Generaciones 60/90: entrevista a Ricardo Aronovich

Ricardo Aronovich, cineasta argentino

RICARDO ARONOVICH: Nací en Congreso, para luego pasar a Flores y después a Lomas de Zamora. El germen del cine, en fin, lo tenía desde chico pues me construí un proyector (no sé de dónde saqué eso) con una caja de zapatos, una lupa y una lámpara cuando solo tenía diez o doce años. Hacía dibujos animados con descomposición de movimiento en papel celofán de la época y tinta china. Hice parte del comienzo del cineclub Gente de cine, con Roland, cuando aún se llevaba a cabo en los altos de una librería.

Pasé dos años en Estados Unidos, entre 1948 y 1950. En Chicago comencé a estudiar fotografía, primero en un instituto de fotografía, primero en un instituto de fotografía y, luego, desgraciadamente por poco tiempo, en el Institute of Design que dirigió el gran Moholy Nagy. Me dirigía despacio hacia el Oeste para llegar a Hollywood, cosa que se vio interrumpida por el estallido de la guerra de Corea. Yo no era, por supuesto, ciudadano yanqui, pero allí, si bien no se puede votar teniendo visa de inmigrante, uno tiene obligación de ir a cualquier guerra que ellos desatan. Así que volví.

De regreso en Buenos Aires, y por una de esas coincidencias “generacionales”, conocí a Simón Feldman, creo que en el 50 o 51 pero no recuerdo cómo, y enseguida fui parte del grupo “Seminario de cine”. Allí Simón daba clases de acuerdo con el programa del hoy difunto IDHEC, que él había cursado hacia fines de los 40. Por eso yo siempre digo que Feldman fue mi primer profesor. Le debo eterna gratitud por eso, por sus enseñanzas y por mi primer largo, Los de la mesa 10 (1960). Para que yo pudiera hacerlo, Simón me defendió contra viento y marea. Y contra SICA, sobre todo.

Su nombre aparece también en la primera versión de El negoción (1959), que Feldman dirigió en el marco del Seminario, en 16mm…

De El negoción tengo un muy vago pero muy lindo recuerdo. No la hice toda yo, pues se filmó a lo largo de dos o tres años, creo, cuando podíamos. Para mí fue una experiencia genial, aunque muy temprana en mi vida. Además considero (puedo equivocarme fiero pero creo que no) que esa versión de El negoción es muy superior a la que Simón hizo luego de manera profesional. En fin, está tan lejos eso. De la misma época tengo un muy grato recuerdo de otro film, el corto Buenos Aires de David Kohon (1958). También la hicimos a los ponchazos y a lo largo de un año o algo más, filmando los fines de semana y cosas por el estilo. La hicimos toda David y yo solos, a veces con algún amigo que nos ayudaba (como Julio Cardoso, a quien desgraciadamente he perdido de vista).

Entiendo que en esos años trabajaba como fotógrafo en una dependencia del Estado. ¿En qué consistía su trabajo allí?

Curiosa pregunta esta, pues coincide con un texto que hace mucho estoy tratando de escribir a raíz de esos años surrealistas que pasó en la, ay, Dirección de Festejos y Ornamentaciones, se llamaba. Tuvo la gran ventaja de servirme de “escuela”, de alguna forma, pues hacía fotos permanentemente y comencé a hacer documentales sobre diversos temas que inventaba yo mismo. Todo eso, imagino, se ha perdido.

Después de Los de la mesa 10, usted fotografío el segundo largo de Kohon, Tres veces Ana (1961), que es una de las mejores películas del periodo.

Bueno, también fue mi segundo largo. Hace poco la fui a ver a un ciclo de cine argentino que se hizo en París. Salí muy deprimido por mi trabajo, por todo lo que vi que era —o me pareció— espantoso. Creo que me sentí así sobre todo por la conciencia tomada de haberme faltado no sólo la experiencia, sino también el material necesario y el tiempo para hacer lo que yo intuía que tenía que hacer (como técnica) y lo que luego pude poner en práctica en Los jóvenes viejos de Kuhn (1962) y Los venerables todos de Antin (1962), que considero sigue siendo hoy en día una película notable y adelantada a su tiempo.

En Tres veces Ana, en cambio, nada fue fácil de hacer. Yo tenía mucha imaginación pero pésimo material de iluminación y poco o ningún material (ni personal) de maquinaria. Por lo tanto, nunca pude poner las luces ahí donde correspondía. Además, en una época, uno llegaba al set, supongamos, a las ocho de la mañana y había que iluminar rápido a causa de las ocho horas del trabajo del equipo. Y algo tenía que quedarle al director… Lo que sucedía también es que mi pensamiento (como cuando uno escribe) iba no sé si tanto más rápido, pero sí más adelante en el tiempo de lo que se podía hacer en ese momento. No podría darle un ejemplo particular. O sí: en todas las secuencias en la redacción del diario se nota —y es flagrante— la posición de las fuentes de luz. Es decir, un desastre. Me fue un poco mejor en lo que hicimos en estudio, donde yo comencé a usar luz reflejada (y me miraban torcido por eso). Pero, claro, repito, con el pésimo o inadecuado material del momento.

¿Podría ejemplificar ese salto cualitativo que usted nota entre Tres veces Ana y las siguientes? ¿Podría decirme que le pedían específicamente Kuhn o Antin? ¿Un clima?

En Los venerables todos rompí con todo —o casi todo— lo que se hacía, y me ocurrió una cosa curioso y bastante irritante en ese momento preciso: apenas comenzamos a trabajar en galería, que fue al mismo comienzo de filmación, le dije al jefe de eléctricos que quería que me “fabricara” (o sea, que tendiera) una muselina sobre el decorado, que me colocara todos los proyectores (no había otras fuentes de luz) sin el fresnel, por encima de la muselina y otras cosas por el estilo. El hombre se puso como loco y dijo que eso no era fotografía, que renunciaba y ¡se fue! A los pocos días volvió y se convenció. Creo que en ese momento fue una primicia mundial, un acto de bravura para la época era imposible salirse del sendero trazado por otros.

Lo mismo con Los jóvenes viejos. Ahí me sucedió algo parecido con un jefe de eléctricos, que por suerte era un poco más piola que el otro. Cuando le pedí, en un recinto muy exiguo, que me trajera un proyector de cinco kilowatts casi le viene un síncope. Pero cuando lo mandé de reflejo al techo y nada más, se dio cuenta del resultado, y se volvió un incondicional de mi “sistema”. Con respecto al encuadre, en esa época, el operador de cámara era sagrado y no se podía intervenir mucho. Igual, uno se metía, pero no recuerdo mucho los detalles. Tampoco recuerdo muy bien qué me pedían específicamente Antin o Rodolfo, pero, sí, clima, claro…

Se nota una cierta cualidad en la imagen que es constante en las películas que usted fotografió, un predominio de tonos claros que para un lego es bastante difícil de definir, pero muy consistente de película a película. Es realmente distinto de, por ejemplo, los extremos expresionistas de Pablo Tabernero con Christensen (Si muero antes de despertar, No abras nunca esa puerta, ambas de 1952) o de González Paz con Nilsson. Hay otra relación en los contrastes, como si hubiera existido una búsqueda de grises, de un mayor protagonismo del gris. ¿Hubo tal búsqueda o estoy inventando?

Hubo. Se armó un lío bárbaro en el laboratorio Alex con el revelado que pedí. Ordené que se revelara (con previas y largas pruebas) a un tiempo fijo que yo había establecido. En ese momento, el técnico que revelaba hacía primero una prueba y, según la densidad del negativo, revelaba el resto como a él le parecía. Y ¡¿quién era él para decidir mi densidad?! Así que rompí también con eso y se volvieron locos en Alex. Por eso lo de los grises: cada película que hacía cambiaba el tiempo de revelado para alterar el contraste, claro, y obtener los grises requeridos. De ahí la satisfacción.

En realidad, todo eso se lo debo al maestro Tabernero, a quien le estaré eternamente agradecido. No olvidemos que Tabernero es una generación más viejo que yo y su escuela es otra: el expresionismo alemán en sus postrimerías. Yo represento, tal vez, la nueva visión de las “cosas”, con su gama, sus grises, contrastes diferentes, más uso de la sobreexposición, de grises claros, más de acuerdo con los nuevos temas que se tocaban. Sí, es cierto, aún hoy en día, que los grises y sus diversas calidades son un poco mi obsesión, incluso cuando filmo en color. Su “paroxismo”, creo, llegó con Invasión.

¿Qué pasaba cuando trabajaba con alguien formado en la vieja escuela, como René Mugica en El reñidero (1965), por ejemplo? Ésa es otra película que me impactó mucho, por la fuerza expresiva de los primeros planos, por la presión casi claustrofóbica que le imprimieron a la obra de De Cecco y por esa cosa de liberación catártica que se produce al final.

Se está poniendo cada vez más difícil. Pero trataré de exprimir las pocas células grises que me quedan e intentar una respuesta coherente. En el caso de El reñidero tuve ideas muy concretas que le comuniqué a Mugica y al escenógrafo, a quien le pedí —o más bien le ordené, porque ya estaba el decorado listo— que repintara todo nuevamente en tonalidades de negros y grises, para no equivocarnos con el resultado de tal color en términos de gris en la copia final. Nunca se sabe exactamente qué tono va a dar un determinado color en blanco y negro. Eso no era difícil pues a fines del siglo XIX casi no se usaban colores, ni siquiera para las damas.

El fin fue hecho enteramente en galería, incluso los exteriores del patio, lo que para mí, en ese momento, y con ese pobre material con que se contaba, era un reto importante. Reconozco que estaba aterrado. Era consciente de que en la reproducción de ese drama greco-orillero los primeros planos eran vitales. Hace poco la vi otra vez, por desgracia en una espantosa copia en VHS, pero quedé, dentro de todo, bastante contento con el resultado. Cosa rara en mí.

En su filmografía también está Orden de matar, de Román Viñoly Barreto (1965), y mucha cámara en mano de Anibal Di Salvo. Como se trata de uno de los pocos trabajos, digamos, “industriales” que hizo usted aquí, quería preguntarle qué recuerdo tiene de esa experiencia en particular.

Muchos recuerdos no tengo. Fue, como usted dice, un producto de la “industria” pero nunca más la he vuelto a ver. Creo que es el tipo de cosas que uno hace por encargo, sin mucha convicción, con actores como Jorge Salcedo. Confieso que me había olvidado completamente de ella. Piadosamente, tal vez. Lo que sí recuerdo es el trabajo de Di Salvo, con el cual aprendí mucho de cámara, claro. Era un personaje muy divertido, típico de la “industria”. Recuerdo que cuando iba a comenzar un plano extendía las manos, como si fuera el doctor Finocchietto esperando el bisturí. Pero su trabajo era siempre magnífico.

Usted fotografió toda la obra argentina de Hugo Santiago, incluyendo sus mediometrajes, Invasión, y después, Las veredas de Saturno (1986). ¿Podría describir su relación profesional con él?

También en Francia hice todo o casi todo lo de Hugo, incluso filmes para la TV (muy sesudos, ellos). No estuve en el último, Le loup de la cote ouest (2002). La relación con Hugo fue —es— de gran complicidad, digamos, artística, conceptual. Una vez que concebimos algo, paramos de hablar y yo hago las cosas. Invasión se hizo muy cómodamente, tuvimos todo lo necesario. Fue una gran producción para el cine argentino de entonces. Dicen por ahí que hemos creado algo cercano a la obra maestra.

Invasión fue restaurada hace poco tiempo en París. ¿Participó usted en ese trabajo?

Por supuesto. Alrededor de la mitad del negativo original se perdió y al respecto corren dos versiones divergentes. La primera, que fue la que nos dieron cuando nos enteramos que faltaba material, sostenía que se había tratado de un robo en el laboratorio Alex, es decir, un acto totalmente crapuloso, para vender el acetato como base para hacer, pongamos, peines. De hecho, no solo faltaron rollos del negativo de Invasión sino también de muchos otros films históricos argentinos. La segunda versión, que se colocó en un cartel al comienzo de la copia restaurada, dice que lo destruyeron los militares. A mi esto me parece difícil, porque en ese caso deberían haber destruido todo el negativo y no solo una parte. Sin embargo, ¿qué sabe uno lo que corre por los meandros del pensamiento castrense? Esta copia restaurada fue exhibida durante el festival de cine independiente de Buenos Aires, cuando le hicieron un homenaje a Santiago.

La restauración se hizo tomando material de copias positivas en buen estado y haciendo contratipos muy cuidadosamente. Todo eso llevó meses, pero la primera vez que la vi, me caí —perdón— de culo, por lo hermosos que eran los grises. La copia del negativo original es una maravilla pero también quedaron muy bien las partes del negativo perdido. Además se rehizo y remasterizó el sonido original. En fin, fue un trabajo delicado y estupendo. Se reestrenó en esas condiciones aquí en París y tuvo críticas ditirámbicas. Se supone que cuando entre un dinero, se pasará todo por un scanner para quitarle rayas y otros defectos de ese tipo, digitalizar todo y rehacer la clasificación de luces por sistema digital. La cuestión es que todo el trabajo con Invasión me ha dado nuevamente unas ganas locas de filmar en blanco y negro, de esa forma…

Esta entrevista fue extraída del libro Generaciones 60/90 (MALBA, 2003).

Tomado de: Las veredas

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