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El “último” viaje de Pino Solanas (+Video)

Viaje a los pueblos fumigados (Argentina, 2018), de Fernando Pino Solanas

Por Octavio Fraga Guerra @CineReverso

Texto homenaje para Fernando Pino Solanas

Una imagen dantesca se nos revela, desde el primer instante, que se desabotona el filme documental. Es la suma de cortas secuencias resueltas a vuelo de pájaro. Claves de un símbolo que nos anuda los sentidos y nos ubica, a manera de prólogo, en las postrimerías de los itinerarios poblados de múltiples simbologías.

La cámara documenta sin artilugios cromáticos como inertes máquinas de potentes brazos, que apenas sin descanso rasuran con desprecio las llagas de la tierra. Los sonidos revelan la pulcritud y la indecencia de un eco-genocidio como signo de ramificaciones continuas, dispuestas para quebrar el curso natural de árboles nacidos para fecundar la vida.

Miles de hectáreas de plantaciones son desterradas de su natural habitad. Todo para “construir” un suelo etéreo, uniforme, aplanado. Una horizontal mampara de inconfesables dimensiones, dispuesta a quebrar esenciales anclajes de curtidos suelos y ancestrales historias.

Comienza el Viaje a los pueblos fumigados. Se desata la ruta de Fernando Pino Solanas por la nación argentina. Es la sustantiva mirada de un cineasta y su equipo de realización, que fotografía las fauces ramificadas de los agrotóxicos.

El encuadre de la puesta fílmica hace crónica de los efectos desbastadores de esta “fiesta”. La cámara se nos revela desde planos terrenales, donde el hombre es protagonista de la sustracción de lo desbastado.

Las huellas son claras. Campos anegados con arboles quebrados, ramas descoloridas envueltas en tupidas hojas de diversos calibres y formas. Son parte de esa escena anticipada en el prólogo del filme, puesto en otra dimensión, en otra curva fotográfica donde la lente es garante de la verdad.

La aguda voz de Pino Solanas, narrador de esta, su última entrega fílmica, anticipa las trazas de una retórica que jerarquiza los hechos. La devastación es la palabra enunciada de este segmento inicial, resuelto como crónica periodística.

Se produce un punto de giro, un alto en el camino de ese viaje anunciado. La palabra cobra dimensión y jerarquía. Es la argumentación compartida, destronada por la llana retórica de probada fuerza. Son los anaqueles de portentosas voces del testimonio, puestos en cuidados planos en los altares del documental.

Es la solución fílmica pensada para correr el velo de los ejes de una narrativa que discurre entre la denuncia y la urgencia de una reflexión. Se apunta hacia la sensibilidad y el pensamiento absorto, enajenado, taciturno. Son diálogos quebrados, posicionados en forma de retratos ambulantes de campesinos, herederos de ancestrales tradiciones.

Los sonidos de las palabras les dan corporeidad a sus alegatos, la virtud de una cámara viril secunda el discurso de esos actores de tránsito.  Son hombres convocados para edificar memoria y testimonio. Pinos Solanas pone en el vórtice del filme una clave de esta no ficción: las comunidades agrarias son fumigadas como si fueran plantas endógenas.

El paisaje de estas poblaciones es rasgado y agreste, la pobreza es la puesta de cada encuadre superpuesto. El narrador documental acompaña el emplazamiento fotográfico como traza de solidaridad y compromiso. Se trata, por tanto, de poner en primer plano las huellas de productos tóxicos que quiebran la esperanza de una vida digna.

Los subrayados de una carretera fotografiada se repiten. La desolación de los campos es pasto de planos generales devenidos en travelling de ocasión, de llano apunte terrenal. Viaje a los pueblos fumigados nos va sumando nuevos signos de una verdad mutilada por las punzas del silencio.

Son las brumas que edifican los mass medias, cómplices del lento envenenamiento protagonizado por las industrias del “bienestar y el desarrollo”. Los símbolos son poderosos cuando se construyen desde la emocionalidad y el llano retrato de los hechos, convertidos en preguntas no resueltas. La virtud está esbozada en este filme como parte de sus logrados acentos.

Entonces se produce el texto fílmico. Pino Solanas nos edifica un libro documental. Cada una de sus partes son portentosos capítulos de un ensayo medular de palabras e imágenes. Todas y cada una de ellas, puestas desde la dimensión de construir un sentido, una gramática audiovisual. Una no ficción certera, enardecida, de icónicas meditaciones, trabajadas tras ocho minutos de una introducción, donde parecía que “todo estaba dicho”.

El testimonio vuelve a ser cauce de una verdad habitada en los aposentos del silencio. La voz autorizada de la ciencia es legitimada en el discurso del filme. Ecoagricultores edifican la alarma ante el extensionismo del cultivo de la soja que mora en buena parte de la nación argentina.

Es la configuración de un escenario que aplasta y anula la existencia y la diversidad de otros cultivos. Se impone la “filosofía” del monocultivo que destruye los ecosistemas, como parte de la “lógica” de esta normatividad agrícola, la que cercena el desarrollo orgánico de la naturaleza en nombre de la rentabilidad.

Frente a prodigiosos diálogos se nos deja ver las emigraciones de grupos de animales que formaron parte de un ecosistema. El signo: la destrucción de hábitats.

El filme apela a la entrevista de contundentes fracciones y agudas retóricas, como parte sustancial de una narrativa audiovisual que construye baldas argumentales de probadas sentencias, ancladas en los cimientos de legitimados puntos de vista.

Es la simpleza de la complejidad. El extensionismo de la soja que anula la existencia del arsenal agrícola de una nación rica en tradiciones culturales. La cámara fotografía clonados campos y destraba lo que transita en el subsuelo de las argumentaciones: la obra de la multinacional estadounidense Monsanto y su producto “estrella”, el glifosato. Sus trampas están ancladas. Esta es la base sobre la que Pino Solanas pone los pliegos de su ensayo fílmico.

El cineasta interroga, discrimina, jerarquiza, recompone una artillería de ideas compartidas que se despliegan en los cimientos del filme. Es la aguda narrativa que genera inquietud, zozobra y, sobre todo, preguntas que serán resueltas en los posteriores capítulos de este viaje. La palabra es el centro dramático del filme, dispuesto para ser socializado en los recónditos parajes de las muchas urgencias que laceran nuestro planeta.

Fernando E. Solanas no se desprende del road movie, es el otro vital recurso narrativo de su ensayo documental. Se empeña, tras sucesivas rutas indagadoras, en identificar y posicionar argumentos, en jerarquizar palabras anuladas, en socializar testimonios.

Son las soluciones cinematográficas de un gran puzle, que se incorporan gradualmente a las baldas ideoestéticas de una pieza de autor. Con este filme Pino Solanas nos confirma la verticalidad de su filmografía, la de un cineasta reconocido por el compromiso con el ejercicio de la verdad y la transparencia de los hechos. Un intelectual anclado a la historia. Los excluidos han sido el centro de sus artes cinematográficas.

En otra parte de este ensayo, Viaje a los pueblos fumigados se enrola en el discurso del contrapunteo, en la retórica de los antónimos. El realizador posiciona en los nuevos metrajes del filme escenas dispares, de renovadas soluciones cinematográficas: la involución de los cultivos tradicionales frente a la incultura extensionista que impone el monocultivo.

Nuevamente el testimonio se torna parte protagónica de esta pieza esencial, narrada para desmontar los laberintos de un proceso signado por las trampas de las multinacionales y las complicidades de los gobernantes de turno. Son los “líderes” que anularon las encumbradas tradiciones agrícolas de la cultura argentina para responder a las apetencias foráneas del buen postor que fabrica corruptos locales.

Los campos fotografiados revelan una sustantiva performatividad. Como nichos ocultos afloran los restos de arboles talados que aun persisten, como islas secas de anillados maquillajes. Son unos pocos, anclados en los campos de los cultivos de soja, encerrados en los cotos del silencio y la ignorancia. La semiótica de esta yuxtaposición delata el horror calculado y esquivo de prácticas erigidas para cimentar los desarrollismos agrarios de la “modernidad”.

Lo simbólico no es solo terreno de lo rural en esta entrega de altos valores cinematográficos. Las brasas de la sociología son también protagónicas en el filme. Poblaciones que vivían en estas comunidades agrícolas torcieron hacia el abandono de historias, tradiciones y encuentros culturales. La dramaturgia del documental lo enmienda con imágenes de las ruinas de lo que fueron las escuelas de los chicos y las comunidades, hoy troceadas por la hierba y las grietas de paredes inhabitadas.

Familias enteras pernoctan en algún otro lugar de la Argentina, desgarradas de las raíces donde crecieron y de las que se alimentaron cultural y espiritualmente. Se repite la formula migratoria que estimula las fluctuaciones sociales, donde se impone el capital frente a los estamentos de la cultura en cada nación. La economía afina sus recetas descolonizadoras, fragmentado las sociedades, las regiones, los tiempos.

El gran Pino Solanas fotografía la otra pata de la soja argentina. Retrata el complejo industrial del procesado de la semilla convertida en aceite y su destino final, los puertos de mares. Todo un entramado de maquinarias que constituyen “el gran complejo del desarrollo económico” que hoy está tomado por el capital privado, cuyas ganancias van a parar a los clásicos de siempre. Sus ingresos son depositados en volátiles cuentas opacas de bancos, dispuestos a cubrir las “ligerezas” de estos emprendedores de cuello blanco.

Dispares encuadres de ángulos cromáticos y la narración del cineasta son puentes de diálogos para la comprensión coral de este capítulo que transversaliza a la sociedad argentina, pues el cultivo de la soja constituye uno de los “puntales” del economicismo de la nación suramericana.

La cámara de este filme documental no deja de rutar. Más que un viaje físico es una ruta temática, un abanico de posibilidades e interrogantes que se van complementado en la evolución de esta pieza de agudas texturas narrativas. Los agrotóxicos se tornan eje de otras historias excusadas en las trampas de la tierra. El testimonio se vuelca nuevamente como eje y portal de transiciones y entronques fílmicos. ¿Contienen agrotóxicos las verduras en la Argentina?

El cineasta documental Pino Solanas se convierte en un “animal de laboratorio” ¿La excusa? Saber si su sangre contiene componentes nocivos. Se construye una suerte de compás de espera. El tiempo fílmico transcurre y una experta de la ciencia agrícola se explaya contundente.

El Parkinson y Alzheimer están asociados a los plaguicidas. El glifosato provoca cáncer. Genera también malformaciones en los fetos ¿Están bien asentadas estas sentencias en los mass media?

“Todos lo saben y no es una fábula siniestra. Se siguen fumigando con veneno los campos y los pueblos rurales. Se fumigan todos los cultivos y cereales. Arroz, tabaco, uva, frutas. Se usan venenos prohibidos como el endosulfan, el paratión y el tal fosfuro de aluminio (causante de la muerte de camioneros) para combatir el gorgojo en silos y transportes. Miles de horticultores, chacareros y tractoristas sin trajes de protección fumigan y respiran venenos en los silos, molinos y viveros donde trabajan”, sentencia el cineasta Pino Solanas.

Lo simbólico no deja de ser parte de las soluciones narrativas de esta medular pieza. Un entrecruzado de avionetas agrícolas significa la “obra” de estos esperpentos aéreos que despliegan sus eses en comunidades y escuelas.

Los pobladores, también los niños, son víctimas de actos que superan el término irresponsabilidad. Las huellas de estos químicos son puestos en las pantallas del filme como parte del Viaje de Pino Solanas.

El doctor Andrés Carrasco, del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas de Argentina, ante una cámara reveladora desgrana las preguntas, también las respuestas, que se imponen asentar en cada metro del filme.

Es parte de la obvia justificación argumental. Sus palabras son duros mazazos que golpean las brechas del silencio. “El glifosato produce malformaciones en los embriones, desaparece un ojo, produce ciclopes. También genera achicamiento de la cabeza y afecta toda la estructura craneal”, apunta el certero investigador.

Científicos argentinos de otras regiones argumentan sobre las secuelas que producen los agrotóxicos regados en proporciones gigantes en muchas provincias de la nación sudamericana: cáncer y problemas respiratorios. Es parte de la ruta indagatoria del filme documental que explora las huellas de los pueblos fumigados.

Don Pino Solanas no se contenta con el testimonio a pie de calle y la certera argumentación de un renombrado científico. Sus andares lo llevan a la facultad de Medicina de la ciudad de Rosario donde se han realizado estudios de campo, liderados por el doctor Damian Bercenasi, quien ha coordinado la Red de pueblos fumigados en varias regiones de este país.

El dialogo interpersonal fluye, claramente se jerarquiza, adquiere connotaciones de agudas lecturas. Lo visual resulta ejemplar huella de la contundencia. Un recorrido por una suerte de “galería” científica asienta menudos fetos en “peceras”, sumergidos en formol.

Son cuadros líquidos que desgarran, espantan y estremecen. Se avistan cuerpos rajados, deformes, inquietantes, víctimas de los agrotóxicos esparcidos, cual si nada, en las zonas rurales de una nación donde apremia un cambio de modelo agrícola.

El hipertiroidismo es también, parte de las muchas otras huellas que dejan estos líquidos “virtuosos”, identificados en veintinueve localidades objeto de estudio de estos científicos de vocación social. El movimiento ambientalista argentino es capítulo fecundo de la entrega fílmica, huella de conciencia social.

El cierre del filme destraba propuestas responsables con la ecología y el desarrollo agrícola. Resulta el epílogo simbólico de este fin del viaje, donde el horror se fecunda con la luz de otras alternativas, despreciadas por los intereses del capital masificador y extractivista.

Viaje a los pueblos fumigados fue la última entrega del cineasta Fernando Pino Solanas, autor de antológicas piezas. La hora de los hornos (1968); Tango: el exilio de Gardel (1985); Memoria del saqueo (2004); La dignidad de los nadies (2005); Argentina latente (2007); La próxima estación (2008). Son estas algunas de sus trascendentales piezas documentales, patrimonio de Nuestra América.

Viaje a los pueblos fumigados es el cierre virtuoso de un artista que nos legó una descomunal filmografía, comprometida con la denuncia de los desmanes de la sociedad global, trazadas por la aritmética del capitalismo sistémico.

Ficha Técnica

Título: Viaje a los pueblos fumigados

Dirección, guion y producción: Fernando E. Solanas

Dirección de Fotografía: Nicolás Sulcic, Fernando E. Solanas

Editor: Juan Carlos Macías, Alberto Ponce, Nicolás Sulcic, Fernando E. Solanas

Música Original: Mauro Lázzaro

Diseño de sonido: Tomás Bauer

Productora: Cinesur, S.A.

Género: Documental

Duración: 97 minutos

País: Argentina

Año: 2018

Viaje a los pueblos fumigados (Argentina, 2018) de Fernando E. Solanas. Documental completo

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Miradas de añoranza

The 50 Most Influential Black Films A Celebration of African-American Talent, Determination, and Creativity, de S. Torriano Berry y Venise T. Berry.

Por Víctor Fowler

Revisando papeles viejos encontré un CD cargado con documentos de aquel Departamento de Publicaciones que dirigí en la Escuela Internacional de Cine y Televisión, en San Antonio de los Baños. Mi primer director fue el realizador colombiano Lisandro Duque; más tarde, el español Alberto García Ferrer, y a continuación, el realizador y teórico cubano Julio García Espinosa. Dejé el lugar poco después de que fuese nombrada la dominicana Tanya Valette.

Con García Espinosa viví la experiencia única de poder hacer, siempre en formato digital, la revista de la escuela. Titulada escuetamente Miradas, tomaba su nombre de aquella publicación que —con igual título y en el mismo sitio— había dirigido el crítico cubano Ambrosio Fornet hacia fines de los 80. Ahora, cuando 16 años más tarde reviso los textos que allí publicábamos, me asombran la fe y la enorme ambición con la que trabajó ese pequeño equipo que integrábamos los críticos Dean Luis Reyes, Joel del Río y yo. Además de lo que escribíamos para cada edición, traducíamos del inglés, francés, portugués e italiano una considerable cantidad de textos. ¡Toda una locura!

Según puedo avizorar desde hoy, los puntos fuertes de la publicación eran los siguientes:

Tanto nos interesaba el cine, que nuestras búsquedas lo mismo pretendían rescatar figuras y problemáticas de míticos tiempos iniciales del nuevo arte, que analizar las complejidades del presente o los pronósticos de futuros probables. En términos geográficos, publicábamos textos referidos al cine de todos los continentes, e incluso de naciones cuya producción era totalmente desconocida en Cuba. Aquí, a tono con una conocida frase de Julio (“un país sin imagen es un país que no existe”), tratábamos de que fuesen académicos y estudiosos de esas cinematografías quienes contaran, con voz propia, sus sueños, logros y problemas.

Nos ocupamos tanto de las cinematografías de industria como de las producciones independientes; del cine de ficción, el documental y la animación; de obras hechas según cánones pertenecientes a modelos narrativos tradicionales y de otras identificables por sus propuestas radicalmente experimentales; del cine propiamente dicho (hecho para ser exhibido en salas ubicadas en circuitos de consumo masivo) y de aquel producido según las lógicas del cine experimental, del videoarte y de los videojuegos.

Al igual que todo lo anterior, entendíamos por cine un conjunto de campos que incluía los problemas de producción; la realización concreta de las obras, su distribución, su consumo y su interpretación por parte de las audiencias; las lecturas de la crítica, y —desde todos los ángulos— las posteriores repercusiones posibles: el hecho cinematográfico.

Nos animaba una visión según la cual el cine estaba tanto en las obras “acabadas”, proyectadas y vistas, como en todos los procesos técnicos: guion, producción, fotografía, sonido, edición y dirección.

Por este camino, concebíamos el séptimo arte como una suerte de inmensa sinfonía del mundo. Nos resultaban igualmente lógicos y coherentes la búsqueda y acogida de textos sobre las artes visuales en la literatura “tradicional” o hipertextual, como los nuevos cambios que comenzaba a introducir el internet.

Por último, dado que se trataba de la publicación de una escuela, nos interesaban los problemas propios de la enseñanza del audiovisual, en particular el impacto de las nuevas tecnologías informáticas y de las comunicaciones en el universo de la educación.

Colocar todas estas premisas en una docena de ediciones me parece hoy un caso de dedicación amorosa y un ejemplo de cómo dar vida a una realidad futura. Al encontrar aquellos textos siento la nostalgia y la alegría (perdonen que escriba aquí “juvenil”) de quien comparte un bien que aún hoy puede ser útil. Puesto que la revista Miradas es ahora prácticamente inencontrable, y dado que considero imperioso rescatar y sentir orgullo por cuanto de valioso hacemos, aquí va un artículo del año 2004. Creo que merece la pena republicar varios.

“Las 50 películas más importantes del cine negro estadounidense”

Steve Torriano

Steve Torriano, profesor de Howard University, nos autorizó a utilizar lo que nos pareciera conveniente de The 50 most influential black films of history, libro del cual es coautor y que está dedicado a este particular sector de la producción cinematográfica en los Estados Unidos. El volumen posee una estructura repetida, según la cual se nos presenta primero una breve introducción sobre la película seleccionada; a continuación, el relato de su trama y comentarios sobre las condiciones de producción u otros aspectos significativos, para terminar con un resumen acerca de la manera en la que fue atendida por la crítica en su estreno o la valoración que hoy merece entre los estudiosos del cine. En los casos en los que ha sido posible, los autores agregan jugosas y divertidas entrevistas con los realizadores o actores de las películas.

Otra característica editorial a destacar es el hecho de que las películas han sido agrupadas mediante una división convencional en décadas, y cada grupo viene precedido por un breve texto introductorio donde se trata de precisar los principales avances que —en los aspectos económico, social, cultural y político— experimentó la raza negra en su conjunto. Además de ser un material de suma utilidad para la conformación de cursos y de su cómodo uso como material de referencia por profesores, investigadores y estudiantes, el libro —para desmentir su aparente simpleza— resulta una poderosa contribución a las diversas contra-historias en las que desde los ángulos de clase, raza, género y sexualidad está siendo reescrita la historia de la producción cinematográfica estadounidense y, en especial, la de su lugar emblemático: Hollywood. Es aquí donde adquiere relevancia mayor la selección de las 50 películas, que es el basamento del libro, y donde sorprende descubrir obras como The birth of a race: Lincoln’s dream (la contra-respuesta a la célebre The birth of a nation, de Griffith); la serie de películas de cowboys negros realizadas en los años 30; los filmes de Oscar Micheaux (quien realizó una larga cantidad de filmes), o títulos como The spook who sat by the door (1973) y Countdown at Kusini (1976), todavía hoy consideradas malditas. En esta ocasión, además de ofrecer el listado completo de las películas consideradas las 50 más influyentes en la historia del cine negro, no hemos resistido la tentación de traducir lo concerniente a The birth of a race; es un punto de vista revisionista demasiado importante como para dejarlo pasar, y apenas conocemos información en idioma español que nos lo recuerde. Sea un homenaje a todos los que soñaron y sueñan con un cine en el que prime el respeto a la dignidad humana.

The birth of a race: Lincoln´s Dream (1918)

“La película de Griffith (The birth of a nation), aparte de su estatura como pilar del cine artístico, y síntesis de la retórica técnica en el cine de su época, fue ofrecida a su público como propaganda racista”. Thomas Cripps, The making of a race.

The birth of a race es un collage de excepcionales momentos históricos y bíblicos que comienzan en el Jardín del Edén y gradualmente avanzan en el tiempo. Editada en dos partes, en su amplio tapiz se incluyen escenas del ejército faraónico en Nubia mientras marcha en busca de los israelitas fugitivos; un segmento del primer viaje de Colón al Nuevo Mundo; del presidente Lincoln liberando a los esclavos; planos multitudinarios de soldados que van al campo de batalla, y una secuencia que describe a una familia alemana dividida por la cruenta guerra. La segunda parte del filme consiste fundamentalmente en una versión de los evangelios. Muestra a un Jesús blanco predicando a una muchedumbre multirracial acosada por “dudas y prejuicios”. La única persona de color a la cual se le confiere identidad específica es a Simón el Cireneo, un hombre negro que ayudó a Jesús a cargar la cruz hasta el calvario. Después, el filme salta al montaje de una serie de tarjetas con texto en las cuales se muestran positivos mensajes como “Igualdad en vez de esclavitud” y “Paz y humanidad”. Entonces la historia retrocede al viaje de Colón, se adelanta hasta la cabalgata de Paul Revere y la Convención de Filadelfia con una tarjeta que dice: “Al fin, la familia humana ha formado un gobierno basado en la igualdad”. En un momento del filme, dos campesinos están parados en un campo; uno es negro y el otro es blanco, y sus imágenes se disuelven en la masa de soldados uniformados. Al final, vemos al presidente Lincoln en su lecho de muerte, mientras desea la paz para todos.

La realización de la película demoró un par de años y costó más de un millón de dólares. Después de investigar la historia de su producción, dudamos en dejarla en la lista, pues hacia el final de la producción no solo les había sido usurpado el poder y la integridad creativa a los negros envueltos en el proyecto, sino que la historia escasamente se refería a las aspiraciones, batallas y logros de la raza negra en su conjunto. Sin embargo, después de leer acerca del masivo esfuerzo gestado por Emmett J. Scott, Booker T. Washington, W. E. B. Du Bois, la National Association for the Advancement of Colored People (NAACP), y la incontable cantidad de otras personas implicadas, decidimos que tanto la visión original que tuvieron, como el enorme esfuerzo que desarrollaron, no debían quedar sin reconocimiento.

La película fue concebida como respuesta directa a la propaganda racista que hiciera D. W. Griffith en El nacimiento de una nación, y también recibió un gran impulso en el estreno de la obra teatral The Nigger, de Edward Sheldon. Este uno-dos racista en la primavera de 1915 sacudió a la NAACP, que se lanzó a la acción; primero, para protestar e intentar que fuese prohibida la exhibición de ambas películas en los teatros y, en segundo lugar, para apoderarse de los medios de producción y hacer su propia declaración fílmica rectificadora. Para ello contrataron a la escritora Elaine Sterne, quien concibió una historia que iluminara las aspiraciones y logros de la raza negra, y a la que dio por título El sueño de Lincoln.

De manera independiente, y al mismo tiempo, Broker T. Washington y su círculo en el Instituto Tuskegee habían comenzado su búsqueda para planificar una película basada en Up from slavery, la célebre autobiografía del primero. Ambos grupos se acercaron a Carl Leammle y a su recién establecida Universal Pictures para solicitar ayuda financiera. Leammle aseguró que suministraría 50 000 de los 200 000 estimados como presupuesto para la película. Sin embargo, a causa de que los de la NAACP fueron incapaces de encontrar el resto del dinero necesario, y debido a la presión de los socios sureños de la Universal, preocupados por el retrato positivo de los negros que aseguraba el proyecto, Leammle se desdijo.

Por un instante, la NAACP unió fuerzas con el grupo de Tuskegee, pero Mary White Ovington, un miembro del comité organizado para la película, todavía no pudo reunir suficiente financiamiento. Sin desanimarse por los anteriores intentos fallidos, Emmett J. Scott, secretario privado de Booker T. Washington, se acercó a Amy Vorhaus, un escritor con conexiones con la Vitagraph, para una posible colaboración. Además de ello, Scott trató de alcanzar un acuerdo que uniera el grupo de Tuskegee con el estudio del realizador Thomas Ince. Ambos acuerdos se hundieron y desapareció la esperanza de llevar a la pantalla un contrapeso cinematográfico a El nacimiento de una nación.

Pese a ello, los de Tuskegee decidieron continuar. Su plan era formar su propia compañía, producir su versión de Up from slavery justamente en Tuskegee y, si lo necesitaban, comprar un equipo de proyección portátil para exhibir la película en iglesias y salones de reunión. Hicieron un acuerdo con Edwin L. Barker, de la Advance Motion Picture Company de Chicago, para que hiciese el trabajo de producción, pero Booker T. Washington falleció antes de que pudiesen ser firmados los contratos. La película, verdadera combinación de El sueño de Lincoln con Up from slavery fue más tarde resucitada como El nacimiento de una raza, y se prometió que sería un inspirado pronunciamiento negro con su alegato por el respeto mutuo entre las razas. En septiembre de 1917, después de que fuera anunciada la fecha de inicio varias veces, comenzó la producción en Tampa, Florida. Para la primavera siguiente, sin embargo, la inversión inicial de 140 000 había sido consumida. Con la película a medio terminar, muchos de los inversionistas y participantes se retiraron, incluyendo a William Sellig, cuya compañía había sido contratada para realizar el trabajo de producción.

Daniel Frohman, un productor neoyorkino de vaudevilles, se encargó de rodar la segunda mitad en su estudio de Tampa, Florida. Frohman también aseguró el presupuesto, pero con la pérdida de control financiero se perdió lo que Emmett J. Scott llamaba “el punto de vista del hombre de color”. Sin atender el material hasta entonces rodado, el nuevo productor cambió el énfasis que ponía la historia en el avance social de los negros a un más universal y abstracto sentido del progreso. Mucho del metraje filmado quedó en el piso del cuarto de edición. En noviembre de 1918 tuvo lugar el estreno en Blackstone Theater, en Chicago. Fue un desastre.

Si la visión inicial de Scott hubiese permanecido, entonces quizás El nacimiento de una raza habría devenido un “bálsamo curativo” en lugar del “desastre en las taquillas” en que se convirtió. Sin embargo, este infortunado contratiempo no desalentó a los realizadores negros. Ellos continuaron hacia adelante, peleando y ocasionalmente consiguiendo lo que nunca se pensó que podían alcanzar.

Resumen de las reseñas

Las reseñas contemporáneas de la película son relativamente críticas. Larry Richards, en African-american films through 1959: a comprehensive illustrated filmography, en esencia argumenta que la película justamente no funciona como respuesta a El nacimiento de una nación, de Griffith. Richards demuestra que al final el producto ni siquiera atañe a los negros. Variety la llamó “la más grotesca quimera cinematográfica en la historia del negocio del cine”. Thomas Cripp afirma que fue la mezcolanza de dos películas combinadas dentro de una, y que ello ignora sus premisas raciales iniciales al punto de que el espíritu de la película fue enturbiado. La película presenta el combate racial en el retrato de los judíos como víctimas del ejército del Faraón formado por negros, y la mayoría de los segmentos que permanecieron y trataban del negro en modo alguno dieron una visión positiva de este.

Otras dos reseñas de algún valor aparecieron también en Variety, aunque presentando puntos de vista diferentes. El primer artículo, con fecha del 6 de diciembre de 1918, discute el papel que jugó la guerra en la realización de la película y los subsecuentes cambios que sufriera en cuanto a temática, así como sus inexactitudes. El segundo de los artículos, fechado el 25 de abril de 1919, es para expresar de modo directo su desacuerdo con el primero; para ello elogia los aspectos técnicos de la película, así como algunas de las cuestiones de contenido. Claramente, las reseñas de El nacimiento de una raza demuestran la complejidad histórica de esta película; tanto antes como ahora, el diluido producto final recibió una punzante crítica.

Créditos de la película

Director: John William Selig

Reparto: Marie Russell, Jane Gray and W. Noble.

Productores: Edwin Baker, George Le Guere and Daniel Frohman

Escritor: Emmett J. Scott.

12 rollos/3 horas. B&N. Silente.

NAACP

 

Los listados de The 50 most influential black films of history

1900-1928

Johnson vs. Jeffries fight film (1910)

The railroad porter (1912)

The realization of a negro’s ambition (1916)

The birth of a race (1918)

Body and soul (1925)

The scar of shame (1927)

 

1929-1939

Hearts in Dixie (1929)

Hallelujah (1929)

The Emperor Jones (1933)

Imitation of life (1934)

Harlem on the Prairie (1938)

 

1940-1949

The blood of Jesus (1941)

Cabin in the sky (1943)

Stormy weather (1943)

Home of the Brave (1949)

 

1950-1959

The Jackie Robinson story (1950)

Carmen Jones (1954)

St. Louis Blues (1958)

 

1960-1969

Sergeant Rutledge (1960)

A Raisin in the sun (1961)

Black like me (1964)

Nothing but a man (1964)

Guess who’s coming to dinner (1967)

The learning tree (1969)

 

1970-1979

Sweet Sweetback’s Baadasssss song (1971)

Shaft (1971)

Buck and the Preacher (1972)

Blacula (1972)

The spook who sat by the door (1973)

Coffy (1973)

Claudine (1974)

Cooley high (1975)

Countdown at Kusini (1976)

 

1980-1989

Krush Groove (1985)

The color purple (1985)

She’s gotta have it (1986)

Hollywood Shuffle (1987)

A dry white season (1989)

Lean on me (1989)

Glory (1989)

 

1990 hasta el presente

Daughters of the dust (1991)

Boyz ‘N the hood (1991)

To sleep with anger (1991)

Bebe’s kids (1992)

Malcolm X (1992)

Waiting to exhale (1995)

The nutty professor (1996)

Get on the bus (1996)

Amistad (1997)

Eve’s bayou (1997)

The best man (1999)

 

Esfuerzos Independientes

Hellhound train (1930)

The white girl (1988)

Sankofa (1994)

Naked acts (1996)

Tomado de: La Jiribilla 

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El cineasta invisible

Werner Herzog es un director, documentalista, guionista, productor y actor alemán. Foto Revista Fotogramas

Por Julio Villanueva Chang

Nadie sabía que era él, y Werner Herzog, el hombre que hipnotizó a sus actores para que rodaran una película en estado de sonambulismo, se paseaba como un extra del cine mudo por los pasadizos del diario El Comercio. Incógnito, callado, inadvertido, esa mañana de invierno en Lima andaba por allí sin que nadie le pidiera, señor, un autógrafo, sin que nadie le mintiera que había visto todas sus películas. Un equipo de la televisión alemana había llegado al periódico para filmar una secuencia de Alas de esperanza, un documental sobre la única sobreviviente de la caída de un avión en la selva de Perú. Cuando sucedió, el 24 de diciembre de 1971, Juliane Koepcke era todavía una adolescente y en el mismo vuelo perdió a su madre. Hoy es una bióloga especialista en mariposas y murciélagos. Veintisiete años después, aquella mujer caída en una máquina de volar estaba sentada en una sala del archivo de El Comercio mientras la filmaban revisando periódicos amarillentos sobre la tragedia. Debía hacerle una entrevista, pero no podía interrumpir la filmación. El mayor ruido era el de las páginas de los diarios que volteaba Koepcke. Para matar el tiempo, pregunté quién era el director del documental al único de los alemanes que parecía no estar haciendo nada.

–Herzog –me respondió como si fuera un secreto–. Pero no lo molestes.

Un empleado del archivo recordaba que ese mismo hombre había llegado una semana antes a pedir la carpeta de accidentes aéreos. No sabía que era Herzog, dijo, como si hubiera dejado escapar una recompensa por su captura. Los que el día de la filmación lo vieron en medio de miles de recortes de periódicos sólo se acordaban de un señor que detrás de una cámara ordenaba silencio en un delicado alemán. Estuvo en el archivo de recortes, en la hemeroteca, en la cafetería, en el baño. Nadie le preguntó su nombre, a nadie le pareció haberlo visto en otra parte. Tal vez porque sólo era memorable el rostro de degenerado de Klaus Kinski, ese actor fetiche e indomesticable con quien de vez en cuando intercambiaba amenazas de muerte en los rodajes. Al fin y al cabo, quién se acuerda bien de la cara de un director de cine que no sea la de Woody Allen.

Nadie sabía que era él, pero, si alguien lo hubiera sabido, habría sido lo mismo: Herzog huye casi siempre de las palabras como si estas atenuaran el drama que quiere contar. Había crecido en las frías montañas de Baviera, en un pueblo muy cerca de Múnich, encerrado en las ruinas de una Alemania que acababa de perder la guerra. El niño que a los doce años vio por primera vez un automóvil solía permanecer tan callado que los otros se burlaban de él hasta hacerlo llorar. Soy de monólogos, el diálogo me traba, había declarado una sola vez y punto. Después de haber trabajado como soldador en una fábrica de acero, un día se fue a pie desde su país hasta Albania. Luego hasta París. Desde hace un tiempo Herzog amenaza con fundar una escuela de cine que sólo admita alumnos que hayan viajado mil kilómetros a pie. El director es un cazador de energía criminal: Jouko Ahola, un par de veces el hombre más fuerte del mundo, fue sólo uno de sus protagonistas extremos. Otro fue Timothy Treadwell, un ecologista que después de trece años de proteger a los osos grizzly moriría descuartizado por uno de ellos. “Lo que más me obsesiona es que en todas las caras de los osos que filmó Treadwell no descubro ninguna amabilidad ni entendimiento ni agradecimiento. Sólo veo la abrumadora indiferencia de la naturaleza”, comentaba Herzog. Desde su estética, para filmar una película es más útil saber robar un automóvil que psicoanalizar a Kurosawa. Hacer cine es para él un arte para iletrados, un trabajo físico más propio del levantamiento de pesas y la escalada de montaña, una cadena de penalidades. La primera película que vio fue Tarzán. Herzog filmaba en el Sahara, en Alaska, en la Patagonia, en un volcán. Haber hipnotizado a sus actores durante el rodaje de Corazón de cristal parecía su mayor concesión a los poderes de la mente.

Lo acusaban de arriesgar la vida de sus actores. En Fitzcarraldo, Herzog hizo que una tribu de indígenas desafiara al Amazonas y subieran un barco por una montaña. No fue hipnotismo: la paga fue doble. Era un abolicionista de los efectos especiales. Pero aquella mañana invernal en Lima, el cineasta huía de El Comercio como un espectro en punta de pies, alto y flaco calavera, pálido y sin gafas de sol, pero con un halo de cineasta épico y kamikaze. Herzog era un director con la experiencia de un domador de leones y la ambición de un conquistador de Marte. Quejándose de que sólo enviaran a ingenieros y amas de casa al espacio, proclamaba en una entrevista su derecho natural a filmar en otro planeta. Por ahora, parecía irse del periódico feliz de no ser un cineasta popular, de no haber oído susurrar su nombre, de no haber sido señalado ni detenido, hasta que alguien, un periodista que no había visto todas sus películas, le cerró el paso en la puerta del archivo para preguntarle si seguía siendo tan callado.

–No –mintió Herzog–. Pero hasta los diecisiete años nunca hice una llamada telefónica.

También yo le había mentido. Quería en verdad preguntarle por qué a esa edad tramaba hacer un documental sobre la cárcel. Preguntarle si también era suyo el enigma de Kaspar Hauser, un personaje que creció encadenado en un sótano desde su nacimiento. Preguntarle si, como el nombre de una de sus películas, también los enanos empezaron desde pequeños, y si él también había sido un enano. Herzog habla y se lo oye como si fuera una voz en off: estaba frente a mí, pero era como si lo que dijera fuera borrando su presencia y la mía hasta acabar en un monólogo. No es un hombre de monosílabos, pero crea el hermetismo de quien sólo dice lo justo. Quería preguntarle más: si seguía pensando que el ser humano era un eterno penitente. Preguntarle para qué entrevistar al único hombre que no quería evacuar una isla en el momento en que un volcán estaba por estallar frente a él. Pero al final le pregunté: ¿sigue siendo considerado un cineasta maldito, el de la generación de Fassbinder y Wenders, el otro?

–No, yo soy un cineasta bendito –me dijo Herzog con el ademán de irse–. Si no, no hubiera hecho hasta hoy cuarenta películas.

Iba a desaparecer sin sus créditos tras la puerta del archivo, con apenas una mochila en su hombro. Años más tarde me enteraría de que la había heredado de Bruce Chatwin, el viajero insignia del siglo XX que, al contrario de él, era una avalancha de palabras, pero con quien compartía la perversa costumbre de responder un rumor con otro aún más salvaje. En la mochila de ese hombre horrorizado de quedarse en casa, Herzog guardaba algunos restos del accidente aéreo que en su viaje de regreso a la selva había hallado junto a Juliane Koepcke: un rulo de pelo, el tacón alto de un zapato, un fragmento del control de mando del avión. El hombre que había apostado a comerse su zapato si Errol Morris acababa su primera película estaba ahora a punto de atravesar la puerta del archivo, pero aún tenía más preguntas para él. ¿Por qué le atraía tanto filmar un documental sobre Juliane Koepcke? ¿Habría sido su versión de Nosferatu la que lo había llevado hasta esa mujer que hoy es especialista en vampiros? ¿Sería su obsesión por la jungla como escenario de la asfixia, el caos y la muerte? ¿A qué sabía su zapato después de cinco horas de hervido?

–Yo estaba –me dijo– en el mismo avión.

Herzog había estado en la lista de espera del mismo vuelo. Debía partir de Lima a Cuzco la víspera de esa Navidad de 1971 para iniciar el rodaje de Aguirre o la ira de Dios, una película basada en el feroz soldado de la conquista española que desde la Amazonía se declaró traidor contra todo su reino. Pero los reportes de un clima adverso, quién sabe si por esa misma cólera divina, decidieron que el destino de su avión se desviara hacia dos ciudades de la selva del Perú donde la compañía más fiel es la de los mosquitos. Al cineasta aún no se le cae la escena de la memoria: hombres y mujeres empujándose por un asiento en el que iba a ser un fatídico avión, los gritos de alegría al enterarse de que eran los elegidos para viajar en él, de que iban a tener la suerte de llegar a la selva antes de la Nochebuena.

–Debí de haber visto a Juliane –me dijo Herzog en la puerta del archivo–. La debo haber visto empujándose con los demás pasajeros.

Nadie sabía que uno de los que empujaban era él. Había sobornado a un empleado de la compañía para conseguir sus tarjetas de embarque. Pero el avión partió sin él, sin su esposa y sin los ojos desorbitados de Kinski. Juliane Koepcke se sentó en la fila 19, en el asiento F, que daba a la ventana. Mientras ella caía al vacío, contaría después, la selva le pareció un inmenso campo de brócolis. Al despertar sobre un colchón de vegetación, la muchacha caída del cielo ejecutó un manual de supervivencia que recordaba de su padre, un biólogo alemán que había viajado desde Brasil a Perú a pie. Mientras Herzog empezaba a rodar Aguirre o la ira de Dios cerca de allí, Juliane Koepcke peleaba contra la selva para sobrevivir. Pero veintisiete años después, un lunes de invierno por la mañana, cuando aún no se está de vuelta del domingo, uno tarda en ponerse al día como quien entra a un cinema con la película empezada, y no se da cuenta de que Werner Herzog se pasea por El Comercio como un fantasma en tecnicolor aliviado por el barniz de lo invisible. La entrevista duró lo que un intermedio en el cinema y el director se fue tan enigmático como llegó, más pariente del mimo que del cine. Última pregunta, Herzog, ¿qué película se va a ver esta noche?

–No hablemos de eso –me dijo como si le molestara el cine–. Mi único sueño es terminar esta historia.

Tomado de: El Caimán Barbudo

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Secretos de la Operación Cóndor (I)

Por José Luis Méndez Méndez

La Operación Cóndor, ha sido estudiada durante años en muchos países, pero aún persisten secretos que han sido develados por investigadores, quienes sumergidos en miles de documentos han podido escudriñar recónditos datos todavía ignotos de esta terrible transnacional del crimen en América Latina.

Hallazgos recientes establecen, que mucho antes de la llamada reunión constitutiva realizada en Santiago de Chile a finales de noviembre y los primeros días de diciembre de 1975, con la participación de representativos de las Inteligencias de los países fundadores, ya se coordinaban operaciones punitivas allende a sus fronteras.

En la reunión efectuada entre el 31 de mayo y el 2 de junio de 1976, en Santiago de Chile se había llegado a un acuerdo para que los países integrantes se sumaran a una formación de Cóndor, denominada “Teseo”, encargada de ejecutar su tercera fase, consistente en eliminar en cualquier país a los calificados como enemigos. Allí Uruguay estuvo de acuerdo en operar en París, Francia, también con la decisión de financiar las operaciones y enviar a dos hombres a Buenos Aires en septiembre de ese año, para su entrenamiento durante dos meses por oficiales de la llamada DINA exterior.

En esta reunión de mayo de 1976, se había decidido actuar contra miembros de la Junta de Coordinación Revolucionaria, JCR, que agrupaba a organizaciones que enfrentaban a las dictaduras del Cono Sur, radicados en Francia.

La dictadura de Alfredo Stroessner en Paraguay, se resistió a integrarse a este grupo localizado en la sede del Batallón 601 de la Inteligencia de la Argentina en Buenos Aires. En 1977, aún los militares argentinos seguían presionando, en cada reunión de coordinación de Cóndor, a sus pares paraguayos para participar en esta cacería contra los objetivos seleccionados por “Teseo”. En el encuentro de Cóndor en Buenos Aires, en diciembre de 1976, la delegación paraguaya ratificó su decisión de no incorporarse a la caza fuera de sus fronteras, añadió que no desearía que, en reuniones de Cóndor, que se celebraran en Asunción, se trataran detalles de operaciones de “Teseo” y que seguiría proporcionando información sobre los grupos de “subversivos”, que se movieran por el país. Alegó a sus homólogos argentinos, que los forzaban que era un país pequeño, con un servicio de inteligencia joven e inexperto en ese tipo de operaciones y con pocos recursos.

Los argentinos ofrecieron asesoría, crear una unidad de “Teseo”, solo para Paraguay, con operaciones dentro de sus fronteras, si se unían. Las presiones siguieron y lo cierto es que más allá de esta aparente resistencia, los servicios paraguayos tuvieron una participación activa en los preparativos para el asesinato del ex canciller chileno Orlando Letelier del Solar, en septiembre de 1976, en la capital de Estados Unidos.

La verdad acerca de los responsables del asesinato Letelier, estalló, casi un cuarto de siglo después de los hechos cuando, el 18 de septiembre de 2000, un informe de 21 páginas de la CIA dirigido al Congreso confirmaba, por primera vez, que el máximo responsable de la conspiración era Manuel Contreras, el jefe de Inteligencia de la DINA, la policía secreta de la dictadura de Augusto Pinochet.

El “terrorista en jefe” de Contreras, Michael Townley, un norteamericano que supuestamente era a la vez agente de la DINA y colaborador activo de la CIA, y Armando Fernández, un oficial del ejército chileno y también agente de la DINA, entraron ilegalmente a Estados Unidos —con pasaportes paraguayos autorizados por el dictador Alfredo Stroessner, tras un pedido especial de Pinochet— para reunirse con las principales figuras de la Coordinación de Organizaciones Revolucionarias Unidas CORU, integrada por grupos extremistas de origen cubano y convenir una colaboración. Guillermo Novo y su hermano, ambos cabecillas del fascista Movimiento Nacionalista Cubano, MNC, le aseguraron personalmente su colaboración y les encargaron a sus matones proveer todo el material y la asistencia necesarios.

El 19 de septiembre de 1976, Townley y los terroristas cubanos Dionisio Suárez Esquivel y Virgilio Paz Romero se dirigieron a la casa de Orlando Letelier en Bethesda, Maryland, donde Townley colocó la bomba bajo el auto del ex embajador.

El 21 ocurría el atentado, Townley avisó inmediatamente por teléfono a los hermanos Novo que “algo” había ocurrido en el distrito de Columbia y abandonó el país el 24 para regresar a Chile.

La CIA también reveló que sabía con antelación de las intenciones de Contreras quien, además de espía pinochetista, aparecía en la contabilidad de la Inteligencia norteamericana. Entretanto, Townley fue extraditado desde Chile en 1978, y estuvo encarcelado como mencionamos apenas a cinco años en Estados Unidos, mientras colaboraba con el FBI. Fue finalmente liberado y hoy vive con otra identidad al amparo del programa de protección de testigos, a pesar de sus numerosos crímenes.

Equipos de sicarios de Argentina, Chile y Uruguay, se integraron. Bolivia, estuvo de acuerdo con la formación, aunque se negó a sumarse, era considerada como miembro pleno de “Teseo”.

A principios de 1977, fueron despachados grupos de “Teseo”, a Francia para localizar y eliminar al terrorista internacional de origen venezolano, Ilich Ramírez Sánchez, alias “Carlos”.

Según obra en el documento 00022F 0152 —nomenclatura bajo custodia de la Corte Suprema de Justicia de Paraguay, de fecha 25 de septiembre de 1975— el entonces director de Inteligencia Nacional de la DINA de Chile, coronel Manuel Contreras, agradeció al entonces jefe de Investigaciones de Paraguay, Pastor Coronel, “[…] la cooperación prestada para facilitar las gestiones relativas a la misión que debió cumplir mi personal en la hermana República del Paraguay […]”.

Daba inicio así a la primera acción de la flamante Operación Cóndor, detrás del agradecimiento se encontraba el caso de Jorge Isaac Fuentes Alarcón, periodista y dirigente del Movimiento de Izquierda Revolucionaria de Chile, MIR, secuestrado y torturado en Paraguay, conducido clandestinamente a Chile, e internado en el centro de detención de Villa Grimaldi, donde desapareció.

En el periódico La Nación, con fecha 8 de agosto de 1999, apareció un extenso artículo de denuncia donde se dan pormenores sobre ejecutores, circunstancias, lugar y tiempo en que se produjo esta “colaboración”.

La génesis de este engendro aparece en el documento 00022F 0153 en la misma ubicación, de fecha octubre de 1975, donde el coronel Contreras, invita al jefe de la policía de la República de Paraguay, general de división Francisco Alcides Brites Borges, a una reunión de Inteligencia Nacional. De esa reunión surgió el compromiso constitutivo titulado “Documento del primer encuentro de Inteligencia Nacional realizado en Santiago de Chile en octubre de 1975”.

Esta prueba de la alianza letal aparece registrada en los “Archivos del Terror” de Asunción, Paraguay, con el código 00022F 0156. Se establecieron las bases del intercambio informativo y operativo. Lo que hoy se atesora en el piso 8 de la Corte Suprema de Justicia de Paraguay conocido generalmente como “Archivos del Terror”.

Tomado de: Cuba en resumen

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Era un 11 de noviembre

Por Graziella Pogolotti

El 11 de noviembre de 1918 terminó la Primera Guerra Mundial, el conflicto bélico de mayor dimensión desencadenado hasta entonces, preludio de los dramáticos acontecimientos que estallarían 20 años más tarde.

En aquel lejano 1914, un continente entero se involucró en un enfrentamiento armado y, sobre todo, por primera vez, Estados Unidos se inmiscuyó en una acción de esta naturaleza más allá de los confines del Atlántico. Estaba iniciando el siglo XX y la lucha por la hegemonía adquiría una dimensión planetaria.

El asesinato de Sarajevo fue el detonante aparente de la guerra. En verdad, estaban en juego otros intereses. Después de haber desangrado el continente con la trata esclavista, cartabón en mano, Francia y la Gran Bretaña dividieron fronteras y definieron el reparto de África. Llegada con retraso a la consolidación de su unidad nacional, Alemania había quedado marginada. Su acelerado desarrollo industrial reclamaba el acceso a materias primas y un lugar en los mercados y la política internacional.

También en proceso de conquista de su unidad nacional, Italia aspiraba a recuperar los territorios todavía ocupados por el imperio austro-húngaro. El zar de Rusia había acordado una alianza con Francia. Quedaban así definidos los contendientes. Francia, la Gran Bretaña, Italia y Rusia confrontarían a Alemania y Austria. Como lo habían hecho en la guerra de Cuba y lo reiterarían en la segunda conflagración mundial, Estados Unidos intervino tardíamente ante un panorama bélico de contendientes exhaustos.

Pudieron sentarse, junto a los vencedores, a la mesa de negociaciones. Concentrado hasta entonces en América Latina según lo establecido por la doctrina Monroe, en la América nuestra el vecino del norte proyectó, con esa fuerza más, su papel planetario.

El panorama europeo se había modificado de manera notable. Se derrumbó el poderoso imperio austro-húngaro, sustituido por países que ocuparon el centro del llamado Viejo Continente. Los contendientes cargaban con dolorosas heridas al cabo de largos combates de trincheras. La recién estrenada aviación empezó a desempeñar su papel destructor.

El incendio de la biblioteca de Lovaina, ataque gratuito a un monumento patrimonial, repercutió de manera escandalosa. Hacia el este, el ejército ruso sometido a toda clase de privaciones en un conflicto que carecía de sentido para los combatientes de filas procedentes de las capas más explotadas del país, forjó una alianza con la clase obrera. Se formaron los consejos de obreros y soldados y estalló la Revolución Socialista de Octubre. La Alemania vencida y humillada, víctima de una profunda crisis económica, resultó terreno fértil para sembrar la demagogia revanchista que alimentó al fascismo, convertido en fuerza expansiva que se extendió a Italia, ocupó los Sudetes checoslovacos y exhibió su poderío militar al intervenir en el derribo de la República Española.

Algo más de 20 años después, la conflagración sobrepasaba los límites de Europa. El 1ro. de septiembre de 1939, el ejército nazi invadía Polonia. La guerra se extendería al Pacífico y al Norte de África. Millones fueron las víctimas en los frentes de guerra y en los campos de concentración. Las ciudades sufrieron bombardeos atroces. Mientras suministraban armas a los contendientes, Estados Unidos demoraba la intervención directa. El complejo militar industrial obtuvo pingües ganancias. Al mismo tiempo, el país se benefició con la emigración de científicos de alta calificación. El mercado de arte se transfirió a su territorio.

Después de participar en los desembarcos de Italia y Normandía, cuando ya la Unión Soviética había afrontado el golpe mayor, los estadounidenses pudieron sentarse con ventaja a la mesa de negociación. Pero, antes del desenlace, con los bombardeos a Hiroshima y Nagasaki, dejaban abierta una amenaza de mayor alcance que pendía sobre la supervivencia del planeta. Tan duramente alcanzada, la paz se teñía de amenazas en el afán por afianzar la hegemonía mundial.

Los imperios coloniales se desplomaban, aunque no por ello desaparecería el antiguo dominio colonial. Las Naciones Unidas reconocían la aparición de nuevos estados, pero la sujeción adoptaba nuevas formas, como la experimentada en Cuba al término de la guerra de independencia. Era el llamado neocolonialismo, sostenido en poderosos ligámenes económicos. Estábamos entrando en el preludio de la globalización.

En la nueva configuración geopolítica, la batalla se libra simultáneamente en los campos de la carrera armamentista, del dominio del espacio extraterrestre, el manejo de las conciencias a través de los medios de comunicación y el desarrollo de las nuevas tecnologías, así como en el aseguramiento de materias primas y de fuentes de energía fósil. Los conflictos locales no han cesado, a la vez se acrecientan las brechas sociales en el mal denominado Tercer Mundo, ambos causales de la emigración masiva de los desesperados.

En ese contexto, emergió la Revolución Cubana. La voz del pequeño archipiélago se expresó en los más importantes foros internacionales para denunciar la supervivencia del coloniaje y formular la necesidad de establecer una plataforma común para proseguir la lucha en favor de la emancipación humana. El bien de cada uno residía en la conquista del bien para todos. Su prédica se tradujo en la práctica concreta de la solidaridad y el internacionalismo. Esa conducta consecuente de más de medio siglo mantiene plena vigencia en la hora actual de la América Latina. En la emancipación de los pueblos, en la defensa de nuestros recursos ante la creciente depredación, reside también la posibilidad de preservar la salud del planeta.

Tomado de: Juventud Rebelde 

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Pensar cien años de cine en Cuba con Ambrosio Fornet

Cien años de Cine en Cuba (1897-1997) Ambrosio Fornet (Ediciones ICAIC, 2019)

Por Erian Peña Pupo @ErianPupo

Pensar cien años de cine en Cuba, desde las proyecciones iniciales de Gabriel Veyre en La Habana finisecular del xix, y Simulacro de incendio, hasta las últimas producciones de fines del siglo xx, no es una tarea fácil, sino todo lo contrario.

Aunque el terreno se ha sedimentado en el transcurso de los años, Ambrosio Fornet (Veguitas, Granma, 1932) admite que se trata de “una ambición desmesurada y pretenciosa”, pues “aquí raras veces se tomaban en cuenta otros filmes aparte de los largometrajes de ficción, sobre todo los producidos por el ICAIC”; y añade que se enrumbó en esa aventura ensayística que es Cien años de cine en Cuba (1897-1997), publicado bajo el sello de Ediciones ICAIC en 2019, cuando cedió a “la tentación de reproducir los textos que forman la primera parte del volumen, ya recogidos parcialmente en otro libro”.

Estos textos, “Entrando en la historia” y “Las películas del ICAIC en su contexto”, que conforman la parte “histórica, propiamente dicha, que da título al libro”, aparecen en Las trampas del oficio. Apuntes sobre cine y sociedad (2007), aunque Ambrosio tuvo la precaución de revisarlos, actualizarlos y añadirle el contenido de otros ensayos sobre la “prehistoria del cine en Cuba”, lo que hace que, reunidos aquí en un mismo volumen, conformen un atractivo material. La otra parte del libro reúne textos de “carácter divulgativo y testimonial”: reseñas, presentaciones, notas, palabras para dosieres, entre otros artículos que complementan la primera.

¿Qué podemos encontrar en Cien años de cine en Cuba… que llame nuestra atención cuando, sabemos, la historia del mismo, sobre todo del realizado bajo la mirada del ICAIC, ha sido escrita y estudiada varias veces y desde diferentes enfoques y perspectivas? Investigadores como Luciano Castillo, Arturo Agramonte, María Eulalia Douglas, Juan Antonio García Borrero, Reynaldo González, Rufo Caballero, Frank Padrón, Marta Díaz, Joel del Río y el mismo Fornet se han adentrado con amplia pasión crítica y analítica en los caminos ―muchas veces movedizos― de la historia de nuestro cine y sus tantas condicionantes sociales, económicas, políticas…

Pues más allá de la exactitud del dato, la consulta de diversas fuentes bibliográficas, el trabajo en archivos, sobre todo en las primeras décadas del cine cubano y su paso del silente al sonoro, y el quehacer acucioso, Ambrosio Fornet es un ensayista nato. No el ensayo como acumulación, sino como pensamiento; no como una “cetrería” de fuentes, sino como escritura gozosa y vital, en la que todo ya ha sido revisitado y asimilado y lo que vale es esa interpretación consiente, esa mirada profunda, ese análisis con tino escritural. Fornet es, subrayemos esto, aunque parezca una boutade, un ensayista que posee el dominio de la palabra, en la que, además de los hechos en sí, valen sus orígenes, causas y consecuencias (al cine hay que mirarlo en la amplitud de todos sus contextos, vuelve a insistirnos en este libro).

En la primera parte, Ambrosio se adentra en la llamada “prehistoria” del cine cubano, a partir de 1897 y consiguientes filmes como Fighting With Our Boys in Cuba y The Battle of Santiago Bay, realizados en estudios neoyorquinos como propaganda de la guerra hispano-cubano-estadounidense. Nombres como Enrique Díaz Quesada, “el verdadero iniciador del cine en Cuba”, con El parque de Palatino, de 1906, y con sus sendos arquetipos de “bandoleros románticos” y aplaudidas escenas de “explosiones, asaltos, persecuciones a caballo e incendios”, lo hacen preguntarse por los orígenes de “un auténtico cine nacional” y, además, por la posible existencia de una industria que compita con los filmes provenientes de Europa y Estados Unidos.

“En esa curiosa mezcla de elementos tan disímiles ―el patriotismo, de un lado; la modernización representada por el cine y la luz eléctrica, del otro― anidaba una fecunda contradicción, un desafío que está en la base misma del accidentado proceso de desarrollo de la conciencia nacional” (Fornet, 2019, p.21). Pero, “pese a sus éxitos esporádicos, el cine cubano no lograba constituirse en algo que se asemejara a una industria (…) Por lo pronto, el cine europeo monopolizaba las pantallas y las preferencias del público” (Fornet, 2019, p.24).

Esos primeros años son exhaustivamente investigados por Ambrosio, no solo la producción de filmes, sino la influencia de estos en la vida social de la época, lo que le lleva a afirmar: “(…) en cualquier caso parece evidente que el cinematógrafo estaba ayudando a forjar e identificar un nuevo público y, a través de él, una nueva manera de relacionarse los emisores con los receptores y los propios receptores entre sí, en lo que acabaría convirtiéndose en un nuevo centro de convivencia social, el democrático espacio de las salas de cine” (Fornet, 2019, p.32).

Entre indios y cowboys y los nuevos marcos de referencia cultural en los filmes de Cecil B. DeMille, los cubanos hicieron del cine uno de sus preferidos y más asequibles pasatiempos. Ahora no era solo una manera de vivir, sino también de soñar otra realidad posible en la pantalla grande.

Según Fornet (2019), en la Cuba republicana la capacidad de ver cine se desarrolló, por decirlo así, junto con la capacidad del propio cine para desarrollar su lenguaje, lo que hace que predominen los valores de una naciente sociedad de consumo y los modos de recreación propuestos por Hollywood (con fórmulas de “un cine más rápido, más trepidante, menos intelectual, más populista”).

Esta americanización de la sociedad, recuerda citando a María Eulalia Douglas, “se hizo manifiesta en el cambio de temática de los filmes cubanos: se abandonó la línea patriótica y nacionalista de Díaz Quesada para filmar temas que en su mayoría nos eran ajenos y que imitaban comedias y dramas de la producción norteamericana” (en Fornet, 2019, p.47). Estos eran, escribió entonces el narrador Lino Novás Calvo, un “ejemplo de indigencia creativa y de codicia empresarial”, que basó sus éxitos “en la infalible fórmula de la Triple C: cómicos, cantantes y cabareteras (estas últimas, en su modalidad criolla más espectacular, la rumbera)” (Fornet, 2019, p.58).

No faltan en este libro nombres y filmes como Ramón Peón y El romance del palmar y La Virgen de la Caridad, según Fornet (2019), el primer intento cinematográfico verdaderamente logrado en nuestro país ―como observaría [José M.] Valdés Rodríguez a raíz de su estreno― con dinero, directores, artistas, fotógrafo y personal cubanos; Ernesto Caparrós y La serpiente roja; Juan Orol y Embrujo antillano; Manolo Alonso y Siete muertes a plazo fijo y Casta de roble, entre otros momentos de la primera mitad del siglo, hasta llegar a la Sociedad Cultural Nuestro Tiempo, cuya sección de cine posibilitó la filmación de El Mégano, con Julio García Espinosa, Tomás Gutiérrez Alea (Titón), Alfredo Guevara, Jorge Haydú, José Massip, quienes integraron en marzo de 1959 el núcleo inicial del Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC).

La flamante industria del ICAIC “heredaría ese público y esa base material, pero los nuevos cineastas rechazarían categóricamente el legado de la etapa ‘prehistórica’ considerando que su aporte se reducía ―en palabras de Alfredo Guevara, presidente del nuevo organismo― al ‘lenguaje balbuciente’, el ‘folclorismo banal’ y la ‘ingenuidad populista’. Sin duda era así, aunque con las honrosas excepciones que el tiempo se ha encargado de precisar”, añade Fornet (2019, p.63).

La otra parte de la sección inicial, “Las películas del ICAIC en su contexto (1957-1997)”, aborda precisamente el cine pos marzo de 1959 y los intentos de sus jóvenes realizadores por filmar, entre tanteos y múltiples influencias, entre búsquedas y esfuerzos titánicos, un cine propio; pues “el ICAIC tenía por delante una tarea gigantesca: la de crear y promover un movimiento cinematográfico partiendo virtualmente de cero. Había que comenzar transformando no sólo el carácter de un producto ―el tipo mismo de películas a realizar―, sino de todo un proceso, el sistema de producción y exhibición de películas tal como operaba en los marcos de la vieja sociedad” (Fornet, 2019, p.65).

De esta manera subraya Fornet (2019, p.67), en palabras de Guevara, que el cine cubano solo tenía un objetivo, la autenticidad; un enemigo, el conformismo; y un compromiso, hacer películas para todos los públicos con “una actitud ética y estética que comporte respeto a la dignidad del espectador y preocupación por su sensibilidad, información y cultura”.

La contradicción arte/industria parecía hallar ahí un primer punto de equilibrio. Al definirse en función de una imagen de los consumidores potenciales, la rentabilidad de las películas dejaba de ser un fin en sí misma. El éxito se reconocería a través de los logros artísticos, el logro artístico por su autenticidad ―es decir, por su inserción dinámica en los códigos de nuestra cultura―, y la autenticidad, por la capacidad del filme para establecer una comunicación enriquecedora con el público. (Fornet, 2019, p.67)

Prolijamente documentado, este texto profundiza en ese parteaguas ―no solo para Cuba, sino para el cine latinoamericano y del llamado Tercer Mundo― que fue el ICAIC, a través del análisis de los principales filmes en cada una de las décadas y sus respectivos contextos.

A falta de una verdadera tradición nacional era necesario salir al mundo y “tocar todas las puertas, recorrer todos los caminos” con la mayor humildad: el neorrealismo italiano, la Nueva Ola francesa, el cine independiente norteamericano, los clásicos soviéticos… El reto consistía en asimilar críticamente sus hallazgos para luego insertarlos en la corriente de vanguardia de la cultura cubana y crear así condiciones favorables para el eventual surgimiento de un cine de valor artístico y técnico, nacional, inconformista, barato y rentable. (Guevara, 1960; en Fornet, 2019, p.70)

De esta manera, Fornet nos hace partícipes de momentos fundacionales de amplio calado: el cine-móvil, la Cinemateca de Cuba y la revista Cine Cubano (de estas últimas celebramos sus sesenta aniversarios este año); de las diferentes polémicas culturales, varias relacionadas con el cine, incluida su exhibición, que se suscitaron en la primera década del proceso revolucionario y el papel del ICAIC en este complejo panorama de cambios. Pero, sobre todo, el autor se acerca a la obra de fundadores ―a la par de los cambios sociopolíticos y su evolución como un todo― como Julio García Espinosa, Tomás Gutiérrez Alea, Octavio Cortázar y Santiago Álvarez.

Durante casi todo este período ―en el que el sectarismo tuvo que ser públicamente condenado para evitar una dramática escisión de las fuerzas revolucionarias― los intelectuales y artistas más lúcidos, entre ellos numerosos cineastas, mantuvieron una intensa lucha ideológica contra quienes defendían abierta o solapadamente la versión tropical del realismo socialista o, más a menudo, un populismo que oscilaba entre la demagogia y la simple ignorancia. (Fornet, 2019, p.76).

Esto sucedió al punto de que “de las veinte películas terminadas en esta fase ―trece de ellas dirigidas por cubanos― muy pocas pueden ser vistas hoy con algo más que una benévola curiosidad” (Fornet, 2019, p.78).

El “despegue” del cine sería entre 1966 y 1969, con filmes como Manuela, de Humberto Solás, que al compararse con las primeras películas realizadas por el ICAIC muestra la distancia que, en términos de evolución lingüística, recorrió el cine cubano en unos pocos años (Fornet, 2019); Las aventuras de Juan Quin Quin, de García Espinosa; Lucía, de Solás; La primera carga al machete, de Manuel Octavio Gómez; y La muerte de un burócrata y Memorias del subdesarrollo, de Gutiérrez Alea, esta última considerada por muchos la mejor película del cine cubano.

Nuevas propuestas aparecen de 1970 a 1972. Escribe Fornet (2019) más adelante:

Alguna vez he llamado Quinquenio Gris al período que se extiende de 1971 a 1976 y concluye este último año con la creación del Ministerio de Cultura. El nivel de la gestión cultural en aquella etapa, sin embargo, no afectó directamente al cine: primero, porque siendo el ICAIC un organismo autónomo tenía su propia política interna; segundo, porque el origen y los modos de producción del cineasta eran distintos, de entrada, a los de otros trabajadores de la cultura. (p.93)

Entre los filmes realizados en esta época encontramos Una pelea cubana contra los demonios, de Gutiérrez Alea, y Los días del agua, de Manuel Octavio Gómez, “y junto a ellas, películas que seguían buceando en la memoria colectiva a través de experiencias personales, como Páginas del Diario de José Martí y Un día de noviembre, de José Massip y Solás, respectivamente” (Fornet, 2019, p.94).

De esta misma manera, con énfasis analítico y además, con el sabor/saber acumulado por la experiencia y la participación directa en muchos de los hechos que detalla, Fornet se adentra en las siguientes décadas y sus aportes fílmicos, esos que cataloga “para todos los gustos”, y en donde encontramos clásicos como De cierta manera, de Sara Gómez; Mella y La bella del Alhambra, de Enrique Pineda Barnet; El extraño caso de Rachel K, de Óscar Valdés; El hombre de Maisinicú, de Manuel Pérez; Retrato de Teresa, de Pastor Vega y de cuyo guion es responsable el propio Fornet; Lejanía, de Jesús Díaz; La última cena, de Alea; Cecilia, de Solás; Elpidio Valdés, de Juan Padrón; El brigadista, de Cortázar, entre otros.

A esta etapa le siguió lo que el autor llama “la crisis de desarrollo” a la par de un “nuevo interlocutor y nuevas opciones” y taquilleros filmes como Una novia para David, de Orlando Rojas; Los pájaros tirándole a la escopeta, de Rolando Díaz; y Se permuta, de Juan Carlos Tabío.

Algunos opinaban que existía un agotamiento temático y que la consigna de “no dar armas al enemigo” había producido formas de censura o autocensura que ahora impedían un tratamiento audaz de los conflictos propios de la sociedad socialista (para éstos, la escasez de buenos guiones debía colocarse en el centro de la crisis); otros afirmaban que se había perdido el aliento creador para caer en un chato naturalismo, que como fenómeno estético el cine cubano ya no tenía nada que ofrecer porque, tratando de complacer al público, se había convertido, simplemente, en “artesanía de rutina”; y otros, en fin, aconsejaban esperar antes de hacer un diagnóstico demasiado tajante, pues al parecer se estaba ante una crisis de desarrollo que no era privativa del cine, sino que abarcaba otros campos de la cultura y, en general, de la vida del país. (Schumann; en Fornet, 2019, p.120)

En ese recorrido cronológico por el cine cubano posterior a 1959, Fornet subraya las estrategias de descentralización (búsqueda de una mayor autonomía en sus distintas esferas productivas y organizativas) y el consiguiente surgimiento de los Grupos de Creación, con los posteriores “nudos y desenlaces” (1990-1997) y filmes como Alicia en el pueblo de Maravillas, de Daniel Díaz Torres; Reina y Rey, de Julio García Espinosa; Hello, Hemingway y Madagascar, de Fernando Pérez; Fresa y chocolate y Guantanamera, de Titón y Juan Carlos Tabío; Adorables mentiras, de Gerardo Chijona; El siglo de las luces, de Solás; Amor vertical, de Arturo Sotto.

Le siguen una selección de “notas divulgativas” y “espacios testimoniales” que complementan el anterior capítulo, entre ellas “Lo que debemos al ICAIC” ―texto incluido en Las trampas del oficio―, palabras de elogio, encuestas y presentaciones de textos, como la realizada a la compilación de Mirtha Ibarra, Tomás Gutiérrez Alea: volver sobre mis pasos (Ediciones Publicaciones de autor, Madrid, 2007, y Ediciones Unión, 2008), y al guion de Aventuras de Juan Quinquín, de García Espinosa (Ediciones ICAIC), inspirado en la novela de Samuel Feijóo Juan Quinquín en Pueblo Mocho, y publicaciones como Cine cubano y La Gaceta de Cuba.

Con perspicacia y profundidad escritural, con una visión holística de los procesos que analiza, aun sabiendo que han sido abordados anteriormente, incluso partiendo de ellos y evitando las redundancias, Fornet, el crítico literario, el ensayista de clásicos como En blanco y negro, El libro en Cuba. Siglos xviii y xix, El otro y sus signos y Narrar la Nación, está seguro de que no puede haber una historia del cine cubano, porque de hecho existen varias posibles.

La suya, la del acucioso investigador, la del crítico y el guionista, integra Cien años de cine en Cuba (1897-1997) y se enrumba hacia otros derroteros, porque Ambrosio –“él y su circunstancia”–, después de comprobar “la dinámica inserción del cine en el proceso de desarrollo de nuestra cultura”, sabe que no solo se trata de ver cine, “sino también de pensar el cine”.

Referencias bibliográficas:

Fornet, A. (2019). Cien años de cine en Cuba (1897-1997). La Habana: Ediciones ICAIC.

Tomado de: Cubacine

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Epílogo para el filme chileno El pacto de Adriana (+Video)

El pacto de Adriana (Chile, 2017) de Lissette Orozco

Por Rebeca Chávez

No es verdad que el tiempo todo lo cura… Adriana Rivas, quien fuera cercana colaboradora del Jefe de la DINA, la policía secreta del dictador Pinochet, será extraditada a Chile y deberá responder por sus crímenes… Es una noticia que los cintillos de Telesur anunciaron por estos días.

Con una cámara dinámica, skype, teléfonos celulares, selfies, todos los recursos son usados por la cineasta chilena Lissette Orozco. Se sumerge en una investigación sobre el pasado y la intimidad de su tía Adriana, fiel colaboradora del más represivo de los dispositivos pinochetistas: la dina. Así nace el filme El pacto de Adriana.

La chilena se propuso mostrar (y lo logra) «sacarles» a todos los involucrados posibles, y frente a cámara, el mundo interior, sus dos caras o más a sus personajes. Unos piden justicia y otros, en ese mismo instante, reverencian a Pinochet. Recreación emocional y también evidencias, archivos, fotos, y testimonios directos. Impacta la historia que se cuenta de Adriana y se va del sentimiento íntimo al descubrimiento de zonas oscuras de su vida, a la complicidad y participación real y consciente.

En La Habana vimos el documental en el Festival Internacional de Cine. Alcanzó un relieve especial: público, crítica y jurado coincidieron y le otorgaron uno de los Premios Corales. El documental muestra una vocación de participar, desde el cine, en el flujo de ideas, la descripción de conflictos y los debates sociales de su país. La memoria como rescate, búsqueda, encuentro en el proceso creativo en el cine, no importa si es ficción o documental, aborda una zona de la historia más reciente de América Latina, combinando recursos narrativos y poéticas personales.

Instinto, conciencia de que, si no filmaban esos sucesos, si no contaban lo que conocían o vivían, terminarían por ser borradas, pero aun así las imágenes existen, el testimonio, la memoria es evocada (¿convocada?) una y otra vez.

El impacto, a través del argumento que se cuenta, va del sentimiento al descubrimiento de zonas oscuras de la sociedad y, entonces, se conectan con realidades del presente que, en algunos casos, iluminan prácticas políticas, enfoques ideológicos. No sabíamos (todavía no se sabe) hasta dónde ha calado y está vivo el pinochetismo en Chile. El despertar chileno quizá empezó, poco a poco, y el filme El pacto de Adriana, pudo ser –quiero pensar que fue así– un anticipo que anunciaba un rencuentro con la verdad, que funciona como un mecanismo liberador.

Existe una relación directa, estimulante, entre las nuevas tecnologías y el cine. Lissette Orozco lo sabe, se apropia de todos los dispositivos de las tic, los convierte en memoria viva –incluidas las USB– para transportar al infinito fragmentos de noticias, fotos, grabaciones, documentos…, que registran no solo el descubrimiento de la verdadera Adriana, la que volverá, en otro ángulo de la realidad, a enfrentar hechos y verdades en una suerte de epílogo de un conflicto de intensidad y dureza extrema.

Tráiler del filme El pacto de Adriana (Chile, 2017) de Lissette Orozco

Tomado de: Granma

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Supersabores

X-Men: Fénix Oscura, de Simon Kinberg

Por Elisa McCausland @reinohueco y Diego Salgado @diegos_lgado

La serie de televisión es The Boys (2019), en cuya segunda temporada ha adquirido importancia determinante el Compuesto V, una sustancia que permite adquirir superpoderes. El superhéroe ya no nace en circunstancias fortuitas, excepcionales. Se hace, de acuerdo con una fórmula y con intereses corporativos y de marketing. Su estatus superheroico es una convención, no obliga a nada en la práctica. Por el contrario, sus superpoderes están al servicio de un estilo de vida y consumo atravesado por la corrupción sistémica. A diferencia además de lo que sucedía en el cómic de Garth Ennis y Darick Robertson en que se basa The Boys, quienes combaten contra estos superhéroes que solo tienen de tales el nombre, renuncian a inyectarse el Compuesto V. La contrahegemonía se cifra en renunciar al simulacro del superpoder, tan atractivo para quien lo ostenta como para quien se deja seducir por el folletín de éxito y vértigo emocional que pone de manifiesto.

Primer, una novela gráfica de Jennifer Muro, Thomas Krajewski y Gretel Lusky dirigida por DC Comics a niños y adolescentes, ofrece una mirada similar a The Boys sobre lo superheroico: Ashley, hija adoptiva de una científica y un profesor de arte, logra tener a su disposición hasta treinta y tres superpoderes diferentes, que obtiene mediante la mezcla de pinturas de colores. De nuevo, el superpoder se vincula al consumo y a la expresión cool del propio yo. Y, si The Boys ofrece una metalectura perversa en torno a nuestra propia relación presente con los superhéroes como goodies, Primer hace lo propio sin pretenderlo con el temperamento artístico: sus viñetas lo mediatizan a fin de propiciar en el futuro más creadores y creadoras de artefactos mainstream cuya variedad de colores, de texturas, de sabores, desemboquen en el espejismo de la libre elección de una identidad.

En cuanto a Proyecto Power, realizada por Henry Joost y Ariel Schulman, es un falso blockbuster típico de Netflix cuya premisa es equiparable hasta cierto punto a la de The Boys: una droga otorga superpoderes a cualquiera durante cinco minutos, aunque, como si se escogiera a ciegas en una bolsa de caramelos variados, no sabes cuál despertará en ti hasta que la consumas. En Proyecto Power ni siquiera cabe hablar de postureo superheroico, tan solo de superconsumidores; una vez obtenida la capacidad extraordinaria, los receptores de la misma la emplean para cometer delitos, rendir más en el trabajo o saltarse las clases. Una apelación mundana al superpoder que incide en la desustanciación creciente del concepto en la cultura popular. Primero el audiovisual de superhéroes se apropió de los códigos de muchos otros géneros; después, su popularidad y la hiperinflación de productos lo ha transformado —como en el caso de la ciencia ficción— en una lengua franca, que lo dice todo implícitamente sobre los tiempos gaseosos que vivimos, pero no le interesa demasiado expresar abiertamente cuestiones esenciales ligadas al registro: el heroísmo, las responsabilidades individuales y colectivas, las estructuras del (super)poder.

Estamos muy lejos de los orígenes en 1939 del comic book, cuando superhéroes como Superman o Wonder Woman encarnaron versiones actualizadas de los mitos clásicos, y sus poderes por tanto eran dones recibidos que ponían a su vez en práctica entre los seres humanos con un sentido moralizante del bien y la justicia. Aquella Edad de Oro del comic book, aquella Arcadia del arquetipo y lo editorial, da paso en los años sesenta a una Edad de Plata de signo humanístico: los superpoderes de Los Cuatro Fantásticos, Spider-Man o Iron Man no tienen que ver con la divina providencia sino con efectos colaterales del progreso científico: la exploración espacial, la energía nuclear, la tecnificación de la vida cotidiana. Un gran poder pasa a conllevar una gran responsabilidad. Puede representar incluso una carga pesada o sublimar grandes debilidades, tanto del individuo como de la sociedad que aparenta acogerle, como subrayará en los años setenta la Edad de Bronce del medio.

En este sentido, las obras de Frank Miller y Alan Moore que se publican a mediados de los años ochenta se han interpretado a menudo como crítica global a los paradigmas establecidos en las edades previas del superhéroe; pero es imposible no establecer afinidades positivas entre el Batman de El regreso del caballero oscuro (1985) y el Rorschach de Watchmen (1986-87). Uno y otro son individuos cuyos poderes se deben a la pura fuerza de voluntad y cuya psicología problemática tiene mucho que ver con la indiferencia a su sufrimiento del cuerpo social y su brazo armado, el capital. Frente a ellos, los cuasidivinos Superman y Ozymandias personifican las dinámicas hipócritas y utilitaristas del sistema, también en lo que se refiere a la alienada industria estadounidense del comic book, el objetivo contra el que arremeten en el fondo El regreso del caballero oscuro y Watchmen. Resulta interesante constatar que las figuras de Batman y Rorschach continúan siendo hoy por hoy tan mal entendidas como entonces, mientras dejamos pasar por alto el pequeño detalle de que Ozymandias es nuestro presente en todo su esplendor, también en lo que toca al mainstream de superhéroes.

En el periodo de entre siglos, las tensiones planteadas por Miller y Moore son llevadas con ironía por sus herederos al terreno de lo autorreferencial y el gran espectáculo. En parte, por exorcizar la irrelevancia suicida a que condena la industria del cómic al superhéroe cuando sus ficciones piden disculpas por no estar a la altura del 11-S. La Gran Recesión iniciada en 2008 y la llamada Movie Age han abocado ¿definitivamente? al superhéroe a la dictadura del signo desprovisto de cualquier arista subversiva, desapacible. Pueden tratarse todos los temas —feminismo, diversidad, ecologismo— y puede alcanzarse a todos los públicos porque hemos reducido el superpoder y sus problemáticas a un muestrario estándar de sabores en una heladería.

Cada vez que, sin salir siquiera de la cultura popular, alguien se atreve a proponer un matiz disruptor —un compromiso de facto— con lo superheroico, la respuesta es apática. Véanse los casos cinematográficos de El hijo (2019), X-Men: Fénix Oscura (2019) o Glass (2019). La villana de esta última es reflejo fiel de la medianía en la que se sienten cómodos actualmente los superhéroes y sus fieles consumidores: desde su posición de psicóloga, se empeña en negar que sus pacientes, los protagonistas del filme, tengan algo de especial, porque ello le obligaría a reconocer una dialéctica compleja de su singularidad con el mundo que les rodea. Prefiere reducirlos a la condición de niños grandes, con dificultades para canalizar sus emociones de forma constructiva. Nada que no crea poder arreglar con las píldoras de colores adecuadas.

Tomado de: El Salto

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Los Placeres del Engaño

Selcuk

Por Fernando Buen Abad Domínguez @FBuenAbad

“Quizá me haya acostumbrado tanto a las mentiras, Los Placeres del Engaño que la verdad me suena indecentemente falsa” (Trainspotting, Danny Boyle, 1996, basada en la novela homónima escrita por Irvine Welsh)

A la mentalidad burguesa, patrocinadora de la más brutal metástasis de miedos rentables, le repugna vivir sin certezas negociables, cuando no las posee las inventa (o le paga a alguien para que se las invente) así sea de forma placentera o efímera, como en la publicidad o como en las iglesias, por ejemplo. Fabrican toneladas de angustia reflejada ante la realidad, (como en la caverna de Platón) y con tal angustia pavimenta el camino de todas las negaciones y las resignaciones. Si el mundo es (como lo presentan desde la moral judeocristiana) un amasijo de amenazas que aterrorizan, la única verdad es la alegría del engaño que consiste en aceptarlo todo tal como nos lo representan y defender, fanáticamente, lo que ofrezca algo de seguridad. Eso facilita asumir el engaño como la mejor realidad, como el mejor escudo que es mucho más placentero y fácil. La otra realidad es imposible enfrentarla porque nos muestra vulnerables, impotentes, frágiles… y para eso, mejor vivimos de ilusiones convencidos de que somos una humanidad creada para el engaño y por el engaño… en la vida “privada”, en la política, en la educación, en el arte… vivir de ilusiones sabrosas. Así es la cosa desde Adan y Eva.

Un cantante de poca monta, y relativa fama en México, decía en uno de sus “éxitos”: “miénteme más que me hace tu maldad feliz”. ¿Por qué les gusta a algunos la mentira, qué placer produce la falsificación de lo que estamos viendo y viviendo? ¿Reina la “pereza mental”, la flojera de saber la verdad y asumirla? Freud conocía bien estas estrategias psicológicas a las que denominó “mecanismos de defensa” y que permiten alejar la realidad mientras no estamos preparados para enfrentarla. Existe una manía inducida de negar lo existente, que no es ignorancia (ni error) sino negación de conocer la realidad… y hacerla amable.

¿Qué es lo que nos hace disfrutar del engaño? Son múltiples las causas asociadas a lo doloroso y a lo irremediable. El final de la felicidad, de los amores… de la vida misma. En la Historia de la Filosofía se contabilizan cientos de corrientes idealistas acostumbradas a sembrar la idea de que de la realidad provienen todas las desgracias. De esos idealismos han vivido muchos filósofos, padres o padrastros del subjetivismo, el escapismo, el irracionalismo y los idealismos escolásticos seriales. Si la realidad es amenazante, incomprensible e incognocible… un vertedero demoníaco de miedos y pavores… más nos vale huir y resguardarnos en alguna ficción, fantasma o falacia confortables como el vientre de una madre. El placer uterino por el engaño. Aquella canción del mal cantante con relativa audiencia, dice: “Voy viviendo ya de tus mentiras…”, “… más si das a mi vivir la dicha con tu amor fingido, miénteme una eternidad que me hace tu maldad, feliz. Y qué más da, la vida es una mentira, miénteme más, que me hace tu maldad feliz”. (Autor: Armando Domínguez Borrás)

Ha gastado el capitalismo millonadas de millonadas en convertir las falacias en placeres, y esa es una realidad abrumadora. Pero el disfrute del engaño comporta un grado de aberración que requiere tratamientos semióticos, sociológicos y psiquiátricos, entre muchas otras herramientas, para desentrañar el embrollo ideológico que nos ha fabricado la ideología dominante. ¿Cómo combatir el masoquismo que se expide como goce por el engaño perpetrado por cualquier político mediocre, que promete cambios y paraísos, magia feliz en abundancia? ¿Cómo creerle, con placer, a la publicidad de jabones, tarjetas de crédito, automóviles o medicamentos milagrosos…? ¿Cómo creer que con dinero se puede comprar todo lo que nos salva de la realidad y de la lucha de clases? Han invertido fortunas en enseñarnos a amar los estereotipos y las jerarquías de las mentiras, desde las “piadosas” hasta las “altas traiciones”. Así, la mentira hecha placer, ha intoxicado a las Repúblicas y a las Democracias con falacias que no salvaguardan los derechos de todos, falacias (incluso jurídicas) que enmascaran la pobreza de las mayorías, que toleran los salarios míseros, que aceptan la intemperie para las familias, que reglan al poder al “crimen organizado”, que simplemente son incapaces de garantizar la salud pública… la vida institucional reducida a farsa bajo el yugo del Capital encaramado en los lomos de la especie humana. La gran farsa de que el capitalismo es una civilización en construcción. Que hay un capitalismo bueno: “Happytalism”.

No hemos completado las independencias, las revoluciones ni las modernizaciones. El “progreso” ha sido reducido a una inmensa “Fake News” para anestesiar electorados. Mintieron rentablemente los que saquean fortunas al Estado (dinero del pueblo) Aquí se miente sabrosamente. Se miente encarnizadamente, con talento de rufianes y cultura de autocomplacencia. Se miente sin necesidad y por placer, se miente a otros, y a uno mismo, como si la verdad fuese insuficiente e intrascendente, de poca monta y despreciable. Como si fuese siempre “terrible” y siempre “aburrida”. Se miente cuando se promete y cuando se roba, se miente en los presupuestos y en las efemérides, en las anécdotas y en las bitácoras. El gran problema es que la mentira, convertida en placer de masas, ha creado la atmósfera de desconfianza que a la burguesía le conviene, en un mercado de sospechas ominosas efectivas para descreer de todo. Vivimos una pandemia de falacias recíprocas para hacer posible el sueño de la dominación perfecta, el control de las emociones, los sentimientos y los deseos. Falacias para forjar un totalitarismo y vivir la impunidad de falsificarlo todo anulando la conciencia y la voluntad de los pueblos. ¿Es una exageración? El uso de la mentira se ha relativizado; es un arma de guerra ideológica para asegurar el acatamiento disciplinado de las órdenes de manera rápida, ubicua y acrítica.

Guerra ideológica en situaciones de estrés, guerra para someter a un enemigo y que disfrute de su esclavitud sin presentar batalla. Campos minados con falacias que paralizan, regulan, anulan y confunden la voluntad y la capacidad de comprensión. Convierte a algunas personas en autómatas, sin habilidades críticas, sin conciencia de la realidad y con vergüenza de mostrar sus dudas. Está en marcha el rediseño, a escala mundial, de los aparatos de fabricación de falacias placenteras. Aparatos de colecta y diseminación de “Fake News” con el don de la ubicuidad y la velocidad para crear “consensos”. Cuando todos creen en la misma falacia todo parece más real. Trabajan en esto los más diversos “think tanks” obsesionados en destruir la capacidad crítica y la voluntad de emancipatoria de los pueblos para mover al mundo hacia un “Nuevo Orden” burgués al ritmo que conviene a los mercados y con una especie humana consumista convencida de que eso es vivir en “libertad”. Y disfrutarlo.

Tomado de: Telesurtv

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Cinco décadas con Paul Leduc: Lecciones de vida (o no): ‘La Semanal’

Paul Leduc. El Heraldo de México

Por Jorge Sánchez

Para Dulce Kuri

Crónica entrañable de una larga y no en pocas ocasiones turbulenta amistad a lo largo de cincuenta años, de los setenta a la fecha, en que también se aprecia la trayectoria de un cineasta peculiar, crítico y muy talentoso, y “su necedad por hacer cine, buen cine, de ése que se necesita”: Paul Leduc (1942-2020), el director de ‘Las historias prohibidas de Pulgarcito’, ‘¿Cómo ves?’ y ‘Barroco’, entre otras muchas películas.

Empecemos por el final: Paul y yo, compadres por su hijo Juan, cuya madrina fue Dulce Kuri, terminamos distanciados por el discurso que pronunció en el Auditorio Nacional con motivo de los Arieles que allí se celebraron y en el que, más que merecidamente, se le entregó el Ariel de Oro.

En fin, así eran las cosas con Paul. Lo que sé y siento es que hubo cariño, solidaridad, encuentros y desencuentros, muchos rones y más rumba, también lecciones de vida pa’ bien y pa’ mal: una de ellas, su necedad por hacer cine, buen cine, de ése que se necesita; del que, como decía su gran amigo Julio García Espinoza, “permite descubrir en el espectador, en cualquier espectador, un fondo de sabiduría y sensibilidad que todos llevamos dentro”.

Lo conocí, a distancia, en el Cine Club de Filosofía y Letras de la UNAM, por ahí de 1970, creo que estaban preparando Reed. México insurgente, junto con su cómplice de casi siempre, Bertha Navarro. Digo a distancia porque él era parte de un grupo de enchamarrados, casi siempre de negro, asiduos al Cine Club. Yo era colega, digamos, porque junto con la poco recordada Margarita Suzan, el Pepe, el Árabe y otros sujetos de dudosa reputación rearmábamos el maltrecho Cine Club de Ciencias Políticas después de 1968.

Paul, Bertha, Luis Barranco y otras y otros habían alquilado un maravilloso lugar que, entiendo, ahora es un centro cultural de la Sogem, en la calle Héroes del 47 en Coyoacán. En el local había, o hay, un teatro/sala de cine donde tuve la oportunidad de ver México, la Revolución congelada (dirigida por Raymundo Gleizer, cineasta argentino que fue desaparecido y en la que Paul fue uno de los productores). La idea es que ese fuera un espacio cultural, sede de una productora y también distribuidora de cine. En ese entonces yo vivía en Xalapa y había fundado el Cine Trashumante, así que iba a solicitar películas para exhibirlas en barrios, sindicatos, escuelas públicas, etcétera, y ocasionalmente encontraba a Paul, pero fue con Bertha con quien empecé a generar amistad, cariño… y préstamo de películas.

Poco después con Rolo (José Rodríguez López), Ángeles Necoechea y Carlos Julio Romero iniciamos ZAFRA Cine Difusión, allá por 1978, y una de las primeras películas que distribuimos fue Puebla hoy, dirigida por Leduc y producida por la Universidad Autónoma de Puebla, en la que se denunciaba con mano firme y sutil; quiero decir que no era un cine panfletario (aunque existan películas en esa línea que son obras maestras, como La hora de los hornos, de Fernando Solanas y Octavio Getino), sino un testimonio amoroso en tiempos de guerra (así se vivía en la Sierra Norte de Puebla como también, de otras maneras, en Guerrero y otras regiones del país). Como quien dice, de ahí pa’l real empezó una amistad inquebrantable.

“Ese cine”

Paul llegó a ZAFRA como uno más, pero distinguiéndose por su talento y terquedad. Nosotros éramos una especie de cineastas frustrados que asumíamos que, propiciando la exhibición, es decir, el encuentro del cine, de “ese cine” con el espectador visible, el de las colonias populares, sindicatos y universidades públicas, en ese acto, también nos convertíamos en cineastas, y Paul así también lo entendía. Poco después zafra sirvió como centro de reunión de la insurgencia salvadoreña, con la que Paul vendría a generar Las historias prohibidas de Pulgarcito, inspirado en el libro de Roque Dalton, un recuento poético de las luchas históricas del pueblo salvadoreño por su libertad y autodeterminación. No puedo evitar mencionar un personaje real y maravilloso de aquella época y país: Miguel Mármol, nacido, creo, en 1932, a quien fusilaron en tres ocasiones; él lo contaba divertido: “la primera vez que me morí fue en…” Siempre se salvó; era tan pequeño, que no le tocaban las cargas de fusil y se escondía entre los muertos hasta que se retiraba el pelotón de fusilamiento. Un personaje inolvidable, comunista de cepa. Después de conocer a ese personaje insólito, vino la sorpresa: Paul decidió que todos los involucrados quedaríamos en el roller o cartón de créditos, sin distinción de responsabilidad como director, fotógrafo, sonidista, etcétera. Francamente, no sabía uno si sentirse honrado o un sinvergüenza, porque no habíamos formado parte del equipo que fue y permaneció en El Salvador arriesgando la vida.

Nuestra amistad pasó por todo lo imaginable, desde la producción de la miniserie Complot petróleo, basada en la novela La cabeza de la hidra, de Carlos Fuentes, en la cual fui parte del equipo de producción junto con Dulce Kuri, ambos invitados por Fernando Cámara y Gonzalo Infante. Fueron tres meses de rodaje entre Ciudad de México, Chihuahua, San Juan de Puerto Rico y Coatzacoalcos. Actuaron Ofelia Medina, Claudio Brook, Eduardo López Rojas, Max Kerlow, Arturo Allegro y muchos más. La dirección de fotografía de Ángel Goded, el sonido del Hash (Servando Gajá) y la edición, creo, de Rafael Castanedo y Alberto Cortés. Ha sido la más extraña coproducción que he vivido; Imevisión (entonces televisión estatal, ahora TV Azteca), una empresa boricua cuya cabeza era José Artemio Torres, el SUTIN (Sindicato Único de Trabajadores de la Industria Nuclear), cuyo dirigente era Arturo Whaley, cariñosamente llamado por nosotros el Charro Whaley, Fernando, Gonzalo y Paul. ¿Idea de quién? De Paul, que había estado en el Mercado de Televisión de Cannes y regresó con la firme idea de hacer una miniserie porque ese era el futuro. Hablamos de 1980 o 1981, así que manos a la obra, hacer para equivocarse, para acertar; hacer para afirmarnos. Entretanto, las vicisitudes de una producción de 400 mil dólares, cuando debería haber costado 4 millones, y tener que resolverlo todo con 4 pesos; de ahí que estuvimos a punto de provocar un incendio en el local del SUTIN en Chihuahua; de ahí que aprendimos lo que era la plena puertorriqueña, que le perdimos a Miguel Camacho el cuadro que nos prestó de la Virgen de Guadalupe, el más querido por su madre… y el último día de rodaje en Coatzacoalcos, debíamos llenar un salón de baile con extras que no cobraran; no fue posible y Paul, en la banqueta, me dirigió una mirada que sólo era de él, ceja arqueada y manos metidas en los bolsillos de los jeans. Nos despedimos más que fríamente y a otra cosa. Habíamos rodado y terminado la miniserie en película 16 mm, las latas que contenían los cuatro capítulos de la miniserie estaban en mi casa, debajo de mi cama. Paul me llamó, quería la copia para ver posibles modificaciones, se la entregué y después, cuando le preguntaba por las copias, escuetamente respondía: por ahí están. Siempre me lamenté habérselas entregado; espero que Valentina y Juan las encuentren en su casa y que la televisión pública se interese y pueda transmitirla. Sería alucinante ver una miniserie dirigida por Paul en 1981 con el tema del petróleo en México, un complot árabe/israelí y encima de todo la CIA, corporaciones petroleras, los intereses geopolíticos de Estados Unidos; suena vigente, ¿no?

¿Cómo ves? Está dura, ¿no?

De ahí a la periferia de Ciudad de México: ¿Cómo ves?, una película de cuando empezaron a surgir los hoyos fonqui a mediados de los años ochenta. La produjimos en ZAFRA Cine Difusión, con financiamiento del CREA (invención gubernamental que significaba Consejo Nacional de Recreación y Atención a la Juventud, curiosamente bastante eficaz) y una cooperativa de actores y técnicos agrupados en torno a este proyecto. El acuerdo, al que habíamos llegado con Paul, es que dada la experiencia anterior yo no iría a las locaciones durante el rodaje; quien estaría presente sería Dulce Kuri, pero resulta que el primer día de filmación Paul se levantó con el pie izquierdo y no se tomó los tres expressos de rigor, así que se presentó en la oficina para que nos fuéramos al set. Fue un juego de vencidas, conversamos, discutimos y se convenció, hasta el fin del rodaje, de que yo no estaría en el set.

Lo duro fue que nos cayó el terremoto del ’85 sin haber concluido el rodaje, así que a buscar la inversión para concluirlo. Le sugerí que fuéramos a ver al licenciado Soto Izquierdo, director general del recién creado Imcine. Pedí la cita, nos la dieron y ahí vamos, Paul a regañadientes y yo muy confiado en que ahí estaba la solución. Pasó una hora y la inefable secretaria nos decía: “El licenciado está ocupado, pero ya sabe que están aquí.” Mientras tanto, Paul me decía: “Ya vámonos” (y que el licenciado se fuera a donde ustedes se imaginan). “Paul, hay que aguantar, si no cómo vamos a terminar la película,” Y Paul: “Pues yo ya me voy, y verás que no vamos a lograr nada.” Él se fue, yo esperé y sí, tuvo razón, no nos dieron ni un vaso de agua.

¿Cómo ves? recrea un momento singular en la historia reciente de Ciudad de México; la nueva cultura urbana, la de la urbe del Metro, la de los amores perdidos en sus estaciones cantadas por Rockdrigo, la explosión del Tri, la de Blanca Guerra (y su personaje de empleada de pescadería) con su amante o similar en una espléndida escena en la azotea de una casa en la periferia, con un diálogo sin precedentes en el cine mexicano: “Hueles a pescado.” “Es que soy sirena.” Y aquel otro de mi amigo del alma, Rolo, con Javier Molina (poeta, chiapaneco y marigüano), refugiándose de la lluvia en unos tubos de concreto gigantescos por el Pedregal de Santo Domingo, y que era algo así:

–¿Cómo ves?

–Está dura, ¿no?

–Sí, ya mejor quédate, ¿pa’ qué te vas?, está durísima.

–Sí, está bien dura, ¿pero a qué horas voy a llegar?

–Stá dura, ¿no? Yo creo que mejor avisas.

–Ey…

–Nomás avisa y no hay tos, nunca hay tos.

–Ey…

–Nunca hay tos, mira, ¿ves o no ves?

–Pues sí está dura.

Amar a Cuba y querer a Brasil

Años después del barrio, a Cannes: en 1989 Paul presentó Barroco, basada en Concierto barroco, del escritor cubano Alejo Carpentier, ejercicio virtuoso y extremo en una película sin diálogos, conducida por la música elegida por Paul, el melómano. Llegué al festival promoviendo las películas que producía y me pidió acompañarlo a la proyección para la prensa, la función que marca el termómetro del futuro de la película en sus proyecciones públicas, su posible éxito de ventas internacionales. Nervioso él, menos nervioso yo, llegamos a la Sala Debussy en el Grand Palais, mil 68 asientos (gracias, Wikipedia) y una calidad de proyección y sonido óptimos. Inició la proyección y me olvidé del mundo exterior, seguí la narrativa guiado por las imágenes de Ángel Goded y la selección musical más ecléctica que había oído en una banda sonora de cualquier película. De repente percibo un ruido ajeno, extraño. Seguí embelesado con la película, pero el ruido extraño se repite e intensifica; no lograba identificarlo, me concentré y era el ruido que producen los asientos cuando los espectadores se marchan de la sala, críticos, periodistas y esnobs que iban a descubrir a Tarantino y no a la sesión músico-espiritual que les proponía Leduc; así que primero viví un encabronamiento que se acentuó cuando me di cuenta de que Paul se arremolinaba en el asiento. Aguanté unos minutos más y le dije: ¿Qué, nos vamos a tomar un trago? ¿O a poco te quieres quedar? Y me respondió: “Ni madres, vámonos.” Así que a beber y sin mencionar para nada la película.

En esos años fue cuando Paul me contó que había estado con el legendario Hubert Bals, fundador del Festival de Cine de Rotterdam y gran impulsor del cine independiente del mundo, y que habría una reunión con él y otros entusiastas del buen cine, que lo habían invitado pero que había sugerido mi nombre. Creo que nunca se lo agradecí, pero para mí fue una ventana al mundo de los otros, con sus pros y sus contras, haber conocido a Huber fue un verdadero regalo; un hombre pensante y solidario. Gracias a él existe el Fondo que lleva su nombre y que ha sido imprescindible para la existencia de mucho del cine contemporáneo de América Latina.

Años después yo vivía en Río de Janeiro (en buena parte, culpa y gracia de Paul, que me había contagiado de “amar a Cuba y querer a Brasil”); él llegó de Buenos Aires con un dvd que contenía el corte final (al menos para ese momento) de Cobrador. In god we trust, basado en el libro del gran Rubem Fonseca. Paul me visitaba tanto como podía, en alguna ocasión acompañado de Juanito, el ahijado. Había casa, cama, comida y bebida y, claro, Río de Janeiro.

En una de sus visitas me dice: “Oye, pongamos un bar en Río y me vengo para acá.” Yo era cónsul de México y le respondí: “Por supuesto que no, soy cónsul y todos los días siento cómo los colegas del Servicio Exterior me serruchan el piso.” Y Paul me pregunta: “¿Y no tienes un amigo que sepa de bares aquí en Río?” Enseguida me acordé de Balbi, Fernando Balbi, un pinche vago de categoría y uno de los mejores amigos de Eduardo Galeano y Elena, de Oscar Niemeyer. Lo invité a cenar, se cayeron bien y quedaron en hacer una semana de recorrido por la vida nocturna de Río. Paul llegaba en la madrugada y sólo nos cruzábamos, pues yo salía a chambear a las 8:30. Al cuarto día y con una cruda impresionante aparece Paul, mientras yo tomaba café, y agotado me dice: “Hasta aquí llego, me voy a dormir. Hazme un favor, llámale a Balbi y dile que por ahora suspendemos todo.”

Volviendo a Cobrador, generosamente me pidió que la viéramos juntos, así que güisqui en mano nos dispusimos. Simplemente me impactó y le dije: “Paul, no le muevas nada, quizá tal secuencia se puede acortar”; en fin, tonterías por rellenar una conversación con un director en toda la extensión de la palabra. Error: debía haberle llevado la contraria para que no le moviera un solo cuadro.

Era, en resumen, un thriller político macabro absolutamente contemporáneo, como lo es la obra de Rubem, pero más cabrón. Creo que, posteriormente, la enseñó de más, tuvo demasiados comentarios; vi otro corte que no sé si quedó como corte final, pero, en mi opinión, la película merecía otra dimensión.

Otro mundo: otro cine

Pues sí, el cine ya no es el mismo, Paul, el mundo tampoco, y de tu discurso en el Auditorio se cumplió lo siguiente: la querida y odiada Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas hoy es interlocutor válido de la comunidad cinematográfica. No estoy de acuerdo con algunas de sus posiciones (como no lo estuve con algunas tuyas que mencionaste en aquel discurso), pero ahí está. El cine mexicano sigue invisible, aunque Filmin Latino cada vez tiene mejor demanda y audiencia. En resumen, te diría que ya se logró lo más difícil: organizarse, que bien sabes lo que implica; dialogar, ceder, avanzar y acordar. Como cuando tratamos de crear la Fundación Mexicana de Cineastas cuyo resultado final, entre otras cosas, fue la publicación de Hojas de Cine (que todavía se puede encontrar en librerías de viejo), en coedición con la SEP (con ayuda de Lilita Rossbach) y cuya edición original se hacía en verdaderas hojas de cine, al estilo de los semanarios magonistas de principios de siglo XX que tú propusiste, con la sana y vana intención de ir actualizando la compilación. Para las y los que no lo sepan, se trata de la recopilación de la historia del Nuevo Cine Latinoamericano a través de sus documentos, textos y manifiestos (suena a viejo, pero creo que vienen de vuelta).

Queda sobre la mesa la eterna discusión sobre políticas públicas, financiamiento, fomento, etcétera, y como bien decías: “El mundo cambió y nos cuesta mucho trabajo reconocerlo.” Además, prevalece la consideración de que es dinero del gobierno con el que se apoya y fomenta el cine nacional, y no nos entra en la cabeza que es dinero público, frente al cual debemos ser responsables; que el Imcine es nuestro; que, de acuerdo con tu ejemplo, ser independiente es serlo, no definirlo y luego serlo… y ahí paro, porque si no vamos a retomar la discutidera que iniciamos hace cuarenta años.

Tomado de: La Jornada

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