La actriz estadounidense Holly Hunter en el filme El piano (1993) de Jane Campion
Por Mar Gallego
Lo que no se nombra ¿no existe? o ¿existe sin ser reconocido? Si el lenguaje es esa conexión con el mundo de los significados, ¿qué ocurre cuando una persona decide interrumpir ese canal de conexión interpersonal?
Justo esto es lo que hace Elizabeth Vogler, la protagonista de la película Persona (1966), escrita y dirigida por Ingmar Bergman, una reconocidísima actriz de teatro que, en medio de una actuación y tras haber dado a luz a su primer hijo, permaneció en silencio sobre las tablas para luego excusarse argumentando que le entró una risa espantosa. Tras el incidente, Vogler —interpretada por Liv Ullman— volvió a su casa, se quitó el maquillaje, cenó con su esposo y se fue a la cama. A la mañana siguiente, ya no quería articular palabra.
Tras tres meses de mudez elegida, ingresa en un psiquiátrico. Allí, la especialista que lleva su caso comenta: “¿Crees que no lo entiendo? El absurdo sueño de ser […]. Y al mismo tiempo, el abismo entre lo que eres ante los demás y lo que eres ante ti misma […]. El papel de esposa, el papel de colega, el papel de madre, el papel de amante, ¿cuál de ellos es el peor? ¿Cuál te ha causado más tormento?”.
A Vogler fue el papel de madre el que la destrozó. Después de conocer que estaba embarazada, descubre que no quiere encarnar ese rol. El tabú del aborto no se lo pone fácil. Tampoco los halagos que recibe de su entorno, que le transmiten la idea de que la maternidad la completa como mujer.
La imposibilidad de romper con esas cadenas y trampas de reconocimiento que conforman las palabras, la lleva a la decisión de —al menos— no reproducir con su cuerpo la maquinaria. La protagonista reconoce que el lenguaje duele y lastima, y que el guion que lo conforma es mucho más viejo que ella misma. Guion, palabras y roles van de la mano. ¿Cuándo sabes si tu decisión es libre cuando el libreto está por todas partes?
El Piano (1993), escrita y dirigida por Jane Campion, aborda también, en parte, esta cuestión. Su personaje protagonista, Ada, interpretado por Holly Hunter, es una mujer peculiar que detecta este proceso de conformación de las identidades femeninas hegemónicas mucho antes que Elizabeth. Siendo solo una niña nos cuenta: “La voz que están oyendo no sale de mi boca. Es la voz de mi mente. No he hablado desde que tenía seis años. Nadie sabe por qué, ni siquiera yo […]. Hoy mi padre me ha casado con un hombre al que todavía no conozco. Pronto mi hija y yo iremos a su país para reunirnos con él. Mi marido dice que mi mudez no le preocupa […]. Bueno sería que tuviera la paciencia de Dios, pues el silencio acaba afectando a todo el mundo”.
En el caso de Ada, el papel contra el que se rebela es el de esposa. Sin embargo, Ada sí parece haber encontrado un lenguaje propio: el de la música que fabrica con su piano aunque, a pesar de ello, la potencia de su sensibilidad no pueda ser leída por el resto. El miedo a lo desconocido la convierte en una criatura extraña para su entorno. Según las mujeres que habitan la misma casa, “que el sonido se meta así dentro de ti no es nada agradable”. Mejor hablar que sostener los vacíos.
Excéntrica, rara, loca… son algunos de los calificativos que Ada recibe por sumergirse en sus profundidades y alejarse del lenguaje como única forma de acceder a la verdad. Su libertad antidiscursiva hace que el sistema la coloque en la periferia de la condición humana que la tilda de salvaje.
Algo parecido le pasa a Nell, la prota de la película que lleva el mismo nombre, dirigida por Michael Apted con guion de William Nicholson. Nell es reducida a una condición de menor de edad por habitar un lenguaje diferente al del resto.
Interpretada por Jodie Foster, el personaje ha vivido desde su niñez en medio de un bosque. Apenas ha tenido presencia humana y, cuando la tiene, se relaciona a través del contacto físico, de rituales y de un lenguaje sencillo e inventado. Nell se va sumergiendo poco a poco en la experiencia del lenguaje occidental, un lenguaje que desprecia su mundo conectado. Así lo afirma ella ante un jurado, cuando decide romper el silencio mantenido durante días: “Tenéis grandes cosas, sabéis grandes cosas, pero no os miráis a los ojos y estáis sedientos de paz”.
Sin embargo, su rareza aporta y sana a las personas que inician una relación cercana con ella. La sencillez de su lenguaje particular abre la puerta a un mundo menos triste que el habitado por mujeres como Paula —otro de los personajes—, que afirma estar atrapada en guiones dolorosos que tienden a retornar: “¿Sabes qué me da rabia? Que estamos todos como pillados en esos círculos que se repiten sin cesar”.
Susan Sontag en su Estética del silencio invitó a reflexionar sobre qué querían decirnos aquellos mundos que no tenemos en consideración porque aún no hemos sido capaces de descifrar. Detrás de las invocaciones al silencio, según la pensadora, “se oculta el anhelo de renovación sensorial y cultural”. En la obra, la autora afirmó: “Tal como algunas personas ya saben, hay maneras de pensar que aún no conocemos. Nada podría ser más importante o precioso que dicho conocimiento, todavía nonato”.
En las prácticas feministas hegemónicas tenemos claro que lo que no se nombra no existe, pero olvidamos a veces poner en jaque las estructuras desde las que nombramos. ¿Cómo construiremos esa renovación sensorial de la que hablaba Sontag sin poner en cuarentena la palabra como herramienta central de nuestras reivindicaciones?
Mar Gallego es autora del ensayo Dueñas de su silencio. El silencio como poder y resistencia a la identidad femenina en la temática fílmica (Instituto de Estudios Almerienses, Nº 27, 2004).
La fortaleza del movimiento feminista no está solo presente en las calles. Poco a poco, los reclamos colectivos van configurando cambios sociales que llegan a tener impactos legislativos. El ejemplo más claro es el concepto de ‘violencias machistas’, ampliamente aceptado pero que ha supuesto una larga travesía de declaraciones, normas o convenios para definir no solo políticamente qué es la violencia que sufren las mujeres. ¿De qué hablamos cuándo hablamos de violencias machistas?, ¿y de violencia de género?, ¿qué ocultan quienes hablan de violencia familiar?
Este es un recorrido cronológico que esboza un camino que aún se está trazando.
Esposa o hija. Hasta el año 1975, en el Estado español las mujeres ocupaban una posición jurídica de subordinación respecto a los hombres, o se dependía del padre o del marido. Además, la violencia de género en el ámbito de la pareja estuvo permitida y respaldada por la legislación hasta 1978; por ejemplo, se eximía de responsabilidad al varón que asesinaba a su esposa por “adulterio”. Y no fue hasta 1989 cuando empezó a castigarse la conducta violenta en el ámbito familiar.
Es en la década de los 90 cuando, en el marco de Naciones Unidas, se habla de la violencia explícita que sufren las mujeres, aunque la noción llevaba dos décadas de desarrollo. En 1974 la palabra “femicidio” fue usada por Carol Orlock y dos años después Diana Russell la pronunció ante 2.000 personas, en el Primer Tribunal Internacional de Crímenes contra Mujeres, en Bruselas. En 1994, Russell, junto con Jull Radfor, publicó el libro Femicidio: La política del asesinato de mujeres. Las activistas feministas impulsaron los cambios institucionales y legislativos.
La Declaración sobre la eliminación de la violencia contra la mujer, de 1993, constituye, en el marco de la ONU, el primer instrumento internacional que abordó de forma explícita la violencia contra las mujeres, estableciendo un contexto para la acción nacional e internacional. Esta declaración define la violencia contra las mujeres como todo acto de violencia que tenga o pueda tener como resultado un daño o sufrimiento físico, sexual o psicológico para la mujer, así como las amenazas, la coacción o la privación arbitraria de la libertad, tanto si se producen en la vida pública como en la vida privada. Hasta entonces, términos que obviaban la estructura de poder patriarcal y machista, como crimen pasional o violencia conyugal, eran aceptados de manera mayoritaria.
En 1995, la Organización de Naciones Unidas, en la IV Conferencia Mundial, reconoció que la violencia contra las mujeres es un obstáculo para lograr los objetivos de igualdad, desarrollo y paz, y que viola y menoscaba el disfrute de los derechos humanos y las libertades fundamentales. Además, la subrayó como una manifestación de las relaciones de poder históricamente desiguales entre mujeres y hombres. También ese año, la Cuarta Conferencia mundial sobre la mujer y la aprobada Declaración y plataforma de acción de Beijing aportaron todo un marco de análisis y de propuestas consensuado internacionalmente, vigentes 25 años después.
En el Estado español, el asesinato de Ana Orantes en 1997 fue sin duda un antes y un después en cómo la sociedad percibía la violencia machista, aunque todavía no se llamara así. Pero en realidad no fue hasta 2004 cuando hubo un verdadero cambio de paradigma. Hasta entonces las agresiones a mujeres se contemplaban como agresiones en el ámbito doméstico, por lo que quedaban diluidas en otro tipo de violencias que ocurren en este espacio: eran catalogadas como algo que sucede en el ámbito privado, dejando de lado su importancia como problema político y social. En 1998, la Fiscalía General del Estado dictó una circular que recogía un concepto amplio de violencia doméstica, incluyendo las acciones u omisiones, penalmente sancionables, cuando se cometen por un miembro de la familia contra otro que convive en el mismo domicilio. Por tanto, únicamente se hacía referencia a los malos tratos producidos entre personas que comparten casa.
Los límites de la legislación vigente
La Ley de medidas de protección integral contra la violencia de género, de 2004, ofrece protección a las mujeres que sufren malos tratos y violencia (física y psicológica, así como las agresiones a la libertad sexual, las amenazas, las coacciones o la privación arbitraria de la libertad) por parte de sus parejas y exparejas. Más allá del camino legislativo abierto, con juzgados especializados incluso, la norma sirvió también como herramienta de sensibilización social y de educación en materia de igualdad. Desde 2014, se consideran también víctimas de violencia de género los hijos e hijas menores de edad de las mujeres que sufren este tipo de violencia.
Aunque en su momento fue muy aplaudida, la ley vigente se queda corta a la hora determinar qué mujeres sufren violencia o son asesinadas por el hecho de ser mujeres. “Esta decisión política ha contribuido a que la sociedad tienda a identificar como violencia de género solo la que ocurre en la pareja y que no acabe de situar su origen en la desigualdad y la dominación masculina”, recoge el artículo ‘¿Empezamos a hablar de feminicidio en el Estado español?’, publicado en Pikara Magazine en 2015. Por eso, las estadísticas oficiales de asesinadas son cortas y no reflejan la verdadera dimensión de este tipo de violencia.
La ONG Mugarik Gabe ha trabajado ampliamente en torno a la conceptualización de las violencias machistas. En su informe ‘Una vida sin violencias machistas: una apuesta de Mugarik Gabe’ este colectivo recoge que la “violencia de género” alude a las desigualdades explicitadas por el sistema sexo-género y las relaciones de poder como causa. En cambio, recoge el documento, “hay quien opina que este concepto es difuso y poco comprensible y optan por ‘violencia machista’, porque además de a las causas detalla responsabilidades”. De hecho, Mugarik Gabe defiende el uso de “violencias machistas” porque destaca las causas de manera clara y comprensible, y porque el uso del plural visibiliza la diversidad de formas en las que se expresa este tipo de violencia, que va desde expresiones sutiles hasta otras extremas.
Carácter específico y diferenciado
“Las violencias ejercidas contra las mujeres han sido denominadas con diferentes términos: violencia sexista, violencia patriarcal, violencia viril o violencia de género, entre otros. En todos los casos la terminología indica que se trata de un fenómeno con características diferentes de otras formas de violencia. Es una violencia que sufren las mujeres por el mero hecho de serlo, en el marco de unas relaciones de poder desiguales entre mujeres y hombres. La presente ley reconoce el carácter específico y diferenciado de esta violencia y también la necesidad de profundizar en los derechos de las mujeres para incluir las necesidades que tienen en el espacio social”, recoge por su parte la Ley del derecho de las mujeres a erradicar la violencia machista, aprobada en 2008 en Catalunya y que sirve, según indica en su preámbulo, para el reconocimiento del papel histórico y pionero de los movimientos feministas.
Esta legislación autonómica opta por la expresión violencia machista, “porque el machismo es el concepto que de forma más general define las conductas de dominio, control y abuso de poder de los hombres sobre las mujeres y que, a su vez, ha impuesto un modelo de masculinidad que todavía es valorado por una parte de la sociedad como superior. La violencia contra las mujeres es la expresión más grave y devastadora de esta cultura, que no solo destruye vidas, sino que impide el desarrollo de los derechos, la igualdad de oportunidades y las libertades de las mujeres”.
Volviendo a la ley estatal, no contempla ciertos tipos de agresiones que se deberían tener en cuenta para cumplir con el Convenio de Estambul, ratificado en 2014 por el Estado español, como los matrimonios forzosos, las mutilaciones genitales, la trata, la esterilización forzosa o el acoso sexual, entre otras. De hecho, aunque el Código Penal los recoge, estos delitos no están tipificados ni como violencia de género ni como violencia machista.
Tras las masivas movilizaciones contra la violencia que sufren las mujeres celebradas el 7 de noviembre de 2015, y tras la huelga de hambre de varias activistas en la madrileña Puerta del Sol, en febrero de 2017, las diferentes fuerzas políticas con representación parlamentaria entonces se vieron obligadas a atender la cuestión y los reclamos del movimiento feminista. Así, el Pacto de Estado contra la violencia de género, suscrito en 2017, busca solucionar esta carencia legislativa y amplía el concepto de violencia machista.
El eje ocho, de la decena que tiene el Pacto, recoge el compromiso para “la visualización y atención de otras formas de violencia contra las mujeres, prestando especial atención a la violencia sexual, a la trata de mujeres y niñas con fines de explotación sexual, a la mutilación genital femenina y a los matrimonios forzados. De conformidad con el Convenio del Consejo de Europa para prevenir y combatir la violencia contra la mujer y la violencia doméstica (Convenio de Estambul), de 2011, se incluirán todos los actos de violencia basados en el género que impliquen o puedan implicar para las mujeres daños o sufrimientos de naturaleza física, sexual, psicológica o económica, incluidas las amenazas de realizar dichos actos, la coacción o la privación arbitraria de libertad, en la vida pública o privada”. El Pacto también incide en la necesidad de cambios legislativos y jurídicos, incluido el Código Penal.
Ampliando el marco
Aunque el Pacto está lejos de ser aplicado completamente, las necesidades de cambios legislativos reclamados por el movimiento feminista no cesan. Por ejemplo, la ley catalana de 2008 va a ser modificada y la propuesta es introducir conceptos clave como violencias digitales, consentimiento sexual, violencia institucional e interseccionalidad. “Amplía las violencias en el ámbito social y comunitario, las formas de violencias machistas y la formación de profesionales; y supone un punto importante de inflexión también en el reconocimiento a las disidencias de género y la incorporación de la violencia institucional”, se recoge en el reportaje ‘Violencia de género, los debates que vienen’, publicado en Pikara Magazine, en marzo de 2020, en el que también se hace mención a que “hay que ampliar el sujeto de la ley de violencias machistas, porque se ha visto que la violencia machista es algo que no solo afecta a las mujeres cis”, como dice una de las impulsoras de la modificación legislativa.
También en marzo de 2020, el Ministerio de Igualdad lanzó el Anteproyecto de ley orgánica de garantía integral de la libertad sexual, que propone reformas en el Código Penal. Porque si hablamos de violencia sexual hablamos de violencias machistas. Entre otras medidas novedosas, de aprobarse esta ley el acoso callejero se consideraría delito.
Las modificaciones legislativas propuestas, como ha explicado la catedrática de Derecho Penal en la Universidad de A Coruña Patricia Faraldo, no tienen solo una función punitiva, sino educativa y social, al trasladar un mensaje a la sociedad de lo que se considera intolerable. Esta función social, de reeducación, también es clave para la abogada Laia Serra, quien en el caso concreto del consentimiento en las relaciones sexuales considera que “la gente tiene que incorporarlo en sus conversaciones, en la manera de relacionarse, en el ámbito educativo, en el ámbito sanitario, en el ámbito de ocio. La gente tiene que entender que, si no hay un sí, es un no. Y, en el ámbito legal, esto va a determinar que, para delimitar cuándo hay delito y cuándo no, se tiene que interpretar la situación de acuerdo con este parámetro”.
Otros conceptos
En Política sexual, Kate Millet escribe: “No estamos acostumbrados a asociar el patriarcado con la fuerza. Su sistema socializador es tan perfecto, la aceptación general de sus valores tan firme y su historia en la sociedad humana tan larga y universal, que apenas necesita el respaldo de la violencia. (…) Al igual que otras ideologías dominantes, tales como el racismo y el colonialismo, la sociedad patriarcal ejercería un control insuficiente, e incluso ineficaz, de no contar con el apoyo de la fuerza, que no solo constituye una medida de emergencia, sino también un instrumento de intimidación constante”.
Acoso callejero, violencia digital, trata…. Las violencias machistas no tienen una única expresión y no son hechos aislados. Mugarik Gabe menciona el concepto de “continuum”, una continuidad en el uso de la violencia como un mecanismo de control, y recuerda la conexión entre las distintas violencias contra las mujeres, desde las que se dan en el ámbito de las parejas heterosexuales hasta, por ejemplo, la violencia del Estado o la que sucede en los conflictos armados. En su informe, la ONG describe también algunos tipos de violencia (física, psicológica, económica, social o sexual), y hace hincapié sobre todo en la “violencia estructural” que, apunta, es aplicable en aquellas situaciones en las que se produce daño en la satisfacción de las necesidades humanas básicas y surge de los sistemas políticos, económicos y sociales dominantes que niegan los beneficios y el acceso a una vida digna a un gran número de personas. “Se da una violencia estructural contra las mujeres que mantiene el sistema de dominación patriarcal, reproduciéndose en todas las estructuras políticas, económicas, sociales y culturales”, apunta este colectivo.
Las estructuras, por tanto, no se modifican con una ley o un debate parlamentario. Por eso, Laia Serra insiste en que “no tiene sentido que destinemos toda la energía a promulgar solo leyes de violencia machista cuando hay muchas otras leyes que tienen incidencia directa en los derechos de las mujeres y son fuente directa de violencia”, como, por ejemplo, la ley de extranjería o la ley mordaza. Y añade: “Se tendría que incorporar a partir de ahora el impacto de género en la promulgación de cualquier ley, sea del ámbito que sea, y revisar las leyes existentes que son fuente de violencia y de recorte de libertades de las mujeres”.
La cineasta Lara Izagirre (Amorebieta-Etxano, Bizkaia, 1985) nos escribió el siguiente mensaje con motivo del estreno de su segundo largometraje, Nora: “Quiero hablar con vosotras sobre lo que supone que una mujer haga una película en euskera”. El detonante fue el ciberacoso que recibió después de que el periódico más leído de Bizkaia manipulase sus palabras para poner un polémico titular a su entrevista, relativo al actor de Hollywood (denunciado públicamente como agresor machista) que ha obtenido el premio honorífico del Festival de Cine de Donostia, Zinemaldia. Izagirre es presidenta de la asociación de mujeres del sector audiovisual y de las artes escénicas de Euskadi, (H)emen, y lo vivido le ha servido para ver cómo se encarna la violencia patriarcal en la industria del cine. “Necesito periodismo feminista”, nos dice.
Nora es una chica vasca de 30 años que ha fracasado en su sueño de trabajar en revistas de viajes. La muerte de su abuelo, al que cuidaba, le anima a emprender un viaje a su medida, de pocos kilómetros, pero que le descubrirá el camino hacia una nueva vida. Después de Otoño sin Berlín, la directora y guionista vizcaína ha expresado su lado veraniego en esta segunda y deliciosa película. Aunque ligera, tiene muchas capas, que invitan a reflexionar sobre las responsabilidades de cuidado de las mujeres, la espinosa relación entre madres e hijas o la apuesta por desplazar el amor romántico del centro de nuestras decisiones vitales.
Has tenido que esperar seis años, pandemia mediante, para que Nora llegase a los cines. ¿Cómo valoras su acogida?
La presentamos en el Zinemaldia del año pasado, las críticas fueron muy buenas y el público la recibió muy bien, pero habíamos decidido de antemano retrasar el estreno en las salas de cine porque las medidas vinculadas a la pandemia no eran claras. Resulta novedoso que hayamos luchado contra el ritmo de la industria cinematográfica, dando prioridad a la situación social. Como cineasta, para mí ha sido un aprendizaje enorme ver que la promoción se puede hacer a otro ritmo. El verano pasado pusieron la canción de Izaro en la radio, grabamos un videoclip dirigido por Marina Palacio, organizamos un concierto en Lekeitio (en la misma ubicación de la película)… Llámame romántica, pero ha sido especial estrenar en septiembre en los autocines de Getxo. Preparar todos los detalles con tanto mimo ha sido posible porque hemos trabajado despacio. Ahora que ha llegado a las salas, estoy muy feliz. Me había quedado muy unida a la película anterior, pero he visto que Nora tiene una energía muy bonita y que eso es lo que más ha agradecido el público. Así que, al final, esta propuesta veraniega sienta muy bien en estos momentos.
Sí, a mí también me ha parecido que viajar con Nora y recrearnos en la belleza de la película alivia la resaca de la pandemia.
La presenté en los dosieres como “una película abrazo”. A la gente le daba risa, pero hace poco me dijeron eso mismo en una charla: “He sentido la película como si fuera un abrazo”. Ahora que los abrazos aún están medio prohibidos, me parece muy importante que la película cumpla esa función.
Y, sin embargo, en la película no hay apenas abrazos… ¿Será por el carácter vasco?
¡Es cierto! ¡No ha sido consciente!
La escritora Eider Rodríguez ha comentado que, a menudo, las creadoras tienden a escribir obras turbias y duras para ganarse el favor de la crítica patriarcal. Nora se podría considerar una película femenina. Es luminosa y encantadora como su protagonista, interpretada por Ane Pikaza. ¿Qué te parece?
Rodríguez tiene toda la razón. No sabes la lucha que ha sido defender una película sobre una chica normal. A la hora de solicitar las subvenciones, me ha ocurrido que, después de la reunión, se me acerque algún hombre y me proponga otra historia que, a su juicio, sí merece la pena ser contada. También ha habido hombres que me han dicho que la película no es suficientemente feminista. ¡Dejadme en paz! Nos quieren meter en una casilla para encajarnos en sus esquemas. Yo creo que las mujeres tenemos que ser libres para contar lo que queramos como queramos. Pero garantizar esa libertad es muy difícil. Cada vez veo con mayor claridad que ese encanto de Nora resulta revolucionario. Es más, teniendo en cuenta que es una obra creada en euskera por una mujer, ¡es un milagro! Al público le ha gustado, ha funcionado, pero a los que reparten las subvenciones no les gusta que nosotras contemos este tipo de cosas.
Se han realizado muchas road movies de mujeres que se conocen a sí mismas viajando. ¿Qué aporta Nora?
Es un género que me gusta mucho como espectadora. Me resulta atractivo ver a las mujeres en esa relación con el viaje y la naturaleza. Quería que eso estuviera también en nuestro cine, en euskera. Cuando presentamos Nora en el Zinemaldia, Nomaland [película estadounidense dirigida por Chloé Zhaok y protagonizada por Frances Mcdormand] acababa de estrenarse también. Así que las y los periodistas me decían: “¡Noraland!”. Mi objetivo no era muy ambicioso ni intelectual: quería mostrar a una mujer local haciendo un road trip a su medida. El euskera convive con otros idiomas (castellano, inglés, francés), porque esa es mi mirada sobre la lengua.
Varios grupos en defensa del euskera hemos denunciado que en algunos cines vascos se proyectó la versión doblada. ¿No te parece un claro signo de la falta de normalización del euskera? ¿Cómo se toman estas decisiones?
El artículo que publicaste en [la revista] ARGIA me dejó pensativa: en qué momento decidimos doblarla, para qué… Por un lado, Televisión Española ha adquirido los derechos de antena y de momento obligan a dar la traducción (creo que quieren cambiar la norma). Será emitida en euskera, en ETB1, y doblada, en TVE. Por otro lado, los distribuidores nos dijeron que las películas dobladas llegan a más salas de cine españolas que las subtituladas. Pero, ¿qué ha pasado? Justo lo contrario de lo que esperábamos: a nivel estatal se ha apostado por la versión original y unas pocas salas de cine han decidido proyectar la doblada ¡en Euskadi! Mi cabeza ha estallado, no entiendo nada. Tal y como han ido las cosas, puedo decir que doblar no ha valido la pena. Hicimos la película en euskera porque así lo queríamos, pero nuestra postura no fue la de defender el euskera, y quizá era necesario. A mí lo que me preocupa es que haya un público dispuesto a ver en castellano una película creada en euskera. Me pregunto qué tenemos que hacer para que las nuevas generaciones no compren esa entrada.
Tanto el reparto como el equipo técnico de Nora está formado mayoritariamente por mujeres. ¿Ha sido una apuesta feminista?
Cuando creé Un otoño sin Berlín, pensaba que la igualdad estaba conseguida. ¡Era bastante happy flower entonces! (Risas). Después me di cuenta de la situación en el mundo del cine. Entonces conté el número de mujeres y hombres contratados, y me dio mitad y mitad. En la mayoría de las películas, las mujeres suelen representar alrededor del 30 por ciento o menos del equipo. En Nora, el proceso ha sido más consciente, pero en el resultado no hay grandes cambios. Yo creo que las mujeres confiamos en las mujeres y que eso mejora la película.
Pero el patriarcado fomenta lo contrario, la rivalidad femenina…
Eso es lo que dice el patriarcado, pero el del cine es un trabajo muy intenso y cercano, y no es casualidad que la mayoría de las cineastas incluyamos a muchas mujeres en nuestros equipos. Hemos entendido que trabajamos en una industria poderosa y muy hostil, y que juntas somos más fuertes.
Por eso habéis creado la plataforma (H)emen. ¿Qué recorrido habéis hecho?
Creamos (H)emen en 2016, y el objetivo principal era la visibilidad. Siempre tenemos que escuchar que no hay directoras o sonidistas; fundamos la asociación para poder decir que estamos aquí y que somos muchas. Creamos una base de datos en la que puedes anunciarte como profesional para que te contraten. La red que se ha creado es hoy el corazón del proyecto, porque ha cambiado la relación con el trabajo de muchas de nosotras. Una guionista o una compositora musical se pueden sentir muy solas, por eso da mucha tranquilidad poder llamar a una compañera y preguntarle: “¿Tú cuánto vas a cobrar por hacer esta película? ¿Ah, sí? Entonces yo subiré mi tarifa”. Queremos que (H)emen sea una casa de las mujeres, un refugio y una fortaleza. En estos cinco años nos hemos empoderado gracias a, entre otras cosas, el apoyo de otras asociaciones de mujeres cineastas del Estado.
Como presidenta de (H)emen, el estreno de Nora se te ha mezclado con la polémica en torno al premio Donostia de este año. Has tenido que responder a discursos machistas y enfrentar ataques en línea de las y los seguidores del actor en cuestión.
He conseguido tomar distancia y disfrutar de la promoción, pero al principio no me lo podía creer. Estaba en Madrid en el preestreno, en un momento tan bonito, y todo estalló a raíz de un titular manipulado. Le pedí al periodista que lo cambiara, porque puso en mi boca palabras que no dije, y se negó. Entonces me di cuenta de qué es importante para la industria del cine. Las mujeres no somos importantes, las historias que contamos tampoco, nuestras películas tampoco. Ha sido la traca final. Hasta entonces, ante cada ataque a la película, me había cuestionado a mí misma: “Igual es que el guion no es tan bueno…”. Pero ahora me he dado cuenta de que no es eso, sino que vivimos en una sociedad con una estructura patriarcal en la que es casi imposible que exista una película como Nora. Por eso, me siento una superviviente. El año pasado hice el Master de Igualdad de la Universidad del País Vasco, y para mí ha sido interesante (a la vez que duro) ver cómo se encarnan todas estas agresiones contra las mujeres. Ahora admiro aún más a las mujeres que trabajan en el cine y a las que dan la cara.
¿Cómo valoras la actitud del director del Zinemaldia ante el debate que ha suscitado el premio Donostia?
Este año hemos tenido dos polémicas vinculadas al Zinemaldia. Por un lado, la eliminación de los premios de interpretación diferenciados para mujeres y hombres y la creación de uno único sin género. Nosotras respondimos que, si quieren reconocer el género no binario, es mejor crear un tercer premio. Desde Zinemaldia replicaron que han tenido en cuenta las reflexiones del movimiento feminista, pero nosotras desconocemos con quién tienen esa interlocución. En cualquier caso, ese puede ser un debate interesante. En cambio, el debate en torno a este actor es muy distinto, porque puede abrir el camino a las agresiones machistas. Yo ahí veo una línea roja.
Volviendo a Nora, su protagonista encuentra un posible amor, pero prefiere continuar su viaje sola, sin novio. Me parece interesante, ya que el amor romántico es uno de los sustratos de la violencia machista.
Ha sido el resultado de la transformación que he hecho en el camino. En el guion, el final era distinto, aparecían la madre y el chico. Yo quería dar a entender que no eran novios pero, lamentablemente, todavía interpretamos todas las relaciones entre hombres y mujeres desde el prisma del amor romántico. Igualmente, grabamos esa secuencia. Luego, en el montaje, me parecía que ese no era el final adecuado. Elegí entonces otra secuencia que teníamos grabada: la mujer de la librería, Nora trabajando en ella, y otra posible Nora. En Un otoño sin Berlín tomé la misma decisión, eliminar a los hombres de la última secuencia y ¡dejar tranquilas a las protagonistas! Me doy cuenta como creadora de que yo también soy víctima del amor romántico. ¡Menos mal que en ambas películas me di cuenta a tiempo! (Risas).
Te he leído en una entrevista que Nora está muy atravesada por tu maternidad, aunque la protagonista no sea madre. Te quiero contar que este verano me separé por primera vez de mi hija, para viajar sola a Galicia, precisamente al funeral de mi abuelo. ¿No estaría bien escribir una road movie en torno a la maternidad?
La actriz protagonista, Ane [Pikaza], me preguntó durante el rodaje: “¿Pero Nora quiere o no quiere ser madre?” Y fue importante saber que, aunque en la película no se explicita, Nora no quiere ser madre. Digo que la maternidad ha atravesado la película, porque mi hija pequeña era muy pequeña cuando yo me iba de rodaje. Tenía la atención dividida y eso explica varias imperfecciones que detecto en la película. Ahora me parecen un regalo, porque serán un recuerdo. Soy una madre muy heterodoxa y no sé si sería capaz de contar la maternidad a través de una película. Me parece muy difícil. Eso sí, en mis películas las relaciones madre e hija no son nada fáciles. ¡Debería mirármelo! (Risas). Necesitamos referentes, modelos diferentes, y sería tranquilizador verlos en la gran pantalla.
Con la excepción de un par de negacionistas y algún que otro despistado, todo el mundo sabe que el dióxido de carbono (CO2) está detrás del cambio climático. La acumulación de este gas de efecto invernadero contribuye a que la atmósfera atrape más calor del que debería y ponga patas arriba el delicado equilibrio de nuestro planeta.
Lo que no tantos saben es que la primera persona en descubrir que el CO2 absorbe y mantiene mucho más calor que otros gases atmosféricos fue una mujer. Una mujer que, además, participó activamente en el movimiento sufragista, realizó experimentos en un taller casero y llegó a publicar sus conclusiones en una revista científica.
Durante años, el nombre de Eunice Foote fue olvidado por los investigadores que sentaron las bases de la ciencia climática. El mérito del descubrimiento se atribuyó a John Tyndall, un físico y químico irlandés que lo tuvo mucho más fácil para escribir su nombre en la historia.
Progresista, feminista y científica aficionada
Eunice Newton Foote nació en Goshen, un pequeño pueblo de Connecticut (Estados Unidos), en 1819. Cuando todavía era una niña, se mudó con su familia al estado de Nueva York. Allí tuvo una educación progresista para la época y la oportunidad de formarse en disciplinas científicas, como la biología y la química. En 1841, se casó con el abogado y matemático Elisha Foote, con quien compartía el interés por la investigación. Montaron un pequeño laboratorio en su casa, en donde empezaron a hacer experimentos a la vez que seguían de cerca los avances que se hacían en el resto del mundo.
El papel de Eunice Foote era, sin embargo, el de una científica “aficionada”. Era, también, una persona sin derecho al voto, que no podía acceder a la educación superior y que tampoco podía ocupar cargos públicos. En la década de 1840, algunas mujeres de Estados Unidos comenzaron a organizarse para denunciar estas y tantas otras restricciones políticas y sociales. Y, en 1848, la fuerza sufragista llevó a la celebración de la histórica Convención de Seneca Falls.
Un total de 67 mujeres y 32 hombres firmaron la ‘Declaración de sentimientos’ (hoy conocida como ‘Declaración de Seneca Falls’), un documento que exigía la igualdad entre hombres y mujeres y el derecho a voto de estas últimas. Entre las personas firmantes estaban Eunice Foote y su marido. Aquella declaración no tuvo consecuencias inmediatas y el voto femenino no fue una realidad en Estados Unidos hasta 1920. Sin embargo, la vida todavía le reservaba a Eunice Foote una oportunidad de contribuir a la historia, esta vez, científica.
El calor del dióxido de carbono
En 1856, Eunice Foote firmaba el artículo ‘Circumstances Affecting the Heat of the Sun’s Rays’ en la reconocida revista científica The American Journal of Science and Arts. En este trabajo, Foote exponía las conclusiones de un experimento que había realizado en su propia casa y sin más material que una bomba de aire, termómetros y varios cilindros de vidrio. La científica llenó uno de los recipientes con dióxido de carbono y otro con aire común. A continuación, los colocó a la luz del sol y esperó a ver si variaban los termómetros. Por supuesto, lo hicieron. Repitió el experimento con otro recipiente lleno de aire cargado de humedad. El resultado fue similar. La científica acababa de descubrir que el vapor de agua y el CO2 absorbían mucho más calor que el resto de los gases.
“El receptor que contenía el gas [CO2] se calentó más que el otro y, al ser retirado, tardaba mucho más en enfriarse”, explicaba Foote en su artículo. Hoy podemos constatar que tenía razón. Además, sabemos que una de las grandes amenazas del cambio climático es que el dióxido de carbono tarda décadas o incluso cientos de años en desaparecer de la atmósfera. De ahí que, aunque dejásemos de bombardear gases de efecto invernadero hoy mismo, las consecuencias del calentamiento seguirían notándose durante décadas.
Foote concluía que la presencia de CO2 en la atmósfera calentaría nuestra tierra. Y que, si en un período de la historia se mezclase en una proporción mayor que la de 1850, esto causaría inevitablemente un aumento de las temperaturas.
Fuera de las actas
El 23 de agosto de 1856 se celebró la octava reunión anual de la Asociación Estadounidense para el Avance de la Ciencia (American Association for the Advancement of Science, también conocida por las siglas AAAS) en Albany, Nueva York. Foote no pudo leer su propio artículo, y en su lugar lo hizo el profesor Joseph Henry, de la Smithonian Institution. Pero ni la investigación ni la presentación fueron incluidas en las actas de la conferencia.
Cuatro años después, el científico irlandés John Tyndall llegó a conclusiones similares a las de Foote. Usando un aparato que él mismo había fabricado, midió el poder de absorción de los diferentes gases. Partía con ventaja respecto a Foote: era un reconocido investigador con una posición relevante en el mundo de la ciencia. Pero, aun así, no le hicieron mucho caso: el poder calorífico del dióxido de carbono era un problema que, al igual que hoy, incomodaba a muchos sectores. Tyndall nunca hizo referencias al trabajo de Foote, no se sabe si de forma predeterminada o por desconocimiento. Ella continuó investigando hasta la década de 1860, como mínimo, y firmó otras publicaciones.
La científica murió en 1888, cuando sumaba 69 años de edad. No se guarda ningún retrato suyo y, hasta 2010, ni siquiera se relacionaba su nombre con la ciencia climática. Fue en este año cuando el investigador Raymond P. Sorenson rescató a Eunice Foote del olvido y reivindicó su papel en la historia.
La última película de la directora francesa Céline Sciamma nos regala una historia íntima protagonizada por dos niñas de ocho años con la que ganó el Premio del Público del Festival de Cine de San Sebastián.
Petite maman se llevó el premio otorgado por el público del Zinemaldia. Y yo aplaudo. Porque eso significa que mucha gente salió del cine un poco más feliz después de verla, como me pasó a mí.
Céline Sciamma es una cineasta francesa, bollera y de la generación X, y yo diría que todo eso se le nota. Puede que supieras de ella por Retrato de una mujer en llamas, que la estés conociendo ahora o que hayas visto todas sus pelis. En cualquier caso, apúntatela, amiga.
Petite maman es la película de alguien que se sentía validada —por la crítica, pero también por la taquilla— y que ha hecho la película que le ha dado la gana. Es también un ejercicio de escape a través de la intimidad aparentemente intrascendente. De hecho, en un encuentro con estudiantes de cine (en el que me colé), Sciamma contó que escribió el guion de esta película a ratos, mientras estaba rodando Retrato, para escaparse un poco de la intensidad de la peli que la hizo mainstream.
Es la historia de dos niñas idénticas de ocho años que están unidas por un lazo que al principio solo se intuye, pero que se convierte en la clave de la trama, si es que la hay. Una casa sencilla, porque es una casa amueblada con recuerdos, un bosque precioso, pero no extraordinario, dos adultos y dos niñas. Eso es todo.
De hecho, las dos niñas lo son todo en la peli. Joséphine Sanz (Nelly) y Gabrielle Sanz (Marion) hacen esa magia que solo hacen las buenas actrices o la gente que no es consciente de que está actuando, hacerte olvidar que estás en el cine. Hablan poco, en frases cortas que dicen lo necesario. Como las niñas. Pero hablan del amor, de la muerte, de lo que es un hogar, y de ese lazo que es el que más cuidados, más desamor, más drama y más enganche nos provoca en la vida: la relación de las madres con sus hijas y de las hijas con nuestras madres. Y construyen una cabaña con ramas, como hemos hecho -o soñado hacer- todas.
Sciamma rompe el abismo generacional y hace el flashback que todas las madres y casi todas las hijas quisiéramos hacer: ser niñas con nuestra madre también niña. Pero sin aspavientos, que es como hacen las cosas las niñas.
Dice Céline Sciamma que era muy importante que ellas sintieran que estaban haciendo cine, no que eran “niñas” haciendo una peli de mayores. Por eso, ella les dijo que se imaginaran que estaban en una peli de espías. Y las niñas hacen cine como el que la directora quería: una película intensa, preciosa, íntima, compleja y sencilla. Un peliculón, vamos.
Sciamma la escribe, la dirige y diseña el vestuario (todas nos recordamos de niñas con un peto de pana, aunque el recuerdo no sea cierto) y por eso es una peli tan personal, que parece que la hubiera hecho una amiga tuya (aunque esa amistad no sea cierta).
También se nota que la directora ha trabajado en todas sus películas con el mismo equipo con el que estudió en la escuela de cine La Fémis. Hay una intimidad en esta película que te salpica. A veces te da la sensación de que estás mirando escenas que no deberías.
La música es muy especial también, como todo en esta peli. Sciamma repite con Jean-Baptiste de Laubier, que musicó Retrato de una mujer en llamas y Girlhood (pero también la inquietante Spring breakers, de Harmony Korine). Casi imperceptible a lo largo de la película (eso en una banda sonora no es necesariamente malo), de repente, en una escena metaextraña en una peli extraña, invade la sala un temazo tecno que lo ocupa todo durante unos minutos (como Diamonds, de Rihanna, en Girlhood) y que, en vez de sacarte de la peli, te mete más en la historia, por mucho que no entiendas (al menos yo no lo entendí) qué coño es esa pirámide en medio del río.
Visualmente, esta señora que es una esteta -que ya me gustaría a mí ver su casa o su sitio favorito: coge esa cosa tan preciosa —pero también tan cliché y tan rodada— como es un bosque y te lo planta en la pantalla como un sitio donde la cámara se para, pero el tiempo pinta las hojas, la luz, la lluvia, los árboles, las sombras, y lo convierte en un sitio en el que nunca has estado y al que quieres ir.
Esas dos niñas que son la madre y la hija de la otra te secan el pelo, te hacen cereales con chocolate y te recuerdan todas las cosas que le dirías a tu madre si no lo fuera, o si pudieras haberla querido cuando era niña, como ella a ti.
No tengo ni idea de si Cèline Sciamma es consciente de lo feminista que es (ella y su cine), pero no me cabe duda de que es una elección consciente contar historias aparentemente pequeñitas, en las que sale poca gente, donde no se habla demasiado, donde las emociones son más relevantes que las acciones, donde las mujeres se enredan con lazos que no necesitan hombres para anudarse, donde mirar, andar, la naturaleza, la luz, la lluvia cuentan. Por eso ha hecho esta película con niñas. Porque las niñas que fuimos sabían qué era lo importante.
Por eso nos ha gustado tanto esta película (ojalá el Zinemaldia me contara cuántas mujeres y cuántos hombres del público han votado Petite maman, pero me lo imagino). Porque el mundo de las niñas es el mundo como lo recordamos antes de que nos violara de todas formas el patriarcado.
Que sí, que Javier Bardem lo borda. Como (casi) siempre. Es de esos actores tan buenos que se te olvida que lo es, y se encarna en ese señoro explotador, cenutrio y -a mi pesar- entrañable a ratos, de tal forma que te lo crees, por arquetípico que sea.
Pero El buen patrón es decepcionante la mires como la mires.
Si la miras con perspectiva de género (que no te digo feminista, ¿eh? te digo con la conciencia básica de que las mujeres somos la mitad de la gente) no supera ni la prueba básica. Hay pocas mujeres con diálogo, prácticamente no hablan entre ellas y, si lo hacen, es por su relación con un hombre. Vamos que no pasa el test de Bechdel. Y así no se puede. Así se puede ver El Padrino (Coppola, 1972) o 12 hombres sin piedad (Sidney Lumet, 1957), pero no una película hecha en 2021 por un director que cree, y así lo afirma en las ruedas de prensa, que está haciendo “cine social”.
Entre los escasos papeles femeninos de la última película de Fernando León de Aranoa tenemos a la esposa “consentidora”, a la “infiel” (la comedia es clichés, pero estos apestan a obsoleto), a las prostitutas, a la secretaria liada con el superior intermedio y a las becarias enamoradas del jefe viejo. De lo más revolucionario, todo.
Solo hay una mujer con trama propia, que encarna Almudena Amor, y que consiste en la subversiva figura de una joven, bella y lista becaria que se enamora (no os lo vais a creer) del jefe viejo, tan viejo que es el mejor amigo de su padre. En realidad, lleva enamorada de él toda la vida, tatuaje incluido. Nunca habéis visto nada igual antes en el cine, amigas. Ella, con su inocente mirada y su perversa belleza, le seduce, pérfida femme fatale, sin que él pueda evitar caer en sus redes y encima (no os vayáis a pensar que el director se ha dejado llevar por sus fantasías de señoro) cuando follan, ella se pone encima, lo hace todo, y le deja baldado con “lo que ha aprendido en el porno”. No es para nada un estereotipo patriarcal ni una proyección de heteruzo mayor. Es “cine social”.
Si la miras como una película con intenciones mínimas de transformación de las estructuras de la sociedad (supongo que eso es el “cine social”, ¿no?), tampoco libra. Se enmarca en una empresa familiar, y este marco sirve para desplegar conflictos laborales y personales, que son una oportunidad para la crítica, la mirada ácida o, por lo menos, la comedia inteligente. Pero es una oportunidad perdida.
El jefe explotador es más tonto que malo y explota más por costumbre que por clase. El mando intermedio es esbirro y está más cansado (y jodido por su mujer) que enfadado. El obrero despedido está solo (además de jodido -este también- por su exmujer) y su protesta es ridícula, sin estrategia, ni conciencia de clase (ni rastro de sindicatos, por cierto). El segurata es majo, empático, tontorrón y nada violento. El obrero explotado de por vida, también en domingo, es sumiso y agradecido. El nazi es un buen chaval con mal ojo para las amistades y mala suerte. El marroquí es un fucker. Un argumento de vanguardia, vamos.
Una película “social” sobre un empresario de medio pelo de provincias sería una sátira atrevida sobre la mezquindad de quienes viven del trabajo ajeno, las puñaladas entre compañeros, las estrategias para sobrevivir a cualquier precio, los obreros de derechas, los cipayos de clase, la violencia machista y el racismo en el mundo empresarial; también sobre la mediocridad de quienes heredaron su posición, además del puesto; y sobre las redes clientelares, los chanchullos, la pantomima familiar, el compadreo. Pero El buen patrón no es eso.
La película de Fernando León de Aranoa es un retrato costumbrista, bien hecho, de una España de laca y gomina, chuletón y Ribera de Duero, de mediocres, enchufes, pelotas y puteros. Pero no es buena, ni profunda, ni compleja, ni crítica, ni cuenta nada nuevo.
Si la miras como una comedia, tampoco es para tanto. El sarcasmo de las mujeres de ellos, burlándose -con la boca pequeña- de los hombres hechos a sí mismos que lo han heredado todo, el chiste sobre las subvenciones al cine, la coña de la gorrona de impresoras… chistes algo buenos, pero que no terminan de encontrar una estructura crítica, o rompedora, o una estructura a la que agarrarse. La peli te la cuenta el título: un empresario que va de bueno y no lo es. Y ya estaría. Con chistes como de guionista de Buenafuente (o sea, buenos, pero sueltos).
Esperábamos más del director de Familia (1996), de Barrio (1998), de Los Lunes al Sol (2002), de Princesas (2005). Esperábamos que nos hiciera reír con una comedia y que nos hiciera pensar con una película seria. Que hiciera honor a su trayectoria o que siguiera los pasos de comedias que han hecho historia. Un poco de Amanece que no es poco (Cuerda, 1989), de El sentido de la vida (Jones & Gilliam, 1983), de La muerte de un burócrata (Gutiérrez Alea, 1966). Un poco de comedia social, que es lo que nos habías prometido, Fernando.
Sé que puede parecer que tengo algo contra los señoros. Y lo cierto es que lo tengo. No soporto que quienes ocupan los espacios hegemónicos en la creación cultural, quienes acaparan el prestigio, la legitimidad, los espacios y el dinero, actúen como si no hubiera pasado el tiempo. Como si no hubieran existido las luchas y las conquistas del movimiento feminista, del movimiento antirracista, del colectivo LGTBIQ. No se puede hacer películas como si no hubiéramos recorrido todo lo avanzado. Haced películas, haced comedias, pero no creáis que estáis cambiando el mundo haciendo lo mismo de siempre, contando vuestras historias sin moveros una micra de la posición en la que estáis subidos, creyendo que la vida, el arte, la cultura, la política es eso que véis desde ahí arriba.
En el Festival de Cine de San Sebastián, donde se presentó la película, hubo críticos que daban la Concha de Plata a mejor interpretación a Bardem, y que consideraron que “se lo habían quitado” cuando la ganaron Jessica Chastain y Flora Ofelia Hofmann, porque hay señoros que sienten que todo es suyo y nada es nuestro en todos los gremios.
La película está bien realizada, bien interpretada y funciona, pero eso no es mucho pedirle a una historia que aspira a llegar a los Oscar (es la candidata española) y que va de obra trascendente. Merece señalarse la música de Zeltia Montes, compositora que va acumulando premios y nominaciones y que confirma que las mujeres están ocupando el espacio que se les ha cerrado hasta hace poco en todos los ámbitos creativos.
El cine es una expresión artística, pero también una contribución al relato que construye el imaginario colectivo, por eso no es una obra aislada que no interactúa con su contexto, sino una pieza que marca las posibilidades de nuevos caminos a nuevas realidades. Ya no estamos para historias de bellas mujeres que se enamoran de viejos, de personajes planos que cincelan estereotipos, de realidades blancas y cisheteras donde todos son malos, y los malos son buenos. Ya no estamos para ser las espectadoras o las secundarias. El mundo ya no es eso, el cine no puede serlo.
A Ainhoa Rodríguez se le ilumina la cara cuando habla de “las bravías”, el grupo de mujeres que protagonizan su primera película, Destello bravío, las habitantes del pueblo extremeño donde se rodó esta historia. La directora juega con códigos del cine realista para construir una ficción fantástica y perturbadora, mostrando a unas protagonistas valientes y espontáneas, que son tan reales como mágicas y que nos obligan a mirarnos en un espejo, a veces lleno de humor, otras veces incómodo, en el que todas podemos adivinar raíces, miedos y fantasías.
Cuando se buscan noticias sobre Destello bravío se la compara con trabajos de David Lynch, Federico Fellini, Luis Buñuel o Lars Von Trier. ¿Hay algún referente femenino en esta obra?
Habrás escuchado muchos referentes, pero ninguno lo he dicho yo, he ido respondiendo sobre los que se me plantean. Las mujeres cineastas hemos aprendido cine de los grandes machos, al igual que los hombres cineastas, porque había un desequilibrio absoluto, un espacio completamente vacío en el que faltaban mujeres dirigiendo. Soy muy cinéfila y como he visto mucho cine, he visto muchas películas “de varón”, el mayoritario, de una forma abusiva. Cuando era pequeña, en mi ciudad de provincias, me ponía el despertador a la hora que fuera y programaba el vídeo, tenía una gran necesidad de devorar cine y todo eso lo he digerido. Así que he aprendido cine analizando a los grandes. Hice una tesis doctoral sobre Fellini y, en este caso, lo que me interesaba era cómo manejaba los códigos naturalistas en combinación con los códigos de reinvención de la realidad. En esta película no hay ningún referente concreto porque la referencia era lo que tenía delante: era una materia prima tan absolutamente delicada, tan absolutamente preciosa, rica, auténtica, que no podía mirar hacia otro lado. Construí la película de manera genuina con una autoría personal. Y obviamente muy subjetiva, pero bebiendo de toda la amistad allí, en ese pueblo. También entra en juego el imaginario y los referentes de la persona que te entrevista y da la casualidad de que nunca nombran a Chantal Akerman y, por ejemplo, Jeanne Dielman es una película que me ha marcado bastante. Te podría hablar de cientos de películas, claro, de autores y de autoras. En ese caso de esa mujer atrapada en una cotidianeidad naturalista hostil, en un encierro en su casa con largos planos secuencia fijos; es muy curioso que nunca hayan hecho mención a esto, pero porque no está en el imaginario de quien me ha entrevistado. Ahora lo nombrarás tú y seguramente empezarán a preguntarme por ese referente (risas).
Chantal Akerman es conocida en el mundo del cine, pero no lo suficiente. No todo el mundo sabe quién es.
Es así. Y además no se le da la enorme importancia que tiene, también en el cine con perspectiva de género. Y así debería ser el cine, o al menos la mitad del cine: con perspectiva de género.
Destello bravío tiene mucho que ver con una actividad que desarrollaste previamente, tu Laboratorio de cine, mujer y miradas no normativas. ¿Cuál es la relación entre ambos proyectos?
Me especialicé en análisis fílmico, en narrativa audiovisual, en lenguaje cinematográfico, y en la docencia del mismo. Trabajo con diferentes instituciones y a muchos niveles. Y también con diferentes colectivos, analizando el lenguaje audiovisual, un lenguaje que, si bien llega poderosamente a todo el mundo, hoy más aún, y hacemos una lectura inconsciente del mismo, no solemos hacer una lectura consciente para darnos cuenta de cómo nos influye y nos construye como sociedad. Tenía un proyecto con la Diputación de Badajoz para trabajar con mujeres en áreas rurales desde una perspectiva de género y no normativa, en el que desgranábamos los códigos de este lenguaje a grandes rasgos y en el que había espacio tanto para la creatividad por parte de ellas, como para el análisis fílmico y para entender los códigos de una película y la construcción de la misma y reflexionar sobre cómo se nos ha representado y se nos sigue representando a las mujeres en el cine hegemónico, el mayoritario. Era curioso ver el otro punto de vista, a través, por ejemplo, de Chantal Akerman y de otras muchas directoras. Para construir esta película era fundamental el acercamiento a estas mujeres y al pueblo, Puebla de la Reina, ese proceso más didáctico que consiste en trabajar con el grupo de mujeres del laboratorio para que fueran viviendo todas las fases de un proceso fílmico y también la convivencia con el equipo técnico según iba llegando. Hacíamos un taller de lenguaje fílmico que luego se fue extendiendo a la película que íbamos a hacer, a cómo la íbamos a hacer, a cómo se construye un filme. Y, además, eran fundamentales para presentarme al pueblo, aunque yo también iba presentándome por mi parte, pero no era de allí. Provengo de la misma comarca, Tierra de Barros, toda mi familia paterna es de Aceuchal, pero el rodaje se dio en Puebla de la Reina por una serie de características, aparte de la magia que sentí allí. Y, de forma natural, ellas terminaron siendo una parte protagonista esencial, como en la escena de la merienda de “las bravías”, todas esas mujeres de la asociación que vamos viendo en la iglesia o en la casa de las señoras elegantes, y que van habitando esa obra.
Entonces, cuando llegas a ellas, ya existía el proyecto de película.
Sí, la idea de hacer una película formaba parte del proyecto que tenía con la Diputación. Todo estuvo obsesivamente orientado a hacer la película que yo quería hacer y, aparte, vivir ese proceso de transformación y cooperación colectiva en una población especialmente encabezada por sus mujeres.
¿El guion estaba hecho previamente?
Tenía varias ideas previas, pero fui construyéndolo a diario. Viví allí nueve meses, dedicada exclusivamente a ver, a escuchar, a manejar lo que podría ser el material de la película. Y luego todo el proceso de casting, muy abierto, que no se hacía según la norma, sino que consistía en que dedicaba horas a conversar con estos hombres y mujeres poniendo los cinco sentidos, dispuesta a captar esas esencias y esas historias que podían tejer el relato. Era muy curioso porque me contaban cosas que no habían contado a nadie, la mayoría de ellas nunca se habían abierto así, de alguna manera me sentí como una terapeuta. Esto lo he contado varias veces, pero es que me resulta muy gracioso, se decían las unas a las otras: “Vete a hacer el casting, niña, aunque no te cojan, que te va a venir muy bien, que sales liberada”. Y todas salían diciendo: “Pues es verdad, me ha venido fenomenal” (risas). Fue una experiencia muy enriquecedora. Incluso habría una película de la película y del proceso de creación, o varias, en un terreno más documental. Era apasionante.
Y a escala emocional, ¿qué te suponía ese trabajo? Imagino que los encuentros con esas mujeres, que se abrían de esa manera contigo, podía tocar cosas tuyas.
Como mujer empatizo absolutamente con ellas porque ocupan un lugar diferente al que ocupan los hombres y yo me preguntaba cómo viviría yo esa vida en ese pueblo. Y la conexión es absoluta, empatía total. Faltaría más, si llevamos toda la vida viendo historias de hombres que solo conectan con hombres y con la vida del héroe hombre, cómo no voy a conectar con estas mujeres; es, además lo lógico.
Al ser una película con tanto peso protagónico femenino, ¿hasta ahora han calificado en algún momento que sea “para mujeres”?
En absoluto. Está entusiasmando también a muchos hombres, algunos con cierta trayectoria profesional. Quizá sí me ha llegado de una forma muy muy muy sutil, y enseguida “pisan para atrás”, esta cosa de que a lo mejor el relato conecta más con mujeres y que quien lleva las riendas son las mujeres del pueblo, pero me parece curiosísimo que, después de siglo y pico de solo autores masculinos conectando con uno o varios protagonistas completamente masculinos, he encontrado muy pocas preguntas sobre esto en todas las entrevistas que me han hecho.
¿Crees que se abusa de la etiqueta “para mujeres” en el arte producido por mujeres? ¿Se tiende a dar por hecho que al ser una mujer quien dirige una película o escribe un libro su público objetivo se reduce a otras mujeres?
Lo que me preocupa es el mecanismo que se da para mantener lo establecido: si una mujer hace un cine con perspectiva de género, como es lógico y como harán una gran parte de las mujeres y seguramente muchos hombres, la llevan a un lugar reduccionista, y, digamos, a un cine marginal, cuando deberían ser al menos la mitad de los relatos. Porque, además, la cosa es que a mí me preguntan por un cine feminista, pero no le preguntan a los varones por su cine machista. Me parecería una pregunta muy procedente: “A usted, como referente del cine machista, ¿cómo le parece que están evolucionando los relatos machistas?”. Y a mí ni siquiera me parece mal que haya cine machista, me parece que tiene que haber el relato de cada autor, en libertad, pero es que a ellos no se les hacen estas preguntas.
Mujeres como las que aparecen en Destello bravío, de cierta edad y del mundo rural, ¿qué tienen que enseñarnos a mujeres más jóvenes y de otros contextos?
Tanto… Han vivido experiencias vitales brutales con una fortaleza que es de admirar. Con esto que contaba que me pasaba en los castings, después yo me iba a mi casa pensando que no había vivido nada en comparación con sus historias de vida, sus luchas. No me gusta idealizar ni la vida de los pueblos ni la de la ciudad, porque creo que al final la situación que las mujeres viven en diferentes edades y en diferentes épocas, en cualquier lugar, es compleja y complicada, puesto que quienes tienen enfrente poseen unos privilegios que ellas no. Así que no me gusta decir que es mucho más agresiva o injusta la situación de las mujeres en los pueblos, aunque en muchos casos nos lo podría parecer. Por lo menos no hago esa tesis, no tengo datos objetivos.
Quizá tampoco está tan definido qué significa ser de pueblo. ¿Es algo concreto? ¿Crees que los clichés sobre ser de pueblo siguen vigentes?
Siempre digo algo que es como un mantra ya, pero me gusta como ejemplo de todo esto: podría hacer Destello bravío en otras localizaciones, con otros acentos y otros ropajes, en el barrio de Salamanca en Madrid.
Se nos puede olvidar fácilmente que en historias como la que tú cuentas en esta película hay una parte de experiencia universal.
Totalmente. Tiene que ver con algo que descubrí al hacer esta película. Evidentemente todos tenemos prejuicios antes de llegar a un sitio, es lógico, sobre todo si están presentes las tradiciones, tradiciones católicas, tradiciones muchas veces injustas, no igualitarias, en las que la mujer ocupa un lugar y el hombre otro; sin ir más lejos: el cura es hombre y son las mujeres quienes cambian de ropa a la figura de la Virgen. Pero hay algo muy interesante que surgió en mí cuando estábamos creando la película: la idea de que lo que está por venir a nivel social, ese mundo global neoliberal en el que todas las personas comen lo mismo y visten igual y piensan igual, no creo que sea necesariamente mucho mejor. Y, sin embargo, es más peligroso, porque está disfrazado, su apariencia es más refinada pero sigue teniendo la misma base.
En términos de igualdad de género, ¿cómo ves ese porvenir?
Lo veo muy jodido, qué quieres que te diga. Solamente hay que ver los porcentajes de mujeres que dirigen, son bajísimos. Con eso te lo digo todo. ¿Y es porque no tenemos ganas de dirigir o no tenemos nada que contar? Venga, hombre, por favor. Deberíamos ser el 70 o el 80 por ciento, porque el espacio fílmico de nuestro propio relato está vacío, ha estado vacío durante décadas.
La presencia de la sexualidad en tu película se aprecia de forma latente y en ocasiones también es explícita. Se habla mucho de la escena de la merienda, que es brutal. Pero hay más, como la escena en la que una mujer se está masturbando en la cocina y otra la mira desde la calle. ¿La potencia del deseo de estos personajes formaba parte de la idea inicial? ¿O fue dándose al trabajar con las actrices en el proyecto que ibais trabajando en común?
Fue surgiendo. Aunque es verdad que un proyecto mío anterior, el cortometraje Fade, hecho con la cantante Chloé Bird, trataba un poco la sexualidad de una mujer madura y conservadora que tiene una fantasía sexual. Al final, si retratas a un personaje estás retratando también su sexualidad, de un modo u otro. Es curioso que nos resulte sorprendente o provocador que al centrarme en las vidas de estas mujeres me adentre también en su sexualidad, en su deseo y en la gestión de ese deseo. Lo veo absolutamente natural. La mujer que se masturba, Trini, al principio de la película está con Cita en un pantano, se han escapado de una boda y están rompiendo con lo tradicional. Y hay una conexión entre Trini y el personaje de Isa. Isa representa un papel infantil. En la película no aparecen niños, en parte porque en el pueblo no había, pero es algo intencionado también. Y la mirada más inocente y más honesta sobre el pueblo es la de Isa, esa niña grande que es casi un ser de luz y es quien conecta con el destello, con la parte más, digamos, paranormal de la historia. Ve el pueblo y es muy consciente de lo que pasa alrededor. Esa Isa que cuando tiene una conversación con amigos va reproduciendo los estereotipos de género de su hermana y su madre: dice que tiene un novio que se llama Batman pero que está harta porque ella está siempre en casa cocinando y demás y él, siempre fuera trabajando y no le hace ni caso. Reproduce exactamente lo que ha visto en las mujeres que la rodean. Así se muestra cómo los niños van recibiendo unas influencias y cada uno va ocupando su rol de género, porque el personaje masculino de esa escena, que está oculto, lo que pregunta es si ese novio tiene dinero, si va al gimnasio, si tiene un buen coche. Te cuento todo esto para decirte que Isa, desde su mirada que capta y atrapa una verdad, descubre ese momento de autoplacer y de sexualidad en la mujer cuando ve a Trini y, si bien al principio le extraña, termina por sonreír y conecta con algo que es natural y que es vida y celebración del placer. Por eso esa secuencia.
Volviendo a la escena de la merienda, es cautivadora y contagiosa, tiene un halo mágico en el que todos los elementos cumplen una clara función en ese sentido. La música me llamó especialmente la atención, esa jota tradicional extremeña reinterpretada que habla del amor, del deseo (“Madre, yo quiero un novio aceitunero”).
Esa jota la grabé en Mérida con un grupo de folclore y posteriormente la compositora Paloma Peñarrubia y el equipo de sonido de la película hicieron esas versiones, han hecho un trabajo magnífico de composición musical y sonora. Representa esa idea que yo tenía, y que también está en la imagen, de dualidad entre lo tradicional y la reinvención de la realidad, lo católico y lo esotérico, la magia y el realismo. Por eso hay jotas extremeñas y pasodobles pero también hay música psicodélica.
En varias entrevistas anteriores has hablado del peligro de un relato único. ¿Qué se puede hacer desde el cine para conseguir relatos más inclusivos?
La única manera es crear en libertad, el problema es cuando no te dejan. En mi caso fue un proceso muy sufrido. Me autoproduje y luego ya llegaron los apoyos y la financiación. Es, además, una película que entraña una gran exigencia técnica y artística y yo quería hacerla como quería hacerla. Llevé a cabo esa autoproducción y la gestión de todos esos elementos a cambio de perder años de vida y conociendo lo que es la ansiedad. Pero la pude rodar a mi modo con el método que buscaba. Siempre defiendo que no hay una metodología única para hacer cine, el problema es que lo vamos sistematizando todo y ni nos planteamos por qué hay que hacer las cosas como las hacemos. A los pintores no se le exige que pinten sus cuadros de una determinada manera, cada uno tiene sus estilos y sus tiempos, a unos les lleva días, a otros, años, utilizan un tipo de pintura u otro, usan pinceles o no, pero nadie se atreve a cuestionar esa validez artística. Creo que, en general, en España estamos bastante encorsetados y somos bastante conservadores, incluso reaccionarios.
La representación en el audiovisual de Extremadura, de su habla, de personajes extremeños, es poco frecuente. ¿Crees que todavía estamos poco acostumbrados a que se representen espacios y formas de hablar alejados de lo mainstream?
Absolutamente. Por desgracia parece una revolución, ya que para la industria ir a un pueblo tiene como único interés hacer un chiste, desplazarte hasta un sitio alejado de zonas de industria con todo un equipo técnico y plantear una historia con mujeres reales, con actrices naturales con cuerpos no normativos, de una determinada edad, mostrando sus problemas, que parece que no interesan a nadie. Y además, hablando con el acento personal y cerrado de una localidad concreta. Parece mentira, pero resulta revolucionario. Para mí es esencial beber de la tradición y de la cultura y proteger el alma y la identidad, porque es la manera de hacernos universales, y al final es hacer lo que han hecho tantos autores españoles: partir de lo castizo, de lo tradicional, reinventándolo y dándole la vuelta. En este caso, una historia extremeña, rodada en Extremadura, con acento extremeño, con actrices extremeñas y hablando del alma extremeña, en lugares como Rotterdam o Nueva York, entre otros por los que ya ha pasado la película, es una estupenda embajadora. Otra cosa es que las instituciones se den cuenta de eso y no se avergüencen de su cultura, de su acento. Porque de momento parece que están más ocupados en facilitar el rodaje de Juego de tronos.