Para muchos jóvenes cubanos, la “conciencia revolucionaria” viene a ser como la fe que profesan sus padres y abuelos. Se puede o no creer en ella, pero pocas veces está planteado el interés por comprender en qué consiste y su aplicación al momento concreto que están viviendo. Vista de esta manera, la conciencia revolucionaria, con todo lo hermoso que sean sus propuestas, pierde los atributos que garantizan su vigencia, digamos su realismo y aplicación dialéctica.
En parte es el resultado de deficiencias y aberraciones ocurridas en el trabajo de formación política. Empaquetada en una simplista aproximación a sus contenidos, la ausencia de una eficaz cultura del debate y criterios dogmáticos en su difusión, la conciencia revolucionaria deja de ser una manera de pensar y se convierte en la repetición mimética de consignas y actuaciones “políticamente correctas” que acaban por adulterar sus esencias.
El oportunismo se anida en estas conductas y el extremismo es la manera más sencilla de hacerse de un “crédito revolucionario”, que sirve para escalar posiciones. El resultado es que algunos llegan a la conclusión de que los postulados de la conciencia revolucionaria constituyen una quimera y, cuando más, la asumen como un fardo de buenas intenciones sin asideros en la práctica cotidiana. La falta de un enfoque dialéctico también limita la capacidad de la conciencia revolucionaria para adaptarse a los cambios que han tenido lugar en el escenario y en el sujeto político cubano.
La conciencia revolucionaria cubana está fundada en el anticolonialismo primero y el antimperialismo, después. Quien no satisfaga esta condición nunca ha sido considerado revolucionario en Cuba. La contraparte se resume en la subordinación al poder extranjero y la sacralización de sus supuestas superioridades. No han existido términos medios, porque el modelo de dominación no lo permite, ni tampoco su rechazo.
Gracias a las reformas sociales y económicas emprendidas, así como por el crédito político heredado de la lucha contra la tiranía batistiana, la Revolución de 1959 contó con un extendido respaldo popular desde los primeros momentos. Pero el núcleo duro de la conciencia revolucionaria y el factor de unidad más importante, incluso entre fuerzas muy diversas, fue la consumación de este histórico movimiento antimperialista, cuyo fundamento teórico autóctono ha sido la prédica martiana.
Imbuido por este objetivo primario, se movilizó el pueblo cubano bajo la dirección de Fidel Castro. Pero la conciencia revolucionaria también se ha desenvuelto en medio de grandes contradicciones internas relacionadas con la diversidad de una sociedad sujeta a enormes transformaciones, generadoras de inconformidades y disensos. En la historia de la Revolución Cubana no han existido momentos exentos de luchas endógenas, en ocasiones muy violentas, ni de agresiones por parte de Estados Unidos, inspirador fundamental de estos conflictos.
En los inicios, fue una conciencia revolucionaria forjada en la práctica mediante tareas monumentales y movilizaciones militares constantes, formadora de fuertes lazos sociales y políticos que involucraban a casi todo el pueblo, especialmente a los jóvenes. Ello confirió un sentido heroico al esfuerzo cotidiano y propició una voluntad capaz de convivir con la abnegación que implicaba enfrentar a los más grandes desafíos. Eran los tiempos en que “convocar al sacrificio por los demás” no resultaba anacrónico.
La expansión del movimiento antimperialista en el Tercer Mundo, especialmente en América Latina, fue otro factor de estímulo a la conciencia revolucionaria en Cuba. Muchos jóvenes soñaban con ser guerrilleros, como el Che, y esta idea acompañó a las luchas internacionalistas cubanas en diversos países. La derrota o degeneración de la mayoría de estos movimientos, los cambios en el péndulo político internacional y, sobre todo, la debacle del campo socialista europeo y la desaparición de Unión Soviética, fueron golpes muy sensibles para la conciencia revolucionaria cubana. Pero haber resistido en las nuevas condiciones, fue un éxito solo posible por la validez y fortaleza alcanzada por esta conciencia.
La crisis económica que acompañó a este momento, eufemísticamente llamada “período especial”, desarticuló el proyecto igualitario cubano y, entre otras consecuencias, debilitó tanto el patrón de enfrentamiento colectivo a los problemas, como la credibilidad del modelo socialista para resolverlos. Opciones individualistas, hasta entonces poco comunes y escasamente aceptadas, como los negocios privados, se vieron entonces validadas como un recurso legítimo de salida a la crisis. Ello obligó a un replanteo del modelo cubano, pero se intentó solo de manera limitada sin las adecuadas clarificaciones en el discurso político, lo que introdujo significativas divisiones entre los propios revolucionarios. Estas divisiones perduran, y a veces son un obstáculo para el avance de las reformas, aunque se nota un mayor interés gubernamental por superarlas.
También cambió la naturaleza de la emigración. Identificada como la base social de la contrarrevolución, condición que aún perdura en ciertos sectores. A partir de las circunstancias generadas por el Período Especial, la emigración fue percibida como un resultado natural de la crisis y asumida de esta manera por la mayoría de la población. Ello facilitó los contactos y la puesta en marcha de políticas más flexibles e inclusivas por parte del gobierno, aunque siguen presentes incomprensiones y prejuicios que limitan la integración de los emigrados a la vida nacional.
En la situación impuesta por la crisis y la persistencia del acoso norteamericano, se debilitó la pasión que había despertado la lucha revolucionaria para centrar la atención de muchos en acciones de supervivencia personal, que a veces contradecían el modelo socialista vigente. Esto incrementó la corrupción y otros males sociales, generó apatía política en sectores de la población y aceleró el desgaste de las organizaciones que habían canalizado la participación y el compromiso popular, entre ellas el propio Partido Comunista, ya afectadas como resultado del avance del burocratismo, el dogmatismo y otros defectos en el ejercicio de sus funciones.
Por iniciativa de Fidel Castro se impulsaron acciones que atenuaron el impacto negativo del momento y convocaron a la población alrededor de lo que se llamó la “batalla de ideas”, pero su retirada del gobierno por razones de salud, así como su posterior desaparición física, privaron a las fuerzas revolucionarias de un extraordinario recurso de cohesión política y condicionaron la emergencia de un nuevo escenario en el debate político nacional.
Más allá de cualquier deficiencia achacable al modelo o a su conducción por parte del gobierno, la construcción del socialismo en Cuba ha sido una empresa titánica, no solo por las dificultades endógenas que ha tenido que superar, sino porque Estados Unidos ha hecho todo lo posible por impedir el despliegue de sus potencialidades. No sin razón, si tenemos en cuenta la dimensión de su ejemplo, la existencia de la Revolución Cubana ha sido percibida como una amenaza para el sistema imperialista y una ofensa a la prepotencia norteamericana, lo que explica que ese país haya actuado sin límites legales ni remilgos éticos en su contra por más de medio siglo.
Si se compara con los primeros años cuando el conflicto clasista resultaba evidente, ahora son menos diáfanas las razones que impulsan a la oposición, pero es innegable que el daño a escala social que origina la política norteamericana es una de ellas. Mucho más en tiempos de pandemia, cuando la situación se torna desesperante y ningún gobierno se salva de la insatisfacción política que genera la coyuntura. Mezclado con la crítica en ocasiones justificada a la gestión gubernamental, en muchos casos la confusión consigue que se culpe a la Revolución del sufrimiento infligido por sus enemigos y las víctimas justifiquen a los victimarios, lo que coloca el debate político con estas personas en situaciones a veces carentes de toda lógica.
El enfrentamiento a la hegemonía de Estados Unidos, cualquiera sea la modalidad que adopte su política, es consustancial al proyecto antimperialista cubano, por lo que la conciencia revolucionaria no tiene otra opción que partir de este presupuesto. No obstante, debe desplegar toda su capacidad dialéctica y ser capaz de evolucionar en correspondencia con las condiciones que imponga este conflicto. La radicalidad del proyecto estriba en sus objetivos, no en los métodos que con justicia y ética se utilicen para alcanzarlos.
Quedar paralizado en los esquemas del pasado es un síntoma de decadencia, por mucho que parezca que todo es igual y basta hacer o decir lo mismo. Por eso, para actuar en consecuencia, también se impone una lectura culta de la realidad doméstica y el sujeto político que se desempeña en ella. Desplegar el potencial científico de las ciencias sociales, así como liberar de ataduras a los mecanismos de información y debate de la sociedad, constituyen necesidades urgentes para la formación de una conciencia revolucionaria adecuada a la nueva realidad.
Hoy día la conciencia revolucionaria en Cuba se concreta en garantizar la eficacia para enfrentar la guerra económica y potenciar la capacidad productiva del país, en el desarrollo de una cultura política capaz de comprender la complejidad de las coyunturas por las que atraviesa la nación, así como contribuir en la construcción de mecanismos de participación popular, orientados a incitar un amplio sentido de libertad y construir nuevos consensos. También en la estimulación a la crítica contra males que actúan como un cáncer de la Revolución, dígase el burocratismo, el dogmatismo, el oportunismo, la corrupción y la mediocridad en la gestión pública.
Nada de esto es ajeno a la prédica del partido y el gobierno. Se han emitido varios documentos programáticos sobre estos asuntos y se han discutido con toda la población, incluso han sido aprobados en referendo nacional, como fue el caso de la nueva Constitución en 2019. El problema radica en lograr que las ideas doctrinarias que orientan el trabajo político, resumidas en un llamado al “cambio de mentalidad”, se concreten en la práctica y formen parte de la cultura de las personas, especialmente de los dirigentes y funcionarios gubernamentales.
La conciencia revolucionaria debe difundirse teniendo en cuenta los avances de las tecnologías de la información y los métodos más modernos de investigación y comunicación social, lo que excluye el lenguaje panfletario, exento de capacidad de convencimiento. Pero también debe construirse a través de la práctica concreta mediante tareas que desechen los formalismos y sean realmente relevantes para el país, donde los jóvenes no sean percibidos como simples participantes, sino como sus propiciadores y realizadores en muchas ocasiones. La conciencia revolucionaria debe educarse en el debate permanente, primero entre los que no lo son, pero incluso con los enemigos.
Haber resistido a las agresiones norteamericanas ha sido un mérito extraordinario, pero la conciencia revolucionaria no está diseñada solo para resistir, sino para transformar la realidad. En propiciar la inteligencia colectiva y aprovechar cualquier oportunidad, estriba el éxito del proyecto revolucionario cubano. En definitiva, solo los inteligentes, dicho en el sentido más amplio de la palabra, pueden ser portadores de una verdadera conciencia revolucionaria.
Tomado de: Progreso Semanal
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