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Con Laidi, en nuestro tiempo

Por Zaida Capote Cruz

Una de las crónicas de este libro registra el interés, la simpatía o el rechazo que suelen provocarnos las fotos ajenas, fotos de gente desconocida que aparece en la solapa de un libro o en una página web y que, por esa magia extraña de la imagen, nos venden la ilusión de que solo por contemplarlas sabemos más de (o conocemos mejor a) quien porta ese rostro más allá del libro o la virtualidad. Y también comenta el afán de mucha gente, una vez vista la foto, por conocer a la persona de marras, sea un autor, un artista, o cualquier otro personaje notorio. Por supuesto que, tratándose de una crónica de Laidi, pronto aparece la burla, y la voz malévola que describe nuestros hábitos acusa cómo usamos fotos lejanas en el tiempo, negando el envejecimiento y el paso del implacable.

Debo decir que, aunque me dedico, vamos a decir, profesionalmente, a leer libros ajenos, no suelo sentir curiosidad por conocer a sus autores. Frente a aquellos cuyos libros admiro, seguramente me cohibiría. A quienes me hicieron detestar sus libros no me interesa conocerlos. Son contadas las veces que puede una admirar, disfrutar un libro y construir una relación grata con su autor.

Pero no era por esto que empecé a hablar de las fotos. Es que me hizo recordar una de nuestras fotos más recientes, hace algunos años, cuando Laidi ganó el premio El Dinosaurio de minicuento, y Helen Hernández Hormilla y yo fuimos a acompañarla y celebrarla durante la premiación en La Cabaña. Todavía estábamos las tres en la Isla. Todavía yo me teñía el pelo. Todavía ignorábamos cuánto iban a cambiar nuestras vidas (y nuestras apariencias). Pero ver esa foto me hace muy feliz. Casi tan feliz como estar aquí hoy, acompañando este nuevo libro de Laidi junto a ustedes.

La crónica es un género saludable. Algo hay de verse en el espejo, de revisarse cotidianamente, de compararse con los demás, en ese recorrer una y otra vez las esquinas de la vida, los paisajes, los hábitos, las marcas que nos ha ido dejando la brega cotidiana. Y todavía más saludable es reírnos de nosotros mismos, ahondar en nuestras incongruencias, aprender más de quiénes somos.

Este libro de Laidi me puso a pensar en cómo tantas veces hemos leído crónicas –o estampas, como le gusta a ella decir, siguiendo a sus maestros- que nos acercan momentos del pasado, vetusta chismografía de otro tiempo, o nos invitan a reflexionar sobre algún tema de actualidad escenificando una historia cualquiera. Pero pasa, bastante a menudo, que el cronista no se involucra, que se queda al margen de la historia, que sobrevuela la escena como aquel estudiante que gozaba del favor estrambótico del diablo cojuelo. Vista así, como sobrevolándola, como si estuviera una manejando un dron de esos que salvan a los malos directores de telenovelas, la vida es otra cosa. Una anécdota más, una vivencia ajena, algo de lo que podemos aprender sin conmovernos.

Laidi no puede escribir como un paseante cualquiera, mirando las vitrinas con interés pero sin pasión, hablando de sí misma y de nosotros como si fuéramos extraños. Ella no puede, y yo se lo agradezco. No puede, porque tiene sus virtudes (que son, como suele ocurrir, sus defectos). Es apasionada hasta la médula, leal hasta la ferocidad, y arriesga hasta la entraña en muchas de sus viñetas costumbristas, raspando la costra del pintoresquismo risueño para compartir la hondura de un sentimiento, de una pérdida, de un ataque de ira o de ese desgaste cotidiano en que también puede convertírsenos la vida.

Por eso, por esa pasión que traiciona, pudiera decirse, la buscada distancia e imparcialidad del cronista, puede de repente salirnos con que “no es sano esconderse tras un vocablo –“gente”-; sino dar la cara, el nombre, el pecho, y decir: ‘Fui yo’.” Leo ese tipo de aseveraciones y, aunque este libro no tiene foto de la autora, puedo decir que ahí la reconozco.

También la reconozco en su jocosa descripción, entre resignada y distante, de la doble jornada de trabajo que las mujeres asumimos casi sin notarlo, en la profunda y dolorosa reflexión sobre la emigración de los más jóvenes, en la claridad con que registra los inconvenientes para vivir una vejez con dignidad, en su defensa de la solidaridad femenina, en su necesidad de confiar en los otros, a pesar de los desengaños, en la claridad de su insobornable denuncia del silencio y la ignorancia que pretenden instalar la borradura de una tragedia descomunal, la de los feminicidios y otros abusos que deberían castigarse como lo que son, crímenes imperdonables, para lo cual no duda en pedir, una vez más, una ley contra la violencia de género.

Otra de las virtudes de este libro es el relato desenfadado de las vicisitudes que debemos sortear en nuestras vidas, esas de las que nos salva una sonrisa, la solidaridad, el apoyo de quienes enfrentan problemas similares o la simple compañía cordial.

No se los he dicho todavía, pero el libro tiene secciones, varias. De todos modos, por donde quiera que lo abran, tendrán la experiencia de leer, de escuchar una voz que es ella misma, siempre. Yo me río sola cuando tropiezo en las crónicas de Laidi con algún término médico, de esos que parecen ininteligibles. O cuando usa esa cercanía suya con la práctica médica para construir un símil muy gráfico, como el de un tacto rectal en pleno Coppelia. También me río cuando leo historias que pudieron ser mías, como las de los reportes en la beca y la persistencia de indicar que padecía “tibieza” severa (también me alegra saber que éramos muchos los contagiados de morosidad). Son las suyas las vivencias de una generación, y como testimonio de época, como registro de lengua, porque Laidi usa con gran desparpajo el habla popular y sabe compartir su disfrute, este libro ofrece un testimonio de la Cuba que fue y de la que está siendo ahora mismo, viva y proliferante.

Pero las historias suelen transcurrir en un escenario. Uno de los escenarios privilegiados del libro es la ciudad. La Habana de sus dolores, con sus aceras desniveladas, su gritería barriotera, su inhóspito aeropuerto, sus bancos ineficientes y sus tiendas torturadoras, sus colas sempiternas que solo logramos paliar a golpes de solidaridad. Para La Habana pide Laidi más amor, de manera que pueda brillar por sí misma y no por sus arroyos de aguas albañales. Y a quienes vivimos en ella, menos egoísmo y más altruismo, ser mejores, aunque sea un poquito.

Otros males y algunas gracias de nuestro estar en el mundo aparecen reseñados aquí con el gracejo de quien se burla de sí misma y de todos sin complejos; de quien se revisa de frente para ver qué puede corregirse, avivando la esperanza de ser mejores. La avalancha del inglés y otros usos que van atropellando el habla de otros tiempos, la enquistada burocracia contra la cual chocamos una y otra vez, el atropello cotidiano a los más viejos, la carencia de medicamentos, unos hanunzios (con h y con z) cuya ignorancia ortográfica y gramatical –y esto no lo dice Laidi, aprovecho para decirlo yo- se van filtrando y asentándose cada día con más frecuencia en la prensa escrita y televisiva sin que parezca preocuparle a nadie. Al mismo tiempo, ese dolor por el habla herida y la escritura magullada se consuela festejando la creatividad de los refranes y los consejos gratuitos que nos ofrece cualquier persona desconocida.

También nos convida a reflexionar sobre la extraña sociabilidad de las redes sociales, con sus episodios de acoso y ciberchancleteo, su utilidad para acortar distancias, su capacidad para ofrecer resguardo a quienes opinan sin dar la cara y la falta de moderación en la escalada de contrariedades que van sumándose para alimentar la llamada cultura de la cancelación, en que si no me gusta lo que dices, te hago callar o te ignoro.

Aquí hay espacio para mucho más y de seguro, cuando terminen de leer Tiempo de mujeres se quedarán ensayando cuáles temas se quedaron, qué sugerencias valdría la pena hacerle a Laidi para que siga, mientras escribe, conjurando la desilusión y la desesperanza, haciéndonos saber que compartimos un destino difícil, pero nuestro, y que estamos comprometidos en ensanchar nuestros espacios de humanidad, que no para otra cosa sirve, si es que debe juzgarse en términos de utilidad, la literatura. Y hacerlo con una sonrisa en los labios, siempre que podamos.

Yo encontré a Laidi en estas páginas y, aunque este libro no tenga foto de la autora, tiene una especie de declaración de fe, casi al final, en la cual nos propone que para enfrentar daños disímiles lo mejor que se puede hacer “es afianzarse uno mismo, anclarse en aquello en lo que definitivamente se cree”. Esa recomendación de autenticidad y transparencia nos la pinta de cuerpo entero.

(Presentación de Tiempo de mujeres en la Uneac, el 6 de enero de 2022)

Tomado de: Asamblea feminista

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La crónica periodística: amplitud y diversidad

La magia de la crónica, de Earle Herrera

Por Miriam Rodríguez Betancourt

En mis acercamientos al estudio de la crónica periodística he notado una tendencia dañina para su propio desarrollo y ejercicio en nuestro Periodismo, y que, creo, parte de una concepción esquemática: considerar como crónica, en puridad, solamente a un tipo de ella: la que aborda un hecho o personaje que conmueve al periodista quien expresará, entonces, su sentimiento con un cuidado estético mayor del lenguaje en el que prevalece la emoción.

Considero que esa tendencia se basa, en primer lugar, en el origen del género el cual “aprovecha una tradición literaria e histórica de largo y espléndido desarrollo para adaptarla a las páginas de la prensa”, como apunta el profesor español Juan Cantavella, huella que le acompaña a pesar de la amplitud temática de sus objetos de información y la especificidad que ha ido adquiriendo como género periodístico.

El uso recurrente del yo, como presencia implícita o explícita del narrador, del testigo, del protagonista también; el colorido, la emotividad, la evocación, que están inscritos en la crónica desde su aparición en la historia, son atributos que no perdió en su sucesivo desarrollo y adaptación al periodismo, aunque por la diversidad de objetivos, enfoques y teorías para la comunicación periodística,  encontramos crónicas más apegadas a los hechos noticiosos. Pero aun así, el género mantiene ese tono personal, emotivo, subjetivo en cualquiera de sus tipos, aunque no con el mismo grado de intensidad.

Otro factor causal sería la indefinición de las definiciones sobre crónica periodística. Un somero recuento al respecto nos lleva a dar la razón al colega Rolando Pérez Betancourt cuando la calificó como un género jíbaro, es decir, escurridizo, inatrapable.

No en balde, uno de sus más acuciosos estudiosos, el ya mencionado Juan Cantavella, apunta “la notable amplitud del campo semántico del término crónica y la diversidad de conceptos que de él se desprende”, lo malo, dice él, es que dentro del periodismo no se han llegado a establecer exactamente sus características y aplicaciones, con lo que crece la confusión.

Veamos algunas definiciones que, en mi opinión, esclarecen bastante el concepto, por su  precisión y alcance y, sobre todo por su enfoque integral:

Según el profesor Jesús Arencibia, “la crónica es el género periodístico-literario con antecedentes en la historiografía que destaca por su complejidad y libertad estilística, en el cual pueden confluir la narración de hechos, la visión emocional de la realidad, y la capacidad analítico-descriptiva para valorar los fenómenos. Y Julio García Luis dice que ella ilumina determinado hecho o acontecimiento “(…) sin acudir a una argumentación rigurosa, formal, directa, sino mediante la descripción de la realidad misma, de alguna pincelada valorativa y del manejo de factores de tipo emocional”.

El venezolano Earle Herrera, brillante periodista y escritor, en su libro “La magia de la crónica”, coincide con su colega cubano en cuanto a la flexibilidad con que hay que abordarla, precisamente por su tránsito periodístico que rompe con pautas y normas rígidas no sólo para este género, sino para todos: “(…) hoy (la crónica) no es una simple narración cronológica ni tampoco la pura versión informativa de un hecho. Pudiendo contener ambas cosas (…) ha de tener otras características para ser considerada propiamente crónica: ambientación, fuerza expresiva, cierta atmósfera que puede ser poética, evocativa o sugerente de algún estado de ánimo; tono humorístico o irónico y algo que le da el talento y el estilo de cada autor”.

Los estudiosos de la crónica concuerdan en que si la definición de este género es bien controvertible, su tipología y consecuente clasificación lo son más aún. El olvido, desconocimiento o subestimación de tal variedad, influye también en el empleo recurrente de un solo tipo de crónica.

Según el tema, la crónica puede ser deportiva, parlamentaria, judicial, de espectáculos, de enviado especial, policíaca, religiosa, de guerra, política, de ambiente, literaria, y siguen muchísimas más, que, a su vez, se subdividen, como es el caso de la crónica de sucesos; la de sociedad o social.

Se añaden otros tipos: la doctrinal, la artística, biográfica, la descriptiva y la utilitaria. Especial atención recibe en los textos y manuales, la crónica viajera o de viajes, tan vinculada al origen mismo del género. Por su enfoque, puede ser general, especializada, analítica, sentimental, humorística, de remembranza, histórica, de interés humano, costumbrista, local.

Julio García Luis, con la lucidez que le fue habitual, lo expresó claramente: “acometerla (la clasificación) con empeño ortodoxo es un ejercicio estéril porque, de acuerdo con el ángulo que  se adopte, ya sea el tema, el estilo, la forma de presentación en el periódico las conclusiones pueden ser muy diversas”.

No pocos autores coinciden en que existen tantos tipos de crónicas como cronistas en el ancho mundo periodístico. Tampoco en cuanto a su estructura se pueden consignar criterios unánimes. Algunos recomiendan emplear la estructura cronológica de narración, pero  esta indicación no puede ser tomada al pie de la letra, todo dependerá, en buena medida, del tema abordado y del estilo de cada cronista.

Otros, y cito a José Luis Martínez Albertos, proponen que las crónicas se realicen con “el esquema estructural de los reportajes de acción (Action  Story), tal como se suele hacer en el mundo anglosajón, esto es, comenzar por lo que el periodista considere lo más importante y después seguir aportando datos que permitan un completo entendimiento del suceso y su proceso evolutivo en el tiempo”.

Cuando pensamos en la crónica como el único o el más privilegiado género en que es posible emplear con más libertad recursos literarios, estamos privando a los restantes de posibilidades  creativas, lo que responde también a otro criterio dogmático, en tanto se niega, de hecho, la variedad de registros que constituyen la realidad de la comunicación lingüística, como apunta Luis Angulo Ruiz y, en consecuencia, ello disminuye al periodista en su integralidad desde el punto de vista expresivo.

En resumen, cualquier tipo de crónica debía atender a los siguientes principios, recomendados por la mayoría de los estudiosos del género:

—Relatar con apego al orden temporal. Lo recuerda Gargurevich: “el tiempo es la primera dimensión que encierra el concepto de crónica”. En este sentido, coinciden los expertos: la crónica observa un orden cronológico, incluso aun cuando no se relate en orden secuencial estricto.

—Conservar el matiz personal, y cuidar el tratamiento expresivo. Estas son, justamente, características sobre las que hay mayor consenso, aunque no unanimidad, que ya se sabe lo difícil que resulta en lo que se refiere a los géneros periodísticos.

—No importa si el cronista trata un asunto pasado o actual, si su lenguaje es de alto vuelo poético o de rasante dimensión informativa, lo que describe y comenta, lo que se traslada en fin, surgirá de íntima visión como del pincel del pintor que interpreta la naturaleza, prestándole un acusado matiz subjetivo, sentencia  el maestro Vivaldi.

Es cierto, como he venido afirmando, que no todas las crónicas exigen el mismo grado de tratamiento literario ni de subjetividad, pero el periodista no puede olvidar que él no es un simple taquígrafo de la realidad, sino su intérprete, y que tiene que disponer, precisamente, de los más variados recursos expresivos para, con mayor o menor calidad literaria, con mayor o menor acierto,  dar cuenta de esa realidad  en cualquier género.

A modo de conclusión, algunos autores afirman que la crónica no es un género para empezar con él en cuanto se llega a una redacción, pero tampoco hay que temerlo ni dejarlo a un lado porque se piense que sólo se halla al alcance de los muy veteranos o “literatos”. También manifiestan que no es fácil  porque demande mayor rigor en el tratamiento expresivo sino porque no se limita a informar, sino a interpretar y explicar los sucesos sobre los que está dando noticia,  desde la observación, la reflexión y la experiencia.

Por su confluencia con otros géneros como la información o noticia, el reportaje, y el comentario, se hace necesario encontrar el punto de encuentro entre todos estos que es, justamente, en el que ella se sitúa.

En cuanto a su enseñanza, presenta similares dificultades a las que afrontamos con otros géneros; en definitiva, sus exigencias no son tan radicalmente diferentes. En todos hay que saber contar una historia, describir un ambiente, desarrollar la observación, expresar las ideas con claridad.

La estructura de la crónica goza de mucha libertad para su conformación. Se pueden enseñar -y aprender- las técnicas narrativas, de redacción, las elegancias del lenguaje, y los elementos que conducen a la síntesis. Lo que no se puede enseñar es el talento, la creatividad, que son “materias” de otro tipo (aunque sí hay métodos para estimularlas, porque a veces están dormidas y no siempre por falta de talento sino por el simple hecho de no ponerlas a prueba).

En fin, el problema no es tratar a la crónica, por su ambivalencia  y amplitud, como un cajón de sastre, ni tampoco recluirnos en la rigidez de una clasificación limitada, sino entrar en ese bosque a encontrar las múltiples especies que, en su diversidad, enriquecen los senderos. Y estudiarlas con una mirada crítica, ajena a cualquier camisa de fuerza apriorística, y argumentar, estudiar y opinar. Así es como se adelanta, en este ámbito y en cualquier otro, aunque se  rectifique, polemice o disiente que, por cierto, es lo mejor que puede pasar.

Tomado de: Cubaperiodistas

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Las crónicas periodísticas de un joven Billy Wilder, antes del cine y de Hollywood

Por Diego Brodersen

Comenzó haciendo crucigramas y para eludir definitivamente el destino de abogado que le demandaba su padre, el joven Samuel se sumergió en el periodismo mal pago pero sumamente excitante de los años de entreguerras en Berlín y Viena. Faltaba tiempo todavía para que el cronista de veinte años se convirtiera en Billy Wilder, el guionista, director y productor de films tan notables y populares como Una Eva y dos Adanes, Piso de soltero, El ocaso de una vida, Testigo de cargo o Pacto de sangre, futuro ganador de seis premios Oscar. Ahora acaba de aparecer en inglés un libro que recoge sus artículos y aguafuertes publicadas en diversos periódicos y revistas de Austria y Alemania entre 1924 y 1930, Billy Wilder on Assignment: Envíos desde la Berlín de la República de Weimar y la Viena de entreguerras. Este rescate permite completar los primeros pasos de Wilder antes de Hollywood y también ahondar en los temas y rastrear personajes que luego aparecerían retomados con fuerza en sus guiones y sus films más resonantes.

“Daisy está decidida a ser parte del mundo del cine. Agenda una cita con Lubitsch y espera tres días hasta que finalmente puede entrar a la habitación del Todopoderoso. ‘¿Qué puedo hacer por usted?’ ‘Quiero estar en las películas’ ‘¡Muéstreme los pies!’ Con incomodidad, Daisy levanta su falda justo hasta arriba de la rodilla. ‘¡No está mal! ¡El otro pie, por favor!’ Daisy responde, con timidez, ‘¡Pero se ve igual que el otro!’ ‘¿En serio? Está contratada para mi próxima película: La dama con dos pies izquierdos’. El brevísimo texto humorístico, publicado bajo el título “Lubitsch descubre – Un casting del más grande director de cine de los Estados Unidos” en el tabloide austríaco Die Bünhe, el 18 de febrero de 1926, describe una audición del genial cineasta alemán y fue escrito por un joven periodista llamado Samuel Wilder, de veinte abriles recién cumplidos. Desde luego, el film en cuestión, el de una mujer con dos pies izquierdos, nunca existió, excepto en la imaginación del director de Ser o no ser. Faltaban todavía un par de años para que la pluma de Samuel –o Billie, como lo llamaban amigos y familiares (la “y” al final del nombre vendría más tarde)– dejara de lado los aguafuertes, reseñas de cine y teatro y crónicas de todo tenor para optar por el más trabajoso oficio de guionista. Y varios más para que el berretín de director de cine tuviera un primer corolario en Francia, luego de escapar de la cada vez más compleja situación en Austria y Alemania bajo el yugo del nazismo. Pero Mauvaise graine, vehículo para la actriz Danielle Darrieux codirigido en 1934 junto a Alexander Esway, no podía anticipar los placeres cinematográficos que proveería su exilio en los Estados Unidos, comenzando en 1942 con La pícara Susú. Tampoco que la extensa carrera en Hollywood como guionista del ex crítico y periodista terminaría cruzando de nuevo sus pasos con los de su realizador favorito, maestro y mentor, colaborando en la escritura de dos largometrajes de Ernst Lubitsch, Las ocho mujeres de Barba Azul (1938) y Ninotchka (1939).

Si bien la vida y la obra fílmica de Billy (ahora sí, con “y”) Wilder ha sido profusamente recorrida y detallada por propios y ajenos –la biografía Nadie es perfecto, de Charlotte Chandler, es de lectura esencial, como así también las Conversaciones con Wilder, de Cameron Crowe–, su etapa temprana como periodista interesado en las artes, la cultura y las personalidades de aquí y de allá solía conformar apenas un pie de página en los textos dedicados a su figura. O, a lo sumo, un breve prolegómeno que señala velozmente su recorrido como cronista por Europa y los Estados Unidos antes de su ingreso en el mundillo del cine. Esa ausencia acaba de ser suplida con la aparición en idioma inglés de Billy Wilder on Assignment: Envíos desde la Berlín de la República de Weimar y la Viena de entreguerras, volumen compilatorio de los textos publicados entre 1924 y 1930 en periódicos y revistas de Austria y Alemania como Die Stunde, Berliner Zeitung, Tempo y la mencionada Die Bühne. Un excelente muestrario de la inmensa capacidad de observación de tipos y circunstancias que tendría un correlato en sus películas y guiones para otros realizadores, comenzando con esa piedra basal del cine independiente llamada Gente en domingo (1930), basada en una idea de Curt Siodmak y codirigida por su hermano Robert Siodmak junto a Edgar G. Ulmer y Fred Zinnemann. Talentos que, como el propio Wilder, terminarían trabajando en la entonces llamada Meca del Cine. Pero antes de eso, antes de títulos como Pacto de sangre, Una Eva y dos Adanes, El ocaso de una vida y Piso de soltero, antes de convertirse en uno de los directores de cine más importantes del Hollywood de los años 50 y 60, antes de los seis premios Oscar… Antes de eso, el joven nacido en 1906 en Sucha Beskidzka, ahora parte del territorio polaco, en el seno de una familia judía, logró que el berretín por los crucigramas se transformara en uno de sus primeros trabajos pagos. Para el desconcierto y enojo del padre, un emprendedor en el negocio gastronómico en Cracovia, primero, y en Viena más tarde, cuyas esperanzas para su hijo Billie estaban depositadas en una fructífera carrera como abogado.

Berlín era una fiesta

En el libro de entrevistas de Cameron Crowe, el ya por entonces consagrado cineasta recuerda que “comencé con los crucigramas, que tenían mi firma debajo, y me salvé (de estudiar la carrera de leyes) al transformarme en un hombre de los periódicos, un reportero, aunque muy mal pago”. El prólogo de Billy Wilder on Assignment, escrito por su editor Noah Isenberg, consigna que “Billie se sentía habitualmente atraído por el mundo seductor de la cultura popular y urbana, y a las historias que se generaban en ella”. Algunas frases más abajo, el texto aúna el oficio temprano de las palabras cruzadas con una declaración tardía del realizador, que al margen de prestigios y honores solía recordar con orgullo su aparición en los crucigramas del New York Times. Dos veces: una en el horizontal 17 y la otra en el 21 vertical. El viaje que propone el libro comienza con un texto en el cual Wilder describe un breve paso por el mundo de la danza, como bailarín de fondo en un lujoso hotel berlinés. En aquel momento, la ciudad alemana era el centro del universo, y en simultáneo con las más caldeadas grietas políticas y sociales disfrutaba de una envidiable efervescencia cultural, amén de unas libertades personales (en particular las sexuales) nunca vistas. “Lo esencial”, escribe en primera persona el autor. “Tendrás que bailar desde las 16.30 hasta las 19, y luego desde las 21.30 hasta la 1 de la mañana. Por las tardes traje negro, cuello rígido; por las noches, esmoquin. Las comidas son con los colegas. Como un invitado. En cuanto al salario, cinco marcos por día, 150 por mes”. Algunas páginas después, en una crónica titulada “Encuentro en Berlín”, el futuro realizador describe con entusiasmo la vida social berlinesa. “Los rendezvous (pronúnciese raan-dey-voo) debajo de manzanos, pirámides o los puentes del Rin han naturalmente dejado de estar de moda. Hoy en día la gente prefiere un café o un restaurante para esos propósitos. La gente se cita en lugares al aire libre, en lugares deportivos populares, bajo monumentos y relojes, en paradas de tranvías y en el frente de cines y teatros. En Berlín, hay tres lugares favoritos: el Kranzlerecke, en la famosa esquina con la avenida Kurfürstendamm; en la Berolina de Alexanderplatz; y bajo el Normaluhr, el reloj en la estación de trenes del Zoológico (…) El punto de reunión más popular en el verano en el Normaluhr. El portal de ingreso a la naturaleza. Lleno de gente los domingos. Parientes y amigos. Conductores domingueros. Jóvenes. Boy scouts”.

Las impresiones de Wilder encapsuladas en ese reportaje, publicado en noviembre de 1927, pueden verse reflejadas en varias escenas de Gente en domingo, su debut oficial como guionista, una película que, más allá de las acciones y situaciones planteadas desde el universo de la ficción, ofrece un fresco documental de la ciudad de Berlín hacia finales de los años 20, apoyado en las actuaciones de un reparto de actores y actrices no profesionales. Publicada en el periódico Tempo, la crónica de la génesis del proyecto parte de las dudas a la hora de elegir un nombre. “Vacilamos durante mucho tiempo entre títulos como ‘Verano del 29’ y ‘Gente joven como nosotros’. (…) El guion que bosquejé estaba basado en un reportaje: pasamos todo un sábado y un domingo siguiendo a cinco jóvenes, elegidos previamente, para observar cómo pasaban el fin de semana. Lo que salió de eso es la película. Una historia muy, muy simple, tranquila pero llena de esas melodías que resuenan en nuestros oídos todos los días. Sin gags, sin remates elaborados. Las cinco personas en la película somos tú y yo. Que dios nos castigue, pero nuestro camarero es un buen muchacho que vive en Neukölln y suele jugarse el diez por ciento jugando a las cartas”.

Pero no todo era cine en los artículos publicados por el joven Wilder. En otro texto, ingeniosamente titulado “El negocio de la sed”, afirma que “hay gente que puede pasar hambre durante dos o seis semanas, pero apenas si pueden hacerle frente a la sed por cuarenta y ocho horas, a lo sumo”, antes de embarcarse en un preciso y humorístico reporte del consumo de bebidas –alcohólicas y de las otras– de los berlineses. Imposibilitado de entrevistar al Príncipe de Gales, Eduardo VIII, Wilder conversa con un turista inglés que disfruta de un descanso en Viena y, a partir de sus impresiones, propone las diferencias entre las diferentes modas. “Esa es la diferencia más grande entre la británica, la americana, la francesa y la italiana. Un inglés pide diez trajes y cinco pares de zapatos de una vez. ¡De una vez! Se cambia la ropa todos los días, siempre luce elegante y no molesta a los sastres y zapateros por cinco años. El americano se compra un traje nuevo todos los veranos, cada invierno, lo usa día tras día, y lo tira en el cesto de basura luego de seis meses. Lo mismo hace con sus sombreros y todo lo demás. Hoy su chaqueta necesita tener cuatro botones, el sobretodo requiere un cuello de terciopelo, los zapatos deben tener puntas aladas. Mañana se pondrá una banda verde en el sombrero de paja y la cintura deberá ‘caer’ exactamente tres pulgadas por encima del apéndice. Negocio, nada más que negocio. Lo mismo aplica para la italiana, la francesa y cualquier otra moda. La inclinación del inglés bien vestido es práctica, discreta, elegante”. ¿Cuántas de esas anotaciones fugaces, de esas precisas descripciones de tipologías, basadas un poco en la realidad y un poco en la caricatura, terminarían influyendo en la construcción de los personajes más famosos surgidos de su imaginación?

Gente en domingo

En las páginas de Billy Wilder on Assignment pueden leerse varias crónicas que resuenan en el futuro y resultan de especial interés a la hora de pensarlas como germen o inspiración de futuros largometrajes. “Esta mañana, treinta y dos de las piernas más tentadoras emergieron del expreso de Berlín al llegar a la estación Westbahnhof”, escribe el 3 de abril de 1926 en Die Stunde. Las Tiller Girls eran una banda de bailarinas británicas de gran éxito en Europa y los Estados Unidos desde su formación a finales del siglo XIX, y sus presentaciones más famosas incluyeron performances en el Folies Bergère parisino, el London Palladium de Londres y, desde luego, los escenarios más celebrados de Broadway. “Estas son las Tiller Girls, las encantadoras Tiller Girls de Manchester. Todo el mundo está alegre, chillando y riendo afanosamente. Es imposible saber dónde mirar primero. Dieciséis magníficas chicas reunidas, cultivadas en todas partes del mundo. Esas figuras, esas piernas, esos pequeños rostros y, como si fuera poco, bien educadas. Aristocráticas, podría decirse (…) Debe llevarse a cabo una entrevista. Dieciséis chicas, dieciséis preguntas. Y allí vamos”.

En la primera de dos notas dedicadas a “las chicas”, Wilder conversa con ellas y las describe de forma individual: la rubia, la alta, la baja, la linda, la inteligente, la de ojos redondos, la soñadora. ¿Acaso no son ellas la inspiración para la banda de mujeres de Una Eva y dos Adanes? ¿Acaso no es esa tal Mabel –“la más linda, aunque no parece la más inteligente”– un modelo perfecto para Sugar Kane Kowalczyk, el personaje interpretado por Marilyn Monroe? El periodista pregunta qué piensa sobre la Teoría de la relatividad de Einstein, a lo cual la joven bailarina responde, en trabajoso alemán, “Einstein, Einstein… oh, das sein un buen fabricante de dulces de Berlín”, en lo que perfectamente podría ser una línea de diálogo del film protagonizado por Monroe, Tony Curtis y Jack Lemmon. ¿Cuánto hay de descripción periodística y cuánto de imaginación en esas semblanzas de personalidades, cuyo estilo chispeante e ingenioso anticipa las formas de las películas que vendrían décadas más tarde?

Si bien Codicia, la adaptación cinematográfica de la novela naturalista McTeague, de Frank Norris, está “llena de símbolos sin sentido” –afirma Wilder en su reseña de la obra maestra de Erich von Stroheim–, “ciertas partes pintan un retrato emocionante del alma de una mujer cuya codicia excita sus más bajos impulsos, y el patetismo de la actuaciones lo hacen más fascinante. Ver este film no es precisamente relajante, pero no deja de ser un placer, aunque diferente de lo usual”. La breve crítica fue publicada en julio de 1928, cuatro años después del estreno en los Estados Unidos de un film totalmente incomprendido en su época, pero transformado con el paso del tiempo en uno de los títulos insoslayables del período silente. Veintidós años más tarde, von Stroheim, el inmigrante austríaco que se forjó una carrera como actor y director de cine en los más grandes estudios de Hollywood, aceptó participar en un rol secundario en El ocaso de una vida. Ese papel fue el de Max von Mayerling, ex director y primer esposo de la diva retirada Norma Desmond, que en el presente del relato hace las veces de su mayordomo. De esa manera, von Mayerling y von Stroheim confluyen en pantalla explotando como potente metáfora, la de esas antiguas glorias del cine mudo que, veinte años después, sobrevivían a la sombra de las famas y prestigios pretéritos. A mediados de 1929, cuando la carrera detrás de las cámaras de von Stroheim estaba a punto de concluir y la de Wilder a unos meses de comenzar, el periodista escribió una breve biografía del “hombre que amas odiar”. Así lo habían bautizado los estudios Universal para promocionar sus roles de soldado prusiano sádico en títulos como Hearts of the World, de 1918, (la escena en la cual arroja un bebé desde una ventana causó sensación en su momento, fomentando de paso el espíritu anti germánico durante los últimos meses de la Gran Guerra,) antes del inicio de una filmografía como realizador de largometrajes casi siempre extensos y extremos, de presupuestos enormes que no siempre rendían en la taquilla.

En la semblanza sobre su admirado Von, Wilder afirma que “eso es lo grande alrededor de Stroheim: por quince años llevó a la quiebra a los estudios; por quince años le tiraron millones de dólares, una y otra vez, sin decirle nada cuando jugueteaba con una película durante años, que finalmente dejaba de lado abruptamente cuando la encontraba tediosa; mirando pacientemente mientras pasaba seis semanas filmando una sola escena de amor, cuya duración, entre nosotros, es de 24 segundos; pagando una tonelada de dinero para las estrellas, los extras y trabajadores del estudio, todo el mundo corriendo durante un mes sin hacer nada, simplemente porque Von no estaba en el humor adecuado”. Esa defensa indirecta pero irrestricta del talento individual enfrentada a la maquinaria industrial, aún a sabiendas de que sin dinero no puede haber cine, concluye con una sentida descripción bajo la fórmula de la fábula: “Stroheim es un hombre pobre. DeMille, Griffith, Lubitsch no saben qué hacer con su dinero. Murnau se compró un yate y quiere pasar un año navegando entre Japón y California. Stroheim vive junto a su familia en una simple casita y maneja un auto de cuatro cilindros. El tonto puro de Hollywood. La gente que llega a Hollywood reporta que Stroheim quiere volver a casa, pero que no tiene el coraje. ¿Cómo será recibido en Alemania?”. En el final de esa breve biografía, sin que su autor lo sepa, Stroheim se transforma en Mayerling, veinte años antes de aparecer realmente en la pantalla.

Testigo de cargo

Billy Wilder, el hombre que hablaba todo el tiempo del “toque Lubitsch”, pero nunca de su propio y más inasible toque. El nombre delante de títulos como las exitosas La comezón del séptimo año, Testigo de cargo e Irma, la dulce, las algo subvaloradas Fedora y Cinco tumbas al Cairo y la secretamente notable ¡Avanti… amantes a la italiana! fue, antes que nada, un periodista por elección y un cronista afilado de toda una sociedad y su cultura, como lo confirman los textos reunidos por primera vez en Billy Wilder on Assigment. Entre semblanzas de estrellas del cine como el actor Adolphe Menjou, la actriz Asta Nielsen y Charles Chaplin, o las entrevistas con millonarios hoy olvidados, como el magnate del mundo de los periódicos Cornelius Vanderbilt IV, la pluma irónica y a veces satírica de Billie (aún sin la “y” final) repasa estrenos de obras de teatro y reseña recitales de jazz en la noche berlinesa, ansioso por transmitir todas y cada una de las sensaciones de un mundo cambiante, desconocedor de los males que se avecinaban y de su propio destino como exiliado y cineasta consumado. Los textos del volumen describen un talento en construcción, dibujando la silueta de una mente llena de ideas. En las acertadas palabras de Noah Isenberg en la introducción, “la aclamada obra de Wilder en Hollywood como guionista y realizador es, en más de un sentido, una expansión de su trabajo como reportero en Viena y Berlín durante el período de entreguerras. El suyo es un cine de narradores, con diálogos inteligentes y veloces, y pocas acrobacias visuales. El apego profundamente arraigado de Wilder a las herramientas centrales de su oficio como escritor pueden reconocerse a lo largo de su carrera cinematográfica. E incluso proporcionan una coda adecuada, pronunciada nada menos que por la estrella del cine mudo Norma Desmond (Gloria Swanson) en El ocaso de una vida, cuando cae en la cuenta de que el visitante Joe Gillis es un escritor: ‘¡palabras, palabras, más palabras!’’”

El naciente cine sonoro según Billy Wilder. Reporte de un día de rodaje en el set de Ein Tag Film (1928)

Los sonidos son grabados

Imagine que es usted invitado como huésped a una casa y, a pesar de llegar a tiempo, encuentra las puertas cerradas. Eso es lo que me ocurrió recientemente al visitar un estudio de cine. Un sirviente se para frente a la puerta pero no la abre para el visitante; en cambio, la mantiene firmemente cerrada y la vigila, evitando que entre cualquier persona. Y aquí está la razón: se está filmando una película sonora. Ahora lo sabemos: los sonidos, las palabras, los ruidos pueden producirse, ser hablados y generarse, pero sólo cuando son apropiados para las escenas, mientras que las reverberaciones de los pasos de los invitados al llegar difícilmente estén pensados para la escena que se está rodando. Esperamos afuera hasta que haya un descanso.

Entonces podemos observar a Max Mack, que en alguna época dirigió el primer autorenfilm alemán, Der andere (1913), una película insignia de su era, girando ahora la manivela para el primer film sonoro de Alemania utilizando el sistema Tri-Ergon, dirigiendo silenciosamente a sus actores con mínimos movimientos de su cabeza, manos y, a veces, pies, mientras que no sea con la boca. Pero “girar la manivela” no es realmente la expresión correcta, porque la cámara, cuatro veces más grande que las usadas habitualmente para el cine, no tiene en realidad ninguna manivela. Una vez que ha sido ajustada y todo está listo para la toma, el camarógrafo la activa por medio de un contacto eléctrico, y automáticamente la cámara registra las imágenes y sonidos en una cinta de celuloide en tiras paralelas –incorporando los sonidos al convertir eléctricamente las ondas sonoras en oscilaciones lumínicas– para hacer que la imagen y el sonido formen una unidad completa.

El volumen es controlado y retransmitido por el amplificador, una máquina igualmente complicada, que está eléctricamente unida a la cámara. El rey soberano, Joseph Massolle, el inventor del sistema Tri-Ergon, está en el lugar, monitoreando el diseño del sonido, que requiere un balance exhaustivo de las condiciones acústicas. Para ese propósito, la habitación sufre cierto grado de insonorización, porque el sonido atraviesa un set grande de manera diferente a como lo hace en una habitación cerrada. Se montan los micrófonos, fuera de la vista, en aquellos lugares en que los actores estén en determinado momento, para que los sonidos y gestos coincidan perfectamente y estén coordinados con el lugar de donde provienen los sonidos. El actor, que debe prestar atención no sólo a sus expresiones faciales sino también al texto y a la forma en que son expresadas las palabras, enfrenta dificultades sustanciales que requieren de ensayos exhaustivos.

La trama de esta primera película hablada, que se supone tendrá unos 16 minutos de duración, también fue creada por Max Mack para ofrecer diferentes caminos a la hora de utilizar el habla y otros sonidos. El visitante experimenta todo lo que ocurre detrás de las escenas. Una mujer (Georgia Lind), que desea convertirse en actriz contra los deseos de su marido (Kurt Verspermann), recibe la orden de interpretar una escena, pero lo arruina y tiene repetidos enfrentamientos con el director (Paul Graetz) y el gerente de producción, antes de conceder su ineptitud. Sólo sabremos el alcance de la resistencia del material acústico y su exitosa integración cuando los diálogos, los sonidos en el set y la música sean exhibidas como un producto terminado. El avanzado sistema Tri-Ergon, sin embargo, debería aumentar nuestras esperanzas de que hemos avanzado en el cine sonoro.

*Publicado en el periódico B. Z. am Mittag, 21 de agosto de 1928.

Tomado de: Página/12

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Crónicas de un instante: El “toro” Almagro

Por Octavio Fraga Guerra @CineReverso

Le invito a bocetar primarias lecturas sobre esta foto de retrato. Si acepta, probablemente querrá compartir sus impresiones. Algunas podrían ser soportadas por escrituras semióticas, decodificadoras, narrativas o conceptuales. Y claro está, caben también las espontaneas.

Pudieran ser contestaciones narrativas surgidas por el pasto de delgadas sensaciones, o emerger también de los múltiples contextos y anclajes que entroncan con el personaje de la instantánea. Estos relatos aflorarían, casi siempre, tras el trazo oblicuo de la mirada.

Sin pretender incitarlo a escribir un portentoso ensayo, pudiera redactar apuntes o ideas en forma de notas. O cuerpos de textos resueltos con sobrias adjetivaciones (Alejo Carpentier no estimulaba su protagonismo en la escritura), complementadas con agitados verbos, singulares pronombres. Y claro está, sólidos significados semánticos. Le convido a que sean delineados con sustantiva redacción, coherente con los cánones de la buena escritura.

Mientras “dialoga” con la foto me adelanto con mis primeras líneas, quizás para pulsar en usted un abanico de plurales respuestas. Toda imagen significante exige un texto frontal ante la incursión de probables y trasnochados abordajes. Le convido a no dejarse llevar por interpretaciones cansadas o respuestas hibridas venidas de la simbología y la narrativa postmoderna.

Eso sí, “y en esto soy irreductible —como sentenció Darío Grandinetti en el filme El lado oscuro del corazón, del genio Eliseo Subiela— no le perdono, bajo ningún pretexto, que no sepa volar”.

Le revelo la primera de mis lecturas. Estamos frente a un “toro bravo” dispuesto a truncar vuestro andar y los cimientos de su gustosa calma, que le avista en su pausado transitar y entiende ¿entiende? que está frente a un “objeto” a abatir, pues su contorno deambulante es una “sólida” amenaza para la hegemonía de “su territorio”.

Este es un arrebato que distingue a sus semejantes, siempre dispuestos a desplazar de sus dominios a quienes “irrumpan” “territorios propios”, siempre imprecisos, conocidos comportamientos y las causales que lo desatan.

Otra lectura, la segunda. Su poderío y capacidad de respuesta ante el “peligro” es resuelta, bestializada y voraz, reacciones propias de un animal que reacciona con fuerza bruta, signo de su naturaleza social y biológica.

Una tercera lectura, no menos importante. Es su “poderío” como el de un ejemplar en celo ¿En celo? No. Ese estado es para él “insospechado, infinito e inconfesable”. En cambio, los toros desencajan su comportamiento: se enfrascan en beber agua y rumiar en los pastos que pueblan sus variados entornos, esenciales para su evolución nutricional.

¿No lo advierte usted en la foto? El “animal” afina sus potentes cuernos. Con ellos podría embestirlo y provocarle severas lesiones corporales. Los toros carecen de un cerebro avanzado y no son capaces de articular un pensamiento consciente.

Ambos son bestias dispuestas a arremeter contra toda “pieza humana”. Tienen también como blancos alternativos objetos de dura construcción. Estos mamíferos no perciben notables cambios cuando se trata de tronchar todo lo posicionado a su alrededor. Una diferencia: los toros están impedidos de discernir entre algunos colores.

Les caracteriza unos instintos atávicos de defensa y temperamentales —la llamada «bravura»—. Sus atributos físicos: los cuernos grandes que enfilan hacia adelante y el potente aparato locomotor que los soportan. Estos, obviamente, respaldan su agresivo comportamiento.

El personaje objeto no es un “toro salvaje”, tampoco es una bestia de portentosas extremidades y cuernos descollantes. Lo he decorado con algunos atributos que lo definen; otros no tanto.

Esta bestia radica habitualmente en el edificio de la Secretaría General de la Organización de Estados Americanos. Un inmueble ubicado en 1889 F Street, N.W., Washington, D.C. 20006, Estados Unidos. Para ser más precisos, en la esquina de 19th y F Streets.

El “toro” Almagro es todo un experto en estimular y legitimar Golpes de Estado en Nuestra América. Su mayor “obra de arte”, la materializada contra el Presidente Constitucional Evo Morales en noviembre de 2019.

Imagino la risotada de este bárbaro ante algunas de sus fechorías: 36 víctimas fatales, más de 800 heridos y otros 1.500 detenidos ilegalmente en el Estado Plurinacional. Son parte de los actos materializados por la expresidenta de facto Jeanine Áñez y sus secuaces. Calculo cuantos whiskys americanos se habrá tomado el animal para celebrar todas las sumas de sus “actos civilizatorios”. Seguramente vivió toda una escalada de resacas inconfesables.

La bestia —más bien bestiecilla— practica la palabrería intervencionista y se atribuye el acto de socializar narrativas o palabrerías tecnocráticas, que asume discursar en nombre de “todos los países miembros” de la OEA.

Entre los principios que rigen a esta vergonzosa organización está el “fomentar el diálogo, el consenso y la solución pacífica de las controversias que evolucionan en el hemisferio”, sin polarizar a la ya dividida Organización de Estados Americanos. El “Secretario General”, suele ir al váter con los estatutos que sustentan a esta cosa. Según fuentes del entorno de Almugre, como también se le conoce, este encargó imprimir sus principios en papel higiénico fabricado con suave textura, para no afectar sus partes más íntimas.

Eso sí, no deja de hacer —cada semana— una “labor” que encuentra encantadora. Es una encomienda que revela su pasión, dedicación y compromiso por las urgencias de la región.

Llega todos los lunes a la Casa Blanca, se quita el saco VIP que cuelga en una percha expresamente diseñada para la ocasión y limpia los zapatos del inquilino del Despacho Oval. No importa cuál sea el mandatario de turno. El emperador ha de tener, siempre, sus zapatos lustrosos. Es un asunto de “Seguridad Nacional”.

Cuando concluye su “faena”, que implica un par de horas de cuidada aritmética, se pone con esa misma devoción a lustrar los calzados del Secretario de Estado de los Estados Unidos y del jefe de la Agencia Central de Inteligencia (CIA, por sus siglas en inglés).

Le convido a fijarse en la lengua del “toro”. Es de un tono negruzco, cada vez más intenso.

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Crónicas de un instante: Gabriela

Erik Johansson (Suecia) CR

Por Octavio Fraga Guerra @CineReverso

Los sábados siempre son esperados por Gabriela. Entre algunas de sus huellas recicladas, el ritual de estirarse en la cama sin prisa cuando el sol alumbra los nichos de su habitación, el saber que no apremia ir al colegio —siempre traducido en “marchas forzadas” ante el compromiso de llegar a una hora pactada— o los recorridos caóticos del cepillo con los que alisa sus dientes, para pintar de sonrisas sus palabras.

No falta este día, como en todos, los susurros de su madre que son metáforas frescas. Sus palabras sanadoras y mimosas le truncan sueños de meridianos signos, derrotados en los anclados amaneceres. Todo ello resuelto con un beso.

Entre lunes y viernes, el agitado pacto de desayunar en medio de inconfesables bullicios domésticos; después, el triángulo de poblar una mochila de ruedas andantes que soportan garabateados cuadernos y libros de disímiles materias. Resulta una nutrida bolsa de dispares pobladores que se visten de cromatismos, de sobrios empaques y textos metamorfoseados. Su destino está escrito, tiene la encomienda de soportar kilos de letras impresas, algunos bolis trasquilados, más un par de reglas y cartabones dispuestos a solventar todos los desafíos de la geometría.

Son estas, recicladas actuaciones desatadas en pequeños espacios de un tiempo variable. Es la personal puesta en escena, imposible de repetir matemáticamente en la memoria, resuelta cada día, ajena a todo ejercicio de mimetismos.

Los sábados para Gabriela se dibujan con otras líneas, desde otros acentos. Es la hora del desayuno sosegado en familia, de comentar planes postergados o tareas por hacer, estas últimas pensadas para las postrimerías de los próximos días, en los avatares de las próximas semanas. También del surgimiento de nuevas preguntas de última hora y delgados comentarios, nacidos del escuchar al otro en la merienda escolar.

Cuando todo se ha deshecho en los anclajes de una mesa coral, toca recoger los vestigios de una noche de regueros y florestas, tras el debutar de palabras tomadas de los diarios de ese día, de los anteriores. Se revela un recurrente ensayo de actos dispuestos como fugas, un esperado trazo sabatino: visitar la librería del barrio.

La oportuna ropa interior, un short de tela fresca, una camiseta marinera, los nudos de unas sandalias y su pelo recogido con una goma multicolor. Todo preparado para enrutar sus pasos, junto a su padre, hacia los altares donde habita un puzle de palabras asentadas en millares de hojas engomadas, dispuestas en lógicas aritméticas.

Son textos horondos que convergen para contarlo todo. Pliegos de sustantivas voces donde se dibujan preguntas recicladas, acertijos resueltos, degustadas filosofías, confesables dramas y, también, los virtuosos poderes de las más inusitadas aventuras. Es la catedral de los sueños reunida en letras encendidas.

Va de la mano de Jorge mirando los extravíos del tiempo, las sonoridades de vendedores ambulantes o las insinuaciones de estatuas humanas que parecen incólumes. Y cuando menos lo espera, le hacen un guiño de luz y misterio, un gesto de ruptura y respuesta. Se ríe cuando emerge un contorneo de comicidad o se asusta frente al gesto de lo imprevisto.

En ese transitar hacia la librería, apenas a quince minutos de su casa, las calles parecen interminables. Mientras, va absorbiendo con sus menudos pies centímetros de aceras y calles, todo para deambular en silencio por los predios de un lugar sagrado, esencial, impostergable.

Los repetidos paseos de una ruta, que cambia poco, resultan “largos” hasta adentrarse en el portón de un escenario dispuesto para el dialogo entre pocos, la oportuna pregunta o el rozar de solapas y portadas. Es parte de las “rutinas” de Gabriela el escudriñar del índice, el descubrimiento de los vitales acentos del prólogo o de las sobrias escrituras de la contraportada. Todos ellos para atrapar, enamorar, provocar en unos pocos segundos, el deseo de comprar un libro o de “llevarlos” todos a casa.

Entonces Gabriela se desprende de la mano de su padre. Rebusca entre anaqueles y baldas la oferta de la semana, la más reciente entrega de esta “pequeña” institución, que se erige como espacio lustroso para refundar la sabia y el divertimento.

Ya se ha leído algunos de los vitales clásicos de la literatura infantil. Esenciales textos, propios de su edad, pensados para los primeros estadios de ese tropezar con historias que son parte de lecturas primarias. Están en su memoria, también en sus palabras, las hermosas ilustraciones que fortalecen sus encomiendas y el dialogo de textos formadores, donde el gusto se construye como una esponja sideral.

Ya terminó de deambular sin prisa por ese lugar recurrente. Acaba de tomar de la mesa que preside las novedades Las aventuras de Pinocho, de Carlo Collodi. De la portada, le sorprendió la singular nariz del personaje y la madera de caoba que sostiene todo su cuerpo. Y claro está, sus piernas y brazos atornillados dispuestos a evitar que este niño no se deshaga por el camino, sobre todo, cuando dialoga con su entrañable Pepe Grillo.

Ella misma lleva el libro al mostrador donde se abona el coste del texto. Saca de sus ahorros para pagarlo y cuando finalmente lo toma, se aferra a este otro tesoro de luz y misterio. El retorno a casa transita por las mismas rutas. Gabriela va con premura, ansía descubrir nuevas palabras y aventuras, impensadas historias, recorridos truncos. En una mano, el más reciente ejemplar adquirido; en la otra, la de su padre, que le anticipa unos pocos apuntes sobre Pinocho, articulados como aperitivos para la lectura.

Cuando llega a casa se despoja de todo lo que la “esconde”. Con ropas de los andares, devora las letras impresas. Se sienta en su butaca que habita en el centro de todo, en el núcleo de la casa. Está rodeada de todos sus libros que comparten espacio entre los de sus padres. Es un gran telar de lúcidas ventanas que lo iluminan todo, un proscenio donde pernoctan volúmenes multicolores permeados de sabiduría y respuestas.

Gabriela adsorbe en pausas cada parte del libro, lo calibra como un todo. Descubre los adjetivos posicionados en los nudos de las historias y su rol en el curso del libro. Los sustantivos, los verbos y los artículos completan el diapasón de letras, conjugadas para la imaginería y el ejercicio de pensar. Se emociona ante los cursos que toma este clásico y anota las preguntas que hará.

Cada vez que termina la lectura de un libro, lo que más le gusta hacer es escribir sobre lo leído. En su mesa, le espera un cuaderno y un bolígrafo, siempre dispuestos a ser cómplices de sus impresiones y sus avatares no resueltos. Desata una madeja de palabras donde hilvana la arquitectura de sus conmociones, los pilares de sus interrogaciones y las “certezas” que le impulsa cada lectura nueva.

En esos textos cortos Gabriela construye sus prominentes verdades y revela sus muchos otros vacíos que amerita poblar. Sus padres son cómplices de este dialogo escrito. Le corrigen sus esperadas faltas de ortografías y les proponen lecturas nuevas.

Estamos hechos de palabras. Con sus resortes edificamos horizontes, interrogantes, verdades, certezas; nuestros principios y valores se edifican desde sus cimientos.

Foto de portada: Erik Johansson (Suecia)

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Crónicas de un instante: Danzar

Alexandre Meneghini (Brasil)

Por Octavio Fraga Guerra @CineReverso

En el horizonte, los últimos vestigios de luz de una tarde cernida por bullicios de palabras cotidianas. El azul intenso del mar, fundido en los colores plomizos del cielo se amilana tras el rotar de la brújula. Su órbita será otra despedida.

Justo después de ese instante un telar inconmensurable de tonos tardíos emerge con sabor a aguafuerte. Es una gran pátina sobre lienzo blanco, de gruesa textura, dispuesta a ser parte de una puesta en escena donde convergen muchas vidas. Son retazos de una pieza de teatro urbano con personajes sacados de sus brazas habituales, congregados ante el levitar del aplauso y el goce escénico.

El salitre, en las grietas de ventanas de maderas rollizas y puertas derruidas, ancladas en el tiempo con vestiduras de resistencia, anuncia el pacto para comenzar el baile. Las paredes no son altares moribundos, son parte de una ciudad virtuosa, hermosamente amurallada, que siempre mira al mar, al faro, que la ilumina sin descanso. Es el tempo nocturnal de un celoso guardián de sueños, construidos con la palabra y el brazo erguido.

Los danzantes se alistan acicalados con los atuendos del calor en contrapunteo con la brisa fresca que persiste reciclada, moribunda, andante, en los altares de alguna calle de adoquines. Se avistan farolas pretéritas labradas por antológicos herreros habitantes de los confines de una cuesta. La noche amenaza con poblar los ardores de sus misterios y los destinos de un espacio, donde está por comenzar la magia del baile.

Irrumpen intrépidos en el lugar de encuentros los primeros acordes del tres, que saben a Cuba, en dialogo con una guitarra ibérica coqueta, perfumada, siempre acicalada, como el cerco del mestizaje o la hermandad de sonidos corales. Son las múltiples huellas llegadas a esta isla, por mares de puertos y costas donde persisten las junglas de manglares.

La clave ha dicho fuerte y claro que ella pondrá el compás en esta fiesta que empieza a tornarse con aires de muchas vueltas. Tributa su pertinaz sonido, justo desde las postrimerías del prólogo de la pieza musical que evoluciona desde el goce y el contorneo. Habita en todos los compases de esta banda sonora justo hasta el final de sus brazas.

Mientras raspa su cuerpo de bambú impregnando sonoridades fundidas como huellas irrepetibles, el güiro no se queda quieto en los anaqueles de un banco tardío que mora en una esquina de un proscenio interior. Sabor legendario solo repetible en las texturas de calabazas curtidas, forjadas por las manos de un artesano de leyendas y sueños vivos.

El coro de instrumentos convocados para esta fiesta se ensancha con la apertura acompasada del bongó, marca la rítmica desde los preludios de un Son, fecundador de un milagro: el desafuero del bailoteo. Es el percutir sobre el cuero de manos curtidas de sal, tierra arada y sabiduría popular, entrelazadas y dispuestas a dar vida a sonidos gestados en parches teñidos de sudor y constancia.

Sin perder la cordura, el mismo intérprete alterna sus brazos gruesos, cercena con sentidos golpes tumbadoras que soportan celosas los tumbaos del bongó. Son desafueros para encumbrar los sonidos de melodías nacidas con los colores de África.

Los protagonismos no cesan en este ensanche de ritmos. La trompeta redobla sus fuegos de metal, edifica sonidos de zurda potencia. Sobresale del resto de los compases con un eco trepidante, risueño, esclarecedor. Sus timbres y sus acentos son parte de una cultura donde lo popular se funde con lo clásico, cuando se trata de bailar desprovistos de manuales y fronteras.

El signo lo pone el bajo. Con las faldas de una señora teñida de madera torneada vibran en perenne combate los conflictos inconfesables de las cuerdas. Son como pintadas de barniz y tempo, resueltos desde los altares de una pierna erguida hasta los confines de un puente tímbrico, siempre medular.

Como una mujer voluptuosa, sensual, descollante, se exhibe el portentoso instrumento. Amasa sonidos de factura única distante de las armonías caribeñas, pero aplatanada a los nichos de los verdores de esta isla, siempre poblada de sonidos únicos, también inexplicables.

Los bailadores funden sus manos signadas por el arte del impulso, es el todo para no perder el sentido del ritmo. El contorneo se vuelve protagónico, esencial para dibujar los ardores de una música que provoca los estallidos de un cantor popular.

La sensualidad es parte de los símbolos de esta fiesta. En las vestiduras de los danzantes, las humedades de la atmosfera, el calor de una tarde quebrada y las ganas de bailar. El misticismo, el cruce de miradas, el goce revelado, el dialogo y la respuesta cautiva ante un telar de improvisaciones musicales, en la arquitectura del cuerpo.

Foto: Alexandre Meneghini (Brasil)

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Crónicas de un instante: Parálisis

Foto Sebastião Salgado (Brasil)

Por Octavio Fraga Guerra @CineReverso

Vestigios de plurales luces colorean los contornos de sus pliegues amurallados. Sus manos y sus leños brazos retratan las huellas de sus trazos inconclusos, truncados por quebradas urgencias.

Asistimos a los primeros signos de la biografía de su existencia, marcada por la meditación y el monólogo, el dolor y el sin destino. Son perversos puntales anclados en los altares de su horizonte. Cómplices, se alistan como marcas hechas, dispuestas a ser parte de una línea bocetada, dispuestas a quebrar los cauces que existen en lustrosos escenarios, que evolucionan en otros horizontes.

El silencio puebla los ropajes de sus bordes. Como personaje protagónico observa las grietas de un delgado ángulo que pernocta cabizbajo. Posa anclada en un espacio interior que se desvanece en tempo de fuga. Se dibuja en su rostro la parálisis de un retrato emocional. Son las siluetas que boceta la luz que narra los titulares sustantivos de incontables lecturas.

Es inconsciente de ser un “objeto” observado, dispuesto como ficha de un tablero de ajedrez donde se entrecruzan cuerpos tullidos, posicionados en caóticas geometrías. Es un escenario mordaz, desprovisto de luces para el teatro, la modernidad de una puesta en escena o la glamorosa actuación de una celebridad de temporada. En este nicho tan solo impera el hambre voraz, intenso, apuntalado.

Sus pretéritos andares revelan huellas de pies quebrados, tejidos de lodo, encendidos parásitos y fracturadas posturas. De tanto ignorarlas se integraron a sus versos de vida, acuñadas por la verticalidad del sol y la polvareda de lineales rondas que delimitan los caminos, siempre apertrechados para permear los hilos una marea, que sabe a tierra.

Calza exiguos zapatos que fueron creciendo como fibras trenzadas de formas inconexas, todas ellas resueltas en caóticas respuestas. En los pliegues de sus precarias suelas, hechas de carbón y legumbres, se asientan incólumes notas musicales de agudas dimensiones.

Son, en definitiva, heridas dispuestas como lanzas que emergen tras el rozar de piedras afiladas, que habitan en todos sus caminos posibles.

El fondo evoluciona imperceptible, frágil parabán de líneas apretadas, que se difuminan como un todo, y terminan siendo una pátina de cercos acorralados. Este agudo retrato es borde interior y cobija de la mudez inquebrantable. Nada parece estar ocurriendo en ese espacio herido. Tan solo transcurre una vida, un instante, que parece infinito, íntimo, inconfesable.

Se avista en los límites del encuadre un ángel trunco tomado por la fuerza de un poeta que fotografió, sin mediar palabras, el aferrado dolor congelado. El de una mujer desnutrida y deshidrata, ausente en el hospital de Gourma-Rharousn, en Malí (1985). El hambre puebla los telares de esta pieza como sólidas letras impresas, como párrafos enteros de un texto voraz.

No hay dialogo en los altares de ese lugar profundo, agreste, definitivamente quebrado. Tampoco se vislumbran sobrias conexiones significantes para la escritura de narraciones orales. Cada actor de este escenario interior es un estar por dentro, un saberse solo en medio de la nada. Los límites son, los que definen los alcances de sus metáforas.

Según datos de las Naciones Unidas, certificados en 2019, más de 820 millones de personas pasan hambre y unos 2000 millones sufren su amenaza.

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