Archives for

Titón y lo intertextual

Tomás Gutierrez Alea. Cineasta cubano. (La Habana, 1928-1996

Por Michael Chanan

En cuatro décadas de cine cubano, desde que la Revolución creó una industria fílmica donde antes solo había existido una sucesión de películas aisladas, ningún director ha sido un autor tan coherente con su propia trayectoria como Tomás Gutiérrez Alea (Titón), pero ninguno se amolda menos al criterio convencional de lo que es un auteur cinematográfico. Titón no podría asociarse a ningún género en particular, pero abarcaba muchos. Tenía, sin embargo, una vena especial para la sátira, tanto dramática (La última cena), como cómica (Las doce sillas, La muerte de un burócrata, Los sobrevivientes, Guantanamera). Sin embargo, no se le asocia con ninguna tendencia estilística en particular, porque en realidad era maestro en muchas. A pesar de esto, sus películas fueron rodadas a menudo con la impronta del realismo documental: él nunca olvidó las lecciones de neorrealismo que se enseñaban en el Centro Sperimentale de Roma, donde estudió cine a principios de los años 50, aun cuando creía que las condiciones propias de la Revolución llevaban al cine más allá del punto en que lo situó la estética neorrealista. Desde su primer largometraje, Historias de la Revolución, un debut modesto, aunque impresionante, o a través de la realidad contemporánea en la muy compleja Memorias del subdesarrollo, pasando por la realidad histórica en la vertiginosa Una pelea cubana contra los demonios, y la más apolínea La última cena, hasta la cómica, pero desconcertante visión de su última película, la cinta de humor negro Guantanamera, todas las historias que Titón nos cuenta pertenecen a un universo social en el cual la cámara se ve tan involucrada como los protagonistas.

Por encima de todo, sus películas nunca desembocan, como se puede decir de Hitchcock, en una maestría que acaba haciéndose repetitiva. Sus dos últimos filmes, Fresa y chocolate y Guantanamera, son creaciones artísticas originales que abren nuevas sendas, y también bastante diferentes entre sí por la forma en que evocan, pero no repiten películas anteriores como Memorias del subdesarrollo y La muerte de un burócrata.

La idea de auteur, en el cine, es en verdad escurridiza. Se originó después de la Segunda guerra mundial, promovida por los directores franceses de la Nueva Ola —la misma generación de Titón— aun antes de que se convirtieran en directores, cuando eran jóvenes críticos militantes, con el fin de reclamar como propios a los cineastas de Hollywood a quienes más admiraban. Estos directores, decían ellos, no eran solo artesanos de géneros comerciales destinados al entretenimiento, sino que tenían las mismas preocupaciones de un autor literario y el mismo derecho a una consideración estética seria.

Otros respondían que no siempre el director era el autor de la película, también había que pensar en el director de fotografía, o el guionista, o tal vez el productor, o en algún caso la combinación de ellos —después de todo, el cine es un arte colectivo. Otros señalaban, sin embargo, que también podía ser el «productor» como ente industrial: no un individuo, sino el estudio. En efecto, todas estas variaciones sobre el tema son relevantes en el caso de Titón. Él compartía su autoría gustosamente con sus colaboradores, y se sentía feliz de que esto incluyera al ICAIC, que no consideraba una simple empresa de producción, sino una comunidad artística a la cual debía la posibilidad de hacer sus propias películas.

Titón tampoco contemplaba la naturaleza política del cine en Cuba —con las complejas y a veces difíciles demandas que impone sobre el individuo— como un elemento indeseado de la ecuación. Por el contrario, era un ser profundamente político que no solo se politizó cada vez más, sino que dirigió la cámara hacia los mismos problemas en que se sentía sumergido (implícitamente en Memorias…, explícitamente en Hasta cierto punto, donde los protagonistas son cineastas). Para hacer esto y salir bien del empeño se necesita distanciamiento —de otro modo, podría levantar sospechas en el espectador— y esta es la clave, tanto para la estética de Titón como para su política. En otras palabras, su estética se inclinaba hacia el humor, la razón y la objetividad, mientras que su política era la de un espíritu comprometido aunque independiente. Ni la autoexpresión emotiva, ni la mera experiencia emocional del espectador, fueron jamás para Titón un fin en sí mismas, pues para él la emoción sin inteligencia era anatema. Sus películas son como el texto de un historiador contemporáneo que aún no conoce el resultado de la historia que está escribiendo, pero constantemente hurga en el pasado con el fin de tratar de comprender su naturaleza, y esto lo lleva a ver una alegoría del pasado hecho presente.

Si a alguna de sus películas le fue negado el éxito, no puede hablarse de fracaso sino, ante todo, de una verdad evidente acerca de las películas y los públicos: a veces aquellas modelan a estos, pero a veces las líneas de comunicación no son tan directas. Esto resulta inevitable si el objetivo es hacer películas de tesis, lo cual es una constante en el arte de Titón. La marca de su éxito es que, en cintas como Memorias… y La última cena, Titón no solo arrastra al espectador con el gancho de un personaje complejo, sino que logra hacerlo con uno que él realmente no espera que guste, dada la naturaleza de los prejuicios populares. Sergio es un burgués diletante en medio de una revolución popular socialista; el Conde en La última cena es un voluntarioso terrateniente esclavista. Estos personajes, sin embargo, están tan completa e intensamente dibujados que cierta simpatía humana absorbe al espectador. Titón utiliza esa característica, que todo el mundo trae consigo al cine, para hacer demandas al espectador, para inducirle a pensar tanto como a entregarse a la pantalla. Cuando le pregunté una vez cómo Memorias…, una película de enorme complejidad narrativa, podía tener tanto éxito entre el público cubano, mientras que en el extranjero era tratada como una película de arte esotérica, él respondió que era porque les había intrigado. Se había hecho el hábito de ir a ver sus propias películas a los cines, anónimamente, para aprender de la respuesta del público ante ellas, y gracias a eso, me dijo, descubrió que la gente volvía a ver la película una segunda y una tercera vez porque se les fijaba en la mente, y eso los arrastraba de nuevo al cine. Este es, por cierto, el tipo de cine que todos necesitamos.

La obra cinematográfica de Titón es un exorcismo personal que se ejecuta a través de la sátira. Una vez me comentó que había hecho La muerte de un burócrata porque a veces se sentía furioso ante las estupideces de la burocracia que la propia Revolución había creado, y él necesitaba desahogarse a través del trabajo. Sergio, en Memorias…, es obviamente su propio alter ego, aunque él siempre lo ha negado; Sergio es el personaje en el cual él no se convirtió, pero bajo otras circunstancias, pudiera haberse convertido. Y en su última película, Guantanamera, el tema privado de la película es igualmente claro: su propia muerte cercana. Pero uno siente que él escogía esos temas porque sentía que coincidían con sus inquietudes y podían tratarse en paralelo con la experiencia popular. Es así como el interés suscitado por Memorias… viene en parte de aquello que los intelectuales latinoamericanos llamaban el desgarramiento, aunque la ruptura, la destrucción del vocabulario familiar de la existencia, cara a cara con los cambios revolucionarios, no sea en absoluto monopolio del intelectual. Todo el mundo se ve afrontado al mismo problema de la necesidad de reconstruir su escala de valores. De manera similar, en sus últimas dos películas, Fresa y chocolate y Guantanamera, Titón logró articular la experiencia popular de la Revolución en los momentos más difíciles de los años 90, sin andar con paños tibios.

Lo intertextual

Las condiciones en que se desarrolló el cine dentro de la Revolución permitieron a Alea desarrollar una estética particularmente rica en la cualidad conocida formalmente, desde la obra de Julia Kristeva, como intertextualidad. Hablando grosso modo, esto se refiere a la participación de otros textos dentro del texto artístico, a la presencia de referencias, connotaciones o incluso meras resonancias de referentes externos, los cuales pueden provenir de otras películas o de textos diversos, que a su vez pueden ser evocados deliberada, aunque también inconscientemente, y a veces involuntariamente (lo que no es igual); el trabajo, en otras palabras, de una subjetividad creativa que ya no pertenece solo a sí misma, sino que se convierte en un depósito a través del cual habla una identidad colectiva. Esto significa que los espectadores se ven expresados a sí mismos en el texto o en la película que están mirando, pero no como consumidores pasivos, sino como co-creadores secretos. Este público no es unitario, ni limitado a aquel que compra sus boletos en la taquilla. En efecto, resulta que el cine de Titón es también intertextual porque sostiene un diálogo con un Otro estético, otro que varía de película a película —cuya identidad es a veces curiosamente «serendipítica».

Las dos películas en las que las dimensiones intertextuales han sido más completa y deliberadamente desarrolladas son Memorias del subdesarrollo y Fresa y chocolate. Referencias explícitas en la primera —verbales o visuales, que van desde Picasso hasta Brigitte Bardot, de Martí a JFK—, constituyen un mapa cognoscitivo de la cultura habitada tanto por el protagonista como por el espectador. Por supuesto, esta cultura es diferente en casa y en el extranjero. El espectador cubano reconocerá inmediatamente, por ejemplo, la cita de la Segunda Declaración de La Habana, que Alea pone en boca de Sergio, y muy probablemente habrá leído el libro sobre los mercenarios de Playa Girón que también cita. Sea como fuere, no se trata de un simple inventario, pues la pantalla se convierte en la arena de una lucha de valores culturales, sobre todo en la secuencia central, subtitulada «Una aventura tropical», en la cual Sergio lleva a su más reciente amiga, Elena, al Museo Hemingway, en un intento de educarla. La secuencia se resume en una disquisición sobre las relaciones sociales e históricas del escritor, la confluencia de las propias preocupaciones de Sergio y las del mismo Alea, donde ambos rinden un homenaje no exento de crítica a la tradición del escritor como encarnación de la conciencia social y, al mismo tiempo, reflexionan sobre la transformación revolucionaria que esta conciencia debe sufrir ahora. Del comentario de Sergio, sobreimpuesto a la charla del guía del museo (quien fuera antes el propio sirviente de Hemingway y que ahora muestra la casa a los visitantes) surgen dos puntos. Uno es la cuestión de las versiones de la cultura que dan los museos oficiales; esto pertenece a la crítica que les hace la película a quienes promueven el paternalismo dentro de la Revolución. El segundo es el tema simbólico de la muerte inevitable, el necesario suicidio espiritual del escritor de viejo tipo ante la nueva sociedad.

El problema no es solo de Sergio. Un momento después, otro subtítulo en pantalla anuncia «Mesa Redonda. Literatura y subdesarrollo». Al igual que el guía en el Museo Hemingway, los participantes son personas reales: el poeta haitiano René Depestre, el novelista italiano Gianni Totti, el argentino David Viñas y Edmundo Desnoes, autor de la novela en la cual se basa la película. La secuencia representa un divertido acertijo intertextual. Allá, en la remota Francia, Roland Barthes puede proclamar la muerte del autor, la desaparición de la identidad del escritor detras del texto, pero aquí el texto es impersonado por el propio autor, quien se convierte en una de las claves de su propia intertextualidad polimorfa.

Casi treinta años después, Fresa y Chocolate causó una pequeña conmoción porque su personaje central era, por primera vez en la historia del cine cubano, un homosexual. Nuevamente, al igual que Memorias…, la película tendría lecturas diferentes dentro y fuera del país, porque en el extranjero habría inevitablemente espectadores que la verían en el contexto del cine gay de los años 90. De este modo, evocaba un intertexto que Alea no había pretendido, porque no es una película gay en absoluto, y no porque los autores fueran heterosexuales. La historia de la amistad entre «David, un joven con creencias sólidamente marxistas, y Diego, un homosexual mal mirado por la sociedad», se convierte en la premisa dramatúrgica de algo mucho más fuera de moda: una fuerte película política, rebosante de diálogos explícitos sobre la censura, el marxismo-leninismo, el nacionalismo y la estética, y también la sexualidad. El giro en la historia consiste en que el cultivado «burgués» homosexual, Diego, es quien educa a David, el estudiante de origen campesino, ideológicamente desafiado (aunque su relación permanece sin consumar). El asunto crucial es que, para Diego, ser gay no es solo una cuestión de sexualidad; es también estar en posesión de una tradición cultural en la cual el padre del nacionalismo cubano, José Martí, se codea con Lezama Lima, a quien llama «el cubano universal», pero cuya novela Paradiso había sido objetada en Cuba debido a su retrato de la homosexualidad; y Lezama, a su vez, se codea con John Donne y Cavafy, Oscar Wilde, Gide y Lorca, todos los cuales se dan como referencia en el guión. El sentido que tiene Diego de la cultura cubana es incluyente, no chovinista. (De modo similar, sus gustos musicales van desde la ópera hasta las danzas para piano de los compositores cubanos Cervantes y Lecuona). Su primera crítica de la ortodoxia partidista es que trata de reprimir la imaginación, y solo puede pensar el arte en función de la propaganda o la mera decoración. Como le objeta a su vecina Nancy: «El arte no es para trasmitir. Es para sentir y pensar. Que trasmita la Radio Nacional».

El personaje de Nancy, la vecina de Diego —interprtado por Mirta Ibarra— representa otro nivel de intertextualidad que podría ser reconocido inmediatamente por el espectador cubano (aunque, nuevamente, no en el extranjero) pues procede de otra película cubana, Adorables mentiras, de Gerardo Chijona y escrita por el mismo guionista, Senel Paz. Esto no solo crea un vínculo entre las dos películas, sino que abre la narrativa de Fresa y chocolate, al duplicar los «prejuicios y rechazos que se dan con el homosexual» con los dirigidos a una mujer en desgracia, metida ahora en el mercado negro y abocada a una depresión suicida, que aquí intenta matarse nuevamente. Conocida ya del público como una mujer llena de calor humano y espíritu de independencia, luchando para no sucumbir en el abismo, Nancy tiene el efecto, entre otras cosas, de subrayar la inocencia de David. Al mismo tiempo, en el más amplio contexto del cine cubano de los 90, su presencia hace explícita la idea bajtiniana de la locución artística como vínculo de una cadena dialogal, la misma noción a partir de la cual Kristeva construyó su concepto de intertextualidad.

Diálogo con otros

Existe efectivamente en el cine de Alea un proceso de diálogo, de elaboración profunda, incluso de exorcismo estético que se inscribe en la paradoja del autor capaz de sobrepasar su condición de autor. Alea es un cineasta enzarzado en un diálogo, constantemente renovado, con el cine mismo. Cumbite —la que menos le gustaba de todas sus obras—, me parece una especie de adiós al neorrealismo, una visión fría, casi antropológica, de un Haití visto con una óptica que en Cuba ya casi no era posible, porque la sociedad estaba cambiando dramática y rápidamente. La mitad del regocijo que produce La muerte de un burócrata consiste en su homenaje a la comedia silente norteamericana, la cual siempre ha constituido una tradición subversiva. El país donde esos hechos tienen lugar es, por lo tanto, una hilarante mezcla de la Cuba revolucionaria y la tierra de las comedias de Hollywood. Memorias… es una película que claramente impugna al cine de la propia generación de Titón, el de la Nueva Ola francesa, en cuanto a los peligros de la «timidez» literaria; y Desnoes —autor, repito, de la novela en la cual se basa la película—, la llamó significativamente una «traición creativa» de su fuente.

De acuerdo con lo que me dijo el propio Titón, Una pelea cubana… establece conscientemente un diálogo con el director brasileño Glauber Rocha. De forma no intencional también lo establece con una película de Nelson Pereira dos Santos, la reconstrucción histórica más remota que se haya intentado en el cine brasileño, Como era gostozo o meu francês. Las dos películas fueron filmadas alrededor de la misma época, cada una con desconocimiento de la otra. Entre ambas representan, con mucho, las visualizaciones más imaginativas de la era de los conquistadores que se pueda encontrar en el cine latinoamericano. La última cena completa todo un ciclo sobre la historia de la esclavitud, en el cual Titón estuvo involucrado cuando colaboró con Sergio Giral en El otro Francisco, un ciclo al que aportó su admiración de toda una vida por Buñuel, su humor negro y su anticlericalismo. Añádase a ello su apoyo a Sara Gómez; primero, cuando trabajó junto con Julio García Espinosa para completar la película De cierta manera (Sara murió durante la edición), y luego, refiriéndose a ella en su propio filme Hasta cierto punto.

En el conjunto de su obra, el sentido de «diálogo con otros» no es preconcebido; a veces es solo parcialmente consciente; pero Titón sabía perfectamente que es algo que siempre está ocurriendo y que de eso se trata en el discurso del artista, porque un día se encontró estableciéndolo consigo mismo —haciendo autoalusiones súbitamente. Esas autorreferencias no son deliberadas —dijo cuando un entrevistador le llamó la atención hacia el fenómeno—, surgen espontáneamente, de la misma forma en que ciertas ideas surgen en el transcurso de una conversación. La conversación puede ser con otros, o con su propia voz interior —el artista que no se vea involucrado en tales «conversaciones» termina repitiéndose a sí mismo.

En el caso de Fresa y chocolate, el diálogo es con el director de fotografía Néstor Almendros, y en particular con el documental de este último Conducta impropia, una condena del sistema cubano por su tratamiento de los gays. Alea estaba preparando Fresa y chocolate cuando se enteró de la muerte de su amigo de juventud, con quien hizo sus primeras películas en 8 milímetros allá por los años 40. Conducta impropia era un filme que él consideraba «muy simplificador de la realidad, muy manipulador. Es decir, para mí, es todo lo que pudiera pensarse que hace el realismo socialista, pero al revés…»; en otras palabras, una manipulación de la realidad al servicio de la propaganda política. O para decirlo de otro modo, una película con verdades a medias que inevitablemente cuenta la mitad equivocada. «Entonces, tratándose la película del tema de un homosexual en Cuba, pues inevitablemente tenía que asociarla con lo que había hecho Néstor; de modo que sí, de alguna manera Fresa y chocolate es una respuesta a Conducta impropia».

Para poner esto en un contexto adecuado, debe aclararse que Titón no era miembro del Partido. Creía que el artista debía mantener siempre una distancia respecto al poder y la autoridad. Almendros, por otra parte, era un comunista cambia-casacas. Hijo de un exiliado de la España franquista, cuando él y Titón trabajaban juntos como jóvenes tiros, era Néstor el miembro de la Juventud Comunista y, de hecho, quien introdujo a Titón al marxismo. Titón siempre pensó que era muy extraño que Néstor, en los años 50, lograra una visa para los Estados Unidos tan fácilmente, y no se sorprendió cuando yo le dije que, en Gran Bretaña, el Canal 4 de la televisión se negó a comprar Conducta impropia para su exhibición porque pensaban que había sido financiada por la CIA.

Después del enorme esfuerzo que supuso filmar Fresa y chocolate mientras luchaba contra el cáncer (lo que logró con la ayuda de Juan Carlos Tabío, el más desinteresado de todos sus colaboradores), el gran éxito que tuvo tanto en Cuba como en el extranjero le dio la oportunidad de filmar una última película, y retomando un guión que había dejado de lado durante un par de años, aprovechó el momento para exorcizar su experiencia privada por última vez, para bromear acerca de la muerte estando ya en sus fauces. Si esto, una vez más, requiere distanciamiento y un correcto sentido de la proporción, Guantanamera (con Tabío nuevamente como su codirector) no es sobre su muerte individual, sino sobre una muerte que todos en Cuba temen sufrir: la amenaza del derrumbe del sueño socialista, el cual ha logrado, casi milagrosamente, sobrevivir al colapso de los Estados comunistas del Este de Europa. La recepción de la película dice mucho acerca del ambiente que prevalecía en Cuba cuando fue estrenada. Por una parte, fue atacada por los críticos de cine por no lograr, desafortunadamente, el mismo nivel de excelencia que La muerte de un burócrata; algunos se quejaron de que estaba desactualizada aun antes de filmarse, aludiendo a la escena del cambio ilícito de dólares, cuando ya el dólar se había convertido en moneda de curso legal en el país. Sin embargo, Guantanamera fue un gran éxito popular, justificadamente. Es una película reflexiva, pero no de resignación o negatividad. El diálogo con la muerte se convierte en el diálogo con un sueño de vida: está basado en una leyenda popular que habla de la mortalidad, pero también del vigor de los jóvenes, a los cuales los viejos deben ceder el paso. Es, al mismo tiempo, el adiós a la vida de Titón. Él permanece vivo, sin embargo, no simplemente en las películas que nos dejó, sino en el diálogo que seguimos sosteniendo con ellas los que le sobrevivimos.

Tomado de: http://www.temas.cult.cu

Leer más

El cine latinoamericano: del subdesarrollo al posmodernismo

Por Michael Chanan

A lo largo de los últimos quince años o más, el cine latinoamericano ha experimentado un cambio. Se han atenuado considerablemente el sentido de urgencia política que llevó a la pantalla en los años sesenta y el carácter iconoclasta de su lenguaje visual y narrativo. Hoy día parece menos provocador y más diverso, al incluir numerosos ejemplos de tipos de géneros que, hace poco, muchos cineastas latinoamericanos menospreciaban fuertemente. Muchos han interpretado este cambio como un reflejo del paso al posmodernismo que asociamos con la globalización. Si aceptamos esa interpretación, lo que me pregunto yo es si en el Norte se trata del mismo posmodernismo nuestro.

Me propongo acercarme a estas interrogantes primero desde el punto de vista del cineasta que forma parte de esta historia. Hace cuarenta años, después de decenios de producción comercial de bajo nivel, el cine latinoamericano conoció un renacimiento asombroso, como movimiento de cine de vanguardia con objetivos tanto políticos como estéticos. Este movimiento –que se autodefinió como «el Nuevo Cine Latinoamericano»– incorporaba un análisis de sus propias condiciones de producción en términos de la teoría del subdesarrollo. Se consideraba el subdesarrollo como una condición de opresión debida a la explotación económica continua impuesta por un largo periodo desde la metrópoli a los países periféricos del imperio. Mediante condiciones de intercambio comercial desiguales, el proceso deforma la economía, la sociedad, el Estado y la cultura. Se promete constantemente la modernización, pero nunca se cumple la promesa totalmente, sugiriendo que el país subdesarrollado no puede alcanzar el nivel de desarrollo de la metrópoli. El deseo de crear un cine en dichas circunstancias es idéntico a la lucha por librarse de este dominio debilitante para que se hagan realidad los sueños de uno. Se debe combatir al imperialismo desde todos los frentes, incluso desde el propio cine, el cual, por lo tanto, necesita un lenguaje nuevo para dar testimonio de la verdad. Si el cine lograra eso, contribuiría de manera poderosa a la lucha por la liberación.

Ahora, si comparamos las condiciones económicas de los sesenta con las de hoy, desde el punto de vista del individuo productor de películas, se puede decir que, a grandes rasgos, son similares. El modo de producción cinematográfica se basa en una tecnología compleja, e implica un proceso laboral igualmente complejo. Por lo tanto, con frecuencia, hacer una película –un proyecto en el que a menudo participan cientos de personas– es, en el mejor de los casos, una especie de caos organizado: nos referimos aquí a una labor estética, que no se conforma fácilmente con las cuantificaciones del trabajo deseadas por la dirección –lo cual explica por qué, aun en las condiciones de producción más avanzadas, es frecuente que terminar una película tome más tiempo de lo previsto, o que las películas excedan su presupuesto–. Además, el proceso entero requiere el apoyo de una infraestructura sólida, que solo se puede dar por sentada en las economías muy desarrolladas de las metrópolis. Eso significa que en muchas partes de América Latina, en particular en las regiones fuera del alcance fácil del capital local, el mero hecho de lograr rodar una película es un pequeño milagro. Nada de eso ha cambiado en los últimos cuarenta años.

Tomemos La película del rey (1986), de Carlos Sorín, un ejemplo maravilloso de bathos: en apariencia trata de un visionario francés del siglo xix, quien, apoyado por varias tribus indígenas, se convierte en el Rey de Patagonia, pero, en realidad relata los intentos desesperados de un joven cineasta para hacer un drama de disfraces mientras lucha contra un lugar de filmación inhóspito, la deserción de sus actores y la falta de dinero. Una especie de reconstrucción documental de la realidad cotidiana de los cineastas en Argentina, revela porqué el género épico no está muy desarrollado en el cine latinoamericano, a la vez que ofrece una alegoría del subdesarrollo. La mayor ironía es que, a pesar de haber ganado un premio en el Festival de Cine de Venecia, la película no recuperó todos los gastos.

La película de Sorín ejemplifica la situación del cine hoy día en América Latina, donde una serie de industrias cinematográficas nacionales de tamaños mediano, pequeño o, en unos casos, minúsculo, todas asediadas por endebleces estructurales, mercados pequeños, están condenadas a la marginalización por distribuidores globales criados con los valores de Hollywood. De hecho, resultan marginalizadas doblemente: en sus propios mercados, dominados por los productos de Hollywood, y aún más en el extranjero, por la misma razón. Si se consideran todos los factores que se han mencionado tradicionalmente para explicar el ascenso de Hollywood, sobre todo, su populismo exitoso y la eficacia de su sistema de estudios, entonces, desde esta perspectiva, forma parte integral del subdesarrollo. Es evidente que el subdesarrollo fue un factor decisivo en la historia del cine latinoamericano desde el principio. En Brasil, por ejemplo, según Emilio Salles Gomes, el cine se arraiga aproximadamente un decenio después de su introducción, lo cual se debe, afirma, al subdesarrollo de la red eléctrica. En Río de Janeiro, en cuanto la electricidad empezó a producirse de forma industrial, las salas de exposiciones proliferaron y la producción cinematográfica pronto alcanzó la cifra de cien películas al año.1 Y, claro, el vínculo estrecho entre el imperialismo económico y cultural surgió en Cien años de soledad cuando el cine llega al pueblo de Macondo en los mismos trenes que también traen la compañía frutera United Fruit Company.

Si durante los primeros años del cine en América Latina, el público procedía de la clase más acomodada en las capitales, pronto incluyó las clases populares urbanas y, como en todas partes, rompió el mecanismo normal mediante el cual los nuevos medios de comunicación suelen entrar en el mercado: desde arriba, para luego filtrarse hacia abajo –el teléfono es el ejemplo clásico de este fenómeno–. El cine alcanzó rápidamente las clases populares no solo porque su consumo era colectivo y barato, sino también porque fue difundido por una tecnología nueva mediante la cual producir copias para luego distribuirlas representaba un gasto marginal, de modo que se podía explotar un mercado en expansión por muy poco dinero. La velocidad por la cual el cine se difundió en el extranjero también se explica por el hecho de que estas copias se podían transportar con mucha facilidad, especialmente en un periodo de ferrocarriles y buques a vapor, cuando, además, la lengua hablada por los actores no constituía un obstáculo. Todos estos factores convirtieron el cine, en aquel periodo, en una comodidad única tanto desde el punto de vista económico, como cultural. Resultó que la demanda creció tan rápidamente por todo el globo, que ningún país logró satisfacerla recurriendo solo a su propia producción. De modo que, desde el principio, el cine fue un comercio internacional, que pronto se transformó en el prototipo de una industria de cultura transnacional, incluso en la etapa en que su producción apenas superaba el modo artesanal.

La primera ventaja de Hollywood cuando empezó su dominio en el segundo decenio del siglo xx fue el control que ejercía sobre el mercado nacional más grande del mundo en aquel periodo; la expansión en el extranjero se logró al usar esta ventaja allí también, dado que, en su casi totalidad, las ganancias en el extranjero representaban beneficios de plusvalía. Como observó Thomas Guback, «las películas tienden a ser una comodidad sumamente exportable; las copias exportadas no afectan la demanda nacional ni los ingresos que resultan de las exposiciones en el país… Podemos tener nuestro cine y los extranjeros también pueden disfrutar de él».2

En 1926, ante un público en la Escuela de Administración de Empresas de Harvard, una figura prominente en la industria cinematográfica preguntó: «¿Cómo podemos reducir la resistencia a las ventas en aquellos países que quieren fortalecer su propia industria? »3 En América Latina, donde había poca resistencia, el mercadeo dinámico de Hollywood minaba las oportunidades de los productores locales con los bajos precios del alquiler, incluso para las películas de primera; la práctica de vender los derechos en bloque, que incluía una mayoría de películas de menor calidad; los precios deprimidos que, por consiguiente, los dueños de salas de cine estaban dispuestos a pagar por las películas locales, etc. De modo general, poco ha cambiado desde aquel entonces, porque el subdesarrollo, como el capital, se reproduce (y un desarrollo desigual produce más desarrollo desigual).

Mientras Hollywood se expandía por todo el globo, las industrias cinematográficas locales en los países del Tercer Mundo lograban arraigarse solo cuando el mercado nacional era suficientemente amplio y a condición de que los presupuestos se mantuvieran bajos. Dado que se trata de una ecuación difícil de conseguir, lo que hallamos en América Latina es una producción fílmica que, con frecuencia, ha sobrevivido solo porque ya a partir de los años treinta, los gobiernos se mostraron dispuestos a darle un trato especial, al reconocer su poder social, o convencidos de su prestigio cultural como insignia de una nación moderna, y por lo tanto estas adoptaron planes de subsidio o de apoyo, a menudo poco sistemáticos y mal concebidos, reducciones impositivas, etc. A pesar de sus limitaciones, dichas medidas sí ayudaban, como lo revela lo que ocurre cuando se eliminan, y un buen ejemplo de esto es el colapso de la producción que sobrevino en Argentina y en Brasil en los años ochenta.

La transformación de Hollywood de ciudad natal de los grandes estudios en centro de la industria global del espectáculo, ha tenido poco impacto en esas condiciones elementales en los países de la periferia, cuyos resultados concretos me describió hace algunos años otro director argentino, Eliseo Subiela, al explicar los tres presupuestos en el sistema de producción de su país. El primer presupuesto es el oficial en moneda nacional; el segundo es el oficial en dólares, para el coproductor extranjero (sin el cual casi no se hace ninguna película hoy día); pero el verdadero es el tercero, un presupuesto invisible con el que se arreglan los tratos financieros y se pagan los sobornos. Esta es una descripción de la realidad cotidiana del subdesarrollo. Como resultado –con el respeto debido a Salles Gomes–, al nivel local, la demanda estimulada por las exposiciones no se puede satisfacer inmediatamente, porque la producción no puede desarrollar su potencial. Debido a que, además, para compensar, los cineastas locales solo cuentan con un acceso a los mercados extranjeros muy limitado. Aún en América Latina, por todo el continente, hacer cine sigue siendo un área profesional con pocas garantías, donde uno suele tener dos empleos: uno de día, y otro de noche. Por lo tanto, es propenso a la autoexplotación, dado que, por otra parte, lo abastece una abundancia de talento, imaginación y determinación, así como una historia que da orgullo e inspira, a pesar de sus altibajos. De hecho, según lo que hace unos diez años un representante sindical argentino le contó a un observador estadounidense receptivo: «Hacer cine no es una decisión económica en América Latina. Es una decisión política».4 En este caso también poco ha cambiado, ni siquiera con las nuevas tendencias como la coproducción  internacional, o las inversiones españolas en nuevos cines de tipo multiplex. Es posible que estas tendencias ofrezcan algunas oportunidades, pero ¿cómo pueden modificar la situación básica si son a la vez sus síntomas?

II

Ahora, el aspecto más notable del periodo cuando el Nuevo Cine Latinoamericano surgió fue la combinación de la aspiración artística y la motivación política. Desde La Habana hasta Santiago de Chile, los nuevos cineastas de la época no veían ninguna contradicción entre el arte y la militancia. Al contrario, presentaron el cine como sitio estratégico en la batalla por la hegemonía en una guerra en la cual el trabajador cultural era un soldado raso. Una dimensión esencial del Nuevo Cine Latinoamericano es que siempre fue más un movimiento político que artístico en la medida en que no llamaba a ninguna unidad estilística, ni siquiera a aquella tradicionalmente asociada a la definición e identidad de movimientos artísticos en la historia cultural de Europa y América del Norte. En términos estéticos, el Nuevo Cine Latinoamericano era radicalmente pluralista. Lo que sí pedía por todo el continente era el repudio de los modelos de cine impuestos por la hegemonía de Hollywood –en otras palabras, invocaba un espíritu iconoclasta vanguardista, que se podía expresar de muchas maneras distintas–. Este llamamiento continental también era, claro, uno de sus rasgos principales; operaba dentro de las fronteras nacionales, pero imaginaba una comunidad de naciones con el nombre de América Latina, con un destino común.

Desde el punto de vista del imaginario estético, ese fue el momento en que el cine latinoamericano se metió de cabeza en la modernidad y, en el proceso, creó un discurso visual totalmente nuevo en el cual, un país tras otro, el continente entero, fue reconfigurado y nuevamente concebido. Conviene subrayar, sin embargo, que en este caso los vínculos entre lo económico y lo estético ya no existen, y entramos en el campo simbólico donde se transcienden los límites materiales en la expresión comunicativa de los lenguajes estéticos. Debemos proseguir con cautela. Por una parte, toda la historia del cine es una prueba contundente de que el viejo concepto marxista era esencialmente cierto: la base material tiene una influencia determinante en la expresión artística (especialmente el cine, el cual es intensivo en capital y a la vez requiere mucha mano de obra). Por otra parte, cuando se compara el gran adelanto estético en América Latina con lo que ocurría en la misma época en Europa con el New Wave cinema / cinéma Nouvelle Vague, en particular en Francia, por ejemplo, no se puede decir que el cine latinoamericano estaba atrasado con respecto a Europa, ni desde el punto de vista estético, ni en su desarrollo como arte o expresión comunicativa.

Fredric Jameson ha señalado cómo la historia del cine resume en un periodo más corto las etapas o momentos de desarrollo cultural que corresponden a la evolución del capitalismo: el realismo dominante, en la etapa del capitalismo nacional o local; la etapa de capitalismo monopolio («la etapa de imperialismo» en la teoría de Lenin), que parece haber generado las varias modernidades; y la era multinacional, que explica los desarrollos conocidos con el nombre de posmodernidad. 5 Al pasar de sus comienzos artesanales a la empresa industrial controlada por capitales nacionales, el cine desarrolló el realismo clásico que domina prácticamente desde entonces (en gran parte por la hegemonía mundial de Hollywood). En los años veinte aparecieron los primeros signos de modernidad, especialmente en Europa. Con la introducción del sonido, se produjo un atraso, pero resurgieron después de la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, en los últimos veinticinco años del siglo xx fueron nuevamente subsumidos bajo la transformación cultural vinculada con la globalización, por lo general conocida como el posmodernismo. Conviene otra vez proseguir con cuidado, dado que desde sus inicios el cine fue transnacional, y que a partir de los años treinta, o sea antes de la posmodernidad, su alcance y su ejercicio ya eran globales; por lo tanto, al hablar del cine, el vínculo entre la globalización y la posmodernidad es escurridizo.

Ahora, aunque varias regiones de la periferia están atrasadas en diverso grado por sus historias individuales de subdesarrollo y, por otra parte, dado que la cultura fílmica es una fuerza globalizante desde su etapa inicial, en líneas generales, la evolución estética en culturas fílmicas diversas –tanto la metropolitana, como las periféricas–, es semejante porque comparten la misma historia dominante, aun cuando los detalles del encuentro con dicha genealogía varían localmente. Dicha historia, siguiendo a Jameson, pasa por los realismos clásicos de Hollywood, las primeras formulaciones modernistas de los grandes auteurs, y las innovaciones modernistas tardías de los años sesenta con sus secuelas. (Conviene aclarar que no nos referimos aquí al gran público sino a los aficionados, entre los cuales surgen los futuros cineastas). No debemos dejar de mencionar ese momento de transición que fue el neorrealismo italiano, ante el cual la corriente dominante del cine occidental reaccionó más lentamente que los nuevos cineastas del Tercer Mundo, desde Brasil hasta India; se trataba de un realismo radical y modernista que ponía en evidencia las limitaciones ideológicas del viejo realismo. En todo caso, las modernidades del Nuevo Cine Latinoamericano y de la Nouvelle Vague francesa resultaron estar en contrapunto, y con razón Jameson compara la teoría cubana del «cine imperfecto», formulada por Julio García Espinosa –uno de los fundadores del ICAIC–, con las prácticas contemporáneas de cineastas contestatarios del Primer Mundo, como Godard. Ambas presentan un reto a los códigos dominantes del realismo genérico y lo subvierten para producir un conjunto de realidades figurativas distinto, en el cual, por lo menos hasta cierto punto, hay reconocimientos mutuos, como lo prueba la recepción entusiasta dada al cine latinoamericano por las vanguardias europeas de la cultura fílmica.

Para los latinoamericanos, cuya relación con el público nacional era mucho más tenue, el reconocimiento que encontraron en Europa como embajadores de las estéticas antiimperialistas los ayudó a aseverar su sentido de identidad como vanguardia de una política cultural revolucionaria, sin eliminar la posibilidad de que continuara sirviendo como un «otro» imaginario para los europeos. Desde la perspectiva metropolitana, descubrir que la periferia no permanece inmóvil causó una gran sorpresa; ya no era cierto pensar que los que viven en una condición de privación colonial o poscolonial estaban «atrasados» porque en dichas películas pasan a ser contemporáneos, en todos los sentidos, de los que poseen lo que a ellos les falta (lo cual no les faltaría si aquellos no lo poseyeran).

III

La modernidad no es solo un marco estético, también es cognitivo. Así, una de las contribuciones del Nuevo Cine Latinoamericano de los años sesenta fue que desempeñó un papel crucial en alentar la reevaluación teorética y académica de temas y cuestiones que nos preocupan tanto hoy bajo el signo de la posmodernidad –cuestiones de identidad y memoria, de diferencia y de sujeto, de hibridez cultural y de nación Estado poscolonial, etc.–, ya que fue la pantalla la que primero les dio visibilidad. Como el poeta Shakespeare, le da forma a lo desconocido, lo modela, le proporciona a una nada etérea un nombre, y la ubica. O, si se usa el vocabulario teórico modernista (o posmodernista), el cine pasa a ser una fuente generadora de aproximaciones a la realidad social vista mediante historias locales particulares, que solo se presenta como saber conceptual cuando de manera plástica es traducida en la pantalla a las disciplinas y a los discursos de conocimientos formales (una descripción tendenciosa esta, por la primacía que parece otorgarle al saber conceptual sobre el conocimiento adquirido por la experiencia y el conocimiento estético de los cuales origina, lo que, en el peor de los casos, acaba por producir un conocimiento teórico sin base en la experiencia). Ahora, como se sabe, «lo visible» es una problemática de la posmodernidad, una superficie resbaladiza de transparencia falsa, un simulacro, la trampa del imaginario. Sin embargo, hace algunos años la declaración fundacional del Grupo de Estudios Latinoamericanos Subalternos con razón rindió homenaje a las películas de Fernando Birri y la escuela de cine documental de Santa Fe; al Cinema Novo brasileño; al ICAIC; y en Bolivia, a Jorge Sanjinés y el Grupo Ukamau, todos los cuales no solo rompieron con la tradición de tomar la burguesía criolla como representante genérica del sujeto social de la historia latinoamericana, y en su lugar, presentaron al subalterno, tanto urbano como rural, sino que también, con esta ruptura cuestionaron la primacía de los paradigmas figurativos eurocéntricos y de Hollywood.6

El Grupo añade que aun cuando estas obras abordaban problemas de género, raza y lenguaje, seguía adhiriendo a una certeza epistemológica propia del marxismo acerca de la naturaleza de los actores históricos, a la cual la Revolución cubana otorgaba un prestigio nuevo. Es cierto, pero desde otra perspectiva podría ser malinterpretado. De hecho, el cine cubano fue ejemplar en un aspecto crucial: rechazó el modelo estalinista del realismo social, y asentó el principio de la experimentación estética, conforme a la famosa fórmula de 1961 de Fidel Castro: «Dentro de la Revolución, todo, contra la Revolución, nada». El destino de dicha fórmula es otro asunto. Lo que conviene

subrayar aquí es que al ganar esa batalla estética en el ámbito político, el cine cubano de los años sesenta se convirtió para todos los demás en un modelo no sectario que fomentó el reconocimiento de la heterogeneidad, con implicaciones de gran alcance. Desde el comienzo, dicha diversidad incluye la emergencia de nuevos géneros que los críticos identificarán más tarde como modos característicos del discurso posmoderno; en particular, porque el nuevo cine se derivaba del documental, del género testimonial y de la fecundación cruzada del documental y la ficción, unas tendencias que, en nombre de la empresa vanguardista, orientaban los parámetros de representación hacia la diversidad de las voces marginales y subalternas que las películas se proponen representar. Se produce entonces en los años sesenta y setenta un movimiento doble: por una parte, aumenta el número de cineastas, voces autorales individuales que usan formas de expresión modernistas; por otra, aumenta la presencia de voces de otros individuos representados. El resultado de este movimiento doble es la mayor presencia de la heterogeneidad por debajo de la superficie del subdesarrollo. Es como si la llegada de la modernidad en América Latina produjera un efecto multiplicador.

Eso explica en parte por qué un observador latinoamericano como José Joaquín Brunner habla de la heterogeneidad cultural en América Latina como una especie de posmodernidad avant la lettre, ya presente en la modernidad, o por qué Fernando Calderón cree que los años sesenta (a los cuales llamó «los años de esquizofrenia trágica y lúcida») dieron origen a impulsos no solo modernistas, sino también posmodernistas. 7 Carlos Rincón va más allá: hablando de las obras de García Márquez, Cortázar, Fuentes y otros, sugiere que no solo fueron rápidamente incorporados al canon del posmodernismo literario, sino que representan un elemento constitutivo de la condición posmoderna, por la fuerza de su alteridad, su conexión descentrada y descentralizante con la metrópoli.8 Estas perspectivas plantean cuestiones críticas sobre las relaciones culturales implícitas en la teoría del subdesarrollo, por lo menos con respecto a lo que se retrata convencionalmente como un camino que siempre lleva del centro a la periferia, la cual por lo tanto siempre permanece un paso atrás. Es como si ahora, al tratar de ponerse al nivel del centro, la periferia aun se adelantara a sí misma en un esfuerzo para entender lo que está pasando.

Por otra parte, según Néstor García Canclini, resulta completamente erróneo medir la modernidad latinoamericana con lo que él llama las «imágenes optimizadas» de los países en el centro, en parte, porque no se trata de un proceso de correspondencia directa, mecánica, entre la base material y las representaciones simbólicas, y en parte también por lo inadecuado de los principios concebidos en las metrópolis para evaluar las realidades locales latinoamericanas.9 Mariátegui ya nos advirtió del problema a fines de los años veinte en una crítica notable por ser un marxista latinoamericano de la periodización marxista ortodoxa del arte, según la historia de la lucha de clases en Europa –los períodos feudal, burgués y proletario– arguyendo que la historia latinoamericana seguía unas pautas distintas, con el periodo colonial seguido por la etapa cosmopolita, y la llegada del periodo nacional solo después de esta.10 La cultura del periodo colonial era aquella del conquistador, trasladado del centro a la colonia, y la fundación de repúblicas independientes señaló el inicio de la etapa cosmopolita; entonces se rompió con el control cultural inigualado de la potencia colonial original, y se asimilaron simultáneamente elementos de varias culturas extranjeras. (Eso nos ayuda a recordar que la mayor parte de América Latina es poscolonial desde hace casi dos siglos). Pero una cultura nacional solo surge cuando se logra plenamente la independencia política por la autodeterminación económica, y es por eso que el tercer periodo de Mariátegui resulta ser un ideal utópico ante la dinámica del subdesarrollo y la emergencia de la industria cultural transnacional. Pero, claro, es precisamente dicho utopismo el que pasó a ser la fuerza impulsora en Cuba en los años sesenta, y pronto contagió al resto de América Latina.

IV

Ya se prefiguraban deslices entre la modernidad y la posmodernidad en las primeras teorizaciones que el propio movimiento produjo acerca de lo que era. Las polémicas de los años sesenta como «Por un cine imperfecto» de Julio García Espinosa y «Hacia un tercer cine» de Solanas y Getino son mucho más que simples manifiestos de cineastas, son análisis detallados de cuestiones de praxis cultural, que a la vez proponen nuevas geografías culturales. La intención del primer ensayo era prevenir contra la perfección técnica que entonces, unos diez años después, empezaba a estar al alcance de los cineastas cubanos. García Espinosa sostenía que cualquier intento de igualar la «perfección» del cine comercial de la metrópoli estaba equivocado y contradecía los esfuerzos implícitos de un cine revolucionario, porque la superficie maravillosamente controlada del cine comercial era una manera de convertir al público en consumidor pasivo al adormecer su sentido crítico. Jameson llama a eso una estética alegórica en la cual la perfección técnica connota el capitalismo avanzado, y la «imperfección» corresponde al subdesarrollo, no como consecuencia de la necesidad, sino como un «voto de pobreza», renunciar voluntariamente a una estética suntuaria en señal de solidaridad con el Tercer Mundo. El rechazo del cine como espectáculo lo compartían plenamente Solanas y Getino, quienes, por su parte, al pedir un nuevo cine de liberación, invocan explícitamente el modelo de la doctrina de los tres mundos enunciada por los comunistas chinos en la Conferencia de Bandung, en 1955.

Sin embargo, desde la perspectiva de los argentinos, el Primer Cine y el Segundo Cine no corresponden al Primero y Segundo mundos sino que constituyen una geografía virtual propia. El Primer Cine es el modelo impuesto por la industria fílmica estadounidense, el cine de Hollywood, en cualquier lugar en que se encuentre, Los Ángeles, Bombay o Buenos Aires. El Segundo Cine lo identifican con el realismo psicológico del cine de auteurs y las películas artísticas, tampoco exclusivamente un fenómeno europeo, ya que existe en lugares como Buenos Aires. Políticamente reformista, es, sin embargo, incapaz de lograr cambios profundos, y es particularmente impotente frente al tipo de represión desatada por las fuerzas neofascistas como el ejército latinoamericano. La única alternativa, afirmaban, es el Tercer Cine, películas que «el sistema no puede asimilar porque están ajenas a sus necesidades », y que, de hecho, «se proponen luchar contra el sistema de manera directa y explícita». El cine militante y la práctica fílmica guerrillera son modelos privilegiados de dicho cine. Asimismo, este tipo de cine es posible en cualquier parte –y dan ejemplos de Estados Unidos, Italia, Gran Bretaña, y Japón– pero su «fuerza motriz se halla en los países del Tercer Mundo».11 Se opone tanto al Primero como al Segundo Cine, por su política y su estética, porque representa un esfuerzo colectivo que evita tanto la división industrial del trabajo en el equipo de rodaje, como la visión privilegiada del auteur individual, con el fin de expresar la visión del subalterno.

Sin dudar, en muchos sentidos, dicho esquema es demasiado simple, y ulteriormente ambos autores introdujeron revisiones y matizaron algunos puntos, en especial, para ampliar la esfera del Tercer Cine, de modo que incluyera un amplio abanico de películas de estilos y formatos diferentes con tal de que se preocuparan todavía por dar voz a la alteridad (una actitud hacia la urgencia social del llamamiento estético compartida plenamente por cineastas como Glauber Rocha y Jorge Sanjinés). Lo importante aquí es que la idea de Tercer Cine incluía una reconfiguración del mapa mundial para producir un concepto poscolonial complejo de la pantalla como espacio figurativo. Como lo demostró Teshome H. Gabriel, esta idea corresponde a la dinámica que Franz Fanon descubrió en el proceso de descolonización, que pasa de la asimilación indiscriminada de los productos de la cultura dominante, a la fase indigenista, o del recuerdo, marcada por la nostalgia hacia un pasado legendario o folclórico, hasta la aparición de una tercera fase, combativa esta, ya que su objetivo es la descolonización cultural, política y económica.12 Conviene subrayar que Gabriel comenta acerca de las simplificaciones de esos esquemas al insistir en que las fases que proponen no siguen una simple progresión lineal, sino que surgen para plantearse como alternativas. De hecho, hay muchas películas que no encajan bien en las divisiones de ese modelo conceptual y combinan rasgos de varios modos de tratamiento, y suelen ser las más interesantes, una evaluación con la cual concuerdo totalmente.

Hay cierta afinidad entre el interés de Gabriel por los intersticios entre las categorías y la idea de hibridez cultural en la obra de Néstor García Canclini –la mezcla de géneros más allá de las fronteras estéticas y territoriales, la expansión de géneros impuros, la ruptura y renovación de la representación y del discurso simbólicos por la interacción constante entre lo local, lo nacional y lo transnacional– que ha llegado a ocupar un lugar preponderante en la posmodernidad, pero que, según García Canclini, es inherente a la condición latinoamericana. La cultura latinoamericana, como la ve García Canclini, es moldeada por las contradicciones entre tradiciones culturales con formas de racionalidad distintas (lo indígeno, el hispanismo colonial católico, el liberalismo modernizante) que, por su desarrollo desigual, producen varias temporalidades históricas que coexisten en un mismo presente (Jameson interpreta el realismo mágico de esta manera) y cuyo resultado ha sido generar formaciones híbridas en todos los estratos sociales.

La religión y la cultura populares son asimismo formaciones híbridas, en las cuales unos discursos simbólicos de orígenes diversos –precolombino, europeo y africano– se mezclan en varias combinaciones en una fusión sincrética. Y, claro, eso explica la riqueza y variedad de músicas populares o «folclóricas», como las llaman algunos, por todo el continente, tanto en el Norte como en el Sur. Pero entonces, a pesar de ser un medio completamente nuevo, importado a América Latina desde la metrópoli, el cine desempeña un papel crucial en este proceso, precisamente porque cruza las fronteras entre clases y entre culturas, reconfigurando fundamentalmente tanto las sensibilidades culturales populares como las cultas en el siglo xx, lo cual ofrece una manera de volver a leer la historia del cine en América Latina, tanto antes como después de la fase del Nuevo Cine Latinoamericano.

V

Si se representan de forma gráfica estos esquemas, la historia del cine y las distintas versiones de las etapas de evolución cultural, se pueden destacar no tres, sino cuatro fases en la historia del cine latinoamericano:

  • Primera fase: como en todas las otras partes, el periodo del cine mudo.
  • Segunda fase: la emergencia de las industrias cinematográficas comerciales a partir de los años treinta en los tres países más grandes.
  • Tercera fase: la emergencia del Nuevo Cine Latinoamericano a partir de fines de los años cincuenta.
  • Cuarta fase: el principio de la crisis del Nuevo Cine Latinoamericano en los años ochenta. En la primera fase, la del cine mudo, la producción local es completamente marginal. También es artesanal, pero al principio eso es así en todas partes. Dicha fase se caracteriza por la asimilación de los productos de la metrópoli, y los primeros ejemplos de cine criollo, entre los cuales figuran el cangaçeiro brasileño y la película gauchesca argentina; durante aquel periodo, en México se sigue otro curso, dado que se está filmando la Revolución –la mayor parte de dicho material se ha perdido y así ha dejado un hueco importante en la historia del cine–. La Revolución mexicana sirvió de escuela cinematográfica –la Primera Guerra Mundial desempeñará la misma función en Europa–, y el historiador de cine mexicano Aurelio de los Reyes13 opina que la destreza de los cineastas mexicanos para estructurar una narrativa documental superaba aquella mostrada por los estadounidenses. (Por otra parte, en aquella etapa no existía nada equivalente a la vanguardia de los años veinte en Europa o la Unión Soviética…)

La segunda fase, la cual sigue a la introducción del sonido, se caracteriza por una dependencia creciente del modelo de Hollywood, la sumisión a sus valores, conceptos y prácticas –el triunfo del Primer Cine–. Sin embargo, no se dio tanto la imitación directa de los géneros de Hollywood, como la elaboración de nuevas variantes apropiadas para las realidades nacionales en cuestión, diseñadas para explotar el capital cultural local, especialmente la música, la comedia y el paisaje: como en el caso de la chanchada brasileña, o la ranchera mexicana, que crearon un espacio para dichas industrias jóvenes. Pero la ventaja solo era parcial y pronto este tipo de variantes se vio amenazado desde el centro por unos productores que ya operaban transnacionalmente. Las películas clásicas de tango, de Carlos Gardel, no se filmaron en Buenos Aires, sino en París y Nueva York. Aquí vemos el cine operando ya en los años treinta en una forma que solo más tarde figurará debajo de la categoría de  globalización.

El cine local es totalmente cooptado en el sistema local, lo que significa que, por su dependencia de capitales extranjeros, tiene que hacer un pacto con el conservadurismo. Por lo tanto, en el caso del cine mexicano, Carlos Monsiváis se refiere a la conquista de la credibilidad con un público crédulo, que se adquiere idealizando la vida provinciana y el mundo rural, y con la demonización y la consagración del ambiente urbano, la exaltación del machismo, la transformación de defectos sociales en virtudes, etc. También considera que el cine desempeñó un papel importante en la unificación de la moralidad pública, bajo los ojos de la censura ejercida por el Estado, la Iglesia y los representantes oficiales de la familia. Pero a su vez, elaboró imágenes de la comunidad que, a pesar de ser falsas, resultan eficaces y duraderas, como son el cine del pobre, la cultura de los barrios, el machismo.

Salles Gomes describe algo similar. La chanchada brasileña tomó como modelo parcial los musicales estadounidenses, pero con raíces en el teatro cómico brasileño y el carnaval, sobre el cual el crítico brasileño escribe que, mientras que el universo construido por las películas norteamericanas era remoto y abstracto, los fragmentos que se burlaban de Brasil en dichas películas por lo menos describían un mundo vivido por los espectadores. El cine de Hollywood provocó una identificación superficial con el comportamiento y las modas de una cultura de ocupación; en cambio, el entusiasmo popular por los pícaros, bribones y holgazanes de la chanchada sugirió la polémica de la fuerza ocupada contra la fuerza de ocupación.14

Mientras ocurría eso en el cine, en otros campos de cultura más tradicionales –en particular la literatura y la pintura– florecía una modernidad latinoamericana auténtica. Incluía, en la tendencia conocida con el nombre de «indigenismo» presente en varios países en la vanguardia de los años veinte y treinta, el pasaje a la etapa de recuerdo de Fanon. Hay un eco de aquella vanguardia en figuras aisladas como Humberto Mauro en Brasil, o en la calidad artística individual del cineasta mexicano Gabriel Figueroa.

Si la mitad del siglo trae un cambio hacia una forma más vinculada al cine de auteurs, del tipo que Solanas y Getino llamaron el Segundo Cine, cuando los productores locales tratan de atraer a más espectadores de clase media, lo que ocurre a fines de los años cincuenta y en los años sesenta es un cambio que, por una parte, parece llegar al cine desde afuera, como respuesta a imperativos políticos, y por otra, se asemeja a una explosión de frustraciones contenidas hasta entonces. En otras palabras, es el inicio repentino de la etapa combativa de Fanon, una irrupción de la imaginación utópica que coincide con el imperativo político de la tercera fase que planteaba Mariátegui: la lucha por una verdadera cultura nacional, reforzada por la victoria de la Revolución cubana. Este cine, que lucha conscientemente por alcanzar la descolonización, empieza por adoptar el modelo del neorrealismo, lo cual produce una ruptura con los géneros establecidos, más que nada en términos de la ubicación social de los temas, del argumento, de los personajes y del contenido; pero pronto se radicaliza, como para recuperar el tiempo perdido, y atiende no solo a la representación de la realidad social, sino al propio lenguaje cinematográfico. El movimiento se caracteriza por una serie de líneas-tendencias-impulsos paralelos que se entrecruzan de varias maneras: películas de combate, de denuncia, de investigación sobre asuntos sociales, de recuperación histórica y un nuevo cine indígena. En todos los países de la región hay testimonio social en una gran variedad de obras documentales. Lo que se describe en estos términos no son categorías herméticas ni exactamente géneros, sino más bien intenciones, modos de aproximaciones tanto al tema, como al público.

Bajo condiciones favorables, el nuevo cine llega a un público muy numeroso, especialmente en Cuba, por motivos que he examinado en otro trabajo. Pero eso es cierto también, por ejemplo, en Chile antes del derrocamiento de Allende, o en películas específicas como Yawar Mallku [Jorge Sanjinés, 1969], en Bolivia, o en el circuito de los cineclubes en Brasil, el cual a principios de los años ochenta abarcaba quinientos locales públicos. Estos ejemplos apuntan a un factor crítico: se trataba de un cine que prosperaba en los márgenes del mercado, y más allá de sus confines, un cine para el cual el voluntarismo cultural era más importante que la viabilidad comercial; un cine que podía establecer un contacto directo con la comunidad. Eso

se aplica tanto a Cuba –empujada a las márgenes del mercado internacional por el bloqueo estadounidense, y por consiguiente, libre de desarrollar un cine sobre una base cultural antes que comercial–, como a países tales como Argentina, Bolivia y Brasil, que recurrieron a formas alternativas de distribución. La diversidad del público que así se alcanzó se refleja en las películas cuyos estilos toman direcciones muy variadas en diálogo con las historias locales particulares. En Argentina la combatividad de La hora de los hornos [Fernando Pino Solanas y Octavio Getino, 1968] se dirige a la resistencia urbana, un público urbano en la clandestinidad. En Sanjinés, responde al discurso subalterno del indígena andino. En Brasil el movimiento de cineclubes atrae una intelectualidad urbana joven, y el Cinema Novo se transforma en el Udigrundi (cine de subcultura). Lo que estos casos comparten es primero su actitud desafiante que surge de las condiciones políticas en que tenían que operar: bajo una dictadura militar de la derecha (las más extremas de estas, como en Chile, acabaron con todas las formas de cine, como si todas tuvieran igual propensión a fomentar la oposición). En segundo lugar, comparten una insistencia en narrativas alternativas y lógicas figurativas distintas que quiebran la unidad imaginaria de la sociedad basada en las normas hegemónicas de la burguesía criolla. En nombre de una verdadera aspiración cultural nacional, es un cine que desbarata el concepto de nación como comunidad imaginaria, al darle imagen y voz al elemento marginal y subalterno que hasta entonces solo había recibido una representación de las más irrisorias, y había sido excluido sistemáticamente de la esfera pública. Según comenta Brunner: «En situaciones de heterogeneidad cultural importante, se cuestiona la noción misma de colectividad nacional».15 De hecho, ese es también uno de los temas principales del Nuevo Cine Latinoamericano, de Glauber Rocha en adelante, e indica que el cine constituye inevitablemente un sitio de contestación ideológica sobre las definiciones de nación, Estado, pueblo y país. Como observó Gerald Macdonald en un ensayo sobre el cine del Tercer Mundo, mientras que la región principal evocada en el discurso fílmico es la nación Estado, la nación Estado es un marco de referencia limitado e inadecuado para este fin.16 Eso se aplica particularmente a América Latina, donde en todas las naciones, el cine parece exacerbar una tensión entre distintas etnicidades, tensión que toma varias formas, de acuerdo con las historias locales particulares. Dichas etnicidades son principalmente el criollo, quien estableció la nación como entidad política y creó e impuso su sistema imaginario de codificación; el indígena precolombino, miembro de grupos lingüísticos cuyos límites no coinciden con las fronteras nacionales; y los exesclavos quienes, en su mayoría, comparten el idioma del criollo, pero conservan (e incluso trasmiten) vestigios culturales de sus antepasados africanos. Por lo tanto, ¿en qué consiste una nación?

Fanon mantuvo que se puede colonizar el pasado de una nación así como su territorio, y eso es precisamente lo que el Nuevo Cine destacó (y sigue destacando).

VI

En los ochenta, cuando dicho movimiento experimentó una crisis cada vez más profunda –crisis tanto de confianza como de identidad– contribuyeron a ella varios factores que, aunque en forma desigual, se observaron por toda la región; entre estos figuraban: una crisis de producción, un público menos numeroso y un cambio radical en el clima político.

La crisis económica afectó las industrias principales de Argentina y Brasil, ya que el Estado adoptó medidas de austeridad y retiró hasta sus formas míseras de apoyo. En Argentina la producción cayó de manera espectacular de cuarenta y seis películas en 1982, a cuatro en 1989. En Brasil ese mismo año había caído a veinte películas, de cerca de cien unos pocos años antes. En México, fue diferente: la producción alcanzó la cifra sin precedentes de ciento veintiocho películas en 1989, pero la mayoría de ellas, dice Patricia Aufderheide, «eran películas sentimentales baratas y películas de acción para el mercado hispano de los Estados Unidos».17 En México, la crisis de la producción vendrá más tarde, cuando con el ingreso del país al Tratado de Libre Comercio, las películas estadounidenses inundaran el mercado interno y la producción «se irá a pique incapaz de competir con un influjo masivo de películas gringas que los distribuidores pueden conseguir a bajo precio», como nota Alex Cox en un artículo publicado hace pocos años.18

Aufderheide afirma que la culpa por la pérdida del público de cine la tienen en parte las nuevas tecnologías, en particular el video casero. De hecho, hubo un cambio doble en la relación entre público y películas. Primero, ocurrió la pérdida del público que solía acudir al cine debido a la popularidad creciente de la televisión que como medio de comunicación de masas superó al cine en términos numéricos tanto en América Latina, como en el resto del mundo. A pesar de una línea divisoria cada vez más marcada entre ricos y pobres, la televisión se difundió incluso en barrios muy pobres. Hay poblaciones alrededor de capitales, como en Lima, que no tienen servicios sanitarios, pero cuyos habitantes disfrutan de la televisión al hacer una derivación de la red eléctrica. En Brasil, TV Globo se convirtió en un agente ideológico importante al demostrar la capacidad de la televisión para recrear la comunidad imaginaria de la nación a su imagen. Luego hubo la transformación, por el video, de la televisión en un nuevo medio de distribución –y por consiguiente de consumo– de las películas. Pero ninguna de estas novedades disminuyó la demanda de películas por sí misma. Al contrario, en América Latina, otra vez como en el resto del mundo, la televisión y el video han ampliado el mercado por la recapitalización del cine mediante una tecnología nueva, así el cine demuestra su poder para mantenerse en la cumbre del prestigio cultural entre todos sus públicos principales –popular o joven aficionado, o el propio mundo de los medios de comunicación–, a pesar de una competencia más intensa con formas rivales de diversión.

Pero quizás el elemento más crítico e ineludible de la crisis, para un cine fundado en una concepción política de sí mismo, fue la transformación del espacio político en el cual operaba por la democratización de los años ochenta. Según los comentaristas más perspi caces, este fue un proceso supervisado desde Washington en el cual las contrarrevoluciones neofascistas de los años sesenta fueron remplazadas por la normalización de sus políticas de derecha, so capa de una democratización –como lo ejemplificó la carrera del exdictador de Bolivia, el general y después presidente Hugo Banzer–. En resumen, las dictaduras han aparecido y desaparecido, y a pesar de unos signos contrarios aquí y allá, han dejado a algunos gobiernos orientados hacia las doctrinas neoliberales del mercado libre, que solo exacerban el desarrollo desi-gual y el subdesarrollo. Una deuda externa agobiante ha pasado a ser un factor permanente; el daño ecológico ha alcanzado proporciones de crisis; los medios de comunicación y de diversión han sido transformados por la expansión espectacular de la informática, en una nueva fase de desarrollo desigual. Ya en 1991, La última siembra, una película argentina por Miguel Pereira, trazaba la aparición de esos zarcillos en la zona rural del interior donde, después de haber estudiado en Estados Unidos, el hijo de un hacendado envejecido regresa a la finca con el fin de modernizarla e introducir las técnicas más recientes. El proceso empieza cuando ata una antena a la aguja de la iglesia, para vincular sus medios de comunicación –teléfono, fax y computadora– a los de su ansiado socio en Estados Unidos. Al final, dichos cambios significan el paso de la vieja forma económica de imperialismo –de lo que Eric Hobsbawm llama «el siglo veinte abreviado», que concluyó con el colapso de la Unión Soviética en 1991–, a la globalización sin trabas de una economía capitalista transnacional después del fin de la Guerra Fría. Sin duda, ha llegado el periodo de la posmodernidad.

Como en las otras regiones, los primeros efectos de la posmodernidad siembran la confusión, y la necesidad urgente de reexaminar la situación pasó a ser el tema del seminario en el Festival de Cine de La Habana en 1987, el cual, mientras tanto, se había convertido en la reunión anual más importante del movimiento. Según el relato muy útil que nos dejó Aufderheide, un hilo principal del debate fue la pérdida de relación con el público.19 El impacto de la televisión y de la democracia en una política cultural nutrida por la resistencia revolucionaria a la dictadura causó una desorientación grave (excepto en Cuba donde la Revolución tenía el poder, lo cual ocasionaba otro tipo de problemas), dado que el público ya no estaba movido por el mismo espíritu de resistencia que antes, y sin este, estaba debilitado el mandato para la innovación estética radical que el movimiento se había asignado. De hecho, a pesar del estímulo de la victoria sandinista en Nicaragua, la tendencia general de los años ochenta era inexorable –y aun en Cuba, que no era inmune a los cambios culturales más amplios y el nuevo cine pasaba a ser más populista–.

Para algunos, el origen de la crisis era claramente político, o mejor dicho, la pérdida de lo político. Cuando, Alfredo Guevara, el fundador del ICAIC, empezó a hablar de la misma manera de siempre acerca del «nexo sagrado entre la militancia y la poética», el productor mexicano Jorge Sánchez inmediatamente puso objeciones: «Pero la vanguardia política ni siquiera existe hoy» –Nota bene: eso ocurrió dos años antes de que los sandinistas perdieran las elecciones en Nicaragua, y tres antes del colapso del comunismo en Europa del Este–. «No solo no es como en 1967, sino que no hay una visión coherente de la izquierda en América Latina, excepto en Cuba».20 No obstante, para algunos miembros originarios del movimiento, eso no invalidaba las metas iniciales. Y García Espinosa preguntó: «¿Por qué lo llamamos el Nuevo Cine Latinoamericano? Porque estábamos decepcionados por lo que el viejo cine hacía, creando una versión autóctona de los peores códigos de Hollywood, y abriendo las puertas a la peor forma de pseudocultura».21 La meta seguía igual, incluso, con más razones que antes. Sin embargo, no era el mantra de quien estaba atrapado en el pasado, aferrado a verdades anticuadas –García Espinosa, el defensor del cine imperfecto, estaba en el centro de los eventos, transformando el ICAIC, del cual era entonces el presidente– Si habían perdido su relación con el público, afirmaba, necesitaban un lenguaje nuevo. Pero otros veían la situación en términos más absolutos.

Reproduciendo el comentario sin rodeos del cineasta venezolano Carlos Rebolledo: «Por motivos estéticos, morales e históricos, no podemos seguir engañándonos con un cine alternativo, esporádico y desigualmente nacional. O bien entramos de una vez para siempre en el mundo del Espectáculo, o bien nos quedamos atrás estancados en una farsa trivial».22

El crítico de cine español Manuel Pérez Estremera adoptó una perspectiva más sobria según la cual cualesquiera sean las ventajas y los peligros, en el extranjero se identificaba al cine latinoamericano con el movimiento del Nuevo Cine Latinoamericano, profundamente caracterizado por su dignidad y su realismo humanista. Existía el peligro de que la búsqueda de un público más amplio y de mercados extranjeros apartara ese cine «de sus raíces temáticas y narrativas». Además, el esfuerzo estaba condenado al fracaso, ya que los grandes mercados comerciales extranjeros estaban bien cerrados. Lo que las películas latinoamericanas podían hacer, sin embargo, era ofrecerles a los mercados especializados, o nichos, «variedad, imaginación, historia, logros literarios originales y populares, compromiso político y ético, juventud, autocrítica, rigor expresivo, análisis de su propia identidad y bajos costos».23 Se puede discrepar de la interpretación del mercado propuesta por Pérez Estremera –en particular, el hecho de que el crítico español evita la cuestión difícil de la expansión del público hispano en Estados Unidos–, pero no se puede cuestionar el hecho de que opera internacionalmente y tiene implicaciones muy graves para las clases de películas que se hacen. Esa es la realidad de la economía global. Es como si los únicos mercados que las empresas transnacionales no se han repartido fueran los mercados especializados, pero aun estos son muy competitivos: en los nichos ninguna de las cualidades que uno puede vender basta, si el precio no se mantiene bajo.

VII

Si Pérez Estremera tiene razón cuando dice que el cine latinoamericano no es nada excepto variedad, imagi nación, historia, etc., en resumen, sin su heterogeneidad estética, entonces también es cierto que los términos del debate de 1987 en La Habana no han sido asimilados. Ya describen el presente, los dilemas que caracterizan la situación contemporánea, la condición posmoderna. Y propongo que lo que sale a la luz cuando se pasa revista a la producción muy abi-garrada del último decenio, es que el cine latinoamericano en su fase posmodernista desarrolla tendencias ya presentes en el paradigma de un cine de diferencia radical que lo precedió. Es como la realización de un proyecto que empezó en el período de la modernidad, en el cual la América Latina imaginaria representada en la pantalla constantemente sufre fragmentaciones y escisiones. Es un cine que representaría imágenes y voces de lo que previamente era territorio prohibido, la heterogeneidad debajo de la superficie del subdesarrollo. Es un sistema de valores según el cual, en principio, nadie podía descartar de antemano ninguna tendencia que pudiera surgir en el intento de renovar continuamente el lenguaje cinematográfico. Pero en ese caso no habría ninguna ruptura entre los periodos de la modernidad y de la posmodernidad, sino una extensión de tendencias, cuestión de reducir las diferencias a la decoración del trasfondo. Pero no es lo que se observa en el cine latinoamericano. Lo que se ve más bien es la persistencia del imperativo de dar testimonio de las historias locales que nos lleva a los intersticios, los márgenes, y las periferias. Pienso en películas como La estrategia del caracol [1993], de Sergio Cabrera; Macu, la mujer del policía [1987], de Solveig Hoogesteijn o más recientemente, Amores perros [2000], el debut extraordinario de Alejandro González Iñárritu, que todas nos llevan a los intersticios urbanos. O en el extremo opuesto, pienso en películas sobre el exilio interno y no sorprenderá que los mejores ejemplos procedan de Chile, como Archipiélago (Pablo Perelman, 1992), y La frontera (Ricardo Larraín, 1991). En Argentina, son películas sobre la amnesia de la guerra sucia, como La boda secreta (Alejandro Agresti, 1989). Todas esas son películas ubicadas en zonas remotas y marginales, las regiones más periféricas dentro del territorio nacional, zonas de subdesarrollo dentro del subdesarrollo (lo que, claro, no es nada nuevo en el cine latinoamericano). Aun una película como la de Alfonso Arau, Como agua para chocolate, [1992] que ensaya la nacionalidad mexicana mediante la combinación exótica de realismo mágico, comida y revolución, es a la vez una película de la frontera, como otra película mexicana reciente, El jardín del Edén [1994], de María Novaro.

En estas películas el lugar se representa frecuentemente en términos de ausencias estructuradas: son películas que evocan los efectos de fuerzas externas de gran amplitud, cuya presencia se siente de varias maneras, tanto directas como indirectas, sin siempre tener que ser nombrada para que sea identificada. En resumen, casi siempre se ubican explícitamente en el mundo globalizado que hemos ido describiendo, en contraste obvio con el espacio figurativo de las películas de la metrópoli, en las cuales típicamente el resto del mundo no existe, o cuando existe, siempre es hasta cierto punto exótico.

Aquí, y para concluir, tomo como paradigma Un lugar en el mundo (Adolfo Aristaraín, 1992), una obra maestra del realismo social. El lugar en cuestión, un rincón rural de la provincia de San Luis, quinientas millas al oeste de Buenos Aires, entre las pampas mojadas y los Andes, se halla en una red compleja de planos privados y públicos. Primero, la historia está enmarcada por unas escenas retrospectivas de recuerdos de un joven que viaja para visitar la tumba de su padre; dichas escenas establecen una otredad y distancia ya que el personaje mira su pubertad como se mira un país extranjero. En segundo lugar, está la llegada de un extranjero, un geólogo español con un apellido alemán, asalariado de una multinacional, que viene para reconocer el terreno, no porque tiene interés en el petróleo, como piensan inicialmente, sino para un proyecto hidroeléctrico. En tercer lugar, se halla la historia comunicada por los protagonistas principales, de una lucha contra una dictadura. En cuarto lugar, está la dependencia económica: las formas en que funciona el mercado, de las cuales depende el destino de la cooperativa de ganaderos ovinos, ese mercado que vincula el pueblo con la región, y más allá. En quinto lugar, figura la vida moderna, representada por la visita a la capital regional, donde hay medicamentos que recoger para la clínica y un cine al cual acudir. En sexto lugar, se encuentra la autoridad, representada por la Iglesia, que desaprueba a la monja por el trabajo al que se dedica.

El espacio en Un lugar en el mundo es realista, el lugar es alegórico. Jameson calificó a las películas del Tercer Mundo como «alegóricas por necesidad» (la traducción es mía), porque aun cuando narran historias aparentemente privadas, despliegan metáforas sobre los vínculos inextricables entre lo personal y lo político, lo individual y lo nacional, lo privado y lo histórico.24

En una película como esta, sin embargo, la dimensión alegórica no reside tanto en la propia narrativa, la cual es perfectamente explícita, sino en su ubicación dentro del espacio figurativo –aquella amalgama de espacio y lugar que la pantalla constituye– que aquí no solo funciona como un microcosmos social y como un personaje en el drama, sino también como encrucijada de un conjunto de relatos. El título de la película tiene su resonancia porque el mundo en el cual tal lugar se ubica es de planos y dimensiones múltiples.

La preocupación por la multiplicidad es una parte crucial de lo que entendemos por sensibilidad posmoderna, pero adquiere aspectos diferentes según el lugar donde uno la ve. En la metrópoli significa el descentrar la pérdida de convicción en la historia tradicional, pero en el Tercer Mundo reinscribe la periferia como un sitio de contranarrativa, o si tomamos una frase de Jameson, un nuevo tipo de historicismo. Rincón ha criticado a Jameson aduciendo que este usaba un concepto demasiado amplio de «la experiencia del colonialismo y del imperialismo» que, según señala, no se reconoce en la metrópoli, pero que reprime las diferencias dentro de las culturas de la periferia. Sin embargo, la diferencia entre estos dos comentaristas es más bien complementaria, se deriva del examen del mismo conjunto de fenómenos desde lados opuestos. Entonces, esto sería la respuesta a mi pregunta inicial: ¿Es el posmodernismo del cine latinoamericano contemporáneo el mismo posmodernismo nuestro en el Norte? La respuesta es: es idéntico y es diferente. Pero es esta última dimensión, la diferencia, lo que resulta tan fascinante y les da a dichas películas su profunda humanidad.

Notas

1 Véase Paulo Emilio Salles Gomes, Cinema: trajetória no subdesenvolvimento, Río de Janeiro, Paz e Terra/Embrafilme, 1980.

2 Thomas Guback, The International Film Industry, Bloomington, Indiana University Press, 1969, pp. 7- 8.

3 Joseph P. Kennedy (ed.), The Story of the Film, Harvard University, Chicago, A. W. Shaw & Co., 1921, pp. 225-226.

4 Jorge Ventura, citado en inglés por Patricia Aufderheide, The Daily Planet: A Critic on the Capitalist Culture Beat, Minneapolis, University of Minnesota Press, 2000, p. 241.

5 Fredric Jameson, Signatures of the Visible, New York, Routledge, 1990, pp. 156-157.

6 «Latin American Subaltern Studies Group, Founding Statement», en John Beverley, et al., eds., The Postmodernism Debate in Latin America, Durham, Duke University Press, 1995, pp. 138-139.

7 José Joaquin Brunner, «Notes on Modernity and Postmodernity in Latin American Culture», en J. Beverley, et al., eds., ob. cit., p. 40; y Fernando Calderón «Latin American Identity and Mixed Temporalities; or, How to Be Postmodern and Indian at the Same Time», ibídem, p. 59.

8 Carlos Rincón, «The Peripheral Center of Postmodernism: On Borges, García Márquez, and Alterity», citado en J. J. Bruner, ob. cit., p. 224.

9 Néstor García Canclini, Hybrid Cultures. Strategies for Entering and Leaving Modernity, trad. Christopher L. Chiappari and Silvia L. López, Minneapolis, University of Minnesota Press, 1995, pp. 44, 48 y 50.

10 José Carlos Mariátegui, Siete ensayos de interpretación de la realidad peruana [1928], Barcelona, Crítica, 1976.

11 Fernando Solanas y Octavio Getino, «Hacia un tercer cine» [1969], en Michael Chanan, ed., Twentyfive Years of the New Latin Cinema, BFI/C4 (British Film Institute/ Channel 4), 1983, p. 21.

12 Teshome H. Gabriel, Third Cinema in the Third World: The Aesthetics of Liberation, Ann Arbor, Mich., UMI Research Press, 1982.

13 Aurelio de los Reyes, Los orígenes del cine en México (1896-1900), México, DF., UNAM, Cuadernos de Cine, 1973.

14 P. E. Salles Gomes, ob, cit.

15 J. J. Brunner, en J. Beverley et al., eds., ob. cit., p. 49.

16 Gerard Macdonald, «Third Cinema and the Third World», en Steward Aitken & Leo Zonn, eds., Place, Power, Situation, and Spectacle. A Geography of Film, Lanhman, Md., Rowman & Littlefield, 1994, p. 28.

17 P. Aufderheide, ob. cit., p. 241.

18 Alex Cox, «Lights, camera, election», en The Guardian, Saturday, February 26, 2000.

19 «New Latin American Cinema Reconsidered», en P. Aufderheide, ob. cit., pp. 238-256.

20 Ibídem, p. 244.

21 Citado en P. Aufderheide, ob. cit., p. 250.

22 Carlos Rebolledo, «Hacia la universalización de nuestra identidad. Tema de reflexión y de acción», en El nuevo cine latinoamericano en el mundo de hoy, México D. F., UNAM, 1988, p. 78, citado por P. Aufderhheide, ob. cit., p. 245.

23 Ibídem, citado por P. Aufderheide, ob. cit., pp. 246- 247.

24 Fredric Jameson, «Third World Literature in the Era of Multinational Capitalism», Social Text, 15 (Fall 1986).

Tomado de: http://www.cubacine.cult.cu 

Leer más

El diálogo interno en la obra de Tomás Gutiérrez Alea

Tomás Gutiérrez Alea Cineasta Cubano. (La Habana, 1928-1996)

Por Michael Chanan

Un poco antes de la filmación de Fresa y chocolate, la penúltima película de T. G. Alea, murió Néstor Almendros, camarógrafo asociado con la nouvelle vague francesa y amigo de Alea desde la juventud —juntos hicieron en 8mm los primeros ensayos fílmicos de los dos futuros cineastas—. Después, como consecuencia de la revolución cubana, sus trayectorias se separaron. Alea se quedó en el país, Almendros, hijo de exiliados españoles, regresó a Europa donde se encontró entre los jóvenes cineastas franceses. Años después produjo Conducta impropia, documental que alegaba la represión de homosexuales en Cuba y, según tengo entendido, financiado en parte por la CIA. Alea, sin negar de ninguna manera la homofobia del partido comunista —todo al contrario— opinó sobre aquel documental de su viejo amigo, que resultaba como lo peor del realismo socialista al revés.

Cuando se estrenó Fresa y chocolate en Madrid, me fui para allá a ver la película y hablar con Alea. Al salir de la proyección, ya le hice una primera pregunta. ¿No es la película de cierta manera una respuesta a Almendros? Alea afirmó que por cierto, a causa de la noticia de su muerte, pensaba en él antes de empezar la filmación, y «entonces pensé que esta película hubiera podido ser una respuesta a Néstor, es decir, me hubiera gustado mucho que él la hubiera visto y quizás a partir de ahí hubiéramos reanudado un diálogo, quizás».

Hoy en día, después de leer a Derrida sobre la política de la amistad, diría yo que los dos estaban en una conversación de amigos que después se hicieron enemigos. Pero ya en aquel momento, encontré la clave para la entrevista que íbamos a grabar en los días siguientes: considerar sus películas, una por una, preguntándonos cuál fue el núcleo del diálogo interior de la película: ¿a quién, sobre qué asunto, está dirigido el acto comunicativo? Se ha publicado sólo una sección de la entrevista que todavía queda inédita en su totalidad. Aprovecho pues esta oportunidad para presentar algunos puntos de aquella conversación sobre el diálogo interno en la obra de nuestro querido Titón.

Si se toma la idea del carácter dialógico de la obra de arte que se encuentra en Mikhail Bakhtin, lo que se ve en un caso tan ejemplar como el cine de Alea —es decir, la obra de un artista de conciencia coherente con el mundo en que vive y sus esferas social y política— es que las películas encierran diálogos internos, que operan en diferentes niveles. Decir internos es señalar un aspecto de la realidad. Por un lado, que estos elementos quedan hasta cierta medida escondidos, por otro, que son aspectos intrínsecos de la concepción de la película. Si quedan escondidos puede ser porque el film siempre oculta aspectos de su propia fabricación, pero hay otras razones. Por ejemplo, porque señala una preocupación privada que motiva la narrativa pero no entra en ella. Se pueden distinguir tres o cuatro niveles principales, que no son siempre separables; a veces forman un nexo que muestra diferentes rostros.

Ya mencionamos el diálogo con gente específica, como en el caso de Almendros en relación con Fresa y chocolate. También se da el caso del diálogo con la realidad social, sea la realidad contemporánea, en los ejemplos de Memorias del subdesarrollo y Fresa y chocolate, o sea la realidad histórica en Una pelea cubana contra los demonios o La Última cena. Se nota que todas estas películas están basadas en textos escritos —adaptaciones de obras literarias en el caso de lo contemporáneo, o en el caso histórico, tomando episodios del pasado contados por historiadores. De hecho, casi todas sus películas son adaptaciones de algún tipo, lo que sugiere en este contexto que Alea habitualmente construye su visión sobre la base de otro diálogo, entre la cultura literaria y la del cine.

El tercer punto es un diálogo con el cine mismo, el constante flujo de la intertextualidad que se refiere a ciertos estilos modelos (como el neorrealismo italiano o la comedia Hollywoodiana), o ciertas personalidades artísticas (para Titón, sobre todo la figura de Buñuel) y a ciertas técnicas cinematográficas identificables con cierto director o cierta película. Encontramos ejemplos de todo esto. Finalmente, hay que agregar otro proceso de diálogo, ligado al tercer punto pero interno a la película, es decir, el diálogo creativo del quehacer cinematográfico, como pasa entre director y camarógrafo, y que necesariamente no se muestra salvo en la forma final en la pantalla.

Estos diálogos se cruzan y se nutren uno del otro. Cuenta Alea a propósito de Una pelea cubana contra los demonios: «No sé en qué momento empecé a descubrir el cine brasileño interesante, pero sí sé cual fue el momento más impactante. Ya había empezado a trabajar en un tema a partir de un libro de Fernando Ortiz, y había empezado a desarrollar una historia, un argumento de ficción basado en esos hechos que él narra, comenta, analiza. Trabajo en esa idea con varios amigos, durante años, pero no logro encontrar la manera de hacerlo. Sigue: «Ya tenía esa idea de hacer esa película desde años antes y de pronto veo Dios y el Diablo en la Tierra del Sol (de Glauber Rocha) y me impactó tremendamente, me pareció una película extraordinaria y me daba un poco claves para desarrollar esa historia». Estas claves son incluso modelos estéticos, como una forma de actuación —grandilocuente, hiperbólica— o la utilización de la cámara, «una manera de contar» «una cierta exasperación que hay en toda la narración» —éstas son las frases que utiliza Alea para describir el asunto.

Resulta que esto es también ejemplo de un diálogo de amigos. Dice Titón que él y Rocha fueron «muy amigos» en el tiempo que estuvo en Cuba: «nos comunicábamos muy bien, estábamos mucho juntos. Pero hacíamos cosas ya muy distintas. Ahora El Dios y el Diablo, como es evidente, sí tuvo una influencia directa en el tono con que está narrada La pelea».

Otro caso es la relación de amigos que tuvo Titón con Sara Gómez, que de nuevo me recuerda à Derrida, pero esta vez, en la medida en que el futuro de esa amistad es la muerte. La relación pasa por varias etapas, desde la de maestro con discípulo en que el primero aprendió del segundo, hasta que Alea termina con Julio García Espinosa la propia obra de Gómez, cuando murió antes de acabar su primer largometraje, De cierta manera. Pero no acaba aquí, porque viene otra película, Hasta cierto punto, que toma el mismo tema del machismo que aquí Alea dirige hacia el mundo del mismo cine cubano. Es decir que Hasta cierto punto trata, no simplemente del problema del machismo y su representación, sino que, a través de la incorporación del video que filmaron en los muelles en la etapa investigativa, presenta una encuesta sobre la distancia entre diferentes representaciones de la misma realidad, captada por diferente tipo de lentes y con diferentes intenciones. Resulta que el diálogo interno en Hasta cierto punto se relaciona, dentro del mismo gesto, con una persona (Sara Gómez), con una realidad (machismo, paternalismo), y con el cine.

El diálogo estético-amistoso que se encuentra en estos casos, se transforma en algo más distanciado cuando se trata de otros cineastas contemporáneos de Titón en Europa. Habla de Memorias como «ejemplo que se toma del cine de otros, de otra cinematografía, ni siquiera se puede definir —no es Antonioni o Resnais— aunque están ahí todos ellos, pero es una respuesta muy desde adentro de nuestra realidad. Digo que también Antonioni me aburre pero del mismo modo me da la clave de un tono de contar en algunos momentos».

Tener perspectiva sobre estos diálogos múltiples nos exige regresar a los principios, cuando el cine de Alea empieza, como es bien conocido, por el modelo del neorrealismo italiano del que se nutrió durante sus estudios de cine en Roma a principios de los 50. Es inevitable que el asunto del tipo de cine se cruce con la cuestión de la realidad en sí misma. El diálogo con la realidad contemporánea del momento revolucionario en su primera película Historias de la Revolución fue para Alea frustrante, por una razón muy irónica. Al hacer su primera película, el nuevo Instituto de Cine, el ICAIC, tuvo la suerte de que vino a Cuba como camarógrafo el mismo Otelo Martelli, el director de fotografía de Paisà de Rossellini. Además, dice Alea, «Historias está concebida sobre el modelo de Paisà directamente. Pensamos que era el modelo adecuado para hacer una película sobre el proceso de la revolución, de la misma manera que Rossellini había hecho cinco cuentos de la etapa de la liberación de Italia al final de la guerra. Pero el problema es que ya después de Paisà Martelli había evolucionado de la misma manera que evolucionó todo el movimiento neorrealista, y la última película que había hecho antes de Historias de la Revolución era La Dolce Vita (de Fellini) que es una película que tiene otro tono, otra textura totalmente distinta. Yo quería hacer una película muy directa, lo menos mediatizada posible por los aparatos técnicos, pero no pude, era mi primera película y ya Otelo Martelli era un director de fotografía con mucha experiencia y él impuso su estilo».

Sigue Las doce sillas, donde el encuentro con la realidad social es matizado no sólo por otro camarógrafo, Ramón Suárez, sino también por su forma de comedia, forma que sirve para captar la realidad dentro de un doble enfoque que permite reírse de sí mismo. Pero de una manera más sorprendente, hay aquí otro encuentro con la revolución de 1917 en que fue escrita la novela en que está basada la película. Es decir que la película se dirige a su público a dos niveles. Para el público popular, que no conoce ni el intertexto literario ni la historia, la película funciona de manera muy cubana, «para brotar de nuestra propia realidad» como lo expresa Alea. Mientras que para un elemento más culto del mismo público, tiene otro nivel, donde nada es directo sino que evoca un eco de rumores de otras partes.

Hay también en Las doce sillas otro aspecto del diálogo con la realidad pero escondido dentro del momento de la filmación, y sobre el cual escribió Titón ya cuando salió la película que durante la filmación tuvo que enfrentar una realidad cambiante hasta el punto que, después de escoger un lugar para el rodaje, cuando se regresaba para filmar, se había transformado en otra cosa. El dinamismo de aquel momento inicial de la revolución producía cambios incluso físicos, se veía la ciudad transformándose: un edificio donde se vendían automóviles se transformó en un organismo del Estado para la libreta de racionamiento, o una casa grande se convertía en escuela: «Buscábamos una locación, ya la teníamos establecida, y cuando íbamos a filmar ya estaba transformada en otra cosa. Eso no aparece en la película, eran algunos de los problemas con los que tropezábamos a la hora de filmar, forma parte de la historia que se oculta en la película. Ahora es cierto que en aquella época, mi aptitud hacia el cine partía de una formación neorrealista, que pretendía ser básicamente objetiva pero siempre con una aptitud crítica, pero también es verdad que el neorrealismo se queda muy corto en esa crítica. Es decir, no te permite ir al fondo de la realidad, destapar capas más profundas para acercarnos más a lo que está sucediendo y revelar una verdad más profunda, porque el neorrealismo se queda en la superficie».

Agrega Alea: «Yo creo que el tránsito hacia esa manera de ver el cine un poco más analítico, un poco más conscientemente, más profundizadora en la realidad, fue desarrollándose poco a poco». Pero quizás la dificultad de acercarse a esa realidad cambiante día a día explica que, en la película siguiente, Cumbite, Alea se aleja de Cuba para hacer una historia de Haití, la única de sus películas ubicada fuera de Cuba (aunque todavía filmada en la isla) y según dice, «la menos personal». Pero no está totalmente divorciada de lo cubano y su realidad social, sino que plantea la cuestión de la presencia de la cultura afro-cubana en forma un poco oblicua, tema al que regresará más tarde en La última cena.

En su cuarta película, La muerte de un burócrata, vuelve a la Cuba contemporánea y al género de la comedia. Sin embargo, no es simplemente una comedia con algunas referencias a la comedia de Hollywood, sino que la forma misma de concebir la historia se fundamenta en la tradición Hollywoodiana de comedia anárquica, pasando por las películas del Gordo y el Flaco, el espíritu de los hermanos Marx, hasta Jerry Lewis. Es decir que, después de empezar con el neorrealismo, aquí se recuerda que Hollywood también pertenece a la cultura del cine en Cuba. La película recuerda que esta tradición anárquica es también revolucionaria. Las parodias de los cómicos norteamericanos fueron, por supuesto, conscientes y deliberadas, pero, explica Alea, «la película no me la planteé racionalmente, fue una descarga emocional. Es decir, fue una necesidad de hacer una catarsis con todos los problemas que estaba yo sufriendo personalmente de la burocracia, y ver cómo el país se burocratizaba de tal manera que el individuo era poco menos que impotente frente a ese aparato monstruoso. Entonces era una manera de descargar contra la burocracia. Ya que no podía ajusticiar a todos los burócratas, lo hacía en la pantalla». Esto corresponde a su manera de ser. Partió de preocupaciones personales porque sintió que coincidían o se parecían mucho a la experiencia popular. Es decir que seguía también dialogando con su público.

Sin embargo, por aquel entonces, su próxima obra lleva el diálogo con el público a otro nivel a través de una provocación insólita: presentar, en Memorias del subdesarrollo, un protagonista poco simpático, que vive una relación muy ambigua con la Revolución. De repente, con esta película, Alea penetra directamente dentro de la acuciante realidad inmediata de la Revolución, sin comedia y deshaciéndose de la lente objetiva del neorrealismo. Sólo que cuenta una historia de unos pocos años atrás. Utilizar para esto, elementos del nuevo lenguaje del cine europeo, como ya hemos dicho, significa que rechaza totalmente el menor componente de realismo socialista. En efecto, aquí el protagonista viene de la misma clase burguesa que el director y la película es un complejo entramado de psicología individual y drama histórico. Además tiene un tono sumamente subjetivo y personal. No se puede evitar la sospecha de pensar que Sergio en Memorias es el alter ego de Titón que aquí se encontraría en diálogo consigo mismo. O tal vez Sergio es el personaje en el que no se convierte Titón pero que en otras circunstancias hubiese podido ser. De todas formas, hice la pregunta que había que hacer: «¿Hasta qué punto te identificas con tu protagonista Sergio? El intercambio que tuvimos fue muy interesante.

Contestó Alea: «Hasta el punto de tener una mirada crítica hacia esa realidad, pero rechazo al protagonista, me doy cuenta de que no tiene nada que ver conmigo a partir de que él se comporta como un espectador frente a la realidad y yo, no. Yo estoy siempre participando de una manera activa en la realidad. Sí, me identifico con algunas de las críticas que él hace desde su punto de vista hacia esa realidad, pero no soy de ninguna manera el protagonista».

Sergio como espectador, Memorias del subdesarrollo

Se me ocurrió preguntarle: «¿No compartes su independencia intelectual? ¿Nunca has sido militante del Partido?

Contestó Alea: «No, por supuesto».

Yo insistí; ¿Por qué? Por supuesto

Alea: «No, no podría. El Partido está muy bien en tanto une fuerzas que se dirigen a un objetivo común y hasta ahí yo lo apoyo, pero creo que eso de que tú hablas, de la independencia intelectual, es que para mí eso es una cosa muy personal y el Partido, tal como se comporta, pretende ejercer un dominio también sobre lo que tú piensas, sobre la manera cómo piensas, o por lo menos, cómo te expresas, y esa contradicción que puede existir entre lo que yo pienso y lo que me imponen como modo de expresión, yo no la resisto».

Me parece que este intercambio indica una paradoja, clave para entender el diálogo con la realidad política que surge de forma tan clara por primera vez en Memorias, y que después sigue desarrollándose en otras películas. Por un lado, hacer cine es precisamente tomar la posición del espectador frente a la realidad, mientras que por otro lado, es también, especialmente en las condiciones del cine en la Cuba de aquellos años, intervenir en la realidad, por ser un acto comunicativo dentro de la misma que se dirige al público y orienta la manera de pensar (y sentir) de la gente.

Pero llegar a hacer tal cosa requiere que al mismo tiempo la película le hable al Partido de la conciencia individual, aunque sea (en este caso) a través de un personaje auto-marginado. Claro que Alea no es Sergio, y no trata de mantenerse al margen del proceso político, pero sí mantiene una distancia con el poder, para poder, él mismo, hacer la crítica, como sujeto libre, de todo lo que expresa.

Soy consciente de que hablar de esta manera parece dejar de lado toda la idea estructuralista que considera al autor como efecto producido por su propia obra. Incluso hasta cierta medida acepto esa idea, pero lo que significa en un caso como el de Alea es que el efecto que se está produciendo es como una apuesta, de que el autor que se inventa a sí mismo, vuelve a ser el autor que se puede reconocer como la conciencia que da unidad a la obra, incluidas las contradicciones, que obedecen a su propia ley.

En Una pelea cubana contra los demonios, la expresión libre llega más lejos todavía, con el resultado de que la clave alegórica es quizás la más escondida de todas sus películas y aparece, casi al fin de la película, cuando se proyectan algunas imágenes contemporáneas de la Revolución. Explica Alea que «es una manera de relacionar esa historia con el presente, de verlo como una proyección hacia el futuro desde aquel momento, porque la fábula que se está desarrollando en esa película se repite, hasta cierto punto, con el advenimiento de la Revolución. En ¿qué sentido? Voy a ser más explícito de lo que he sido nunca con relación a esa película, es decir voy a dar lo que para mí sería una interpretación más cercana a mis intenciones. Aunque es una película tan abierta que cada uno puede interpretar lo que quiera, pero la que resulta más cercana a mis intenciones sería que lo que se desarrolla, es decir la idea que mueve toda esta trama es la de buscar la pureza, sacar al pueblo de la costa y llevarlo al interior a un lugar donde no tenga contacto con los herejes, con los heterodoxos. Pero al mismo tiempo eso conlleva la miseria desde un punto de vista material y por lo tanto se vuelve en contra de la idea misma del desarrollo de ese pueblo, y genera un estado de locura capaz de echarlo todo por tierra, las mejores ideas, las ideas más humanistas, más bien intencionadas hacia el hombre. Es decir, tratar de conservar su pureza y su bienestar inclusive, se ven traicionados por esa manera de ver las cosas que es muy cerrada, muy obtusa, muy fanática. Ésa es la idea de la película, esa relación dentro de la película con imágenes del futuro de entonces que sería el presente de ahora».

Es un tema que se hace totalmente explícito, más de veinte años después, en Fresa y chocolate, donde se trata del enfrentamiento directo entre concepciones de la realidad política mutuamente alérgicas, por un lado lo ortodoxo, por otro, algo que podríamos llamar la conciencia crítica creativa. Hacer tal comparación es también ejemplo de diálogo entre las propias películas de Titón. De la misma manera se observa una relación entre Una pelea y Los sobrevivientes, que repite la temática de reclusión en forma de comedia. Explica Alea: «Es que el aislamiento produce la involución y ese aislamiento que lo estamos viendo directamente en una familia burguesa que queda en la isla también lo podemos trasladar al aislamiento que sufre todo el país frente al resto del mundo, y también está condenado a una involución en la medida en que no se retroalimenta con la relación con el resto del mundo».

El único problema con Una pelea fue que por el lenguaje tan experimental de la película, se perdió el diálogo con el público. Dice Alea: «Para mí La Pelea es una película muy excepcional dentro de mi obra, una película que yo amo por muchas razones pero que me doy cuenta de que es una película que no se comunica lo suficiente». Fue la primera película que hizo con Mario García Joya (Mayito) como director de fotografía, además el primer largometraje que rodó el mismo Mayito, pero pensando en la utilización de la cámara en mano, dice Alea, «El resultado es a veces excesivo, es abrumador, toda la película misma es bastante exasperada, pero para nosotros fue una experiencia muy valiosa, pudimos encontrar a partir de ahí una mayor organicidad de lo que es la puesta en cámara». Aquí se ve una serie de contradicciones; sobre todo, la contradicción entre la política cultural del ICAIC, que había animado un libre pensamiento estético y la etapa a la cual había llegado la política de la Revolución, que empezó por estimular la experimentación no por su propio motivo sino para profundizar la expresión de una realidad cambiante aceleradamente, pero que ahora, por razones bien conocidas, se encerró en sí misma, es decir, hizo precisamente lo que muestra la película en forma histórica.

Esto no quiere decir que la película fuera un fracaso, simplemente que no fue un éxito de taquilla. Sin embargo, dice Alea que la falta de comunicación de La Pelea lo afectó mucho, que quedó no sólo frustrado sino desorientado: «Me dejó mal y estuve mucho tiempo sin poder reanudar el trabajo de dirección. Entonces me dediqué a conversar y trabajar con otros compañeros, y de esa época son El otro Francisco (dirigido por Sergio Giral, con guión en el que trabajó Titón) y De cierta manera (de Sara Gómez). Agrega que «el diálogo con los otros directores, el acercamiento a otros directores, el trabajar junto con otra gente, de alguna manera me ayudaba a encontrar un camino, y formaba parte de esa búsqueda». Otra vez, el diálogo de amigos.

Cuando salió La Última cena, otra vez filmada por Mayito, se resolvió el problema estilístico a través de una cámara bien suave; sólo utilizó la cámara en mano en algunos momentos del principio y sobre todo hacia el final donde hay mucha acción; durante toda la cena misma no hay cámara en mano». Explica Alea que «se utilizó

Le lavement des pieds, La Última cena

La cámara en mano, no dogmáticamente, sino cuando fue necesario. Es decir, ahí Mayito y yo ajustamos un poco cuentas con La Pelea y teníamos necesidad de hacer una película limpia y que se comunicara». Explica que «La Última Cena en cierta medida es una exégesis de La Pelea porque también está el tema religioso, pero aquí se entiende lo que en La Pelea quedaba oscuro. Me parece que es bien clara la relación que se pueda establecer porque en La Última Cena lo que hay es la manipulación o la utilización de una ideología que parte de una actitud humanista y el mejoramiento del hombre para justificar un estado de sumisión. Es decir es una distorsión de una ideología que tiene como resultatdo eso, el sometimiento de unos hombres a otros». En fin no es solamente el rescate de la historia negra sino que también forma parte de este diálogo con el desarrollo de la Revolución Cubana.

No voy a hablar aquí con más detalles de las otras películas ni de muchos otros elementos que discutimos, como su relación con Buñuel, o la manera en que desarrolló con Mayito su lenguaje de cámara para llegar a un nuevo nivel de limpieza muy fluida en Fresa y Chocolate, y tantas otras cosas. Me parece bien claro el asunto: la riqueza que sale de la obra de Alea se debe a su atención constante a lo que quiere decir y a quien quiere decirlo, a pesar de dificultades de varios tipos. Quiero terminar con otro aspecto del mismo proceso que es la respuesta que provocaron sus películas, no dentro de Cuba, sino afuera. El problema surgió con Memorias y después nunca dejó de plantearse. Lo que pasa es que la tendencia que se encuentra en sus películas hacia la crítica política, hace pensar a ciertos críticos extranjeros que en Alea se puede encontrar un tipo de disidente, mientras que para otros es un propagandista del gobierno porque trata de hacer ver, con esa crítica, que en el cine cubano existe libertad cuando en realidad no existe. (Además hay una tercera posición cuando hace otro tipo de película, como en el caso de Cartas del Parque, una simple historia de amor, y viene gente para acusarlo de evitar lo político).

Sobre todo esto declaró Alea: «¡Qué dilema! Es absurdo, ¡no sé dónde me van a colocar! En realidad no soy ni una cosa ni la otra. Es decir, un disidente en el sentido de una persona que ataca al gobierno para tratar de destruirlo, y tratar de barrer con todo lo que la Revolución ha podido traer de beneficio, pues no lo soy, por supuesto. Crítico dentro de la Revolución, sí, de todo lo que pienso que es una distorsión de esos objetivos y de esos caminos esperanzadores y que nos desvían hasta el punto de colocarnos como estamos hoy en una crisis bien peligrosa y bien angustiosa, en ese sentido soy un crítico pero no un disidente. Ahora que soy lo que dicen los otros, que soy un propagandista y una especie de máscara que el gobierno se pone para el exterior, para hacer ver que hay libertad, pues mira, las películas mismas lo contradicen. En Fresa y Chocolate, por ejemplo, en la película misma se habla de censura. Es decir, yo creo que habría que remitirse al contenido de las películas, ¿no? para sacar una conclusión.

«¡Claro!, son películas que en realidad son una respuesta a la imagen que esa gente da de Cuba desde el exterior, que es una imagen distorsionada y una imagen interesada, una imagen de la peor propaganda. No hacen análisis de nuestra situación sino que simplemente lanzan adjetivos, improperios, insultos. Entonces, bueno, esto es una respuesta, es decir a ellos, la realidad nuestra no es ese infierno del que ustedes hablan, es un lugar muy difícil de vivir, donde se vive con grandes dificultades, donde tenemos tremendos problemas, pero donde la gente puede discutir, arriesgarse también y asumir riesgos de todo tipo. No sé qué más te puedo decir. Yo creo que a lo largo de todos estos años sí he seguido una línea en ese sentido muy clara, he tenido siempre contradicciones y he tratado de expresarlas hasta donde he podido y hasta donde mi lucidez me lo ha permitido. Yo he dicho todo lo que he podido».

Sólo se puede agregar que todo aquello que ha dicho es bastante.

Tomado de: https://cinelatinoamericano.org

Leer más