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La última violación (en el cine)

Fotograma del filme Dos mujeres (Vittorio de Sica, 1960)

Por Pilar Ruiz

“Me causa indignación oír a los hombres repetir que a muchas mujeres les gusta ser violadas, que no les molesta que un hombre las viole aunque protesten, que sus protestas son solo palabras. No puedo admitir que les cause placer esta violación”.

Christina de Pizan

Filósofa, poeta, escritora, precursora del feminismo, Pizan fue una de las primeras mujeres de la Historia –borrada de ella, claro– en vivir de su trabajo intelectual. Como protegida de la reina de Francia, pudo presenciar ese duelo de película que acaba de estrenar Ridley Scott sobre el famosísimo juicio por combate celebrado en 1386 con Dios dirimiendo –a mandoble limpio– si la esposa de uno de los paladines miente cuando acusa al otro de violación. La vergüenza, la sospecha –hasta el día de hoy muchos historiadores afirman que mentía– y la amenaza de ser quemada en la hoguera por perjura de Marguerite de Carrouges puede que inspirara la obra más famosa de su contemporánea Christina de Pizan: La ciudad de las damas (1405). También su asociación femenina La querella de la Rosa, en la que reclamaba el acceso al conocimiento de las mujeres y que pervivió durante… ¡300 años!

Pizan se convirtió en la paladina principal de la querella de las mujeres, un debate académico que recorrió Europa desde la publicación del panfleto misógino El romance de la rosa (1280) hasta la Revolución Francesa.

“Todas ustedes son, fueron o serán putas por acción o por intención”

El romance de la Rosa

“Muchas mujeres preferían guardar silencio a arruinar su reputación o la de su familia al hacer público el crimen. En la práctica este delito a menudo no se castigaba, no se juzgaba o no se denunciaba”.

Eric Jager, El último duelo (2020)

El medievalista Jager es el autor del exitoso ensayo histórico sobre el caso real del último juicio por combate en 1386, ahora convertido en película. Dado el olfato de Scott para ir de la mano de los tiempos, es fácil entender su interés por la historia de una violación del siglo XIV. El director quizá crea que poco ha cambiado la situación de las mujeres violadas desde aquel entonces, hogueras –no mediáticas– aparte. Un ejemplo; en España hay una denuncia de violación cada 8 horas, aunque solo llegan a notificarse una de cada 6 agresiones sexuales, según el Ministerio del Interior.

Con intención clara, los guionistas de la adaptación de El último duelo, Damon, Affleck y Nicole Holofcener –también directora– hacen referencia al Romance de la Rosa en un diálogo entre la protagonista y su violador número 2, porque el número 1 es su propio marido. Violador legal, tal y como hemos visto innumerables veces en películas de ambientación histórica. El matrimonio de conveniencia –o “violación de polisón”– representa el paradigma de privación de libertad, violencia y humillación contra la mujer. ¿Pasado?

“En el futuro, cuando veas que una mujer llora así, no se está divirtiendo”.

Susan Sarandon –casi citando a Cristina de Pizan-–en Thelma y Louis (1991)

Tampoco sería la primera vez que Scott toca el tema; el resultón éxito de los 90 fue convertido en un alegato feminista a pesar de su final vergonzante y bobo. Eran tiempos en los que el feminismo apenas tenía celuloide que echarse a la boca, amigas.

Muy distinta, en la intención y en la forma, en Dos mujeres (Vittorio de Sica, 1960), adaptación de La Ciociaria, novela de Alberto Moravia (1957) con la que la Loren consiguió su primer Oscar. El recuerdo de ver la famosa escena de la violación de madre e hija –ese plano a ras de suelo– con 13 o 14 años, el terror que golpea aún más cuando ni sabes del todo lo que significa esa imagen porque tienes la misma edad que la niña violada, resulta indescriptible.

Norman Lewis, escritor y oficial británico que luchó en el frente de Italia, cuenta esto en su libro Napoli ‘44: “Todas las mujeres de Patrica, Pofi, Isoletta, Supino, y Morolo han sido violadas… En Lenola el 21 de mayo han sido violadas cincuenta mujeres, y como no había suficientes para todos han sido violadas también las niñas y ancianas. Los marroquíes normalmente agreden a las mujeres en parejas: mientras uno la viola de manera normal, el otro la sodomiza.”

Es historia, y no tan lejana como la medieval: “Marochinatte”, los desmanes cometidos por el cuerpo franco-marroquí de los Aliados tras la victoria de Montecassino. Con total descontrol por parte de sus mandos o quién sabe si castigo premeditado contra la población civil, las tropas francesas violaron a más de 2.000 mujeres de entre 11 y 86 años y a 600 hombres. Porque los hombres también violan a otros hombres. Donde las dan, las toman, parecen decir John Boorman o Quentin Tarantino. El primero en Deliverance (1972) con la escena del “cerdito” y el redneck –una de las más brutales de la historia del cine– y el segundo, en Pulp Fiction (1994). Gracias al personaje del mafioso Marcellus Wallace sabemos cómo se encuentra un hombre tras sufrir una violación: “Estoy a mil jodidas millas de estar bien”. Marcellus, nosotras sí te creemos. Aunque ciertos jueces/juezas no hayan visto Pulp Fiction; seguro que Tarantino les parece violento, no como una sentencia fetén. Ya no es un tabú, señores, hasta recientes series televisivas de temática romántica como Outlander muestra con pelos y señales al villano violando al guapísimo galán coprotagonista. Quizá el cambio de roles no sea más que un reflejo que señala el desajuste entre ficción y realidad. En cualquier caso, el cine enseña, muestra. También que la historia de una violación continúa cuando se pone en duda la palabra de la víctima habitual, una mujer. Ese es el material de El último duelo o el drama judicial Acusados (Kaplan, 1988).  Lo cierto es que la violación en el cine no escandaliza ya a nadie, el ojo del público está acostumbrado a la violencia contra las mujeres. Cómo no recordar Perros de Paja (Peckimpah, 1971), La Naranja mecánica (Kubrick, 1971) o El manantial de la doncella (1960) con el mismísimo Bergman retratando esa Edad Media violadora de mujeres a la que ahora regresa Scott.

Tampoco escandaliza que la mujer se convierta en justiciera y de ahí nacen muchas pelis de serie B, C y D y de Abel Ferrara. Incluso de Paul Verhoeven, siempre turbador. La pesquisa y posterior venganza de Isabelle Huppert en Elle (2016) muestra una rabia callada y un mensaje: los violadores están muy cerca. A los directores del montón como Gaspar Noe se les ven las costuras que no muestran los grandes, el sensacionalismo y regodeo de voyeur evidentes de la famosa secuencia de 9 minutos en Irreversible (2002). Por eso no la colgamos aquí.

Nada que ver con el cine previo a los 70, cuando la censura se llamaba código Hays –o franquismo– y eso de abrir de piernas a una señora, a la fuerza o no, solo se podía mostrar mediante elipsis. Añadiendo eufemismos como “ultraje”, “abuso”, “atropello”, “deshonra”… sin mencionar la palabra infamante. A pesar de ello, la violación está muy presente en un género para todos los públicos como el Western, que no existiría sin el tema de la venganza como motor de la acción: Kirk Douglas busca a los niños pijos que violaron y mataron a su mujer india en El último tren a Gun Hill (Sturges, 1959) o la mismísima Centauros del desierto (Ford, 1956), donde el personaje de Natalie Wood es una niña raptada que termina siendo la esposa forzosa del jefe Cicatriz. Antes, en elegante –por supuesto– ardid de Ford, comprendemos que su hermana mayor ha sido violada y asesinada por los hombres de Cicatriz. Indios malvados, un clásico del cine que pinta de rojo el verdadero terror del amo blanco: los negros. Una vez exterminado el nativo americano, el colonizador se enfrenta a los antiguos esclavos y el gran tabú del racismo de los EE.UU. se cuela en el cine con cuentagotas, en películas como Matar a un ruiseñor (Mulligan, 1962) y su abogado Atticus Finch, defensor de un negro acusado injustamente de violar a una mujer blanca, el miedo ancestral.

Pero el cine contemporáneo ya no paga gabelas: en Las inocentes (2016), de la directora Anne Fontaine, la Segunda Guerra Mundial y todos sus ejércitos han pasado por un convento polaco usando a sus monjas como botín de guerra. Sabemos, como narraba La Ciociaria, que la bandera de la violación ondea para todos los soldados sin importar la época, nacionalidad o condición.

La mirada aquí se aleja de los cánones a los que estamos acostumbradas. Es una directora. La tortura, el desgarro, la contradicción aparecen sin un ápice de sensacionalismo y no hacen falta flash-backs, ¿para qué? Solo vemos mujeres enfrentadas a un castigo humano y divino, al dolor, a la desesperación, a la muerte. La violación es el paso previo a ser asesinada, esa es la única verdad y todas las mujeres la conocemos.

“Los agresores se las arreglan para creer que si ellas sobreviven es que la cosa no les disgustaba tanto” (…) Una mujer que respeta su dignidad hubiera preferido que la mataran. Mi supervivencia, en sí misma, es una prueba que habla contra mí. El hecho de tener más miedo a la posibilidad de que te maten que a quedar traumatizada por los golpes de pelvis de tres cabrones.”

Virginie Despentes, Teoría King Kong (2010)

Y no solo los agresores, Virginie, también sus cómplices. Desde tribunales, escaños, casas familiares, lugares de trabajo, tabernas, desde cualquier sitio que culpe a las mujeres, a los movimientos feministas, al activismo, a la educación que enseña en igualdad. Un ataque ideológico que pone en peligro a más del 50 por ciento de la ciudadanía, a la libertad y a la democracia.“La violación no terminará conmigo”, dice Despentes. Ella sobrevivió, lo contó y se hizo más fuerte. Otras muchas no pudieron. Recuerden: cada 8 horas. Conviene no olvidarlo.

Pilar Ruiz. Periodista a veces y guionista el resto del tiempo. En una ocasión dirigió una película (Los nombres de Alicia, 2005) y después escribió tres novelas: «El Corazón del caimán», «La danza de la serpiente» (Ediciones B) y «El jardín de los espejos». (Roca, 2020)

Tomado de: CTXT

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No es país para viejas

Meryl Streep soportó que el productor Dino de Laurentiis le llamara “fea” a la cara al entrevistarla para el papel que luego conseguiría Jessica Lange en King Kong

Por Pilar Ruiz

Una estrella con 45 películas y una decena de series para televisión; con Bafta, Emmy, Globo de oro y Oscar –siete nominaciones–. Una larga y brillante carrera apuntalada junto a Ang Lee, James Cameron, Jane Campion, Aaron Sorkin, Michael Winterbottom, Woody Allen, Wes Anderson, Steven Soderbergh, Todd Haynes, Sam Mendes o Alan Parker. Un enorme talento interpretativo desde que deslumbrara, con solo 19 años, en Criaturas Celestiales (Peter Jackson, 1994). Esa es Kate Winslet. Ha cumplido 45 años; y qué, se preguntarán. A ese “qué” ha respondido ella misma al negarse a ser retocada en el montaje de la serie Mare of Easttown (HBO) por aparecer con arrugas y michelines. “Chicos, sé cuántas arrugas tengo, por favor: vuelvan a ponerlas todas”. Su voluntad de no querer aparecer rejuvenecida artificialmente ha suscitado una enorme polémica. Increíble, ¿verdad? Mucho más si consideramos que la caracterización es fundamental en el trabajo actoral desde que alguien susurró la palabra “teatro” en algún remoto lugar oriental o mediterráneo. El personaje que interpreta Winslet en Mare of Easttown, una policía destruida por errores propios y ajenos que lucha por salvar la vida de otros destrozando la suya, necesita de su aspecto deteriorado y descuidado: forma parte de su interpretación.

Winslet pudo imponer su voluntad al ser productora ejecutiva de la serie –chica lista, además– porque desde tiempo inmemorial la “última palabra” no la tiene nadie que esté dentro de un rodaje, ni tan siquiera la mayoría de directores: el famoso final cut.  Otro dato importante: durante décadas, se acusó a la Winslet de estar demasiado gorda y de no cuidar su imagen; recordemos todas las bromas sobre el final de Titanic (Cameron, 1997) y esa tabla salvadora en la que el pobre Leo di Caprio no tenía hueco.

La imagen femenina asociada a la belleza y la juventud forma parte del mundo audiovisual, no como en la pura convención del teatro, donde una actriz como Sarah Bernhardt pudo interpretar a Hamlet o doña Inés tras haber cumplido más de 70 primaveras, como la magistral Berta Riaza dirigida por Mario Gas en 50 voces para don Juan (Teatro Español, 2004).

La cuestión que nos ocupa es que los niveles de perfección exigidos a una mujer para aparecer delante de una pantalla resultan inhumanos en el sentido más estricto de la palabra. Esa perfección –demandada en este y otros ámbitos, ya no estéticos, sino profesionales, éticos e incluso morales– alcanza cotas que el género masculino nunca conocerá. La apariencia física de la mujer debe permanecer ordenada, controlada. La crítica a los cuerpos sirve para acallar la voz cuando esta subvierte el orden y es la excusa para domar a quien se salga de la norma, también hacia lo alto, hacia esas estrellas que parecen inalcanzables. No hay más que ver quiénes presentan en las televisiones patrias –más patrias que nunca–, comprueben cómo lucen los líderes de opinión, presentadores, reporteros, opinadores, tertulianos. Pueden ser gordos, calvos, feos, viejos, desastrados. Ellas no. Los actores que, como Russel Crowe, llegan a la madurez bajo el “síndrome de Marlon Brando”, no ven afectada su carrera por estar pasado de kilos. Pueden ejercer de galanes hasta bien entrada la madurez, incluso la senectud: La trampa (Amiel, 1999) mostraba a Sean Connery (69 años) viviendo un romance con Catherine Zeta-Jones (30 años).

“Cuando llegué a Los Ángeles, todo lo que oía era que no era lo suficientemente alta, guapa o lista… Menos mal que soy testaruda”, declaró una vez Reese Whitherspoon.

Jessica Chastain resultaba demasiado pelirroja para los directores de casting, que la rechazaban una y otra vez. Si fuera por ellos Maureen O’Hara jamás hubiera triunfado en Hollywood, saben más que John Ford. Sarah Jessica Parker fue nombrada por la revista masculina Maxim la mujer menos sexy del mundo mientras ganaba 30 millones de dólares al año con Sexo en NY. Sofía Loren tuvo que escuchar en sus inicios de un director de fotografía: “Es imposible fotografiarla. Su cara es demasiado corta, su boca es demasiado grande, su nariz es demasiado larga”. Cuando su marido-productor, Carlo Ponti, le insinuó que se operara esa nariz, la Loren contestó con un vaffanculo muy italiano. Meryl Streep soportó que el productor Dino de Laurentiis le llamara “fea” a la cara al entrevistarla para el papel que luego conseguiría Jessica Lange en King Kong (Guillermin, 1976). Laurentiis ganó un Oscar honorífico en toda su carrer; ella tiene tres figuritas del tío Oscar, además de numerosos premios y reconocimientos que no cabrían aquí. Y sigue trabajando sin parar: una excepción.

De la presión de la industria sobre las mujeres dan cuenta las cicatrices y secuelas de las operaciones estéticas de actrices de Hollywood, ya desde la época del cine mudo, con el proto-lifting de Mary Pickford, que le borró la sonrisa para siempre. Mujeres bellas y buenas actrices destrozadas por el miedo a la vejez, con lo que eso supone para una actriz: el paro. Las oportunidades de empleo para actrices se esfuman después de los 40 años, como denunciaron Jane Fonda, Glenn Close o Helena Bonham Carter. No exageran: los señores que manejan la industria dejan de ver sexys a las mujeres mayores de 33-34 años. (Estudio sobre Edad, Género y Empleo de Interpretación en Europa de FIA-Federación Internacional de Actores). Es decir; tras pasar todas esas pruebas olímpicas necesarias para ser considerada apetecible ante una cámara, a los 34 años te conviertes en una vieja que no pone a nadie. No extrañan ahora los sangrantes destrozos corporales de Meg Ryan, Demi Moore, Renée Zellweger, Melanie Griffith, Cameron Díaz e incluso la famosa adicción al bótox de Nicole Kidman, años después de haber sido premiada con una figurita dorada por intentar parecerse a la “fea” Virginia Woolf en Las Horas (Daldry, 2002). Hay poco sitio para las mujeres dentro del vehículo cultural más poderoso y menos aún para las supuestamente poco apetecibles; no aparecen representadas, no juegan en las mismas condiciones que ellos. Según el último estudio de la Asociación de mujeres cineastas y de medios audiovisuales (CIMA), harán falta 30 años para alcanzar la igualdad efectiva.

En nuestro país son hombres el 81% de los directores, el 74% de los guionistas, el 85% de los directores de fotografía y el 68% de los productores audiovisuales. Pero el problema es mundial; escuchen si no a Tilda Swinton en Women Make Film (Cousins, 2020)

Monstruosas siempre, perfectas nunca: si estás arrugada resultas poco apetecible, si has pasado por cirugía renovadora, una muñeca sin personalidad o un adefesio. Si te exhibes con un escote generoso a los 70 años, como Susan Sarandon, eres ridícula; si pasas totalmente de aparecer emperifollada en público como hace Frances McDormand, te tildarán de mamarracha. Llaman obesa a Scarlett Johansson mientras le ponen pechos a Keira Knightley en el cartel de El rey Arturo. La británica lo denunció, pero solo sirvió para que se mofasen de ella mandándola a comer bocatas de panceta, entre otras lindezas.

Un supuesto cazatalentos a sueldo de una gran productora le espetó a quien esto escribe que con 35 años era demasiado mayor para trabajar como… guionista de televisión. De nada sirvieron currículum, experiencia laboral en el mundo audiovisual como desarrolladora de series ni premios: buscaban perfiles más jóvenes, explicó el entendido, completamente calvo, encorbatado y rondando los 50. Una mujer con 35 años era demasiado vieja incluso para teclear en un ordenador una serie televisiva de ficción; en cambio, aquel hombre estaba en la flor de la vida para decidir quién trabajaba en el sector y quién no. Sirva la anécdota como pequeñísima muestra de lo que tienen que soportar día tras día y desde siempre las mujeres que trabajan en cualquier profesión relacionada con el mundo audiovisual, ya sean actrices, presentadoras, cómicas, cantantes, periodistas, divulgadoras, incluso escritoras. También, pásmense, una prestigiosa historiadora especialista en cultura clásica y divulgadora de la BBC como Mary Beard, quien en un solo día recibe 4 millones de tuits y entre ellos decenas de miles con insultos. “Vieja, gorda y estúpida” son los más habituales, junto a las amenazas de muerte. El crítico televisivo de The Sunday Times, Adrian Anthony Gill, pidió alejar de las cámaras a Beard porque su imagen no era digna de salir en pantalla y la consultora televisiva Samantha Brick recomendó a la BBC que la despidieran por ser “demasiado fea y mayor para la televisión”. Esta es una lucha denodada contra los prejuicios no solo de hombres, también de infinidad de mujeres que, por interés o ignorancia, parecen cómodas nadando y guardando la ropa en el mar de la misoginia. Mary respondió con Mujer y Poder (2018), un delicioso ensayo centrado en la voz de la mujer históricamente acallada.

Al fondo de todo se vislumbra la verdadera razón: no se pueden poner en cuestión los cotos cerrados de ninguna industria, de ningún sector, ni siquiera en uno tan ridículamente endeble como el de la stand up comedy española.

Si alzas la voz, esa que reivindica Mary Beard, llega la reacción: ante las denuncias de trato discriminatorio, insultos, humillaciones y agresiones, aparece la respuesta desmesurada de los intereses mediáticos, judiciales, políticos –“victimismos, chiringuitos, censura”– al servicio de un poder cada vez más reaccionario y peligroso. La ferocidad de ese discurso tiene consecuencias; algunas, terribles. Y nos aleja cada vez más de una sociedad que aspira a ser más justa, digna, mejor. Mucho más bella.

Tomado de: CTXT

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