Archives for

No siempre fui cineasta

Tomás Gutiérrez Alea Cineasta Cubano. (La Habana, 1928-1996)

Por Tomás Gutiérrez Alea

Durante mucho tiempo, cada vez que me preguntaban cual era mi profesión, me daba vergüenza decir “director de cine” pues eso era algo que no existía en nuestro país. Cuando me presentaba como tal, mucha gente entendía que yo dirigía o administraba un cine. Si quería evitar esa confusión decía que era cineasta y entonces la palabra resultaba demasiado chocante y tampoco entendían. Por eso, después de un momento de vacilación, solía decir que era abogado. Lo cual era verdad y mentira al mismo tiempo. Resulta que yo estudié Derecho y tengo hasta el título que me acredita como Doctor en Leyes. Sin embargo, creo que no hay nadie que pueda estar más lejos de esa profesión que yo. Estudié esa carrera porque en aquellos años no se avizoraba ni remotamente la posibilidad de ganarse la vida como director de cine sencillamente porque no teníamos una industria cinematográfica. En cambio, como abogado tenía la ventaja de que podía hacerme cargo de una agencia de Marcas y Patentes que mi padre había levantado con gran esfuerzo. Cuando terminé la carrera, mi padre se sintió tan aliviado que decidió ayudarme para que intentara ese otro camino hacia el cual ya mostraba una evidente inclinación y que, si bien resultaba más azaroso, también resultaba infinitamente más atractivo para mí: la dirección cinematográfica. Después que presenté la tesis en la Universidad (una tesis sobre el contrato de Prenda Pecuaria…) no esperé siquiera a recoger el título de abogado y me fui a Italia a estudiar en el Centro Sperimentale di Cinematografía de Roma. Allí permanecí poco más de dos años y tuve como compañeros a Julio García Espinosa que también quiso correr la misma aventura, y a Oscar Torres, un dominicano con mucho temperamento que después de la revolución vino a Cuba a trabajar y realizó una de las primeras películas cubanas -y también de las más vivas y prometedoras-: Realengo 18. También encontramos allí a Fernando Birri, que había entrado un año antes que nosotros.

En cuanto a mi profesión de abogado, nunca la ejercí por que tuve la rara fortuna de poder trabajar como cineasta aún desde antes de la Revolución. Nunca he asistido a un juicio como abogado. A los pocos juicios a que he tenido que asistir, he ido siempre como acusado. Una vez por “ofensas a la moral”, según rezaba la acusación: una noche medio tormentosa estaba en un parque conversando con una amiga y una especie de esbirro con grados de capitán de policía -esto sucedía en los últimos meses del gobierno de Grau- se encaprichó en que yo no podía estar allí y se dirigió a mí en forma incorrecta. Como yo en realidad creía que no estaba ofendiendo ninguna moral, traté de responder que me encontraba en mi derecho, pero no me dejaron terminar mi alegato. Esa noche la pasé en el vivac del Castillo del Príncipe. En otra ocasión también tuve que visitar el mismo castillo, pero esta vez por razones más nobles. Ya era en la época de Batista y el SIM me detuvo a mi regreso de un viaje a México por haber escondido en mi apartamento a Enrique Hart. Allí se celebraban reuniones clandestinas que llamaban mucho la atención de la policía…

Claro que no siempre fui cineasta. Mucho antes, desde niño, había mostrado vocación sucesivamente por la pintura, por la música y por la poesía. En ninguno de los tres campos resulté muy brillante. Sin embargo, no podía renunciar a ellos. Por otra parte, también me atraían problemas de la técnica y los trucos de magia-. Ya era demasiado. Un buen día (no recuerdo cuándo sucedió el milagro) se me hizo evidente que el cine podía sintetizar todas mis inclinaciones. A partir de entonces el cine se convirtió en algo muy grande para mí. Asistía regularmente a las distintas tandas (entonces había lo que llamaban matinée los domingos y solían exhibir diariamente dos películas, un noticiero, un documental, un episodio y los “avances” de los próximos estrenos) no sólo para quedar fascinado por tal despliegue de imaginación y fantasía, sino también para tratar de entender por qué todo aquello resultaba tan fascinante.

Otro día cayó en mis manos por azar, como sucede en los cuentos, una pequeña cámara cinematográfica de 8mm. Era un juguete de esos que se ofrecen con tanto misterio que por lo general uno no para con ellos hasta que los rompe para saber lo que tienen dentro. Con ese impulso irresistible que provoca la curiosidad en los niños -entonces ya no era tan niño: tenía unos diecisiete años- no paré hasta saber qué sucede cuando uno dispone de cierta manera algunos elementos de la realidad y los hace pasar a través del lente para fijar su imagen en la película y más tarde selecciona y reordena nuevamente algunos fragmentos de esa película y los convierte en una especie de sueño controlado y compartido, en una verdadera ilusión que a su vez pasa a formar parte de la realidad, a enriquecerla… Esto era, y sigue siendo, fascinante. No tuve que romper la cámara para tratar de saber qué tenía dentro. En este caso era yo quien metía dentro de ella todo lo que podía ocurrírseme para después ver la transformación que sufrían las cosas cuando atraviesan ese proceso. A veces el resultado era decepcionante, pero otras me- llenaba de alegría. Ahí descubrí un mundo de posibilidades, de afirmaciones y de interrogaciones siempre estimulantes

El primer intento de utilizar aquella pequeña cámara para hacer algo en serio, con todo el rigor del caso, fue una especie de comedia que tenía como punto de partida un brevísimo cuento de Kafka en el que se jugaba con el absurdo cotidiano. El filme duraba unos diez minutos, y trabajamos con actores (Vicente Revuelta, Julio Matas y Esperanza Magaz). La experiencia fue excitante y divertida. A partir de ese momento ya supe lo que quería ser en el futuro.

También en aquellos tiempos quedó definida mi vocación política. Aunque nunca fui a una escuela de curas, había sido educado como católico. Hice la primera comunión, recibí clases de catecismo, en mi casa había un Sagrado Corazón y otras imágenes y mi madre le hacía novenas a San Juan Bosco, que parece que era un santo muy socorredor y muy influyente. Cuando tenía unos quince años yo iba a misa con harta frecuencia y por mi propia voluntad, me atraían el olor a incienso, el canto gregoriano, los misterios, los evangelios… pero sobre todo, la figura de Cristo se me hacía -y se me hace todavía, aunque en otro sentido- algo infinitamente grandioso y bello. Cristo arremetió contra los mercaderes y contra los hipócritas, mostró el camino de la verdad, predicó la humildad y sintió el dolor de los hombres. Por supuesto, me puse de parte de él contra todos los que lo arrastraron hasta la cruz. Lo mismo que en las películas, hasta ese momento veía la cosa como un conflicto entre los “malos” y los “buenos” y Jesús era el “muchacho” y María Magdalena la “muchacha”. Entonces fue cuando mi curiosidad me llevó también a tener los primeros contactos con la literatura marxista y con amigos, que ya habían comenzado a transitar por esos caminos. ¿Cómo explicar el cambio que se produjo en mi manera de ver las cosas entonces? La idea del comunismo se me parecía bastante a la del paraíso. Solo que aquel se expresaba como una consecuencia lógica, racional, del desarrollo de la humanidad y debía ser alcanzado en esta vida. Ya no se trataba de “buenos” y “malos” sino de que existían determinadas leyes del desarrollo que se manifestaban también en la historia. No se trataba tampoco de predicar las virtudes de Cristo para tratar de mejorar al hombre y suprimir las injusticias sociales, sino de admitir que el hombre está movido por sus intereses y que el factor económico es determinante en última instancia…

Es decir, no se trataba de esperar a que los hombres se convirtieran en ángeles para poder alcanzar el paraíso, sino de que el hombre como tal ha de mejorarse a sí mismo en ese largo y fatigoso proceso de construir el paraíso. Así pasé de la prédica cristiana a la práctica revolucionaria. Ya estaba en la universidad, intentaba escribir poesías, estudiaba piano con César Pérez Sentenat y Teoría de la Música con Argeliers León, y empezaba a descubrir el cine. Aquí se unía todo: el ejercicio del cine se me revelaba también como una indiscutible responsabilidad social. Por eso no tiene nada de sorprendente que de la confusión de Kafka pasará a filmar un corto sobre el Movimiento por la Paz para el Partido Socialista Popular aunque no militaba en sus filas (también por aquellos tiempos organicé y presidí un Comité por la Paz en la Escuela de Derecho y lo primero que hice entonces fue redactar y firmar conjuntamente con otro compañero un manifiesto protestando contra el envío de soldados cubanos para engrosar las filas del ejército norteamericano que intervenía en Corea). Después filmamos también una movilización popular un Primero de Mayo que culminó en el Estadio del Cerro con una masiva demostración de apoyo al PSP.

(Aquí vale la pena que hagamos un alto para tratar de precisar algunos criterios acerca de la función social del cine. Ya he dicho, y estoy convencido de ello, que el ejercicio del cine implica una responsabilidad social. Su extraordinario alcance como medio masivo de difusión le confiere una indudable potencialidad como arma ideológica. Sin embargo, pienso que se ha malentendido muchas veces este aspecto del cine. Cada vez que se ha tratado de absolutizar su aspecto ideológico desconociendo que el cine es en primer lugar un espectáculo y por tanto un hecho estético, una fuente de placer, su eficacia como arma ideológica se ha visto reducida apreciablemente. Cada vez que se pretende reducir a esquemas un fenómeno complejo, la dialéctica hace saltar las cosas por donde menos se espera, sus leyes se imponen a la larga y siempre hace pagar caro los intentos de violación. De nada vale hacer películas que intenten promover las más valiosas ideas revolucionarias si el público no va a verlas, o si, lo que es peor, reaccionando contra el filme rechaza también lo que este intenta comunicar. La gran lección que encierran estas sorpresas no siempre es bien comprendida. Existe una peligrosa tendencia a disimular la falta de eficiencia, la falta de calidad, la mediocridad, con el relativamente fácil recurso de poner por delante una consigna. Como aquel tenor que desafinaba atrozmente pero que, si no arrancaba ovaciones del público, por lo menos impedía que le tiraran tomates y huevos podridos porque salía a escena envuelto en una bandera. Una suerte de acto patriótico que puede inscribirse perfectamente dentro del marco del “juego a los mentirazos”, tan popular en los últimos tiempos entre alguna gente. Porque no basta decir que el cine es un arma ideológica, apuntar y dar en el blanco. La cosa no es tan sencilla y con demasiada frecuencia el tiro suele salir por la culata… Para ser en alguna medida eficaz en el plano ideológico, el cine debe ser antes eficaz como cine, es decir, debe ser eficaz en el plano estético).

Aquellos dos años que pasé en Italia (después que terminé la carrera de Derecho) fueron decisivos para mi formación. Creo que aprendí muchas cosas, no tanto en la escuela de cine, que en definitiva nos proporcionaba un barniz académico, sino, sobre todo, en la calle. Vivíamos en una pensión con otros estudiantes latinoamericanos y otras personas de todas partes que pasaban por Roma y se alojaban allí durante breves períodos de tiempo. La guerra había terminado hacía pocos años y había una gran efervescencia política. Alcanzamos el apogeo del neorrealismo y presenciamos sus primeros síntomas de agotamiento.

Estuve también en otros lugares. En París me encontré con muchos amigos. En España conocí a través de Servando Cabrera Moreno a Carlos Saura, que aún no había rodado su primera película, y a su hermano Antonio, que ya empezaba a destacarse como pintor. Recorrí con Servando muchos lugares del país y eso fue una experiencia revitalizadora: Burgos, donde mi padre había pasado su niñez, Toledo, Avila, Cuenca, Córdova, Granada, Sevilla, Málaga, Antequera, Alhaurín de la Torre, de donde venía la familia de Servando… En Algeciras tomamos un barco hasta Tánger y recorrimos parte del Marruecos español. En ese viaje recogimos innumerables muestras de arte popular que después constituyeron el núcleo de esa fabulosa colección que Servando reunió a través de los años. También tuve la experiencia de atravesar lo que entonces se llamaba la “cortina de hierro” pues asistí a un Congreso de la Unión Internacional de Estudiantes en Bucarest. Todo esto encerraba grandes lecciones que no se aprenden en los libros ni en las aulas.

El nombre de Cuba sonaba como algo demasiado exótico por aquellas latitudes. Eran pocos los que en Italia tenían noticia de la existencia de nuestra pequeña isla. En aquellos días el mambo se puso de moda y nosotros estábamos muy contentos por la resonancia que podían alcanzar algunas de nuestras manifestaciones culturales. Pero un día vimos una revista en la que aparecía un artículo sobre el mambo y comenzaba diciendo: “El mambo, como la rumba y la samba, es una nueva danza brasilera que nos transmite todo el sabor del trópico… etc.” Era un golpe demasiado duro para nuestro orgullo nacional.

En Roma formé parte de un grupo de compañeros latinoamericanos que fundamos la Associazione Latinoamericana con el propósito de divulgar las manifestaciones culturales más progresistas de nuestros pueblos. Editamos el boletín Voci dell’America Latina y recuerdo que como primer acto público de la agrupación hice la presentación de un recital del guitarrista venezolano Alirio Díaz.

El nombre de Cuba apareció en los periódicos cuando Batista dio el golpe militar del 10 de marzo. Para nosotros fue una noticia triste y humillante pues eso de los golpes militares en Latinoamérica constituía un chiste para el italiano común. Después volvió a aparecer el nombre de Cuba cuando tuvo lugar el asalto al Moncada. Y apareció también el nombre de Fidel Castro, al cual yo recordaba muy bien de la Escuela de Derecho.

¿Qué hacía yo en ese país mientras que en el mío sucedían cosas que se me hacían terribles y que entre los italianos eran tomadas como motivo de bromas? ¿Hasta qué punto los cultos europeos podían ser tan ignorantes y tan insensibles? Yo estudiaba, trataba de entender y pensaba que el cine podía resultar un buen instrumento para acercar a los pueblos, para ayudarlos a entenderse mejor y a compartir valores comunes. Pero ni siquiera teníamos en Cuba la posibilidad de desarrollar una cinematografía. Lo único que existía entonces era aquella especie de noticieros cuya fuente de ingresos era el chantaje y la propaganda politiquera. Otros intentos de hacer cine, de hacer películas propiamente, se reducían a las más burdas imitaciones del peor cine comercial mexicano y eran tan pobres que daban ganas de llorar.

Regresé a Cuba en 1953. Pasé casi tres años sin encontrar trabajo. Entonces me reunía con amigos también interesados no sólo en hacer cine sino en ver cine. Me refiero más que al cine que se exhibía comercialmente y que solía tener muy bajo nivel, a películas que yacían en las bóvedas de las casas distribuidoras esperando muchas de ellas el momento de ser incineradas al término del contrato de explotación y que eran películas a veces muy importantes pero que no habían tenido éxito comercial. Durante mucho tiempo estuvimos rastreando estas películas y exhibiéndolas en pequeñas salas para grupos de aficionados.

Habíamos fundado la Sociedad Cultural Nuestro Tiempo. Desde allí intentamos promover lo mejor de nuestras expresiones artísticas en todos los órdenes, las manifestaciones más progresistas de nuestra cultura. Desplegamos una actividad ininterrumpida durante aquellos años que precedieron al triunfo de la Revolución. En la Sección de cine las actividades se reducían fundamentalmente a una especie de cine-club y a la presentación de algunas conferencias y debates sobre el cine. También teníamos una revista y allí publicábamos críticas cinematográficas y otros trabajos relacionados con el cine. A veces hacíamos cosas muy lindas, como aquella exhibición de un grupo de películas silentes que fueron acompañadas con música improvisada al piano por Juan Blanco. Una noche se dio una conferencia en nuestro local de la calle Zulueta (la antigua “Artística Gallega”) a la luz de un farol de luz brillante al que había que inyectarle aire constantemente porque perdía presión. Nos habían cortado la luz por falta de pago y la conferencia se convirtió en un acto de protesta al que fue in-vitado el noticiero de la televisión, fotógrafos y reporteros. Como no .había luz eléctrica, los camarógrafos utilizaron unas luces de magnesio para poder filmar lo que ocurría en el salón, pero el magnesio produjo una tal cantidad de humo denso que era peor que la oscuridad absoluta pues no solamente no se veía nada sino que todos los presentes sufrieron un ataque de tos incontenible.

Creo que entonces tuve más suerte que otros compañeros que se encontraban con la misma ansia de hacer cine que yo. Anduvo por aquí un productor mexicano que acababa de obtener un premio en Cannes con una película titulada Raíces. Esta película causó entonces gran impacto entre nosotros porque se trataba de una obra de corte neorrealista en la que se afirmaban los valores nacionales, y que había sido realizada con muy pocos medios y mucha pasión. El productor se llamaba Manuel Barbachano Ponce, era joven, culto y hábil para los negocios. Con un socio cubano estableció un negocio de publicidad cinematográfica. Se trataba de producir semanalmente un rollo de diez minutos en blanco y negro en el que había pequeños documentales, reportajes y cortos humorísticos (chistes interpretados por actores). Intercalados en medio de todo ese material variado se insertaban cinco o seis anuncios comerciales en colores de veinte segundos cada uno. Así era la Cine-Revista, en la que comencé trabajando como administrador y proyeccionista y terminé asumiendo la dirección técnica de sus producciones. A instancias mías fueron incorporados a nuestro equipo de trabajo el escritor Onelio Jorge Cardoso y los camarógrafos José Tabío y Jorge Herrera, el cual comenzó su carrera cinematográfica como utilero. El trabajo en los documentales y reportajes nos obligaba a estar en contacto permanente con diversos aspectos de nuestra realidad y afilaba nuestra capacidad del análisis.

En general constituían una contribución al mejor conocimiento de nuestro país, de sus hombres, sus fuentes de riqueza, sus condiciones de trabajo, su historia… Allí realizamos, entre otros muchos, un breve documental sobre la toma de La Habana por los ingleses (La Habana 1761) basado en grabados de la época. Los chistes me proporcionaron una buena experiencia en el trabajo con los actores y sobre todo en el manejo de situaciones humorísticas, aunque tengo que confesar que al cabo de un largo período de tiempo tratando de realizar un promedio de seis o siete chistes semanales me sentía saturado y de muy mal humor.

Al margen de Cine-Revista y con un grupo de compañeros de Nuestro Tiempo formamos un equipo de filmación y reunimos algún dinero para realizar una película con nuestros propios medios. Quisimos poner en práctica las ideas que teníamos sobre el cine y nos dedicamos durante algún tiempo a definir un tema. Cada uno de nosotros tenía diversas proposiciones y discutíamos mucho sobre ellas sin ponernos de acuerdo. Los domingos solíamos ir a explorar diversos lugares que podían resultar interesantes. Finalmente, cuando descubrimos a un grupo de carboneros que vivían en chozas aisladas en medio de la ciénaga cerca de Batábano decidimos que allí filmaríamos la película. Fuimos muchos domingos a ese lugar para conocer bien a los personajes, escuchábamos las historias que nos contaban y tratábamos de comprender sus problemas. Así poco a poco se fue gestando un proyecto que finalmente fue escrito y dirigido por Julio: El mégano. Yo colaboré con él en la dirección y pienso que también esta fue una experiencia muy valiosa. Resultó de nuestro trabajo un mediometraje en 16mm de unos 40 minutos de duración en el que se mostraba con bastante autenticidad -recuérdese que todavía estábamos impregnados de todas aquellas teorías neorrealistas que habíamos importado de Italia- las duras condiciones de vida de los carboneros de la ciénaga y la explotación de que eran víctimas, a través de una historia sencilla con algunos toques melodramáticos interpretados por los propios trabajadores y sus familias. Recuerdo momentos muy felices e imágenes muy fuertes a todo lo largo del filme.

El único día que se exhibió públicamente dio la casualidad que se encontraba entre nosotros Cesare Zavattini, a quien no sería exagerado considerar como el apóstol del neorrealismo. Estaba de paso hacia México donde iba a trabajar en algunos proyectos con Barbachano. Asistió a la proyección del El mégano y fue muy comprensivo. Se acercó a nosotros con simpatía y calor.

Lo malo fue que también asistieron a la proyección algunos agentes de los aparatos represivos de Batista y al día siguiente cargaron con la copia, el negativo y los realizadores y después de todos los trámites, fichas, interrogatorios y algún que otro exabrupto, no se volvió a saber nada de la película hasta que fue rescatada de los archivos del BRAC en los primeros días después del triunfo de la Revolución. También aquellos agentes se habían mostrado muy sensibles ante lo que podía significar el cine como “arma ideológica”, aunque se tratara, como en este caso, de un modesto ensayo cuya difusión estaba forzosamente limitada a muy pequeños círculos de curiosos.

Hicimos gestiones para tratar de recabar apoyo de algunas personas que suponíamos influyentes para que nos devolvieran la película. Algunos críticos la habían visto y sabíamos que les había parecido interesante y que iban a escribir sobre ella. Julio fue a ver a uno de ellos y después de un recibimiento muy afectuoso y de grandes felicitaciones, el crítico le hizo saber que estaba terminando un escrito sobre El mégano en el que hablaba maravillas de nuestro primer intento de sacar el cine cubano del marasmo. Julio entonces juzgó oportuno plantear la cosa de esta manera: “Mire, yo en realidad vengo a verlo porque tengo un problema con el SIM…” a lo que el otro, sin entender muy bien, le preguntó en tono paternal: “A ver, a ver, ¿qué problemas puedes tener con el cine?” Y Julio aclaró: “No, con el cine no tengo ningún problema… Es con el SIM, el Servicio de Inteligencia Militar, que nos ha secuestrado la película y queríamos ver si se podía movilizar a alguna gente para ejercer presión a través de la prensa a fin de que nos la restituyan…”. El crítico cambió inmediatamente de actitud y después de algunas palmaditas en el hombro despidió a Julio muy cortésmente. Siempre nos lo imaginamos corriendo de la puerta a la máquina de escribir para sacar el papel donde estaba escribiendo las maravillas que dijo y romperlo en pedacitos. La situación estaba bastante tensa por aquellos días y algunos consideraban que no era prudente llevar las cosas demasiado lejos. Esa fue otra lección valiosa: había que hacer todo lo posible por cambiar aquella situación.

Con el triunfo de la Revolución nos llega también la oportunidad de desarrollar todo aquello para lo que habíamos estado preparándonos durante largos años y que durante tanto tiempo habíamos intentado sin mucho éxito. No se trataba ya de intentar hacer una que otra película en medio de la más tiránica mediocridad, la incomprensión y la apatía, sino que ahora nos encontrábamos con que se imponía como consecuencia lógica de la nueva realidad que estábamos viviendo la necesidad de expresarnos y de transmitir esa gran experiencia también a través del cine. No sólo haríamos películas sino que al cabo de pocos años ya podríamos hablar de una cinematografía, de todo un movimiento en el que se encontrarán algunas cosas de las que todavía podemos sentirnos orgullosos.

A principios de 1959 Julio y yo nos encargamos de organizar la Sección de Cine de la Dirección de Cultura del Ejército Rebelde; que era atendida por Osmany Cienfuegos. Allí realizamos el documental Esta tierra nuestra que fue lo primero que se hizo en cine después del triunfo de la Revolución y que trata sobre las dramáticas condiciones de vida del campesino en Cuba y los cambios que habría de propiciar la Reforma Agraria.

Después formé parte del Consejo de Dirección del Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC) desde su fundación hasta 1961. A partir de ese momento me dediqué como actividad fundamental a la realización cinematográfica y desde hace ya unos cuantos años comparto ese trabajo con el de asesor de un grupo de directores de cortometraje.

A lo largo de todos estos años he realizado algunas películas. No muchas. En veinte años quizás debía haber hecho un poco más. Pero han sido años muy intensamente vividos. Han sucedido demasiadas cosas. En el mundo, en nuestro país y en nosotros mismos. Aquellos primeros pasos des-pués del triunfo, ensayando una nueva manera de vivir, aquellos primeros meses en los que no se podía dormir más de tres o cuatro horas diarias porque uno no quería perderse nada de lo que estaba pasando en la calle. Desde entonces hemos sido testigos y protagonistas de grandes cambios y eso pienso que hay que pagarlo de alguna manera. Tenemos ahora el privilegio de estar en la vanguardia de la historia y eso conlleva riesgos y dificultades inesperadas. Hemos podido hacer cosas que antes nos estaban vedadas. Pero no ha sido fácil hacerlas porque es demasiado grande el salto que tenemos que dar entre la neocolonia  -la pseudorrepública, el subdesarrollo- y el socialismo. Tenemos que inventarlo todo. Y eso lleva tiempo. Y es necesario estar inspirados… que no siempre lo estamos.

En todo mi trabajo como cineasta creo que las dos obras más logradas son Memorias del subdesarrollo y La última cena. Me parece que ambas expresan mejor que otras las inquietudes que me mueven y que necesito comunicar. La última cena tiene además la belleza de una fotografía excepcional de Mario García Joya. El trabajo con él no solamente garantiza unas imágenes de gran calidad sino que la colaboración es mucho más rica y profunda y abarca todos los demás aspectos y niveles de la obra, desde el núcleo conceptual hasta el acabado final, la apariencia definitiva.

El momento que nos ha tocado vivir, las dificultades que conlleva este proceso de transformación de nuestra sociedad, el reconocimiento de los obstáculos objetivos y la lucha, incesante, obsesiva, contra los obstáculos subjetivos, están en el centro de mi actividad como cineasta. Desde Las doce sillas, pasando por La muerte de un burócrata, Memorias del subdesarrollo, Una pelea cubana contra los demonios, La última cena, hasta Los sobrevivientes, el tema de la mentalidad burguesa o pequeño burguesa y su persistencia en medio de la revolución ha sido una constante. El tratamiento ha sido muy diverso de un filme a otro, pero en esencia se trata de la misma preocupación, la misma inquietud, afrontada desde diversos ángulos. Pienso que es necesario luchar contra esos valores que pertenecen a la que fue hasta hace pocos años la ideología dominante y que aún hoy podemos encontrarlos en alguna medida en todas las capas de nuestra población. Es necesario luchar contra todo aquello que pueda significar un freno para el desarrollo en el sentido en que nos lo hemos planteado. Y esa lucha se lleva a cabo con el ejercicio de la crítica y la autocrítica en todas sus modalidades como sátira, burla, denuncia directa, etc. Mantenemos el principio revolucionario de que solamente se puede transformar la realidad -y consecuentemente uno mismo en medio de esa práctica- si se tiene una actitud crítica frente a la misma.

Los grandes cambios que estamos llevando a cabo en la base económica y en las estructuras sociales implican grandes cambios también en el individuo y estos no se producen sin esfuerzo, sin dificultad, sin desgarramientos. Pero mientras mantenemos esa lucha con nosotros mismos, tenemos que recordar siempre que hay un enemigo poderoso a 140 kilómetros de nuestras costas. Ellos están contra esos grandes cambios y transformaciones que son la esencia misma de la Revolución porque todo eso atenta contra sus intereses. Ellos quisieran que permaneciéramos como antes del 59. Y eso nos plantea una contradicción evidente en tanto que cineastas: tenemos que afirmar nuestra identidad y nuestra revolución, es decir, nuestra realidad, y al mismo tiempo tenemos que criticarla para ayudar a mejorarla, a transformarla, a perfeccionarla. Creo que esa es una contradicción delicada que exige de nosotros una habilidad especial y un gran sentido de la responsabilidad. Tratamos con todas nuestras fuerzas. Sabemos que el cine no es como la música que opera con sonidos y abstracciones. El cine se relaciona directamente con la realidad social, toma de ella algunos aspectos, los manipula y crea nuevos significados. En ese proceso se puede llegar a distorsionar la realidad o avanzar hacia sus significados más profundos. Sin duda estamos por esta segunda alternativa.

Por mi parte, son demasiados los proyectos que tengo y sé muy bien que no me ha de alcanzar el tiempo para llevarlos a cabo. Pero no quisiera dejar de hacer por lo menos algunos de ellos. El cine no puede considerarse solamente como instrumento para transformar la realidad. En ese sentido hay otros instrumentos mucho más eficaces. En definitiva, si me dedico al cine, es sobre todo por satisfacer una necesidad de expresión y de comunicación, por una necesidad de establecer contacto con el mundo, no sólo para disfrutarlo mejor sino para entenderlo mejor y para contribuir a que otros lo entiendan y lo disfruten -hasta donde la historia nos lo permite.

Tomado de: https://cinelatinoamericano.org

Leer más

Por un cine imperfecto

Por un cine imperfecto. Julio García Espinosa. 1973, Caracas, Venezuela, Fondo Editorial Salvador de la Plaza, Colección Cine Rocinante

Por Julio García Espinosa

Hoy en día un cine perfecto -técnica y artísticamente logrado- es casi siempre un cine reaccionario.

La mayor tentación que se le ofrece al cine cubano en estos momentos -cuando logra su objetivo de un cine de calidad, de un cine con significación cultural dentro del proceso revolucionario- es precisamente la de convertirse en un cine perfecto.

El boom del cine latinoamericano -con Brasil y Cuba a la cabeza, según los aplausos y el visto bueno de la intelectualidad europea- es similar, en la actualidad, al que venía monodisfrutando la novelística latinoamericana.

¿Por qué nos aplauden? Sin duda se ha logrado una cierta calidad. Sin duda hay un cierto oportunismo político. Sin duda hay una cierta instrumentalización mutua. Pero sin duda hay algo más.

¿Por qué nos preocupa que nos aplaudan? ¿No está, entre las reglas del juego artístico, la finalidad de un reconocimiento público? ¿No equivale el reconocimiento europeo -a nivel de la cultura artística- a un reconocimiento mundial? ¿Qué las obras realizadas en el subdesarrollo obtengan un reconocimiento de tal naturaleza no beneficia al arte y a nuestros pueblos?

Curiosamente la motivación de estas inquietudes, es necesario aclararlo, no es sólo de orden ético. Es más bien, y sobre todo, estético, si es que se puede trazar una línea tan arbitrariamente divisoria entre ambos términos.

Cuando nos preguntamos por qué somos nosotros directores de cine y no los otros, es decir, los espectadores, la pregunta no la motiva solamente una preocupación de orden ético. Sabemos que somos directores de cine porque hemos pertenecido a una minoría que ha tenido el tiempo y las circunstancias necesarias para desarrollar, en ella misma, una cultura artística; y porque los recursos materiales de la técnica cinematográfica son limitados y, por lo tanto, al alcance de unos cuantos y no de todos. Pero ¿qué sucede si el futuro es la universalización de la enseñanza universitaria, si el desarrollo económico y social reduce las horas de trabajo, si la evolución de la técnica cinematográfica (como ya hay señales evidentes) hace posible que ésta deje de ser privilegio de unos pocos, qué sucede si el desarrollo del video-tape soluciona la capacidad inevitablemente limitada de los laboratorios, si los aparatos de televisión y su posibilidad de «proyectar» con independencia de la planta matriz, hacen innecesaria la construcción al infinito de salas cinematográficas? Sucede entonces no sólo un acto de justicia social; la posibilidad de que todos puedan hacer cine, sino un hecho de extrema importancia para la cultura artística: la posibilidad de rescatar, sin complejos, ni sentimientos de culpa de ninguna clase, el verdadero sentido de la actividad artística. Sucede entonces que podemos, entender que el arte es una actividad «desinteresada» del hombre. Que el arte no es un trabajo. Que el artista no es propiamente un trabajador.

El sentimiento de que esto es así, y la imposibilidad de practicarlo en consecuencia, es la agonía y, al mismo tiempo, el fariseísmo de todo el arte contemporáneo.

De hecho existen las dos tendencias. Los que pretenden realizarlo como una actividad «desinteresada» y los que pretenden justificarlo como una actividad «interesada». Unos y otros están en un callejón sin salida.

Cualquiera que realiza una actividad artística se pregunta en un momento dado qué sentido tiene lo que él hace. El simple hecho de que surja esta inquietud demuestra que existen factores que la motivan. Factores que, a su vez, evidencian que el arte no se desarrolla libremente. Los que se empecinan en negarle un sentido específico, sienten el peso moral de su egoísmo. Los que pretenden adjudicarle uno, compensan con la bondad social su mala conciencia. No importa, que los mediadores (críticos, teóricos, etc.) traten de justificar unos casos y otros. El mediador es para el artista contemporáneo su aspirina, su píldora tranquilizadora. Pero como ésta, sólo quita el dolor de cabeza pasajeramente. Es cierto, sin embargo, que el arte, como diablillo caprichoso, sigue asomando esporádicamente la cabeza en no importa qué tendencia.

Sin duda es más fácil definir el arte por lo que no es que por lo que es, si es que se puede hablar de definiciones cerradas no ya para el arte sino para cualquier actividad de la vida. El espíritu de contradicción lo impregna todo y ya nada ni nadie se dejan encerrar en un marco por muy dorado que éste sea.

Es posible que el arte nos dé una visión de la sociedad o de la naturaleza humana y que, al mismo tiempo, no se pueda definir como visión de la sociedad o de la naturaleza humana. Es posible que en el placer estético esté implícito un cierto narcisismo de la conciencia en reconocerse pequeña conciencia histórica, sociológica, sicológica, filosófica, etcétera y al mismo tiempo no basta esta sensación para explicar el placer estético.

¿No es mucho más cercano a la naturaleza artística concebirla con su propio poder cognoscitivo? ¿Es decir que el arte no es «ilustración» de ideas que pueden ser dichas por la filosofía, la sociología, la psicología?

El deseo de todo artista de expresar lo inexpresable no es más que el deseo de expresar la visión del tema en términos inexpresables por otras vías que no sean las artísticas. Tal vez su poder cognoscitivo es como el del juego para el niño. Tal vez el placer estético es el placer que nos provoca sentir la funcionalidad (sin un fin específico) de nuestra inteligencia y nuestra propia sensibilidad. El arte puede estimular, en general, la función creadora del hombre. Puede operar como agente de excitación constante para adoptar una actitud de cambio frente a la vida. Pero, a diferencia de la ciencia, nos enriquece en forma tal que sus resultados no son específicos, no se pueden aplicar a algo en particular. De ahí que lo podamos llamar una actividad «desinteresada», que podamos decir que el arte no es propiamente un «trabajo», que el artista es tal vez el menos intelectual de los intelectuales.

¿Por qué el artista, sin embargo, siente la necesidad de justificarse como «trabajador», como «intelectual», como «profesional», como hombre disciplinado y organizado, a la par de cualquier otra tarea productiva? ¿Por qué siente la necesidad de hipertrofiar la importancia de su actividad? ¿Por qué siente la necesidad de tener críticos? ¿Mediadores que lo defiendan, lo justifiquen, lo interpreten? ¿Por qué habla orgullosamente de «mis críticos»? ¿Por qué siente la necesidad de hacer declaraciones trascendentes, como si él fuera el verdadero intérprete de la sociedad y del ser humano? ¿Por qué pretende considerarse crítico y conciencia de la sociedad cuando -si bien estos objetivos pueden estar implícitos o aún explícitos en determinadas circunstancias- en un verdadero proceso revolucionario esas funciones las debemos de ejercer todos, es decir, el pueblo? ¿Y por qué entonces, por otra parte, se ve en la necesidad de limitar estos objetivos, estas actitudes, estas características? ¿Por qué al mismo tiempo, plantea estas limitaciones como limitaciones necesarias para que la obra no se convierta en un panfleto o en un ensayo sociológico? ¿Por qué semejante fariseísmo? ¿Por qué protegerse y ganar importancia como trabajador, político y científico (revolucionarios, se entiende) y no estar dispuestos a correr los riesgos de éstos?

El problema es complejo. No se trata fundamentalmente de oportunismo y ni siquiera de cobardía. Un verdadero artista está dispuesto a correr todos los riesgos si tiene la certeza de que su obra no dejará de ser una expresión artística. El único riesgo que él no acepta es el de que la obra no tenga una calidad artística.

También están los que aceptan y defienden la función «desinteresada» del arte. Pretenden ser más consecuentes. Prefieren la amargura de un mundo cerrado en la esperanza de que mañana la historia les hará justicia. Pero es el caso que todavía hoy la Gioconda no la pueden disfrutar todos. Debían de tener menos contradicciones, debían de estar menos alienados. Pero de hecho no es así, aunque tal actitud les dé la posibilidad de una coartada más productiva en el orden personal. En general sienten la esterilidad de su «pureza» o se dedican a librar combates corrosivos pero siempre a la defensiva. Pueden incluso rechazar, en una operación a la inversa, el interés de encontrar en la obra de arte la tranquilidad, la armonía, una cierta compensación, expresando el desequilibrio, el caos, la incertidumbre, lo cual, no deja de ser también un objetivo «interesado».

¿Qué es, entonces, lo que hace imposible practicar el arte como actividad «desinteresada»? ¿Por qué esta situación es hoy más sensible que nunca? Desde que el mundo es mundo, es decir, desde que el mundo es mundo dividido en clases, esta situación ha estado latente. Si hoy se ha agudizado es precisamente porque hoy empieza a existir la posibilidad de superarla. No por una toma de conciencia, no por la voluntad expresa de ningún artista, sino porque la propia realidad ha comenzado a revelar síntomas (nada utópicos) de que «en el futuro ya no habrá pintores sino, cuando mucho, hombres, que, entre otras cosas practiquen la pintura». (Marx).

No puede haber arte «desinteresado», no puede haber un nuevo y verdadero salto cualitativo en el arte, si no se termina, al mismo tiempo y para siempre, con el concepto y la realidad «elitaria» en el arte. Tres factores pueden favorecer nuestro optimismo: el desarrollo de la ciencia, la presencia social de las masas, la potencialidad revolucionaria en el mundo contemporáneo. Los tres sin orden jerárquico, los tres interrelacionados.

¿Por qué se teme a la ciencia? ¿Por qué se teme que el arte pueda ser aplastado ante la productividad y utilidad evidentes de la ciencia? ¿Por qué ese complejo de inferioridad? Es cierto que leemos hoy con mucho más placer un buen ensayo que una novela. ¿Por qué repetimos entonces, con horror, que el mundo se vuelve más interesado, más utilitario, más materialista? ¿No es realmente maravilloso que el desarrollo de la ciencia, de la sociología, de la antropología, de la psicología, contribuya a «depurar» el arte? ¿La aparición, gracias a la ciencia, de medios expresivos como la fotografía y el cine (lo cual no implica invalidarlos artísticamente) no hizo posible una mayor «depuración» en la pintura y en el teatro? ¿Hoy la ciencia r vuelve anacrónico tanto análisis «artístico» sobre el alma humana? ¿No nos permite la ciencia librarnos hoy de tantos filmes llenos de charlatanerías y encubiertos con eso que se ha dado en llamar mundo poético? Con el avance de la ciencia el arte no tiene nada que perder, al contrario, tiene todo un mundo que ganar. ¿Cuál es el temor entonces? La ciencia desnuda al arte y parece que no es fácil andar sin ropas por la calle. La verdadera tragedia del artista contemporáneo está en la imposibilidad de ejercer el arte como actividad minoritaria. Se dice que el arte no puede seducir la cooperación del sujeto que hace la experiencia. Es cierto. ¿Pero qué hacer para que el público deje de ser objeto se convierta en sujeto?

El desarrollo de la ciencia, de la técnica, de las teorías y prácticas sociales más avanzadas, han hecho posible, como nunca, la presencia activa de las masas en la vida social. En el plano de la vida artística hay más espectadores que en ningún otro momento de la historia. Es la primera fase de un proceso «deselitario». De lo que se trata ahora es de saber si empiezan a existir las condiciones para que esos espectadores se conviertan en autores. Es decir no en espectadores más activos, en coautores, sino en verdaderos autores. De lo que se trata es de preguntarse si el arte es realmente una actividad de especialistas. Si el arte, por designios extra-humanos, es posibilidad de unos cuantos o posibilidad de todos.

¿Cómo confiar las perspectivas y posibilidades del arte a la simple educación del pueblo, en tanto que espectadores? El gusto definido por la «alta cultura», una vez sobrepasado por ella misma, ¿no pasa al resto de la sociedad como residuo que devoran y rumian los no invitados al festín? ¿No ha sido ésta una eterna espiral convertida hoy, además, en círculo vicioso? El camp y su óptica (entre otras) sobre lo viejo, es un intento de rescatar estos residuos y acortar la distancia con el pueblo. Pero la diferencia es que el camp lo rescata como valor estético, mientras que para el pueblo siguen siendo todavía valores éticos.

Nos preguntamos si es irremediable para un presente y un futuro realmente revolucionarios tener «sus» artistas, «sus» intelectuales, como la burguesía tuvo los «suyos». ¿Lo verdaderamente revolucionario no es intentar, desde ahora, contribuir a la superación de estos conceptos y prácticas minoritarias, más que en perseguir in etemum la «calidad artística» de la obra? La actual perspectiva de la cultura artística no es más la posibilidad de que todos tengan el gusto de unos cuantos, sino la de que todos puedan ser creadores de cultura artística. El arte siempre ha sido una necesidad de todos. Lo que no ha sido es una posibilidad de todos en condiciones de igualdad. Simultáneamente al arte culto ha venido existiendo el arte popular.

El arte popular no tiene nada que ver con el llamado arte de masas. El arte popular necesita, y por lo tanto tiende a desarrollar el gusto personal, individual, del pueblo. El arte de masas o para las masas, por el contrario, necesita que el pueblo no tenga gusto. El arte de masas será en realidad tal, cuando verdaderamente lo hagan las masas. Arte de masas, hoy en día, es el arte que hacen unos pocos para las masas. Grotowski dice que el teatro de hoy debe ser de minorías porque es el cine quien puede hacer un arte de masas. No es cierto. Posiblemente no exista un arte más minoritario hoy que el cine. El cine hoy, en todas partes, lo hace una minoría para las masas. Posiblemente sea el cine el arte que demore más en llegar al poder de las masas. Arte de masas es, pues, el arte popular, el que hacen las masas. Arte para las masas es, como bien dice Hauser, la producción desarrollada por una minoría para satisfacer la demanda de una masa reducida al único papel de espectador y consumidora.

El arte popular es el que ha hecho siempre la parte más inculta de la sociedad. Pero este sector inculto ha logrado conservar para el arte características profundamente cultas. Una de ellas es que los creadores son al mismo tiempo los espectadores y viceversa. No existe, entre quienes lo producen y lo reciben, una línea tan marcadamente definida. El arte culto, en nuestros días, ha logrado también esa situación. La gran cuota de libertad del arte moderno no es más que la conquista de un nuevo interlocutor: el propio artista. Por eso es inútil esforzarse en luchar para que sustituya a la burguesía por las masas, como nuevo y potencial espectador. Esta situación mantenida por el arte popular, conquistada por el arte culto, debe fundirse y convertirse en patrimonio de todos. Ese y no otro debe ser el gran objetivo de una cultura artística auténticamente revolucionaria.

Pero el arte popular conserva otra característica aún más importante para la cultura. El arte popular se realiza como una actividad más de la vida. El arte culto al revés. El arte culto se desarrolla como actividad única, específica, es decir, se desarrolla no como actividad sino como realización de tipo personal. He ahí el precio cruel de haber tenido que mantener la existencia de la actividad artística a costa de la inexistencia de ella en el pueblo. ¿Pretender realizarse al margen de la vida no ha sido una coartada demasiado dolorosa para el artista y para el propio arte? ¿Pretender el arte como secta, como sociedad dentro de la sociedad, como tierra prometida, donde podamos realizarnos fugazmente, por un momento, por unos instantes, no es crearnos la ilusión de que realizándonos en el plano de la conciencia nos realizamos también en el de la existencia? ¿No resulta todo esto demasiado obvio en las actuales circunstancias? La lección esencial del arte popular es que éste es realizado como una actividad dentro de la vida, que el hombre no debe realizarse como artista sino plenamente, que el artista no debe realizarse como artista sino como hombre.

En el mundo moderno, principalmente en los países capitalistas desarrollados y en los países en proceso revolucionario, hay síntomas alarmantes, señales evidentes que presagian un cambio. Diríamos que empieza a surgir la posibilidad de superar esta tradicional disociación. No son síntomas provocados por la conciencia, sino por la propia realidad. Gran parte de la batalla del arte moderno es, de hecho, para «democratizar» el arte. ¿Qué otra cosa significa combatir las limitaciones del gusto, el arte para museos, las líneas marcadamente divisorias entre creador y público? ¿Qué es hoy la belleza? ¿Dónde se encuentra? ¿En las etiquetas de las sopas Campbell, en la tapa de un latón de basura, en los «muñequitos»? ¿Se pretende hoy hasta cuestionar el valor de eternidad en la obra de arte? ¿Qué significan esas esculturas, aparecidas en recientes exposiciones, hechas de bloques de hielo y que, por consecuencia, se derriten mientras el público las observa? ¿No es -más que la desaparición del arte- la pretensión de que desaparezca el espectador? ¿No existe un afán por saltar la barrera del arte «elitario» en esos pintores que confían a cualquiera, no ya a sus discípulos, parte de la realización de la obra? ¿No existe igual actitud en los compositores cuyas obras permiten amplia libertad a los ejecutantes? ¿No hay toda una tendencia en el arte moderno de hacer participar cada vez más al espectador? Si cada vez participa más, ¿a dónde llegará? ¿No dejará, entonces, de ser espectador? ¿No es éste o no debe ser éste, al menos, el desenlace lógico? ¿No es ésta una tendencia colectivista e individualista al mismo tiempo? Si se plantea la posibilidad de participación de todos, ¿no se está aceptando la posibilidad de creación individual que tenemos todos? Cuando Grotowski habla de que el teatro de hoy debe ser de minorías, ¿no se equivoca? ¿No es justamente lo contrario? ¿Teatro de la pobreza no quiere decir en realidad teatro del más alto refinamiento? Teatro que no necesita ningún valor secundario, es decir, que no necesita vestuario, escenografía, maquillaje, incluso, escenario. ¿No quiere decir esto que las condiciones materiales se han reducido al máximo y que, desde ese punto de vista, la posibilidad de hacer teatro está al alcance de todos? ¿Y el hecho de que el teatro tenga cada vez menos público no quiere decir que las condiciones empiezan a estar maduras para que se convierta en un verdadero teatro de masas? Tal vez la tragedia del teatro sea que ha llegado demasiado temprano a ese punto de su evolución.

Cuando nosotros miramos hacia Europa nos frotamos las manos. Vemos a la vieja cultura imposibilitada hoy para dar una respuesta a los problemas del arte. En realidad sucede que Europa no puede ya responder en forma tradicional, y, al mismo tiempo, le es muy difícil hacerlo de una manera enteramente nueva. Europa ya no es capaz de darle al mundo un nuevo «ismo» y no está en condiciones de hacerlos desaparecer para siempre. Pensamos entonces que ha llegado nuestro momento. Que al fin los subdesarrollados pueden disfrazarse de hombres «cultos». Es nuestro mayor peligro. Esa es nuestra mayor tentación. Ese es el oportunismo de unos cuantos en nuestro continente. Porque, efectivamente, dado el atraso técnico y científico, dada la poca presencia de las masas en la vida social, todavía este continente puede responder en forma tradicional, es decir, reafirmando el concepto y la práctica «elitaria» en el arte. Y tal vez entonces la verdadera causa del aplauso europeo a algunas de nuestras obras, literarias y fílmicas, no sea otra que la de una cierta nostalgia que provocamos. Después de todo el europeo no tiene otra Europa a quien volver los ojos. Sin embargo, el tercer factor, el más importante de todos, la Revolución, está presente en nosotros como en ninguna otra parte. Y ella sí es nuestra verdadera oportunidad. Es la Revolución lo que hace posible otra alternativa, lo que puede ofrecer una respuesta auténticamente nueva, lo que nos permite barrer de una vez y para siempre con los conceptos y prácticas minoritarias en el arte. Porque es la Revolución y el proceso revolucionario lo único que puede hacer posible la presencia total y libre de las masas. Porque la presencia total y libre de las masas será la desaparición definitiva de la estrecha división del trabajo, de la sociedad dividida en clases y sectores. Por eso, para nosotros la Revolución es la expresión más alta de la cultura, porque hará desaparecer la cultura artística como cultura fragmentaria del hombre.

Para ese futuro cierto, para esa perspectiva incuestionable, las respuestas en el presente pueden ser tantas como países hay en nuestro continente. Cada arte, cada manifestación artística, deberá hallar la suya propia, puesto que las características y los niveles alcanzados no son iguales.

¿Cuál puede ser la del cine cubano en particular?

Paradójicamente pensamos que será una nueva poética y no una nueva política cultural. Poética cuya verdadera finalidad será, sin embargo, suicidarse, desaparecer como tal. La realidad, al mismo tiempo, es que todavía existirán entre nosotros otras concepciones artísticas (que entendemos, además, productivas para la cultura) como existen la pequeña propiedad campesina y la religión. Pero es cierto que en materia de política cultural se nos plantea un problema serio: la escuela de cine. ¿Es justo seguir desarrollando especialistas de cine? Por el momento parece inevitable. ¿Y cuál será nuestra eterna y fundamental cantera? ¿Los alumnos de la Escuela de Artes y Letras de la Universidad? ¿Y no tenemos que plantearnos desde ahora si dicha Escuela deberá tener una vida limitada? ¿Qué perseguimos con la Escuela de Artes y Letras? ¿Futuros artistas én potencia? ¿Futuro público especializado? ¿No tenemos que irnos preguntando si desde ahora podemos hacer algo para ir acabando con esa división entre cultura artística y cultura científica? ¿Cuál es el verdadero prestigio de la cultura artística? ¿De dónde le viene ese prestigio que, inclusive, le ha hecho posible acaparar para sí el concepto total de cultura? ¿No está basado, acaso, en el enorme prestigio que ha gozado siempre el espíritu por encima del cuerpo? ¿No se ha visto siempre a la cultura artística como parte espiritual de la sociedad y a la científica, como su cuerpo? ¿El rechazo tradicional al cuerpo, a la vida material, a los problemas concretos de la vida material, no se debe también a que tenemos el concepto de que las cosas del espíritu más elevadas, más elegantes, más serias, más profundas? ¿No podemos, desde ahora, ir haciendo algo para acabar con esa artificial división? ¿No podemos ir pensando desde ahora que el cuerpo y las cosas del cuerpo son también elegantes, que la vida material también es bella? ¿No podemos entender que, en realidad, el alma está en el cuerpo, como el espíritu en la vida material, como -para hablar inclusive en términos estrictamente artísticos- el fondo en la superficie, el contenido en la forma? ¿No debemos pretender entonces que nuestros futuros alumnos y, por lo tanto, nuestros futuros cineastas sean los propios científicos (sin que dejen de ejercer como tales, desde luego), los propios sociólogos, médicos, economistas, agrónomos, etc.? ¿Y por otra parte, simultáneamente, no debemos intentar lo mismo para los mejores trabajadores de las mejores unidades del país, los trabajadores que más se estén superando educacionalmente, que más se estén desarrollando políticamente? ¿Nos parece evidente que se pueda desarrollar el gusto de las masas mientras exista la división entre las dos culturas, mientras las masas no sean las verdaderas dueñas de los medios de producción artística? La Revolución nos ha liberado a nosotros como sector artístico. ¿No nos parece completamente lógico que seamos nosotros mismos quienes contribuyamos a liberar los medios privados de producción artística? Sobre estos problemas, naturalmente, habrá que pensar y discutir mucho todavía.

Una nueva poética para el cine será, ante todo y sobre todo, una poética «interesada», un arte «interesado», un cine consciente y resueltamente «interesado», es decir, un cine imperfecto. Un arte «desinteresado», como plena actividad estética, ya sólo podrá hacerse cuando sea el pueblo quien haga el arte. El arte hoy deberá asimilar una cuota de trabajo en interés de que el trabajo vaya asimilando una cuota de arte.

La divisa de este cine imperfecto (que no hay que inventar porque ya ha surgido) es: «No nos interesan los  problemas de los neuróticos, nos interesan los problemas de los lúcidos», como diría Glauber Rocha.

El arte no necesita más del neurótico y de sus problemas. Es el neurótico quién sigue necesitando del arte, quien lo necesita como objeto interesado, como alivio, como coartada o, como diría Freud, como sublimación de sus problemas. El neurótico puede hacer arte pero el arte no tiene por qué hacer neuróticos. Tradicionalmente se ha considerado que los problemas para el arte no están en los sanos, sino en los enfermos, no están en los normales sino en los anormales, no están en los que luchan sino en los que lloran, no están en los lúcidos sino en los neuróticos. El cine imperfecto está cambiando dicha impostación. Es al enfermo y no al sano a quien más creemos, en quien más confiamos, porque su verdad la purga el sufrimiento. Sin embargo el sufrimiento y la elegancia no tienen por qué ser sinónimos. Hay todavía una corriente en el arte moderno -relacionada, sin duda, con la tradición cristiana- que identifica la seriedad con el sufrimiento. El espectro de Margarita Gautier impregna todavía la actividad artística de nuestros días. Sólo el que sufre, sólo el que está enfermo, es elegante y serio y hasta bello. Sólo en él reconocemos las posibilidades de una autenticidad, de una seriedad, de una sinceridad. Es necesario que el cine imperfecto termine con esta tradición.

El cine imperfecto halla un nuevo destinatario en los que luchan. Y, en los problemas de éstos, encuentra su temática. Los lúcidos, para el cine imperfecto, son aquellos que piensan y sienten que viven en un mundo que pueden cambiar, que, pese a los problemas y las dificultades, están convencidos que lo pueden cambiar y revolucionariamente. El cine imperfecto no tiene, entonces, que luchar para hacer un «público». Al contrario. Puede decirse que, en estos momentos, existe más «público» para un cine de esta naturaleza que cineastas para dicho «público».

¿Qué nos exige este nuevo interlocutor? ¿Un arte cargado de ejemplos morales dignos de ser imitados? No. El hombre es más creador que imitador. Por otra parte, los ejemplos morales es él quien nos los puede dar a nosotros. Si acaso puede pedirnos una obra más plena, total, no importa si dirigida conjunta o diferenciadamente, a la inteligencia, a la emoción o a la intuición. ¿Puede pedir-nos un cine de denuncia? Sí y no. No, si la denuncia está dirigida a los otros, si la denuncia está concebida para que nos compadezcan y tomen conciencia los que no luchan. Sí, si la denuncia sirve como información, como testimonio, como un arma más de combate para los que luchan. ¿Denunciar el imperialismo para demostrar una vez más que es malo? ¿Para qué si los que luchan ya luchan principalmente contra el imperialismo? Denunciar al imperialismo pero, sobre todo, en aquellos aspectos que ofrecen la posibilidad de plantearse combates concretos. Un cine, por ejemplo, que denuncie a los que luchan los pasos perdidos de un esbirro que hay que ajusticiar, sería un excelente ejemplo de cine-denuncia.

El cine imperfecto entendemos que exige, sobre todo, mostrar el proceso de los problemas. Es decir, lo contrario a un cine que se dedique fundamentalmente a celebrar los resultados. Lo contrario a un cine autosuficiente y contemplativo. Lo contrario a un cine que «ilustra bellamente» las ideas o conceptos que ya poseemos. (La actitud narcisista no tiene nada que ver con los que luchan). Mostrar un proceso no es precisamente analizarlo. Analizar, en el sentido tradicional de la palabra, implica siempre un juicio previo, cerrado. Analizar un problema es mostrar el problema (no su proceso) impregnado de juicios que genera a priori el propio análisis. Analizar es bloquear de antemano las posibilidades de análisis del interlocutor. Mostrar el proceso de un problema es someterlo a juicio sin emitir el fallo. Hay un tipo de periodismo que consiste en dar el comentario más que la noticia. Hay otro tipo de periodismo que consiste en dar las noticias pero valorizándolas mediante el montaje o compaginación del periódico. Mostrar el proceso de un problema es como mostrar el desarrollo propio de la noticia, sin el comentario, es como mostrar el desarrollo pluralista -sin valorizarlo- de una información. Lo subjetivo es la selección del problema condicionada por el interés del destinatario, que es el sujeto. Lo objetivo sería mostrar el proceso, que es el objeto.

El cine imperfecto es una respuesta. Pero también es una pregunta que irá encontrando sus respuestas en el propio desarrollo. El cine imperfecto puede utilizar el documental o la ficción o ambos. Puede utilizar un género u otro o todos. Puede utilizar el cine como arte pluralista o como expresión específica. Le es igual. No son éstas sus alternativas ni sus problemas, ni mucho menos sus objetivos. No son éstas las batallas ni las polémicas que le interesa librar.

El cine imperfecto puede ser también divertido. Divertido para el cineasta y para su nuevo interlocutor. Los que luchan no luchan al margen de la vida sino dentro. La lucha es vida y viceversa. No se lucha para «después» vivir. La lucha exige una organización que es la organización de la vida. Aún en la fase más extrema como es la guerra total y directa, la vida se organiza, lo cual es organizar la lucha. Y en la vida, como en la lucha, hay de todo, incluso la diversión. El cine imperfecto puede divertirse, precisamente, con todo lo que lo niega.

El cine imperfecto no es exhibicionista en el doble sentido literal de la palabra. No lo es en el sentido narcisista; ni lo es en el sentido mercantílista, es decir, en el marcado interés de exhibirse en salas y circuitos establecidos. Hay que recordar que la muerte artística del vedetismo en los actores resultó positiva para el arte. No hay por qué dudar que la desaparición del vedetismo en los directores pueda ofrecer perspectivas similares. Justamente el cine imperfecto debe trabajar, desde ahora, conjuntamente, con sociólogos, dirigentes revolucionarios, sicólogos, economistas, etc. Por otra parte el cine imperfecto rechaza los servicios de la crítica. Considera anacrónica la función de mediadores e intermediarios.

Al cine imperfecto no le interesa más la calidad ni la técnica. El cine imperfecto lo mismo se puede hacer con una Mitchell que con una cámara de 8 mm. Lo mismo se puede hacer en estudio que con una guerrilla en medio de la selva. Al cine imperfecto no le interesa más un gusto determinado y mucho menos el «buen gusto». De la obra de un artista no le interesa encontrar más la calidad. Lo único que le interesa de un artista es saber cómo responde a la siguiente pregunta: ¿Qué hace para saltar la barrera de un interlocutor «culto» y minoritario que hasta ahora condiciona la calidad de su obra?

El cineasta de esta nueva poética no debe ver en ella el objeto de una realización personal. Debe tener, también desde ahora, otra actividad. Debe jerarquizar su condición o su aspiración de revolucionario por encima de todo. Debe tratar de realizarse, en una palabra, como hombre y no sólo como artista. El cine imperfecto no puede olvidar que su objetivo esencial es el de desaparecer como nueva poética. No se trata más de sustituir una escuela por otra, un ismo por otro, una poesía por una antipoesía, sino de que, efectivamente, lleguen a surgir mil flores distintas. El futuro es del folklore. No exhibamos más el folklore con orgullo demagógico, con un carácter celebrativo, exhibámoslo más bien como una denuncia cruel, como un testimonio doloroso del nivel en que los pueblos fueron obligados a detener su poder de creación artística. El futuro será, sin duda, del folklore. Pero, entonces, ya no habrá necesidad de llamarlo así porque nada ni nadie podrá volver a paralizar el espíritu creador del pueblo.

El arte no va a desaparecer en la nada.

Va a desaparecer en el todo.

Tomado de: http://cinelatinoamericano.org

Leer más

García Márquez y el cine: la primera pasión

Gabriel García Márquez. (1927-2014) Escritor, guionista, editor y periodista colombiano. Premio Nobel de Literatura en 1982

Por María Lourdes Cortés Pacheco

Cuentan que el abuelo Nicolás Márquez llevaba a su nieto en Aracataca a ver las películas de Tom Mix. Desde el asombro original, nacido de aquellas imágenes, hasta el día de hoy, Gabriel García Márquez ha incursionado en múltiples facetas del cine: como cronista, guionista, productor, autor de numerosos textos literarios adaptados, e incluso fundador de la escuela de cine más importante de Latinoamérica.

A los 27 años se inició como cronista cinematográfico de El Espectador, cuando llegó a Bogotá en febrero de 1954. Sus primeras críticas se orientaron a «educar» al público colombiano en el «buen cine», y aún se le reconoce su labor pionera en este campo y en el de la creación de una cinematografía nacional.

La pasión por el cine, el periodismo y la literatura lo llevaron a Europa al año siguiente como corresponsal del mismo diario. Ingresó en el célebre Centro Experimental de Cinematografía de Roma, con la ayuda y la solidaridad de uno de los padres del Nuevo Cine Latinoamericano, el argentino Fernando Birri, aunque permaneció en él por unos meses, decepcionado por su academicismo y rigidez.

A su regreso a Barranquilla redactó un proyecto de escuela que no llegó a realizar. Tres décadas más tarde concretó en Cuba su anhelo de crear un instituto de formación cinematográfica en la que la innovación y el arte prevalieran sobre las convenciones.

En 1954 escribió el mediometraje silente La langosta azul, en blanco y negro, que dirigió junto a sus amigos Alvaro Cepeda Samudio, Enrique Grau y Luis Vicens. Es la historia de un agente secreto que busca rastros radioactivos en las langostas de un pueblo del Caribe. Este fue el primer experimento del escritor en el cine y una pieza rara del séptimo arte latinoamericano.

En 1961 abandona de nuevo Colombia motivado por la violencia, y comienza su largo periplo mexicano que será rico en experiencias y oportunidades. México le permite convertirse en guionista. De la mano de su amigo Álvaro Mutis, conoce al mítico productor mexicano Manuel Barbachano Ponce, quien le ofrece la posibilidad de adaptar El gallo de oro de Juan Rulfo. Trabaja en conjunto con Carlos Fuentes y el resultado sirve de base para la película de Roberto Gavaldón (1964), una de las mejores del cine mexicano.

Mutis lo introduce en un círculo de artistas que se reúne a colaborar en proyectos cinematográficos: Rulfo, Fuentes, Juan José Arreola, Elena Poniatowska, Alberto Isaac, Luis Alcoriza, Arturo Ripstein, María Luisa Elío y Jomi García Ascot. Con ellos asiste al rodaje de En el balcón vacío, Jomi García Ascot, hito del nuevo cine mexicano al inspirarse en la Nouvelle Vague para crear una sensibilidad y un lenguaje modernos.

Motivado por este ambiente, cede los derechos del cuento «En este pueblo no hay ladrones» a Alberto Isaac y Emilio García Riera. Esta será la primera de una larga lista de adaptaciones de sus obras. En este pueblo no hay ladrones (1964) se estrenó en 1965 en el Primer Concurso de Cine Experimental, donde obtuvo el segundo premio.

El filme, en blanco y negro y relatado en planos largos, enfatiza aspectos claves de la obra de García Márquez como su visión cíclica de la vida y los lugares despoblados, como se verá en Presagio, El mar del tiempo perdido y Un ángel muy viejo con unas alas enormes. Espacios que «reviven» con un acontecimiento que los marca —el robo, la peste, el olor, el ángel alado, etc.— para recaer en la rutina y el hastío.

En 1964 escribe su primer guión individual, El charro, que se convertirá en Tiempo de morir. Fue escrito para Arturo Ripstein con los diálogos de Carlos Fuentes. La película lanzó la carrera del joven director bajo la sombra de su padre, el productor Alfredo Ripstein, quien exigió que la película se disfrazara de western para encontrarle mercado seguro. Fue filmada entre el 7 de junio y el 10 de julio de 1965, y se estrenó el mismo año. Veinte años más tarde, en 1983 y 1985, el director colombiano Jorge Alí Triana realizó dos versiones del mismo guión para cine y televisión.

García Márquez también participó en el guión Lola de mi vida de Miguel Barbachano Ponce y escribió dos libretos con argumentos originales suyos: Patsy, mi amor, de Manuel Michel y Juegos peligrosos, presentada en dos partes: H.O., de Ripstein, y Divertimento, de Luis Alcoriza. A pesar de su mala recepción crítica, ambas tuvieron cierta acogida en el público.

La mejor película de esta etapa en México fue su colaboración con Alcoriza en Presagio (1974), en la que el escritor incluye algunos de sus personajes, como Mamá Grande, quien anuncia que «algo terrible va a pasar». Ante el mal augurio el pueblo cae en pánico y se culpabiliza a los extranjeros de lo que va a pasar. Desde sus primeros relatos, la peste es uno de sus temas primordiales y culmina con la novela El amor en los tiempos del cólera y la obra Edipo alcalde. En 1978 adapta Diario del año de la peste, de Daniel Defoe, que se convierte en El año de la peste de Felipe Cazals.

Las primeras adaptaciones

Quince años después de En este pueblo no hay ladrones, el chileno Miguel Littin realiza La viuda de Montiel (1979), que interrelaciona el cuento homónimo con «La prodigiosa tarde de Baltazar», incluidos en Los funerales de la Mamá Grande. Es una etapa de prominencia del realismo mágico en su obra, centrada en el mundo macondiano y sus personajes.

La adaptación de Littín, aunque hecha en color, juega con el claroscuro del blanco caribeño —ropa, sábanas, casas— frente a la figura esperpéntica de luto riguroso de la viuda. Fotografía, dirección de arte y paisajes son cuidadosamente tratados, y presentan el Caribe como un lugar idílico. Este embellecimiento se repite en Crónica de una muerte anunciada, de Francesco Rosi (1987), Fábula de la bella palomera, de Ruy Guerra (1988) y El amor en los tiempos del cólera, de Mike Newell (2007).

María de mi corazón (1979), del mexicano Jaime Humberto Hermosillo, se basa en un suceso real que el escritor le relató y que ambos trasladan a la pantalla. La anécdota, sucedida en Barcelona, pasa entonces a México, cambio crucial para el director por su conocimiento del contexto. Tanto Hermosillo como Henning Carlsen, con Memorias de mis putas tristes, y Ripstein, con El coronel no tiene quien le escriba, hicieron lo mismo en un esfuerzo exitoso por interpretar el universo garciamarquiano en un entorno diferente.

El argumento de María de mi corazón es sencillo y las actuaciones de María Rojo y Héctor Gamboa sostienen la trama de manera sólida. Como hacen Carlsen y Ripstein, Hermosillo realiza una lectura personal en que la magia y el horror se entremezclan de forma verosímil. El espectador comprende y repudia la situación de María, una mujer que entró a un asilo de enfermas mentales «solo a llamar por teléfono» y es recluida para siempre.

Eréndira (1982), del brasileño Ruy Guerra, parte del recuerdo de una «noche de parranda» y aparece fugazmente en Cien años de soledad (1967). La imagen de la niña-prostituta persigue al autor a pesar de haberla incluido en la novela, por lo que la desarrolla en un guión. Años después le dio un segundo tratamiento narrativo en «La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmada» (1972).

A la historia de la niña vendida por su abuela Guerra une el tema político de otro cuento, «Muerte constante más allá del amor» (1970). El senador Onésimo Sánchez regala sueños por la Guajira colombiana y se encuentra casualmente con Eréndira, de quien se enamora.

Uno de los problemas de la adaptación de Guerra es su intento de fidelidad ilustrativa y de seguir paso a paso el argumento, sin contenido dramático. Los personajes se quedan cortos al lado de sus correlatos literarios. La abuela no se presenta como una anciana decrépita, cruel y de proporciones cetáceas, sino como la actriz Irene Papas, atractiva y delgada. Ulises no parece un ángel sino un adolescente delgado y frágil. Su enfrentamiento con la abuela es caricaturesco.

Para Guerra, el tema fundamental es la libertad, pero tenemos que atravesar múltiples escollos para llegar al clímax en que Eréndira huye por el desierto hacia el mar. Algunos críticos ven en Eréndira una metáfora de la explotación de Latinoamérica.

Para muchos estudiosos García Márquez parece imposible de adaptar. El director argentino Fernando Birri explica esta dificultad:

Ahora, los personajes de Gabo, cuando hablan, a veces dicen cosas muy normales, pero en otros dicen cosas que si les ponés en boca de un personaje cinematográfico, resultan totalmente increíbles. Por eso, uno de los riesgos mayores que se corre queriendo hacer cine de la literatura de Gabo, es intentar transmitir en los diálogos, las palabras de algunos de sus personajes.

Este intento de transmitir el estilo literario a la imagen es un elemento común en las adaptaciones. El caso más evidente es el de la directora venezolana Solveig Hoogesteijn con El mar del tiempo perdido (1981), sobre el cuento homónimo, cuya estructura reproduce la cosmovisión del autor: un pueblo muerto se transforma a raíz de un acontecimiento insólito.

En este caso, lo peculiar es un olor a rosas que lo inunda y, como no puede verse, la directora echa mano de forma excesiva a la voz off. Mientras el filme ilustra las acciones los personajes recitan los textos literarios.

Fernando Birri, primer director de la Escuela Internacional de Cine y Televisión (EICTV) de San Antonio de los Baños, fundada por García Márquez, entre otros, realizó la adaptación de uno de los cuentos más caribeños, fantásticos y representativos del realismo mágico: «Un señor muy viejo con unas alas enormes» (1988). La población se inquieta ante la presencia del ser fantástico, mitad ángel y mitad gallo. Pelayo, quien lo encuentra, la vecina, el cura, y otros personajes, reaccionan ante el anciano que suscita el rechazo general de un pueblo intolerante.

Los amores difíciles

La serie Amores difíciles, con guiones de García Márquez, está integrada por seis largometrajes autónomos y realizada por distintos realizadores de Iberoamérica. Producida por Televisión Española, en coproducción con International Network Group y la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano, su temática gira en torno a la pasión amorosa como hilo conductor de la existencia humana.

Los seis filmes son Fábula de la bella palomera, de Guerra, Milagro en Roma, de Lisandro Duque (Colombia), El verano de la señora Forbes, de Hermosillo, Un domingo feliz, de Olegario Barrera (Venezuela), Cartas del parque, de Tomás Gutiérrez Alea (Cuba) y Yo soy el que tú buscas, de Jaime Chávarri (España).

De estos, García Márquez convirtió en cuento Milagro en Roma, al que tituló «La santa», y El verano de la señora Forbes, Fábula de la bella palomera y Cartas del parque, son episodios de la novela El amor en los tiempos del cólera.

Gutiérrez Alea compone una hermosa y romántica historia de amor de la belle époque, recreando un pueblo de tarjeta postal. Pero, a diferencia de otros filmes que embellecen el ambiente caribeño, en este caso la idea es consustancial a la propuesta cinematográfica. La historia presenta una visión idealizada del amor que se vuelve real en una relación madura y rechaza el espejismo sentimental de la cultura popular.

El director subraya los acontecimientos con intertextos escritos a la manera del cine silente. Por el contrario, Fábula de la bella palomera, aun cuando se presenta bajo un velo romántico y sus personajes intenten parecer literarios ad hoc, la propuesta es demasiado falsa al concretarse en imágenes.

Como es usual en Guerra, el resultado es un planteamiento visual plástico y lírico con escasos resultados narrativos. La propuesta estética es cuidada y abunda en textos literarios recitados, lo que vuelve estática la acción.

Milagro en Roma enfrenta el desafío del realismo mágico. Se presenta como un relato realista y se vale de la creencia popular en los santos al contar el fenómeno de la niña que muere sin que su cuerpo se descomponga. El filme descansa sobre la eficacia dramática de Margarito Duarte, padre de la pequeña, y sus peripecias para lograr su canonización. A diferencia del cuento, que tiene un final desesperanzado, en el filme, la tenacidad del padre logra revivir a la niña. Como en el inicio de la historia, ambos van en busca del carrito de los helados.

Es interesante la propuesta del mexicano Jaime Humberto Hermosillo en la adaptación de El verano feliz de la señora Forbes. Se plantea que el rechazo del pescador a la institutriz no se debe a la mujer sino a la identidad gay del joven. La premisa que en el cuento resulta ambigua, en el filme se colma con una visión contemporánea y cercana a la cosmovisión del director.1

Un renacimiento de las adaptaciones

A finales de la década de 1980 surgen nuevas adaptaciones de García Márquez, con presupuestos más altos que los ya vistos y propuestas variadas y ambiciosas. Ya García Márquez estaba completamente consolidado como uno de los mejores escritores en lengua castellana, y la tentación de llevarlo a la pantalla aumentó.

Edipo alcalde es una obra personalísima del mismo escritor ya que, según cuenta, llevaba años intentando escribir la historia del crimen perfecto, en la que el asesino resulta ser el investigador. Realizó el guión junto a Orlando Senna, Stella Malagón y Jorge Alí Triana; emprendió la aventura de una versión contemporánea de la obra de Sófocles en medio de la peste de la violencia colombiana.

Algunas obras de García Márquez ya apuntaban la influencia de la tragedia clásica: el destino ineludible —Crónica de una muerte anunciada— y la peste, ya sea como epidemia, violencia o enfermedad.

Ambos personajes buscan la paz de su ciudad —y acabar con la peste, en la antigüedad, y con la violencia, en la Colombia actual— pero el destino es implacable. Como en Crónica de una muerte anunciada, el pueblo conoce previamente lo que ocurrirá con Santiago Nasar y con Edipo, y no hace nada para impedirlo.

La adaptación de Triana está llena de referencias al mundo griego —vestuario, escenografía— e incluso algunos personajes —el ciego Tiresias y la adivina Deyanira— parecen sacados de los textos antiguos. Triana también incluye elementos de realismo mágico —el caballo espía de Creonte o Layo muerto tocando piano— que no rompen la verosimilitud del relato al presentarse como imágenes realistas. El filme se presenta como una válida adaptación de la tragedia a la Colombia convulsa de los años 1980.

No sucede lo mismo con la superproducción europea Crónica de una muerte anunciada (1987) del italiano Francesco Rosi. El director abandonó el ambiente italiano habitual de su cinematografía por la recreación de un pueblo ambientado en el Caribe que privilegia sus características escenográficas en blanco. El distanciamiento se acrecienta con la presencia de actores europeos alejados del fenotipo latinoamericano como Ornella Muti (Angela Vicario), Rupert Everett (Bayardo San Román) y Anthony Delon (Santiago Nasar) y los dos modelos portugueses que encarnan a los carniceros vicarios, portadores del destino trágico de Nasar. Otros actores de renombre y la mezcla de acentos y nacionalidades contribuyen a dar la sensación de tarjeta postal del Caribe de mediados del siglo xx.

La película también pierde su centro dramático porque Rosi privilegia la historia de amor de Angela Vicario y Bayardo San Román por encima de la incertidumbre del asesinato, la complicidad colectiva y el misterio sobre la pérdida de la honra de la muchacha recién casada. El hecho violento es, contra todo pronóstico, el marco de un cuento de amor, no el centro de la trama, como es en la novela, y el filme termina siendo un melodrama con final feliz.

En una perspectiva contraria se encuentra Arturo Ripstein, quien no embellece ni estiliza la situación y el pesado agobio de los personajes en El coronel no tiene quien le escriba. La cinta se ubica en un poblado cerca de Veracruz, en una primavera calurosa, después del episodio sangriento de la guerra cristera.

El personaje del coronel es de una pureza a prueba de todo, y de una paciencia infinita. Y si bien la película es la historia de una espera, de la zozobra cotidiana ante la pobreza, el dolor por la pérdida del hijo, la mezquindad del amigo usurero y la importancia del gallo para el mundo rural, es también la historia de amor de una pareja de ancianos que luchan por sobrevivir con dignidad a la adversidad del último fragmento de vida.

Asimismo, el director les da carne a personajes secundarios como el cura y el médico, este último de claras tendencias homosexuales, e incluye a un personaje inexistente en la novela: Julia, la mujer de Agustín, el hijo muerto.

Julia es prostituta y la mujer del asesino de Agustín. Para la mujer del coronel, que en el filme tiene nombre, Lola, y cobra mayor protagonismo que en el libro, Julia es la culpable de la muerte de su hijo. Para el coronel, ella fue la posibilidad de un nieto que nunca tuvo. Julia, aporte de la adaptación cinematográfica de Ripstein, contribuye al desenvolvimiento de la acción dramática, intenta ayudar a la pareja y le otorga profundidad a la historia.

El leitmotiv de la novela es la espera de la carta, imagen que también puntúa el texto fílmico: el coronel, vestido de blanco, elegante, mira hacia el río y aguarda la barcaza del correo que puede traer la solución a sus problemas, la carta con la pensión.

El gallo representa la esperanza del pueblo entero para salir de la monotonía y de la pobreza. Es de todos y representa la ética y la dignidad de los vencidos, de los que no se rinden ni se venden al poder corrupto del dinero fácil y de la política.

La adaptación de Ripstein no recrea el universo del autor exteriormente en imágenes plásticas y metáforas literarias, sino por medio de las angustias y miserias del coronel, así como de su temple y ética puestos a prueba a lo largo de 27 años de espera.

O veneno do madrugada, también de Ruy Guerra, es una adaptación libre, ya que el director alteró la linealidad del original y fragmentó la narración para poder contar tres veces la misma historia. Sin embargo, esta narrativa fragmentaria, pretendidamente contemporánea, lo que logra es confusión, repetición y tedio.

La fotografía vuelve a ser el mayor logro del filme, con un preciosismo en contrastes y contraluces. Nuevamente, se cae en la tentación de incluir los textos literarios, declamados en el filme, lo que redunda en actuaciones —al igual que en Fábula de la bella palomera— pomposas y acartonadas.

Así como O veneno do madrugada no tuvo ningún éxito y es prácticamente desconocida, la adaptación Made in Hollywood, de El amor en los tiempos del cólera de Mike Newell, es quizá la adaptación más famosa del escritor, para pesar de la literatura y de la filmografía basada en García Márquez.

¿Es posible llevar al cine comercial una historia de amor eterno, de un hombre que espera 51 años, 9 meses y cuatro días para reconquistar a una mujer con quien nunca ha sostenido una conversación? Y que, además, el mismo hombre, durante la espera, ¿haya hecho el amor con más de 600 mujeres, anotando las relaciones puntualmente en un diario de rutina?

Una vez más el director utiliza la voz off para introducir la belleza literaria de la prosa de García Márquez. Este recurso, para hacer hablar a Florentino Ariza, es reiterativo en el filme, abre y cierra el relato cinematográfico, así como apoya muchos momentos que no se pueden traducir en imágenes. También se usa para adelantar la acción temporal.

La anécdota, sintetizada y simplificada, es lo que se privilegia. Las acciones fueron resumidas a partir de criterios que funcionen para contar una historia coherente, pero también para que dichas escenas tenga la mayor belleza y espectacularidad posibles. Con ello se logra mostrar el colorido del Caribe, los detalles sentimentales de la época y los elementos claves del sistema Hollywood: sexo y amor romántico.

Tampoco el realizador busca equivalentes cinematográficos para la narración literaria. Lo importante es contar la historia, con ganchos comerciales tan evidentes e incongruentes como las canciones de la colombiana Shakira.

La mayor parte de la historia, más que la idealización de un amor platónico entre Florentino Ariza y Fermina Daza, representa la vida cotidiana de un matrimonio, la rutina que mata o desgasta el amor. Es lo que García Márquez llama el «amor domesticado», pero que para un cine de entretenimiento resulta aburrido. Por lo tanto, el filme solo muestra el amor en la vejez, en el caso de los protagonistas, al final, como el resultado de la perseverancia y el amor de Florentino hacia su amor de juventud.

Intenta parecer un amor imposible que triunfa, aunque en realidad es una obsesión de Florentino, un deseo autoimpuesto, su misión en la vida. Para Fermina, Florentino va a ser una compañía al término de la vida. El cierre de la historia funciona correctamente en ambos textos, el literario y el fílmico, si consideramos acertada la imagen definitiva de un buque sin rumbo por el río, con los amantes a bordo, embarcados en un viaje «hasta la eternidad», como metáfora de la existencia humana.

En 2009, Hilda Hidalgo se convirtió en la primera y hasta ahora única estudiante de la Escuela Internacional de Cine y Televisión (EICTV) de San Antonio de los Baños en adaptar uno de los libros de García Márquez, Del amor y otros demonios.

Hidalgo situó su historia desde la mirada de la niña de 13 años para crear el universo poético y amoroso de Sierva María. Para ello, a diferencia de otras adaptaciones, en las cuales se ha echado mano de escenografías, vestuarios y mucho trabajo de arte para intentar lograr el realismo mágico o la ambientación latinoamericana exótica, la directora costarricense se concentró en la historia de amor y en profundizar en la psicología y emociones de los personajes. Le dio énfasis al conflicto y al contexto histórico en que este se desarrollaba, sin los cuales la historia no podía comprenderse.

La propuesta artística es de tono minimalista, basada en una fotografía de claroscuros al estilo de la pintura del artista italiano Michelangelo Caravaggio. La historia, sobre todo la de amor, se presenta en contrastes, también de planos cerrados y planos generales. Cortinas blancas difuminadas, frente a barrotes oscuros que enfrentan la libertad y el encierro como temas fundamentales son los opuestos que quiere presentar el filme, representados simbólicamente por el blanco y el negro.

Tanto para la novela como para la película, Sierva María es una negra con cuerpo de blanca. En la novela, el amor, el deseo y la ansiedad se inician en el personaje masculino. Cayetano Delaura va descubriendo su propia sexualidad ante el contacto con la niña. Es el personaje activo en todo sentido: en su enamoramiento y en su propia laceración ante tanto amor.

Uno de los elementos reiterativos de la obra de Hidalgo es la recurrencia a imágenes oníricas. En esta adaptación cinematográfica, los sueños son recurrentes —ensoñaciones, deseos, modos de evasión— tanto en el personaje de Sierva María como en el de Cayetano. El filme de Hidalgo se decanta por una visión íntimista, onírica y sensual de un amor imposible, y de una época asfixiante para el amor.

La última adaptación sobre un texto de Gabriel García Márquez realizada por el momento, Memoria de mis putas tristes (2012), fue dirigida por el danés Henning Carlsen, con guión del célebre guionista Jean-Claude Carrière. El rodaje se suspendió en 2009 por la polémica motivada por el tema de la novela: un viejo de 90 años quiere festejar su natalicio «regalándose» una noche con una adolescente virgen. Una organización internacional demandó a la productora y al autor de apología de la prostitución infantil y pederastia.

La película fue rodada en secreto durante cuatro meses, en el estado de Campeche, México, y se cambió a la actriz por una joven mayor de edad. En la adaptación cinematográfica, el personaje principal, El Sabio, se enamora de la chica y se consuela con mirarla.

El filme, con una impecable fotografía y dirección de arte, pero también con excelentes actores y un guión fluido, narra la historia de un periodista llamado El Sabio y su último deseo de vejez. Al igual que en textos/filmes anteriores, encontramos algunas de las obsesiones del escritor como los amores que rozan la patología, las cartas románticas y la soledad como señas de identidad de la condición humana.

La Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano y otras cinemanías

Uno de los mayores aportes de García Márquez a la cinematografía continental —quizá su obra mayor— es la creación de la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano (FNCL) y su programa central, la EICTV.

La Fundación fue establecida en 1985, con el objetivo de «integrar el cine latinoamericano», como declaró el autor colombiano y presidente de la misma, «así de simple, y así de desmesurado». Construir un imaginario continental y rescatar la identidad audiovisual del continente.

La Fundación organizó diversas vías para lograr esa integración. La más importante fue la constitución, en 1987, de la EICTV situada en San Antonio de los Baños, pueblo cercano a La Habana, Cuba. La Escuela ha graduado más de 800 estudiantes de Latinoamérica, Asia y África, e incluso, de diversos países de Europa. Su labor fue reconocida con el premio Roberto Rosellini a la mejor escuela de cinematografía del mundo, en el marco del festival de Cannes de 1993. Asimismo, muchos de sus egresados son en la actualidad profesionales consagrados, con numerosos galardones internacionales y filmes vistos en numerosos mercados.

De igual manera, la Fundación se ha dedicado a la investigación, docencia, conservación, archivo y difusión cultural de la obra cinematográfica de la región. Su Portal del Cine y el Audiovisual Latinoamericano y Caribeño, así como su más reciente programa, el Observatorio del Cine y el Audiovisual (http://www.cinelatinoamericano.org/), constituyen una de las herramientas más importantes de investigación y difusión del cine y el video del continente.

García Márquez ha sido incansable en su pasión por el cine. Su apoyo, ya sea con su propio trabajo o con su prestigio como uno de los escritores más importantes del siglo xx, fue el motor de múltiples proyectos cinematográficos. Gracias a Gabo y sus sueños como crítico, guionista, productor y escritor, el anhelo de una Latinoamérica hecha de imágenes en movimiento ha sido posible y se ha echado a volar como mariposas amarillas por el resto del mundo.

Nota

  1. Yo soy el que tú buscas, de Chávarri, y Un domingo feliz, de Barrera no tienen un asidero textual —salvo el propio guión— en el que nos podamos apoyar para un análisis comparativo.

Tomado de: http://cinelatinoamericano.org

Leer más

El cine más la electricidad

Cartel del filme El hombre de la cámara., de Dziga Vértov. (Unión Soviética, 1929)

Por Jean-Paul Fargier

Hoy, cuando volvemos a ver El hombre de la cámara, con la relación cine/televisión en plena crisis, resulta muy sugestivo constatar que, ya en 1929, para salvar el cine, Dziga Vertov no esperaba nada del cine y todo de la televisión. El hombre de la cámara no es una película sobre el cine sino contra él, y en pro de la televisión. Puesto que la anuncia, la crea, la describe; hasta la prescribe como un remedio, como la sola vía que el cine tiene para existir verdaderamente, para ser un lenguaje específico, desligado de sus orígenes teatrales, de sus enfeudaciones literarias. Podemos comparar El hombre de la cámara con una obra de Julio Verne, como Voyage dans la Lune, por ejemplo, cuyas premoniciones han sido ratificadas por la Historia.

Actualmente, cuando una película se pregunta si aún es posible seguir inventando en el cine y no sólo hacer cine, frecuentemente se responde: Sí, haciendo televisión. Soigne ta droite, Mon Cas, Intervista y Las alas del deseo son cuatro films recientes que logran respirar alto y fuerte, dejando atrás todo el resto del cine sin oxígeno, sólo porque se inspiran en la televisión.

¿Qué es la televisión? Vertov ya lo había comprendido: es el cine más la electricidad. Dicho de otra manera: el directo. Por primera vez en la historia de las representaciones, es posible que una representación coincida con la acción que representa. Ya nada los separa en el Tiempo. Por esta simultaneidad, consecuencia de la física de los electrones, todas las artes se encuentran traumatizadas, en nombre de la solidaridad que las une en un Todo. El arte moderno no es más que la larga serie de actos de defensa de cada una de las artes contra esta agresión.

Cada vez que el cine se ha conectado con la televisión, se produce un salto estilístico hacia adelante, una pequeña revolución en sus formas, Moi un noir; A bout de souffle; Roma, ciudad abierta; El Evangelio según San Mateo; Adieu Philippe, toda la obra de Guitry y, obviamente, toda la de Godard: tantas etapas, entre otras, de un renacimiento de la invención cinematográfica que toma prestada tal o cual forma de la televisión.

Si la televisión no hubiera existido (o la radio, aunque nos equivocaríamos al no tomar en serio la primera definición de la televisión como radio a imágenes. Vertov la entiende como tal: así, al final de El hombre de la cámara, él materializa la figura con la ayuda de imágenes de músicos que salen por sobreimpresión de un altoparlante de radio), Jean Rouch no habría hecho Moi un noir. La genialidad de este film que tanto impresionó a Godard en la aurora de la Nouvelle Vague, radica tanto en el brío de sus personajes como en su procedimiento de interpelación de la imagen por el sonido según la lógica del directo, mostrando grandes libertades. Cuando sus personajes con nombres cinematográficos (Dorothy Lamour, Lemmy Caution, Edward G. Robinson, Tarzán), comentan a destiempo las imágenes de sus aventuras, hablan como un periodista de radio o televisión que describe un partido de fútbol o una barricada en plena acción. Un nuevo concepto del presente se muestra ante nuestros ojos, hasta ahora inaudito para el cine, pero no para la televisión. La idea es nueva de todas maneras y bastará para que Rouch pase a la posteridad, porque lo que la televisión no sabía hacer hasta ahora era aplicar este efecto a imágenes pasadas. El combinado pasado-presente preparado por Moi un noir en la coctelera del efecto directo, consiste en invertir el primer principio de la televisión, pero en invertirlo televisualmente, sin salirse del directo y de sus efectos. Donde de costumbre la imagen y el sonido se encuentran ligados indefectiblemente, Rouch proclamaba su autonomía radical antes de reunirlos a través de un efecto semejante, mucho más fuerte porque deja de ser innato y pasa a ser adquirido.

Desde A bout de souffle (y también desde su primer film consagrado, ¿por coincidencia?, a la construcción de una represa hidroeléctrica, Opération Béton), Godard nunca dejó de conectar su cine con la más impresionante consecuencia formal de la electricidad: la televisión. En A bout de souffle la televisión aparece bajo dos formas: como radio (música en directo en el plano; frase corta intencional: “Una pequeña pausa en nuestro programa para conectar con nuestras redes”… conexión) y como Diario Luminoso (en el que una seguidilla, parecida a la exploración o barrido catódico, anuncia repetidamente una acción recién perpetrada por Belmondo). Bajo estas formas el efecto directo opera. El tiempo se restringe entre lo real y la información que debe describirlo. El destiempo se acerca cada vez más al tiempo. Godard percibe desde el principio todas las consecuencias estilísticas de esta carrera de velocidad. Es curioso constatar que esta era ya una preocupación de Vertov. El hombre de la cámara crea un dispositivo que reduce al mínimo el plazo existente entre la filmación y la difusión. Lo que los espectadores ven en la sala de cine está en proceso de filmación. Todo su montaje alternado (cámara/realidad/pantalla/realidad/cámara) tiende a alucinar esta anulación: ya no hay diferido (sino que diferencia) entre el Mundo y el Film, ni retraso de la cámara sobre el ojo. El cine se desarrolla en el mismo instante. El cine sólo puede ser él mismo si se transforma en televisión. A su manera, jugando a fondo con el efecto directo, tomando en cuenta que el directo en sí le estará prohibido por definición. Puesto que hay que hacer televisión, hagámoslo mejor que ella, parecería que sin previo acuerdo lo dicen Godard, Wenders, Fellini y Oliveira. Si en el tiempo de Vertov la televisión era una hermosa utopía colmada de promesas, más tarde demostró ampliamente que era madre de grandes males.

Aun hoy lo prueba encarnizadamente al mantener al cine en una supervivencia terapéutica. Ante un film creemos estar en el cine, pero cada vez es más televisión lo que tenemos ante nuestros ojos. Una televisión en el peor sentido del término, pero a veces también en el mejor. Lo mejor y lo peor que le pasa al cine hoy proviene de la televisión. Todo lo que un film puede esperar es ser de la buena, de la excelente, de la extraordinaria televisión. Venzamos a la televisión en su propio terreno, con sus propias armas. Desde hace veinte años, el videoarte no tiene otro programa. Parece que desde hace algún tiempo (reflexionando más, parece que este tiempo comenzó hace mucho), a su vez, el cine entona el mismo canto.

Con Intervista, Fellini realiza un talk-show (o una de estas superveladas a lo Chanel) como ninguna televisión ha sabido jamás hacerlo. Jugando a la vez el rol de Presentador y de Invitado, sin hablar del de Realizador, él navega de una secuencia a otra a la velocidad de la luz (de ahí todas sus bellas reflexiones sobre la luz a lo largo del film). Lo hace todo: la publicidad, las variedades, las informaciones (una alerta de bomba), las emisiones del recuerdo (Anita Ekberg), los interludios, las entrevistas, los sketches, las sátiras (el western final). El es, como lo dijo una vez Serge Daney: “una cadena de televisión por sí mismo: la Fellini Uno”. Con un sentido inaudito del zapping: es decir, de la relatividad. Salvo que logra hacer sentir que todo lo que nos permite atrapar deslizándose graciosamente de un módulo a otro, tiene la fuerza irresistible de una necesidad. El cine no es nunca tan hermoso como cuando tiene que luchar contra la televisión con las armas de la televisión: el ataque final del equipo de rodaje del film por los indios armados de antenas de televisión no sólo significa que el cine es acosado por la televisión, la metáfora va más lejos, la escena no se detiene ahí; se puede ver también cómo el cine resiste: la gente del cine transforma su lona en caravana de pioneros y, formando el círculo, aguzan una cita, es decir: toman alegremente de la televisión su manera de satirizar el cine. La referencia al clip se vuelve un arma cortante. Y de hecho, esto les resulta. No mueren todos. Y los indios se arrancan las antenas.

La confrontación cine/televisión está tomando la punta en el eterno cara a cara del cine/teatro. Nos damos cuenta mejor aun cuando una película organiza un triplex teatro/cine/televisión. Mon Cas de Manoel de Oliveira devela in fine que todo lo que parecía que pasaba en el escenario del teatro (las tres repeticiones de la misma escena sobre el modo televisual del instant replay) se desarrollaba en realidad bajo la mirada de una cámara de televisión y que este teatro en el fondo no era más que un plató sometido a la ley del directo. Uno se desliza del teatro a la televisión porque desde ahora es ella la que se transformó en el Sistema de Representación al cual es más productivo oponerse.

Las alas del deseo recorre la misma trayectoria, tomando el circo como sustituto del teatro y el rodaje de un telefilm protagonizado por el intérprete de Columbo como emblema de la televisión. Salvo que Wenders no se consuela de su imposible reconciliación (y cae al final en un pacto amoroso que anula toda la lucidez inicial de sus ángeles simultaneístas), mientras que Oliveira aborda con júbilo y de frente la nueva mano entre las Artes y los Medios de Comunicación. Este nuevo juego produce, a menudo, en los films que tienen conciencia de él y lo hacen su tema, reflexiones sobre la luz. ¿De dónde viene? ¿Qué puede hacer? Oliveira hace a Dios con un proyector, Fellini hace la Luna. Godard lo acusa de un crimen (contra la Noche). Forma indirecta de hablar de la electricidad y del desafío ante el cual el cine se encuentra: producir imágenes que viajan, como las de la televisión, a la velocidad de la luz.

El cine puede vivir sin electricidad. La televisión no sólo necesita electricidad para existir, la requiere también para ser. En el cine la electricidad es sólo una fuerza de apoyo, una energía de sustitución. Para rodar, una cámara no requiere necesariamente de corriente: el molinete de operador basta. En el momento de la proyección, la lámpara no es más que una vela más potente agregada al dispositivo de la linterna mágica, no imaginamos la televisión sin electricidad. Ella es su materia misma. Y su alma.

Cuando uno ve a Fred Chichim, uno de los dos Rita Mitsouko, al principio de Soigne ta droite, instalar lentamente todos los cables de sus instrumentos, uno empieza a entender hacia qué apunta Godard cuando se plantea la pregunta sobre el destino del cine como medio de creación: no sólo hacia la música, sino también hacia la electricidad. La magia de la electricidad, su potencia, su energía, su velocidad. Esta música llevada por flujos de electrones, fluida, veloz, terca, mareante, flota como un horizonte ideal a la persecución que la televisión lanzó al cine. Soigne ta droite describe el rodaje de un film que debe ser envasado en un día y proyectado en la misma noche. Es un rodaje sin cámara: se trata de una metáfora, no de una evocación del estilo “film en el film” (como en Le Mépris o Passion). El avión es un estudio; su trayecto el tiempo de una grabación. A su llegada el film está hecho. O mejor dicho: ocurrió. Los envases están vacíos. Y si el productor mira orgullosamente su film, lo hace en pleno día, no en una sala oscura. Una imagen que se ve en pleno día es televisión. Y de hecho, mientras tanto, pasará de todo: un partido de tenis, una obra de teatro, una emisión literaria, un servicio religioso, algunos clips musicales, informaciones, una película histórica (un Shoah express vuelto a visitar por el Heysel), etc. ¡Como en la tele! Pero mejor aun. ¿Por qué mejor? Porque aquí también, como en Intervista, la relatividad de cada momento, de cada fragmento, se ve sin cesar contradicha por la necesidad cada vez más evidente de todas las parcelas, enviándose unas a otras los destellos de un sentido misterioso, simultáneamente presente en todas. Parecería que uno está frente a un inmenso multiplex: su autor no puede ser más que un virtuoso de la régie, capaz de abrazar de una sola mirada todas las imágenes de su film a la vez y deslizarse, tecleando, de una nota a la otra con una infinita soltura y medida que se graba. Si hay que ser un ángel para hacer una novela, como se dice en el film, ¿qué hay que ser para fabricar Soigne ta droite? Dios o la televisión. Los dos únicos que pueden vanagloriarse de reinar de la misma manera Sur la Terre comme au Ciel (título del film tomado de Notre Père). Puesto que Godard no es Dios, a pesar de su nombre, ocupa entonces el lugar de la televisión. No hay sombra de ninguna cámara en Soigne ta droite y, sin embargo, se trata de un rodaje. Un remake discreto de El hombre de la cámara (se necesita otro texto para demostrarlo paso por paso), el último film de Godard realiza el ideal del yo de esta cámara autónoma, sin operador, que inicia un ballet al final del film de Vertov. La televisión es el reino de la cámara automática que no encuadra nada, pero lo ve todo, siempre funcionando, siempre grabando. Soigne ta droite juega también con esta impresión de un mundo bajo vigilancia, al que agrega, por el rigor de sus cuadros, la sobreimpresión de vigilar la vigilancia.

Tomado de:  http://www.lafuga.cl

Leer más
Page 69 of 69« First...405060«6566676869