Generaciones 60/90: entrevista a Lucrecia Martel

Lucrecia Martel, cineasta argentina

Por Fernando Martín Peña, Paula Félix-Didier y Ezequiel Luka

Las Historias breves se estrenaron en mayo del 95 y por eso los realizadores de los cortos nos encontrábamos bastante, tuvimos varias reuniones. Daniel Burman, que estaba más metido en la industria del cine, o Bruno Stagnaro, por su historia familiar, eran más conscientes de que después de hacer un corto uno escribe un guion de largometraje. Ellos veían eso como el próximo paso y entonces, un poco por contagio, todos hablábamos de filmar un largo. Yo no lo tenía para nada claro, pero como todos se pusieron a escribir, yo empecé a anotar cosas también. Estábamos en que eso era lo natural, lo que tenía que pasar.

Siempre escribo, pero empecé a escribir sistemáticamente sobre el mismo tema: escenas familiares, diálogos que yo recordaba, que me habían parecido muy entretenidos o muy alarmantes por lo no dicho, por lo contenido. Había una diversidad de personajes y nada demasiado claro. Tengo olvidado el primer impulso pero lo cierto es que escribí unos cuatro o cinco cuadernos durante siete u ocho meses. Estaba trabajando en Magazine For Fai y eso nos llevaba la vida. No pagaba la vida pero nos la llevaba, se hacía con mucho placer pero era un esfuerzo terrible. Entonces, como el programa ya estaba conceptualmente organizado, hablé con un amigo para que me reemplazara un poco e hice un arreglo para trabajar medio tiempo. En ese tiempo libre de un mes escribí el guion de La ciénaga en base a todo lo que había reunido en esos cuadernos.

El disparador fue una anécdota que me contó una amiga mía: la escena del accidente en la pileta y un diálogo muy gracioso de una tía de ella. Y no sé por qué pero ese acontecimiento fue un poco eso que dispara cómo vas a organizar narrativamente la cosa. A partir de ese acontecimiento reordené todo el otro material, dejando muchas cosas afuera, por supuesto. Lo imprimí, lo fotocopié (la vida en el cine es papel, en un noventa por ciento) y empecé a repartir copias entre amigos. Le hice unas pocas correcciones y ése fue el guion que más tarde leyó Lita Stantic y mandamos a Sundance. Digo esto porque a veces, durante la génesis de un proyecto, hay gente que tiene súper claro cuántas reescrituras hizo del guion. Yo tengo presente sólo una corrección y luego una cosa de sacar y sacar porque era largo y no había plata para hacerlo todo. Hubo que extraer, por ejemplo, todo un personaje que era el hermano de Mecha (Graciela Borges). Era algo que yo amaba, lo había llamado a Urdapilleta para que lo hiciera pero lo tuve que sacar porque suponía una semana más de rodaje. Por otra parte, la película era eterna y es muy riesgoso terminar una ópera prima que dure tres horas. Es invendible.

Pero bueno, antes de Lita, con la ayuda de Daniel Burman pedí un crédito para hacer la película, en el 97. Me dieron un crédito chico, no alcanzaba para filmarla y entonces me fui a Salta totalmente persuadida de que por mi propia seducción iba a convencer a alguien para que pusiera la plata. Llevé prolijamente la cuenta de lo que invertí en papel haciendo estos trámites y hoy puedo decir que en esa primera etapa gasté casi cuatro mil dólares en papel y fotocopias: el guion, los presupuestos, diagnósticos de no sé qué, la historia del cine argentino… Lo que yo trataba era que el gobierno aceptara que esto era parte de una industria, que aceptaran apoyar, que me dieran reconocimiento. Estaba todo ese sistema por el que podés desviar impuestos si invertís dinero en ciertas cosas, en el agro se hace. Entonces yo quería que me reconocieran La ciénaga como algo industrial para acceder a determinados créditos y para eso tenía que partir más o menos de los hermanos Lumière. Me reuní con todo el mundo, con la gente de los cines, con todos, pero lo único que conseguí fueron cartas de adhesión. No había un mango. Para peor, yo estaba sin trabajo porque For Fai había dejado de hacerse, fue la época en la que se vendió VCC, que era la señal de TV por cable que lo producía.

Pero decidí quedarme en Salta y empezar el casting, pensando que cuando todos vieran ese movimiento alguien se iba a prender. Y con una amiga que había estudiado cine en Córdoba, que había visto mi corto y le había gustado, nos pusimos a hacer el casting. Arreglamos una especie de rancho que hay en un terreno cerca de mi casa y pusimos avisos por todos lados. Había muchos chicos y adolescentes en la película, así que teníamos que crear toda una situación de confianza, hablar con los padres, dar entrevistas.

¿El casting era para cubrir todos los personajes?

Sí, la llamada era: “De seis a ochenta años”. La vida. Y empezó a caer gente, de nueve de la mañana a doce de la noche, parando solamente a comer. Nos la pasábamos filmando con mi amiga, atendiendo llamadas, recibiendo gente… Una cantidad tremenda, se hacían colas. Ojalá toda esa gente vaya a ver ahora la película en Salta.

Ese casting fue muy útil para mí. Yo no tenía una formación profesional propiamente dicha. Había hecho la Escuela de Cine de Avellaneda[1], la parte de dibujos animados, y ése había sido el único momento en el que me acerqué técnicamente al cine. Ése y el fracaso del CERC[2], la escuela del Instituto, que hice entre el 88 y el 90: crisis económica, crisis académica, no teníamos clases, un desastre. Uno sabe lo que cuenta dentro de su formación y yo ahí tuve clases aisladas, siempre atravesadas por las crisis internas nuestras, además. En ese momento era una institución terrible, generaba mucho daño entre la gente que trataba de ir. Mi grupo estaba dividido entre “buenos” y “malos”, y yo estaba entre los “malos”, con Diego Kaplan, Diego Lublinski… Estoy segura de que no teníamos demasiada razón para oponernos, pero era la institución misma la que generaba ese malestar.

Así que venía de eso y tenía muchísimo pudor de trabajar con actores. El casting era para mí una forma de superar esa situación espantosa. Encima yo tenía muchos pruritos éticos: “No lo voy a poder pedir nada que yo no me anime a hacer”, etc.

¿Les hacías preguntas, les pedías que actuaran algo…?

Después de más o menos veinte personas empezó a surgir algo, empecé a saber cómo hacerlo. Primero hablábamos unos quince o veinte minutos (yo no tenía la fecha de estreno nada clara, así que había tiempo), y ahí me contaban más o menos por dónde habían venido. En Salta nadie tiene como ambición ser actor de cine. Entonces venían por aburrimiento, por curiosidad… son otros los móviles. Y descubrir eso era bien interesante, sobre todo en las mujeres grandes (muchas de ellas actúan en las escenas que se ven por televisión en La ciénaga). En base a esa charla hacíamos una escena del mundo familiar, donde yo hacía la hermana, la esposa, el marido, el novio… cualquier persona que surgiera en la charla de ellos. Entonces los hacía dialogar conmigo y eso fue buenísimo.

No es que modificara el guion, aunque podría haber pasado porque fue algo muy intenso. Me ayudó enormemente a perder el pudor con la gente. Terminaba el día y nos sentíamos muy cargadas, como en otro mundo, lleno de discusiones familiares… una cosa muy loca y a la vez muy excitante. De pronto venía alguien que llegaba llorando y te decía: “No, yo en realidad vengo porque tengo a mi marido internado y tengo que estar ahí en la guardia, y la verdad que, entre estar en la guardia y venirme, me vine…”. Charlábamos, llorábamos, hacíamos escenas divertidas… Fue algo muy humano.

Otra vuelta viene una mujer, con el marido. Él insiste en pasar con la mujer para hacer la prueba. Le hago la prueba a la mujer, ella se va y él entonces me dice: “Usted está buscando plata para su película”. “Sí”. “¿Cuánto tiene, más o menos?” “Bueno, todavía no tengo nada”. “Mire”, me dice, “mi mujer tiene un terreno y yo diseñé un horno crematorio. Con cuarenta mil dólares lo construyo”. A todo esto, la mujer afuera, que no sé si sabía el plan. “Yo ya tengo todo calculado”, decía. No sé con cuántos muertos recuperábamos la inversión del horno y además nos quedaba plata para hacer la película. Había que matar más o menos a la mitad de Salta, cremarlos…

Pero terminó el 97, las fotocopias no habían servido para nada y me volví amargamente a Buenos Aires, sin trabajo y sin nada. Justo entonces me llama Lita para hacer algunos episodios de una serie de documentales sobre mujeres para televisión. Eso era febrero y recuerdo que estaba mi madre de visita y yo feliz: “¡Lita Stantic, Lita Stantic! ¡No puedo creerlo!”. Pero hasta ese momento nunca había relacionado mi guion con Lita, nunca se me había ocurrido esa posibilidad. Me parecía que a ella le interesaban otras películas.

De la serie hiciste Encarnacion Ezcurra y Silvina Ocampo[3].

Sí. Era buenísimo porque era algo interesante, era dinero y aparte suponía conocerla a ella. Mientras estábamos trabajando —nos llevó como un año— me dijo que le diera el guion para leerlo. A todo esto, yo ya había presentado a todos los concursos posibles y había perdido en todos. Se lo di, lo leyó, me dijo que le había gustado mucho y que lo quería hacer. Te juro que me lo tomé en joda. Le dije: “Bueno, sí, porque trabajamos juntas…”. Medio que le hablé mal de mí… Pero es que ya me habían careteado otras veces: “Me interesa hacer este guion”, y después no pasaba nada. Con Lita fue impresionante. Dijo eso, y al otro día estaba trabajando para la película, sin contrato, sin nada.

Ella me dijo entonces: “Mandalo al Sundance”, y eso era un gasto: había que armarlo, producirlo… Yo ya estaba medio cansada de hacer fotocopias que no me rendían. Si no hubiera estado ella yo no lo hacía. Pero el ocho de diciembre me llama un señor en inglés y me dice que había ganado. Le digo a mi mamá: “¡Sacamos el premio del Sundance, vamos a poder filmar la película!”. “¿Te das cuenta?”, dice mi mamá. “¿Y qué día es hoy? ¡Ocho de diciembre, día de la virgen!”. Así que La ciénaga pudo hacerse gracias al milagro de la virgen, en combinación con Robert Redford[4].

Lo que es interesante de Sundance es que te hacen reuniones con gente que se puede interesar de veras en tu proyecto. Yo tuve reuniones con José María Morales, el productor español, que terminó involucrado con su empresa Wanda, y con la NDF[5], que también participó. Después logramos otros aportes y Lita involucró a la productora argentina Cuatro Cabezas. Yo tenía un poco de resistencia a trabajar con Cuatro Cabezas, pensaba que iban a querer hacer El Rayo[6] con la película. Pero la verdad es que se portaron bárbaro. No me gustan los títulos, hay una animación medio rara, pero eso no se cambió por falta de tiempo, no porque ellos no quisieran cambiarlo. El total del presupuesto es más o menos de un millón doscientos mil dólares, lo que parece mucho, pero la verdad es que cuando armás un proyecto como éste, con tantas pequeñas partes, todo se encarece. Cuando dependés de este tipo de financiación también tenés menos margen de negociación, no podés pagar nada por adelantado ni, por lo tanto, pelear precios.

Además el rodaje debió ser complejo, ¿no? Se ve eso en la película terminada…

Sí, bueno: niños, campo, cerro, lluvia… No era fácil. A esa altura, además, tuvimos que hacer otro casting porque los chicos del primero ya no servían. Mucha gente quedó, eso sí, en papeles de reparto. Ese primer casting nos dio un enorme conocimiento de toda la gente, pudimos elegir cada papel, por chico que fuera, con mucha precisión.

Terminamos el segundo casting en agosto del 99, fuimos dos meses después a filmar y uno de los chicos me había crecido un tanto así. Lo quería matar. Era un todo. Y estaba la madre, ¿qué le podía decir? “Qué lástima que su hijo sea tan sano, señora…”. Así que a los más chiquitos tuvimos que volver a buscarlos y desear que se quedaran chiquitos hasta que terminásemos el rodaje. En total fueron cuarenta y dos días, incluyendo algo acá en Buenos Aires, la escena de Juan Cruz Bordeu con el personaje de Mercedes Morán.

El sonido tiene una importancia brutal en La ciénaga ¿Cómo decidiste que eso fuera así?

Antes que nada, fue el resentimiento de no tener ninguna cultura musical. Mi primer aparato para pasar compacts lo compré en el 96 y en casa debe haber cuatro compacts. Soy un cero al as con la música. Y quizá por no escuchar música obligadamente uno presta más atención a todo lo demás. Creo que en mi caso es indudablemente una cosa que uno siente primero como resentimiento y luego como estética.

De hecho, para mí la música no cuenta para las películas y hasta me molesta cada vez más. En muchas de las películas que veo me pregunto para qué usan la música. Escribiendo, además, la música nunca surgía. Nada de: “…y acá viene la música”. Nunca tuve nada de eso en el guion y en cambio sí había un montón de referencias a sonidos particulares. El verano en Salta es muy contundente en términos de sonido. La ciudad de Salta está en un valle y el momento de las tormentas es el verano. Y se dan muy fuerte, con mucha carga eléctrica, muy ruidosas. A veces entran en el valle pero muchas veces dan vueltas sin entrar. Así que tenés todo ese sonido, los cerros alrededor formando caja… es muy ominoso, a los graves se los siente muy presentes, los truenos a lo lejos… Y hay una cuestión técnica que es obvia: las frecuencias bajas te alteran completamente a nivel orgánico; las muy agudas también, pero las bajas te afectan de inmediato, te alertan. Pero además en el verano tenés las chicharras, los coyuyos, todos los bichos de la estación, que son frecuencias muy agudas. Esa combinación hace panoramas sonoros que para mí eran por demás interesantes. Mucho de La ciénaga pasa por las conversaciones, por esos pequeños momentos de diálogo en voz no muy alta, y eso me daba las frecuencias medias. Con eso yo sentía que tenía más que de sobra para la película.

Y después había otras cosas, que para mí operaban dramáticamente, como los sonidos de las cosas que uno sabe que se pueden quebrar. Hay sonidos en los que uno presiente la fragilidad, ciertos ascensos de las frecuencias bajas tras los cuales esperás que haya un disparo, por ejemplo, o el crescendo de las chicharras. Es bien raro cómo funciona eso, porque a veces las chicharras producen un sonido que te dan ganas de salir y tirar una bomba de Napalm para que no quede ninguna, pero entonces resulta que baja y entra en un registro diferente, o entra a ascender, ascender, ascender… Las chicharras no saben de estructura dramática tradicional, digamos.

Así que tenía una enorme cantidad de cosas para trabajar a nivel sonoro. Incluso, como en las escenas que transcurren en Buenos Aires no teníamos esa riqueza natural del ambiente, lo que hicimos fue imaginar que el lugar donde están los personajes quedaba cerca de un aeropuerto. Entonces las frecuencias bajas son los motores de los aviones, por ejemplo, y podíamos jugar también con las vibraciones de los vidrios.

Hay cosas más sutiles y muy inquietantes también. Como esa explosión en la casa de Tali mientras el marido está lavando al hijo. Hay una tensión ahí, por otra cosa, ella está muy contenida y de pronto se oye esa explosión, que es como si fuera ella. También usaste una deformación extraña en la voz de las nenas, cuando juegan con el ventilador.

Ah, me da mucho miedo ese efecto.

Da la sensación de que escribiste un guion aparte solo con el audio.

Algo así me dijo el sonidista cuando lo leyó: “Pero esto está lleno de indicaciones sonoras”. Para mí lo normal es empezar a escribir por ese lado. En lo que estoy escribiendo ahora, lo primero que tuve claro es qué tipo de frecuencias iba a usar, los contrastes entre los gritos y el secreto, por ejemplo[7]. Y ya cuando tenés ese concepto todo se empieza a armar. Tener esas cosas claras te proporciona un panorama sonoro que, si uno se toma el trabajo de pensarlo, define una cosa muy profunda para la película. Porque vos en el cine podés cerrar los ojos pero no podés dejar de escuchar. En una escena de terror, un cuchillazo, podés cerrar los ojos pero lo escuchás, y si lo escuchaste lo viste. Como lo que me decís de la escena con Tali. No se ve estallar nada, pero lo escuchaste y está ahí.

Pero además hay otra cosa. La banda de sonido se potencia en la película no solo porque yo no usé música, sino porque el relato no está estructurado en función de una trama de orden clásico. Cuando pasa eso, todo lo que tiene que ver con la sensualidad (las texturas, el sonido) cobra una importancia terrible y tenés que usarlos para sostener la película.

Bueno, de hecho, llegado el momento de decir “de qué se trata” La ciénaga, se vuelve muy difícil. De pronto podés articular una impresión, o fijar el impacto de una escena a causa de un ruido, pero es muy difícil explicar lo que pasa sin banalizarla.

Es que si vos laburás equis meses en el guion, tanto en la banda de sonido y tanto en la imagen, y después podés resumir todo ese laburo en un par de frases, para mí hay algo que no anda. Hasta la película más argumental, cuando está bien hecha, es muy difícil de resumir. Eso hace que no sea fácil “vender” La ciénaga. Se hizo un texto para Berlín que para mí es cualquier cosa, pero necesitábamos algo escrito que fuera concreto.

En el rodaje, ¿trabajás la puesta en escena de algún modo en particular?

Mirá, Diego Guebel me recomendó que trabajara con un dibujante para hacer un storyboard. Yo no veía mucho la utilidad de eso para mí, pero bueno, probamos. Me junté con un chico, un dibujante bárbaro, durante tres días en el hotel donde ensayábamos a hacer el storyboard, pero la verdad es que no me sirvió. Hay quien necesita tener todo dibujado de antemano porque le sirve, le aclara las cosas, pero no fue mi caso. Vos lo pensás de una determinada manera pero después vas al rodaje y resulta que está nublado, que ese rincón está oscuro, que la cama se corrió un poco, y uno de los chicos tiene fiebre y no puede caminar rápido… Entonces, a mí no me sirve para nada eso. Me sirve tener claro el concepto básico de la escena. Después vas ahí y, de acuerdo a cómo están las cosas, trabajás. Siempre había como unos veinte minutos de naufragio, claro. Decí que Fabiana Tiscornia, que era la asistente de dirección, es una genia impresionante y entre ella y Hugo Colace (el director de fotografía) se bancaban el naufragio. Hasta que la cosa surgía y decíamos: “Hacemos esto, desde aquí, alla, ahí….”. Y listo.

Mirá [saca un cuaderno, lleno de apuntes], yo cuando voy a filmar tengo una hojita del guion así, y acá anoto para cada parte lo que voy a hacer, a veces con algún dibujito, un mamarracho, y otras veces con alguna indicación más precisa, alguna palabra que hay que decir en algún momento… Pero no me hace falta otra cosa. Además, el equipo sabía exactamente qué película estábamos haciendo y tenían una enorme fe en el proyecto, lo que ayuda muchísimo. Sobre todo para que esos minutos de naufragio no se vieran como: “¡Esto es un desastre! ¡Yo me voy!”, cosa que te puede pasar y todo empieza a peligrar. Ellos no. Tomaban café, desayunaban y seguíamos adelante.

¿Y la dirección de actores?

Para mí había que lograr algo en particular que son esos códigos, ese lenguaje particular que se arma entre las familias. Tenía miedo de que eso no surgiera, que no existiese esa confianza física que hay en el entorno familiar. Sobre todo porque hay personas súper conocidas y chicos totalmente desconocidos. Entonces hicimos varias reuniones en un hotel en Buenos Aires, con todos, y una cama matrimonial, como después en varias escenas de la película. En el hotel deben haber creído que estábamos por hacer una porno.

Eso se ve bien en esa escena, cerca de la mitad, cuando los chicos juegan y bailan y cantan alrededor y encima de la cama donde está Mecha. Se ve una calidez especial ahí, que además contrasta con el resto y que como espectador agradecés, porque te distiende bastante.

Es justo en la mitad. Me gustaba que eso pasara en esa casa, que se supone la más caótica, la más riesgosa, por toda la cosa familiar inestable. Que ese momento de alegría se produjera en un lugar más enérgico y que el lugar más seguro, en cambio, fuera el del accidente. Esa cosa paradójica es lo que te produce el azoramiento frente a la vida.

¿Viniste a Buenos Aires con el objetivo de estudiar cine?

No, yo no tenía la menor idea sobre lo que quería hacer cuando terminé el secundario en 1984. Toda mi primaria y secundaria la pasé pensando que iba a ser científica. Además, en ese momento, en Salta, el cine era algo que… Yo ni sabía que se podía estudiar eso en Buenos Aires. A pesar de que se había estrenado Camila (Bemberg, 1984), que todas las adolescente habíamos ido a ver para llorar y eso, era todo una cosa muy lejana. Para mí era más fácil pensar en estudiar astronomía: a los quince años me habían regalado un telescopio y me había vuelto una fanática, leía todo sobre el tema. Me hice atea en esa época, también. Un día le dije seriamente a mi papá: “Bueno, yo quiero estudiar astronomía”. Y él, por supuesto, me respondió: “Andá pensando en otra cosa”. Hasta le escribí a la NASA, en castellano, una carta que empezaba: “Estimados señores de la NASA” y que era para pedirles cartas celestes del cono sur porque todas las cartas que había eran del hemisferio norte. Es al día de hoy que me cargan con eso de “Estimados señores de la NASA”.

¿Y cómo llegaste al cine?

Es que pensé que mi problema era que tenía una contradicción: había ido a un colegio humanista —mucho griego, mucho latín— y yo me pensaba científica. Así que se me ocurrió, absurdamente, que en la publicidad se combinaban las dos cosas: lo creativo y el mercado, el marketing, la ciencia. Llegué acá y el único lugar que había para estudiar publicidad era la Universidad del Salvador. Me fui a inscribir, subo la escalera y veo la foto del Papa. Y como yo ya venía atea militante dije: “A la mierda; acá no”. Así que me anoté en Comunicación Social en la UBA, que era lo más parecido. Había algo interesante en ese momento ahí, en el 86: era la apertura, el alfonsinismo, la Coordinadora, y esa carrera era un invento radical para estudiar el fenómeno de la comunicación durante la dictadura, y cómo salir de eso. Era bien interesante en ese momento. Pero inmediatamente pasó lo que tenía que pasar, que era el desastre, porque no tenía un perfil ideológico, una base fuerte. Así que la carrera entró en una nebulosa, yo también, y dejé.

Hace poco me encontré con una compañera mía de la carrera y me contó que está haciendo en Berlín un doctorado sobre el concepto del “desaparecido” en Argentina. Y hay una cosa muy interesante que pasó hace un par de años, en un concurso para óperas primas. Un amigo que estuvo en el jurado me contó que el setenta por ciento de los guiones tenía que ver con los desaparecidos. Y yo siento que en La ciénaga, en Felicidades (Bender, 2000) y en muchas otras películas argentinas recientes hay algo con ese tema, algo que tiene que ver aunque no sea tratado con la mirada política explícita típica de los 80. Una densidad, un nudo que está claramente presente, que tiene que ver con eso y que está surgiendo solo. Me parece bueno. Mirá mi caso: mi familia es de clase media, fuera de la política, y nos tuvieron educados fuera de toda cuestión política. Y sin embargo sale.

Es cierto que se produce lo que vos decís en muchísimas películas y cortos. Se siente el tema aunque no se lo nombre, se ve manifestarse lo que estaba latente.

Sí, el miedo, por ejemplo. Lo que siento es que la cosa ha perdido su carga política explícita y coyuntural y ha quedado la carga dramática humana, el peso de todo eso sobre la historia, la culpabilidad, la no expiación… La ausencia, porque a todo el mundo le falta un alguien, cercano o no. Todo eso tiene una presencia muy fuerte en lo que se está haciendo, y hasta te diría que es algo que me da cierta esperanza. Porque si no es terrible. Si eso no se transforma en una carga colectiva, es terrible.

¿Es terapéutica La ciénaga?

Yo soy cero profesional, no hay nada en mí que me permita hacer las cosas de una manera profesional. Eso me limita mucho en el terreno de la supervivencia. Lo que siento de La ciénaga, y que me da un poco de vergüenza, es que pertenece al género “grito desesperado” y en ese sentido creo que es terapéutica. Creo que también aparece ahí una cierta cosa reflexiva acerca de la vida. Siento que tengo que encontrar una salida de acción porque yo misma me siento en la ciénaga, digamos. No siento que estoy hablando de los otros, no me siento nada afuera de todo lo que se ve en la película. Y el gran esfuerzo que estoy haciendo ahora con lo que estoy escribiendo es, creo, para salir de la ciénaga, literal y no literalmente[8]. Siento que es bastante complicada la existencia, no me parece algo sencillo. Lo que pasa también es que es la historia más fuerte de amor que uno tiene. A veces hay que tirar los platos y La ciénaga está en ese rubro. Porque la otra es tirarte por la ventana y eso, como salida, ya me parece menos sano.

Notas del transcriptor

  1. Instituto de Arte Cinematográfico de Avellaneda (IDAC).
  2. Hoy ENERC (Escuela Nacional de Experimentación y Realización Cinematográfica).
  3. En esta nota de La Nación del 1 de octubre de 1999 se puede leer un poco más sobre este ciclo de documentales televisivos emitidos en Canal (á). Silvina Ocampo: las dependencias (1999), una de los documentales de Martel, se puede ver acá.
  4. Robert Redford es el creador del Sundance Institute, organización sin fines de lucro que se hace cargo de la realización del Festival de Cine de Sundance.
  5. Nippon Film Development & Finance, Inc.
  6. Programa de televisión argentino producido por Mario Pergolini y Diego Guebel.
  7. Teniendo en cuenta la fecha de la entrevista, es muy probable que con esto se esté refiriendo al guion de La niña santa (2004).
  8. Idem 7.

Esta entrevista fue extraída del libro Generaciones 60/90 (MALBA, 2003).

Tomado de: Las Veredas

Social tagging: > > > > > >

Deja un comentario

AlphaOmega Captcha Classica  –  Enter Security Code
     
 

* Copy This Password *

* Type Or Paste Password Here *

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.