La filosofía de Stanley Kubrick

La filosofía de Stanley Kubrick, de Jerold J. Abrams. (Biblioteca Buridán)

Por Jerold J. Abrams

Stanley Kubrick entró en los anales de la cinematografía justo cuando la campaña de McCarthy contra los comunistas en Hollywood llegaba a su fin y el código sobre la producción de películas perdía su poder sobre los estudios. Ningún director fue más rápido que Kubrick a la hora de aprovechar la oportunidad de tratar temas que hubieran sido prohibidos con dicho código. En Fear and Desire (1953), unos soldados que se encuentran lejos del frente de batalla tienden una emboscada a un general y le disparan a quemarropa mientras grita ‘me rindo’. En Atraco perfecto (1956), Kubrick utiliza a unos tipos de poca monta en una historia que recuerda La jungla de asfalto (1950) de John Huston, pero que carece de su humanidad. En Senderos de gloria (1957), unos oficiales del ejército francés ordenan una misión suicida, disparan contra sus propios hombres y ejecutan a tres chivos expiatorios para encubrir sus propios crímenes. En Lolita (1962), un profesor de inglés se casa con una mujer a la que detesta solo para poder seducir a la hija adolescente de esta. En ¿Teléfono rojo? (1964), una farsa sobre la guerra fría termina en un holocausto nuclear. Kubrick puede ignorar el crimen organizado cuando los denominados custodios de la sociedad –familia, intelectuales, gobierno, militares– hacen gala de tanta corrupción. Kubrick también tomó la delantera en el tratamiento de temas como el sexo, la desnudez o la violencia; un ejemplo es el incomparable erotismo de la secuencia de la pintada de uñas que abre Lolita, y décadas después todavía causa escalofríos contemplar algunas escenas de La naranja mecánica (1971). En un mar de películas que pulverizan muchas normas culturales, las de Kubrick destacan: lo gráfico y lo escandaloso se filman de manera exquisita. El espectador vacila entre apartar la mirada de la pantalla o contemplarla con una inquieta delectación. Esta libertad artística habría sido impensable unos años antes, pero Kubrick se fue a Inglaterra no para escapar de la censura sino para reducir los costes de producción. Allí ejerció su libertad, pero la libertad que exponen sus películas es una libertad irónica, inconformista.

Kubrick confesó que su principal objetivo como artista era representar a su época en la pantalla. “Sé que me gustaría filmar… una historia contemporánea que realmente comunicase cómo es esta época psicológicamente, sexualmente, políticamente, personalmente… sería la película más difícil de realizar.” [1] Eyes Wide Shut (1999), una película que Kubrick tenía en mente a comienzos de los setenta y cuyo estreno coincidió con su muerte, se acerca mucho a la realización de este sueño con su historia de celos, aventurismo sexual y venganza dentro del matrimonio. Pero Kubrick navega por el Zeitgeist, por el espíritu de su tiempo, en todas sus películas, en las que explora los sentimientos antibélicos, la revolución sexual, los viajes espaciales, la modificación de la conducta, la inteligencia artificial, la criogenia, la carrera armamentista, la cultura juvenil, la homosexualidad y la liberación de la mujer antes de que todas estas cosas surgieran a la superficie. Anticipa muchas tendencias emergentes, y se mantiene siempre en la onda.

La visión escéptica y la banalidad del bien

La idea más profunda que impregna las películas de Kubrick es la del escepticismo: lo que parece nuevo acaba hundiéndose de nuevo en la vieja rutina. Detrás de la imagen contracultural del cineasta moderno hay una sensibilidad próxima al existencialismo de la ‘beat generation’ y a la revista Mad –Kubrick fue un veinteañero entre 1948 y 1958)– que relaciona a Kubrick con los antiguos y con los modernos escépticos. Si el conocimiento está fuera de nuestro alcance, la única tarea de la razón es desenmascarar toda pretensión de alcanzar la verdad. La historia no avanza hacia la paz perpetua y la sociedad racional. Los avances y los progresos son expuestos como ilusiones. Con su artimaña del estado de naturaleza, Thomas Hobbes captó muy bien la amarga lección: esta especie vive al borde de la destrucción –saquear, robar y violar es nuestro derecho natural– a menos que una fuerza exterior lo impida. Los humanos son asesinos natos; su mejor conducta está a solo un paso del estado de guerra natural. El plan definitivo para imponernos una fuerza externa, la Máquina del Juicio Final creada por los soviéticos en ¿Teléfono rojo? Acaba destruyendo el mundo debido a una combinación de orgullo partidista por parte de los soviéticos y de fanatismo anticomunista por parte del general Jack D. Ripper (Sterling Hayden). En 2001: una odisea del espacio (1968), el asesinato marca el ‘alba de la humanidad’, y el arma asesina, arrojada al aire, se metamorfosea memorablemente en una nave espacial.

La adopción por parte de Kubrick de unos tropos escépticos conjuga la absurdidad de la existencia humana y la repugnante brutalidad de la naturaleza humana. Los millones de años y la extensión infinita del universo, que llenan la pantalla de 2001, reducen nuestras vidas a la insignificancia. Y aunque nuestros planes tengan éxito –cosa que raramente sucede–, con la muerte como destino ¿qué bien puede esperarse? Ingresamos en la vida siendo unos cadáveres. Cada criatura interrumpe solo brevemente la vaciedad cósmica. Decía Séneca: “También a nosotros nos encienden y nos apagan. Sufrimos de un modo u otro en el intervalo, pero en los dos extremos del mismo hay una profunda tranquilidad. ”[2] Victor Ziegler (Sydney Pollack), en Eyes Wide Shut, consuela a Bill Harford (Tom Cruise) con nuestra suerte compartida: “La vida sigue, siempre lo hace, hasta que deja de hacerlo.” Si una fuerza externa pudiese evitar que nos destruyésemos unos a otros ¿acaso podría evitar también la inminente amenaza de la extinción personal? E incluso en este caso, si lo que hacemos ahora como mortales carece de sentido, hacerlo ad infinitum ¿haría algo más que magnificar nuestra absurdidad?

Para Albert Camus, el rebelde desafía al absurdo con un rencoroso ‘sí’ que resuena en un universo indiferente. De la forma que enfoca Kubrick lo absurdo, el héroe moral no es más que una ilusión. Metido a la fuerza entre la traición humana y la futilidad cósmica, lo genuinamente bueno, cuando finalmente emerge, si llega a hacerlo, resulta inútil, como el coronel Dax (Kirk Douglas) en Senderos de gloria, o está condenado de antemano, como Espartaco (también Kirk Douglas). Lo absurdo se cobra su cuota desdibujando o invirtiendo la distinción entre lo bueno y lo malo. Por ejemplo, los padres supuestamente decentes de Alex en La naranja mecánica son unas criaturas penosas, más perturbadoras que su desbocado hijo. Humbert Humbert (James Mason), el profesor de mediana edad que seduce a Lolita (Sue Lyon), parece benévolo en comparación con la intrigante y poco cultivada madre de esta, Charlotte Haze (Shelley Winters). Mientras está en el cuarto de baño preparándose para asistir a una lujosa fiesta de Navidad, Alice Harford (Nicole Kidman) reclama un cumplido a su marido mientras mea sentada en la taza del váter. Los buenos carecen de elegancia; son banales y poco agraciados; los malos, en cambio, son descarados, como Barry Lyndon (Ryan O’Neal) urdiendo su próxima estafa o conquista. Pero tanto los personajes buenos como los malos son exagerados y caricaturescos. Los personajes son planos porque la conversación o la intimidad entre ellos son raras; hay poco ‘interior’ a revelar o por desarrollar. Incluso las escenas en el dormitorio entre Bill y Alice en Eyes Wide Shut son más dos monólogos que un diálogo.

Lo que ilumina la pantalla –y no cabe duda que la de Kubrick es realmente brillante– es la ironía: la risita burlona del narrador o la disonancia de la banda sonora. En La chaqueta metálica, Joker (Matthew Modine) lleva una chapa con el signo de la paz en la solapa y al mismo tiempo lleva escrito ‘Born to Kill’ [Nacido para matar] en el casco. En La naranja mecánica, Alex (Malcolm McDowell) se regocija cantando ‘Singing in the rain’ [cantando bajo la lluvia] mientras viola a una mujer y da una paliza al esposo de esta. En Atraco perfecto, un perro se escapa de su dueña y una carretilla del aeropuerto da un brusco viraje, volcando una vieja maleta y haciendo que un montón de billetes de banco, el botín del atraco cometido en un hipódromo, salgan volando por encima de la pista de aterrizaje. Los escritos de Camus forcejean con lo absurdo: a su pesar, Sísifo triunfa; en las películas de Kubrick, lo absurdo impera indiscutido. Los rebeldes de Kubrick carecen de pasión; simplemente se desvían del recto camino sin ir a ningún lugar en particular.

Kubrick es dogmático en su escepticismo. El escepticismo recurrente en todas sus películas y que conforma su punto de vista es algo superficial. Su omnipresencia revela que el arte de Kubrick es el reflejo de un mundo que le resulta incomprensible. El escepticismo pertenece a lo que Karl Marx llama el ‘horizonte burgués’, la postura filosófica por defecto que caracteriza a los tiempos modernos. Abrazando el escepticismo, Kubrick se adapta sin darse cuenta a su mundo. Aunque su relativamente escasa filmografía abarca muchos géneros, el distanciamiento escéptico y la ironía brillan en todos ellos. Como la informe voluntad de Arthur Schopenhauer, el escepticismo de Kubrick da forma a un sinnúmero de personajes y preside su desintegración. Tal vez sea una equivocación decir que un artista tiene una filosofía particular; sin embargo, las ideas que circulan por la obra de Kubrick siguen unos patrones filosóficos familiares. Los movimientos escépticos estructuran y chequean sus opciones, e igual que en el juego de ajedrez, permiten un sinnúmero de variaciones sin alterar las reglas o los objetivos. Pero los errores profundos son un mal endémico del escepticismo, que es una de las variedades más persistentes de la falsa filosofía.[3] Podríamos calificar a Kubrick como el gran cineasta de la falsa filosofía. Sus temas son característicos del pensamiento escéptico: nuestra proximidad al estado de naturaleza, el carácter corrupto de la autoridad y de las ins­titucio­nes humanas, la desilusión ante ideales como el progreso, la ba­nalidad del bien, la atracción del placer inmediato, la divergencia entre apariencias y realidad, la filtración de las pesadillas nocturnas en la existencia cotidiana, y el deseo de conseguir la salvación más allá de la condición humana por medio de la tecnología o la vida extraterrestre.

Escepticismo y capitalismo

La única certeza del escéptico es el flujo de sensaciones presentes que Sexto Empírico denomina ‘apariencias’. Estas sensaciones nos vienen dadas; todo lo subsiguiente surge de nuestros esfuerzos por nombrar, ordenar, analizar y responder a estas apariencias. Esta escisión entre lo dado –las apariencias– y lo que construimos con ello ancla al escepticismo en la inutilidad. La realidad se divide entre lo informe y lo formado; en cuanto las apariencias son nombradas, se trasladan al otro lado de la divisoria –ya no son ‘dadas’, sino subjetivas, modeladas por nosotros. El lenguaje desciende sobre el torrente de la experiencia en una misión imposible de decir lo que es. Tan pronto como decimos lo que es verdadero, bueno o hermoso, el escéptico desestima la afirmación como una construcción subjetiva. De ahí que la duda sea más defendible que cualquier aseveración. El escéptico se ve en apuros para reconocer un conocimiento mejor o una moralidad superior, ya que la distinción pierde toda su fuerza cuando se equiparan unos postulados igual de subjetivos. Toda distinción es necesariamente externa a la realidad informe, una imposición precaria sobre el torrente de la experiencia. La bondad se hunde en la banalidad, mientras que la maldad, más cerca de la vorágine, parece auténtica y real.

El capitalismo alienta la mentalidad escéptica: la realidad ordinaria a menudo no es lo que parece ser. Detrás de lo ordinario, acecha la compulsión del dinero por expandirse continuamente. Lo bueno lleva una doble vida: el hogar es un activo, la educación una inversión, los hijos son a la vez deducciones y gastos. La libertad del mercado es estrechamente egocéntrica. La indiferencia del dinero impregna los asuntos ordinarios, socavando las sensibilidades morales informadas. La ironía es un resultado del doble carácter del capitalismo: hemos de fingir que nuestro trabajo y nuestros productos son importantes, cuando sabemos que hacer dinero es lo único que importa. La ironía prospera en la cultura capitalista, mientras repetimos convicciones que hemos heredado, para que no se pierdan. Lo que el escéptico postula como verdad intemporal realmente existe como realidad histórica –la nuestra es una época irónica. Alice Harford rechaza a regañadientes a un tocón en la fiesta con un coqueto, “Estoy casada”, pues ambos son conscientes del poco peso que tiene la alianza de Alice.

Notas:

[1] Thomas Allen Nelson, Kubrick: Inside a Film Artist’s Maze (Bloomington: Indiana University Press, 1982), 4

[2] Seneca, Letters from a Stoic, traducción al inglés de Robin Campbell (Londres: Penguin Books, 1969), 104.

[3] Donald Livingston aborda “la dialéctica de la verdadera y falsa filosofía” en el capítulo 2 de Philosophical Melancholy and Delirium: Hume’s Pathology of Philosophy (Chicago: University of Chicago Press, 1998).

Fragmento del libro La filosofía de Stanley Kubrick

Tomado de: https://www.elviejotopo.com

Jerold J. Abrams

Profesor adjunto de Filosofía en la Universidad de Creighton, en Omaha, Nebraska. Sus ensayos han aparecido en las revistas Modern Schoolman, Philosophy Today, Human Studies y Transactions of the Charles S. Peirce Society, y en los volúmenes colectivos James Bond and Philosophy(Open Court, en preparación), Woody Allen and Philosophy (Open Court, 2004), Star Wars and Philosophy(Open Court, 2005) y The Philosophy of Film Noir (University Press of Kentucky, 2005)

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