Voces actuales: Sumar, Diamela Eltit

Cuando se publicó este texto era imposible prever lo que vendría. Hoy, con tantos jóvenes cegados por los disparos de la policía chilena y un gobierno claramente culpable de delitos de lesa humanidad, lo ofrecemos aquí en testimonio de nuestra solidaridad con el pueblo chileno, que lucha en las calles por recuperar el derecho a vivir en paz y con dignidad.

Voces actuales: Sumar, de Diamela Eltit[1]

Por Zaida Capote Cruz

Sumar,[2] la obra más reciente de Diamela Eltit, articula una suerte de condensación de temas abordados previamente por ella. Allí un grupo de vendedores ambulantes marcha hacia la moneda. En esta simple descripción hay un espacio de sentido donde cavar: la moneda es la representación del dinero; pero es también, claro está, el nombre del palacio de gobierno de Chile. Si ahondáramos en la ansiedad que reúne a los marchistas podríamos pensar no solo en términos de llana economía: estos desposeídos no pretenden únicamente acceder al dinero, a vías de economía formal de la cual han sido desplazados, sino a La Moneda, al poder público que, en tanto representantes del pueblo chileno, les fuera arrebatado por el golpe del 11 de septiembre de 1973. Cuando se lee al Eltit es muy difícil una interpretación reacia a reconocer el peso del trauma político del golpe, de su profunda huella en el país actual. Una interpretación que podría ramificarse infinitamente, y hasta negarse, si no abriera la novela la sobrecogedora apelación del padre de una de las víctimas. Fechada el 15 de octubre de 1973 y proveniente de la compilación de Cartas de petición 1973-1989, de Leonidas Morales, es la carta del padre de una joven apresada y asesinada que pide recuperar el cadáver de su hija. La víctima fue “arrestada en la industria Sumar” (p. 9) y quizás esa sea una de las señales de por qué la autora eligió ese título para su novela. Un título, por demás, coherente con la idea de una marcha, que pretende sumar continuamente simpatizantes para aumentar su capacidad de interpelar a las autoridades. Cabría, quizás, una reflexión sobre el modo especular en que se dirimen las demandas: durante la dictadura, de modo individual, por escrito; en el Chile actual, colectivamente, en las calles, compartiendo un megáfono para expresar de viva voz la solicitud. Pero este documento es solo un marco, un portón de entrada que opera por contraste como contrapunto de la actualidad de la anécdota. A una voz única, las voces colectivas; a la demanda de un cadáver, la demanda por la vida, por recuperar un espacio en la economía formal, del que los marchistas han sido desplazados (son jubilados, desempleados, inmigrantes, marginales siempre en una economía cuyo perpetuo FB_IMG_1572097629745crecimiento se traza también en la exclusión de grandes sectores poblacionales). Aquel conflicto, en otras dimensiones, sostiene la anécdota de Sumar. Ahora lo que se quiere recuperar no es un cuerpo; es el acceso al consumo. La marcha busca llegar a la moneda y el relato registra, a su paso, los cambios tecnológicos, las necesidades generacionales, los disensos internos. Todo lo que hace de ella un acto en presente. La voz de Aurora Rojas domina el discurso. Pero es una voz lateral, no lidera la marcha, tan lateral es que tiene una doble: su tocaya. Así, la experiencia de la misma mujer se cuenta de dos modos, se discute, se cuestiona a sí misma. La marcha avanza bajo la vigilancia de la nube, drones, satélites y robots; el espacio ya ha sido ocupado, vendido, y hasta los aviones deben pagar por seguir su curso. A ras de suelo, avanzan trabajosamente los ambulantes. En ese paisaje transcurre la historia; un paisaje ampliado hacia el pasado no solo por la cita inicial, sino por noticias de los más variopintos personajes históricos que al asomar en las conversaciones de los ambulantes contribuyen a dotarlos de una genealogía, o quizás esas presencias sean solo un reflejo de la trivialidad de la información, de cómo circulan las historias más increíbles o prescindibles o necesarias, todas disponibles por igual. La duplicación no ocurre solo hacia el exterior del cuerpo: Aurora Rojas puede ser también, como ella misma dice, “una máquina de sueños”, garante de un futuro siempre incógnito. Sus visiones casi siempre apocalípticas refieren volcanes en erupción, maremotos, tragedias colectivas, pero justo antes de empezar la marcha, soñaba escuchar marchas de combate, de esas que “todavía sostienen la tozudez enfermiza de la esperanza” (p. 17).  ¿Cómo interpretar el abigarramiento de señales, las pistas múltiples que afloran en el discurso de Aurora Rojas? El intrincado manojo de referencias a lo histórico y lo biológico, al presente y al pasado, a la circulación y las dolencias más peregrinas de un cuerpo humano o social, individual o colectivo, conforman una percepción difusa por momentos, otros más centrada, de la vivencia del conflicto central, la inaccesibilidad de la moneda. Imaginativa cronista de la sociedad contemporánea, Eltit repite aquí la apelación a lo biológico, a los síntomas y desajustes corporales como testimonio de una situación social específica. Por eso a menudo nos planteamos la novela como un enigma, intentando leer entre líneas, pescar alusiones, otorgar sentido a la referencia más estrambótica, como cuando leemos sobre un barco asesino en el océano atlántico y aparece la OTAN como una referencia enmascarada. Quizás estemos politizando en exceso nuestra lectura, pero la intención referencial tiene raíces en la propia novela, en la cual una afirmación aparentemente banal conduce a pensar el destino humano en tiempos de continua sangría planetaria en los escenarios del petróleo, las guerras o el turismo depredador. La marcha tiene un sentido claro: “estamos absolutamente cansados de experimentar toneladas de privaciones. Hastiados de los golpes que nos propinan las oleadas de desconsideración y de desprecio” (p. 18).

Quienes marchan en busca de la moneda quieren vivir, recuperar derechos, dejar de ser esclavos, siempre marginales en las vías de circulación del dinero, llegar al centro (La Moneda) y ejercer sus cuerpos en el espacio público sin acotamientos o prohibiciones. Conquistar un espacio que fue suyo y les ha sido expropiado. El habla metafórica de Diamela Eltit conjuga tales denuncias de profundo sentido político con un tono pretendidamente banal, monótono, como una larga confesión voluntaria de ese personaje que lleva el nombre que tuvo la esperanza. Los incesantes desvíos y múltiples señales de disloque (en contraste con el sentido unidireccional de la marcha) recuerdan una vez más las obsesiones y hasta el lenguaje coloquial finamente urdido como palabra popular tan presentes en la poética de Severo Sarduy (autor muy admirado por Eltit), tanto como la duplicación de las Auroras Rojas o el humor soterrado en afirmaciones pretensiosamente elaboradas y plenas de connotaciones: “la ilegalidad que nos han adjudicado”, “la extensa injusticia de los alimentos”, cierta “raigambre arrocera”, “el hábito numérico con el que se certifica el estado calamitoso del mundo”, por ejemplo (pp. 20-22). Tales señales invitan al desciframiento, desperezan una sonrisa o nos llevan a admirar la acumulación de creatividad e ironía con que han sido plasmadas. La escritura de Eltit es siempre un desafío.

La protagonista es una mujer que, así como la parlanchina hija de Impuesto a la carne llevaba a su madre alojada en su interior, carga con sus cuatro hijos nonatos en la cabeza. Hay que reconocer cuánto detona este tipo de imágenes.[3] Cuánto nos impulsa a pensar en su sentido. Es un modo antiguo, pasado de moda, predecible quizás, pero sigue siendo para mí el mejor modo de enfrentar una escritura que busca todo el tiempo desbalancear lo previsible, llevar a escena la experiencia vital más urgente de la contemporaneidad; forzarnos a inquirir por el propio lugar de nuestro cuerpo en esos problemáticos paisajes irreales donde, sin embargo, identificamos sin esfuerzo las marcas del presente y de la historia. Como comenta en algún momento el personaje: son recuerdos, deseos, convicciones “que todavía no están dispuestos a rendirse ni al olvido o a la constante y rutinaria resignación a la que obligan los días, ni menos a las fantasías que provocan las monedas enceguecedoras” (pp. 22-23).

La precariedad laboral de los vendedores ambulantes se potencia no solo en lo contado, sino en la elección del léxico, así se habla de “estigma”, “rostros demacrados”, “incertidumbre”, “imprevisible”, “zozobra”, “angustia”, “estupefacción”, etc. Todo junto. Y la expropiación de lo público toma cuerpo en un proyecto de aceras patrocinado por un inversionista finés: reducida a objeto de vitrina, la vida misma resultará imposible. La huella de otros libros y otros personajes está en Sumar, sumando en sí voces y modos previos en la narrativa de Eltit. Cuando los ambulantes confiesan, a propósito de algo: “no lo sabemos” están citando la perplejidad cotidiana de los personajes de Fuerzas especiales (2013). Como la madre que carga sus hijos en la cabeza, convive con sus opiniones y gestiona su convivencia, la autora Diamela Eltit carga consigo sus libros previos, voces antes imaginadas que de vez en cuando encuentran el modo de aflorar. Al mismo tiempo, su más reciente novela explora la relación entre la realidad y el mundo virtual en la era digital, lo desajustada o incoherente que puede parecer una vida cotidiana de carencias múltiples en plena convivencia con tecnologías de comunicación o vigilancia ampliada y la pobreza como naturaleza, vista su perdurabilidad para ciertas gentes.

Aurora Rojas tiene varias obsesiones, y la moneda es la más recurrente; pero también su peculiar forma de maternidad, la organización de la marcha; el testimonio corporal de una vida de trabajo, el liderazgo de Casimiro Barrios, las múltiples solicitudes de dinero. Es una observadora y una testimoniante, pues también da cuenta del entorno que, a su modo, la marcha contiene: “un puñado selecto del mundo se ha coludido en un proceso no demasiado sutil, destinado a destruir a cada uno de sus excedentes, como a nosotros, los ambulantes” (p. 52).  El transcurso de la marcha en su realidad y su posibilidad, plena de citas de sucesos previos, de remisiones inesperadas, vive en el discurso de Aurora Rojas como reivindicación de la memoria colectiva de los expulsados de la economía de la inversión y la ganancia; los desplazados por el neoliberalismo. Pero sus palabras no solo refieren al ámbito económico, es una palabra sumamente política, hablada en lengua popular y a menudo elusiva, dispersa en los meandros de una peroración interminable que, sin embargo, podría identificarse con una suerte de conciencia de la marcha y cuyo objetivo sumo sería “impedir la extensión viral de la indiferencia” (p. 54).  Por eso no sorprenden tantas alusiones a tragedias provocadas por la expoliación de los bienes comunes, pesadillas de expulsión del espacio público, etc. Imagino cuantas sorpresas similares pueden hallarse en el magma creciente del pensamiento de la protagonista; para los lectores habituales de Diamela, los acertijos son moneda común; aquí, sin embargo, se acumulan datos disponibles en la red, accesibles, pero a menudo ignorados por la gran prensa. Hay un par de menciones concernientes a Cuba: la referente a los presos de Guantánamo, al parecer olvidados para siempre tras el fracaso de Barack Obama de cerrar la cárcel que Estados Unidos mantiene en territorio usurpado a Cuba, y el caso de Ana Belén Montes, analista militar que declaró haber espiado para el gobierno cubano por razones éticas, condenada a 25 años de cárcel (“de manera radical e irreversible y hasta inhumana”) (p. 133).  En medio de la multitud de señales y la apariencia caótica del parloteo de la protagonista, ocupada también en mantener cohesionado al colectivo de marchistas, entusiasmado a su líder, calmos a sus hijos nonatos y contenidos los asaltos de sus propios órganos frente al abuso que supone el desmedido tránsito sin fin, menciones como esas recuperan el escenario global en que tienen lugar tales tipos de marchas multitudinarias, tanto como la referencia a los drones y su uso actual: “Dice que han cometido crímenes muy rotundos que escandalizan levemente a los promotores de las buenas costumbres” (p. 76). Hasta cierto punto, la novela es ella misma una insurrección, como la eterna marcha que relata, una marcha compuesta por “cuerpos públicos. Expuestos” que, al mismo tiempo, son representación de grandes colectivos humanos, de sueños y proyectos multitudinarios, de expectativas incumplidas, pero no desechadas (una interpretación posible de la presencia de los cuatro nonatos) y que constituyen “un cúmulo de cuerpos enojados por el lugar terminal” al cual la narradora concienzudamente alude una y otra vez, “Pa que no se me olvide” (97).[4]

La moneda, verdadera protagonista de esta historia, es el síntoma de los tiempos que corren. Del tiempo histórico marcado por la toma de La Moneda por los militares sublevados en 1973 hasta la exaltación del mercado y la circulación del dinero por la política económica impuesta por el neoliberalismo actual.

No debe escaparse la relación entre el poder y el dinero. La comprobación de que, una vez negado el acceso popular a La Moneda, también la moneda proveedora de satisfacciones materiales parece inalcanzable. En la necesidad —expuesta como objetivo de la marcha— de “tomar la moneda” parece resonar aquel mensaje de los golpistas: “Misión cumplida. Moneda tomada. Presidente muerto”.[5] Por eso esta novela es legible no solo en términos de actualidad, sino históricos, lo mismo que debe leerse “con acento chileno”, una insistencia aparentemente banal que conlleva otra conexión con su contexto.

Se trata también, claro está, de un palimpsesto donde conviven señales dispares provocadoras de interpretaciones disímiles (niveles de lengua, referencias históricas, cultura popular, ironía, temas de actualidad como la migración o el consumo cultural y tecnológico, la vigilancia y la represión, etc.) que articulan una crónica posible, irrisoria e indignada, de la vida contemporánea, como explica Casimiro Barrios a las tocayas, el presente es

Un siglo nuevo, el que nos tocaba vivir, este siglo XXI, dijo, realista, pragmático, tanto que ya había emprendido el proceso de destrucción de todas las vidas que no resultaran proclives a resignarse o inclinarse ante la moneda o a llorar, a implorar y revolcarse frente a la posibilidad de contar con una montaña de monedas.

Por eso la marcha de vendedores ambulantes y desplazados de un orden económico excluyente, avasallador, pretende cambiar las cosas. Con su desacato a las formas de veneración de y subyugación por la moneda y con la instalación de otra clase de circulación (monetaria y espacial), una que se esfuerza por conseguir la abolición de la injusticia.

Notas

[1] Tomado de “Márgenes insurrectos”, Catedral Tomada: Revista de Crítica Literaria Latinoamericana / Journal of Latin American Literary Criticism (Pittsburgh, vol. 7, núm. 12, 2019, disponible online

[2] Diamela Eltit, Sumar. Seix Barral (Biblioteca Breve), Santiago de Chile, 2018

[3] En su presentación de la novela, Julio Ramos —a quien agradezco el envío de sus palabras— indicaba cómo “se sugiere que los nonatos que la narradora porta en su cerebro son los custodios o archiveros del secreto, el arresto y desaparición de la obrera textil en la fábrica Sumar, lo que nos recuerda también que la suma, la asamblea o el agregado político, está siempre transitada por la huella de una resta, el excedente radical de Diamela Eltit”, en una demostración de la ductilidad interpretativa de esas imágenes cifradas tan frecuentes en la narrativa de esta autora. Véase Ramos, Julio, “Sumar de Diamela Eltit: el excedente radical de la ficción”, Mímesis, abril 2019, disponible en la web.

[4] Una afirmación que parece confirmar la existencia de los hijos nonatos de Aurora Rojas como la memoria posible de rebeliones previas (“Adictos a la memoria, envueltos en un descontento crónico”, p. 109). La memoria es uno de los temas fundamentales de la novela: los marchistas son “cuerpos de colección”, “un derruido recuerdo”, “archivos del fracaso” (p. 115). A propósito de la homeopatía se alude a cómo “quizás el agua tenía memoria” (p. 158), sospecha que podría devenir acusación, como ocurría en El botón de nácar (2017), de Patricio Guzmán:

[5] En otro momento refiere “la ambición que desataba el poder de la moneda, los pasillos, la Alameda vislumbrada desde los ventanales. Los techos destrozados. Los árboles”, en clara alusión al palacio de gobierno (p. 146).

Tomado de: https://asambleafeminista.wordpress.com

Zaida Capote Cruz

Investigadora y ensayista del Instituto de Literatura y Lingüística. Dirige la redacción del Diccionario de obras cubanas de ensayo y crítica y tuvo a su cargo la edición crítica de Jardín. Novela lírica, de Dulce María Loynaz. Comparte el blog https://asambleafeminista.wordpress.com Integra el Consejo asesor de la revista Temas. Autora de los libros, Contra el silencio. Otra lectura de Dulce María Loynaz, Letras Cubanas (Premio Alejo Carpentier y Premio de la Crítica), La Habana, 2005. Con el lente oblicuo. Aproximaciones cubanas a los estudios de género (Compiladora, con Susana Montero), Instituto de Literatura y Lingüística/Editorial de la Mujer, La Habana, 1999, Tres ensayos ajenos, Letras Cubanas, La Habana, 1994 y La nación íntima, Ediciones Unión, La Habana, 2008.

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