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La orfandad de los caníbales

Foto: DW

Por Iramís Rosique Cárdenas

«Toda secta es en realidad religiosa»

Karl Marx

La filogenia del sectarismo o cómo se enlata la política

Hay quienes dicen que el sectarismo es un fantasma, pero se equivocan. Quieren jugar al psicólogo y convencernos de que «el sectarismo no existe: no puede hacerte daño». Los fantasmas no existen, pero el sectarismo sí, y como la cólera de Aquiles, bastantes males ha causado «entre los aqueos», e incluso, bastantes almas de comunistas valerosos «precipitó al Hades» de la historia.

Este asunto ha sido varias veces denunciado en Revolución, aunque sobre él, en cuanto tal, se ha reflexionado poco. En nuestra psiquis política colectiva el sectarismo habita como trauma. Eso explica, quizás, los silencios que lo rodean o la angustiosa, y no pocas veces patética, urgencia de algunos para cerrar esa «gaveta» cada vez que se intenta abrirla. Una socorrida solución ha sido personalizarlo o moralizarlo: se reduce el sectarismo a un problema de carácter, a un problema de ambición personal de un individuo o un grupo, o a un resultado de simpatías o antipatías. También hay lecturas que asocian el sectarismo a determinadas matrices ideológicas como, por ejemplo, el marxismo-guión-leninismo. No obstante, estas asunciones no hacen más que oscurecer la comprensión del sectarismo y de sus causas, e imposibilitar su extirpación definitiva del campo de la militancia revolucionaria.

En política, como en agroindustria, existen tecnologías de conservación. Estas imponen, a los cuerpos sociales, disciplinas que aseguran la reproducción y consistencia de ideologías, órdenes, instituciones, grupos…

En ese sentido, el sectarismo no es solo una «enfermedad política»,[1] sino una tecnología política de la misma familia que el dogmatismo, la mistificación o la sacralización, y lo que la caracteriza es la colocación intransigente de su identidad de grupo particular por sobre las necesidades de la causa política más general en la cual se inscriben y dentro de la cual co-militan con otros grupos. No puede hablarse de sectarismo entre campos políticos antagónicos: el sectarismo se da hacia lo interno de un campo político con determinado grado de pluralidad y como tecnología actúa, en especial, sobre el colectivo cuya identidad «única» se pretende proteger de toda posibilidad de contaminación, desviación o disolución; o sea: sobre la «secta».

Tampoco se puede creer que alguien está per se inmunizado contra el sectarismo. Todo espacio de militancia es susceptible a desarrollarlo siempre que no se asista de una ética que lo considere intolerable.

Seguramente, cuando se habla de sectarismo, muchos piensen en fanáticos vociferando sus verdades sin escuchar a nadie, en fundamentalistas con intención de imponer su verdad a todo el mundo y con el plumón presto a etiquetar de «traidores» o «herejes» a más de uno. Pero, si bien estos son los sectarismos más recurrentes y dañinos, no son todos los que hay. Lo que acabamos de describir pudiéramos llamarlo sectarismo activo, preocupado no solo de disciplinar a su secta, sino también imbuido de la misión de convertir a todo el campo político en su secta y de castigar o expulsar de él a los que se resistan a ello. Este texto lidia, sobre todo, con ese tipo de sectarismo, pero es menester señalar que también existen sectarismos pasivos.

«Sectarismo pasivo» tenemos toda vez que un colectivo, sin vocación de castigo ni de persecución, coloca sus tiempos, modos, necesidades e identidades por encima de los del proyecto político común. Y cuando decimos «los del proyecto» no nos referimos a los que puedan existir en la conciencia parcelaria de la realidad de algunos, muchos, o incluso la mayoría, sino los que emanan de la toma de conciencia de la totalidad, del cuadro general del proceso político: de lo que Fidel denominó «sentido del momento histórico». Estas resistencias se convierten en techo de poca altura y mala fabricación para el crecimiento político de estos colectivos, devenidos también sectas, esta vez eremitas.

El «sectarismo activo», por su parte, opera como policía política y aspira a colocar el desarrollo de su conciencia como límite al desarrollo de la conciencia del resto del campo político.

No en balde estos sectarios, en vez de estar de frente al enemigo o junto a los compañeros de la retaguardia, se posicionan de espaldas al enemigo y de frente al campo propio para ver quién se mueve en la formación. Rafael Hernández señala algunos rasgos del «sectarismo activo» que captan muy bien lo que estamos describiendo:

«(…)

  1. Dentro del grupo, casi todo; fuera del grupo, nada.
  2. Quien no comparte los criterios y normas aceptadas no está solo equivocado (como dice el dogmatismo), sino se ha desviado, es peligroso, o indigno.
  3. Quien piensa diferente no comete error o ignorancia (como dice el dogmatismo), sino merece castigo (exclusión, estigma, desprecio).
  4. Los que se distancian se alían a la larga con ‘ese bloque del enemigo’ (trátese del imperialismo o del Partido-Estado).
  5. Purgar las filas y emplazar ideológicamente a los «inconsecuentes» se justifica moralmente en cualquier circunstancia, a nombre de ‘la verdad’.
  6. La confrontación, agresión y adjetivación personal pasan por debate de ideas, y valen como sustitutos a la carencia de argumentos.
  7. Toda actitud individual diferente entraña un motivo oscuro, endeblez de carácter o de principios.»[2]

Cuando leemos estos aspectos, comprendemos que el sectarismo no es un asunto ideológico ni está ligado a ideología alguna. Una vez preguntaba a un amigo por qué Ota Ola fustiga constantemente a personas como Elaine Díaz o Harold Cárdenas, y los tilda de «agentes del castrismo», de «comunistas», de «tibios». Su respuesta fue que Ota Ola tenía o se había asignado la función de disciplinar a su campo político, de uniformarlo y mantenerlo bajo la hegemonía de esa fracción histérica y desbocadamente anticomunista de la oposición contrarrevolucionaria tradicional con base en Miami. No podía permitir ni tolerar que terceros entendieran como legítimo que un opositor anduviera diciéndose «de izquierda» o se posicionara contra el bloqueo o criticara el enfoque Trump de las relaciones con Cuba. Ahí tenemos el sectarismo de derechas. También es bien sabido el ambiente que se respiraba en el grupo de Facebook de la difunta plataforma Archipiélago en sus días de alguna relevancia. Más de un enemigo del socialismo cubano se quejó de la intolerancia y el sectarismo de ese espacio, lo que demuestra que no es un asunto de izquierdas o de derechas sino una práctica política que puede ser desempeñada desde el interior de cualquier ideología o campo político.

Por supuesto que a nosotros nos interesa el problema del sectarismo para el campo revolucionario cubano. Y ese tema adquiere relevancia especial en un momento como este, cuando la refundación de la Revolución se hace urgente y en el que la oposición contrarrevolucionaria se ha replegado, porque los sectarismos y otras tecnologías de la conservación obstaculizan que el socialismo pueda ser renovado y retrasan la afirmación en el pueblo de cualquier sentido del momento histórico.

Las tres (anti)críticas del sectarismo o cómo se mata la política

Ya habíamos dicho que un mecanismo para eludir el trauma del sectarismo entre los revolucionarios cubanos ha sido el de personalizarlo, identificarlo con la praxis específica y aislada de este o aquel funcionario extremista o militante entusiasta e inmaduro. No obstante, en los últimos días, a propósito de la reemergencia de este debate, han ocurrido variaciones discursivas remarcables, que no son sino otros modos de evadir la contradicción de la que los comportamientos sectarios son síntoma. Aunque hay que admitir que todas esas posiciones entrañan una aceptación tácita de que el sectarismo es un problema político y hace daño a la Revolución.

La primera de estas variaciones consiste en el intento de homogenizar, más bien camuflar, el sectarismo bajo el manto de la crítica libre y revolucionaria. ¿Por qué se acusa de sectarismo a los compañeros que simplemente están haciendo una crítica? ¿Acaso alguien se cree inmune a la crítica? ¿No es acaso la crítica un deber revolucionario y una manifestación de salud política, de diálogo?

Probablemente estos compañeros han confundido la noción cotidiana de «crítica» como «decir lo malo de», «hacer leña de», «hablar mal de», con la crítica como ejercicio intelectual de análisis, de dilucidación, de esclarecimiento, que es la que puede tener utilidad en los debates entre compañeros con el mismo horizonte político.

Ni acusar, ni levantar sospechas, ni etiquetar a la ligera son ejercicios rigurosos de crítica. Cuando acusamos a un revolucionario de «centrista» o de «socialdemócrata» o de «liberal» sin tomarnos el trabajo de explicar qué significan esas etiquetas y cuáles acciones o ideas del compañero en cuestión califican como tales, no estamos haciendo ninguna crítica. Eso es simple y burda difamación.

Cuando destapamos la bola de cristal para adivinar y «denunciar» ocultos deseos, posibles traiciones, vínculos vergonzantes o indicios de analogías con pasados traidores, no estamos haciendo ninguna crítica tampoco: eso se llama cacería de brujas. No sabemos bien si es infantil o es cínico, pero el empeño de hacer pasar por pensamiento crítico todos estos tópicos vulgares ―que además no son nada originales y se han repetido una y otra vez desde el siglo pasado―, subestima la inteligencia de todos los que escuchamos tal «argumento».

La segunda variación evasiva recurre a anular la dimensión política del conflicto y desviar el tema hacia la moral. Entonces el sectarismo no se maneja como lo que es, un asunto político, que debe emplazarse y discutirse públicamente, sino que se reduce a una pelea de grupitos, a una cuestión de pandillas. De este modo se clausura toda posibilidad de que la disputa sea resuelta en favor o en contra de la política sectaria: se prefiere, desde una falsa superioridad ética, denunciar los males del ego y la falta de humildad, como si fueran las causas del problema. Incluso en esta línea se llega a esgrimir un conveniente relativismo en el que «nadie tiene la verdad», que es una delicada manera de decir que nadie tiene la razón.

Pues no: sí hay quien tiene la razón, y sí hay quien daña a la Revolución Cubana. El sectarismo y los sectarios hacen daño y están equivocados, y todos los que contra el sectarismo se levantan ―desde dentro del propio campo revolucionario― tienen la razón al hacerlo.

La tercera y más socorrida variación es el llamado a la sacrosanta unidad. Un día tendremos que preguntarnos hasta cuándo vamos a tolerar que tras el parabán de la unidad o el de la Revolución se escuden individuos y conductas que las laceran y las pudren. La unidad esgrimida ahí es una unidad abstracta. ¿Qué unidad es esa y con qué? ¿Qué lacera más la unidad, la cultura política inquisitorial o el llamado a destruirla?

Enseguida corren algunos a pedir que ese tipo de asunto se dirima en privado porque en público «dan armas al enemigo». Hay que sonreír imaginando a estos extintores parlantes susurrarle a Fidel hace sesenta años: «Ay, comandante, no denuncie a Aníbal Escalante públicamente que eso da armas al enemigo, mejor llámelo a un aparte en un pasillito que es como hacen las cosas los revolucionarios que cuidan la unidad». Por supuesto que a nadie se le ocurrió semejante tontería. Fidel habló, y bien alto, y frente a todos expuso los males del sectarismo, y no sería aquella la única vez. Y poco importa si el enemigo lo usó con oportunismo: hace sesenta años estaba muy claro que el sectarismo constituía una debilidad y el problema debía ser ventilado en favor del fortalecimiento del bloque de la Revolución. No era una entrega de armas al enemigo, era una manera de apertrecharse ante el enemigo. Ese día «Fidel habló para los revolucionarios», y para nadie más.

No obstante, nos enfrentamos ahora a la ausencia de una ética colectiva y sin eso nadie puede esgrimir una unidad que no sea abstracta, metafísica y, por tanto, falsa. ¿Cuál es la ética de la Revolución? «Revolución es no mentir jamás ni violar principios éticos». ¿Cuáles principios? Probablemente hay consenso en que no se puede ser corrupto y revolucionario a la vez. Pero, ¿se puede ser machista y revolucionario? ¿Y homófobo? ¿Y violento? ¿Y racista? Podríamos decir que no, pero eso no significaría nada. ¿Acaso no hay personas racistas, machistas u homófobas que se siguen considerando a sí mismas «revolucionarias»?

Solo en abierto debate de ideas y argumentos puede pugnarse por que una ética nueva se haga hegemónica a un campo político y se erija en ética colectiva y verdaderamente unitaria.

Las evasiones al asunto del sectarismo —que a veces se levantan de modo similar para otros temas— obstaculizan la expiación de esa práctica nociva y son manifestaciones evidentes de antipolítica. Y nada es más extraño y hostil al socialismo que la antipolítica. Si el capitalismo es la sociedad en que la forma mercancía se universaliza, el socialismo es la sociedad de la progresiva universalización de la política, entendida como el espacio de la deliberación, del conflicto, de la conciencia, de la palabra. La democratización de la vida, de todas las esferas de la sociedad, pasa por la entrada de la política en cada una de ellas. La clausura de la política que resulta de la huida constante de la contradicción y el conflicto es uno de los mayores obstáculos de nuestra cultura política para la profundización del socialismo en Cuba.

La orfandad de los caníbales o cómo se restaura la política

Esperemos nunca tener que extrañar a los antiguos dogmáticos del marxismo-guión-leninismo. Konstantinov, Afanasiev, Oizerman…: todos aquellos viejos profesores de filosofía que saltaban como fieras ante los indicios más mínimos de «revisionismo». Ellos eran guardianes de un poderoso dogma que sostenía Estados gigantes y movía a millones de personas en el mundo. Sabemos que el dogmatismo y el sectarismo son diferentes y que no tienen que convivir, pero podemos decir, sin temor a equivocarnos, que si el sectarismo tiene un padre, ese es el dogmatismo. Y no es solo su padre: es también su corazón. Bajo la luz cegadora de un dogma magnánimo se entiende la ferocidad de los viejos estalinistas dispuestos a echarse los unos sobre los otros como hienas, encantadas por el fulgor de la «doctrina invencible del proletariado», en aras de proteger su «pureza». Así mismo, puede llegar a comprenderse el fundamentalismo religioso, embriagado del mandato mesiánico proveniente de Dios.

Decía Marx que toda secta es en realidad religiosa. ¿Pero cuál es el dios de nuestros sectarios?

Seguramente ante la pregunta responderían airados: «¡La Revolución!». Así, con mayúsculas. Y habrá que insistirles una vez más: ¿qué es la Revolución? O más bien, ¿qué es para ustedes? Estas son preguntas difíciles que, por demás, no hemos hecho aún a esos compañeros. Lo que tenemos como pista son las reacciones virulentas de ellos ante lo que consideran la anti-Revolución.

Si alguien juzga sospechoso o se molesta porque se emplee a un autor francés o norteamericano para explicar fenómenos de la Revolución Cubana, ¿qué cuerpo doctrinario está protegiendo? Cada vez que se acusa a alguien de «centrista» o de «liberal» o de «socialdemócrata», ¿de qué se le acusa exactamente? Esas etiquetas, devenidas ofensas, se han vuelto muy socorridas en los últimos años. ¿Qué son el «centrismo», el «liberalismo» y la «socialdemocracia»? Los dogmáticos y sectarios de antaño, del viejo Partido Socialista Popular (PSP), de la URSS, tenían todo esto milimetrado, pero ¿y estos?, ¿qué es lo que defienden?

Hay un problema de fondo en el asunto de acusar de centrismo o de socialdemocracia. En Cuba, desde 1991, pero sobre todo después del retiro de Fidel y el cese de su práctica política discursiva permanente, hay una crisis doctrinal de la Revolución Cubana.

Esa crisis hace que sea difícil distinguir los discursos clásicamente liberales o socialdemócratas, por ejemplo, del discurso del Estado sobre determinados temas.

La Revolución Cubana está pagando una derrota que no fue suya: la del socialismo europeo. La ideología producida en Europa del Este, su marxismo-guión-leninismo, con todos sus defectos y su dogmatismo, otorgaba sostenimiento espiritual y sentido a un mundo —epistemológico, político, jurídico, ético, existencial, estético…— . Su hundimiento dejó a la Revolución Cubana y su socialismo como náufragos en el océano de las ideologías.

Por fortuna teníamos a Fidel, una máquina líder productora de sentido. Fidel pasa entonces a convertirse en la principal fuente de legitimación ideológica. En ausencia de un cuerpo doctrinal y espiritual sólido, más allá de la ambigüedad transclasista que caracteriza a todo nacionalismo, lo que Fidel explica y suscribe se considera lo revolucionario. La condición revolucionaria de las ideas ya no reside en su consistencia con un canon específico, sino en el emisor: Fidel, mientras estuvo activo.

Por un lado, esto tuvo la limitación de que es imposible que el grueso de la reproducción ideológica de una sociedad recaiga en un sujeto individual. El mundo del socialismo real era sostenido por miles y miles de pensadores, artistas, políticos, maestros, científicos, etc. Por otro lado, luego de Fidel, el Estado —y no el Partido— lo sustituye como fuente de legitimación ideológica. Entonces ocurre un desplazamiento muy interesante en nuestros sectarios.

Si un intelectual de izquierdas, pero sin cargos gubernamentales, señala la naturaleza estructural del bloqueo para el socialismo cubano y la necesidad de crear y avanzar a pesar de él, algunos compañeros se levantan airados a cuestionar las ocultas intenciones perversas de ese intelectual que seguramente lo que pretende es blanquear y minimizar el bloqueo. Basta que a la semana siguiente el compañero Primer Secretario del Partido suscriba la misma idea para que, ¡entonces sí!, ellos puedan asumirla como algo decible y aceptable. Del mismo modo, algunos son muy ácidos contra economistas cubanos que no trabajan para el enemigo, pero que tienen visiones críticas sobre determinada política económica, a los cuales acusan enseguida de neoliberales o socialdemócratas ―sin demostración alguna de en lo que esto consiste―, pero luego se hace mutis cuando en un Pleno del Comité Central un compañero dice que cuando los ricos se enriquecen jalan a los pobres.

Esto indica que para algunas de nuestras sectas locales lo sagrado no es tanto el proyecto revolucionario como el poder que lo sostiene, el cual se les presenta como productor de la verdad.

Que una relación de poder sea el instrumento de legitimación ideológica implica unos niveles de mistificación y metafísica política extraordinarios, además de ser un excelente asidero a los oportunismos de todo tipo que siempre sacan ventajas de las opacidades. El avance o el libre desarrollo de un sectarismo huérfano y sin corazón, cuya única sujeción es la «verdad» del poder, es muy peligroso para el futuro del socialismo cubano, porque precisamente los discursos liberal y socialdemócrata logran calar en las conciencias de revolucionarios, no porque sean engañosos o porque la gente sea tonta, sino por la inconsistencia actual del cuerpo doctrinal de la Revolución Cubana. ¡Y contra el completamiento de este se levantan nuestros caníbales!

Quien desee ser solamente ideólogo del poder, es decir, de políticas gubernamentales, de «lo que está», de la burocracia —como rezan recientes confesiones de algunos—, y no ideólogo del proyecto, de la Revolución, de «lo que queremos ser y de aquello por lo que luchamos», que lo sea; pero que no intente hacer pasar eso como militancia revolucionaria. Y que tampoco se atreva, con sus cacerías de brujas y sus mediocridades, a intentar ponerle freno al empeño de pensar y hacer la Revolución Cubana; porque ante toda voluntad de congelar el tiempo y convertir a los revolucionarios cubanos en un ejército de obsecuentes y repetidores, solo hallarán un fuego que se esparció por toda Cuba el 25 de noviembre de 2016, y que no se extinguirá hasta abrasar este mundo y dar a luz a un mundo nuevo. ¡Aprendan a arder, o serán consumidos!

Notas:

[1] Como lo describe Rafael Hernández en su excelente artículo «Algunas enfermedades infantiles en la cultura del socialismo en Cuba», publicado en el diario digital OnCuba el 6 de marzo de 2020 (https://oncubanews.com/opinion/columnas/con-todas-sus-letras/algunas-enfermedades-infantiles-en-la-cultura-del-socialismo-en-cuba/).

[2] Rafael Hernández, op. cit.

Tomado de: La Tizza

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La Reforma universitaria

Alma Mater. Universidad de La Habana Foto Cubadebate

Por Graziella Pogolotti

Transcurría el año 1918 cuando en Córdoba, Argentina, estallaba un brote renovador que muy pronto, como mancha de aceite, se extendería a la América Latina toda. Un siglo después de haberse desgajado nuestras repúblicas del dominio de España las universidades permanecían anquilosadas.

La propuesta transformadora de los jóvenes argentinos incluía aspectos de orden académico, pero se proyectaba mucho más allá. Problematizaba, en términos innovadores, la función del alto centro docente en la sociedad. Estudiantes asumían responsabilidades políticas, culturales y educacionales con vistas a salvar las brechas que los separaban de las masas populares desamparadas.

Aunque el contexto desfavorable cercenó la realización total del propósito, el modelo introdujo algunos cambios. Aparecieron en todas partes departamentos de extensión cultural que, en alguna medida, trataron de paliar las deficiencias de las políticas gubernamentales y, sobre todo, a partir de entonces las universidades se convirtieron en focos de fermento de ideas y de participación juvenil en la vida pública.

En Julio Antonio Mella coincidieron el cuerpo atlético y la inteligencia poderosa, dotada para conjugar el análisis de la realidad concreta con la lectura provechosa, libre de esquemas y simplificaciones dogmáticas, de Marx y Martí. Asimiló la lección renovadora de la Reforma universitaria de Córdoba. Animó la fundación de la FEU, intentó depurar el claustro de los profesores adocenados y dio cauce a la creación de la Universidad Popular José Martí, destinada a la formación de la clase obrera.

Asesinado en México por la tiranía de Machado, algunos logros iniciales fueron cercenados. Pero la semilla estaba sembrada. La juventud universitaria se lanzó al combate. Dejó una estela de mártires, a quienes se les rendía homenaje cada 30 de septiembre, fecha de la caída de Rafael Trejo en 1930.

La tradición se radicalizó al perpetrarse el golpe de Estado de Fulgencio Batista. Las universidades se convirtieron en centros propulsores de acciones combatientes que trascendían la voluntad de derrocar la dictadura. Había que modificar las raíces de un sistema conformado por la dependencia del capital foráneo y los rezagos del neocolonialismo.

Sin embargo, el proyecto reformador de la enseñanza había quedado trunco. Al cumplirse un año de la Campaña de Alfabetización tomaba cuerpo el rediseño integral de la educación superior. Para fundar soberanía en el área del conocimiento se abrieron las hasta entonces inexistentes facultades de Economía y Biología.

En la base de la pirámide, el departamento devino la célula básica que articulaba investigación y docencia, configuraba programas y planes de estudio, planeaba la superación permanente del claustro y emprendía la urgente actualización y modernización del saber en los distintos ámbitos de la ciencia. En la Universidad Central de Las Villas, el Che había llamado a los centros de educación superior a pintarse de pueblo.

Para los profesores de entonces, muchos de ellos novicios, se planteaba un desafío gigantesco de estudio y búsqueda de amplias fuentes bibliográficas. Era una carrera contra el tiempo, porque los estudiantes de nuevo ingreso estaban tocando a las puertas. En algunas áreas pudo contarse con la colaboración de especialistas procedentes de otros países. Llegaron de la América Latina, de Europa occidental, de Estados Unidos y de los países socialistas. Deslumbrados por los rasgos singulares de una Revolución triunfante que enlazaba el movimiento de liberación nacional con la proyección hacia el socialismo, los movía un generoso espíritu solidario.

Inmersos en el empeño de participar en la edificación de un país, no habíamos cobrado conciencia de tener una asignatura pendiente. No bastaba con instruir. Era necesario formar. Para hacerlo, resultaba indispensable conocer la Cuba que habíamos heredado. Pasar de la concepción teórica de la naturaleza del subdesarrollo al contacto concreto con sus dimensiones sociales y culturales.

Fidel convocó a impulsar un trabajo de animación sociocultural en zonas intrincadas de la isla. Con entusiasmo misionero acopiamos un muestrario de imágenes de las artes visuales y selecciones de textos literarios. Marchamos dispuestos a enseñar. Topamos entonces con el universo largamente marginado en lo profundo de la sociedad. Nos sentimos desarmados. Comprendimos la necesidad de forjar herramientas para edificar el diálogo con el otro. De maestros nos convertimos en aprendices. Modificamos definitivamente nuestra noción de cultura, entendida ahora desde perspectivas antropológicas y sociales.

Integrada al proyecto transformador revolucionario, la Reforma universitaria modernizó la enseñanza. Abrió la mirada hacia anchos horizontes. Siguiendo el precepto martiano, injertó el saber del mundo en el tronco de nuestras repúblicas.

Tomado de: Juventud Rebelde

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Con Laidi, en nuestro tiempo

Por Zaida Capote Cruz

Una de las crónicas de este libro registra el interés, la simpatía o el rechazo que suelen provocarnos las fotos ajenas, fotos de gente desconocida que aparece en la solapa de un libro o en una página web y que, por esa magia extraña de la imagen, nos venden la ilusión de que solo por contemplarlas sabemos más de (o conocemos mejor a) quien porta ese rostro más allá del libro o la virtualidad. Y también comenta el afán de mucha gente, una vez vista la foto, por conocer a la persona de marras, sea un autor, un artista, o cualquier otro personaje notorio. Por supuesto que, tratándose de una crónica de Laidi, pronto aparece la burla, y la voz malévola que describe nuestros hábitos acusa cómo usamos fotos lejanas en el tiempo, negando el envejecimiento y el paso del implacable.

Debo decir que, aunque me dedico, vamos a decir, profesionalmente, a leer libros ajenos, no suelo sentir curiosidad por conocer a sus autores. Frente a aquellos cuyos libros admiro, seguramente me cohibiría. A quienes me hicieron detestar sus libros no me interesa conocerlos. Son contadas las veces que puede una admirar, disfrutar un libro y construir una relación grata con su autor.

Pero no era por esto que empecé a hablar de las fotos. Es que me hizo recordar una de nuestras fotos más recientes, hace algunos años, cuando Laidi ganó el premio El Dinosaurio de minicuento, y Helen Hernández Hormilla y yo fuimos a acompañarla y celebrarla durante la premiación en La Cabaña. Todavía estábamos las tres en la Isla. Todavía yo me teñía el pelo. Todavía ignorábamos cuánto iban a cambiar nuestras vidas (y nuestras apariencias). Pero ver esa foto me hace muy feliz. Casi tan feliz como estar aquí hoy, acompañando este nuevo libro de Laidi junto a ustedes.

La crónica es un género saludable. Algo hay de verse en el espejo, de revisarse cotidianamente, de compararse con los demás, en ese recorrer una y otra vez las esquinas de la vida, los paisajes, los hábitos, las marcas que nos ha ido dejando la brega cotidiana. Y todavía más saludable es reírnos de nosotros mismos, ahondar en nuestras incongruencias, aprender más de quiénes somos.

Este libro de Laidi me puso a pensar en cómo tantas veces hemos leído crónicas –o estampas, como le gusta a ella decir, siguiendo a sus maestros- que nos acercan momentos del pasado, vetusta chismografía de otro tiempo, o nos invitan a reflexionar sobre algún tema de actualidad escenificando una historia cualquiera. Pero pasa, bastante a menudo, que el cronista no se involucra, que se queda al margen de la historia, que sobrevuela la escena como aquel estudiante que gozaba del favor estrambótico del diablo cojuelo. Vista así, como sobrevolándola, como si estuviera una manejando un dron de esos que salvan a los malos directores de telenovelas, la vida es otra cosa. Una anécdota más, una vivencia ajena, algo de lo que podemos aprender sin conmovernos.

Laidi no puede escribir como un paseante cualquiera, mirando las vitrinas con interés pero sin pasión, hablando de sí misma y de nosotros como si fuéramos extraños. Ella no puede, y yo se lo agradezco. No puede, porque tiene sus virtudes (que son, como suele ocurrir, sus defectos). Es apasionada hasta la médula, leal hasta la ferocidad, y arriesga hasta la entraña en muchas de sus viñetas costumbristas, raspando la costra del pintoresquismo risueño para compartir la hondura de un sentimiento, de una pérdida, de un ataque de ira o de ese desgaste cotidiano en que también puede convertírsenos la vida.

Por eso, por esa pasión que traiciona, pudiera decirse, la buscada distancia e imparcialidad del cronista, puede de repente salirnos con que “no es sano esconderse tras un vocablo –“gente”-; sino dar la cara, el nombre, el pecho, y decir: ‘Fui yo’.” Leo ese tipo de aseveraciones y, aunque este libro no tiene foto de la autora, puedo decir que ahí la reconozco.

También la reconozco en su jocosa descripción, entre resignada y distante, de la doble jornada de trabajo que las mujeres asumimos casi sin notarlo, en la profunda y dolorosa reflexión sobre la emigración de los más jóvenes, en la claridad con que registra los inconvenientes para vivir una vejez con dignidad, en su defensa de la solidaridad femenina, en su necesidad de confiar en los otros, a pesar de los desengaños, en la claridad de su insobornable denuncia del silencio y la ignorancia que pretenden instalar la borradura de una tragedia descomunal, la de los feminicidios y otros abusos que deberían castigarse como lo que son, crímenes imperdonables, para lo cual no duda en pedir, una vez más, una ley contra la violencia de género.

Otra de las virtudes de este libro es el relato desenfadado de las vicisitudes que debemos sortear en nuestras vidas, esas de las que nos salva una sonrisa, la solidaridad, el apoyo de quienes enfrentan problemas similares o la simple compañía cordial.

No se los he dicho todavía, pero el libro tiene secciones, varias. De todos modos, por donde quiera que lo abran, tendrán la experiencia de leer, de escuchar una voz que es ella misma, siempre. Yo me río sola cuando tropiezo en las crónicas de Laidi con algún término médico, de esos que parecen ininteligibles. O cuando usa esa cercanía suya con la práctica médica para construir un símil muy gráfico, como el de un tacto rectal en pleno Coppelia. También me río cuando leo historias que pudieron ser mías, como las de los reportes en la beca y la persistencia de indicar que padecía “tibieza” severa (también me alegra saber que éramos muchos los contagiados de morosidad). Son las suyas las vivencias de una generación, y como testimonio de época, como registro de lengua, porque Laidi usa con gran desparpajo el habla popular y sabe compartir su disfrute, este libro ofrece un testimonio de la Cuba que fue y de la que está siendo ahora mismo, viva y proliferante.

Pero las historias suelen transcurrir en un escenario. Uno de los escenarios privilegiados del libro es la ciudad. La Habana de sus dolores, con sus aceras desniveladas, su gritería barriotera, su inhóspito aeropuerto, sus bancos ineficientes y sus tiendas torturadoras, sus colas sempiternas que solo logramos paliar a golpes de solidaridad. Para La Habana pide Laidi más amor, de manera que pueda brillar por sí misma y no por sus arroyos de aguas albañales. Y a quienes vivimos en ella, menos egoísmo y más altruismo, ser mejores, aunque sea un poquito.

Otros males y algunas gracias de nuestro estar en el mundo aparecen reseñados aquí con el gracejo de quien se burla de sí misma y de todos sin complejos; de quien se revisa de frente para ver qué puede corregirse, avivando la esperanza de ser mejores. La avalancha del inglés y otros usos que van atropellando el habla de otros tiempos, la enquistada burocracia contra la cual chocamos una y otra vez, el atropello cotidiano a los más viejos, la carencia de medicamentos, unos hanunzios (con h y con z) cuya ignorancia ortográfica y gramatical –y esto no lo dice Laidi, aprovecho para decirlo yo- se van filtrando y asentándose cada día con más frecuencia en la prensa escrita y televisiva sin que parezca preocuparle a nadie. Al mismo tiempo, ese dolor por el habla herida y la escritura magullada se consuela festejando la creatividad de los refranes y los consejos gratuitos que nos ofrece cualquier persona desconocida.

También nos convida a reflexionar sobre la extraña sociabilidad de las redes sociales, con sus episodios de acoso y ciberchancleteo, su utilidad para acortar distancias, su capacidad para ofrecer resguardo a quienes opinan sin dar la cara y la falta de moderación en la escalada de contrariedades que van sumándose para alimentar la llamada cultura de la cancelación, en que si no me gusta lo que dices, te hago callar o te ignoro.

Aquí hay espacio para mucho más y de seguro, cuando terminen de leer Tiempo de mujeres se quedarán ensayando cuáles temas se quedaron, qué sugerencias valdría la pena hacerle a Laidi para que siga, mientras escribe, conjurando la desilusión y la desesperanza, haciéndonos saber que compartimos un destino difícil, pero nuestro, y que estamos comprometidos en ensanchar nuestros espacios de humanidad, que no para otra cosa sirve, si es que debe juzgarse en términos de utilidad, la literatura. Y hacerlo con una sonrisa en los labios, siempre que podamos.

Yo encontré a Laidi en estas páginas y, aunque este libro no tenga foto de la autora, tiene una especie de declaración de fe, casi al final, en la cual nos propone que para enfrentar daños disímiles lo mejor que se puede hacer “es afianzarse uno mismo, anclarse en aquello en lo que definitivamente se cree”. Esa recomendación de autenticidad y transparencia nos la pinta de cuerpo entero.

(Presentación de Tiempo de mujeres en la Uneac, el 6 de enero de 2022)

Tomado de: Asamblea feminista

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Trump: enfermedad o síntoma

Osama Hajjaj (Jordania)

Por La Jornada @LaJornada

A un año de que una turba azuzada por el ex presidente Donald Trump asaltó el Capitolio estadunidense, el actual mandatario, Joe Biden, pronunció un discurso en el que acusó a su predecesor de haber intentado impedir un traspaso pacífico del poder. En la óptica de que dentro y fuera de Estados Unidos se vive una lucha entre la democracia y la autocracia; entre las aspiraciones de la mayoría y la avaricia de unos pocos, el demócrata denunció la red de mentiras sobre las elecciones de 2020 que el magnate ha creado porque valora el poder por encima de los principios y antepone su propio interés al de su país.

El desprecio de Trump hacia la legalidad, las formas democráticas y las mínimas normas del decoro institucional son un hecho patente desde su irrupción en la vida política; pero sería erróneo suponer que la crisis moral en la que se encuentra sumergida la sociedad estadunidense inició en 2015 –cuando el ex presentador de televisión anunció su intención de contender por la presidencia– o que fue gestada en su periodo al frente de la Casa Blanca. Por el contrario, el trumpismo es la consecuencia más dramática de la disfuncionalidad de larga data del sistema político estadunidense, y de la creciente incapacidad del mismo para responder a las demandas de la sociedad.

Dicho sistema se ha vaciado de contenidos verdaderamente democráticos hasta quedar reducido a un espectáculo, una simulación del gobierno del pueblo. Así lo reflejan la inamovilidad de su oligarquía bipartidista y de su clase política hermética, impermeable a la realidad, o la continuidad de un modelo de votación indirecta en el cual es factible (como fue el caso del mismo Trump, pero ya había ocurrido con su correligionario George W. Bush) ganar la elección, pese a perder la mayoría de los sufragios.

Más allá de esos problemas obvios, hay una palpable discordancia entre los principios políticos declarados y la realidad social e institucional. El enorme poder de los dueños de los grandes capitales y de los medios de información dominantes para influir sobre las decisiones políticas e imponer su agenda por encima de la voluntad popular anula en la práctica la pretendida igualdad de derechos de los ciudadanos y a ello se suma un racismo estructural que mantiene a millones de personas fuera del cuerpo político. Todo ello redunda en un divorcio de tal magnitud entre clase política y sociedad que desacredita por completo al sistema y abona al surgimiento de expresiones radicales como el propio trumpismo.

No es baladí recordar que la figura de Donald Trump es producto de la crisis económica crónica en amplios sectores de la población estadunidense y de instituciones que no han estado a la altura de las necesidades sociales: sólo reconociendo en el magnate al fruto de un descontento profundo y legítimo podrá desactivarse el riesgo de que él u otro personaje usen la ira de las mayorías empobrecidas para minar los fundamentos de la democracia. En este sentido, es preciso entender que las fuerzas sociales aglutinadas por el trumpismo no serán derrotadas en la arena política, sino únicamente a través de un cambio social y político profundo, en el cual se incluya tanto el rescate de las víctimas del neoliberalismo como la revisión de valores que larvan la urgente solidaridad social, entre los que se cuentan algunos tan preciados por los estadunidenses como el individualismo.

Tomado de: La Jornada

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Brasil: ¿Año nuevo?

Luc Descheemaeker (Bélgica)

Por Eric Nepomuceno

Llevamos nueve días de 2022, pero la verdad es que, al menos en este Brasil destrozado, seguimos como en los peores momentos de 2021, el año maldito que parece no terminar nunca.

La pandemia de covid enfrenta un nuevo brote, esta vez de la variante Omicron, pero nadie sabe de qué proporciones. Hospitales públicos y privados reciben legiones de pacientes, no conozco a nadie que no tenga algún caso en la familia o en gente cercana, pero el verdadero número de infectados es desconocido.

Además hay una nueva epidemia de influenza, un tipo muy severo de gripe, que también lleva a internaciones en hospitales.

Los más atentos y que pueden pagar por un test de covid buscan frenéticamente por farmacias y laboratorios clínicos. Los demás no tienen a quien o adónde acudir: no hay ninguna acción del gobierno para expandir el testeo, las personas que tienen recursos actúan por iniciativa propia, las demás quedan al sabor del viento.

El ablandamiento de medidas mínimas de restricción en el fin del año que no acabó causó efecto: en la ciudad de Río de Janeiro, por ejemplo, la proporción de diagnósticos confirmados en el testeo aumentó de 0,7% de principios del pasado diciembre para 46% en esta primera semana de enero.

Todo eso ocurre mientras dos otros factores aumentan la preocupación general, pero muy especialmente de médicos y funcionarios de salud.

El primer factor es la falta de datos actualizados de la pandemia y que servirían para la elaboración de análisis concretos sobre los casos de internaciones, contagio y óbitos, además de saber cuáles son las localidades más afectadas y la edad con mayor incidencia de Covid.

A raíz de esa falta los médicos y científicos responsables no tienen cómo elaborar informes que servirían de base para establecer acciones.

La causa de esa confusión está en la acción de hackers en el sistema de información del ministerio de Salud. Ocurre que esa acción se dio el 10 de diciembre, y pasado un mes nadie en el ministerio o en el gobierno logró sanar el problema. Parece increíble semejante ineptitud, pero así es.

Hay fuertes sospechas de que el hacker en cuestión sea alguien del mismo ministerio. Es que la salida de los datos hacia el espacio coincidió con otra ofensiva del presidente Jair Bolsonaro y de su ministro de Salud contra la exigencia del llamado «pasaporte de vacuna», o sea, que para ingresar o frecuentar determinados lugares sea obligatoria la presentación del certificado de vacunación.

Al hacer desaparecer el registro de vacunados, el hacker llevó todo el resto para el espacio. El ministerio asegura que los datos fueron preservados, pero nadie logra acceder a ellos y menos aún actualizarlos.

Tanto el ultraderechista mandatario como su ministro son radicalmente contrarios a la exigencia del “pasaporte”, pero nada pueden hacer: por determinación de la corte suprema de Justicia, la palabra final las tienen alcaldes y gobernadores. Y la inmensa mayoría aprueba la medida.

El otro factor determinante para que el cuadro preocupante se fortalezca está en la acción de Bolsonaro.

Pese a la nueva crisis, él sigue en campaña permanente contra la vacuna y toda y cualquier medida de prevención. Junto a su ministro de Salud, pone especial énfasis en dar combate a la vacunación de niños entre 5 y 11 años.

A mediados de diciembre la agencia reguladora de Salud aprobó la medida, pero el ministerio de Salud recién la autorizó el pasado día 5, a raíz de la determinación del Supremo Tribunal Federal.

Con eso se retrasó la compra del inmunizante y, como consecuencia, de su aplicación, que recién empezará a fin de mes y en escala muy por debajo de lo que podría y debería ser.

Bolsonaro seguirá promoviendo aglomeraciones, poniendo en ridículo medidas básicas de protección, como el uso de barbijos, descalificando la vacuna, retrasando su compra, tratando por todos los medios de sabotear su aplicación. Su conducta será seguida por su fidelísimo ministro de Salud.

Pese a tal actitud criminal, 67% de la población brasileña adulta ya se vacunó. Y eso significa, entre otras cosas, que cada vez más Bolsonaro se dirige especialmente al núcleo más duro de sus seguidores más radicales, y es cada vez menos oído por la inmensa mayoría de la población.

El problema, entonces, no se resume a lo que él dice o deja de decir, pero sí a lo que él hace –promover aglomeraciones, incentivar la ignorancia– y lo que deja de hacer: comprar inmunizantes para todos.

Sí, sí: vamos por el noveno día de 2022, y surgen claras señales de que el año solo será nuevo a partir del domingo 2 de octubre, cuando ocurrirán elecciones presidenciales.

Será un largo tiempo de tensiones y peligros, tal como estaba previsto.

Lo que nadie puede prever es su dimensión. Al fin y al cabo, Jair Bolsonaro no es un caso para analistas y científicos políticos: es para psiquiatras.

Tomado de: Página/12

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Todo va de maravilla

Julian Assange, periodista y editor del sitio web WikiLeak Foto Agencia Envolverde

Por Edward Joseph Snowden

Edward Snwoden explica por qué la decisión del Tribunal Supremo británico de extraditar a Assange podría sentar un precedente extremadamente peligroso para la profesión del periodismo. Y el denunciante no perdona a todos los “periodistas” que han optado por condenar a Assange, cavando la tumba de su propia profesión.

Evangelio, una palabra del inglés antiguo, es un concepto que significa “buenas noticias”. Y es el evangelio lo que ha escaseado al adentrarnos en la temporada navideña. Cada vez que este hecho me deprime, recuerdo que encontrar el mal, la fechoría e incluso el sufrimiento en los titulares, es sólo una señal de que la prensa está haciendo su trabajo. No creo que ninguno de nosotros quiera despertarse por la mañana y leer “¡Todo va de maravilla!” sobre nuestro cóctel de ponche de huevo, aunque incluso si lo hacemos, sabemos que un titular así es sólo una indicación de todo lo que no se informa.

Al entrar en esta época navideña, me siento acosado por extraños sentimientos religiosos; digo extraños porque no soy muy creyente, ni en Dios, ni en los gobiernos, ni en las instituciones en general. Trato de reservar mi fe para las personas y los principios, pero eso puede llevar a algunos años de escasez en el apaciguamiento de la sed espiritual. Puedo encontrar una forma de atribuir mis impulsos al ritualismo del Covid-19 –las abluciones de desinfección y enmascaramiento, el aislamiento penitente, el ¿qué significa todo esto? que surge de la confrontación con la impotencia y el capricho de la enfermedad–, pero una fuente más convincente podría ser la novedad de la paternidad: siendo la religión un sustituto de la tradición en general, me pregunto: ¿qué voy a dejar a mi hijo? ¿Qué herencia intelectual y emocional?

Junto con las “buenas noticias”, he estado pensando en la “mala fe”, una frase que siempre me recuerda el chiste de Thomas Pynchon, en el que todo lo malo se convierte en un balneario alemán: Bad Kissingen, Bad Kreuznach, Baden-Baden… Bad Karma.

Conocía la frase sobre todo por su cosecha jurídica, pero empecé a notar que se aplicaba cada vez más a la política durante los ciclos de la historia de Bush-Obama: los republicanos siempre estaban “negociando de mala fe”, u “operando de mala fe”, y sólo empeoró después de eso: la frase se hizo más frecuente una vez que Trump asumió el cargo. Así que me sorprendió descubrir que “mala fe” tiene raíces mucho más profundas que nuestro derecho consuetudinario: male fides, del latín. Su uso, que es fascinante explorar, era originalmente literal: se utilizaba para caracterizar a alguien que practicaba la religión equivocada. De ahí pasó a la contradicción Whitmaniana, pero muy anterior a ella. Alguien que estaba “en mala fe” estaba en contradicción consigo mismo; tenía dos corazones, o dos mentes, o más. En este sentido, incluso Jesús podría decirse que estaba en mala fe, siendo en parte humano y en parte divino.

Me impresiona profundamente la generosidad de esta definición primitiva: hay una simpatía –una simpatía con “una casa dividida contra sí misma”– que falta por completo en el sentido contemporáneo, en el que la “mala fe” es una fechoría intencionada. Esto sigue siendo, al menos para mí, una historia cautivadora que hay que descifrar: cómo una frase que significaba, a grandes rasgos, “mentirse a uno mismo sin saberlo” llegó a significar, a grandes rasgos, “mentir a otros a sabiendas”.

Estoy seguro de que todos tenemos nuestros ejemplos favoritos (o menos favoritos) de esta práctica doble (o múltiple) –esta condición que sólo luego se convirtió en práctica–, pero para mí, la categoría de mala fe que se lleva el premio siempre ha sido el legalismo burocrático que me resulta más familiar. Tal vez una mejor manera de decirlo sería: aquellas situaciones en las que el derecho se opone a la justicia.

Estoy seguro de que conocemos bien este fenómeno: el representante del seguro médico o el empleado del instituto de transporte que dice “tengo las manos atadas”; el oficial de policía o el soldado que invoca sin ironía ciertas de las fuerzas del orden más malvadas del siglo pasado cuando se encogen de hombros y dicen: “Sólo estoy cumpliendo órdenes, amigo”; o incluso aquellos que salen en la televisión para sugerir que los denunciantes (whistleblowers) podrían estar protegidos, si sólo se sometieran a los “canales adecuados”, que es el código para estar en una parte muy particular del suelo suspendido por encima de un tanque con la etiqueta: ¡PELIGRO! PIRAÑAS.

Fue Jesús el que pidió perdón a sus crucificadores diciendo: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”, pero estos insoportables practicantes de la mala fe invierten la fórmula: saben exactamente lo que hacen, y sin embargo lo hacen. Me pregunto si pueden incluso perdonarse a sí mismos.

Esta Navidad puede ser la última que el fundador de WikiLeaks, Julian Assange, pase fuera de la custodia de Estados Unidos. El 10 de diciembre, el Tribunal Superior británico falló a favor de la extradición de Assange a Estados Unidos, donde será procesado en virtud de la Ley de Espionaje (de 1917) por publicar información veraz. Para mí está claro que los cargos contra Assange son infundados y peligrosos, en desigual medida: infundados en el caso personal de Assange, y peligrosos para todos.

Al tratar de procesar a Assange, el gobierno de EE.UU. pretende extender su soberanía a la escena mundial y hacer que los editores extranjeros sean responsables de las leyes de secreto de EE.UU. Al hacerlo, el gobierno de EE.UU. establecerá un precedente para procesar a todas las organizaciones de noticias en todas partes –todos los periodistas en todos los países– que se basan en documentos clasificados para informar sobre, por ejemplo, los crímenes de guerra de EE.UU., o el programa de aviones no tripulados de EE.UU., o cualquier otra actividad gubernamental o militar o de inteligencia que el Departamento de Estado, o la CIA, o la NSA, preferiría mantener encerrado en la oscuridad clasificada, lejos de la vista del público, e incluso de la supervisión del Congreso.

Estoy de acuerdo con mis amigos (y abogados) de la ACLU: la acusación del gobierno estadounidense contra Assange equivale a la criminalización del periodismo de investigación. Y estoy de acuerdo con innumerables amigos (y abogados) de todo el mundo en que en el centro de esta criminalización se encuentra una paradoja cruel e insólita: a saber, el hecho de que muchas de las actividades que el gobierno de Estados Unidos preferiría silenciar se perpetran en países extranjeros, cuyo periodismo será ahora responsable ante el sistema judicial estadounidense. Y el precedente establecido aquí será explotado por todo tipo de líderes autoritarios en todo el mundo. ¿Cuál será la respuesta del Departamento de Estado cuando la República de Irán exija la extradición de los reporteros del New York Times por violar las leyes de confidencialidad iraníes? ¿Cómo responderá el Reino Unido cuando Viktor Orban o Recep Erdogan pidan la extradición de los reporteros de The Guardian? No se trata de que Estados Unidos o el Reino Unido vayan a acceder a esas demandas –por supuesto que no lo harían–, sino de que carecerían de cualquier base de principios para su negativa.

Estados Unidos intenta distinguir la conducta de Assange de la del periodismo más convencional calificándola de “conspiración”. ¿Pero qué significa eso en este contexto? ¿Significa animar a alguien a descubrir información (algo que hacen a diario los redactores que trabajan para los antiguos socios de WikiLeaks, The New York Times y The Guardian)? ¿O significa dar a alguien las herramientas y técnicas para descubrir esa información (lo que, dependiendo de las herramientas y técnicas implicadas, también puede interpretarse como una parte típica del trabajo de un editor)? La verdad es que todo el periodismo de investigación sobre seguridad nacional puede ser tachado de conspiración: el objetivo de la empresa es que los periodistas persuadan a las fuentes para que violen la ley en interés del público. E insistir en que Assange de alguna manera “no es un periodista” no hace nada para quitarle fuerza a este precedente cuando las actividades por las que ha sido acusado son indistinguibles de las actividades que nuestros periodistas de investigación más condecorados realizan rutinariamente.

Cualquiera que haya visto las malas noticias esta última semana, seguro se ha encontrado con una versión precisamente de esta pregunta, ¿es Assange un X o un periodista? En esta fórmula absurda, X puede ser cualquier cosa: hacktivista, terrorista, reptiliano. No importa qué pieza se coloque para completar el rompecabezas, porque el ejercicio no tiene sentido.

Este tipo de indagación sincera, crédula, petulante y complaciente, es sólo el ejemplo más reciente –justo a tiempo para Navidad–, de la mala fe en la carne y en la palabra, presentada por profesionales de los medios de comunicación que nunca tienen peor fe que cuando informan –o juzgan– a otros medios.

La ocultación, la retención, la manipulación del significado, la negación del significado, estas son sólo algunas de las formas en que algunos periodistas, –y no sólo los periodistas estadounidenses–, han conspirado, sí, conspirado para condenar a Assange en ausencia, y, por extensión, para condenar a su propia profesión, para condenarse a sí mismos. O tal vez no debería llamar “periodistas” a los autómatas de Fox, o a Bill Maher, porque ¿cuántas veces han hecho el duro trabajo de cultivar una fuente, o de proteger la identidad de una fuente, o de comunicarse de forma segura con una fuente, o de almacenar el material sensible de una fuente de forma segura? Todas esas actividades constituyen el alma del buen periodismo y, sin embargo, son precisamente las actividades que el gobierno estadounidense acaba de intentar redefinir como actos de conspiración criminal atroz.

Criaturas de dos corazones y dos mentes: los medios de comunicación están llenos de ellos. Y demasiados se han contentado con aceptar la determinación del gobierno de Estados Unidos de que lo que debería ser el propósito más elevado de los medios de comunicación –la revelación de la verdad, frente a los intentos de ocultarla– está súbitamente en duda y muy posiblemente sea ilegal.

¿Ese escalofrío en el aire en esta temporada navideña? Si se permite que la persecución de Assange continúe, se convertirá en una helada.

A abrigarse.

Tomado de: Investig’ Action

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La isla de Bergman

Por Carlos Bonfil

Una de las sorpresas más notables en la desangelada cartelera fílmica de este inicio de año, es La isla de Bergman (2021), séptimo largometraje de la realizadora francesa Mia Hansen-Love ( Edén, 2014; El porvenir, 2016), un relato semiautobiográfico en el que se combinan con imaginación y astucia elementos de ficción y de realismo para narrar los desencuentros profesionales y afectivos de una pareja de cineastas estadunidenses que viajan hasta la isla de Färo, al sureste de Suecia, en un peregrinaje artístico marcado por la admiración que ambos le profesan al director de cine Ingmar Bergman. Ningún cinéfilo familiarizado con la obra del autor de Gritos y susurros (1972), ignora que ese lugar emblemático fue durante casi medio siglo su residencia de trabajo y retiro espiritual, y también el escenario agreste de cintas como A través del espejo (1961) o Persona (1966). En ese sitio, convertido luego de la muerte de Bergman en un punto de encuentro obligado para sus seguidores o para turistas curiosos, con recorridos en autobús y visitas guiadas a la manera de un parque cultural temático, donde Tony (Tim Roth) y su compañera sentimental Chris (Vicky Krieps), habrán de descubrir las señales inquietantes de una crisis amorosa provocada por la rivalidad profesional, las sospechas de infidelidad y un malestar indefinible ligado misteriosamente a la propia isla y a los dramas que en ella llegaron a filmarse. Hay incluso en la cinta una alusión al lugar en el que Bergman filmó Escenas de un matrimonio (1973), “la película que provocó el divorcio de millones de parejas”. Una señal ominosa para los dos artistas estadunidenses en busca de una inspiración artística.

Cuando se conoce parte de la biografía de la directora Mia Hansen-Love, separada de su pareja sentimental y colega de largo tiempo, el cineasta francés Olivier Assayas, quien la dirigió en Los destinos sentimentales (2000), la posible transferencia de su experiencia personal a la personalidad, acciones y estados de ánimo de su protagonista Chris, se vuelve aún más sugerente, sobre todo cuando esta última planea filmar una película en la que habrán de intervenir dos personajes involucrados en una intensa relación amorosa, argumento que decide narrarle a Tony, su pareja. De ese modo, La isla de Bergman propone la ficción de Chris al interior del relato de Hansen-Love como un juego de espejos o de cajas chinas, donde también tienen cabida, de manera oblicua, temas y obsesiones del director de La hora del lobo (1968).

Lo notable es ver cómo esta construcción dramática, en apariencia laboriosa, fluye con sencillez y gracia en un relato que en todo momento evita las asperezas de los pleitos conyugales –una tentación que habría hecho de la cinta una ociosa parodia de los filmes de Bergman–, para ofrecer, en cambio, algunos toques de malicia e ironía, como la sorpresa de descubrir, en una escena, que algunos habitantes de la isla de Faro desconocen el gran calibre artístico de su antiguo conciudadano ilustre, algo que confiesan sin mayor empacho a la pareja de perplejos visitantes extranjeros. Otros comentarios de la gente del lugar aluden, en cambio, a la cuestionable reputación del cineasta en su vida íntima: hombre obsesionado con su trabajo, como lo muestra su producción prolífica, y displicente, cuando no omiso, con su familia siempre cambiante (casado en cinco ocasiones, divorciado cuatro veces, padre ausente de nueve hijos).

Sin ser el Tony que interpreta Tim Roth un patriarca polígamo semejante, sí aparece en la historia como un hombre de narcisismo taimado que de modo insensible alimenta las inseguridades profesionales de su esposa, ignorándola en sus afanes creativos o apabullándola con sus propios logros y su autosuficiencia. La vía de escape de la joven Chris frente a este diálogo de sordos en que se ha convertido su matrimonio es la fabulación romántica, ese guion cinematográfico en el que recrea la experiencia de otra pareja en donde la pasión, y no la morosidad o el hastío, sería la nota dominante. En las ficciones paralelas que escudriñan dos relaciones sentimentales divergentes, aunque en algunos puntos complementarias, la realizadora francesa consigue, a ma-nera de tributo, la novedosa fusión de dos vertientes del cine del maestro sueco: la tensión dramática de conflictos afectivos en apariencia irreparables, y la astuta ligereza y candor lúdico de las pocas comedias en que la versatilidad del director de Un verano con Mónica (1953) sorprendía por igual a sus detractores y a sus seguidores. Bergman por Mia Hansen-Love, una lectura artística inteligente.

Tomado de: La Jornada

Tráiler La isla de Bergman (Francia, 2021) de Mia Hansen-Love

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“Aún no sabemos cuántos casos de bebés robados a mujeres indígenas hay en Perú, ni siquiera si continúan hoy”

Melina León, cineasta peruana Foto Golden Globes

Por Jose A. Cano @caniferus

La génesis de Canción sin nombre empieza con una llamada de la activista francesa de origen peruano Celine Giraud a Ismael León, padre de Melina León, directora de la película. Giraud era la fundadora de La Voix des Adoptes, una ONG francesa dedicada a reconstruir la vida de niños robados y adoptados de forma ilegal en Francia. Ella misma pudo encontrar a su madre biológica en Perú gracias a los recortes de prensa de los reportajes que León, el padre, escribió en los primeros años 80. Este contacto animó a León, la hija, a convertir la historia de aquellas mujeres y aquellos bebés en su primer largometraje. Y, en entrevista con El Salto, a confesarnos que tras décadas de investigación “no solo sigue pasando, es que no sabemos cuántos casos de bebés robados a mujeres indígenas hay en el Perú”.

La película cuenta la historia de Georgina, una mujer de etnia andina que junto a su marido se muda ya embarazada a Lima a finales de los 80, expulsados de su lugar de origen por los enfrentamientos entre el Ejército y Sendero Luminoso. En la capital peruana se dedica a vender papas en el mercado de la ciudad hasta que da a luz y su bebé, una niña, desaparece. Georgina no recibe ninguna explicación ni ayuda de las autoridades, apenas el apoyo de otras mujeres en parecida situación, hasta que aparece Pedro Campos, un periodista limeño de origen mestizo y homosexual en secreto, que decide sacar a la luz el robo sistematizado de los hijos e hijas de las mujeres indígenas.

En su recorrido por más de 100 festivales de todo el mundo, Canción sin nombre ha cosechado más de 40 galardones, como el premio a Mejor largometraje en el Festival de Estocolmo (Suecia), CineVision a Mejor Película Internacional de un Nuevo Director en el Filmfest München (Alemania), Mejor Dirección en el Festival de Thessaloniki (Grecia), el Premio FIPRESCI a Mejor Película del Festival du Nouveau Cinéma de Montreal (Canadá), y el Colón de Oro a Mejor Largometraje en el Festival de Cine Iberoamericano de Huelva (España), entre muchos otros. Entre otras cosas, le valió para ser estrenada en Netflix en enero de 2021 y en España también está disponible en la plataforma Filmin.

La directora explica que durante la parte de documentación la Policía le aseguró que es imposible saber el número total de casos de robos de niños “porque en los 80 en Perú era mucho más fácil falsificar documentos y era muy peligroso investigar a estas mafias. Los diarios de la época calculaban unos pocos cientos de víctimas por lo que pudieron demostrar, pero es imposible saberlo”. Incluso “constatamos que estos robos siguen existiendo y que algunas mafias de robo de niños aún funcionan porque hay policías y jueces que lo permiten… mejor dicho, esos policías y jueces forman parte de las mafias”.

La cineasta, que estrenó en la quincena de realizadores de Cannes y con su cinta ha sido candidata por Perú a la nominación al Oscar a Mejor Película Internacional y al Goya a la Mejor Película Iberoamericana —“me di cuenta de que los premios no son como los festivales, en los festivales el jurado sí se ve la película”—, se lamenta de que aunque Canción sin nombre ha sido bien recibida en su país, “los robos de bebés y la violencia contras las mujeres o los pueblos indígenas no son un tema de debate o actualidad. Si acaso se habla de las esterilizaciones forzosas de Fujimori, pero como forma de denostar ese periodo, no como crítica al racismo”.

León se hizo cercana de una madre afectada “que nunca recuperó a sus hijos. Fueron robados mayores, y los pudo localizar y los llegó a conocer a través de la fundación de Celine, pero nunca recuperó la relación. Es uno de muchos. Sabemos que hay muchísimos casos más que nunca se resolvieron”. Si necesitaba más pruebas de la actualidad del tema, en 2018 se destapó una red de tráfico con sede en Arequipa, la segunda ciudad del país. También investigó el fenómeno a nivel mundial, escandalizándose con casos como el desvelado por la BBC en 2019 de las “granjas humanas” en Nigeria.

Una actriz no profesional para un personaje indefenso

A la protagonista Georgina le da vida Pamela Mendoza, antropóloga y actriz del teatro comunitario a la que León eligió porque “me parecía absurdo recurrir a actores que, por su procedencia, han podido acceder al teatro profesional cuando queríamos reflejar el enorme abismo que hay en Latinoamérica para las personas de ascendencia indígena. Era más lógico recurrir a personas que hayan sufrido en carne propia la marginalización y la racialización y buscar entre ellas el talento”. Mendoza es hija de migrantes andinos y en las entrevistas ha explicado varias veces que de alguna manera interpreta la historia de su madre y sus tías, excepto por la parte del robo.

Georgina y su marido, Leo, al que pone rostro el actor Lucio Rojas, van y vienen al centro de Lima caminando desde una casita en uno de los acantilados que rodean la ciudad, un desierto que cuelga sobre el mar, en planos que subrayan su indefensión. “Lima es una ciudad capital de un país que no está hecho para servir a la mayoría de gente descendiente de indígenas, de quechuahablantes o de andinos. Los mestizos que hablamos el castellano como primer idioma adquirimos un estatus mayor, pero el que se nota más andino, como el caso de Pamela, lo tiene peor”, explica la directora. Ella misma lo sabe por la historia de su padre, cuya familia paterna blanca nunca lo reconoció.

En el caso del personaje de Pedro Campos, el periodista que interpreta Tommy Párraga, León decidió añadir su homosexualidad a la condición de mestizo para añadir “las otras formas de violencia que vivimos. Esa pequeña historia de amor que él vive en segundo plano no estaba en los primeros borradores del guión, pero creí que a una audiencia internacional, que no supiese tanto del racismo en Perú, le ayudaría a entender por qué se solidariza con ella”. A su padre, Ismael León, “la condición de mestizo lo hizo rebelde y muy solidario con la gente marginalizada. En el periodista de la película, que viva un romance es una forma de indicar que en la vida también pasan cosas con luz”.

Cuando le preguntamos por el balance sobre la situación de las comunidades indígenas en los 40 años pasados desde los primeros reportajes de su padre, la cineasta es pesimista. “La violencia que sigue habiendo se ve en cómo ha afectado la pandemia a los descendientes de indígenas, por ejemplo. Por darte un dato, había 100 camas de UCI en Perú a principios de 2020, la gran mayoría en Lima. Imagínate lo que pasó en zonas como Iquitos, en la selva de Perú, o en Arequipa, que solo tenía tres camas de UCI. Por eso han muerto más de 200.000 personas. Cualquier avance que haya habido no sé en qué lo podemos traducir”.

Aunque sí observa una revalorización de las culturas indígenas en cuestiones como “la debacle del cambio climático. El mundo ha vuelto sus ojos a los indígenas al darse cuenta de que el modelo en el que estamos es destructivo y su forma de vida es un contrapeso”. Melina León es la primera mujer peruana invitada a Cannes, lo que considera “una muestra del interés que hay por el tema a nivel internacional: por el trabajo de las mujeres, por la vida de los indígenas, por los Derechos Humanos en el Perú…”.

Tomado de: El Salto

Tráiler del filme canción sin nombre (Perú, 2019) de Melina León

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“La aceptación siempre es un misterio”

Carlos Barba Salva. Cineasta cubano

Por Dayron Rodríguez Rosales

Ganar premios, en casa, constituye una alegría que Carlos Barba Salva pudo vivir junto a su equipo de realización de Las polacas, cortometraje que se alzó en la más reciente edición del 42 Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano (FINCL) con el “Premio Coral Especial del Jurado de Cortometraje de Ficción” y, también, con el del “Cibervoto”, reconocimiento que otorga el público a su película favorita.

El realizador conversó con Cubacine sobre esta inolvidable experiencia y acerca de la historia de amor y dolor que caracteriza al cortometraje.

¿Qué significó para usted recibir tales galardones?

Un sueño hecho realidad, sin miedo a caer en el lugar común o en lo manido. El Festival de Cine de La Habana tiene mi edad y pensé mucho en los cineastas cubanos, los que están, pero sobre todo en los que no, los que se fueron sin ese reconocimiento. Además, se lo dediqué a mis padres, con ellos fui a mi primer Festival y por vez primera al cine.

Cuando pienso en un certamen como este, que como espectador visité desde muy joven, me acuerdo de cuando estudiaba en la Universidad de Oriente ―en la carrera de Letras nos daban días para disfrutarlo y uno viajaba por sus medios―. Entonces, siempre me vienen a la mente esas jornadas, visualizándome desde el patio de butacas, aplaudiendo algún film.

Después, me tocó acompañar películas en las cuales fungí como asistente de dirección (con particular emoción recuerdo Barrio Cuba, de Humberto Solás, en el Yara, que fue un verdadero acontecimiento). Luego vinieron mis propios documentales. Y, más tarde, ocurrió la exhibición de mi primer cortometraje en competencia, 25 horas, en la sala del Acapulco y en el propio Yara.

Pasa el tiempo y llega Las polacas, y la alegría se duplica, cuando de pronto eres tú quien te encuentras delante, con todos ahí esperando a que articules unas palabras que tuvieron que aflorar con mis pocos pasos hacia el estrado.

Estoy muy agradecido con el Festival por considerar mi película, al jurado por premiarla y, por supuesto, a la gente que en el primer pase en el cine Riviera el pasado 6 de diciembre, fue tan generosa. Algunos salían con los ojos anegados en llanto, abrazándonos, otorgando un Coral anticipado.

Ahora, ya después de premiado, similar recepción tuvo el corto en el Yara, la catedral del circuito cinematográfico cubano, un cine que alberga la sinceridad en sus espectadores que dialogan con los filmes y los hacen suyos.

También obtuvimos el premio “Cibervoto” al corto más votado, que concede el Portal del Cine y Audiovisual Latinoamericano y Caribeño, de la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano, por una votación efectuada en línea a través de la plataforma: cinelatinoamericano.org.

¿Considera que el apoyo de Mareafilmes y del ICAIC fue decisivo para obtener tales resultados?

Mareafilmes es mi casa, nacida en Santiago de Cuba con Mujer que espera. Y con el ICAIC hice mis primeras asistencias de dirección en largometrajes de Solás, Perugorría, Arturo Sotto o Rebeca Chávez.

Solo realicé un documental enteramente producido por el Instituto, Gibara, ciudad abierta, y fue una gran experiencia para mí, porque me dieron la posibilidad de escoger el staff, que era digamos, el resumen de mis compañeros en proyectos anteriores.

Con Las polacas tuve el apoyo del presidente del ICAIC, Ramón Samada, quien acogió la idea que venía de un audiovisual independiente, y de Francisco Álvarez “Panchito” y demás especialistas de su oficina. Con ellos había trabajado antes y, ahora, para el tema de permisos de filmación en calles y otras cuestiones de logística, en tanto Las polacas es una película de carretera (road movie) y necesitábamos circular por varios lugares y con andamiaje. Filmar fue como regresar con amigos a vivir el cine, aunque fuera una semana apenas.

¿Tuvo dudas, en algún momento, respecto a la acogida que tendría su corto por parte del público? ¿Imaginaba que sería así de afectiva y calurosa?

La aceptación siempre es un misterio. Cuando se escribe una historia el proceso es una lucha constante para que le guste a uno, primero; la batalla es contigo mismo y con eso que está debatiéndose y tomando forma en la cuartilla en blanco.

El rodaje es el siguiente paso, que se rebela, que tiene vida propia, que pasa por las actrices en el trabajo de mesa y que nos anuncia que hemos iniciado nuestro viaje.

Haber nacido y vivido en Cuba hace que contar historias sea algo natural. Existe magia en los filmes que completa el espectador, de eso estoy cada vez más seguro, y Las polacas me lo demuestra una vez más.

En festivales internacionales donde ha asistido el corto solo, donde Coralia Veloz obtuvo un premio especial del jurado por su magistral interpretación en el Seattle Latino Film Festival, por ejemplo, o cuando recientemente asistí al Havana Film Festival de New York, ―mi primer evento de este tipo tras la pandemia― me impresionó la recepción en el Village East Cinema de Manhattan. De hecho, al final la proyección ellos hacen “Preguntas y respuestas”, y se tuvo que extender la sesión por las inquietudes que se formulaban. Pero ya después de ese interesante encuentro, afuera de la sala, entre las personas que me felicitaban, un joven se me acercó para pedirme un consejo sobre su madre, y una decisión que debía tomar, pues el final de Las polacas le hizo reflexionar acerca de su realidad inmediata. Llegué al hotel con su imagen, cuestionando lo que a veces se dice, eso de que el cine no puede cambiar mentalidades.

En fin, que estoy muy agradecido por todos los que estaban allí con sus palabras elogiosas, pero lo que ese muchacho dijo me hizo pensar en el valor de esa línea del guion, en la defensa de las actrices ante la historia, en ese hilo infinito entre ficción y realidad que, en ocasiones, no se puede explicar.

Apostar por Coralia Veloz y Tahimí Alvariño fue un grandísimo acierto. Coménteme sobre el trabajo con estas dos populares y queridas actrices cubanas, madre e hija dentro y fuera de la pantalla.

Con Coralia trabajé en Barrio Cuba y Tahimí es una amiga de hace años. Vivíamos en paralelo nuestras carreras y, de vez en cuando, nos jurábamos la posibilidad de hacer algo juntos, pero nada impuesto, ni como meta a cumplimentar. Hasta que un buen día sucedió. Llegó la historia que estábamos esperando y supimos sacar provecho de la misma.

Fue un goce porque ellas, con su sola presencia, aportaron mucho al estilo del cortometraje, a lo que aspirábamos a conseguir: madre e hija diciéndose verdades a boca jarro.

En el rodaje, como todo el equipo, fueron súper dedicadas y se esforzaron mucho. Recuerdo que de pronto, una vez, se nubló y la luz cubana hay que entenderla y quererla, y yo las sentía tan preocupadas como nosotros.

No son actrices (Coralia y Tahimí) que se aíslan en maquillaje o que ponen distancia de sus compañeros. Nunca están ajenas al espíritu del filme, saben qué puede o no obstaculizar una filmación, y que un nubarrón puede impedir la continuidad. Eso se aprecia tanto.

¿Por qué contar su historia desde un auto Fiat Polski 126p, es decir, en un vehículo en movimiento y con muy poco espacio?

Una historia como esta, de amor y dolor, un drama latente inagotable, que debía ser ejecutado por dos personajes, tenía que llevarlo a otro nivel. Había algo de claustrofobia que necesitaba para que madre e hija estuvieran más cerca, físicamente, pues ya en muchos sentidos e ideas estaban separadas, y nada mejor que un antiguo polaquito, que es otro rol importantísimo en Las polacas, junto a la fotografía del esposo y padre, que en una escena saca del maletín “Bertha”.

Si se quiere está más cerca de lo teatral lo que yo propongo con Las polacas, aunque desde una visión cinematográfica, y estamos muy contentos de que haya funcionado. Yo no quería distracciones formales, sino a ellas en el centro de los acontecimientos. Hay que estar atento a todo lo que se dicen, hacer el viaje también, acompañarlas cada minuto.

La música de Yuri Hernández; la fotografía de Carlos Rafael Solís; el montaje de Jorge “Tutti” Abello; el sonido de Javier Figueroa; el diseño de banda sonora de Valeria Mancheva y Benito Amaro, sin dudas, me ayudaron a construir ese universo. También está Juan Manuel Gómez en la producción junto conmigo; Ernesto Rancaño y N&B en el diseño gráfico con un cartel tremendamente hermoso y que, a su vez, formó parte de la selección oficial del 42 FINCL; Víctor Dennis González operando cámara; Oscar Pérez como jefe de iluminación y Abel Álvarez en la dirección de producción.

¿Cuáles proyectos le ocupan hoy?

Hace tres años que trabajo en la trama de un largometraje de ficción inspirado en una idea de la gran actriz alemana Hanna Schygulla; invitación de la querida y ya fallecida cubana Alicia Bustamante y de la propia Hanna para colaborar juntos.

Tengo en plan, además, dos cortos casi en igualdad de condiciones para rodar, y un proyecto que me tiene muy ilusionado con el cineasta Gerardo Chijona, a quien me unen afectos entrañables. Porque el cine es eso también: cercanía, afinidad y confianza.

Tomado de: Cubacine

Tráiler del filme Las polacas (Cuba-EE.UU., 2021) de Carlos Barba Salva

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Celebración de la fantasía

Por Eduardo Galeano

Fue a la entrada del pueblo de Ollantaytambo, cerca de Cuzco. Yo me había despedido de un grupo de turistas y estaba solo, mirando de lejos las ruinas de piedra, cuando un niño del lugar, enclenque, haraposo, se acercó a pedirme que le regalara una lapicera. No podía darle la lapicera que tenía, porque la estaba usando en no sé qué aburridas anotaciones, pero le ofrecí dibujarle un cerdito en la mano.

Súbitamente, se corrió la voz. De buenas a primeras me encontré rodeado de un enjambre de niños que exigían, a grito pelado, que yo les dibujara bichos en sus manitas cuarteadas de mugre y frío, pieles de cuero quemado: había quien quería un cóndor y quien una serpiente, otros preferían loritos o lechuzas y no faltaban los que pedían un fantasma o un dragón.

Y entonces, en medio de aquel alboroto, un desamparadito que no alzaba más de un metro del suelo me mostró un reloj dibujado con tinta negra en su muñeca:

-Me lo mandó un tío mío, que vive en Lima- dijo.

-Y ¿anda bien?- le pregunté.

-Atrasa un poco- reconoció.

Microrrelato escrito por Eduardo Galeano que aparece en su obra El libro de los abrazos.

Tomado de: El Viejo Topo

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