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Amílcar Salatti, un cazador de historias

Amilcar Salatti, guionista

Por Yoandry Avila Guerra

Amílcar Salatti lo tiene bien claro: la brújula de su impronta creativa es la coherencia. Su obra, que se mueve entre diferentes géneros televisivos y también ha saltado a la gran pantalla, busca la verosimilitud y aboga por desterrar personajes estereotipados.

En tres lustros como escritor de guiones para audiovisuales, Amílcar ha cosechado títulos —en calidad de autor o coautor— como los largometrajes Esteban (2016, Jonal Cosculluela) e Inocencia (2018, Alejandro Gil), las telenovelas Latidos compartidos y Entrega, los policiacos Patrulla 444 y U.N.O., las teleseries De amores y esperanzas —en su primera temporada— y Zoológico, y los teleplays Extravíos, Los colores de la vida, Sacrificio, Madeja para seis, Desencuentro, Pasos firmes y Para toda la vida.

Guionista autodidacta, parecen destellos de otra existencia aquellos años en ejercicio como médico veterinario, su formación universitaria. Lo cierto es que gracias al azar y a unos vecinos que laboraban en el Instituto Cubano de Radio y Televisión (ICRT) llegó hasta esa institución para desempeñarse como operador del boom.

«Luego de graduarme de la Universidad pasé por tres trabajos y ninguno me convencía; por una cosa u otra me fui yendo. Tenía una vecina que era asistente en la televisión y su pareja era sonidista. Me veían en los conciertos en el teatro, sabían que me gustaba ese mundo del arte. Me propusieron irme a trabajar al ICRT y yo, como estaba desempleado en ese momento, acepté y me fui de microfonista».

En las arenas doradas del balneario de Varadero, Amílcar tuvo su debut como operador de audio durante las grabaciones de la teleserie Por deporte y por amor, dirigida por el polivalente Roly Peña. Las locaciones y el intercambio con los actores y el equipo de producción deslumbraron al estrenado muchacho del micrófono, quien por sus responsabilidades debía conocer los parlamentos de cada escena.

Tras las lecturas de varios de los libretos de Por deporte… se dijo así mismo «Esto yo puedo escribirlo». Posteriormente, en lo que considera un arranque de atrevimiento, se acercó a varias asesoras de la televisión mostrando su interés en la escritura de libretos, y ellas le recomendaron que buscara cuentos literarios y los adaptara a la pequeña pantalla. Esa guía, y el premio obtenido en el concurso Cine Plaza de 2005 con su proyecto Un buen día tengan todos —aún inédito— sirvieron de impulso para lo que denomina sus «pininos» en la TV.

«Fue un estímulo para decir “Bueno, tan perdido no estoy”. Tuve la ventaja que en esos momentos se producía mucho en la televisión, y pude ver mis cosas hechas. Irme rectificando por el camino y aprender de lo que estaba mal. Ir creciendo, poco a poco».

Ficcionar la vida o elucubraciones de un guionista

Para Amílcar, la disciplina es una de las características que no puede faltar en esa especie de cóctel molotov que hace combustión en la mente de un guionista, y lo lleva a ficcionar —verbo de orden para el gremio— en historias retazos de la realidad. Él se obliga, como mínimo, a escribir de tres a cuatro horas diarias. En ocasiones mucho más, dependiendo del proyecto en que esté inmerso. Como parte de su liturgia creativa, suma de intuición y experiencia, primero deja asentados los argumentos y luego va alimentando la historia.

Un guion —apunta— es un retoño al que hay que formar bien antes de soltarlo a la vida: «Ese hijo tuyo se convierte en hijastro, que lo termina de criar otra gente, por ello es importante que lo des bien educadito porque si lo das mal, mal va a terminar. De un guion malo es muy difícil que salga una obra buena. Si tienes un gran director con un guion malo puede ser una obra digna, pero una gran película o una gran serie no salen de un mal guion.

«Cuando me siento a escribir cine me despojo de todos los vicios televisivos que tengo. Muchas veces se me notan las costuras, y el cine es otro lenguaje».

No obstante, en ambos espacios de la creación audiovisual piensa que los autores no deben dejarse convencer por la primera solución dramatúrgica que aparezca en el camino, y poner a la historia y los personajes todo el tiempo en cuestionamiento. Realizar muchas preguntas y ver si las respuestas convencen.

«Por otra parte, creo importante establecer un diálogo con los asesores, lo que se conoce internacionalmente como los screen doctors. Hay que tener un diálogo parejo, no creer que vienen a desbaratarte la obra. Vienen cogerte los huecos, los errores y trabajar en base a ellos».

Amén de los arquetipos recurrentes y funcionales en la dramaturgia, Amílcar considera que los guionistas deberían rehuir de los estereotipos. Es por ello que al crear sus personajes intenta que no sean ni los buenos-buenos ni los malos-malos. La vida es tonal, plural, coral…, hay mucho de ambigüedad también en ella, y Amílcar lo sabe: «En función de la historia, tienes que tratar de construir personajes que enamoren al público, y la gente no se enamora de los extremos, no se enamora de alguien perfecto ni lleno de errores».

¿Sus inquietudes?, pues lo social como trasfondo y los jóvenes a modo de leitmotiv. «Veo elementos de la sociedad que me preocupan. Desde mi trinchera, que es la escritura de guiones, intento expresarlo de la mejor manera posible. No me gustan los extremos ni las situaciones oscuras, tampoco edulcorar la realidad. Los temas son humanos, a mí me interesan las personas y sus problemas».

¿Qué prefiere Amílcar, el cine o la televisión?

«Llegar al cine tiene una magia extra, sin embargo, yo soy el guionista que soy malo, bueno o regular —acota—, gracias a la televisión. La televisión me ha dado un oficio. Prefiero ambas y más en un país donde se produce muy poco cine. No me puedo sentar a esperar mi próxima película porque dejo de escribir. En la televisión tengo trabajo constantemente y se lo agradezco, pues uno sigue desarrollando el oficio y gana los frijoles que tanto hacen falta.

«Que sea una buena obra, que tenga un buen director y una buena producción, yo creo que con eso ya estoy contento, sea en cine o televisión».

¿La buena acogida de muchas de sus obras facilita la realización de nuevos proyectos?

«Tener un currículo facilita mucho el camino. Aunque no te acepten el proyecto por lo menos sabes que se lo van a leer. No te voy a negar que a estas alturas yo llego y digo “Mira tengo esto” y la gente, como mínimo, me recibe y lo lee. Ya después me darán un criterio. También te hacen muchos encargos, aunque en ocasiones estos les roban tiempo a proyectos propios. Hay proyectos que nacen de mí, que muchas veces tengo que devolver a la cabeza hasta que tenga un chance.

«En el medio audiovisual hay que crear una red de contactos. Escribiendo encerrado en tu casa no logras nada. Tienes que conocer directores, productores y actores. Tienes que hacer un poco de vida social. Darte a conocer, no en un sentido farandulero sino desde el punto de vista del oficio, porque necesitas que la gente te lea y te produzca».

Hemos visto que algunos de sus proyectos están asentados en hechos históricos o han tomado la Historia como elemento conductor. ¿Cuál cree que pudiera ser el papel de las obras audiovisuales para sensibilizar, sobre todo a los más jóvenes, en torno a la historia nacional?

«El otro día hablaba con un historiador y le decía que en Cuba tenemos una historia amplia, rica, hermosa; y que valdría la pena, por lo menos cada año o cada dos años, intentar llevar al cine o a la televisión algún producto audiovisual que la refleje. Para las nuevas generaciones los libros son como un lugar ya vedado. Cada vez se lee menos. La gente está más en las redes, consumiendo series y audiovisuales, y si tú quieres salvar tu historia, si quieres que la gente siga amando su historia, tienes que ir con los nuevos medios.

«Inocencia funcionó a nivel nacional. Lo que acaba de hacer Roly —la segunda temporada de Lucha Contra Bandidos (LCB)— funcionó, pero tienes que hacerlo bien. Si lo haces mal le haces un daño doble a la Historia, que ya de por sí es una asignatura mal vista en la escuela por la forma en que se imparte, generalmente. Para llevarla al audiovisual debe ser de manera atractiva, con los cánones de realización actuales. No puede ser una serie “de palo” para contar un hecho histórico, hay que hacerlo con todas las de la ley y narrar la historia de esos hombres de carne y hueso.

«El Ministerio de Cultura, el Ministerio de Educación, la televisión y el cine deberían tratar de aprobar más acuerdos relacionados con la producción periódica de temas históricos. LCB e Inocencia son solo dos goticas en una producción mayor».

¿Existe algún hecho o hechos de la historia nacional que le apasionaría ficcionar?

«Esos años cincuenta antes del triunfo de la Revolución. Una vez me propusieron hacer una serie sobre el regreso del Granma, toda la preparación en México hasta que llegaron a Cuba. No se pudo hacer. Me interesa mucho esa cantidad de gente joven que luchó, muchos dieron su vida para cambiar las cosas realmente. Me parece que sería muy interesante de contar.

«La época de los mambises; y también creo que desde el punto de vista de la ficción Martí está muy poco explotado en el audiovisual. Tenemos una película de Fernando Pérez de su adolescencia, considero que el Martí adulto todavía nos lo debemos. En el teatro, ahora con la obra de Celdrán, por suerte está. Y como te digo Martí, te digo Céspedes, y un sinnúmero de personalidades que no tienen ninguna obra audiovisual que quede en la memoria y en la emoción de la gente».

¿En el país hay un nicho para los guionistas?

«No, ni existe un nicho, ni existe una formación regular de guionistas; y la mayor parte de las veces no son tratados como debe ser. Cuesta mucho concientizar la necesidad de escritores de guion en Cuba. Con el Fondo de Fomento espero que esto cambie un poco, pero el Fondo es para cine. La televisión también tiene una gran depresión de escritores».

¿Considera usted que si existieran más guionistas contaríamos entonces con más obras audiovisuales?

«Más allá que de que se formen más guionistas, creo que el flujo tiene que crecer en la producción, mientras más produces más necesidad de contenidos existe. Diez guionistas de calidad no pueden abarcarlo todo, tienes que poner veinte o cuarenta para que puedan producir. Aparte, trabajar en equipo acelera los procesos de escritura de proyectos largos como series y novelas.

«Me di cuenta con el Fondo de Fomento que hay muchas personas escribiendo, pero están en la calle, independientes. Para la televisión hay pocos guionistas, las mismas caras y los mismos nombres hace diez años. No veo gente joven escribiendo para televisión y eso me preocupa, porque me voy a poner viejo; me voy a interesar, a lo mejor, por temas para personas de treinta años, ¿quién se interesa entonces por los temas de los de veinte?».

¿Cómo manejar el éxito? ¿Puede una obra exitosa lastrar o condicionar la realización del proyecto siguiente?

«Es rico que le reconozcan a uno que ha hecho algo válido, que ha conectado con el público y la crítica lo ha llevado bien. Pero es un arma de doble filo porque crees que a lo mejor llegaste a un punto máximo como guionista, maduro; y que cada vez que te sientes a escribir vas a hacer algo bueno. Eso es un error. Es bueno saber que estás en un camino correcto respecto a tu profesión, sin embargo, debes cuestionarte siempre qué cosa es el éxito y qué no.

«Hay historias que funcionan por un tema coyuntural, hay otras que quizás no partan de un excelente guion, pero tocaste un tema novedoso y a la gente le gustó y se enganchó. Hay que tener todas las alarmas encendidas para tratar de no creerse cosas y de arrancar con la página en blanco. Con el oficio que uno tiene después de tantos años escribiendo, pero con la humildad de que puedes estar haciendo tu próxima basura. En la televisión uno es lo último que hace. Yo tengo ahora este teleplay del corredor ciego y Entrega, lo próximo puede ser malo y la gente me catalogará por eso último que vio».

Historias, personajes, obras…

Dice Amílcar que es un poco chismoso, y que esa curiosidad extrema le ayuda a volcar en los guiones todo lo que ve y pudiera contribuir a plasmar situaciones y personajes creíbles. Con oído y visión aguzada, capta atmósferas de lugares y escucha retazos de conversaciones en la guagua, en la calle.

Rumbo a una gestión capta lo que habla el piquete de chamas sentados en la esquina, y que para alguien pudiera resultar soez; al regreso, los mismos adolescentes hablan del pichón nuevo y de cómo la paloma blanca lo alimenta con ternura: la realidad en todos sus matices y colores deambula en los intersticios de La Habana, una ciudad pródiga en relatos.

De esa pasión por escuchar y mirar nació Esteban, su opera prima en el cine: «Vino de la calle, de dos anécdotas sueltas: un niñito que fue a mi casa —yo vivía en Lawton en ese momento— vendiéndome unas cositas de esas que vendía Esteban, perfumitos de los que usan en los hoteles; eso lo agarré con otra historia que me hicieron, de un niño que estudiaba piano, estaba ingresado en el hospital y no podía ir a recibir clases, entonces la madre le pintó el piano sobre una tela para que él practicara».

En principio, el guion estaba pensado para un teleplay pero el tesón de Jonal Cosculluela, el director, impulsó la materialización del largometraje.

«Es una historia muy noble. Un niño que pasa trabajo, hay que tener el corazón muy duro para no conectarte emocionalmente con eso. Tuvo un recorrido a nivel internacional que a mí me sorprendió, incluso llegó hasta los Premios Platino del Cine Iberoamericano y obtuvo galardón.

«¿Respecto al casting?, yo no lo defino. Hay directores que piden mi opinión en algún momento, pero en esta película yo no tuve nada que ver con él. Mi esposa —la actriz Yaremis Pérez— sí trabajó un poco los niños. Yuliet —Cruz— es una gran actriz, si yo tenía algo en contra es que estaba muy cerca Conducta, no obstante, no creo que los trabajos se parezcan; que estaban muy cerca en el en el tiempo, eso es otra cosa, pero no por eso hay que quitarle el trabajo a una actriz. De Porto, que es la otra pata de ese trío, qué te voy a decir, que esté en una película mía es una dicha».

Inocencia, su segundo largometraje, recrea uno de los hechos más tristes de la historia nacional: el fusilamiento de los ocho estudiantes de Medicina, el 27 de noviembre de 1871, en La Habana. La narrativa de la cinta transcurre en dos arcos temporales: las horas previas al suceso hasta el desenlace; y 11 años después, la cruzada del médico y patriota Fermín Valdés Domínguez, quien busca los cuerpos de sus amigos asesinados.

La película llegó a Amílcar mediante un encargo: «Alejandro llevaba arrastrando con la investigación un montón de años, y que haya confiado en mí para escribirla, eso se lo voy a agradecer por el resto de mi vida. Se siente que es cine desde todo punto de vista, en la fotografía, en la edición, en la banda sonora… Creo que es una película muy redonda, con un casting muy bueno. Muchachos que casi todos debutaban en el cine. Si Esteban me hizo feliz, Inocencia me llena de orgullo».

Inocencia no estuvo exenta de la polémica debido a la escena del intento de rescate abakuá. ¿Cómo se llegó a la decisión de incluirla en la película?

«Alejandro siempre lo quiso tener, doy ese crédito a él. La forma de cómo se utilizó es completamente ficticia. Hay recursos dramáticos que tienes que usar para que el público se emocione. Si lo ponía como estaba en la historia no iba a funcionar, la gente no se iba a emocionar.

«Nosotros tuvimos una entrevista con Eusebio —Leal— , fue la única vez que lo vi hablar de cerca, otro lujo que me dio Inocencia. Eusebio es de los historiadores que niega la versión de los abakuá. Esta era una película muy blanca, donde no había negros protagonistas. Era un atisbo de realidad y decidimos aprovecharlo.

«Mi hijo cuando vio la película me preguntó que si lo de los abakuá había sido así, tal cual. Le dije que no, y él me respondió “Bueno, pero ahora en la escuela todo el mundo va a decir que fue así”. Ese es el poder del cine. La gente debe tener claro que Inocencia es una ficción basada en hechos reales, y que hay muchos recursos de la ficción mezclados con la realidad, lo de los abakuá es un caso. Yo no soy historiador, pero me agarré de varios historiadores que defienden esa versión, incluso hay una tarja en su honor».

¿Y Entrega?

«Fue la resaca de Inocencia, la película me dejó muy conectado con la Historia. Tengo referencia de obras —de cuando era muchacho— como Doble juego y Blanco y negro ¡No! que habían funcionado muy bien, y tocaban esa temática de la educación, de la relación entre profesores y alumnos. Quería tratar de salvar la historia desde el punto de vista pedagógico, que no fuese el bloque que sufrimos la mayoría, por el hecho de que se imparte mal».

Usted fue guionista en la primera temporada de la serie De amores y esperanzas, ¿qué demandó una realización como esta, que aborda el mundo de las leyes? ¿Por qué no continuar en la segunda temporada?

«Fue de esos proyectos que uno llega a reescribir. Raquel —González— ya tenía escritos los primeros guiones, pero estaba medio enredada, no tenía experiencia como guionista y me llamó. Ella tenía muy avanzada la investigación, y así todo tuve que ir a juicios. Los juicios en Cuba son aburridos, no te puedo decir otra cosa. No son estos juicios de las películas americanas donde la gente hace un monólogo de cierre, que tú lloras o te ríes. Esta es una serie de ficción y hay que tratar, dentro de las posibilidades que te dan, expandirlos hacia la ficción y ponerles un poco de sal y pimienta.

«Es lo que intenté en la primera temporada. La serie es muy complicada, corta y con muchos personajes a los que tienes que ir bordeando, más los juicios que se supone sea el pollo del arroz con pollo. Las subtramas de los abogados no te podían comer el juicio, que es lo principal. Me costó trabajo, lo reconozco.

«Para la segunda temporada Raquel ya se sentía un poco más segura, y sentí que quería hacerlo sola. Yo también estaba complicado, vamos a ser justos. Era una serie que había nacido de ella, quiso seguirla escribiendo sola y siguió su camino, sin problemas».

El verano de 2016 se esperaba como parte de los estrenos de la pequeña pantalla a Zoológico, un serial de 45 capítulos de unos 27 minutos de duración. Su protagonista, Leo, era un joven marginal que, entre conflictos, intenta salirse de la cultura barriobajera que lo rodea y frena. Los calores de julio y agosto se marcharon y el estreno nunca llegó. La serie, dirigida por Richard Abella y escrita a cuatro manos por Amílcar y Joel Infante, se regó en el paquete semanal y cuando se transmitió al año siguiente en la televisión cubana, ya era viral.

«Esos son los errores de la televisión, que como se dice en buen cubano “compra pescado y les coge miedo a los ojos”. Muchas veces ha pasado con la pantalla chica que encargan proyectos, se gasta el dinero, se gasta el tiempo, los recursos y después no lo quieren poner por equis o por ye.

«La televisión tiene que saber qué compra, qué produce y tener respuestas para los cuestionamientos. La televisión es un saco de cuestionamientos, todo el mundo en este país se cree con derecho a cuestionarla y ella, muchas veces, se queda sin respuestas y no sabe decirte por qué hizo lo que hizo.

«Una novela anterior a Zoológico había tratado de forma incorrecta el tema de la violencia. Zoológico, según ellos, tenía un problema con las peleas de perros. No era así, se tocaba en dos capítulos, que ni se veía. Eso fue lo que llevó a apagar la serie. A ponerla, incluso, en un canal como Multivisión, donde nunca se había puesto una serie cubana.

«Mira Zoológico, mira cómo trata los temas. Si está mal, bueno, la culpa es mía, del director, del asesor, pero si está bien afróntalo. Cuestionamientos siempre van a existir, sin embargo, tú tienes que tener la respuesta como institución para decir “Discúlpame, pero yo quiero tocar determinado asunto porque es una realidad y no la voy a edulcorar”. Eso es lo que pasó. Se durmieron, salió en el paquete porque se lo robaron de la televisión, se volvió un boom. La cuarentena sirvió para que la repitieran en un espacio más estelar».

El teleplay Pasos firmes llegó en el 2020 para remover a gran parte de la audiencia nacional, estados en WhatsApp y comentarios en Facebook y otras redes sociales así lo avalan. Diversas aristas confluyen en un relato de la sociedad actual, cuya trama principal recae en dos personajes: un joven corredor ciego que anhela la gloria paralímpica y su improvisado guía en la pista, un ladronzuelo de poca monta atrapado in fraganti por el papá del atleta, y con quien este último llega a un trato en favor de la preparación velocista.

Confiesa Amílcar que el proceso de escritura fue bonito y angustioso. Él, un seguidor de los deportes, tuvo la oportunidad de conocer atletas paralímpicos que le transmitieron sus experiencias.

«Fue angustioso porque lidiar con las instituciones es muy difícil. Todo el mundo está con un bate en la mano defendiéndose de lo que tú vas a contar sobre ellos. Yo trabajo para la televisión y sé su política editorial. No voy a hablar mal del INDER ni del Ministerio de Salud ni del Ministerio de Educación, voy a contar aristas, y siempre con una luz. La gente está muy “erizada” con que la televisión los pueda tocar, piensan que tú los vas a poner mal. Las instituciones tienen que abrirse.

«Después que sale Pasos firmes, ¿qué pasa?, pues que el INDER llama al equipo, que tienen diez mil historias para contar. No, si yo sé que tú tienes diez mil historias, pero tienes que facilitarme la vida para poderlas “ficcionar”».

Futuros horizontes creativos

Varios son los proyectos en los cuales Amílcar se encuentra inmerso por estos días, entre ellos las dos nuevas telenovelas cubanas en proceso de rodaje (una dirigida por Ernesto Fiallo y la otra por Lester Hamlet), y en las que repite la coautoría de los libretos con Joel Infante.

Por lo pronto, enero se vestirá de estreno con la serie Promesas, una idea original suya que cuenta con varios guionistas. La producción ahonda, con 12 capítulos monotemáticos, en las historias de los habitantes de un pasaje. El hilo conductor es la realización de un juramento por parte de cada uno de los personajes.

Sin embargo, el entusiasmo lo invade con una sitcom que acaba de escribir, y que se desprende de las aventuras de dos personajes de la telenovela Latidos compartidos. Aquí veremos de nuevo a Indira (Yaremis Pérez) y Miguelito (Ray Cruz), la subtrama cómica del dramatizado.

Miguelito continúa en su trabajo como tanatopractor y descubre un don. El pie forzado de este spin-off, al que se suman nuevos protagonistas: «Es una serie de 12 capítulos de media hora, en la que cada uno de ellos cuenta una pequeña historia, pero que va también desarrollándose en el tiempo, pensando en una segunda temporada».

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Los méritos y los logros traen seguidores y detractores. Hay quienes piensan que matizar las historias con situaciones extremas o tocar determinados temas para «pegar» puede llegar a ser un oportunismo. ¿A qué mediaciones se enfrenta Amílcar a la hora de pensar un guion para que guste?

«El oportunismo puede ser una palabra muy peyorativa. Si tú estás viendo que una sociedad está interesada en la Historia, estás aprovechando una oportunidad que te está dando la circunstancia desde el punto de vista productivo. Yo no lo hago para ser mejor guionista que nadie, a mí me interesa contar ese tipo de historias.

«Todo el mundo sabe que hay deportistas discapacitados, se me ocurrió a mí, triunfó, qué bueno. Creo que esta es una profesión de aprovechar las oportunidades y de aprovechar los huecos temáticos que van quedando. Se produce mucho contenido y cada vez cuesta mucho más trabajo ser original. Aquí en Cuba nunca se había hecho un teleplay sobre un discapacitado, pero revisas el cine en el mundo y se han hecho miles. No creo que sea un oportunista. Creo, más bien, que soy un cazador de temas».

¿Cuál es la Cuba que desea Amílcar? ¿Cómo se ve dentro de ella?

«Ojalá tenga tiempo de ver una Cuba más comprensiva, sin crisis, sin tanta gente que emigre y sin tanta separación. Ojalá me dé tiempo ver eso, porque es lo que quisiera. Me veo aquí chico, la verdad. No me veo en otro lado, porque aquí es de donde saco las historias. Siempre es tentador emigrar hacia mejores economías, pero resulta que en otras economías no conozco la idiosincrasia ni la cultura, y sé que me voy a secar en historias. Y yo sin contar historias no puedo… Me veo aquí, aspirando a un mejor país».

Tomado de: Revista Alma Mater

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Luciano Castillo: “De un mal guion nunca podrá generarse una buena película”

Luciano Castillo. Director de la Cinemateca de Cuba. Investigador, escritor y promotor de cine

Por Dayron Rodríguez Rosales @DARR091

El célebre cineasta japonés Akira Kurosawa, el “emperador del cine”, expresó en una oportunidad que de un buen guion puede resultar una mala película, pero de un mal guion nunca podrá generarse una buena película.

Precisamente, sobre esta columna vertebral de toda obra cinematográfica conversó con Cubacine el director de la Cinemateca de Cuba, Luciano Castillo, quien fue jurado en la modalidad Escritura de guion de proyectos de largometrajes de ficción y documental de la primera convocatoria del Fondo de Fomento del Cine Cubano (FFCC).

¿En qué consistió su labor como jurado de Escritura…?

Como jurado de Escritura del FFCC, en su primera edición, me correspondió la valoración, junto con otros compañeros, de casi 40 proyectos. En los mismos se aprecia como rasgo distintivo que la mayoría de sus autores son conocidos, fundamentalmente, a través de obras presentadas en la Muestra Joven ICAIC, y otros desarrollan una amplia labor en canales televisivos del interior del país. Ello nos da una idea del interés suscitado por esta convocatoria.

¿Cómo fue el proceso de selección de los textos (guiones)?

Tras el análisis individual de cada una de ellos y proponer una puntuación, todos los miembros del jurado nos reunimos con el fin de aunar criterios en torno al resultado cuantitativo del cómputo, así como en relación con el nivel de calidad y posibilidades de cada uno de los de mayor rango, con particular énfasis en su originalidad y en cuánto puede contribuir su realización al séptimo arte cubano inmediato.

¿Cuáles son los beneficios para los ganadores en esta categoría?

En el caso de la categoría que me correspondió evaluar, posibilita a sus ganadores el financiamiento para la realización de investigaciones requeridas por la persona que aplicó con destino a la escritura final de un guion.

¿Qué importancia le confiere a un buen guion?

De nada sirve contar con muchos recursos económicos, un equipo de realización integrado por profesionales de primera magnitud y los mejores intérpretes, si no existe un buen guion como imprescindible punto de partida. Los ejemplos son incontables y no faltan en el contexto de nuestro cine, incluso en los sobrevalorados años 60.

Recientemente tuve la posibilidad de revisar cronológicamente la producción de cine de ficción en ese período y son escasos aquellos filmes en los cuales se les concedió al guion su importancia capital por estar sus realizadores más atentos a pretensiones “nuevaoleras” e influjos “antonionescos”.

Las excepciones son aquellas películas que han trascendido por méritos propios, entre estos, la solidez de sus propuestas dramatúrgicas vertidas en los guiones.

El Fondo de Fomento abre un nuevo escenario de oportunidades para los realizadores, ¿cómo valora dicha posibilidad?

El Fondo de Fomento, pese a los empecinados en desacreditarlo con penosa y estéril obstinación, no solo significa la apertura de un nuevo escenario de oportunidades para los realizadores, sino una posibilidad inimaginable pocos años atrás de concretar proyectos que de otro modo serían imposibles de realizar. Y es que sus categorías están muy bien precisadas y concebidas para contribuir a ese fin mayor.

A mi juicio, representa una enorme puerta, abierta de par en par, al novísimo cine cubano, por un conjunto de propuestas promisorias, pletóricas de inquietudes sobre la realidad contemporánea, algunas insólitas en nuestro contexto.

Tomado de: Cubacine

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Paul Laverty: “La memoria es crucial. Y es algo bien distinto a la nostalgia”

Paul Laverty, guionista. Foto The Herald

Por Álvaro Guzmán Bastida / Héctor Muniente Sariñena

En un momento de nuestra charla, Paul Laverty (Calcuta, 1957) despega su mirada incandescente de los ojos de su interlocutor, ofreciéndole un respiro, y se gira ligeramente para señalar a un grupo de trabajadores latinos al otro lado del ventanal de un café neoyorquino. “Antes de que llegaseis me ha pasado la mañana hablando con esos chicos”, cuenta. “Están construyendo una casa. Son una inspiración tremenda. Les pagan por día, y cobran ciento cincuenta dólares. ¿Por qué no hablamos de eso, de sus historias, de cómo llegaron hasta aquí? Miradlos. No hablan una palabra de inglés y me han dicho que llegan a casa después de las once de la noche todos los días. ¿Cómo van a tener tiempo de ver a sus hijos? La situación más aparentemente anodina puede traer consigo una enorme riqueza para el guionista”.

La escena retrata a Laverty, un apasionado del oficio de guionista, que irradia entusiasmo por las historias y sus portadores anónimos. Colaborador ingénito de Ken Loach, con quien ha conseguido dos palmas de oro, su filmografía ofrece un repaso a los conflictos sociales más importantes de los últimos treinta años. Siempre con el foco puesto en los de abajo, ha abordado la alienación de la juventud en la Gran Bretaña desindustrializada e infestada de drogas (Felices dieciséis), la explotación de los inmigrantes (En un mundo libre), la privatización de la guerra (Route Irish), el desguace del estado del bienestar (Yo, Daniel Blake) o, en su última película, Sorry we missed you, la precarización del trabajo en la era de Uber y Amazon. También se ha enfrentado, con similar sed de justicia, a cuestiones históricas como la Guerra de Independencia de Irlanda (El viento que agita la cebada) y el pillaje imperial de América (También la lluvia). Laverty, en el Nueva York inmediatamente previo a la pandemia para una proyección de su último filme, repasa para CTXT gran parte de su trayectoria, cómo llegó al cine a través del activismo pro derechos humanos y el periodismo, y ofrece a regañadientes algunas claves sobre su oficio. Pero, ante todo, como su admirado Eduardo Galeano, habla de fútbol.

Para empezar, hablemos de Dios. Usted nació en Calcuta, en la India, en tiempos de la Madre Teresa. Después fue a Roma a estudiar para hacerse sacerdote. Más tarde se mudó a Nicaragua en pleno apogeo de la teología de la liberación. Y su obra como guionista está llena de motivos que se pueden considerar religiosos, como la redención, el perdón, o incluso el martirio. ¿Qué papel juega la religión en su trabajo y en su vida?

La respuesta directa es que no lo sé. Pier Paolo Pasolini decía que, después de hacerse comunista, tenía “nostalgia de la fe”. Pero supongo que, de algún modo extraño, ha tenido un papel importante en mi faceta de escritor. Aunque uno nunca sabe. Porque me mandaron al seminario a los doce años. El motivo fue que había suspendido el examen del eleven-plus, el que hacen los chicos antes de cumplir los doce. Y si suspendes ese examen, te mandan a la escuela técnica, y terminas de carpintero o fontanero o trabajador del metal en una fábrica. Si apruebas, vas al instituto. Así que mi hermano y yo suspendimos. Andy es disléxico y cree que yo lo soy también. O a lo mejor es que somos medio tontos, yo qué sé. Bueno, el caso es que mi madre y mi padre pensaron: “¿Por qué no te haces cura?”  Como mi primo había ido al seminario y te daban una equipación de fútbol preciosa, roja y azul, dije: “Bueno, venga, vamos a probar”. Así que ingresé en el seminario. Creo que mis padres solo buscaban darnos una educación mejor. La ironía del asunto es que nos enseñaban curas que no habían estudiado las materias sobre las que daban clase, así que eran unos profesores horribles.

Pero lo que sí había era una tremenda disciplina, también para el estudio. Después de aquella experiencia a los doce años fui a la Universidad Gregoriana y estudié filosofía, también con los jesuitas. Así que todo mi mundo giraba en torno al adoctrinamiento. Muchos de ellos eran curas de clase trabajadora, de descendencia irlandesa. Todo estaba cargado de contradicciones. Por un lado, el amar al prójimo como a uno mismo y todas esas nociones estaban muy arraigadas, pero también predominaba un catolicismo simplista, en el que todo era blanco o negro. Llegó un momento en el que no pude aguantar la claustrofobia de todo aquello y, para resumir, me echaron. Lo interesante del asunto es que ahora, como escritor, me fascinan no el blanco y el negro, sino los grises. Y además aquello hizo que creciera en mí una enorme curiosidad, porque tenía veinte años, me sentía como un galgo en una jaula y me moría de ganas de ver el mundo. Creo que crecer en el seno de la iglesia me dio una enorme curiosidad, además de permitirme ver lo que hay ahí dentro, empezando por el adoctrinamiento.

Por eso me parece que casi todo lo que se ha escrito sobre los abusos o la crueldad, como Las Hermanas de la Magdalena, no termina de enfocar bien la cuestión. No tienen curiosidad por cómo esta gente se convirtió en lo que son. Los ven como “los malos”, y creo que hay algo mucho más sutil que entra en juego. ¿Cómo llegan a ese punto? ¿Cómo y por qué cierran filas?

Y creo que tenéis razón al poner el foco sobre todas las cuestiones que mencionáis, como la redención, el perdón y la furia. Una de mis citas favoritas la escribió San Agustín hace 1500 años, pero bien la podría haber cantado Woody Guthrie. Dice así: “La esperanza tiene dos hijas hermosas: la ira y la valentía. La ira ante el estado de las cosas y la valentía, para cambiarlas”. Se trata de una emoción genuinamente humana, que vale tanto para el político como el cura o el activista agnóstico. Yo no soy una persona religiosa, pero estoy empapado de ese mundo de solidaridad, porque creo que saca lo mejor de nosotros.

Además, me fascinan algunas nociones de la Iglesia, como un documento reciente del papa Francisco sobre el medio ambiente. Vale muchísimo la pena hacerse con él. Obviamente, hay cosas con las que no estoy de acuerdo, porque es un texto católico. Pero el análisis que hace es brillante. Habla sobre la solidaridad entre generaciones. No soy religioso, pero me fascina una institución enorme, con mil millones de personas, dentro de la cual hay un monumental debate. Steve Bannon quiere cargarse al Papa. Es un católico radical de extrema derecha. Hay hijos de puta horribles y crueles ahí dentro, que quieren destruir la teología de la liberación. Juan Pablo II quería acabar con los teólogos de la liberación, los quiso humillar en Nicaragua. Pero por otro lado están jesuitas como el padre Gorostiaga en Centroamérica, que eran más bien marxistas, y muchas de las comunidades cristianas que conocía en El Salvador, gente maravillosa. Estaban siendo torturados y señalados por los escuadrones de la muerte, y eran revolucionarios a su manera. Todo eso me fascina.

Eso nos lleva a otra institución que está en disputa, como es la familia. Margaret Thatcher dijo, célebremente: “La sociedad no existe. Solo existen hombres y mujeres individuales y las familias, peleando cada cual por sus intereses”. Nos resulta irónico, pero también productivo, que la familia es un lugar de refugio, que ofrece soluciones para los personajes de sus películas. ¿Qué denota eso acerca del mundo en el que vivimos y de la izquierda hoy en día?

Bueno, no puede negarse la importancia que tiene la familia en nuestras vidas. Y, dramáticamente, como escritor, te da muchísima gasolina, ¿no os parece? Se trata de gente que se quiere y se odia y está llena de contradicciones. Mirad lo que hicimos en El viento que agita la cebada (2006), donde dos hermanos se aman hasta destrozarse el uno al otro.

En Sorry We Missed You, se trata de una familia que se quiere, que hace todo lo posible por mantenerse a flote, pero vive enredada en la crisis de la austeridad. Como no pudieron subirse al barco de la vivienda en propiedad cuando el crédito era barato por no tener para un depósito, están jodidos. Y así están cientos de miles de familias en el Reino Unido ahora mismo, mientras que se ha dejado irse de rositas a las instituciones financieras después de 2008. Así que buscábamos visualizar a una pequeña familia de estas, y hacerlo desde el punto de vista del niño de dieciséis años que pelea con su madre y con su padre. Yo tengo un chaval de dieciséis. Te vuelven loco. Pero también hay unos lazos enormes por debajo de todo eso, basados en los cuidados. Además, con la familia están los lazos de la clase, el código postal, la educación, el género. Son cuestiones muy importantes, que nos sirven de esquema para la vida. Así que terminas abordándolos, aunque sea por accidente. También el qué sucede si uno no tiene una familia, lo duro que puede llegar a ser. Tuvimos una historia llamada La parte de los Ángeles (2012), en la que el joven protagonista, Paul, no tiene familia. Sus padres son adictos. Y si no tienes ese sentido de seguridad en tu entorno, si estás solo, el sentido del mundo se hace muy diferente, especialmente si tienes orígenes humildes, estás mucho más expuesto. Si te sucede algo insospechado, se te puede llevar por delante.

Es curioso que nuestra generación, la que vive con la gig economy y la precarización del trabajo, los recortes y los contratos de cero horas, tenga que ver cómo una pareja como usted y Ken Loach nos cuenten historias sobre ese mundo. ¿Cómo encuentra de salud a su género, el del cine social y político?

Bueno, es cierto que estamos contando historias sobre la gig economy. Pero estoy seguro de que hay un montón de gente joven a la que le gustaría hacerlo, y que probablemente lo haría mejor que nosotros porque les está tocando vivir en ella, pero nunca se les da la oportunidad. Así que la pregunta es: ¿Quién comisiona? El asunto siempre termina en las grandes corporaciones, en el dinero y el poder. No paro de conocer a gente que, estoy seguro, tiene ideas brillantes. ¿Tendrán la oportunidad de llevarlas a cabo? Es una cuestión diferente. Porque hay un jodido commissioner que dicta lo que se produce. ¿Por qué se marginaliza a las mujeres? Las cosas están cambiando, pero: ¿Con que frecuencia vemos el trabajo de los estudiantes negros en pantalla? Incluso después de que se haga la película, ¿quién tiene acceso a ella? Es otra cuestión fundamental, la de la distribución. Nosotros tenemos mucha suerte, porque hacemos películas de bajo presupuesto. Eso quiere decir que terminan siendo bastante rentables. Nadie gana una fortuna, pero todo el mundo recupera su dinero, lo que nos permite hacer la siguiente película.

Usted no estudió cine, ¿verdad?

No, no. Lo que sucedió fue que gané una beca Fullbright por accidente para ir a estudiar a la USC, en Los Ángeles. Alguien presentó un guion mío sin que me enterara. Y me eligieron. Entrevistaron a cinco candidatos y terminé ganando yo. Cuando por fin fui, Ken me propuso hacer juntos Tierra y libertad (1995). Me dijo: “Vuelve y la hacemos”. Y yo: “No hombre, acabo de llegar”. Pero al final dije: “A la mierda, vuelvo”. Así que volví, hicimos Tierra y libertad, y luego regresé a estudiar a la USC, y resultó ser un puto coñazo. Pero me habían dado una beca enorme y no tenía nada de dinero. Estaba pelado. Así que utilicé el dinero de la beca para vivir en el centro de Los Ángeles, en un lugar que era una puta locura, MacArthur Park. Ahí es donde entré en contacto con la organización Justicia para los Conserjes y terminé escribiendo el guion de Pan y rosas (2000). Para eso sirvió el dinero.

¿Cómo empezó a trabajar con Ken Loach?

Yo trabajaba como activista en Nicaragua. Y, cuando volví de viaje al Reino Unido, estaba harto de escribir informes pro derechos humanos y de hacer periodismo. Me dije: “Quiero ver si soy capaz de trascender el periodismo”. Me pagaba una ONG escocesa minúscula. Me daban ciento cincuenta dólares al mes y, con eso, como activista iba tirando. Luego trabajé para una organización nicaragüense, hablaba a delegaciones, viajaba al campo, monitorizaba violaciones de derechos humanos, e intentamos alimentar el debate con lo que estaba pasando. Pero era cada vez más difícil, porque los derechos humanos se habían politizado mucho. Es como ahora con Siria, que todos niegan todo lo que sucede. En fin, viajaba a zonas en guerra, entrevistaba a gente que había sido asaltada por las Contras. Pero siempre terminaba hablando con periodistas. Así que al final dije: “A la mierda. Voy a escribir una película sobre esto”. Así que me compré un libro sobre el tratamiento cinematográfico que, por cierto, sigo sin entender qué es un puto tratamiento, pero escribí uno. Y se lo mandé a cientos de personas. La mayoría ni respondieron. Los que lo hicieron, me dijeron: “Estarás de broma. Una zona de guerra, todo en español, sin infraestructura… Y nunca has escrito un guion”.  Pero Ken me contestó la carta y me dijo: “Si pasas por Londres, vente a tomar el té”.

¿No se conocían?

No, no, no. Le escribí así, de la nada. Eso sí: Me preparé muy, pero que muy bien. Trabajé muy duro en aquel texto. Lo que no sabía era que una cosa es decir que vas a hacer algo en un tratamiento, y otra muy distinta es el jodido guión. Pero bueno, el caso es que Margaret Thatcher acababa de desregular los autobuses y me costó un pico bajar de Glasgow a Londres. Así que voy a tomarme el té con Ken y me dice: “Es una apuesta arriesgada, pero: ¿Por qué no intentas escribir el guión y me lo pasas?” La verdad es que estaba fascinado con todo lo que había visto en Centroamérica. Como todo el mundo, tenía mucha curiosidad por Nicaragua. Por aquel entonces era la segunda prioridad nacional de Estados Unidos en temas de política exterior, por detrás solo de la Unión Soviética. Es algo increíble. Todo porque querían machacar la Revolución para que no se expandiera por el resto de América Latina. Bueno, pues escribí la primera mitad de La canción de Carla (1996). Me salió disparado, como un tiro. Fue como probar por primera vez una droga, porque en lugar de explicar lo que vas a hacer, tienes que inventarte un protagonista, darle un trabajo, escribir una escena, un diálogo… Me dio un subidón, que todavía no se me ha ido. Vuelve cada vez que me siento a escribir.

¿Cómo logró hacerlo? ¿Qué leyó para prepararse?

Me compré un montón de libros, sobre todo de escritura de guiones. Y la mayoría resultaron ser una mierda, según recuerdo. Estaba todo lleno de reglas y regulaciones. Pero creo que se pueden aprender técnicas para escribir, aprender sobre el conflicto y demás. Hay buenos talleres para esas cosas.

Lo que diría es que, en todas estas películas, en especial Yo, Daniel Blake (2016) y Sorry We Missed You (2019), lo que había aprendido como periodista resultó importantísimo, para llegar al fondo de los asuntos, para indagar, para seguir mis instintos, descubrir lo que hay detrás de las cosas. Todo eso es fundamental. Son habilidades clave. Y luego te olvidas de todo eso y te pones a escribir de manera dramática.

Hay una breve escena en Sorry We Missed You en la que se entrecruzan varios de los asuntos que hemos tratado. En ella, un policía regaña al adolescente protagonista por un pequeño acto de vandalismo, pero acto seguido le dice, con gran cercanía, que tiene suerte de tener un padre que le quiere y le cuida. Hablando de grises, se trata de un personaje muy complejo, por pequeño que sea su papel. Por un lado, representa la autoridad y de su posición se desprende una clara carga ideológica. Pero también se convierte en una suerte de héroe para el padre en el momento en que le muestra solidaridad y empatía. ¿Cómo se escribe un personaje así?

Normalmente, nuestros guiones son prácticamente idénticos a lo que se ve en la película. El actor se llama Cleggy, y es un policía de verdad. Un hombre verdaderamente adorable. Justo antes de empezar a rodar la escena, le dije: “Supongo que has hecho esto un montón de veces”. Y me dice: “Sí, muchísimas”. Entonces le dije: “Bueno, pues hazlo como lo harías tú”. Y terminó diciendo casi lo mismo que habíamos escrito, pero con mucha pasión. Me sorprendió. Por eso les dije el otro día a los estudiantes de la escuela de cine de Columbia en una charla: “Documentaos, y la gente os sorprenderá”.

Porque si uno hace su trabajo y se documenta, descubre que la gente está llena de contradicciones. Por eso creo que escuchar es fundamental para escribir. No porque vayas a copiar lo que escuchas, sino porque a veces abre un sentido de la percepción al que no llegarías por ti mismo.

Hicimos una película llamada Route Irish (2010), que trata sobre los soldados que vuelven de la Guerra de Irak, muchos de los cuales habían estado allí como mercenarios, contratistas de la guerra. Lo que me interesaba era, en realidad, cómo se está privatizando la guerra. Si los matan, ni siquiera los cuentan. Quería hablar con los soldados que volvían a casa, así que me dirigí a una organización en Escocia que trata con el síndrome de estrés postraumático. Conocí a gente increíble ahí, gente verdaderamente dañada. Pero el momento de la verdad llegó cuando hablé con una vieja enfermera, que estaba en su último día de trabajo. Le dije: “Dios mío, ¿cuánto tiempo llevas trabajando con esta gente?” Era una mujer maravillosa. Y entonces me dijo algo que nunca olvidaré. Estaba hablando con los soldados, y entonces se giró y dijo: “La mayoría de estos hombres están de luto por lo que un día fueron”. Y pensé: “¡Joder! Ese sí que es un viaje, ¿eh?” Y eso me abrió los ojos a toda la historia. Por eso creo que todo el trabajo periodístico es importantísimo. Eso no se aprende en la puta escuela de cine. Hay que ir allí y escucharlos, hablar con ellos.

Usted escribe en un tiempo de derrota histórica para la izquierda. ¿Hasta qué medida se encuentra en la paradójica tesitura de reapropiarse de espacios e instituciones que asociamos tradicionalmente con la derecha? Nos referimos no solo a la familia, de la que ya hemos hablado, sino incluso al trabajo asalariado en un estadio anterior al de la gig economy. ¿Hay lugar para la nostalgia en la política y la escritura revolucionarias?

Dejadme que haga una distinción. Creo que la nostalgia es tremendamente peligrosa. Hollywood y el Reino Unido se especializan en la nostalgia. Se especializan en el sentimentalismo enfermizo, en presentar un futuro del color de rosa. Esa es la mierda bidimensional sentimentaloide que vemos salir de Gran Bretaña, en especial, con un sinfín de historias sobre los ricos y los poderosos, en una sociedad que desprende clasismo por todas partes. Estas historias están empapadas de ese clasismo. Ya sabéis a qué me refiero, al señor de la casa y la pobre sirvienta y todo eso.

La memoria, por otro lado, es crucial. Es algo bien distinto a la nostalgia. La memoria es testaruda. Kundera dijo: “La lucha del hombre contra el poder es la lucha de la memoria contra el olvido”. Es una frase fantástica. Y es absolutamente verdadera, porque él se crio en una sociedad totalitaria, así que sabe cómo se reescribe la historia.

Hace unos años, hicimos un cortometraje de once minutos y medio. Es sobre el 11 de septiembre. El otro día se lo pusimos a los estudiantes de Columbia y no sabían de qué se trataba. Saben qué es su 11-S, pero el otro, en el que su país machacó a Allende. Por eso es tan importante la memoria. ¿Qué hizo Estados Unidos en América Latina? Avasallar a todas las instituciones democráticas que pudo, desde periódicos a organizaciones de base o sindicatos. Las socavaron. Trataron de destruirlas. Si recuerdas eso, puedes luchar contra toda la mierda esa de la exportación de la democracia y el estado de derecho. El gran relato de Gran Bretaña es que exportó civilización y el estado de derecho por todo el Imperio Británico. Por eso se pusieron furibundos cuando sacamos El viento que agita la cebada. Por eso es tan importante la distinción.

Vivimos un momento de renacer del nacionalismo, en el que son posibles desde el Brexit al fundamentalismo hindú de Modi en la India o Trump, y en el que en España Vox pide abiertamente a Mel Gibson que haga una película sobre Blas de Lezo, el almirante imperial de la Armada. ¿Por qué decide abordar un guionista como usted la historia? ¿Cuál es su método para escribir sobre la misma?

¿De verdad le pidieron eso a Mel Gibson? Sería bien fácil subvertir eso, ¿no os parece? Sería divertidísimo. Pues hemos hecho dos películas verdaderamente históricas, También la lluvia (2010) y El viento que agita la cebada. Son empresas complejísimas, la verdad, porque hay que entender en profundidad la historia, que es fascinante, pero lleva mucho esfuerzo. Así que es una ardua tarea. También la lluvia la escribí primero como una pieza histórica, basada en la obra de Howard Zinn. En realidad, fue Noam Chomsky el que me puso en contacto con Howard. Howard había visto Pan y rosas y le había encantado. Así que me contó que HBO le había propuesto hacer seis películas inspiradas en su libro La otra historia de los Estados Unidos y me dijo: “¿Quieres escribir la primera?”

Y yo pensé: “¡Joder!” Porque me había leído el libro hacía veinte años y me encantaba. Me apasionaba Howard, pero estaba trabajando muchísimo con Ken, así que sentía una responsabilidad inmensa. Así que me puse a trabajar como una puta mula. Leía y estudiaba sin parar. Y Howard me decía: “Deja de leer. Empieza a escribir de una puñetera vez”. En fin, resumiendo, él quería que empezásemos por Colón. Y a mí me interesaba Colón y esas primeras cartas, pero los que realmente me cautivaron fueron Bartolomé de las Casas y Antonio de Montesinos. Aquel sermón de navidad de 1511 me sigue volando la cabeza.

Así que Howard me mandó una carta diciendo: “Van a hacer el casting. La película sale adelante, bla bla bla…” Y el presupuesto era enorme. Entonces, al día siguiente, volvió a escribirme Howard diciendo: “De pronto, HBO lo ha cancelado”. No sabía por qué. Era poco después del 11-S. Le parecía que a lo mejor no querían tratar temas controvertidos, o lo que fuera. Yo que sé. El caso es que aquel proyecto murió.

Pero usted no lo abandonó y lo retomó casi una década después, esta vez sin HBO y con su compañera, Icíar Bollaín, en la dirección. ¿Por qué siguió empeñado en llevar a cabo el proyecto?

Después de todo aquel trabajo, no podía dejarlo. Y, sobre todo, aquel discurso de Antonio de Montesinos me volvía a la cabeza una y otra vez. No me dejaba en paz. Tenéis que leerlo.  Es increíble. Lo que hicieron entonces fue tratar de prohibirlo. Cuando dio el sermón, un domingo, todos los líderes coloniales se pusieron furiosos. Dijeron: “Más te vale distanciarte de él”. Pero los curas dominicos se reunieron y decidieron predicarlo incluso con más fuerza. Así que trataron de censurarlo, y aquí estamos hablando de él cinco siglos después.

Hay un gran riesgo cuando abordas un tema histórico, porque te puedes perder en los detalles. ¿Cómo se quitaban el hábito? ¿Qué aspecto van a tener? La comunidad indígena ya no está allí. El idioma ha muerto. Icíar estuvo brillante. Cuanto más lo analizábamos históricamente, más me daba cuenta de que estábamos completamente minados por el medio. Así que dije: “¿Y si lo vemos desde una perspectiva moderna?” Así que le di un giro. Y, de pronto, todo se abrió en canal.

Hay una escena que me encanta cómo resolvió Icíar. El equipo de rodaje contrata a unas madres indígenas para que ahoguen, como actrices, a sus hijos. Lo están filmando. Y entonces las madres se niegan porque ni se las pasa por la cabeza hacerlo. Les dicen: “Pero lo tenéis que hacer para la película, porque esto sucedió realmente”. Y ellas contestan: “Nos da igual. Hay cosas más importantes que su película”. Lo que hace el público es meterse de verdad en la mente de esta gente que en el siglo XV tuvo la fuerza necesaria para ahogar a sus hijos. Y eso desencadena un horror diez veces mayor que si lo hubiéramos hecho desde la perspectiva histórica.

Los héroes de sus películas tienden a ser idealistas que terminan perdiendo. ¿Hay lugar para los finales felices en el mundo el que vivimos?

Nunca los llamaría héroes. En ningún caso. No podría escribir sobre ellos si los llamara así. Pero creo que cada caso es diferente. En un mundo libre (2007), la protagonista es dura como un clavo. Es brutal. Y termina donde ella quería. Alguien como el protagonista de Buscando a Eric (2009), la peliculita que hicimos sobre fútbol, es un pobre hombre que tiene ataques de pánico, que se está desmoronando, pero como se refugia en su comunidad termina rodeado de afecto y se abre camino. Lo mismo que La parte de los Ángeles. Y luego están los que son finales abiertos, como Mi nombre es Joe (1998). Casi lo consigue, y al final no sabemos qué va a pasar en esa relación. En Pan y rosas terminan ganando la huelga, aunque la expulsan. Y quedan las tragedias, como la de Irlanda, con un hermano que termina ejecutando al otro. Y fue una verdadera tragedia, porque Irlanda se convirtió en un pantano infectado de curas, como dice uno de los personajes en la película. Si hubiera ganado el bando reaccionario habrían convertido a Irlanda en otra España de los años 30. Así que cada una de nuestras historias es diferente.

En mi experiencia, nunca es blanco o negro. Las victorias nunca son definitivas. Y las derrotas, por mucho que lo sean, casi nunca terminan de derrotarnos. Yo, Daniel Blake es una tragedia, pero lo es porque nos encontramos con una situación trágica, así que quisimos hacer algo que tuviera ese peso. Sorry we missed you, es una tragedia. El personaje está prisionero, como un ratón en una rueda. Está atrapado económicamente por completo. Pero es un personaje con un arco bien definido, porque terminan calándoles las sandeces que le habían enseñado al entrar en la empresa. Se había tragado toda esa falsa conciencia.

Insertar un mensaje político, o en clave de justicia, es un reto difícil para muchos escritores y cineastas. ¿Cómo consigue el difícil equilibrio entre no ser excesivamente didáctico y resultar demasiado sutil? ¿Podría hablar sobre su proceso para crear drama a partir de la vida real?

Bueno, si planeas transmitir un mensaje, estás muerto. La gente no para de decirme: “¿Por qué no haces una película sobre Cuba?” Bueno, acabamos de hacer una. Pero: “¿Por qué no haces una sobre Palestina? ¿Por qué no haces esto o lo otro?” Lo dicen como si el asunto convirtiera en buena la historia. Nunca ha sido así y nunca lo será. Lo que hay que hacer es encontrar una manera brillante de abordar todas esas cosas, pero si es simplemente un mensaje, es muy difícil que funcione, porque la gente es inmune a los mensajes, porque son propaganda. Por eso hay que contar una gran historia. Así que para mí y para Ken, a pesar de lo que dicen, la historia viene primero y siempre será así.

Con Pan y rosas, después de ponerme en contacto con Justicia para los Conserjes, fui allí. Viajé a Juárez y hablé con todas las jóvenes de las maquiladoras. Pero mi personaje favorito era la hermana, que justo al final traiciona a las sindicalistas. Me encantaba ese personaje porque la entendía. No se fía de nadie porque la ha explotado absolutamente todo el mundo.

Siempre te va a terminar atrayendo el material por el que te sientes verdaderamente apasionado, pero la construcción de la historia debe ser lo primero, por delante de las cuestiones políticas. Y luego está el asunto de hasta qué punto algo es político. Me cuido mucho de calificar a una película de “política” o “no política”, porque es una manera de alienar al público de tu historia. La gente dice: “Ay, Dios, eso son deberes. Qué pereza”. Pero luego llega una película enorme de derechas y es “entretenimiento”. Como Peligro inminente (1994), el tipo que es un héroe en la CIA porque consigue vencer al malo dentro de la organización. Todo extraído de un libro de Tom Clancy, que era el autor favorito de Ronnie Reagan. Y van y dicen que es entretenimiento. No hombre no, eso es una película política. Así que huyamos de esas definiciones.

Siguiendo con ese tema, Rafael Azcona solía decir, parafraseando a Cesare Zavattini, que “el neorrealismo murió el día que los guionistas dejaron de ir en tranvía”. ¿De dónde surgen sus ideas? ¿Qué clase de trabajo de campo hace? ¿Qué lee para llegar a la premisa y a los personajes de la historia?

Qué buena cita. Me encanta. Es buenísima. Pues bueno, H.G. Wells se quedaba todo el día sentado y sin salir de la habitación, así que cada cual tiene su manera de hacerlo. Depende de la historia que quieras contar. Pero las ideas surgen de todas partes. Estamos rodeados de ellas.

Buscando a Eric, sin ir más lejos, fue un accidente. Cantona vino a vernos y nos dijo que quería hacer una historia real sobre un aficionado que le siguió del Leeds al Manchester United. Y a mí aquello no me interesaba en absoluto. Tenía esta imagen grabada de Eric Cantona, que era como un dios para los aficionados del Manchester United. Su presencia en el campo, su concepto de sí mismo, era increíble. Me acuerdo de un gol que marcó, que usamos en la película, y que fue la obra de un genio. Es una pared que hace con Brian McClair y la clava en la escuadra izquierda. Y entonces va y saca el pecho, se gira a todo el estadio y dice: “Aquí estoy yo”. Era intelecto, inteligencia, arrogancia, habilidad, todo aunándose en una preciosa comunión. Y en ese momento pensé: ¿Y si lo juntáramos con un pobre hombre que es exactamente lo contrario, que tiene ataques de pánico, que no sabe bien quién es, que está destruido? Y se me ocurrió que se encontrasen en su imaginación.

¿De dónde vino aquella idea? Pues no lo sé. Pero llevaba mucho tiempo queriendo hacer una historia sobre abuelos, y entonces supongo que mi cerebro juntó las dos cosas por accidente. Así que fui a por Eric y le dije: “¿Qué te parece no ser el Eric real, sino vivir en la imaginación de alguien, de un tipo que ha fumado demasiado y tiene ataques de pánico y viene a verte para encontrarse?”. Se partió de risa y dijo: “Venga, vamos a por ello”. Y entonces se lo conté a Ken y me dijo: “Adelante”. Así que, ya veis, fue un completo accidente.

¿Qué le parece el fútbol de hoy, en el que los plutócratas de todo el mundo se compran equipos?

Me parte el corazón. Mira el Liverpool, propiedad de unos putos americanos. Y el Manchester City, se han comprado un equipazo, plagado de talento. Es una contradicción enorme. Me encanta el fútbol que hace Guardiola. Me vuelve loco. Pero cuando ves que destrozan al Norwich, que les meten un 6-0… El dinero lo destruye absolutamente todo. Y todo este lío del mundial. Me está matando. No voy a poder ver el próximo mundial. No lo veré, por mucho que ame profundamente el fútbol. ¿Cuántos trabajadores han muerto construyendo los estadios? Es que no voy a verlo. No puedo. Me va a partir el puto corazón y estaré atento todo el rato, a lo mejor lo oigo por la radio. ¡Eso sí que es un personaje cómico! Alguien que no puede aguantar la putada de no ver el mundial. Me siento como un Don Quijote patético, pero no voy a ver el jodido mundial y me va a matar.

Otro Rafael, el novelista Rafael Chirbes, decía que la ficción es el campo de batalla del imaginario colectivo. Eso trae a colación la cuestión de la distancia entre la audiencia que se pretende que tenga una película u obra de arte y su audiencia real. ¿Para quién escribe?

Es otra pregunta muy interesante, pero creo que parte de una premisa que es falsa al menos en parte. Os voy a contar una anécdota que ilustra a qué me refiero: La derecha detesta nuestras películas, especialmente cuando ganan la Palma de Oro. Gente como el político Michael Gove se volvió loca con El viento que agita la cebada. Se volvieron locos de verdad. Y decían una y otra vez: “Ahí están estos, escribiendo para la clase media, para que la gente que aparece en sus películas nunca las vea”. Al cabo de un tiempo, visité una cárcel juvenil con la película La parte de los Ángeles y había un chico pelirrojo que nos hacía de guía. Me di cuenta de que sus compañeros le llamaban Pinball. Entonces me giré y le dije: “¿Pinball? ¿Cómo es que te llaman Pinball?” Y dice: “Ah, viene de esa película, Felices dieciséis (2002)”. No sabía que yo había escrito el guión. Y va y me dice: “A todo el mundo como yo que termina aquí le acaban llamando Pinball porque vemos la película sin parar”. Estábamos en una prisión. Obviamente, no habían ido al cine a verlo, pero esas películas terminan llegando a la gente sobre cuyas vidas tratan. Los encuentran de alguna manera.

Así que nunca me he sentado y dicho: “¿Cuál es la audiencia de esto que voy a escribir?” En primer lugar, creo que sería una tontería, porque: ¿Quién tiene una audiencia? La idea de que os puedo juntar a vosotros dos, que podéis tener gustos completamente distintos, de que puedes saber quién es tu audiencia y lo que quiere… No somos máquinas. Por eso el drama es tan impredecible. Nunca sabes qué conmoverá a la gente. Obviamente, es algo que tienes presente mientras construyes un guión, porque al final funciona como un argumento. Tienes que ser honesto con los personajes. En otras palabras, cuando estoy escribiendo el primer borrador de un guión, me siento como si estuviera viendo la película. Y a veces me conmuevo, o me enfado muchísimo. Me trastorna mucho emocionalmente escribir, porque me hace vivirlo por primera vez. Así que yo soy la jodida audiencia. Eso es. Y luego espero que, si tiene sentido para mí, lo tenga para otros.

Por último: ha escrito con éxito veinte películas que son obras dramáticas con un trasfondo político y social ¿Qué consejo le darías a jóvenes escritores que tengan el mismo compromiso que usted, pero no sepan por dónde empezar?

Ay, Dios. No lo sé. Es algo que me siempre me incomoda. En Columbia, siempre anuncian estas charlas como “clases magistrales”. Y me han invitado a muchas, en todo el mundo. El otro día les dije: “Puedo ir, pero si lo llamáis ‘clase magistral’, no me presento”. ¿Cómo va a ser una clase magistral? Un budista zen, un cinturón negro de karate o un cirujano, esos son maestros. Todo lo que yo puedo hacer es compartir errores y experiencias. Y cada cual hace esto a su manera y tiene su talento. Lo que yo tengo es una curiosidad devoradora.

Así que lo único que puedo decir es: escribe sobre lo que realmente te importa porque entonces tendrás fuerzas para trabajar como una puta mula y puede que encuentres algo interesante. Yo solo hago eso. Hay gente que podría recibir un encargo, dedicarle un tiempo y entregarlo, como un profesional. La gente me pide una y otra vez que adapte los trabajos de otros. Pero se le iría el misterio al asunto. Para mí esto es un viaje, una aventura. La gente joven lo que tiene que hacer al escribir es intentar encontrar una forma imaginativa de contar la historia, algo inesperado, sobre todo ahora que hay tanta competencia. Y otra cosa muy, pero que muy importante es que, si vas a trabajar en cine, tienes que colaborar. Encuentra un socio, sé leal a él y trabajad juntos. Y no le enseñes el guion a todo hijo de vecino y recibas comentarios de veinte personas diferentes. Ken es director y yo escritor. Nos encontramos a mitad de camino como cineastas. Rebecca (O’Brien) es productora. Nos permite llevar a cabo nuestro trabajo. Y nos unimos los tres, trabajando juntos desde hace muchísimo tiempo. Cada uno tenemos habilidades diferentes, pero la lealtad es para con el proyecto, por encima de los egos.

Así que, si puedes, encuentra a gente con la que encontrarte así y trabajar, alguien que crea en ti y en quien tú creas, con quien quieras pasar el tiempo, que te alimente y te enriquezca, que tenga una sensibilidad parecida a la tuya. Pero si no encuentras buenos colaboradores, la experiencia será atroz. Yo tuve mucha suerte. Aunque es cierto que escribí a doscientos directores y productores, y la mayoría me dijo que no. Y el único que contestó fue Ken. Así que más te vale trabajar como una mula para buscarte la suerte.

Así que el principal consejo que nos ha dado es que no veamos el mundial.

Eso es. Ya sabéis quién es Eduardo Galeano. No apagues la grabadora, que esto es lo más importante que os voy a contar en la entrevista. Lo conocí muchos años después de haberme leído Las venas abiertas de América Latina como joven activista en Nicaragua. Me fascinó y me leí todos sus libros. Así que, años después nos presentó un director peruano encantador, Javier Corcuera. Y fuimos a comer algo cuando pasaba por Madrid. Era un tipo divertidísimo. No hacía otra cosa que hablar de fútbol. Claro, él escribió el libro más bonito que hay sobre fútbol, El fútbol a sol y sombra. Y dijo: “En su vida, un hombre puede cambiar de mujer, de partido político o de religión, pero no puede cambiar de equipo de fútbol”. Y es verdad, porque la gente que cambia de equipo no es aficionada de verdad. Sólo puedes tener un equipo.

Lo veré a través del ojo de una cerradura.

Ya le pasaremos un informe.

Nunca debí haber dicho eso. Va a ser una tortura…

Tomado de: CTXT

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El arte y la amistad

Manuel Gutiérrez Aragón. Foto El País

Por Senel Paz

El Premio Internacional Tomás Gutiérrez Alea de la UNEAC no se instituyó para tomarse fotos junto a personajes famosos que pasen ocasionalmente por La Habana como el cometa Halley por el cielo, sino como reconocimiento de los artistas y creadores cubanos a la amistad sincera y sostenida de grandes artistas del mundo.

Tiene ese doble requisito: el reconocimiento al artista por la obra destacada, y la celebración de una probada amistad y solidaridad, dos palabras que suelen venir en un mismo frasco. Hay que decir, entonces, que el Premio le viene como anillo al dedo a Manuel Gutiérrez Aragón, «Manolo», quien en el área del cine debió ser el primero en recibirlo.

Para muchos de los que estamos aquí el galardón que se entrega es un viejo anhelo que se hace realidad esta tarde gracias a la nueva dirección de la UNEAC, que ha emprendido un trabajo serio, y a la nueva presidenta de la

Asociación de Cine, Radio y Televisión, persona que conoce y siente el cine en sus venas. Pero es, sobre todo, mérito del premiado.

La relevancia artística de Manolo se puede establecer entresacando al azar líneas de su currículo: «Miembro de número de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, Premio Nacional de Cinematografía, Medalla de Oro de la Academia de las Artes y las Ciencias cinematográficas de España, Medalla de Oro al Mérito de las Bellas Artes, Medalla de Cinematografía de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo», por citar datos que lo establecen como una de las figuras principales del arte en su país y en el ámbito iberoamericano. Estas condecoraciones no han determinado su obra, sino que la han coronado tras largos años de trabajo como creador y también como gestor y difusor de la cultura.

Su obra cinematográfica es amplia, conocida del público cubano desde sus primeros títulos y muy valorada internacionalmente, con muchos filmes inolvidables no por sus numerosos premios sino por su excelencia y gracia, su poesía, su embrujo, en la que cabe mencionar, para citar una pieza, la serie sobre El Quijote de Televisión Española, que es lo más hermoso, inspirado y fiel que se haya filmado sobre el insigne caballero y su escudero. Faltaría subrayar que la obra de Manolo incluye un importante capítulo cubano: dos largometrajes de ficción, un largometraje de tema musical, lo que nos habla del amor y la implicación de Gutiérrez Aragón con nuestra Isla, su gente y su historia.

Manolo siempre fue escritor. Se aprecia claramente en sus películas. Ha cometido el pecado de la poesía, y es autor o coautor de muchos de los guiones de sus filmes o de la de otros directores. Parece haberse pasado por completo a las letras y en los últimos años nos ha entregado cuatro novelas de muy buena acogida de público y crítica, en las que muestra que su mano para escribir es tan segura como su ojo para filmar. Ha incursionado también en el ensayo y en géneros inclasificables. Estamos premiando a un tiempo a un cineasta y a un escritor. Además, ha escrito y dirigido teatro, como la versión teatral de Peter Weiss sobre El proceso, de Kafka. No menos artista de mérito es en el arte del buen comer, el arte de caminar y el arte de la conversación.

Como es menos conocida su obra literaria y le debemos una edición cubana de algunos de sus títulos, cito las novelas, todas editadas por Anagrama: La vida antes de marzo, 2009, Premio Herralde; Gloria mía, 2012; Cuando el frío llegue al corazón, 2013; y El ojo del cielo, 2018. Tramas y personajes que se corresponden con su pericia de cineasta, y prosa encantada y encantadora.

Manolo tiene una larga trayectoria de amistad y solidaridad con nuestra cultura que acredita por igual sus méritos para este premio. Sería extenso enumerar sus apoyos, sus acciones puntuales en el plano personal o como directivo de importantes instituciones españolas como la SGAE, las veces que nos ha echado la mano. Ha estado siempre a nuestro lado, y nos ha criticado con honestidad e, incluso, dureza cada vez que lo ha considerado necesario, como corresponde a los que te quieren de veras. Nos ha acompañado incontables veces en nuestros eventos de cine, al extremo de ser probablemente uno de los más asiduos participantes del Festival, en el que ha actuado como jurado, y nos ha visitado por puro placer, al extremo de que es difícil encontrar algún año sin que haya venido. Como tantos españoles, tiene su veta familiar cubana, desde Santiago de Cuba, que ha cultivado tanto en su memoria como en su fantasía.

Si de algún país, al menos en el área cinematográfica, los cubanos hemos recibido solidaridad y amistad, ese es España. Al reconocer a Manolo reconocemos también ese gesto coral, de grandes nombres de las artes en general y el cine en particular de España, coro en el que Gutiérrez Aragón siempre ha cantado alto y en primera fila.

Es por todas estas razones, Manolo, que es un honor para mí, en nombre de la Asociación de Cine, Radio y Televisión de la UNEAC, saludarte por este Premio que nos honra entregarte, y agradecerte tu larga amistad. Me atrevo a aventurar que Tomás Gutiérrez Alea, que conoció tu obra y tu labor, estaría feliz este día, entusiasmado con nuestra decisión, y que te aplaudiría y felicitaría como pocos.

Muchas gracias a ti, muchas gracias a la Asociación.

Tomado de: http://habanafilmfestival.com

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La imagen de la palabra

Cómo crear personajes inolvidables. Linda Seger. Paidós comunicación

Por Sergio Pérez Hernández

El signo expresa pero no se demuda en la expresión. El signo, pasado a la expresión, hace que la letra siempre tenga espíritu.

José Lezama Lima

Obligar a la palabra a vivir solo dentro del molde literario es un egoísmo insensato, es frustrar el crecimiento en el vientre, inmolar el objeto en la foto, oír hablar de las pirámides de Egipto y no querer caminar hasta ellas pisando la arena. La curiosidad de Juan Preciado no se sació con la descripción que del lugar le hizo su madre; quiso visitar Comala. La voz lo impulsó para conquistar la imagen. Paseante habanero de mirada blanda aquel que arruina su intriga literaria cuando se reduce para contemplar el desnudo dolor de El Quijote expresado en la estatua; gigante el artista que esculpió en ella el alma de las palabras.

La vida de cansadas amarguras a la que Alejo Carpentier sometió a Ti Noel durante toda la novela, las angustias que le destinó como personaje que transita la historia en El reino de este mundo, lo despiden viejo y desposeído al final de la lectura. El narrador define el estado físico del protagonista con una frase que, si bien declara la maestría lingüística y el ingenio metafórico carpenteriano, rezuma, sobre todo, una imagen visual que, supeditada al antojo de cualquier intención para la traspolación cinematográfica del texto, supondría espinosa la aventura de querer expresarse más allá del discurso literario, pues la representación de la idea se aferra a la fuerza poética de las   palabras:

«Era un cuerpo de carne transcurrida» (Carpentier, 1976: 150). Inmediatamente, en el narrador se desata la omnisciencia para revelar todo lo que reflexiona mentalmente el moribundo acerca del designio humano en el paraíso terrenal: único infinito de preguntas sin respuestas. Entonces Ti Noel comprende que «el hombre ansía siempre una felicidad situada más allá de la porción que le es otorgada» (158). Sin dudas, la voz narrativa que ofrece el flujo reflexivo de Ti Noel suscita la libertad interpretativa del lector, pero extingue la posibilidad de expresión audiovisual de la frase, sin que se pueda prescindir literariamente de ella; porque si así fuera, un ejemplo concreto, libre de ser escogido por el creador cinematográfico, aunque filtrara el significado de la frase, mutilaría la autenticidad y el valor expresivo de la palabra, degradaría la autoridad que la propia imagen tiene para elegir quedar apresada en ella. Hay significaciones que solo pueden ser develadas visualmente por ella misma y no por sustitución.

Sin embargo, cuando George Lamming (1987) introduce su novela En el castillo de mi piel con la reiteración sucesiva del mismo sustantivo para designar un fenómeno natural, devenido acontecimiento que frustra la felicidad del protagonista, y repite: «Lluvia, lluvia, lluvia…» (1), la intención autoral exige un receptor obediente, que vea a través de la palabra lo que el personaje vivió en imágenes. En ese momento, el lector-espectador está viviendo fuera del texto literario mientras se representa la imagen: fuerza significativa que exhala de su forma, o sea, de su presentación física, y se libera, aun cuando esté condicionada por ella. La lluvia que se figura el lector no deprime la intención del novelista de pensar en palabras el suceso, sino que la imagen se convierte en una extensión de ellas; no las sacrifica, las redimensiona.

Para apelar a la libertad de la que carece el hombre moderno, atada su potencialidad humana a las exigencias dominantes de los avances tecnológicos, que en su empeño por civilizarlo lo expulsan de su condición natural, denuncia Dulce María Loynaz (2002), en uno de los delirantes capítulos de su novela Jardín esa necesidad que sienten los seres humanos de definir los fenómenos: «¡Si no tuvieran esa manía de definir! Definir es limitar. Cortar la idea con la palabra, vaciar el éter en el molde» (208). De la más benévola obsesión por fijar un concepto nacen los márgenes entre la imagen y la palabra. Es muy ingenuo el crítico que cree enaltecer un arte definiéndolo para demostrar su autosuficiencia con respecto a otros oficios, sin darse cuenta de que lo apresa, lo reduce, arruina esa trascendencia a la que toda obra es susceptible.

Que las referencias a la obra de Juan Rulfo, a la de Carpentier y a la de Lamming, junto a sus interpretaciones, sirvan para desprejuiciarnos ante la posibilidad de reflexionar sobre la imagen visual que se enclaustra perpetuada en alguna palabra o la que se desprende de otra, resignificándola.

La capacidad significativa que tienen la imagen y la palabra, en tanto signos, es la que une en fuerte armonía a los contenidos literario y cinematográfico. Cuando un lector arriesgado y con intereses escriturales se lanza a trasladar la obra literaria para convertirla en narración fílmica, el acto supone peligros ineludibles, que se generan en la propia aventura. No hay que interpretar la versión cinematográfica como mutilaciones a las palabras urdidas en literatura. El texto del guionista, ese re-creador, no deprime las finalidades del novelista, del cuentista o del dramaturgo; más bien materializa uno de esos valores que el contenido de toda obra propone más allá de su forma: ofrecerse como herencia para la creación de otras artes, y en eso radica la libertad a la que, como decía Jean Paul Sartre, el escritor nos invita. La lectura cinematográfica que hace el guionista es una manera de conquistar la situación literaria, de concebir al texto como una cámara de ecos, según Roland Barthes. Si todo discurso tiene un precedente histórico, es entonces la literatura, en el caso de las versiones audiovisuales, el motivo que las inspira, y estas una (otra) expresión de aquella; como el hijo nacido de la madre que se convierte en otro ser humano que desarrolla valores y defectos individuales.

En el guion cinematográfico palabra e imagen se debaten en la misma semilla como una sola criatura. El espíritu de la expresión del novelista, por ejemplo, es lo que el guionista intenta corporeizar en su relato con fines audiovisuales y ahí la historia toda vivirá fuera del texto literario. El adaptador es libre, en su propia aprehensión del alma de la palabra novelada, de escoger —para su traducción a otro arte— aquellos pasajes que mejor se representen en su lectura escénica. Inútil, por obvio, es justificar las razones, más que espontáneas necesarias, por las que un guionista limita el argumento literario: es aquí donde cobran importancia las intenciones discursivas de este sobre las del autor primigenio; se omiten, porque ese lector re- creador está compelido a prescindir de todo aquello que no considera visualmente recreable, no solo porque la palabra pueda resultar intraducible audiovisualmente, sino porque está comprometido con una sociedad y una cultura que pueden ser diferentes a la época, el tiempo y el espacio literarios. Hoy pudiéramos salir a buscar a una Hedda Gabler en La Habana y seguramente    el texto ibseniano no sufriría otros cambios que no fueran aquellos que por fuerza exigen el espectador y las circunstancias contemporáneas, sin sacrificar las marcas de su reconocimiento universal. Los personajes se arman físicamente de carne y de huesos en la imagen, pero no deben desfigurarse ante el espectador como seres de ficción, aun cuando aquel se reconozca en ellos y verifique semejanzas. Son creaciones; si alguien los busca en la vida real, pierden su esencia.

Los insulsos simulacros críticos de periodistas y espectadores no especializados, pero con ciertas lecturas, han animado el prejuicio contra las versiones audiovisuales de las obras literarias desde las primeras décadas del siglo xx. Ellos provocaron el primer error, promulgaron la primera rabia que indispuso, sobre todo, a novelistas. En su búsqueda incesante de respuestas, el presente llama  al pasado. La memoria nos recordará, una vez revisada la historia del cine, algunos ejemplos esplendorosos: Naná, de 1926, dirigida por Jean Renoir, el mismo que nos entregará la versión de Madame Bovary en 1934; Ana Karenina, de Clarence Brown, protagonizada por Greta Garbo en 1935; o Cumbres borrascosas, de William Wyler, en 1939; homónimos de las novelas de Emile Zola, Gustave Flaubert, León Tolstoi y Emily Brontë, respectivamente. Exhibida la película, los reporteros de diarios —desaboridos de academia— comenzaban a encontrar fisuras a partir de la comparación entre la obra audiovisual y su referente literario.

Así como no hay que buscar a Dulce María Loynaz en Bárbara, ni a Jean Rhys en Antoinette, lacias y desafortunadas pueden ser las pretensiones de querer ver la palabra literaria en la pantalla; mejor no hacer maridajes y así no se deprime ningún arte. Hay que entender que la narración audiovisual es autónoma, palabra e imagen se funden en autosuficiencia mutua, y entonces el discurso cinematográfico no tiene, por fuerza, que supeditarse a su antetexto, a su antecedente. Cuando la expresión literaria se ha instalado en el mundo significativo del guionista, queda sometida a su pujanza creativa. Al resultado de esa exégesis hay que respetarle su mundo interior, sin buscar analogías o diferencias entre esta nueva criatura y su progenitor. Todavía el guionista modesto y sincerado con el espectador declara su trabajo de rescritura a partir del texto literario prexistente como una versión; pero bajo la presión de las provocaciones de la crítica y de los espectadores, así como de los empeños comparatísticos de ambos, bien podría asumirse que el discurso del autor primigenio se comporta, dentro de la escritura con fines audiovisuales, como un intertexto. Ahí hallaría amparo en las palabras de Renate Lachmann (2004):

El texto intertextualmente organizado, que renuncia a su identidad puntual, se produce mediante un procedimiento de referencia (deconstructivo, sumativo, reconstructivo) a otros textos. Esa relación de contacto entre texto y texto(s), cuya expresión más trivial es la de la referencia, debería ser descrita como un trabajo de asimilación, transposición y transformación de signos ajenos. (15)

El atrevimiento semiótico me compulsa a proponer que pensemos el relato cinematográfico desprendido de una obra literaria como un altertexto. Sin embargo, posiblemente mi imprudencia ayudaría a la formación de un espectador activo, independiente, desprejuiciado. No en vano la realización audiovisual más reciente ha elegido colocar el canónico crédito de «Basado en…», al final del material fílmico, ya no al inicio. Muchas veces, lectores experimentados han comenzado a disfrutar la imagen cinematográfica y la dubitación los ha dominado durante la observación. Algunos han podido reconocer pasajes y hasta personajes, así han notado inmediatamente que existe algún tipo de vínculo entre lo que están viendo y aquello que alguna vez leyeron y recuerdan. Otros, los más, se han extraviado, bien porque la estructura de la obra literaria ha sido transformada para su traspolación audiovisual o porque la literatura se comporta dentro del relato cinematográfico como un referente disperso. Todavía existen los que buscan el libro después de haberse involucrado, primero, con la película.

Literatura eres. ¡Bendita celestina seas!

En uno de sus más notables ensayos, Antón Arrufat (2001) formaliza dentro del discurso a un narrador en tercera persona que revela las relaciones de un personaje con el cine y a partir de ellas reflexiona:

El percibir y admitir el cine en cuanto cine, es decir, en cuanto arte con un discurso específico, no implicaba que el espectador de la adaptación cinematográfica de una novela dejara de continuar recordando, o mejor, superponiendo el texto literario preexistente con el texto del film.

Por el contrario, mientras más se percibía y aceptaba el cine en cuanto arte, mayor era la controversia entre la escritura narrativa y su imagen fílmica. Pues esa controversia no estaba solamente «dando vueltas en su cabeza», sino que a su vez se hallaba en el interior de la propia película. (206)

Alimentado de la raíz, el árbol crece y hasta echa sus frutos. La bendición de la tierra nos da el placer de saborear la vida. Sería lamentable que el cine rompiera sus afectos con la literatura. Es una de esas angustias que uno no quiere permitirse: el ver cómo se desmorona ese gozoso coqueteo en donde la literatura misma conecta al espectador con la historia relaborada en el guion y audiovisualizada en la pantalla. Bendita celestina que enlazó a sus propios frutos, aquellos que echó después de ser tronco, hoja y flor. Literatura eres, esa que no te quedas quieta, aquella que no te conformas solo con el molde asignado; dama exaltada que te invocas a ti misma dentro de otro arte y con ello ves regresar a los lectores nuevamente a tus raíces.

Mucha, muchísima literatura ha inspirado toda clase de películas, y cierto es que ellas han servido para seducir al espectador con la lectura, para arrimar al lector hasta el libro adaptado. Pero, a pesar de estos lazos, literatura y cine son lenguajes diferentes, cuerpos distintos. El guion, pese a sus valores, no es un género literario, por tanto, no debe ser acreditado como tal.

En su libro Cine o sardina, Guillermo Cabrera Infante (2001) no solo nos hace recordar que en los inicios del cine muchos de los críticos dedicados al nuevo arte provenían de la literatura, sino que pondera al hecho audiovisual como leitmotiv de muchas obras literarias: «El cine, a su vez, ha influido en la literatura a la vez que usa la literatura con fines propios» (37).

En algún momento de su ensayo, el autor de Tres tristes tigres coloca como ejemplo al argentino Manuel Puig con su novela El beso de la mujer araña (1976). Cierto es que el modelo, en este caso, es cuerpo perfecto para el diseño de la idea, pues Puig se formó primero como hombre de cine, luego novelista. Es muy acertado recordar que La traición de Rita Hayworth fue ante todo la idea de un guion cinematográfico, después el propio Puig descubriría sus valores narrativo-literarios y llegaría a convertirla en su primera novela, en el año 1965. ¿Qué imágenes literarias contendrá ese inmenso monólogo del protagonista cuando el novelista prefirió dejarlas representadas solo por palabras escritas? De todas maneras, el también autor de Boquitas pintadas nunca desestimó al cine como eje conductor en sus producciones literarias. Jamás Molina, el excepcional personaje homosexual de El beso…, hubiera encontrado mejor reconocimiento a su personalidad que aquel que le hiciera su amante amigo en el presidio, antes de la despedida, gracias a la remembranza de una película que él mismo le había narrado:

—Tengo una curiosidad… ¿te daba mucha repulsión darme un beso?

—Uhmm… Debe haber sido de miedo que te convirtieras en pantera, como aquella de la primera película que me contaste.

—Yo no soy la mujer pantera.

—Es cierto, no sos la mujer pantera.

—Es muy triste ser mujer pantera, nadie la puede besar. Ni nada.

—Vos sos la mujer araña, que atrapa a los hombres en su tela.

—¡Qué lindo! Eso sí me gusta.

—…

—Valentín, vos y mi mamá son las dos personas que más he querido en el mundo. (181)

En la propia ficción de la novela, el relato literario depende de la narración (literaria también) cinematográfica con la que el protagonista impresiona a su amigo, ese otro receptor que no visualiza lo que lee, sino lo que escucha. Así también debemos atender la frase que abre la obra: «A ella se le ve que algo raro tiene, que no es una mujer como todas» (6). La palabra del narrador argentino emerge de una imagen y es imprescindible leerla con ojos hurgantes, porque la palabra es ahora la que nos obliga, induce, a la imaginación.

No es Puig el único ejemplo. Podemos reflexionar a la inversa. Deben ser muchos los que agradecen    a Tennessee Williams un personaje como Blanche Dubois, pero me atrevo a garantizar que todos recordaremos a Vivien Leigh encarnándolo en la versión cinematográfica de Elia Kazan en 1951. ¿Es que quien lo haya visto olvidará a Marlon Brando clamando en la gran pantalla por Estela con la misma fuerza del grito que describe el dramaturgo en el papel?

Si los propios autores exigen el sometimiento del lector para lograr sus propósitos, ¿por qué debe este negarse? En uno de los primeros párrafos de su ensayo «Preludio a las eras imaginarias», José Lezama Lima (1988), para avalar sus concepciones teóricas, toma como ejemplo el retrato de una escultura femenina del período helénico búdico y comienza a describirla:

«Un escorpión resbala por la canal voluptuosa de uno de sus muslos» (370-1). Concluye la exposición de la imagen en palabras para el lector, ofrece otras referencias literarias y el ensayo lezamiano toma otros caminos. En páginas avanzadas del texto, cuando parecía sellado el asunto de la figura esculpida, el autor retorna a la imagen que nos había dibujado con palabras, convencido de haber logrado su propósito en el lector: «Retomemos, con las debidas precauciones, aquel escorpión que vimos deslizarse por los muslos de Apsara» (373). Si se hace una lectura detenida, puede observarse el empleo de la forma verbal vimos. Cuando nos describía la estatua en aquel primer momento, la intención del hombre que escribió Paradiso queda develada ahora: sus palabras encerraban el firme propósito de la visualidad en el lector.

Por otra parte, las exigencias fatuas de la crítica egoísta, especializada y no, convocan a los guionistas a «dejar la literatura en paz» y a ser capaces de crear historias originales para el cine y la televisión. Pensamiento de apresurados que no recuerdan antes del lanzamiento crítico atroz, la dificultad que tiene todo texto para existir sin un antecedente —trátese de Cervantes, Balzac, un diario o la misma pantalla. Lo que no significa, y en esto radica la esencia de este acercamiento ensayístico, que cada texto resultante  y acabado (y en este propósito el audiovisual) sea valorado como una realización individual, y, si se quiere, encontrarle entonces los nexos textuales, so precaución de que se trata de nuevos códigos, nuevas perspectivas, nuevos lenguajes; pensando en aquella hipertextualidad que define Gérard Genette (citado en Pfister, 2004: 33), en la que un texto toma al otro como fondo y no por ello deja de ser auténtico. Sin ánimo de adentrarnos en una urdimbre terminológica en la que no terminaríamos jamás por saber si al final la ola acaricia o golpea a la roca, sencillamente privilegiemos a todos los textos o no lo hagamos con ninguno, como la tesis que sostiene el atinado ensayista y semiólogo francés en su autopresentación ficcionalizada Roland Barthes par Roland Barthes:

[E]l nuevo texto comparte [un espacio] con el ajeno y preexistente, deviene una especie de «nube de sonido» que todo texto, al tejer, emplea a manera de un seductor canto de sirena, pues «el intertexto no es necesariamente un campo de influencias; es más bien una música de figuras, de metáforas, de pensamientos-palabras; es el significante como sirena». (28)

Aquel prejuicio —quiero pensar que sin vigencia— de considerar la adaptación audiovisual de la obra literaria como una falta de autenticidad del guionista y su incapacidad para crear textos originales, tendrá que verse opacado en la experiencia histórica. Pocos olvidarán la ceja arrogante de María Félix representando a la despiadada Doña Bárbara o la mirada ensimismante de Glenn Close frente al espejo, despojándose de su máscara, en la última escena de Las amistades peligrosas, ojos vacíos y satisfechos de venganza que producen vehemente expectación en el receptor.

Los personajes audiovisuales de historias originales para la pantalla han devenido motivo inspirador de creaciones poéticas, ¿no fue la Gelsomina amada de Raúl Hernández Novás (1991) en sus Sonetos arrebatada a Fellini de su Strada? No es cuestión de cultivar a lectores y espectadores, sino de imbricar discursos que desde la sensibilidad aporten y redimensionen las posibilidades que ofrecen las artes. Nadie pondrá en duda el alto lirismo que encierran las palabras de Horacio Oliveira cuando describe a La Maga en Rayuela (Cortázar, 1969); menos se enjuiciará la naturalidad de los versos de Juan Gelman en boca del protagonista de El lado oscuro del corazón en forma de diálogo coloquial. Aunque la palabra demude su naturaleza, no implica que pierda su significación. No son pocas las obras literarias ni las producciones audiovisuales que exigen la complicidad del lector-espectador para completar su finalidad discursiva, pues sin la voluntad de esta toda intención creativa quedará anulada.

La novela es la palabra y la imagen que luego inspiró

A partir de ese diálogo que se establece entre el narrador literario y el escritor del texto audiovisual, este último comienza a redefinir las propuestas discursivas de aquel haciéndolas encajar en un molde sociocultural nuevo, y se lanza el creador aventurado a la brumosa, pero ineludible neblina de la interpretación. La obra trasluce la forma en que el autor mira el mundo en que vive. Así los principios estéticos y de sensibilidad estarían en consonancia con los morales. Renunciar a las intenciones discursivas, por una lectura chata que se haga de su texto, sería el primer paso de deshumanización del creador, su propia condena hacia la libertad limitada.

En un estudio crítico sobre la adaptación cinematográfica de Cumbres borrascosas, cuyo modelo es la novela homónima de Emily Brontë, dirigida por William Wyler y protagonizada, entre otros, por Laurence Olivier (a quien Cabrera Infante dedicara un elogioso artículo: «Laurence Olivier, un actor de teatro en el cine»), la ensayista Rebeca Romero Escrivá (2013) presenta un epígrafe con un título muy sugerente: «El espíritu de Brontë en Cumbres borrascosas de Wyler». En él, como se desprende, hace un análisis entre la obra literaria y la propuesta fílmica —¡pero liviano!—, y expone la idea de que el cine es un arte auténtico, entre otras razones, porque logra la fidelidad del espectador en cuanto este confía en la objetividad de las imágenes fílmicas. Podemos recordarle a la investigadora que ese acto de fe, el cual «a gustar convida», no se lo promete nada más el público a la pantalla, también los lectores a la literatura: ¡ay!, ¿qué sería entonces de la poesía?, ¿qué desencanto el de Gabriel García Márquez si no hubiéramos creído que los Cien años de soledad transcurren en Macondo? De manera que los temas «autenticidad» y «fidelidad» son compartidos. Lo asombroso es que Romero Escrivá afirme que esa confianza en las imágenes «es lo que coarta nuestra imaginación». Más que extraña, nos debiera parecer insólita la alegación de la ensayista. El guionista, justo porque se representó en imágenes las palabras noveladas de la Brontë, nos ofrece su interpretación audiovisual imaginada.

Como si la inlucidez fuera imprescindible, más adelante Romero arremete: «El mundo de las palabras no se puede traducir en imágenes del mismo modo que el mundo de las imágenes no se puede traducir en palabras» (11). Sin embargo, si esta autora buscara en el «Canto XVIII» de La Ilíada, encontraría dibujado con palabras el escudo de guerra del gran Aquiles. Jamás hubiéramos tenido otra forma de representarnos esa imagen si la obra de Hefesto no hubiera sido traducida en palabras.

Venga el recuerdo halado por la coyuntura ensayística: en cierta ocasión entrevisté a la doctora Beatriz Maggi, excelsa profesora de literatura y ensayista cubana, cuyas disertaciones literarias todavía me huelen al rocío de la mañana. Le dije que, en el caso del dramaturgo, aparecía primero la imagen escénica y luego la palabra. Lúcida, rotunda y apasionada por el tema de conversación me dijo algo que solo de ella recordaré: «Imagen y palabra nacen juntas, se inician juntas». Recuerdo que cuando le pregunté sobre su experiencia de haber visto la versión cinematográfica de Crimen y castigo, novela de Fiodor Dostoievski, respondió: «Me gustó más leerla». Es obvio que la imagen que un lector se figura cuando extrapola la palabra literaria a su imaginario individual, puede deprimirse o no cuando enfrenta la interpretación que otro ofrece de la misma obra. Hay un ejemplo muy concreto en la propia novela, cuando el también autor de El idiota, describe detalladamente la habitación de Raskolnikov:

Era un cuarto muy pequeño, de unos siete pies de largo a lo sumo. El papel amarillo que cubría las paredes se estaba cayendo a pedazos, lo cual contribuía a aumentar la impresión de miseria. El techo era tan bajo, que una persona alta experimentaba la desagradable sensación de que a cada momento podía darse un golpe en la cabeza. El mobiliario estaba en consonancia con la habitación. Se componía de tres sillas viejas y cojas, una mesa colocada en un rincón, sobre la que podían verse varios libros    y libretas, tan cubiertos de polvo que debía de hacer bastante tiempo que no los tocaba nadie, y un feo sofá muy viejo, tapizado de indiana en sus buenos tiempos, como podía colegirse por algunos trozos medio rotos que quedaban aún en él. El sofá era tan grande que ocupaba casi media habitación y servía de lecho a Raskolnikov. (Dostoievski, 2004: 56-7)

La intención de Dostoievski, con la precisa descripción de las condiciones sórdidas en las que vive el personaje, es la de hacer coincidir el modo de vida social y el contexto del protagonista con su actitud ante la vida (su rabia, su abatimiento, su soledad). Este pasaje bien puede ser copiado fielmente por el guionista, cuya perspectiva se dispone a convertir la palabra en imagen visual. Lo que sucede, particularmente aquí, es que el escritor del guion no debe abandonar su trabajo creativo. Él es quien conoce y ha decodificado la narración del escritor ruso para transformarla, por lo tanto, tiene un compromiso ideológico y está obligado a advertir al realizador cinematográfico por qué la habitación del protagonista es esa y no otra. Pudiera suceder que alguna moderna intención audiovisual de la novela solo se interese por el alma y la psicología del personaje, y nos muestre a un Raskolnikov que no altera el lenguaje ni los conflictos que procurara su autor primigenio, a uno huraño y orgulloso tanto como sensible e ingenioso, pero visual y temporalmente diferente. Eso permitiría la trascendencia de la creación dostoievskiana, como la propia cinta rusa dirigida, en 1969, por Lev Kulidzhánov y Nikolai Figurovski como guionista. La propia Maggi (2004), en el prólogo a una de las ediciones cubanas de Crimen y castigo apunta:

Dostoievski escribe por una inmensa atracción a la vida, que pugna por ser expresada. Por eso no es un arte egotista y está en sintonía con la variedad y la paradoja de nuestra existencia […] Todas las cualidades humanas, para él, quedan referidas a la realidad que rodea al individuo, el cual se pone a prueba en su relación con ella […] Los personajes de Dostoievski rehúsan instalarse en el recinto de las Musas para ser objeto de nuestra contemplación. (28)

Es preciso creer que cuando una obra literaria se convierte en referente para la creación de la escritura audiovisual, ella misma, sometida a los antojos del guionista, se estampa un valor extemporáneo y sus personajes penetrarán en el futuro: en otros contextos y en otros lenguajes, sin que por ello pierdan su propiedad literaria. Cuando un escritor —en este caso el guionista— escoge una obra para su traslación audiovisual, se dispone a crear un nuevo discurso. Su implicación con el relato va más allá de la mera selección de pasajes que en su lectura le resultaron muy visuales: está obligado muchas veces a transformar, entre otros aspectos, la voz y el punto de vista narrativos. Así como el director cuida y verifica la organicidad de sus actores y selecciona los escenarios más convenientes, el guionista reconstruye, en función de la imagen, escenas y personajes literarios, incorpora diálogos, genera nuevas situaciones en los casos en que la obra del autor primigenio se comporta como un intertexto dentro del discurso audiovisual (causas todas de las múltiples lecturas que permite la intertextualidad), pues en muchos textos televisivos o cinematográficos de ficción, el literario original deviene soporte verbal de donde el guionista se alimentará, condicionado por valores estéticos, sociales y culturales. Su texto dependerá, en mayor medida, de su contexto. Aun derivado de una obra literaria, el texto audiovisual debe juzgarse desde su autosuficiencia formal, estructural e ideológica. A ello se refiere Stuart Hall (2004) cuando dice:

El signo visual es, no obstante, también, un signo connotativo. Y lo es de forma preeminente en el discurso de la moderna comunicación de masas. El nivel de connotación del signo visual, su referencia contextual, su posición en los distintos campos de significado asociativos, es precisamente el lugar en el que el signo se cruza con las estructuras semánticas profundas de una cultura y toma una dimensión ideológica. (15)

Si en algo coincide la crítica especializada es que la fidelidad a la letra original es una utopía: una creación audiovisual no se lee como una novela. La traducción del texto literario a lenguaje audiovisual es un proceso de reinterpretación y resignificación en el que se ve envuelto el guionista, cuyo trabajo se deprime cuando espectadores devotos solo asocian el producto cinematográfico a su realizador o director. Son muchos los que no aprecian la autoría del guionista y no perciben que de él partieron la idea y el valor de desentrañar la imagen que había en la palabra y crear una nueva escritura para una obra de arte desde su lenguaje particular.

Palabra: imagen y palabra. Lectura de ida y vuelta

Si bien el relato audiovisual arrebata, descubre la imagen de la palabra y traspola así su significación, el ejercicio de la crítica sobre la obra audiovisual hace que el signo lingüístico rencuentre su sitio: el texto. En manos del investigador o del crítico descansa la responsabilidad de estudiar el fenómeno desde su génesis. Es este el lector más profundo que deben tener tanto la obra literaria como el texto audiovisual, pero no con fines comparatísticos que deriven en condena, sino para recalzar la autonomía de ambos discursos y poder detallar sus funciones e intencionalidades independientes. El guion no está obligado a tener condescendencia con la obra literaria, puede entrar a aquellas zonas de ella en donde solo él encuentre entrañas.

La producción cinematográfica contemporánea cada vez aporta más harina para el costal del observador especializado; en su afán por explicarse tendencias y estilos narrativos que aparecen en la inspiración del escritor audiovisual a partir de la asunción de un referente literario, puede el crítico sacudir su universo conceptual ante la aparición siempre novedosa y sorprendente del tratamiento que hace el recreador de la obra literaria. Si antes rememorábamos con afecto la interpretación cinematográfica realizada por Elia Kazan de Un tranvía…, ahora es tiempo de alabar la traspolación que de los personajes del dramaturgo norteamericano, su psicología y comportamiento social, ha hecho Woody Allen, a manera de literatura alusiva, en la película Blue Jasmine (2013). La inserción de Stella, Stanley y Blanche, con otros nombres, en un mundo de conflictos modernos y de ambientes neoyorkinos no deterioran el cosmos tennessiano de cada uno de los personajes: valga la primera palabra del título que le coloca Allen a su cinta para develar el valor simbólico del jazz en la pieza teatral. Así también la selección de la actriz rubia, blanca y elegante burguesa venida a menos, encaja perfectamente en el molde textual descrito por Tennesse Williams para su protagonista. Sin embargo, el recreador cinematográfico ha rehuido la palabra literaria, no así la imagen contextual.

El crítico comparte la convivencia autor (literario original)-obra (texto audiovisual)-receptor; es parte de ella y se aleja como receptor activo; armoniza, por su estudio, la comunicación entre los escritores, individualiza a los creadores para unirlos ante el lector- espectador; es el intruso de función doble. El crítico, en definitiva, es la voz que actúa para regresar de la imagen a la palabra: decodifica para recodificar. Lo que nunca puede permitirse es la insensibilidad para reconocer la palabra del guionista cinematográfico (ese que refigura la obra narrativa literaria), como un eco de multiplicidad creativa. La imagen de la palabra, escrita o visualmente expresada, alcanza finalmente su esplendor significativo en el lector-espectador. Vuelvo a Barthes por necesidad, por respeto a su lucidez:

[H]ay un lugar donde se concentra esta multiplicidad y es lugare el lector [también espectador para nosotros aquí], y no, como se decía hasta ahora, el autor. El lector es el espacio en el que se inscriben todas las citas que componen un escrito […] La unidad de un texto no reside en su origen, sino en su destinación. (Citado en Pfister, 2004: 37)

Guardadas en un espacio inviolable, no únicamente por ser propiedad  de  su  única hija, sino  por estar veladas por el cariño a la misma sangre, tenía Graziella Pogolotti en su casa las ediciones príncipe de las obras literarias de su padre Marcelo. Con dedos y ojos de niño he revisado algunas. Me llama la atención la pureza de su prosa, el estilizado uso de la palabra, las imágenes que detienen mi lectura y fustigan mi interpretación. Una parada similar a aquella que se hace frente a uno de sus más hondos y humanos cuadros: «El intelectual» o «Joven intelectual». Allí el protagonista y figurante escritor sin ojo siniestro no hace más que pensar a partir de la lectura, mientras que la hoja en blanco de su máquina de escribir lo flagela tanto como la muerte, sorda de negro y gris, que acecha a sus espaldas; allí está él, cargado de pensamiento, de imágenes que no ha podido traducir en palabras. Del raso semblante del joven intelectual —y es esta una de las grandiosidades del cuadro— irradia la más profunda imagen interior del hombre.

Fondo y esencia, símbolo de la inteligencia y del espíritu, el ojo humano se obstina en comprender todo lo que ve, en traducir la naturaleza. En una novela penosamente olvidada de Marcelo Pogolotti, los ojos inquietos de la protagonista cuando es niña, espejean la realidad:

Paulina contemplaba pasmada el magnífico escaparate. Su mirada saltaba ávidamente de uno a otro de los abigarrados montones de rollos de telas estridentes que exhibían las vitrinas. Los boquetes abiertos de sus ojos inmensos tragaban los refulgentes colores de toallas, telas, cintas, lazos y todo lo que se percibía a través de los cristales. Sus pupilas escrutaban el interior de las numerosas gavetas atestadas. (Pogolotti, 1961: 12)

El caserón del Cerro fue escrita y publicada mucho después de que Marcelo pintara al intelectual. Sin embargo, pluma y pincel parecen no haber sido más que instrumentos expresivos de una sola obsesión autoral: representar la imagen (la que exhalara de los ojos de sus protagonistas, la que se construyera su lector), ya fuera en lienzo pintado o con palabras sobre el papel.

En una de mis tardes madrileñas, en la terraza de un hermoso bar cuya vista desde cualquier mesa termina en el espacio cadáver del muro que separaba a los moros y a los cristianos, conocí a un parisino radicado en la ciudad. Recuerdo, de toda nuestra conversación, estas palabras: «Como dijeran en mi tierra, l’importante c’est la rose». Ahora escribo y pienso: rosa que se sostiene y vive en su tallo, sometida al obligatorio nacimiento verde: imagen que se ilustra con palabras, palabras que develan una imagen.

Bibliografía

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Romero Escrivá, R. (2013) «El espíritu de Brontë en Cumbres borrascosas de Wyler». En: Cumbres borrascosas de Wyler, 11-4. Disponible en <http://www.contraclave.es/cine/williwyler.PDF> [consulta: 24 febrero 2018].

Tomado de: http://www.temas.cult.cu

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Moviendo caracoles con el guión

Este miércoles 16 de octubre desde las 2 pm, les invitamos a debatir acerca de una de las artes mediáticas más determinantes para toda obra: El guión. Con un panel integrado por:

Norge Espinosa

Norge Espinosa. Poeta, crítico y dramaturgo. Graduado de la Escuela Nacional de Instructores de Teatro, 1992. Graduado en la especialidad de Teatrología de la Facultad de Artes Escénicas del Instituto Superior de Arte de La Habana, 2003. Miembro de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba en las Asociaciones de Escritores y Artistas Escénicos, en la cual ha sido además Presidente de la sección de Crítica e Investigación Teatral. En dicha institución coordinó entre el 2009 y el 2014 las acciones en saludo a la Jornada Cubana de Lucha contra la Homofobia y la Transfobia. Actualmente trabaja como asesor dramático de Teatro El Público, en La Habana, compañía para la que ha adaptado obras de Racine, Chéjov, Shakespeare, Fasbinder, y para la cual ha escrito textos originales. Varias de esas puestas en escena han ganado el Premio Villanueva los mejores espectáculos del año.

Lil Romero

Lil Romero. Guionista de la Televisión Cubana por más de 15 años. Escritura audiovisual en formatos de no ficción (revistas, concursos, debate) para públicos adultos (El Marcapaso, Triángulo de la confianza, Sonando en Cuba 2, Bailando en Cuba 1 y 2, La Banda gigante, Guzmán 2019, entre otros). Escritura audiovisual en formatos de ficción (telefilmes y adaptaciones literarias) con énfasis en públicos juveniles (“Ingrid”, “Piña colada”, “Julián”, entre otros). Desde el 2012 hasta la actualidad, escritura audiovisual en formatos de comunicación empresarial con el grupo de comunicación IKONIKA (spots publicitarios, videos institucionales y documentales) para reconocidas empresas cubanas (CUPET, UNE, APICUBA, LABIOFAM, Aguas de La Habana, entre otras).

Alberto Luberta

Alberto Luberta Martínez. Máster en Realización Audiovisual en el Instituto Superior de Arte. Trabaja como guionista y director – primero en radio y luego en televisión – desde el año 1994. Cuenta en su haber con varios premios, entre los cuales el más reciente el Gran Premio Caracol 2017 por la serie televisiva LCB. La Otra Guerra

Lázaro Sarmiento

Lázaro Sarmiento Sánchez. Director y guionista de radio con una larga trayectoria en programas de ciencia, tecnología y medio ambiente, revistas culturales y musicales. Ha obtenido premios en los Festivales Nacionales de la Radio, Unión de Radiodifusores y del Caribe, ULCRA, Caracol de la UNEAC y Caribbean Broadcasting Unión, CBU. Ha integrado el jurado de diferentes certámenes de radio. Posee la Distinción “Por la Cultura Nacional”. (2005), la Condición “Artista de Mérito” del ICRT (2006) y la Condición de “Maestro de Radialistas”. (2017)

Eliseo Altunaga

Invitado especial: Eliseo Altunaga. Licenciado en Lengua y Literatura Hispánicas en la Universidad de La Habana en 1976. Autor de cuentos y novelas que abordan, con sagaz mirada, temas relacionados con la propia identidad de la nación cubana. Son historias protagonizadas por personajes de raigal cubanía, expresión de la más profunda idiosincrasia de la Isla. Se destaca su labor de creación y asesoría dentro de los medios de difusión masiva. Es profesor titular del Instituto Superior de Arte y jefe de la Cátedra de Altos Estudios de la Escuela Internacional de Cine, Radio y Televisión de San Antonio de los Baños, donde se desempeñó inicialmente como jefe de la Cátedra de guión. Es miembro de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba.

Soledad Cruz Guerra

Moderadora: Soledad Cruz Guerra, Presidenta de la sección de Crítica e Investigación de la Asociación de Cine, Radio y TV de la UNEAC.

Sala Villena de la UNEAC, Calle 17 esquina a H. Vedado. Miércoles 16 de octubre de 2019, a las 2:00 pm

Asociación de Radio, Cine y TV de la UNEAC

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