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Voces de 1912: apropiaciones de un unipersonal

Foto: Annabel Novo

Por Octavio Fraga Guerra @CineReverso

El arte se forja por esa legítima suma de apropiaciones imbricadas con la necesidad de conocer lo pretérito. Son los legados que la historia “deposita” en el tiempo dispuesto como huellas, signos, palabras. Se avistan como núcleos significantes y estelas de trazos que se agolpan en las rutas de nuestras vidas. Emergen provocadoras, para ser descubiertas, también reveladas, pues la historia siempre nos interpela.

Nos asiste el ejercicio de pensar sobre esos signos dejados y el replantearnos la escritura de la humanidad, unas veces dispuesta como narraciones resueltas; otras, como sustantivos y verbos inconclusos. Ante este velado cromatismo, es preciso fortalecer lo que nos distingue como nación, y encumbrar los mejores acentos de nuestras prácticas creativas.

Son las respuestas esenciales que debemos materializar, para llegar a un público-lector diverso, cada vez más seducido por las “nuevas tecnologías”. Se trata de impactar en los espacios de silencio, en una puerta cerrada a los esenciales poderes del arte y el pensamiento, donde lo cotidiano anula el verso vivo de vestiduras escénicas y palabras sublimes.

Con estas esenciales premisas, el actor Jorge Enrique Caballero, desdobló, para un “acabado” empaque el unipersonal Voces de 1912. Tomó de una plural fuente literaria, gráfica y audiovisual que habita en los elementos corpóreos de su puesta, en el espíritu de sus bocadillos, en la proyección escénica que materializa.

Los ensayos: La Masacre de los Independientes de Color en 1912, de Silvio Castro Fernández; La Conspiración de los Iguales. La Protesta Armada de los Independientes de Color en 1912, de Rolando Rodríguez; Juan Gualberto Gómez. Un gran Inconforme, de Leopoldo Horrego Stuch; San Isidro, 1910. Alberto Yarini y su época, de Dulcila Cañizares; Personajes y Paisajes en Santiago de Cuba. (Siglo XIX) Selección y Prólogo: Olga Portuondo Zúñiga, son parte de ese cúmulo de letras cromáticas “arrebatadas” por el actor, para resolver una puesta erguida, in crescendo, de escalonadas yuxtaposiciones.

La fuerza de Lágrimas negras, una novela de Eliseo Altunaga de la que Zuleica Romay subraya: “… las tácticas empleadas por los dominadores para reprimir en lo sujetos subalternos cualquier manifestación de dignidad y orgullo que se sabe, armas defensivas contra todo tipo de opresión”1[i], es también, parte de las fuentes que habitan en Voces de 1912 y que Jorge Enrique Caballero distingue, celebra, como un texto esencial de sus palabras teatrales, de sus cometidos corales dispuestos en un proscenio.

Lo audiovisual circunda en las respuestas de este soliloquio de mutaciones. Los filmes documentales 1912. Voces para un Silencio, de Gloria Rolando, y I am not your negro (No soy tu negro), de Raoul Peck, tributan además, respuestas, meditaciones, energías en un unipersonal performativo poblado de significados e intencionalidades, todas desatadas para ser leídas en la contemporaneidad.

Foto: Annabel Novo

Foto: Annabel Novo

El ensayo

Se produce el acto de compartir el ensayo, de revelar dos pasajes de Voces de 1912, tercer espectáculo que cierra la Trilogía Teatral  Ritual Cubano. Avanzada las 4:30 de la tarde el calor acecha con sus mejores brazas, y lo hace protagónico, en un espacio desprovisto de una erguida climatización.

Todo sucede en el proscenio que acoge el grupo de Teatro de la Luna (por años fue el cine Pionero), que dirige Raúl Martín. Es el signo de la hermandad que distingue a los que hacen teatro en esta isla irreverente donde la cultura importa. El tablao exhibe un color negro mate apabullante, como los fondos que emergen por más de tres pisos en un espacio restaurado donde aún se perciben las huellas de lo inconcluso.

Al fondo del todo unas sillas. En un lateral una guitarra y un violín mirándose a los ojos. En el otro,  todo un arsenal de instrumentos de percusión dispuestos a dar luz, fuerza y color a la escena. En el centro, subrayando la ritualidad, la Virgen de la Caridad del Cobre. En el borde de proscenio, acogiéndonos sin distancias e innecesarios protocolos, el actor Jorge Enrique Caballero y el equipo de Ritual Cubano. Todos dispuestos a someterse al escrutinio y a la suma de palabras, ante un público venido de los más insospechados lugares de La Habana. Cada uno de ellos toma su espacio vital para entablar un discurso de retóricas y gestualidad, donde todo está interconectado para encumbrar la palabra.

Jorge Enrique Caballero despliega en el escenario un cúmulo de significaciones filosóficas, de legítimas interrogaciones sembradas en las curvas del tiempo. La oralidad emerge nítida por la complicidad de sus sobrias respuestas escénicas. A veces contenida, en otras desplegadas con los ardores de su cuerpo. Cada movimiento responde a un sentido dramatúrgico, a los resortes de metáforas advertidas como encendidas respuestas de probadas dimensiones teatrales.

Foto: Annabel Novo

El monólogo se afina por las curvas de la significación, por el poderío de los gestos, fortalecidas por las expresiones corporales y los significantes movimientos que denotan a un actor volátil, también moldeable, dispuesto a transformarse en el escenario, coherente con lo sustantivo del texto, con el poder que exige el discurso teatral, acompañado por una línea de instrumentos musicales que sus ejecutantes resuelven empastados en un todo, dispuestos a materializar un ejercicio de ruptura de la soledad escénica.

Por momentos, emerge el coro de voces y la intertextualidad tímbrica de los instrumentos que dialogan y ponderan los ritmos del actor. Es una puesta litúrgica, empastada por una dramaturgia donde se habla y se reflexiona sobre racialidad, cultura, cubanía, patria.

Palabras grandes, urgentes, necesarias, resueltas en un espacio que acoge las provocaciones y preguntas que habitan en un texto mayor, ensamblado por esa toma de los otros, por la exigida apropiación que nos impone la historia. Son textos y descartes que emergen en ese espacio temporal reescritos por la sabia de la luz y el sentido de sabernos Cuba.

No es una pieza lineal, los tiempos son subvertidos desafiando la lógica de narraciones en curtido soliloquio. Lo esencial es, tal vez, lo significante de cada apremio, las urgencias que allí se narran. El tiempo se nos revela como una convención, un “sin sentido” impuesto por los moldes que heredamos de los otros, de lo que resulta pretérito y al final no podemos o no sabemos desprendernos de sus límites y de las fuerzas que impone.

Jorge Enrique Caballero encumbra la ritualidad, no solo como parte de las respuestas escénicas de la pieza; lo asume como expresión concreta de la empatía con los diablos que acechan a la obra, entendidos también como recursos ante las preguntas que habitan sin respuestas.

Entonces emerge la emotividad en sus movimientos escénicos, la fuerza de la mirada inquisidora, el poder del discurso actuado más allá de los bordes. Al saberse “solo” —por esa tesis del espacio interior—dialoga con el otro, que no es advertido en el escenario, con los que estamos en el lunetario o en otro espacio, bien distante de las penumbras que distinguen a un teatro.

El actor trasmite lo sensorial del discurso, que sus palabras materializan con llano empaque de acentos cubanos. Hasta el silencio se apropia de los fragmentos de sus bocadillos, que son también, parte de las urgencias de una puesta que ha querido ser Ritual Cubano.

Foto: Alex Ordaz

El diálogo

Entonces se produce el dialogo, el privilegio de estar entre unos pocos para indagar, sugerir o llamar la atención sobre lo visto y lo que nos llega. Es un acto de riesgo, de socialización de intimidades y secreto profesional, pensado para lograr la “perfección” de la puesta, la búsqueda del mejor acabado.

Ninguno de los que estuvimos la tarde del 28 de julio abandonó la sala, a pesar del incisivo calor, del reto que significa estar en un espacio donde la luz interior subraya y eleva los termómetros a niveles surrealistas.

Tras terminar el ensayo de fragmentos de una obra mayor, Vivian Martínez Tabares, crítica e investigadora teatral, quién está a cargo de la revista Conjunto y de la dirección de Teatro de Casa de las Américas apuntó sobre la ritualidad y su relación con el espacio escénico.

Marilyn Garbey, teatróloga y directora del Centro de Documentación de las Artes Escénicas María Lastayo, subrayó sobre los “demonios que acechan” a la obra.

Un espectador anónimo habló sobre las emociones que tuvo con Voces de 1912; otra espectadora del ensayo abierto narró pasajes de su vida personal que entroncan en los pilares de esta tercera entrega. Eduardo Eimil, que comparte con Jorge Enrique Caballero el trabajo de la puesta en escena, reveló la versatilidad del protagonista de esta tercera entrega y significó sus potencialidades como actor de reparto.

Palabras hermosas, de gratitud y complicidad, pintadas de anécdotas, emergieron esta tarde para Flora Lauten, directora de Teatro Buendía. Sus empeños están en las corporeidades de Jorge Enrique Caballero, en los aciertos de sus aportaciones escénicas, en su apuesta por tomar el teatro como un ejemplar recurso que nos limpie, nos engrandezca como cubanos de una isla erguida, de historias fecundas.

Foto: Alex Ordaz

[i] Romay, Zuleica. En FIL la novela Lágrimas negras y la necesidad de no olvidar. Cubarte. Portal de la Cultura Cubana. https://cubarte.cult.cu/periodico-cubarte/en-fil-la-novela-lagrimas-negras-y-la-necesidad-de-no-olvidar/

Fotos cortesía de Annabel Novo y Alex Ordaz.

Voces de 1912, obra inspirada en los sucesos de la matanza de los miembros del Partido Independiente de Color, a inicios del siglo XX en Cuba, es de la autoría del actor Jorge Enrique Caballero Elizalde, quien también asume el rol protagónico. Su gran será el 4 de agosto a las 7:00 pm, en la sala teatro El Sótano, ubicada en calle K e/ 25 y 27 en el Vedado, La Habana, Cuba, y continuará los días 5 a las 7:00 pm y el 6 a las 5:00 pm.

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Teatro y cine

Autor: Charles Tesson

Forma parte de la colección “Pequeños Cahiers de Cinemà” dirigidos a estudiantes de primeros cursos de cine. Volúmenes de la colección como Guión o  La luz en el cine han sobrepasado los 4.000 ejemplares de venta.

Cuando el cine vislumbró la posibilidad de contar historias y de escenificarlas, tomó el teatro como modelo y optó por el rodaje en estudio, el cual le ofrecía las condiciones materiales propias del teatro. El cine ha tomado mucho del teatro, ha hecho propios diversos ingredientes suyos, como la interpretación de los actores, el decorado, la escenografía, el diálogo y la dramaturgia, adaptándolos a sus propios medios de expresión. La construcción de las primeras salas de cine se hace eco de la arquitectura típica del teatro.

Mientras el calificativo de «teatral» a menudo posee una connotación negativa cuando designa el estilo de una película, es precisamente en su relación con el teatro donde el cine ha adquirido conciencia de su naturaleza singular como arte y de sus propios dilemas artísticos, entre la atracción por la realidad y la trampa de sus falsas apariencias.

Este libro se detiene no solo en las adaptaciones de obras de teatro a la pantalla, sino también, sobre todo, en las diversas formas que esta relación ha llegado a adquirir. El hilo conductor son los momentos en que el cine ha necesitado más del teatro para defi nir su «pequeña diferencia», como el paso al cine sonoro, la omnipotente televisión o también la irrupción de las nuevas tecnologías.

Muchos cineastas sienten la necesidad del teatro para redefinir las posibilidades del cine: Marcel Pagnol, Sacha Gitry, Jean Renoir, Alain Resnais, Charlie Chaplin, Carl T. Dreyer, Manoel de Oliveira o Jacques Rivette…

Charles Tesson es crítico y docente en la Universidad de París III, Sorbonne Nouvelle. Es autor de diversas obras dedicadas a Satyajit Ray, Luis Buñuel y La Serie B, en Cahiers du Cinéma.

Tomado de: Ediciones Paidos

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De las tablas a la pantalla

Fotograma de María Antonia (1967) de Sergio Giral

Por Luciano Castillo @LucioC812

Encuadramos dos de las adaptaciones de la dramaturgia nacional en la producción fílmica del ICAIC, en este caso realizadas por el cineasta Sergio Giral, obras que, por la solidez de su estructura y el delineado de sus personajes, superan en considerable medida cierto endeble e intrascendente «cine de autor».

En 1986, Giral halló en Plácido, galardonada pieza en doce cuadros de Gerardo Fulleda León —aporte esencial a la literatura dramática cubana—, la oportunidad de realizar una aproximación estética a un artista ubicado en su momento histórico. Emprendió el rodaje de su versión como un intento por incursionar en el mundo de las ideas y las pasiones de un poeta. “Muchos pasajes que aparecen en el filme y no en la obra —advierte el cineasta— son producto de las necesidades expresivas propias del cine. Mi película es una reinterpretación y no una adaptación”.

A criterio de Fulleda, en el trabajo conjunto que acometieron, Giral no desvalorizó ninguna de las posibles lecturas planteadas por su obra, y enfatizó en la que define como fundamental: el artista y su tiempo. Para el realizador, Plácido es una película más personal a la que concede especial sitio en su quehacer, sin relación o continuidad con su trilogía sobre el tema de la esclavitud: El otro Francisco, Rancheador y Maluala.

Desde el momento climático del ajusticiamiento de Plácido, el filme eslabona flashbacks evocadores de distintas etapas en la breve vida del poeta matancero para aportar elementos de juicio sobre su conducta. La cuidada fotografía de Raúl Rodríguez captó el rigor en la reconstrucción ambiental y la selección cromática. El argumento fluye gracias a la eficaz edición de Nelson Rodríguez. El acercamiento físico y caracterológico al contradictorio bardo por el actor Jorge Villazón (1947-1994) sobresale en medio de un reparto con desequilibrios. Sin alcanzar el aliento y vigor de su antecedente teatral, Plácido queda como un fresco abocetado con personajes carentes de precisión.

No denota su procedencia escénica en ningún momento el guion concebido por Armando Dorrego para la adaptación asumida en 1990 por Sergio Giral del clásico María Antonia (1967), que convierte a Eugenio Hernández Espinosa en el dramaturgo cubano más filmado. El propósito de la adaptación fue respetar al autor sin desvirtuar la obra homónima en un prólogo y once cuadros, estrenada en septiembre de 1967 por el grupo Taller Dramático. De ese proceso surgieron tres guiones, desde el más religioso, mágico y esotérico, hasta uno actual, que no funcionó porque al transmutar la trama de los años cincuenta, los conflictos y la realidad social eran distintos. Finalmente, se escogió para el cine una variante fiel al espíritu del original y consigue, a tono con los criterios expuestos por el realizador en conferencia de prensa, “una película universal que desbordara los límites de la época en una operación más de índole cultural y estética que histórica”.

Que Giral se hallaba en el clímax de su plenitud creadora y en evidente ruptura con su filmografía anterior, es percibido a lo largo de este filme. La fotografía preciosista de Ángel Alderete propicia el estallido de las imágenes de La Habana en todo su dramatismo, como entorno para el avatar de esa mujer intransigente y rebelde que reniega de los dioses a los cuales desafía, pero cuya protección implora su Madrina, tras el acto cometido por María Antonia. La religión es el elemento decisivo en la conducta de los personajes en la obra, toda una tragedia moderna, en opinión de Giral. Plantea que este elemento está dado por un hecho de índole dramático, que conserva sus valores sin dejar de gravitar en los caracteres y el medio social donde se desenvuelven. En su versión libre para el cine se acercó más a un género tan vapuleado, pero que defiende, como el melodrama, sin pérdida de su esencial aliento trágico.

Quienes dudaron que existiera otra actriz capaz de ofrecer una imagen diferente o aproximada a la antológica caracterización teatral de Hilda Oates, ignoraban la osadía de Alina Rodríguez (1951-2015), realmente descubierta para el cine cubano en este protagónico. Ella solo conocía la exitosa reposición de la obra por Roberto Blanco en 1984 con el grupo Ocuje y se propuso encarnar ese personaje monumental apenas supo del proyecto, para el cual aprovechó sus vivencias en Santa Camila de La Habana Vieja. Su temperamento artístico disipó toda incertidumbre y convenció al cineasta. La entrega a María Antonia fue tal que delineó —como la imaginara el autor— una potente actuación como esta hija de Oshún y de la candela, sedienta de hombre, pletórica de amor, con su risa cascabelera y el viento que arremolina su cintura, su piel llena de movimientos, segura de lograr todo lo que se propone y de poder moldear el mundo a la medida de sus deseos.

Tomado de: Cubacine

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Revista Conjunto No. 200, julio-septiembre 2021 (+PDF)

La Casa de las Américas, consecuente con su propósito de estimular las expresiones culturales de América Latina, especialmente aquellas que no encuentran cauce bastante para su difusión, creó la revista Conjunto dedicada al teatro latinoamericano.

Por eso en las páginas de esta revista se recogen críticas, estudios teóricos e informaciones acerca del movimiento teatral latinoamericano, así como textos completos de obras. Creemos cumplir un doble objetivo: ofrecer un campo para difundir lo que hacemos en teatro y romper la incomunicación entre nuestros teatristas Cuatro números por año. Cada trabajo expresa la opinión de su autor. La opinión de la Casa de las Américas se expresa en los editoriales y en notas que así lo indiquen.

En los casos de colaboraciones que no se hayan solicitado, la revista no se compromete a devolver los originales ni a mantener correspondencia.

Fundador

Manuel Galich

Directora

Vivian Martínez Tabares

Redactores

Aimelys Díaz y Rey Pascual García

Diseñador

Pepe Menéndez

Sumario

Escena y desafío. Memorias del Encuentro de Teatristas Latinoamericanos y Caribeños 2021.

(Vivian Martínez Tabares, Abel Prieto Jiménez, Patricia Ariza, Carlos Arroyo, Sérgio de Carvalho, Carlos Celdrán, Jorgelina Cerritos, Gonzalo Cuéllar, Alice Guimarães, Teresa Hernández, Jaime Lorca, Violeta Luna, Tito Ochoa, Cristóbal Peláez, Roxana Pineda, Teresa Ralli, Claudio Rivera, Raquel Rojas, Rubén Darío Salazar, Santiago Sanguinetti, Daniele Santana, Nora Lía Sormani, Patricio Vallejo, Fernando Vinocour, Antonio Zúñiga, Arístides Vargas y Charo Francés).

Andrea López

La recolección de lo etéreo

Silvina Patrignoni

De lo que al Muchacho Gris aconteció

Carlos Lema

Autobiografía en tres imágenes

Sérgio de Carvalho

Ningún lugar

Hellen Hernández

El teatro y la cámara oscura

Lowell Fiet

Teatro popular: ¿Quién es el actor? ¿Quién es el espectador?

Gonzalo Vidal

Un espacio lúdico

Misael Torres

El teatro popular y callejero en Colombia y el legado de Manuel Zapata Olivella

Sonia Almaguer Darna

Un arte dentro de otro

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Los cinco continentes del teatro. Lo que queda después del placer

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La dramaturgia de los clásicos como inspiración cinematográfica

Fotograma de Edipo Rey (1967) de Pier Paolo Pasolini

Por Guillermo Heras

En primer lugar, me ha parecido más interesante utilizar el término dramaturgia, fundamentalmente en su concepción alemana, para intentar desgranar algunas reflexiones sobre la continua relación del cine con los textos teatrales clásicos, ya sean estos de los maestros griegos, las obras del Siglo de Oro y el Teatro Isabelino, los seguidores del Romanticismo hasta llegar a los realistas de comienzos del siglo xx donde sin duda, y dada la gran producción novelística de esta época, han sido muchas las versiones pasadas de la literatura a la pantalla. En suma, el cinematógrafo que nació como diversión y con una expresión de imágenes mudas tardó un tanto en buscar ciertas obras literarias, como las de Dumas o Verne, para al llegar el sonoro nutrirse de las grandes historias de esos narradores de finales del siglo xix y comienzos del xx. La dramaturgia escénica, en su concepción contemporánea, alude a la lectura específica o punto de vista que el director, ayudado por el dramaturgo, quiere proponer de un texto concreto y, como tal, también polisémico y abierto a todo tipo de interpretaciones artísticas e ideológicas.

No obstante, y por una cuestión de espacio me limitaré a intentar señalar algunas cuestiones más relacionadas con el periodo de la Grecia Clásica y la autoría del siglo xvii, tanto en España como Inglaterra, en su relación con la práctica cinematográfica y, como he señalado, basándome en las obras dramáticas que ejercieron de inspiración a los directores cinematográficos.

Empezaré por el territorio más cercano, el de nuestra gran dramaturgia del Siglo de Oro que, curiosamente, apenas ha tenido presencia significante en nuestra filmografía nacional y, mucho menos, en la internacional. Planteo esa curiosidad por el hecho cierto que con la manipulación ejercida por el franquismo y sus ideólogos sobre nuestro teatro del siglo xvii, apelando al tema trillado del honor y los valores patrios y, tomando como base determinados títulos que continuamente se representaron en los casposos escenarios de la Dictadura, ese hecho apenas tuvo relación directa para que la industria cinematográfica del Régimen hiciera demasiadas incursiones en ese repertorio, lo que dice mucho de la incultura general de las élites culturales de esos facciosos próceres.

De la época del cine mudo existe una adaptación de El alcalde de Zalamea, en 1914, dirigida por Juan Solé Mestres y en la que actúa uno de los intelectuales destacados del teatro de esa época, Adriá Gual. Se conoce también una versión de Don Juan Tenorio del año 1908, de Ricardo Baños, que luego volvió a rodar en 1922. Como curiosidad, parece que de esa época, existe una versión porno muy apreciada por el monarca de entonces.

Ya entre la postguerra y el tardo franquismo, se pueden destacar: Fuenteovejuna (1947) de Antonio Román, y luego la versión del mismo título que hizo en 1970 Juan Guerrero Zamora o El Alcalde de Zalamea (1954) de José Gutiérrez Maesso.

En 1973, Rafael Gil rueda El mejor alcalde el Rey y, en 1972, Mario Camus filma La leyenda del alcalde de Zalamea con Paco Rabal, Fernán Gómez y Charo López en el reparto.

Tomando la referencia de La vida es sueño, de Calderón, Luis Lucia dirige El príncipe encadenado, con un reparto en el que figuran Pedro Osinaga y Katia Loritz, algo que por lo menos resulta un tanto exótico. En 1996, César Fernández Ardavin rueda La Celestina.

Como curiosidades existen también algunas versiones latinoamericanas de nuestros clásicos, como son La casada casa quiere (1948), de Calderón, dirigida por el mexicano Gilberto Martínez Solares y en Argentina Luis Saslavsky filma La dama duende con guion adaptado por Rafael Alberti y María Teresa León.

Más recientes son El perro del hortelano (1996), con la excelente dirección de Pilar Miró, y la nueva versión de La Celestina dirigida por Gerardo Vera en 1996, con Penélope Cruz y Juan Diego Botto.

Como algo extremadamente exótico, el interesante realizador chileno Raoul Ruiz, rodó en Francia en 1986, Memoire des apparences, una versión muy libre de La vida es sueño.

Todo esto, si lo comparamos con las películas que se han filmado a lo largo del tiempo sobre obras de autores del periodo isabelino, incluyendo, claro está, la sobreabundancia de títulos de Shakespeare, resulta, como ya he dicho bastante sorprendente. Quizás una de las razones sea que ya con el nacimiento del cine la lengua dominante va a ser el inglés y, por tanto, su repertorio clásico más del gusto de los espectadores dominantes.

Para las referencias históricas tomo como base el libro Introducción a Shakespeare a través del cine, de Fernando Gil Delgado (Ediciones Internacionales Universitarias, Madrid, 2001). El autor nos señala en su prólogo que hasta ese año ha encontrado 392 versiones de la obra teatral de Shakespeare, de las cuales 91 son mudas y el resto en producciones cinematográficas o televisivas. Es evidente que en estos últimos años han surgido nuevos films sobre la dramaturgia del autor y, además podríamos decir que un gran número de producciones que pueden tener su origen en obras míticas del autor, pero que en manos de ciertos cineastas como, por ejemplo, Peter Greeneway, son pretextos para su propia creación. En otros casos, son inspiraciones para musicales como West Side Story, con el fondo de Romeo y Julieta, o El rey León, una mezcla referencial entre la Biblia y Hamlet y, también, la española Los tarantos de 1963 y dirigida por Francisco Rovira Veleta. En films más convencionales aparece, de un modo u otro, el texto dramático de Shakespeare en Laberinto envenenado, basada en Otelo, de Tim Blake Nelson, Romeo debe morir (2000), dirigida por Andrzej Bartkowiak, Trono de sangre (1957), inspirada en Macbeth, de Akira Kurosawa que también rodó Ran (1985), basada en Lear, la película de ciencia-ficción Planeta prohibido (1956) de Fred M.Wilcox, Hamlet va de viaje de negocios (1987) de Aki Kaurismäki, Buscando a Richard (1996), un excelente experimento de Al Pacino, Mi Idaho privado de Gust Van Sant, basada en Enrique IV o Vuelvo a casa de Manoel de Oliveira con el fondo de La tempestad y el afamado Shakespeare in love de John Madden (1998), pero con guion del gran autor Tom Stoppard.

Todas estas películas entrarían de lleno en lo que especificaba como trabajo de dramaturgia de los propios directores a partir de la obra shakespeariana. Lógicamente, podríamos pensar que, de vivir el Bardo en la actualidad sería uno de los autores literarios más ricos económicamente, gracias a sus derechos de autor. Junto a estos films inspirados en sus argumentos existen otros cientos que siguen más fielmente la estructura teatral y que, sin embargo, son obras maestras del propio cine. Entre la selección más importante, personalmente, elegiría estas cinco:

–Campanadas a medianoche (Falstaff), de Orson Welles (1965).

–El sueño de una noche de verano, de Max Reinhard y William Dieterle (1944).

–Julio César, de Joseph Mankiewicz (1953).

–Rey Lear, de Peter Brook (1969).

–Macbeth, de Orson Welles (1946).

Por supuesto que hay muchas más y no podemos olvidar las direcciones de Kenneth Branagh, Roman Polanski, Laurence Olivier, Grigori Konzintsev, Franco Zefilleri, Trevor Nunn o George Cukor. Significativamente muchos de estos realizadores fueron y son también directores de teatro, por lo que el tránsito de la escena a la pantalla resulta mucho más reconocible que los múltiples experimentos realizados “a partir de la obra original”.

Si la presencia del Bardo en los escenarios del mundo no ha dejado de ser fuente constante de la diversidad de miradas que producen sus grandes obras, no podemos extrañarnos de que siempre haya levantado un enorme interés en creadores y productores cinematográficos. Al fin y al cabo, todos los clásicos como ya he dicho, a partir de un cierto momento, están libres de derechos de autor.

En este recorrido por las adaptaciones al cine de los clásicos no podía faltar la referencia al gran teatro de los clásicos griegos, aunque curiosamente tampoco pueden competir en cantidad con las adaptaciones del teatro isabelino.

Si bien ya tenemos muestras fílmicas en adaptaciones del año 1908 de obras como Edipo y Prometeo, o un Edipo Re de 1910 de Giuseppe de Liguoro, la adaptación que Campanadas a medianoche. Orson Welles hizo, en 1991, Theo Frenkel o las interesante incursiones del griego Demetris Gaziadis, casi tenemos que pasar a los años cincuenta para encontrar títulos como Edipo Rey en un famoso director y pedagogo del teatro norteamericano, Tyrone Guthrie, que rueda su versión en 1957. La Antígona de Yorgos Javellas, en 1961, con la gran actriz Irene Papas, en el 1968, Philip Saville con Christopher Plummer, Orson Welles y Lili Palmer en el reparto, la decepcionante Los caníbales (1970) de Liliana Cavani o la extraordinaria experiencia que a partir de la versión de Bertolt Brecht / Hölderling que hicieron los cineastas Jean Marie Straub y Danielle Huillet, rodada en planos estáticos en el marco de las ruinas de Segesta (Sicilia) en el año 1992. También ha sido el trabajo de Michael Cacoyannis el que ha tenido un discurso creativo muy importante sobre los clásicos griegos, bien con sus adaptaciones o bien con películas que contienen la pulsión de esas tragedias. Entre sus títulos Ifigenia (1997), Las troyanas (1971) o Electra (1962).

Pero si hay un cineasta emblemático del siglo xx que supo captar en sus films y en sus obras teatrales toda la fuerza metafórica de la tragedia clásica, ese es, sin duda, Pier Paolo Pasolini. Hombre de cultura todo terreno, transitó por la literatura, el periodismo, la poesía, el teatro y el cine, creando una obra de enorme personalidad y clave para entender una parte del siglo xx. Sus dos obras cinematográficas, por excelencia, basadas en clásicos fueron Edipo Rey (1967) con Silvana Mangano y Medea con María Callas (1969), aunque también tiene una película, casi experimental, que tituló Apuntes para una Orestiada africana en 1970.

Como tantos artistas que murieron de manera convulsa y en edad de total madurez, no sabemos hasta donde habría podido llegar Pasolini en sus diversas incursiones en los lenguajes artísticos. Lo que queda claro es cómo en sus películas, tanto en las de inspiración clásica, como en las que abordó temas contemporáneos, la pulsión de la catarsis y la anagnórisis, propia de la tragedia griega, está totalmente presente en su realización. La belleza de las imágenes, la calidad de sus intérpretes, el equilibrio entre tradición y modernidad nos muestran una posible vía de seguir adaptando los clásicos a las pantallas de hoy, aunque estas estén más preocupadas de los shows tecnológicos o las comedias banales. ¿Se acuerdan de ese prodigio de comedia que es To be or not to be, de Ernst Lubisth, rodada nada menos que en 1942?

Y ya, para terminar, intentaré hacer algunas reflexiones propias sobre esta relación, siempre intensa, pero también siempre inquietante, entre cine y teatro.

  1. Cuando el cine pasó de ser una atracción de barraca de feria a espectáculo de masas, nuevamente se habló de la muerte del teatro, pero pronto se fijan en la representación teatral y sus obras como fuente de inspiración.
  2. Muchos de los pioneros, fundamentalmente europeos, que se van incorporando a la industria cinematográfica provienen del teatro, tanto directores, actores como autores.
  3. Esa influencia teatral, quizás solo rota por las vanguardias histórica hizo que muchas películas durante una época parecieran teatro filmado.
  4. Con las aportaciones de las técnicas de Artaud, Einsestein, Vertof, Kozintsev, Meyerhold, Piscator o Brecht, más las de la nómina de expresionistas alemanes el lenguaje del cine va adquiriendo una especificidad de lenguaje que lo que produce es una influencia decisiva en la puesta en escena teatral, es decir, un claro mestizaje entre ambos lenguajes.
  5. De alguna manera ha existido una tendencia, a partir de los años 60, de aspirar a una especie de “sueño eterno” por el que los directores de teatro quieran volcar sus experiencias escénicas como si fueran una película.
  6. Definitivamente, toda la dramaturgia contemporánea está atravesada por la influencia del guion cinematográfico y sus diferentes técnicas narrativas.
  7. Las puestas en escena actuales deben al concepto de iluminación del cine muchos de sus hallazgos. Por ejemplo, en el modo de crear espacios simbólicos o metafóricos solo a partir de la luz.
  8. Las formas de interpretación actoral han caminado paralelas a una estilización continua del modo de encarar la construcción de un personaje.
  9. En su relación con los clásicos adaptados a la pantalla podemos hacer una clara referencia a estos temas propuestos:

a) Los clásicos son utilizados en un primer momento como una adaptación simple del tema o personaje del que tratan, sin profundizar en el lenguaje específico del film.

b) Con el tiempo se va produciendo un apoderamiento de los directores y guionistas del texto clásico para dar una propia lectura, a veces contradictoria con el texto de origen y en otras superándolo en fuerza y comunicación.

c) El propio concepto de clásico ha hecho que cada vez más se entienda este término como mucho más cercano a nuestra época, y de ese modo puede hoy parecernos tan clásico Don Quijote que Bodas de sangre o Luces de Bohemia.

Por tanto, un análisis exhaustivo de la influencia de los clásicos literarios, más allá del teatro, nos produciría un listado de vértigo.

d) Las influencias que directores y guionistas han tenido de los clásicos de toda época a veces no son detectados con facilidad, pues precisamente su articulación al lenguaje cinematográfico produce sorprendentes mestizajes.

e) La industria cinematográfica tuvo que superar bastantes prejuicios con respecto a la adaptación de clásicos por una cierta idea extendida de que los clásicos son aburridos.

f) Pienso que si hubiera más osadía y riesgo en nuestro cine español, beber de los clásicos es una oportunidad de futuro, siempre y cuando no se hagan meras recreaciones arcaicas o coartadas culturalistas.

Tomado de: Quaderns de cine

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¿Filmicidad vs Teatralidad?

Fotograma del filme El gabinete del doctor Caligari (1919) de Robert Wene

Por Roberto Pérez León

Voy a referirme a algo que ha hecho correr primero chorros y chorros de tinta y luego ha hecho realizar millones de pulsaciones sobre teclados digitales, me refiero a la filmicidad del teatro y a la teatralidad del film.

El teatro nace con la condición humana. Sin embargo el cine es un suceso muy joven. No es axiomático decir que el cine ha alcanzado una independencia total del teatro o que el teatro tiene una ruta autónoma con relación al cine.

¿Cuándo el teatro aparece en el cine tenemos un subgénero cinematográfico? ¿Existe una jerarquía entre cine y teatro? ¿Cómo repercuten uno en el otro o entre sí? ¿La noción de performatividad pertenece solo al mundo teatral, aunque existe en el cine el fundamento deleuciano de la imagen-movimiento? ¿Qué pasa cuando en la diégesis cinematográfica entra el teatro?

Todas estas consideraciones pueden constituir un tema de autorreflexión por parte de cineastas y teatreros. El tema hasta sugiere un metadiscurso teórico que nutre al ejercicio creador en ambos medios.

Hoy por hoy las tecnologías de la información y la comunicación hacen tanto del cine como del teatro artefactos narrativos de receptividades intermediales concurrentes que se manifiestan como constructos operantes en el contexto socio-cibercultural.

Como el Festival de Teatro de La Habana 2021 será una propuesta que nos hará a todos espectadores digitales, el elemento fílmico digital será la enunciación manifiesta y tendremos que revestirnos de una mirada crítica que abarque el espacio de creación teatral en la pantalla.

El ambiente digital donde se producirá el Festival será un acicate para vincular al cine con el teatro y al teatro con el cine.

En realidad lo más cercano que tenía el cine para inspirarse en sus orígenes fue el teatro. Tal vez sería más correcto decir las artes escénicas: los musicales, el circo con todos sus números, los cafés cantantes; por supuesto, hasta la literatura folletinesca con su esquematismo dramatúrgico; y, también toda la gran literatura decimonónica intervino en los orígenes del cine.

En la medida que el cine empezó a incorporar novedades tecnológicas tuvo períodos de independencia, fueron signos de ello el desarrollo del montaje, la división de planos para mostrar la acción, la superación de lo profílmico en la imagen fílmica resultante, el raccord, la constitución de una gramática y una sintaxis para la escritura cinematográfica.

La enunciación cinematográfica primitiva, llamada modelo de representación primitivo (MRP) parte del discurso de la escena teatral de los inicios del siglo XX: frontalidad absoluta, escenografía a modo de decorados acartonados, un único espacio, sobre-expresión actoral. Entonces solo el cine tenía una cámara fija fiel al punto de vista frontal del espectador teatral, y que solo a través de una manipulación de apertura y cierre de la lente concebía la separación de los distintos actos de la “representación”.

Hay que decir que el desarrollo del montaje y las genialidades de Eisenstein y Griffith no lograron apartar aquel cine de una latente teatralidad que además fue sustentadora de la grandeza cinematográfica de muchas obras de la época.

En medio del traspaso de estrategias discursiva entre ambos medios se logran obras únicas desde los primeros años. Pienso en El gabinete del doctor Caligari (1919) donde se conservan las estructuras teatrales de manera alarmante. Un caso emblemático donde el teatro emplea al cine fue en los años veinte cuando Piscator empieza a usar los proyectores en sus montajes.

Cuando el cine pierde la frontalidad gracias al desarrollo tecnológico de las cámaras y estas pueden andar por la escena y variar el punto de vista, junto a la incorporación del sonido, se consigue una expectación más singular.

El cine se hace más narrativo y el teatro más mostrativo o viceversa. Pero tanto en la narratividad como en la mostración hay huellas de lo teatral como de lo fílmico.

Con el movimiento de cámaras y el sonido el cine adquiere una narrativa de más posibilidades, aunque sigue apegado a una teatralidad matizada por las convenciones escénicas, esto lo vemos en la retórica hollywoodense de los años 50: plano secuencia, movimiento interno, profundidad de campo; en cuanto al nivel temático recordemos que mantenían el peso del diálogo y la actuación: argumentos teatrales, como los llamó Kracauer.

Y, no obstante, con todos estos elementos que estructuraron el lenguaje cinematográfico con una estética propia, reconocida, el cine no deja de transfusionarse con el teatro, tenemos la obra de Peter Greenway o Ingmar Bergman por poner solo dos cineastas paradigmáticos para el séptimo arte y sin embargo muy maridados con el teatro.

Llegado el momento el posmodernismo emprendió una carrera de rupturas que tocó de manera simultánea tanto al teatro como al cine: fragmentaciones de la imagen, artificiosidad, narrativas despedazadas, enunciaciones sin centro, etc., etc.

Hemos llegado a una espectacularidad de la teatralidad a través de la escritura de un discurso por medio de un artefacto dialógico medial. Sería errático considerar diferencias o semejanza entre el cine y el teatro. Se trata de interacciones que sustancian procesos creativos que pueden fundirse y el texto resultante escapa de lo meramente fílmico marcado por lo teatral o sencillamente de lo teatral marcado por lo fílmico.

Los sistemas significantes tanto del cine como del teatro disfrutan de categorías formales y estéticas propias; cuando se articulan se singularizan en el nuevo contexto que ya no es el de origen, lo que no quiere decir que se conviertan en metacinematográficas o metateatrales; crean en sus conjunciones y propósitos sémicos un universo de expresiones que se manifiesta no en contrapunto sino como puesta en forma artística portadora de un evento de logicidad particular en sus aspectos estéticos y narrativos.

Hoy, en un ambiente posdrámático en pleno desarrollo, el escenario no es el único marco para el teatro, por otro lado el presupuesto dramático-literaria cada vez es menos significativo para la teatralidad.

Si nos guiamos por la historia del cine podemos pensar en estos momentos en una reteatralización del cine. No son pocos los ejemplos, tenemos a Lars von Trier cuando hace en 2003 Dogville y Manderley en 2007.

Para muestra de la fruición que provoca lo fílmico en lo teatral está la casi milagrosa y ritual vivencia teatral, en vivo y en directo siempre, de La Fura dels Baus, paradigma del experimentalismo donde hasta a veces se atropellan videografía, audiovisualidad, representación escénica, realidad aumentada, espectáculo-instalación.

Las tecnologías de la información y la comunicación han producido una consolidación tal del lenguaje cinematográfico que podría provocar posiciones extremas que bogarían a favor o en contra de las consideraciones sobre la teatralidad en la filmicidad o contrariamente.

Ni rompe el cine con el teatro ni el teatro deja de hacerles marcas al cine.

Tomado de: Cubarte

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Adaptar, adaptarse

Por Ambrosio Fornet

En 1991, cuando la teatróloga y traductora brasileña Renata Pallottini llegó a la Escuela de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños, vimos los cielos abiertos. Teníamos allí un espacio que llamábamos pomposamente Taller de Guión y Dramaturgia —para cubanos y extranjeros— y corrimos a pedirle a Renata que hiciera un tiempito para reunirse con nosotros en un encuentro informal, en el que pudiera hablarnos de sus experiencias personales y contestar algunas preguntas. Estuvo generosamente de acuerdo. El resultado —en síntesis y con los ajustes que nos parecieron necesarios— es lo que se expone a continuación.

Empezó disculpándose porque iba a hablarnos de las adaptaciones de un cuento de João Guimarães Rosa, “Sardanápolis”, que no estaba entre sus obras más conocidas.[i] Guimarães era un médico y diplomático nacido en Río de Janeiro, en 1908. Viajó, conoció mundo. Pero siempre volvía al terruño, Coersburgo —en la provincia de Minas Gerais, cerca de Bahía—, un pueblo cuyo curioso nombre pudiera traducirse literalmente como “corazón urbano”. En esa comarca —donde se desarrolla la acción de Gran Sertón: veredas— arraigó una fuerte cultura popular. Guimarães demoró mucho tiempo en publicar. Sus primeros relatos, escritos cuando tenía unos treinta años, sólo se publicaron cuando ya entraba en los cuarenta. Era un hombre muy sensible, por no decir supersticioso; cuando lo quisieron llevar a la Academia, se negó, porque según él, ir significaba disponerse a morir. Pero fue, e hizo su discurso de ingreso en una ceremonia solemne, colmada de público. Estaba muy emocionado. Me temo que su corazón… Murió poco después. ¿Qué había significado su narrativa en la literatura brasileña?  António Candido lo vio con suprema lucidez cuando dijo que su objetivo era buscar formas de ordenar el caos, someter a jerarquías y valores un mundo caótico y desorientado, como lo era el sertón.

¿Cuál es la historia que se cuenta en “Sardanápolis”? Un modesto ranchero de la zona, de apellido Rivero, se casa con una muchacha muy atractiva, Luisa, de la que está realmente enamorado. Al poco tiempo, un primo suyo muy querido, Argimiro, se va a vivir con ellos. Cierto día se detiene allí un transeúnte al que ya conocían como vendedor de bueyes. Y con él, llega la malaria…. que aquí, además, actúa como referente simbólico, una enfermedad del alma que suele padecer todo el que ha perdido al ser amado. Ambos primos enferman. Deliran, y sus delirios nos permiten descubrir que están sufriendo la experiencia desde el mismo centro de gravedad. Argimiro espera recuperarse, abriga esperanza; Rivero, no. Lo que quiere Rivero es morirse y ser enterrado en el cementerio del pueblo.

El cuento empieza con Argimiro tendido en su camastro, consumido por la fiebre, víctima de sus alucinaciones. Ve desfilar figuras de mujeres que quiso y que recuerda, pero no la que ansía ver. Y de pronto, ahí está: es Luisa, nada menos. La amó en secreto, ella nunca lo supo. En la versión teatral, Rivero le habla al primo de su fiesta de bodas. “¿Te acuerdas? —dice—. Viniste para acá poco después, a hacerte cargo del arrozal…” En la versión televisiva podremos ver un momento de la fiesta. Se menciona al boyero. Tirada por una yunta de bueyes, llega la carreta en que viene la novia. Rivero la ayuda a bajar… La imagen se congela, se oye una voz…, y he aquí que vemos a Argimiro mirándola alelado, como si la viera por primera vez (en el teatro este recuerdo—no teníamos más remedio— tuvo que ser verbalizado, hay que buscar la mejor manera de hacerlo.) El joven se arriesga a confesarle al primo lo que siente por su mujer, y Rivero —que lo tenía, según sus propias palabras, “como un hermano, como un hijo”—no puede soportar tan dolorosa revelación. Ambos deben morir. La adaptación duraba cuarenta y cinco minutos o una hora, pero todo el tiempo el público la siguió expectante.

La versión teatral pudo conservar la estructura del cuento porque esta última era una estructura dramática. De lo contrario, el conflicto hubiera tenido que construirse. La forma narrativa es como una mancha de tinta que no tiene contornos definidos; la forma dramática, en cambio, ya trae fijados sus bordes. ¿Cualquier fábula, por el hecho de ser interesante o atractiva, se presta para ser adaptada al teatro? Error. Lo dramático puede ser potenciado o actualizado, cierto, pero si previamente no está ahí, no hay nada que hacer. ¿La fidelidad? La que cuenta, la única válida, es a las ideas, o mejor dicho, a la idea básica, a la filosofía personal del autor. Si el autor ha hecho una obra contra al racismo, por ejemplo, ¿vamos a cambiar o manipular su propuesta?

A fines de la década del sesenta –allá por 1969—traduje una pieza norteamericana, muy exitosa, sobre la Guerra de Vietnam y la desobediencia civil entre los jóvenes. Hace poco me pidieron que hiciera una “adaptación”, pero modernizada, porque para los jóvenes ya Vietnam era cosa del pasado. Yo me negué. Si se aceptaran semejantes exigencias, habría que reescribir Ricardo III, porque la Guerra de las Dos Rosas es más “pasado” que la de Vietnam, ¿no?  ¿Y las tragedias griegas?  Lo importante es respetar la idea rectora del autor, que en “Sardanápalo” es la de un amor sui géneris, que ni siquiera en el recuerdo puede ser compartido. Esa es la quintaesencia del cuento: la idea de que es preferible la muerte solitaria a tener que compartir el amor de la mujer amada. Si se es fiel a esta idea, todo lo demás puede cambiarse.

II

¿Es Sardanápalo el nombre de un lugar? Eso no lo tengo claro. A Guimarães le gustaba inventar, acuñar, jugar con las palabras. En sus textos hay páginas enteras que parecen una sucesión de coloquialismos y onomatopeyas, lo que atribuimos en parte a la influencia del idioma sertanero, la lengua tupí. A menudo los nombres propios parten de una base sonora, son simples recreaciones de un sonido. Leí el cuento varias veces. Me fascinaba su forma, la musicalidad de las palabras. “Jaguarepí”, por ejemplo, no es más que un derivado de la palabra “jaguar” y alude a un hombre que, según la leyenda, se enamora de una onza (la hembra del jaguar). La onza mata a los hombres en cuya actitud cree percibir una amenaza.

El lugar donde se desarrolla la acción es Sarapaja, palabra que podría entenderse como pajar, el espacio donde se acumula o se pone a secar la paja. Allí se dice que la malaria viene de lejos, de San Francisco, y que un día entró al vado del Pará por la boca abierta del río, y empezó a subir y subir y subir cada vez más.

A mí me atrajo la intensidad dramática del cuento, su nivel de concentración en el tiempo y el espacio. Muy pocos personajes y un tipo de acción dramática (la “acción inmóvil”, la llamo yo) que prescinde del movimiento físico. Era para mí todo un desafío involucrarme en una pieza teatral con esas características. La obra se ha representado muchas veces. Una de ellas, en particular —la adaptación de Alberto D’Aversa, formado en Roma—, me gustó mucho. Se estrenó en 1960.

Una cabaña al fondo del escenario. Frente a ella, un abrevadero virado al revés, que sirve de banco a los personajes. Un poco de paja dispersa al azar y algunas ramas verdes, recién caídas, aquí y allá… El verde de la vegetación circundante resalta por todas partes. Aquí los colores hablan. Los hombres, por la ropa que visten, son amarillos o azules; de algunas partes cuelgan cosas verdísimas. Muy pronto veremos a Rivero y su primo conversando. En escena siempre están solos. Repito: se consideraba necesario excluir del ambiente lo puramente “descriptivo”. En la versión teatral era complicado tratar de emplear un recurso como el flash-back, por ejemplo, que es como una impureza de lo dramático, pero en la televisión esas retrospectivas fílmicas eran muy funcionales, servían para mostrar las imágenes que surgían cuando los personajes empezaban a delirar (en el teatro había que recurrir al sonido). Hay sonidos misteriosos e inquietantes, como el que, en determinado momento, atraviesa el ambiente y hace que ambos primos se vuelvan al unísono: es el canto (¿el graznido?) de un pájaro, el garrincha. El que lo oye, está avisado: sabe que va a morir. El flash-back en TV permite también romper la posible monotonía de los espacios. Del comienzo de la versión teatral de D’Aversa –cabaña, abrevadero…—, pasábamos, en la versión televisiva, a la imagen en movimiento de un pueblo en ruinas, despoblado: calle desierta, iglesia solitaria (una iglesia colonial, porque en Minas están las mejores iglesias coloniales de Brasil) … Luego la cámara se instala en una pequeña colina desde donde se divisa el vado del río, una canoa, varias canoas en las que pasan rostros sonrientes de muchachas, y al final, con la algarabía de los pájaros y el zumbido de los mosquitos (anuncio de malaria), otra vez la cabaña y el abrevadero…

Me preguntan si no temía perderme con tantas vueltas y revueltas, si no me parecía aconsejable elaborar una scaletta, una guía de secuencias narrativas que me permitiera avanzar con tranquilidad. La respuesta es no, no me pareció necesario. Con tan pocos personajes y situaciones, la historia no lo requería. En cuanto a reforzar los rasgos personales, me limito a asegurarles que Guimarães retrataba muy bien, no había por qué exagerar el maquillaje. Lo que sí sentía yo era la necesidad de familiarizarme un poco más con la figura de Luisa. ¿Cuándo fue que Argimiro la vio por primera vez? ¿El día de la boda? En la versión televisiva introduje, por si acaso, un momento que insinuaba esa posibilidad (que la viera por primera vez como mujer); él la mira, dice no recuerdo qué, y en sus ojos se advierte la atracción que siente por ella… Pero él nunca se le acerca, nunca la toca, es incapaz de romper el código de honor en que se basa su amistad. Son relaciones muy sutiles, no es fácil definirlas. ¿Estamos ante una historia de encuentros y desencuentros? Era algo que yo tenía que saber. Tenía que llenar los huecos, los vacíos, y que no fueran a aparecer después ante el espectador, cuando ya fuera demasiado tarde… En la TV hay un momento en que Rivero está en el suelo de la cabaña, temblando de frío; la cámara se sumerge lentamente en la hoguera y al salir de las brasas va a dar… con los ojos de Luisa. Se ve entonces a Argimiro con ella, bajo un árbol, ella diciendo: “Parece que usted no me reconoce…, que nunca me había visto, primo”. Es una Luisa algo más joven, que juega con las amigas en la arboleda mientras Rivero y Argimiro, desde un promontorio, las observan. Rivero murmura entre dientes, como si hubiera adivinado lo que Argimiro estaba pensando: “Sí, primo, ya está en edad de merecer… Va a tener que ir pensando en buscar novio”. Queda claro que ya la conocía, de vista, por lo menos.

Con cada adaptación siempre ha llegado el curioso que pregunta: ¿el original ganó o perdió? No sabría decir. No comparto la idea, muy extendida en nuestro medio, de que el teatro es una forma de comunicación superior a las demás. Cada una lo es, a su manera. A mí me basta sentir, en cada caso, que Guimarães está allí. A lo que aspiro es a ofrecerle un público nuevo, nuevos canales de difusión. Otra cosa que me parece importante —en este caso específico— es despertar nuestro interés hacia el texto que ha servido de base a lo demás; en él seguramente percibiremos intenciones y matices que en las adaptaciones pasaron inadvertidas. En el cuento está el origen de todo. De esas palabras surgió todo lo que hayamos podido ver y sentir hasta aquí.

Nota:

[i] En los años 70, la Editorial Casa de las Américas había publicado sus narraciones más importantes: “Hora y momento de Augusto Matraga” (en Quince relatos de la América Latina, sel. de Mario Benedetti y Antonio Benítez Rojo) y Gran sertón: veredas (pról. de Trinidad Pérez Valdés).

Tomado de: Cubaperiodistas

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Un mensaje desde Colombia

Presentación de la obra Camilo, por Teatro La Candelaria

Por Graziella Pogolotti

Con las riberas que bordean el mar Caribe y el Océano Pacífico, sus caudalosos ríos y los altos picachos andinos, Colombia es un hermoso país de poetas. Su historia, sin embargo, ha sido dramática. Los movimientos subversivos urdidos por el imperio condujeron al desgarramiento de una parte del antiguo virreinato de Nueva Granada para favorecer los intereses de la United Fruit. A lo largo de más de «cien años de soledad», los conflictos internos han producido constantes derramamientos de sangre. El asesinato de Jorge Eliecer Gaitán desencadenó una sublevación en Bogotá y desde entonces hasta ahora el derramamiento de sangre no ha cesado. Alcanzados trabajosamente los acuerdos de paz, siguen cayendo antiguos guerrilleros y dirigentes de movimientos sociales.

Visité Colombia a comienzos de los 80 del pasado siglo con el propósito de conocer el trabajo de la corporación de teatro, una alianza de grupos que, con el respaldo de los sindicatos obreros, asumía la responsabilidad de conquistar un público renovado en los sectores populares y estudiantiles.

Por aquel entonces, el aliento emancipador de la Revolución Cubana, contrastante con el panorama represivo impuesto en países de la América Latina, había inspirado iniciativas similares en buena parte de nuestros países. Entre todos ellos, sobresalían los colombianos por la sistematicidad de su labor y por la articulación creativa de teoría y práctica. Ajenos a tentaciones paternalistas, distaban mucho de intentar un arte de propaganda.

Aspiraban, por lo contrario, a despertar la conciencia de un espectador crítico a través de la relectura compartida de la realidad contemporánea. Mediante el empleo de prácticas de investigación, iban construyendo su propia dramaturgia, renovadora en los textos, así como en los componentes visuales y sonoros del espectáculo. Bajo la dirección de Santiago García, recientemente fallecido, el teatro La Candelaria, de Bogotá, mostraba resultados concretos en la cristalización de un proyecto artístico y en la conquista de un público cómplice, activo y participante.

La pandemia que abate al planeta ha tenido efectos arrasadores en la vida cultural. Sometidos al necesario distanciamiento físico, los teatros han cerrado sus puertas. Privados de auspicio gubernamental, los artistas sucumben al desempleo creciente. En ese contexto, me llega la denuncia formulada por Patricia Ariza, fundadora del teatro La Candelaria.

En un lúcido y bien fundamentado texto, cargado a la vez de pasión latente, no se limita a señalar las consecuencias de una orfandad que anula el presente y el porvenir de la auténtica creación artística. Apunta hacia un peligro mayor, hacia aquella otra pandemia, agazapada bajo la enfermedad que nos abate.

Se trata de una ideología que dimana del neoliberalismo preponderante y permea el pensamiento económico, el debate político, los conceptos que rigen el diseño de los sistemas de enseñanza, así como el arte y la cultura. El embate del capitalismo depredador tiende a convertir el arte en mercancía rentable, sujeta a los vaivenes de las modas impuestas por los rejuegos de auténticas bolsas de valores. La subversión más profunda de la naturaleza de la creación se manifiesta en la promoción de modelos sustentados en espectáculos de mero entretenimiento, conducentes a la evasión de la realidad y al adormecimiento de las conciencias. Las vacunas —así lo esperamos todos— habrán de vencer la pandemia. Pero el pensamiento neoliberal tiene repercusiones más duraderas. Desde Bogotá, Patricia Ariza hace un llamado de alerta que trasciende las circunstancias de su país, porque la contradicción fundamental de nuestro tiempo contrapone el neoliberalismo a la ininterrumpida marcha en favor de la emancipación humana.

Las palabras de Patricia Ariza reavivan en mí el recuerdo de las intensas jornadas de aprendizaje transcurridas en el espacio íntimo de los procesos de creación del teatro La Candelaria. Su reclamo en favor de la necesaria implementación de políticas garantes del auspicio al quehacer artístico me remite a una memoria personal mucho más remota. En los días de mi infancia y de mi primera juventud conocí la orfandad solitaria de quienes se empecinaban en proseguir con su obra el desarrollo de la cultura cubana, por encontrar un destinatario seguro.

La institucionalidad revolucionaria ofreció el respaldo requerido y propició la formación de un espectador avezado, seguidor atento del acontecer de la escena y fervoroso animador de los festivales del Nuevo Cine Latinoamericano, a lo cual se añade el reconocimiento público de la valía del patrimonio nacional. Vencido el paréntesis impuesto por la pandemia, el autor volverá a encontrar a su destinatario en un ámbito de reconocimiento mutuo, en el siempre renovado descubrimiento de la realidad.

Tomado de: Juventud Rebelde

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Otra vez y siempre, Bertolt Brecht

Por Vivian Martínez Tabares

Hoy hace 123 años que en Ausburgo, Alemania, nació Bertolt Brecht (10 de febrero de 1898 – 14 de agosto de 1956), el joven rebelde e iconoclasta y el comunista sin partido resuelto a cambiar el mundo para el bien de los humanos. El artista múltiple que encontró en la síntesis del teatro el mejor cauce para sus inquietudes expresivas y sus ideas políticas, para hacer del arte un arma con la que los hombres y las mujeres pudieran explicarse la realidad social, plagada de contradicciones e injusticias, y fueran capaces de encontrar el modo de transformarlas. El escriba de piezas que revisó a los clásicos y creó parábolas épicas ubicadas en espacios y tiempos remotos, pero resonantes en nuestros contextos. El varias veces exiliado y perseguido. El mismo que logró que una campesina ganara el derecho a ser madre del hijo de una mujer “noble” que no lo amaba tanto como a sus propiedades; el que tejió la historia -conciencia adentro- de los descubrimientos de Galileo Galilei malogrados por la fuerza bárbara de la ignorancia y el afán de sometimiento; el que develó, de manera descarnada, cómo el vicio de aprovecharse de la guerra, puede despojar a una madre de sus seres más queridos.

Siempre con la diana colocada sobre la naturaleza depredadora del capitalismo, tuvo una gran capacidad de aprovecharse de diversas fuentes: clásicos, textos narrativos, viejas leyendas, experiencias de la calle, y un potencial enorme para traducirlos a la escena por medio de recursos de gran variedad, eficacia y atractivo

Al explorar formas diferentes a las habituales de un teatro confortable, con el objetivo de estimular el sentido crítico del público, creó una serie de técnicas que definen el teatro épico y dialéctico, en el cual en lugar de la mímesis aristotélica, propone al espectador colocarse en una distancia crítica que explora en las razones causales. Los mecanismos se exponen abiertamente, incorporados a un lenguaje en el que la participación activa del espectador es una meta, y la diversión aliada a la aprehensión crítica es componente ineludible.

Con sus obras –piezas didácticas o dramas maduros–, y sobre todo con sus reflexiones sobre el teatro, su despliegue de recursos desenajenantes y movilizadores de ideas, reveladores de las condiciones de dominación, le entregó a la escena latinoamericana instrumentos útiles de análisis y acción política, de descolonización y lucha anticapitalista.

Así, Brecht ha servido al movimiento de teatro independiente y a los practicantes de la creación colectiva como un referente lleno de recursos escénicos para probar y develar lo oculto, y como una brújula que orienta en la búsqueda de los problemas esenciales.

Atahualpa del Cioppo, Osvaldo Dragún, Santiago García, Augusto Boal, Enrique Buenaventura, José Celso Martinez Correa, Gilberto Martínez, Vicente Revuelta, y una lista interminable de directores han lidiado con él sobre las tablas, y más acá lo hacen otros muchos, como Sérgio de Carvalho, Reinaldo Disla, Carlos Celdrán y Alexis Díaz de Villegas. Porque su visión y su postura crítica se han filtrado en infinidad de formas de hacer.

Algunos, como Heiner Müller, el más original de sus émulos, han comprendido que, por su esencial vocación de cambio, utilizar a Brecht sin criticarlo es una forma de traición. Y el maestro Santiago García, al discutir cómo los procesos de afirmación de la identidad no pueden cerrarse en sí mismos, defendía la capacidad de BB de tomar de todas partes:

Nuestros países siempre han sido víctimas del colonialismo y han sido saqueados por el imperialismo, por lo tanto, la actitud del intelectual debe ser la de apropiarse de lo que le convenga sin prejuicios de ninguna naturaleza. Nos han robado mucho, entonces, robemos también nosotros. Brecht se apropió de lo mejor del teatro chino, del teatro finlandés, del teatro inglés, etc. Shakespeare también era un gran ladrón en ese sentido. No debemos tener prejuicios de respetar la “propiedad privada” de la cultura occidental.

Ahí están, plenos de motivaciones y de detonantes para el debate, sus más de 50 obras, su brillante poesía, “El pequeño organon para el teatro”, “La escena de la calle”, “Lo que puede aprenderse del sistema Stanislavsky”, “Lo popular y el realismo”, Escritos sobre literatura y arte –publicado en Cuba como El arte y la política–, los Diarios de Trabajo y Escritos sobre teatro, materiales sobre los que siempre hay que volver.

Por esa inclaudicable vocación transformadora, por la utilidad de sus análisis en los procesos emancipatorios, por su lucidez y su vastísima cultura, Bertolt Brecht sigue vivo, siempre.

Tomado de: La Ventana

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Ofelia, es decir, Broselianda

Broselianda Hernández, actriz cubana. (1964-2020)

Por Norge Espinosa Mendoza

Nadie tenía esa voz ni esa manera de estar en escena. Nadie, me digo, y tal vez me deje engañar por la noticia que nos quiere hacer creer que ya no la veremos de ese modo bajo las luces de un tablado. En todo caso, me digo, nadie más será Broselianda Hernández, y eso me redobla el dolor y el desasosiego de un día de lluvia, en el que su fallecimiento está haciendo estremecerse a todo aquel que la admiró y la aplaudió.

Era hija de gente de teatro. De Rosa Ileana Boudet y de Rolen Hernández. Y luego estuvo también la presencia de Rine Leal. De ellos le vino el amor por la escena y la poesía. Y hasta aquellas canciones de la Guerra Civil Española que cantaba en los momentos más insólitos. Se graduó del Instituto Superior de Arte. Mi primer recuerdo de su voz y de su rostro vienen de la Ofelia que interpretó junto al elenco del Teatro Buscón. Qué lujo el llegar al teatro en grande, con Shakespeare y de la mano de José Antonio Rodríguez, Elena Huerta, Aramís Delgado y otros tan notables. Un personaje es también un destino. Me digo eso ante la noticia que nos deja saber que ella, como Ofelia, halló la muerte entre las aguas.

No se le podía definir más que como un relámpago. Su voz llegaba sin esfuerzo hasta las últimas filas, pero iba también cargada de emociones y de algo que podía, en efecto, acercarse a la poesía. De algún modo, el cine, la televisión, el teatro, no podían contenerla. Aparecía en esos medios, pero vivía además con la intensidad propia de una actriz absolutamente todo. Así encarnó a Escipión en Calígula, y a la Julieta de El Público. Y protagonizó Bacantes, a las órdenes de Flora Lauten, en el Buendía, en una puesta en la que parecía no cerrar nunca los ojos. Volvió a Teatro El Público, con Carlos Díaz, para ser Fedra. Y el escenario del Trianón ardía, en esa puesta en la que quise regalarle nuevas líneas cortadas a la medida de su temperamento.

“La madre de José Martí soy yo”, cuentan que le dijo a Fernando Pérez. Y vaya si supo demostrarlo en José Martí. El ojo del canario. Ahí rinde tributo a Leonor Pérez, a Raquel Revuelta, y halla un perfil inolvidable como la progenitora del Apóstol, dando vida a la imagen de aquella matrona fuerte que hizo temblar a la soldadesca tras los sucesos del Teatro Villanueva. En todo, digo, era ella ese ardor. Abría los brazos y nos contenía en su garganta.

Le bastaba una escena bien escrita, por breve que fuera el papel, como demostró en Barrio Cuba, para no dejar indiferentes a los espectadores. No sé de qué manera vamos a extrañarla; pero sí puedo hablar, tal vez, de cómo vamos a recordarla. Quizás con la misma intensidad con la cual ello quiso hacerlo todo. “Soy una mujer que lo quiere todo”, dijo en una de sus entrevistas. Y no puedo imaginarla bajo mejor retrato.

Como a Ofelia, digo, la hallaron entre las aguas. En el mar de Miami, y hasta acá esas aguas nos han traído esta oleada de tristeza. Los golpes que nos ha propinado el año han sido muchos, y este en particular ha sido de los más tremendos. La recuerdo en Perla marina, en Morir de noche. En Las honradas o en Yerma. La recuerdo, tal vez, a través de la lluvia de esta tarde. A ella, que se reía de modo tremendo y de pronto declamaba una línea de Borges, o confesaba su anhelo de ser dirigida por Almodóvar alguna vez.

Cuando Broselianda Hernández irrumpía, todo era posible. Lo sigue siendo. Lo demuestran los mensajes que se niegan, como yo, a darle una despedida. Y los que aún esperan al final de la función para verla, como la mejor Ofelia, saliendo a recibir una ovación tan larga y cálida como su Habana.

Tomado de: Revista La Jiribilla

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