Con Laidi, en nuestro tiempo

Por Zaida Capote Cruz

Una de las crónicas de este libro registra el interés, la simpatía o el rechazo que suelen provocarnos las fotos ajenas, fotos de gente desconocida que aparece en la solapa de un libro o en una página web y que, por esa magia extraña de la imagen, nos venden la ilusión de que solo por contemplarlas sabemos más de (o conocemos mejor a) quien porta ese rostro más allá del libro o la virtualidad. Y también comenta el afán de mucha gente, una vez vista la foto, por conocer a la persona de marras, sea un autor, un artista, o cualquier otro personaje notorio. Por supuesto que, tratándose de una crónica de Laidi, pronto aparece la burla, y la voz malévola que describe nuestros hábitos acusa cómo usamos fotos lejanas en el tiempo, negando el envejecimiento y el paso del implacable.

Debo decir que, aunque me dedico, vamos a decir, profesionalmente, a leer libros ajenos, no suelo sentir curiosidad por conocer a sus autores. Frente a aquellos cuyos libros admiro, seguramente me cohibiría. A quienes me hicieron detestar sus libros no me interesa conocerlos. Son contadas las veces que puede una admirar, disfrutar un libro y construir una relación grata con su autor.

Pero no era por esto que empecé a hablar de las fotos. Es que me hizo recordar una de nuestras fotos más recientes, hace algunos años, cuando Laidi ganó el premio El Dinosaurio de minicuento, y Helen Hernández Hormilla y yo fuimos a acompañarla y celebrarla durante la premiación en La Cabaña. Todavía estábamos las tres en la Isla. Todavía yo me teñía el pelo. Todavía ignorábamos cuánto iban a cambiar nuestras vidas (y nuestras apariencias). Pero ver esa foto me hace muy feliz. Casi tan feliz como estar aquí hoy, acompañando este nuevo libro de Laidi junto a ustedes.

La crónica es un género saludable. Algo hay de verse en el espejo, de revisarse cotidianamente, de compararse con los demás, en ese recorrer una y otra vez las esquinas de la vida, los paisajes, los hábitos, las marcas que nos ha ido dejando la brega cotidiana. Y todavía más saludable es reírnos de nosotros mismos, ahondar en nuestras incongruencias, aprender más de quiénes somos.

Este libro de Laidi me puso a pensar en cómo tantas veces hemos leído crónicas –o estampas, como le gusta a ella decir, siguiendo a sus maestros- que nos acercan momentos del pasado, vetusta chismografía de otro tiempo, o nos invitan a reflexionar sobre algún tema de actualidad escenificando una historia cualquiera. Pero pasa, bastante a menudo, que el cronista no se involucra, que se queda al margen de la historia, que sobrevuela la escena como aquel estudiante que gozaba del favor estrambótico del diablo cojuelo. Vista así, como sobrevolándola, como si estuviera una manejando un dron de esos que salvan a los malos directores de telenovelas, la vida es otra cosa. Una anécdota más, una vivencia ajena, algo de lo que podemos aprender sin conmovernos.

Laidi no puede escribir como un paseante cualquiera, mirando las vitrinas con interés pero sin pasión, hablando de sí misma y de nosotros como si fuéramos extraños. Ella no puede, y yo se lo agradezco. No puede, porque tiene sus virtudes (que son, como suele ocurrir, sus defectos). Es apasionada hasta la médula, leal hasta la ferocidad, y arriesga hasta la entraña en muchas de sus viñetas costumbristas, raspando la costra del pintoresquismo risueño para compartir la hondura de un sentimiento, de una pérdida, de un ataque de ira o de ese desgaste cotidiano en que también puede convertírsenos la vida.

Por eso, por esa pasión que traiciona, pudiera decirse, la buscada distancia e imparcialidad del cronista, puede de repente salirnos con que “no es sano esconderse tras un vocablo –“gente”-; sino dar la cara, el nombre, el pecho, y decir: ‘Fui yo’.” Leo ese tipo de aseveraciones y, aunque este libro no tiene foto de la autora, puedo decir que ahí la reconozco.

También la reconozco en su jocosa descripción, entre resignada y distante, de la doble jornada de trabajo que las mujeres asumimos casi sin notarlo, en la profunda y dolorosa reflexión sobre la emigración de los más jóvenes, en la claridad con que registra los inconvenientes para vivir una vejez con dignidad, en su defensa de la solidaridad femenina, en su necesidad de confiar en los otros, a pesar de los desengaños, en la claridad de su insobornable denuncia del silencio y la ignorancia que pretenden instalar la borradura de una tragedia descomunal, la de los feminicidios y otros abusos que deberían castigarse como lo que son, crímenes imperdonables, para lo cual no duda en pedir, una vez más, una ley contra la violencia de género.

Otra de las virtudes de este libro es el relato desenfadado de las vicisitudes que debemos sortear en nuestras vidas, esas de las que nos salva una sonrisa, la solidaridad, el apoyo de quienes enfrentan problemas similares o la simple compañía cordial.

No se los he dicho todavía, pero el libro tiene secciones, varias. De todos modos, por donde quiera que lo abran, tendrán la experiencia de leer, de escuchar una voz que es ella misma, siempre. Yo me río sola cuando tropiezo en las crónicas de Laidi con algún término médico, de esos que parecen ininteligibles. O cuando usa esa cercanía suya con la práctica médica para construir un símil muy gráfico, como el de un tacto rectal en pleno Coppelia. También me río cuando leo historias que pudieron ser mías, como las de los reportes en la beca y la persistencia de indicar que padecía “tibieza” severa (también me alegra saber que éramos muchos los contagiados de morosidad). Son las suyas las vivencias de una generación, y como testimonio de época, como registro de lengua, porque Laidi usa con gran desparpajo el habla popular y sabe compartir su disfrute, este libro ofrece un testimonio de la Cuba que fue y de la que está siendo ahora mismo, viva y proliferante.

Pero las historias suelen transcurrir en un escenario. Uno de los escenarios privilegiados del libro es la ciudad. La Habana de sus dolores, con sus aceras desniveladas, su gritería barriotera, su inhóspito aeropuerto, sus bancos ineficientes y sus tiendas torturadoras, sus colas sempiternas que solo logramos paliar a golpes de solidaridad. Para La Habana pide Laidi más amor, de manera que pueda brillar por sí misma y no por sus arroyos de aguas albañales. Y a quienes vivimos en ella, menos egoísmo y más altruismo, ser mejores, aunque sea un poquito.

Otros males y algunas gracias de nuestro estar en el mundo aparecen reseñados aquí con el gracejo de quien se burla de sí misma y de todos sin complejos; de quien se revisa de frente para ver qué puede corregirse, avivando la esperanza de ser mejores. La avalancha del inglés y otros usos que van atropellando el habla de otros tiempos, la enquistada burocracia contra la cual chocamos una y otra vez, el atropello cotidiano a los más viejos, la carencia de medicamentos, unos hanunzios (con h y con z) cuya ignorancia ortográfica y gramatical –y esto no lo dice Laidi, aprovecho para decirlo yo- se van filtrando y asentándose cada día con más frecuencia en la prensa escrita y televisiva sin que parezca preocuparle a nadie. Al mismo tiempo, ese dolor por el habla herida y la escritura magullada se consuela festejando la creatividad de los refranes y los consejos gratuitos que nos ofrece cualquier persona desconocida.

También nos convida a reflexionar sobre la extraña sociabilidad de las redes sociales, con sus episodios de acoso y ciberchancleteo, su utilidad para acortar distancias, su capacidad para ofrecer resguardo a quienes opinan sin dar la cara y la falta de moderación en la escalada de contrariedades que van sumándose para alimentar la llamada cultura de la cancelación, en que si no me gusta lo que dices, te hago callar o te ignoro.

Aquí hay espacio para mucho más y de seguro, cuando terminen de leer Tiempo de mujeres se quedarán ensayando cuáles temas se quedaron, qué sugerencias valdría la pena hacerle a Laidi para que siga, mientras escribe, conjurando la desilusión y la desesperanza, haciéndonos saber que compartimos un destino difícil, pero nuestro, y que estamos comprometidos en ensanchar nuestros espacios de humanidad, que no para otra cosa sirve, si es que debe juzgarse en términos de utilidad, la literatura. Y hacerlo con una sonrisa en los labios, siempre que podamos.

Yo encontré a Laidi en estas páginas y, aunque este libro no tenga foto de la autora, tiene una especie de declaración de fe, casi al final, en la cual nos propone que para enfrentar daños disímiles lo mejor que se puede hacer “es afianzarse uno mismo, anclarse en aquello en lo que definitivamente se cree”. Esa recomendación de autenticidad y transparencia nos la pinta de cuerpo entero.

(Presentación de Tiempo de mujeres en la Uneac, el 6 de enero de 2022)

Tomado de: Asamblea feminista

Zaida Capote Cruz

Investigadora y ensayista del Instituto de Literatura y Lingüística. Dirige la redacción del Diccionario de obras cubanas de ensayo y crítica y tuvo a su cargo la edición crítica de Jardín. Novela lírica, de Dulce María Loynaz. Comparte el blog https://asambleafeminista.wordpress.com Integra el Consejo asesor de la revista Temas. Autora de los libros, Contra el silencio. Otra lectura de Dulce María Loynaz, Letras Cubanas (Premio Alejo Carpentier y Premio de la Crítica), La Habana, 2005. Con el lente oblicuo. Aproximaciones cubanas a los estudios de género (Compiladora, con Susana Montero), Instituto de Literatura y Lingüística/Editorial de la Mujer, La Habana, 1999, Tres ensayos ajenos, Letras Cubanas, La Habana, 1994 y La nación íntima, Ediciones Unión, La Habana, 2008.

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