modo tan drástico y desesperado como drástica y desesperada es la situación. Lo que impide un verdadero debate con Moravia, pero sobre todo con Firpo, por ejemplo, es que parecemos personas que no ven la misma escena, que no conocen la misma gente, que no escuchan las mismas voces. Para vosotros una cosa ocurre cuando es una crónica, hecha, maquetada, editada y titulada. ¿Pero qué hay debajo? Aquí falta el cirujano que tiene el coraje de examinar el tejido y de decir: señores, esto es cáncer, no una cosita benigna. ¿Qué es el cáncer? Es una cosa que cambia todas las células, que las hace crecer todas de forma enloquecida, fuera de cualquier lógica precedente. ¿Es un nostálgico el enfermo que sueña con la salud que tenía antes, aunque antes fuera un estúpido y un desgraciado? Antes del cáncer, digo.

Es decir, antes de todo será necesario hacer no sólo un esfuerzo para tener la misma imagen. Yo oigo a los políticos con sus formulismos, todos los políticos, y me vuelvo loco. No saben de qué país están hablando, están tan lejos como la luna. Y los literatos. Y los sociólogos. Y los expertos de todo tipo.

¿Por qué piensas que para ti ciertas cosas están más claras?

No quisiera hablar más de mí, quizás he hablado dicho incluso demasiado. Todos saben que yo mis experiencias las pago personalmente. Pero están también mis libros y mis películas. Quizás soy yo quien se equivoca. Pero sigo diciendo que estamos todos en peligro.

Pasolini, si ves la vida así –no sé si aceptarás esta pregunta- ¿cómo piensas evitar el peligro y el riesgo?

Se ha hecho tarde, Pasolini no ha encendido la luz y se hace difícil tomar apuntes. Miramos juntos los míos. Luego me pide que le deje las preguntas.

Hay puntos que me parecen demasiado absolutos. Deja que lo piense, que los relea. Y dame tiempo para encontrar una conclusión. Tengo una cosa en mente para responder a tu pregunta. Para mí es más fácil escribir que hablar. Te dejo las notas que añada mañana por la mañana.

Al día siguiente, domingo, el cuerpo sin vida de Pier Paolo Pasolini estaba en el tanatorio de la policía de Roma.      

Texto de la entrevista de Furio Colombo a Pier Paolo Pasolini publicada en el suplemento “Tuttolibri” del periódico La Stampa del 8 de noviembre de 1975.

Tomado de: El Viejo Topo

Leer más

El lugar era el desierto. Acerca de Pier Paolo Pasolini

El lugar era el desierto. Acerca de Pier Paolo Pasolini. Alberto Ruiz de Samaniego

Por Alberto Ruiz de Samaniego

La relación que traza Pasolini con el sol y el desierto –con la luz y el sol del desierto– no debe concebirse únicamente en un sentido físico, sino en la dimensión de un destino antropológico y de orden moral. Queda allí sugerida la ruta –peligrosa, impetuosa, incluso abrasadora– de la regeneración. Pero, para ello, hay que aprender a amar el desierto. Estar dispuestos a asumir la propia destrucción. Tal vez sea necesario estar solo, rodear por el desierto, para poder alcanzar el sentido más alto, o simplemente algún sentido. A menudo, el relato de Pasolini se sustenta en este contradictorio principio de partida: el desierto como lugar esencial –primero y último– de la historia, pese a su manifiesta incapacidad de sostener lo humano, de que lo humano se pueda sostener en él, abandonado como está al mortal influjo de una muy fuerte luz. Una luz que puede ser salvífica, o letal. Es decir: el desierto como lugar por antonomasia en el que se concentra un destino. El desierto, también, como foco en el que se convoca y condensará la vida más ardiente.

Por su parte, los apuntes fílmicos de Pasolini, que aquí estudiamos, se sitúan muy claramente, muy decisiva y riesgosamente, en una suerte también de temblorosa tierra de nadie. Un dominio previo al discurso fílmico que habría que buscar en el núcleo primitivo o instintivo de todo decir. De todo acto de lenguaje, incluso: ese momento en que se muestra la fractura entre mostrar y decir, entre indicación y significación, entre ver y hablar.

Hablamos de una operación de rescate que tiene algo de felicidad y de sacrilegio, incluso de duelo. Como lo tiene la luz del sol, de ese sol romano que Pasolini calificaba como “egipcio” o “azteca”. Sol que parece como de ritual funerario, a juicio del artista. Sol ardiente, luz abrasadora de Accattone, sol idéntico al que se derrama sobre la hierba de la Italia más popular o en el pan de oro de los pintores del Trecento. Pero ese acto encendido y en cierto modo destructivo también expresa, en su ardor liberador y pánico, “la pura angustia y la pura alegría”. La claridad enciende, en definitiva, la última verdad, una verdad que, como la del cine, es, pues, también, un papel que arde. Verdad o intensidad trágica de luciérnaga. Y, por eso, confirmamos la angustia y la felicidad de ese momento crucial en que el acontecimiento o el gesto alcanzan su expresión como de juicio final, su fiebre insuperable y su furor apocalíptico.

Tomado de: https://shangrilaediciones.com

Leer más

La fortuna de ser Pier Paolo Pasolini

Pier Paolo Pasolini fue un escritor, poeta y director de cine italiano.

Por Fernando Clemot

Alberto Moravia clamaba en el funeral de PPP(1) sobre la gran suerte que habían tenido los italianos de contar entre sus filas con alguien como Pasolini y posiblemente tenía toda la razón. La cultura italiana tuvo la fortuna de tener un intelectual de su talla, pero posiblemente Pasolini también tuvo suerte de vivir en el tiempo que el que le tocó vivir, tan agitado, tan violento, pero tan rico y lleno de propuestas y personalidades fascinantes de las que alimentarse.

Fueron los años cincuenta y sesenta en Italia un tiempo lleno de vitalidad, de esperanzas, de ingenio (allí se alude a menudo a esa época como una especie de Arcadia cultural) y Pasolini sólo vivió el tiempo de la desesperanza (personal y social) hacia el final de su vida, cuando todo lo hermoso por lo que siempre luchó parecía languidecer. Posiblemente el entierro de Pasolini no fue únicamente el de una figura brillantísima, sino que representaba el final de muchas más cosas. El año 1975 fue el punto de inflexión de los anni di piombo(2), una década de violencia y frustraciones que aún se alargaría diez años más.

A Pasolini le gustaba definirse únicamente como “escritor”, a modo de buen resumen, pero fue muchas cosas más: poeta, ensayista, activista político, novelista, director de cine… No fue el mejor de su tiempo en muchas de estas actividades (con excepción de su trabajo en el cine) pero no está en la condición del intelectual ser el mejor en todos los campos, sino transmitir una idea, un impulso. Regenerar. Y Pasolini supo hacerlo. Su mensaje caló no sólo en su tiempo, sino que posiblemente ha llegado con fuerza y renovada actualidad (la televisión, el fascismo, el individualismo, la pérdida de valores sociales) hasta nuestros días. El objetivo del intelectual no es tanto deslumbrar como que perviva su voz. Y la de él se mantiene intacta y florecida.

No es fácil crear un intelectual. No florecen tan a menudo como los buenos poetas o novelistas. Necesitan a su alrededor el abono de una cultura sólida y rica, el calor de buenas editoriales, de lectores interesados, de buenos compañeros de viaje con los que se pueda confluir en sus ideas, de un tiempo político y social que ayude (por su bonanza o como reacción a él), de algún tipo de sociedad emergente o sólida, reactiva, donde sus palabras tengan un eco y no caigan en el vacío. Tal vez por esa necesidad de tener un sustrato tan fértil, la erudición, la intelectualidad se ha desarrollado con más facilidad en culturas en las que este tipo de figuras tienen un reconocimiento, un premio. En Francia (un sustrato cultural que se adapta a lo señalado) tenemos una hermosa cantidad de nombres que se ajustan a ese patrón, como Sartre, Simone de Beauvoir (con ambos mantuvo siempre una buena relación Pasolini), Barthes, Foucault, Jean Genet, Georges Bataille, Albert Camus, etc. En Estados Unidos encontraríamos también figuras paradigmáticas como Susan Sontag, Allen Ginsberg o Noah Chomsky. Y quizá en España (aquí no tenemos un sustrato tan fértil) destacaríamos a Juan Goytisolo, que hizo acopio (y mucho) de todas las cualidades que hemos señalado. Un intelectual no sólo reflexiona y crea. A menudo actúa. Tiene una causa, es un militante. Hay un componente de acción, político, en cualquier acción transformadora. Un intelectual no es sólo una obra o un pensamiento: es una voz que necesita hacerse oír.

Tal vez por ese componente político estas figuras cobraron especial relevancia en los años cincuenta y sesenta. Europa había quedado destrozada y dividida tras dos largas carnicerías. Fueron tiempos de pobreza, pero también de resurgimientos. Nunca crecieron tanto las ciudades como entonces, ni las sociedades cambiaron de esa manera. Se enfrentaban también dos bloques, dos ideas de entender la sociedad en una guerra larga y taimada, de desgaste. Fueron años muy politizados: los escritores, cineastas, pintores, dramaturgos… solían tener ideologías férreas, un proyecto social. El artista buscaba cambiar la realidad que le rodeaba, no únicamente medrar o sobrevivir en un hábitat tan extremo como es el cultural. En un tiempo tan apático como el que nos ha tocado vivir estas figuras no hubieran tenido sentido ni desarrollo. Hubieran muerto de inanición.

Pasolini nació cuando nacía el fascismo, en 1922. Lo vivió durante su juventud. Sufrió muy directamente la crueldad de la guerra (su hermano fue asesinado por partisanos yugoslavos en febrero de 1945). También vivió con esperanza el nacimiento de “la República de los trabajadores” de 1946. Tuvo sus primeros reconocimientos en aquella Italia de la “fiebre de América”, la del realismo social bajo la vigilancia estricta de Einaudi y otros intelectuales, la de las traducciones y las novelas de Pavese, del Neorrealismo que suplía la falta de medios con una nueva forma de ver el cine, del erotismo de Moravia, de Elsa Morante, de Natalia Ginzburg o Carlos Emilio Gadda, hasta de figuras tan poliédricas como la de Curzio Malaparte. Vivió años de un intenso desarrollismo (que menciona una y otra vez en sus escritos), del silencioso control social de la Democracia Cristiana, de la emigración del sur al norte industrializado. En esos años convulsos siempre buscó con anhelo lo más sencillo, la pureza de lo popular, de aquella Italia humilde que funcionaba todavía como una comunidad y que todavía podía reconocer en algunos barrios de Roma. Tiempos convulsos, llenos de anhelos y también de desesperanzas. Hacia el final de su vida todo se tornó terrible y violento. PPP vivió un tiempo brutal, fiero, pero también digno y apasionante.

Es por ello que todos tuvimos suerte de tener a Pier Paolo Pasolini, pero posiblemente él también tuvo la fortuna de vivir una época en la que todo parecía posible.

PPP: Una vida violenta

En una de las entrevistas de este dossier, la editora de Gallo Nero, Donatella Iannuzzi, hizo una definición reveladora de lo que fueron las últimas obras de Pier Paolo Pasolini -en este caso relacionada con su cine-, sobre las diferencias entre Accatone (1961) y Salò o los ciento veinte días de Sodoma (1975), primera y última obra que dirigió: «Es el mismo camino que recorrió él. Un camino hacia la amargura. Sus últimas denuncias son muy violentas. Ya no era un mensaje de denuncia, se convirtió en un enfado violento. Evolucionó hacia algo más duro, sangriento».

La imposibilidad de cambio, la impotencia, condujo a un mensaje más radical, más desabrido, que impregna sus últimos años. Nada tienen que ver sus primeras poesías en lengua friulana, sus primeras novelas y películas neorrealistas con sus obras finales como Teorema (1968), Pocilga (1969) o la mencionada Los 120 días de Sodoma. Es un camino que va del idealismo y la búsqueda de la pureza (búsqueda en algún momento obsesiva) a la crudeza y la violencia final. Su propia obra parecía venir marcada en sus últimos años hacia un destino violento y terrible.

Años atrás, cuando ya era un autor maduro y reconocido (a finales de los cincuenta ya había obtenido el premio Viareggio por Las cenizas de Gramsci) pero no había empezado todavía su carrera como realizador, nos muestra todavía esa mirada esperanzada, deseosa de encontrar la pureza. Es entonces, en el verano de 1959, cuando emprende un viaje de ida y vuelta desde las primeras playas de Liguria, en la frontera francesa, hasta el municipio más meridional de Sicilia, regresando por la costa adriática hasta Trieste. El escritor (que plasmará este viaje al volante de su Fiat 1100 en una serie de artículos para la revista Successo, recopilados en La larga carretera de arena [3]) parece exultante, esperanzado. No es sólo una pequeña aventura solitaria, sino también un viaje hacia la pureza, hacia la sensualidad y la inmanencia de lo sencillo. El viaje está repleto de elementos que revelan el estado de ánimo del escritor: «El corazón me late de felicidad y de impaciencia», «Aquí todo es perfecto, como en las islas de Verne». Sobre Ravello, cerca de Nápoles, dice: «No soy capaz de separarme de este rincón de cielo: un lugar destinado al éxtasis».

Contrasta esta mirada ilusionada con la que estaba mostrando en alguna de sus primeras novelas, las de los años cincuenta, Muchachos de la calle (1955), Una vida violenta (1959), Nebulosa (1959) o Mujeres de Roma (1960). Por entonces había centrado su interés en los suburbios de las grandes ciudades italianas, alrededor de las cuales se había ido creando un cinturón de pobreza. Los escenarios son variados, pero no tan semejantes como se podría pensar. En Roma se centra en los barrios del sur y oeste de la ciudad, como la Garbatella o el Gianicolense, y también los alrededores de la Estación Termini, siempre tan abigarrados y extraños. Allí deambulan una serie de personajes al límite de la delincuencia -algunos incluso habitan en cuevas debajo del monte Testaccio-, que malviven y se ganan la vida como pueden. La mirada de PPP no es una mirada censora, se siente cercano a la vida sencilla y todavía primitiva de estos arrabales romanos que, en el fondo, reproducen todavía una forma de vida tradicional, colectiva, muy semejante a la que podían tener en sus pueblos de origen en el Mezzogiorno.

Su mirada será más distante y dura cuando reproduzca la vida de los arrabales del norte de Milán (Sesto, Paderno) con el fondo del naciente skyline formado por la Torre Breda, el Pirellone. La juventud desarraigada que retrata allí sí que le produce escalofríos y su retrato no es tan benevolente. Esos jóvenes desarraigados no son los culpables, son el resultado, son los teddy boys, una mezcla de delincuencia e imitación del estilo de vida americano (ropa, música, en la jerga, cierto nihilismo vehemente). Ese tipo de adaptación forzada de la juventud a “lo americano” representa para PPP las pequeñas monstruosidades que está creando el desarrollismo acelerado de la sociedad italiana, la entrada del capitalismo, la imitación llevada al delirio que se empezó a crear en los años de la “fiebre de América” (4).

Quizá esta mirada en busca de lo esencial, lo sencillo y puro que representaba una sociedad más antigua, más cohesionada, es lo que hará que el autor (no olvidemos que era un hombre del norte de Italia) se sienta siempre mucho más representado por Roma que por Milán. En Roma podía encontrar señales de lo que buscaba.

Desde entonces para Pasolini el viaje al sur será siempre un viaje hacia lo esencial, hacia una forma de vida más equilibrada que anhela, pero que observa que está cada vez más alejada de su propia realidad. Buscará no sólo en el sur esta pureza antigua, sino que también tratará de encontrar su reproducción en los distritos más populares de Roma.

El discurso cinematográfico de sus primeras películas será también una búsqueda de esa pureza. Son las llamadas “películas en blanco y negro”, el eje formado por Accatone (1961), Mamma Roma (1962), El Evangelio según San Mateo (1964) y Pajaritos y pajarracos (1966). Las dos primeras están todavía rodadas en clave neorrealista (con toda seguridad marcan ya el cierre de este movimiento) y muestran un mundo de prostitución y pequeña delincuencia en los suburbios romanos, siempre teñidas de un trasfondo trágico. Tras acabar Mamma Roma se embarca en Ro.Go. Pa.G, una película dividida en cuatro episodios dirigidos por cuatro directores (Rossellini, Godard, Pasolini, Gregoretti). En su parte, La ricotta, (alterna ya escenas en color) hace en su escasa media hora un retrato crítico, crudo y desangelado de la crucifixión de Cristo (en forma de una trouppe de actores que están rodando una película) que le costará una condena en 1963 por «insulto a la religión». Pese al apoyo de buena parte de la intelectualidad italiana e internacional, la condena seguirá adelante y posiblemente este hecho marcará de forma decisiva la sensación de persecución e incomprensión que arraigará en PPP hasta el final de sus días. El Evangelio según San Mateo sólo se puede entender como una continuación y depuración de la simplicidad de algunas escenas de La ricotta y una forma de entender el cine como una representación de lo puro y esencial. Y posiblemente sea el clímax de esta esencialidad.

Desde finales de los años sesenta, la producción literaria y cinematográfica de Pasolini adopta una mirada más dura. Sus ensayos, apariciones televisivas y discursos se tornan más críticos, ácidos y resentidos. Podemos ver entonces cómo carga contra la televisión, contra el sistema político (se aleja del PCI en esos años) y contra una sociedad entera de la que se siente cada vez más alejado. Comienza a sentirse alienado, sin un papel social. Teorema (novela y película de 1968) aborda ya una temática más burguesa (con pinceladas todavía de su primera época) y en la Trilogía de la vida (El Decamerón, de 1971, Los cuentos de Canterbury, de 1972, y Las mil y una noches, de 1974) muestra a las claras una última deriva hacia temáticas y escenarios más complejos y extremos que se subliman en películas como Pocilga (1969) o Salò o los ciento veinte días de Sodoma (1975) en los que predominan escenarios de una sexualidad convulsa y desabrida, de una violencia latente, casi escatológica en algún momento, reflejo posiblemente de una realidad social mucho más extrema y violenta que empezaba a contaminar a la sociedad italiana en aquellos años, y espejo también de ese desencanto que él mismo parecía arrastrar.

Es difícil saber cómo se hubiera desarrollado la obra de Pier Paolo Pasolini de no haber sido asesinado aquella noche de noviembre de 1975. Parecía estar en un callejón sin salida. Con poco recorrido. Sin voz.

A los que amamos su obra nos gustar pensar que, tras esa deriva final, el autor podría haber vuelto a la esperanza, a algún tipo de seguridad, a nuevas ilusiones: a esa búsqueda de lo sencillo y lo antiguo que durante un tiempo anheló.

Es imposible saberlo, pero es preferible pensar que sí.

Que podría haber pasado.

Que le esperaba un final mejor.

Notas:

[1] En Roma, el cinco de noviembre de 1975

[2] Se alude a los años de plomo al periodo de violencia terrorista y de mafiosa en la sociedad italiana y que abarcaría desde 1969 (atentado de Piazza Fontana en Milán, obra de las Brigadas Rojas) al atentado del tren 904 (finales de 1984, a cargo de la Mafia siciliana). Esos quince años de violencia tendrían posiblemente su clímax en el atentado de la estación de Bolonia, en agosto de 1980, y el secuestro y ejecución de Aldo Moro (mayo de 1978).

[3] Publicada en Gallo Nero (Madrid, 2018)

[4] La fiebre de América es el nombre que recibe un movimiento masivo de emigración a los Estados Unidos (1898-1915) pero también un movimiento de imitación del modo de vida americano que se plasma en la sociedad italiana desde el fin de la Segunda Guerra Mundial hasta finales de los años cincuenta.

Tomado de: https://www.elviejotopo.com

Leer más

Católicos, comunistas y homosexuales: Luchino Visconti y Pier Paolo Pasolini

Luchino Visconti y Pier Paolo Pasolini

Por Sebastián López

Son pocas las similitudes entre estos dos reconocidos cineastas italianos, pero hay elementos en común que los hacen, a la vez, tan cercanos.

Pasolini nació en una familia de clase trabajadora en Bologna, ciudad famosa por su pueblo combativo y de ideas izquierdistas, cuya madre era maestra en una escuela primaria y su padre un teniente del Ejército, que se haría cercano al fascismo.

Visconti nació en cuna de oro, con un padre de las más antiguas y poderosas familias nobles de Milán (Giuseppe Visconti di Modrone, Duque de Grazzano Visconti y Conde de Lonate Pozzole) y su madre, Carla, heredera de una poderosa empresa farmacéutica.

Pasolini, nacido el 5 de marzo de 1922 en Bologna, murió el 2 de noviembre de 1975. Visconti nació el 2 de noviembre de 1906 en Milán y falleció el 17 de marzo de 1976.

El primero fue director de cine, poeta, escritor, intelectual, actor, periodista, dramaturgo y figura política. El segundo, director de cine y óperas, además de dramaturgo.

Pasolini comenzó a escribir poesía a los siete años. A la misma edad, Visconti estaría dirigiendo obras en el teatro que se hallaba en su palacio. Ambos viajaron mucho; Pasolini más por necesidad y por todo el norte de Italia, mientras que Visconti viajaría por EE.UU. y Francia, donde conocería a Coco Chanel y Jean Renoir, del que se volvería su asistente de dirección en más de una película, y quien junto a un grupo de intelectuales y artistas franceses le contagiaron sus ideales comunistas. Al llegar se haría miembro del Partido Comunista Italiano (PCI).

Pasolini, en su búsqueda de poder elevar el idioma friulano como lengua oficial de la zona de Friuli, en un viaje a Alemania reconoció el estatus de Italia, situada en la periferia europea, momento en que se vuelve comunista, se une al PCI, que pronto abandonaría; sin embargo, siempre mantendría su posición política como comunista.

Ambos directores, con puntos de vista distintos y diferentes contextos sociales y económicos, lograron reflejar su realidad.

Visconti sería quien cortaría el lazo e inauguraría el neorrealismo italiano con su película Ossessione (1943), mostrando la faceta de dicho movimiento más próximo al marxismo, con todo intentaría distanciarse del neorrealismo haciendo filmes que combinaban el realismo y el romanticismo. Pero para el crítico G. Nowell-Smith: “Visconti sin neorrealismo es como Lang sin expresionismo y Eisenstein sin formalismo”.

Mientras tanto, desde temprano Pasolini intentaría desligarse de este movimiento; aunque la forma y técnica de sus películas convierten su cine en un segundo neorrealismo o una corriente de este en la cinematografía italiana.

Pasolini se inspiraba en las tragedias griegas, como Edipo rey (1967) de Sófocles o Medea (1969) de Eurípides, donde actúa Maria Callas (amiga íntima de los dos directores, quien participaría en varias de las óperas dirigidas por Visconti); o bien cuentos populares y recopilaciones como Il Decameron (1971) sobre la obra de G. Bocaccio; I racconti di Canterbury (1972) del libro de Geoffrey Chaucer o Il fiore delle Mille e una Notte (1974); para luego basarse en los textos del Marqués de Sade, con Saló o le 120 giornate di Sodoma (1975).

Por su parte, Visconti se basaba más en diversas novelas, muchas de ellas realistas, como su película Ossessione, adaptación del libro El cartero llama dos veces de James M. Cain, o Il gattopardo (1963), referida a la obra de Giuseppe Tomasi di Lampedusa; así como Morte a Venezia (1971), apoyada en la novela de Thomas Mann.

Los grandes amores de los genios

Para Visconti, uno de ellos fue Franco Zeffirelli, otro destacado director de cine italiano, óperas y teatro, quien trabajó con Luchino como parte del equipo de dirección de arte, como asistente de dirección y más en filmes de Visconti, óperas y producciones teatrales.

Empero, quien sería más conocido por ser pareja y amante de Visconti es Helmut Berger, actor alemán que aparecería en sus cintas La caduta degli dei (1969), Ludwig (1973) y Gruppo di familia in un interno (1974).

Para Pasolini, famoso por sus salidas para ligar con jóvenes, tuvo a su actor fetiche, Nineto Davoli, quien a la vez sería su amante.

Pasolini se consideraba a sí mismo un “marxista católico” y realizó una de las películas bíblicas más conmovedoras y vanguardistas: Il vangelo secondo Matteo (1964), mostrando a un Cristo humano, al igual que a María y los apóstoles. Se dice que el actor que interpretaba a Jesús era un militante de izquierda que se negaba a participar en la cinta debido a su condición de agnóstico, pero Pasolini logró convencerlo. El director dedicó esa película al papa Juan XXIII, y el diario del Vaticano L’Osservatore Romano afirmó que se trataba de la mejor película sobre Jesucristo.

Igualmente, Visconti se concebía como firmemente católico. Fumaba 120 cigarrillos al día, que le traerían como consecuencia un infarto en 1972; sin embargo, continuó con su hábito de fumar hasta que en 1976 otro infarto acabó con su vida. Luchino tuvo un funeral católico y en la plaza de la iglesia una multitud ondeaba banderas rojas.

Un año antes de eso, en 1975, Pasolini habría salido a buscar a algún joven prostituto que le pudiera acompañar. Ya se había ganado el odio de las clases más conservadoras, de los militares y los fascistas con su filmografía, más aún al haber estrenado su filme Saló o le 120 giornate di Sodoma, por el que recibió amenazas desde el momento del rodaje de la cinta.

No se sabe exactamente qué sucedió o quién lo hizo. Su cuerpo fue encontrado en la playa de Ostia, en Roma. Había sido atropellado varias veces por su auto, tenía múltiples fracturas en su cráneo, sus testículos estallados por una vara de metal, y quemado con gasolina después de muerto. Unos dicen que fueron mafiosos y que Pasolini tenía una deuda con ellos. Otros indican que fueron grupos de extrema derecha los que lo asesinaron. Incluso hay quienes dicen que su forma de morir es digna de los escritos de Pasolini, donde hay muertes similares, y que él ya sabía qué le iba a ocurrir.

La teoría más aceptada es que fue muerto por la homofobia. Humillado y torturado por mentes que no aceptan que el amor se manifieste de una forma que no sea entre un hombre y una mujer. Muerto por la ignorancia y la perversión de aquellos que se juran correctos.

“Dicen que el amor y la mente tienen caminos que ni el sentimiento, ni el cerebro entienden, tal vez por eso el amor mueve la mente humana y ambas se dejan llevar, sumergiéndonos en una fuente inagotable de sensaciones”, apuntó Luchino Visconti.

Tomado de: https://correodelalba.org

Leer más