Archives for

Los cines por venir

Autor: Jerónimo Atehortúa Arteaga

Un libro de diálogos sobre la creación cinematográfica contemporánea

Qué será del cine en medio de un mundo que pareciera al borde del colapso; un mundo precario, en el que, sin embargo, se vislumbra algo nuevo, algo por venir. Esta es la pregunta implícita que recorre todo este libro.

El futuro es siempre una ficción. El porvenir es pura posibilidad contenida en el ahora, por eso siempre es plural. Que los futuros posibles sean luminosos depende de que podamos imaginarlos en lo que el presente nos ofrece. He aquí directores y directoras que permiten pensar en esos futuros.

Este no es un libro que recopila entrevistas. Es un libro de reflexión sobre el cine contemporáneo hecho bajo la forma del diálogo. Una forma que es tan antigua como el pensamiento. Estos diálogos no llevan la agenda del mercado, de los estrenos de cine. Están llenos de preguntas e indagaciones que interpelan a muchas otras artes y disciplinas. A través de encuentros con dieciséis directores (Béla Tarr, Víctor Erice, Mariano Llinás, Rita Azevedo Gomes, Víctor Gaviria, Lucrecia Martel, Alice Rohrwacher, Apichatpong Weerasethakul, Carlos Reygadas, Kelly Reichardt, Albert Serra, Pedro Costa, Lav Diaz, Radu Jude, Albertina Carri y Luis Ospina) se recorren asuntos fundamentales del cine contemporáneo: la (supuesta) muerte del cine; la ontología cinematográfica; la relación del cine y la palabra; el sonido como giro epistemológico; el trabajo con archivos; el montaje como dispositivo de la memoria; la historia; la tensión con la realidad; el dinero, y la utopía.

Los cines por venir se dirige a quienes intuyen que el cine vivo es hoy una experiencia de los límites. Límites que son geográficos, estéticos, políticos y simbólicos, que implican una puja por la expansión de lo sensible.

Jerónimo Atehortúa Arteaga (Medellín, Colombia, 1984) es director, productor y crítico de cine. Máster en Dirección Cinematográfica en film.factory, escuela dirigida por Béla Tarr. Productor de los largometrajes Pirotecnia de Federico Atehortúa, del que también es coguionista, y Como el cielo después de llover de Mercedes Gaviria. Director de los cortometrajes Deán Funes 841, La emboscadura, Rekonstrukcija, Las ruinas y de la película Mudos testigos, proyecto póstumo de Luis Ospina.

Tomado de: Muga Editorial

Leer más

Paso de la palabra. Tres maestras del silencio

La actriz estadounidense Holly Hunter en el filme El piano (1993) de Jane Campion

Por Mar Gallego

Lo que no se nombra ¿no existe? o ¿existe sin ser reconocido? Si el lenguaje es esa conexión con el mundo de los significados, ¿qué ocurre cuando una persona decide interrumpir ese canal de conexión interpersonal?

Justo esto es lo que hace Elizabeth Vogler, la protagonista de la película Persona (1966), escrita y dirigida por Ingmar Bergman, una reconocidísima actriz de teatro que, en medio de una actuación y tras haber dado a luz a su primer hijo, permaneció en silencio sobre las tablas para luego excusarse argumentando que le entró una risa espantosa. Tras el incidente, Vogler —interpretada por Liv Ullman— volvió a su casa, se quitó el maquillaje, cenó con su esposo y se fue a la cama. A la mañana siguiente, ya no quería articular palabra.

Tras tres meses de mudez elegida, ingresa en un psiquiátrico. Allí, la especialista que lleva su caso comenta: “¿Crees que no lo entiendo? El absurdo sueño de ser […]. Y al mismo tiempo, el abismo entre lo que eres ante los demás y lo que eres ante ti misma […]. El papel de esposa, el papel de colega, el papel de madre, el papel de amante, ¿cuál de ellos es el peor? ¿Cuál te ha causado más tormento?”.

A Vogler fue el papel de madre el que la destrozó. Después de conocer que estaba embarazada, descubre que no quiere encarnar ese rol. El tabú del aborto no se lo pone fácil. Tampoco los halagos que recibe de su entorno, que le transmiten la idea de que la maternidad la completa como mujer.

La imposibilidad de romper con esas cadenas y trampas de reconocimiento que conforman las palabras, la lleva a la decisión de —al menos— no reproducir con su cuerpo la maquinaria. La protagonista reconoce que el lenguaje duele y lastima, y que el guion que lo conforma es mucho más viejo que ella misma. Guion, palabras y roles van de la mano. ¿Cuándo sabes si tu decisión es libre cuando el libreto está por todas partes?

El Piano (1993), escrita y dirigida por Jane Campion, aborda también, en parte, esta cuestión. Su personaje protagonista, Ada, interpretado por Holly Hunter, es una mujer peculiar que detecta este proceso de conformación de las identidades femeninas hegemónicas mucho antes que Elizabeth. Siendo solo una niña nos cuenta: “La voz que están oyendo no sale de mi boca. Es la voz de mi mente. No he hablado desde que tenía seis años. Nadie sabe por qué, ni siquiera yo […]. Hoy mi padre me ha casado con un hombre al que todavía no conozco. Pronto mi hija y yo iremos a su país para reunirnos con él. Mi marido dice que mi mudez no le preocupa […]. Bueno sería que tuviera la paciencia de Dios, pues el silencio acaba afectando a todo el mundo”.

En el caso de Ada, el papel contra el que se rebela es el de esposa. Sin embargo, Ada sí parece haber encontrado un lenguaje propio: el de la música que fabrica con su piano aunque, a pesar de ello, la potencia de su sensibilidad no pueda ser leída por el resto. El miedo a lo desconocido la convierte en una criatura extraña para su entorno. Según las mujeres que habitan la misma casa, “que el sonido se meta así dentro de ti no es nada agradable”. Mejor hablar que sostener los vacíos.

Excéntrica, rara, loca… son algunos de los calificativos que Ada recibe por sumergirse en sus profundidades y alejarse del lenguaje como única forma de acceder a la verdad. Su libertad antidiscursiva hace que el sistema la coloque en la periferia de la condición humana que la tilda de salvaje.

Algo parecido le pasa a Nell, la prota de la película que lleva el mismo nombre, dirigida por Michael Apted con guion de William Nicholson. Nell es reducida a una condición de menor de edad por habitar un lenguaje diferente al del resto.

Interpretada por Jodie Foster, el personaje ha vivido desde su niñez en medio de un bosque. Apenas ha tenido presencia humana y, cuando la tiene, se relaciona a través del contacto físico, de rituales y de un lenguaje sencillo e inventado. Nell se va sumergiendo poco a poco en la experiencia del lenguaje occidental, un lenguaje que desprecia su mundo conectado. Así lo afirma ella ante un jurado, cuando decide romper el silencio mantenido durante días: “Tenéis grandes cosas, sabéis grandes cosas, pero no os miráis a los ojos y estáis sedientos de paz”.

Sin embargo, su rareza aporta y sana a las personas que inician una relación cercana con ella. La sencillez de su lenguaje particular abre la puerta a un mundo menos triste que el habitado por mujeres como Paula —otro de los personajes—, que afirma estar atrapada en guiones dolorosos que tienden a retornar: “¿Sabes qué me da rabia? Que estamos todos como pillados en esos círculos que se repiten sin cesar”.

Susan Sontag en su Estética del silencio invitó a reflexionar sobre qué querían decirnos aquellos mundos que no tenemos en consideración porque aún no hemos sido capaces de descifrar. Detrás de las invocaciones al silencio, según la pensadora, “se oculta el anhelo de renovación sensorial y cultural”. En la obra, la autora afirmó: “Tal como algunas personas ya saben, hay maneras de pensar que aún no conocemos. Nada podría ser más importante o precioso que dicho conocimiento, todavía nonato”.

En las prácticas feministas hegemónicas tenemos claro que lo que no se nombra no existe, pero olvidamos a veces poner en jaque las estructuras desde las que nombramos. ¿Cómo construiremos esa renovación sensorial de la que hablaba Sontag sin poner en cuarentena la palabra como herramienta central de nuestras reivindicaciones?

Mar Gallego es autora del ensayo Dueñas de su silencio. El silencio como poder y resistencia a la identidad femenina en la temática fílmica (Instituto de Estudios Almerienses, Nº 27, 2004).

Tomado de: Pikara Magazine

Leer más

Autopsias Semióticas

Foto: Hipertextual

Por Fernando Buen Abad Domínguez @FBuenAbad

(sobre las Mercancías Fílmicas)

También las tácticas y estrategias narrativas del cine fallecen, aunque una industria voraz, infestada por intereses mercantiles e ideologías chatarra, se empeñe en mantener a sus “muertos” semióticos como la leyenda de un “Mío Cid” cabalgando las estepas del mercado audiovisual. Y sus muertos no gozan de “buena salud”. Esos “muertos” semióticos pueden provenir de fallecimiento reciente o añejo, en 126 años de historia. (28 de diciembre de 1895 – 28 de diciembre de 2001) Veamos.

Entre las causas de muerte están los estereotipos narrativos desplegados en movimientos de cámara repetitivos, musicalizaciones sensibleras, gesticulaciones y poses mezcladas con la lógica de la secuencialidad rutinaria, los planos y contra-planos simplones y la pobreza argumental en los guiones, “scrips” o libretos… intoxicados por maniqueísmos, mojigaterías y moralismos doctrinarios, pergeñados desde la ideología de la clase dominante que hizo del cine, también, una máquina de guerra ideológica disfrazada de “entretenimiento”. Cadáveres discursivos que contrastan su entidad funeraria con las realidades humanas cada día más vivas, complejas y marcadas por la lucha de clases que, pertinazmente, en el cine se in-visibilizan por razones de renta y desmoralización inducida. En más de un sentido esto es parte de la lógica y la retórica de la “posverdad”. Sin atenuantes.

No falta un conservadurismo pelele que se empeña en llamar “clásicos” a sus refritos fílmicos. A fuerza de imponer su modo de interpretar (enmascarar) la realidad y “divertir” a los pueblos con una farándula banal, ególatra y cipayo de los intereses hegemónicos industriales cinematográficos. Demasiados jóvenes realizadores han sido ya colonizados por el facilísimo del éxito repetitivo. Y sus profesores se vanaglorian y les aplauden. Y entregan premios de todo tipo demagógico.

No se niega la audacia y la (ocasional) fuerza seductora de algunos casos que hicieron historia en una industria rabiosamente monopolizada y frente a la que, durante mucho tiempo, no ha habido posibilidad real de comparación o competencia porque, entre muchas causas, fue impedido el desarrollo de otras industrias y otros modos de producción, distintos y distantes de las fórmulas del “éxito” hegemónico de los monopolios fílmicos, tanto como de los monopolios publicitarios y los monopolios de distribución. Ellos sólo admiten la “creatividad” que es capaz de vender más (y mucho) de lo mismo.

Con el paso de las décadas, algunas realizaciones fílmicas lograron exhibir lo distinto en la narrativa fílmica, que fue impulsado por la fuerza natural de las diversidades culturales, socioeconómicas y estéticas; y por intereses no subordinados, exclusivamente, por las “taquillas”. Y entonces, hemos podido experimentar la narrativa distinta generada por pensamientos, sensibilidades y emociones irreductibles al efectismo simplón de los clichés “exitosos”: balaceras, trompadas, vociferaciones, desnudez, histrionismo repetitivo y cursilería melódica a todo pentagrama. Bálsamos fílmicos que son los menos.

Es indispensable una rigurosidad crítica de nuevo género que detecte, con autocrítica, hasta dónde la crítica que conocemos, incluso la más “independiente”, ha sido contaminada por los baluartes del estereotipo narrativo dominante. Su ética y su estética. Aunque el poder mercantil, que secuestró al cine, llame a su panteón “superproducciones” estamos llamados a reconfigurar instrumentos científicos para una crítica de nuevo tipo que, en simultáneo, enriquezca la autocrítica y sirva para producir, en tiempo real, dictámenes sobre el carácter complejo del cine que nunca ha sido una diversión inocente.

Así será desactualizado, desacralizado, el panteón fílmico dominante y dejará de ser, para bien de todos, el fardo obligatorio que cargan los estudiantes de cine en todas sus especialidades. Basta ya de planos obsecuencia, de diálogos previsibles y simplistas. Basta de iluminación decorativa y de escenografías, vestuarios y maquillajes serviles del culto a la personalidad y el fanatismo de “star sistem”. Basta de narrativas disecadas. Basta del espectáculo exhibicionista que manosea dramas personales descontextualizándolos. Basta de soldaditos heroicos y gánsteres filantrópicos que aman a sus familias y odian a su clase. Basta de historias legalistas en un “mundo perfecto” donde su idea del bien prima sólo para los ricos y para los blancos. Basta de la retahíla audiovisual imperial que se rinde culto a sí misma imponiéndonos su bandera, literalmente, hasta en las escenas más aparentemente inocuas. Urge aniquilar el esnobismo y la suntuosidad con que se parlotea de cine haciendo pasar por hondura teórica cualquier paparruchada ideológica tan estereotipada como el objeto del pretendido “análisis”.

Pero será imposible profundizar la crítica contra el arsenal simbólico de la industria fílmica, sin un reposicionamiento epistemológico con instrumentales multidisciplinarios de estudio crítico y autocrítico, en “tiempo real”. Será superflua y efímera toda iniciativa crítica a fondo sin redefinir, con marcos históricos-económicos, éticos y estéticos correctos. Sin consolidar un método semiótico emancipador, capaz de enfrentar al rol alienante de una maquinaria de significación que transita y habita, cómodamente, bajo la sombra de cierto “sentido común” que lo hace parte del entretenimiento o el esparcimiento inicuos e inocuos.

Eso no se logrará con (sólo) uno o varios cursos teóricos reducidos a una cuántas semanas de claustro académico, es preciso ascender a una práctica científica política, militante de la verdad contra el ilusionismo hegemónico que invierte fortunas en sus armas de guerra ideológica mientras muchos de nosotros seguimos empantanados en juicios de “gusto”, tecnológicos o aritméticos de taquilla. El “séptimo arte”, la “fábrica de sueños”, la “magia fílmica”… y su “valor” museístico reverencial.

Han muerto muchas de las instituciones simbólicas burguesas, aunque las hermoseen los taxidermistas sabiondos. Es preciso ventilar las habitaciones para disparar los hedores de una morgue cinematográfica que sigue repitiendo y repartiendo su relato mortuorio como discurso fílmico embalsamado y único mientras un mundo lucha, denodadamente, por liberar sus fortalezas expresivas de las morgues semánticas y de los clichés de pantalla. Y si alguien piensa que aquí se exagera, habrá que desplegar investigaciones profundas para que, con una ciencia semiótica emancipadora, se demuestre que la exageración verdadera ha sido infestar al planeta con el modo de producción fílmica estereotipada y sus relaciones de producción cinematográfica esclavistas. Semiótica emancipadora para hacer y mirar el cine de otros modos. Por un nuevo orden cinematográfico mundial. Un solo mundo, muchas películas, diversas.

Tomado de: Cubaperiodistas

Leer más

Poética del cinematógrafo

Autor: Eugène Green

Eugène Green escribió este libro como un libro de horas. Para contar cómo se cuenta el cine si uno quiere que le devuelva la mirada. Fuera del cine, te miro pero no te veo. Miro tu superficie, palpo tu contorno, rozo la forma de una exterioridad. Fuera del cine miro lo visible, como un ciego que ausculta el mundo material, recorre un tiempo cronológico, se desplaza en espacios mensurables. Fuera del cine gobierna la razón, se encienden todavía las viejas luces del Siglo de las Luces, el intelecto gobierna y administra los días y las noches, los códigos fulminan los misterios y el oído se aturde en la ciudad, o se despeña en un silencio sin vacío. Eugène Green adora caer en el vacío del sagrado presente continuo. Ese vacío que muestra el revés de todas las cosas de este mundo: árboles y rostros, peñascos y cascadas, piedras y pies. Pura disolución del cálculo, desvanecimiento de la geometría. Lugar donde caer hasta ver por fin y disolverse en ese espacio donde todo es Uno, singular y semejante, donde criaturas y cosas tiemblan atravesadas por el hilo de la misma energía espiritual.

El asno Balthazar filmado por Bresson es la criatura perfecta de esta poética de la exhumación y de la epifanía: no intenta colaborar, no se esfuerza en actuar, carece de estrategias. Se entrega porque es, su mera existencia es un acto de entrega. Balthazar con su corona de flores silvestres, como espinas; Balthazar con sus ojos inocentes, como remansos y termómetros de la fragilidad. Green recorre el espinel del cine, desde que la película es idea hasta que se proyecta en la pantalla, y despliega sus máximas, que son las mínimas pistas de quien ve-a-través, como quien abre una caja de herramientas. Pañuelos y palomas, varitas y naipes de un juego de magia.

Este libro hubiera podido llamarse “Cómo se hace una película”, es decir, cómo se filman, según un puñado de teorías, la tradición del género y los instrumentos disponibles, ciertos fragmentos del mundo, ciertos movimientos de los cuerpos. Pero se llama “Poética del cinematógrafo”. Lo que equivale a decir: cómo extraer, de cada uno de esos fragmentos de materia, esa presencia real que es la expresión del alma, la manifestación de la gracia en una modestísima cinta de celuloide.

Eugène Green. (Nueva York, 1947) Licenciado en letras y en historia del arte. Director teatral amante del barroco (fundador del Théâtre de la Sapience), entrenador de actores, cineasta de culto inclasificable y escritor en el cruce y en los márgenes. Nacido en Estados Unidos, peregrinó por Europa y finalmente se instaló en Francia, donde fundó su compañía teatral, filmó su primer largometraje (Toutes les nuits), aclamado por la crítica, e inició su trayectoria como ensayista, novelista y poeta.

Con Poética del cinematógrafo, Shangrila continúa la difusión en español de la obra de este autor fuera de cuadro, iniciada ya con Presencias. Ensayo sobre la naturaleza del cine (Shangrila, 2018).

Tomado de: Shangrila

Leer más

Más allá de los límites de la realidad. Una mirada a través de la antología de Edgar Wright

Edgar Wright es un guionista, productor, actor y director de cine y televisión inglés.

Por Ernesto Delgado

Resulta interesante cómo últimamente se mira el formato de las antologías no como un medio, sino más bien como un género. Más aun teniendo en cuenta que la naturaleza de las mismas es la de abarcar en un formato, varias historias que puedan reflejar diferentes caras de una temática concreta, o fragmentos de aleatorios relatos breves que no tienen por qué seguir un solo género. Edgar Wright exploró en su trilogía seminal de cine paródico, una forma de antología diferente con una visión del medi muy particulares.

Rastrear el origen, o la popularización más bien, de este medio en el formato cinematográfico sería llegar a La dimensión desconocida (Rob Serling, 1959-1964), en la que el artificio servía -y sirve- como extensión de la singularidad de cada capítulo. Los episodios se presentan como distintivas narraciones, directamente reconocidas como ficción y señalando la propia naturaleza cambiante de las mismas. Todas las semanas Rob Serling aparecería en el televisor para resetear la lógica que se exhibió en el capítulo anterior, y así sucesivamente, creando una suerte de serial inagotable de leyenda y fantasía en la que cabe cualquier tipo de historia. La serie se vende como producto de género, pero en el que acaban entrando episodios que destilan un costumbrismo inaudito, que incluso Chicho Ibáñez Serrador muchas veces tomará prestado para sus Historias para no dormir (1966-1982).

Este formato se empezará a adaptar al cine de una manera algo más comedida, en la que la película marca las separaciones entre las historietas, y en general aunando las mismas bajo un género compartido. Se rechaza el supuesto de que la antología pueda concebirse como algo más amplio: una serie de películas bajo un mismo sello que comparta una temática similar, pero que convivan independientes las unas de las otras. Hay intentos, desde los más clásicos como el que ocurrió con Halloween III: el día de la bruja (Tommy Lee Wallace, 1982), hasta los más contemporáneos como puede ser la franquicia Cloverfield.

Parece ser un propósito difícil de mantener en algo tan poco duradero para el mercado general, comparado con la sencillez y lo fácil de encajar que es realizarlo en un formato televisivo. De hecho, aunque menos ambicioso, es mucho más fiel al estilo original de las recopilaciones de relatos cortos y magazines de ciencia ficción en las que se inspira La dimensión desconocida en un principio. Edgar Wright se apropia del propósito general de este formato para encontrar un mínimo común múltiplo en su versión única del medio. La autoproclamada Trilogía del Cornetto  evalúa tres subgéneros sucesores de uno mayor, para mofarse en forma de sátira posmoderna, a lo spoof movie, de la irónica naturaleza auto-regurgitada de las mismas, y siempre desde un esquema palpable a lo largo de las tres películas.

Se permite entonces repetir chistes para encontrar esos momentos de firma personal y reconocimiento para crear una mayor imagen general a la larga. El que las tres películas sean protagonizadas en mayor medida por los mismos actores, con cameos recurrentes, invita a fantasear sobre la premisa de la dimensión desconocida. Incluso se permite introducir una especie de presentador estilo Rob Serling para Arma Fatal (2007) en forma de una narración en off al principio de la película. Curioso, siendo esta la menos fantasiosa de las tres, pero la que más interesada parece en explícitamente referenciar sus fuentes. De nuevo, en un alarde de mitificación posmoderna, Wright decide que sea la menos amarrada al concepto de género (Arma fatal es, en gran parte, una película de acción sin acción)  la que verbalice los clichés del policiaco americano y los sustituya por unos infinitamente más evidentes, y haga de la parodia una parodia en sí. De ahí que el personaje de Nick Frost sea prácticamente una sucesión de capas de ironía que se superponen las unas a las otras, siendo el enterado marisabidillo que se sabe todas las pelis de tiros, pero también el que termina torciendo el propio concepto de la acción en la película hacia uno más exagerado.

Es una forma muy interesante de comentar los géneros que estás adaptando, viéndolo a través un prisma más cotidiano: los amigos que se sientas en el sofá a ver películas de acción, jugar a juegos de zombies y que en secreto crean planes para sobrevivir a una invasión extraterrestre. Wright ya tantea con esta forma de parodia en la serie Spaced  (1999-2001) -que sirve a su vez como prototipo para alguna premisa que más tarde expandirá en alguno de sus largometrajes- y que otras franquicias han intentado emular con diferentes resultados. La autoconsciencia con la que se están evaluando clichés de según qué géneros se vuelve anecdótica comparada con el hecho de que la propia cinta es abiertamente consciente de que está haciendo justamente eso. Cuando en Zombies Party (2004) se utiliza música de Zombi (George A. Romero, 1978) para el principio de la película sirve como recordatorio de la naturaleza bibliográfica de la misma, de su propósito paródico, y de un conocimiento específico del subgénero (sin dejar nunca del todo claro que esta referencia existan en el universo tangible de la ficción), para más tarde desvelar que en efecto los personajes saben qué es un zombie y qué significa que hayan zombies en esta historia. Shaun (Simon Pegg) llega a comentar incluso lo incómodo que le hace sentir la propia palabra, y para acabar de cerrar el círculo de consciencia, Nick Frost cita a Romero con el “we’re coming to get you Barbara”.

Esto es una imagen más pequeña de la escala general a la que esta trilogía parece que aspira. En Bienvenidos al fin del mundo (2013) rompe por completo con esta secuencia de eventos para desligar el referente de la antología. Mientras que en Zombies Party, en parte por temas de presupuesto, dirige el fin del mundo como un inconveniente que casi nadie parece darle el peso que de verdad merece, en la tercera entrega ese mismo escenario es puesto patas arriba por una plétora de personajes que quieren entender, o quieren temer. No hay nadie que señale lo mucho que esto o aquello se parece a esto otro, o aquello otro. Parece que la película quiere distinguir lo evidente que es su puesto en una franquicia en la que se puede estimar lógica junto a sus dos compañeras, pero que se atreve a incumplir la premisa que Wright plantea en la primera. Que en Zombies Party resulte gracioso querer escapar del apocalipsis escondiéndose en un pub, en Bienvenidos al fin de mundo va haciéndose cada vez más y más patético a medida que la idea empieza a tener sentido para los protagonistas.

Pero lo que de verdad termina de aunar la tercera película con el resto como una única antología separada en tres partes es el recuperar esa idea de reset que propone Serling en La dimensión desconocida. Que los personajes de Simon Pegg en las dos primeras entregas funcionen como los racionales de la pareja, y los de Frost como los inmaduros, para que en la tercera se intercambien los roles, no es ninguna coincidencia. Que se deja intuir muy explícitamente que, consciente o inconscientemente, estos protagonistas hayan compartido unas personalidades tan reconocibles y tan similares, para luego deformarlas de manera tan categórica no es sino una señal extradiegética de que el fin de estas tres películas es uno antológico. Es una mirada transformadora y mutante, que pone en evidencia la idea de la parodia simplista, e incluso la de la parodia redicha y de recordatorio constante, la que hace que de verdad merezca la pena ahondar en este concepto de antología cinematográfica, épica y comedida, sin etiquetas ni ataduras, capaz de crear cátedra incluso en lo que a los subgéneros atiende. Todo es posible, más allá de los límites de la realidad.

Tomado de: Mutaciones

Leer más

Fassbinder por Fassbinder. Las entrevistas completas

Edición: Robert Fischer

De momento planeo hacer con treinta años mi película número treinta. Ya he conseguido mucho de lo que un director puede esperar, he tenido más éxito que la mayoría y gano más dinero que la mayoría, pero ninguna de esas cosas vistas por sí mismas me ha hecho más feliz. No sé cómo podría ser feliz cuando veo cómo vive la gente. Encontrarme con gente en la calle o en las estaciones de tren, ver sus caras y observar sus vidas, todo eso me llena de desesperación. Lo que más quiero entonces es gritar bien fuerte.

* * *

Existe una sinceridad muy sincera y una sinceridad casi sincera y una sinceridad semi sincera y una sinceridad casi insincera, y solo entonces empieza la mentira. No siempre cuento toda la verdad. Pero mentir es algo que en realidad no hago nunca.

Rainer Werner Fassbinder

Tomado de: El cuenco de plata

Leer más

Arte y oficio del actor. La técnica Meisner en el aula

Autores: William Esper & Damon Dimarco

Muy pocos profesores de interpretación han logrado desarrollar un método detallado que forme actores verdaderamente creativos: Sanford Meisner, fallecido en 1997, fue uno de ellos. Su técnica toma al artista como materia prima y construye, partiendo de cero, las habilidades que necesita para despuntar en la interpretación. Sin embargo, sus enseñanzas se han ido desvirtuando con el tiempo y, a pesar de algunos intentos, no han podido ser compiladas y explicadas en profundidad hasta ahora. Discípulo y mano derecha de Meisner, William Esper ha transmitido y ampliado su técnica durante décadas, en las que ha sido maestro de intérpretes como John Malkovich, Kim Basinger, William Hurt y Kathy Bates. En Arte y oficio del actor, con la ayuda de Damon DiMarco, uno de sus discípulos, Esper nos sumerge en el aula y nos permite asistir, como un alumno más, a uno de sus fascinantes cursos: aquí participamos de animados debates, contemplamos el reto de la improvisación, y escuchamos divertidas anécdotas sobre grandes actores. Al tiempo que somos testigos privilegiados de todo el proceso de formación de un grupo de actores, se van desvelando ante nosotros, de forma lúdica y sencilla, los conceptos y ejercicios fundamentales de una técnica única. La esencia de este libro es como el propio William Esper: amable/claro, atento/generoso, apasionado/elegante, brillante/profundo. Inspirador. Inestimable. Jeff Goldblum.

William Esper. Discípulo del actor y profesor de interpretación Sanford Meisner, William Esper nació en 1932. Estudió en la Western Reserve University y en la Neighborhood Playhouse School of Theatre, en Nueva York. Se formó como actor y profesor bajo la tutela de Meisner (1905-1997), el creador de la técnica Meisner, con quien después trabajaría durante quince años, en los que llegó a ser director asociado del Departamento de Interpretación de la Playhouse School. En 1965 fundó en Nueva York el William Esper Studio y en 1977 puso en marcha el Programa de Entrenamiento de Actores Profesionales en la Universidad Rutgers de Nueva Jersey; en ambos espacios se formaron y siguen formándose actores de renombre tanto en las tablas como en la gran pantalla: John Malkovich, Kim Basinger, William Hurt, Kathy Bates, Olympia Dukakis, Jennifer Beals, Larry David, Calista Flockhart, Aaron Eckhart… En 2006 y 2007 fue elegido mejor profesor de interpretación de Nueva York por la revista Backstage.  Esper murió en Nueva York en 2019, a los ochenta y siete años.

Damon Dimarco. Nació en Princeton (Nueva Jersey) en 1971. Fue alumno de William Esper en la Universidad Rutgers. Ha trabajado como actor para cine, televisión y teatro y hoy es formador de intérpretes en la Universidad Drew. Es también autor de obras de teatro y guiones, así como de libros de no ficción como Tower Stories: An Oral History of 9/11 (2004), Heart of War: Soldiers’ Voices From the Front Lines of Iraq (2007), The Quotable Actor: 1001 Pearls of Wisdom from Actors Talking about Acting (2009). Junto a William Esper ha escrito también The Actor’s Guide to Creating a Character (2014).

Tomado de: Alba Editorial

Leer más

Cuando el beisbol se parece a la vida

Por Félix Julio Alfonso López

El director de cine japonés Akira Kurosawa describió en sus memorias la manera en que el beisbol formó parte de su educación sentimental, e incluso en su adolescencia llegó a ser lanzador y jugador de short stop. En una de sus primeras películas Un domingo maravilloso (1947), una pareja de enamorados va en busca de un alquiler barato en un barrio de la periferia de Tokio, y después de visitar la habitación, pequeña, deprimente e insalubre, él juega con unos niños al beisbol y tendrá que gastar diez de sus preciosos yenes comprando dos pasteles, aplastados por una bola mal dirigida. Una metáfora sutil del éxito y la adversidad, tan cara al director japonés y al mejor cine a largo de su historia. Desde luego, es una suerte que Kurosawa no se haya dedicado de manera constante al beisbol, pues ello nos hubiera privado de esas obras maestras que son Rashomon y Los siete samuráis.

En otra isla lejana, pero igualmente devota del juego de pelota, un huracán dejó sin techo en 1933, a su paso por la provincia de Matanzas, a una familia humilde y numerosa, compuesta por una madre y cinco hijos, los que tuvieron que vivir en el terreno de beisbol del Central España, en la caseta que se utilizaba para guardar los proyectores de películas, que estaba debajo de la glorieta del terreno. Uno de aquellos niños pobrísimos se llamaba Saturnino Orestes Arrieta Miñoso Armas.

Como sabemos, Orestes Miñoso no solamente fue el primer negro de origen latino en pisar un diamante de Grandes Ligas, cuando firmó con los Indios de Cleveland en 1949 (Roberto Estalella y Tomás de la Cruz, “mulatos claros”, lo habían hecho antes), sino que lo hizo con obstinación en seis décadas distintas, y ha sido el único pelotero en pararse en un home a batear con más de setenta años (dependiendo de la fecha de nacimiento que tomemos del inefable Minnie: 1922, 1923 o 1925). Miñoso fue, como todos los grandes peloteros, una suerte de sumo sacerdote de esa religión laica en que se convierte el beisbol allí donde sus raíces son profundas y vigorosas.

He querido iniciar mis palabras de elogio a este libro del fraterno poeta, editor y ensayista Norberto Codina, citando a dos personajes tan distantes en la geografía como Kurosawa y Miñoso, porque sin saberlo ninguno de los dos existe algo que los une: el beisbol. Y es justamente esa secreta correspondencia que articula cultura y pelota, la savia nutricia, la esencia espiritual que sostiene la narración de Codina en este texto caleidoscópico titulado Cuando el beisbol se parece al cine; y también porque en breve su autor cumplirá setenta años, y como el Cometa del Central España, todavía se para con soltura en su cajón de bateo.

Cajón de bateo. Algunas claves entre beisbol y cultura, publicado en 2012 en la muy pelotera ciudad de Matanzas, es quizás el más remoto antecedente de Cuando el beisbol se parece al cine. Digamos que, hablando en el argot beisbolero, fue su “calentamiento” del brazo para lanzar, casi una década después, el que considero es el juego de su vida, el epítome de sus obsesiones sobre la poderosa e íntima complicidad que existe entre beisbol y cultura.

Como en aquella paráfrasis de Scherezada que hizo un lector improbable de las Mil y una noches llamado Yogi Berra, y que Norberto tanto disfruta, este libro es una caja china de historias, crónicas, recuerdos, digresiones, anécdotas, mitos, fábulas, leyendas y evocaciones, que se mueven en ámbitos geográficos y culturales tan diversos como Nueva York y Caracas, Chicago y Marianao, Los Ángeles y Mantilla, el Vedado y Quemado de Güines… La música, la poesía, el cine, la radio, el teatro, el relato costumbrista, las artes plásticas, la picaresca criolla, las historias familiares, la fascinación, la desmesura, lo sagrado y lo profano, la vida misma en toda su riqueza y complejidad, son algunos de los discursos literarios que pueblan estas páginas pantagruélicas. Como en El libro de arena de Jorge Luis Borges, citado aquí a propósito de su aborrecimiento del futbol, en este libro los relatos y experiencias sobre y desde el beisbol son literalmente infinitos.

La galería de personajes que hablan, discuten (el más beisbolero de los verbos), añoran y sueñan con el beisbol es tan extensa, rica y variada, que el índice onomástico del libro sería otro libro. Estamos en presencia de un compendio de profunda y exquisita erudición, de vocación enciclopédica y prosapia ilustrada. Lo verdaderamente asombroso de su lectura, que lo hace tan ameno, divertido y profundo al mismo tiempo, es esa monumental ligazón y sorprendentes asociaciones de todo tipo, que demuestran la inteligencia de su autor a la hora de narrar la saga cultural del beisbol, no solamente cubano, sino también estadounidense y de la cuenca del Gran Caribe. De manera ejemplar, Norberto maneja con destreza y naturalidad la historia del beisbol como parte indivisible de esa historia mayor que es la de la cultura cubana y universal.

Refiriéndome solo a Cuba, en su discurso se dan la mano Wenceslao Gálvez y Delmonte, short stop y primer historiador del beisbol cubano y Julián del Casal, enamorado platónico del juego; José Martí, asistente a juegos de pelota en Long Island y Cayo Hueso, somete a critica al beisbol profesional estadounidense desde su atalaya neoyorquina; el apasionado Eladio Secades contrapuntea con el no menos vehemente Ismael Sené, quien como su tocayo de Moby Dick, desgranaba relatos verdaderos y al mismo tiempo inverosímiles; Nicolás Guillen nos deslumbra con sus formidables crónicas y poemas dedicados a Basilio Cueria, José de la Caridad Méndez y Martin Dihígo; José Raúl Capablanca se nos revela como entusiasta practicante del beisbol (jugaba short stop y segunda base en la Universidad de Columbia), cuya pasión compartía con los tableros de ajedrez y Wilfredo Lam confiesa que de niño imitaba al gran Miguel Ángel González en la receptoría; Lezama Lima se transfigura en insólito cronista de beisbol en El Diario de la Marina y Alejo Carpentier aparece jugando pelota en los arrabales habaneros y fumando cigarrillos de la marca La flor de Marsans.

Siguiendo con la literatura, aquí están contadas las aficiones peloteras de una extensa cohorte de escritores de varias generaciones y estilos, entre ellos los olvidados Miguel Ángel de la Torre y Víctor Muñoz y sus no menos olvidadas novelas de temática beisbolera; Juan Antiga, pelotero del siglo XIX que tocaba la cítara y leía a Baudelaire, Pablo de la Torriente, Raúl Roa, José Zacarías Tallet, Guillermo Cabrera Infante, Luis Marré, Raúl Martínez, José Antonio Portuondo, Arturo Arango y José Rodríguez Feo, quien ensimismado en un juego de pelota se apropia de un cuadro de Fayad Jamis; también sabemos del fervor de Eliseo Diego por Babe Ruth y de Enrique Núñez Rodríguez por Conrado Marrero, a quien bautizó con elegancia como “El Lezama Lima de la pelota cubana”; aparecen las alusiones de Cintio al beisbol en Lo cubano en la poesía; Roberto Fernández Retamar nos recuerda a la Montaña Guantanamera y al mosquito Ordeñana, pero no se olvida “de Joyce, Mayakovski, Stravinski, Picasso o Klee, esos bateadores de 400” y no podía dejar de mencionarse la célebre devoción industrialista de Leonardo Padura, sin discusión el mejor pelotero entre los escritores y viceversa; menos conocido es que el folclorista Samuel Feijóo, el historiador Francisco Pérez Guzmán y el musicólogo Helio Orovio, se desempeñaron como coyunturales anotadores de pueblerinos juegos de pelota  en Las Villas, Güira de Melena y Santiago de Las Vegas.

Otras disquisiciones en estas páginas evocan a dos de los más grandes  comediantes criollos de todos los tiempos, Federico Piñeiro y Alberto Garrido, “Chicharito” y “Sopeira”, convertidos en “managers honorarios” de la Liga Profesional y también aparecen jugadores que tuvieron sus minutos de fama con la farándula, como el Gigante del Central Senado, Roberto Ortiz, interpretándose a sí mismo en la película Honor y Gloria, dirigida por Ramón Peón con guion de Eladio Secades, una bien pensada operación de marketing para el jugador almendarista, encaminada a borrar del imaginario popular un hecho innoble de su carrera, o el marrullero Clemente “Sungo” Carreras y sus polémicas relaciones con el capo mafioso Lucky Luciano y el actor estadounidense Marlon Brando.

Mucho se agradece también en este volumen la recopilación de los apodos de los peloteros criollos, mucho más originales y profusos antes que ahora, desde los simpáticos motes de “Bemba e cuchara”, “El Triple Feo” y “Pata Jorobá”, pasando por los festivos “Papá Montero”, “Cocaína” García y “Bombín” Pedroso, hasta los muy nobles y gallardos “El caballero” Oms, “El profesor” Bragaña, y “El inmortal” Dihígo; así como los perspicaces y rotundos fraseologismos beisboleros, de los que seguimos haciendo uso frecuente en nuestra cháchara cotidiana.

En el orden esotérico, es proverbial la religiosidad popular de un gran número de deportistas criollos, lo que explica que el Santuario de El Cobre esté repleto de exvotos y ofrendas de peloteros y que la propia Virgen de la Caridad haya sido invocada como símbolo victorioso del club Almendares, amén de haber tenido previamente una salvadora influencia sobre el brazo de lanzar de Conrado Marrero; no faltan desde luego, el sincretismo y las creencias en potencias de origen africano de muchos beisbolistas, adoradores de Shangó o hijos de Yemayá. No en balde le dijeron a la antropóloga Lydia Cabrera sus informantes abakuá, allá por la década del 50 del siglo XX que: “Las sangrientas contiendas de los efik y los efok, pretenden muchos negros que lo tienen por tradición oral, serían secretamente, para los dueños de los esclavos iniciados y divididos entre estos dos bandos, lo que hoy son los matches de baseball entre almendaristas y habanistas”.

La música, de manera particular el danzón y el son, ha sido uno de los discursos espirituales que han acompañado al beisbol desde sus orígenes. Aquí están para demostrarlo la estirpe musical y pelotera de Miguel Faílde, jugador de pelota en las Alturas de Simpson, el gran danzonero Raimundo Valenzuela, un clarinetista llamado José de la Caridad Méndez, Bartolo Portuondo y su hija la gran Omara, René González, violinista de la Orquesta Aragón, en cuyo puesto entró Rafael Lay, Raúl “Chino” Atán, Sindo Garay, Rafael Cueto, Ñico Saquito, Alfredo González “Sirique”, Benny Moré, Roberto Faz, Enrique Jorrín, Rubén Rodríguez, Sergio Calzado, Alberto Faya, Rolando Macías, Eduardo “Tiburón” Morales, Cándido Fabré, Los Van Van, el Dúo Buena Fe y tantos otros. En las artes plásticas, destaca la obra del crítico Jorge Bermúdez y la extensa galería de creadores que van desde Ricardo de la Torriente y Armando Menocal, pasando por René de la Nuez y Eladio Rivadulla, hasta llegar a Julio Neira y Reinerio Tamayo, autor este último de la imaginativa ilustración de cubierta y el más prolífico de los pintores cubanos de temática beisbolera.

Mención aparte merece la dilatada reflexión sobre el beisbol y su presencia en la historia, la política, la diplomacia, el cine, el entretenimiento, la música y la literatura estadounidense, donde aparecen figuras tan emblemáticas en el devenir de aquel país como Abraham Lincoln, Herbert C. Hoover, Franklin D. Roosevelt, Allen Dulles, Walt Whitman, Carl Sandburg, Rolfe Humphries, Ernest Hemingway, Abbot y Costello, Harold Bloom, Paul Auster y Bob Dylan, junto a los inmortales Ty Cobb, Honus Wagner, Babe Ruth, Lou Gehrig, Ted Williams, Joe DiMaggio, Jackie Robinson, Mickey Mantle, Willy Mays, Roger Maris y Pete Rose, protagonistas directos o aleatorios de un sinnúmero de películas, series, canciones y relatos que destacan el beisbol como narrativa predilecta, asociada al origen y desarrollo de la nación norteña, así como sus múltiples avatares en su triple dimensión de deporte profesional, espectáculo mediático y negocio lucrativo.

Venezuela, patria del autor, es el otro vértice geográfico que resume las pasiones contadas en este libro, cuyo beisbol tiene un origen cubano vinculado a las emigraciones que luchaban contra el colonialismo español, donde además la imbricación entre beisbol, historia y cultura guarda profundos paralelos con Cuba, y cuya memoria registra acontecimientos ilustres, como los célebres duelos de pitcheo entre Daniel “Chino” Canónico, hijo de un profesor de música y amante del jazz, y Conrado Marrero en las series mundiales de beisbol amateur a inicios de los años 40 en el mítico estadio Cerveza Tropical. Como colofón letrado a aquel inédito triunfo, fue el gran poeta venezolano Andrés Eloy Blanco, quien pronunció un enardecido discurso en el estadio nacional de El Paraíso, en la bienvenida a los campeones de 1941 en la Serie Mundial de Beisbol Amateur. En fecha más reciente, todos recordamos el formidable entusiasmo beisbolero del fallecido presidente Hugo Chávez, seguidor del equipo Navegantes de Magallanes, quien como tantos niños humildes latinoamericanos soñó alguna vez con llegar a ser un gran pitcher de Grandes Ligas.

El niño que fue Norberto Codina, con ascendientes beisboleros en el Manzanillo de sus mayores, jugador de pelota manigüera, coleccionista de postalitas de beisbol y admirador de los Tigres de Marianao, —émulos quizás en sus fantasías infantiles de los Tigres de la Malasia— nos ha mostrado la historia del beisbol como si se tratara de un cuento de Las Mil y una noches. O como una versión beisbolera de Rayuela, en el sentido de que es un libro al que se puede penetrar por cualquier capitulo y salir por otro, sin perder por ello el sentido cabal de la lectura. O como una película de David Lynch, una especie de rompecabezas cinéfilo y beisbolero, donde cada fragmento guarda un significado oculto que nos habla de la felicidad y el fracaso, de los sueños y espejismos de los peloteros y sus alter ego intelectuales. O como un laberinto en forma de diamante donde, en lugar del hilo de Ariadna, es una blanca y traviesa esfera la que nos guía en busca del próximo inning del juego.

Creo no exagerar si digo que, a quien Roberto Fernández Retamar definió, cariñosa y certeramente, como “poeta deportivo y tenaz director de La Gaceta de Cuba”, y de quien Rufo Caballero dijo que su único defecto era “no ser industrialista”, ha lanzado en este libro su juego perfecto. Entre sus cómplices sonrientes están los manes tutelares de su pasión beisbolera, la Sagrada Trinidad compuesta por la sabiduría guajira del sempiterno Conrado Marrero; el nostálgico Miñoso cocinando recetas criollas entre las ventiscas de Chicago y bailando su cadencioso chachachá y el Dios de Cobre de los Orientales, don Manuel Alarcón, enrolado de joven en las tropas de Batista por causa de la pobreza familiar, a quien otro adolescente vio pitchear también el juego de su vida en la catedral de la pelota cubana, enseñando su número de la suerte, el 17, en aquel ya lejano 1967.

Al final, que no quiere serlo por aquello de que “el cuento no se acaba hasta que acaba”, después de terminar la última página de este vademécum laberíntico y cinematográfico, nos queda la impresión de que hemos vivido una aventura maravillosa y nos hemos convertido en protagonistas de un juego que no termina nunca, repleto de lances inesperados y jugadas inolvidables. Entonces, después del out 27, podemos suscribir sin temor aquella sentencia, inapelable como un jonrón con las bases llenas: “Nuestra edad se juzga por los peloteros que hemos visto jugar durante esa película que se parece a la vida”.

*Palabras pronunciadas por el autor en la presentación del volumen, realizada el 8 de octubre de 2021 en los jardines de la Uneac.

Tomado de: La Jiribilla

Leer más

Diario 0: 42 Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano (+PDF)

Festival de Cine de La Habana: segundas partes pueden ser buenas

Del 3 al 13 de diciembre estaremos presentando la segunda etapa del 42. Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano correspondiente a 2020.

El programa constará de 163 filmes de 26 países, desglosados en 56 largometrajes de ficción, 45 largometrajes documentales, 3 largometrajes de animación, 22 cortos de ficción, 18 cortos documentales y 19 cortos animados.

Los países latinoamericanos más representados son Brasil (32 títulos), Argentina (18), Cuba y México (16 cada uno), y Colombia y Chile (15 cada uno).

Esta segunda etapa del Festival cuenta con un programa de altísima calidad en el cual se incluyen los concursos de ficción, óperas primas, documentales, animados, cortos de ficción y documental, y las obras en postproducción.

Dichas producciones cinematográficas serán evaluadas por los diferentes jurados que en esta ocasión nos acompañarán. Los Premios Corales serán entregados en la noche del 10 de diciembre, pero el programa de exhibiciones continuará hasta el domingo 12, con la presentación de los títulos premiados y otras obras de interés para el público.

A este programa competitivo se le sumarán algunas secciones no competitivas entre las que destaca el homenaje a la directora cubana Sara Gómez, en el cual se exhibirán las copias recién restauradas de su mítico largometraje De cierta manera (1974) y sus excelentes documentales Guanabacoa: Crónica de mi familia (1966), Iré a Santiago (1964) y Una isla para Miguel (1968). Para complementar dicho homenaje se realizará el evento teórico «Sara Gómez, por una poética de los márgenes», en el cual participarán los destacados intelectuales cubanos Eliseo Altunaga, Gerardo Fulleda León, Víctor Fowler y Astrid Santana, y la académica canadiense Susan Lord.

La obra de Sara Gómez constituye un aporte invaluable para la cinematografía cubana. El acercamiento que hace el Festival a través de estas proyecciones y dicho evento, permitirán a críticos y académicos volver sobre la que fue, durante mucho tiempo, la única cineasta mujer en los momentos fundacionales del ICAIC.

También encontraremos otras actividades dentro de esta segunda parte como las presentaciones de libros relacionados al cine. Ediciones ICAIC traerá los títulos 100 años de cine en Cuba, de Ambrosio Fornet; Sergio Corrieri. Más allá de Memorias, de Luisa Marisy; El cine tiene sus redes, de Alberto Lezcano; Cuando el béisbol se parece al cine, de Norberto Codina; y La hoja y el cuerno, de Arturo Arango.

Por su parte, la Editorial Oriente presentará las Coordenadas del Cine Cubano (IV), volumen integrado por un colectivo de autores, en el cual se analizan obras fílmicas de la nación.

Desde nuestro sello editorial, Ediciones Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano, estaremos presentando el título Tomás Gutiérrez-Alea. Entre Historias de la Revolución y Guantanamera, libro integrado también por un colectivo de autores, que se acerca a la obra fílmica de Titón a partir del panel convocado por el Festival en su edición 40 para homenajear al cineasta.

En la Sala «Yelín» de la Casa del Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano, el público podrá apreciar los carteles pertenecientes a la competencia de esta edición 42 del evento.

Esta segunda parte del evento llega pensando siempre en el público asistente a la sala de cine que se ha mantenido fiel, aun cuando el panorama internacional cinematográfico ha tenido que reinventarse producto de la COVID 19. Aunque las formas de asistir al cine pueden verse modificadas, el interés del público cubano en el mismo no ha disminuido, y para que se mantenga, trabajamos desde el Festival de Cine de La Habana.

Tomado de: Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano

Diario 0 en PDF

Leer más

La última violación (en el cine)

Fotograma del filme Dos mujeres (Vittorio de Sica, 1960)

Por Pilar Ruiz

“Me causa indignación oír a los hombres repetir que a muchas mujeres les gusta ser violadas, que no les molesta que un hombre las viole aunque protesten, que sus protestas son solo palabras. No puedo admitir que les cause placer esta violación”.

Christina de Pizan

Filósofa, poeta, escritora, precursora del feminismo, Pizan fue una de las primeras mujeres de la Historia –borrada de ella, claro– en vivir de su trabajo intelectual. Como protegida de la reina de Francia, pudo presenciar ese duelo de película que acaba de estrenar Ridley Scott sobre el famosísimo juicio por combate celebrado en 1386 con Dios dirimiendo –a mandoble limpio– si la esposa de uno de los paladines miente cuando acusa al otro de violación. La vergüenza, la sospecha –hasta el día de hoy muchos historiadores afirman que mentía– y la amenaza de ser quemada en la hoguera por perjura de Marguerite de Carrouges puede que inspirara la obra más famosa de su contemporánea Christina de Pizan: La ciudad de las damas (1405). También su asociación femenina La querella de la Rosa, en la que reclamaba el acceso al conocimiento de las mujeres y que pervivió durante… ¡300 años!

Pizan se convirtió en la paladina principal de la querella de las mujeres, un debate académico que recorrió Europa desde la publicación del panfleto misógino El romance de la rosa (1280) hasta la Revolución Francesa.

“Todas ustedes son, fueron o serán putas por acción o por intención”

El romance de la Rosa

“Muchas mujeres preferían guardar silencio a arruinar su reputación o la de su familia al hacer público el crimen. En la práctica este delito a menudo no se castigaba, no se juzgaba o no se denunciaba”.

Eric Jager, El último duelo (2020)

El medievalista Jager es el autor del exitoso ensayo histórico sobre el caso real del último juicio por combate en 1386, ahora convertido en película. Dado el olfato de Scott para ir de la mano de los tiempos, es fácil entender su interés por la historia de una violación del siglo XIV. El director quizá crea que poco ha cambiado la situación de las mujeres violadas desde aquel entonces, hogueras –no mediáticas– aparte. Un ejemplo; en España hay una denuncia de violación cada 8 horas, aunque solo llegan a notificarse una de cada 6 agresiones sexuales, según el Ministerio del Interior.

Con intención clara, los guionistas de la adaptación de El último duelo, Damon, Affleck y Nicole Holofcener –también directora– hacen referencia al Romance de la Rosa en un diálogo entre la protagonista y su violador número 2, porque el número 1 es su propio marido. Violador legal, tal y como hemos visto innumerables veces en películas de ambientación histórica. El matrimonio de conveniencia –o “violación de polisón”– representa el paradigma de privación de libertad, violencia y humillación contra la mujer. ¿Pasado?

“En el futuro, cuando veas que una mujer llora así, no se está divirtiendo”.

Susan Sarandon –casi citando a Cristina de Pizan-–en Thelma y Louis (1991)

Tampoco sería la primera vez que Scott toca el tema; el resultón éxito de los 90 fue convertido en un alegato feminista a pesar de su final vergonzante y bobo. Eran tiempos en los que el feminismo apenas tenía celuloide que echarse a la boca, amigas.

Muy distinta, en la intención y en la forma, en Dos mujeres (Vittorio de Sica, 1960), adaptación de La Ciociaria, novela de Alberto Moravia (1957) con la que la Loren consiguió su primer Oscar. El recuerdo de ver la famosa escena de la violación de madre e hija –ese plano a ras de suelo– con 13 o 14 años, el terror que golpea aún más cuando ni sabes del todo lo que significa esa imagen porque tienes la misma edad que la niña violada, resulta indescriptible.

Norman Lewis, escritor y oficial británico que luchó en el frente de Italia, cuenta esto en su libro Napoli ‘44: “Todas las mujeres de Patrica, Pofi, Isoletta, Supino, y Morolo han sido violadas… En Lenola el 21 de mayo han sido violadas cincuenta mujeres, y como no había suficientes para todos han sido violadas también las niñas y ancianas. Los marroquíes normalmente agreden a las mujeres en parejas: mientras uno la viola de manera normal, el otro la sodomiza.”

Es historia, y no tan lejana como la medieval: “Marochinatte”, los desmanes cometidos por el cuerpo franco-marroquí de los Aliados tras la victoria de Montecassino. Con total descontrol por parte de sus mandos o quién sabe si castigo premeditado contra la población civil, las tropas francesas violaron a más de 2.000 mujeres de entre 11 y 86 años y a 600 hombres. Porque los hombres también violan a otros hombres. Donde las dan, las toman, parecen decir John Boorman o Quentin Tarantino. El primero en Deliverance (1972) con la escena del “cerdito” y el redneck –una de las más brutales de la historia del cine– y el segundo, en Pulp Fiction (1994). Gracias al personaje del mafioso Marcellus Wallace sabemos cómo se encuentra un hombre tras sufrir una violación: “Estoy a mil jodidas millas de estar bien”. Marcellus, nosotras sí te creemos. Aunque ciertos jueces/juezas no hayan visto Pulp Fiction; seguro que Tarantino les parece violento, no como una sentencia fetén. Ya no es un tabú, señores, hasta recientes series televisivas de temática romántica como Outlander muestra con pelos y señales al villano violando al guapísimo galán coprotagonista. Quizá el cambio de roles no sea más que un reflejo que señala el desajuste entre ficción y realidad. En cualquier caso, el cine enseña, muestra. También que la historia de una violación continúa cuando se pone en duda la palabra de la víctima habitual, una mujer. Ese es el material de El último duelo o el drama judicial Acusados (Kaplan, 1988).  Lo cierto es que la violación en el cine no escandaliza ya a nadie, el ojo del público está acostumbrado a la violencia contra las mujeres. Cómo no recordar Perros de Paja (Peckimpah, 1971), La Naranja mecánica (Kubrick, 1971) o El manantial de la doncella (1960) con el mismísimo Bergman retratando esa Edad Media violadora de mujeres a la que ahora regresa Scott.

Tampoco escandaliza que la mujer se convierta en justiciera y de ahí nacen muchas pelis de serie B, C y D y de Abel Ferrara. Incluso de Paul Verhoeven, siempre turbador. La pesquisa y posterior venganza de Isabelle Huppert en Elle (2016) muestra una rabia callada y un mensaje: los violadores están muy cerca. A los directores del montón como Gaspar Noe se les ven las costuras que no muestran los grandes, el sensacionalismo y regodeo de voyeur evidentes de la famosa secuencia de 9 minutos en Irreversible (2002). Por eso no la colgamos aquí.

Nada que ver con el cine previo a los 70, cuando la censura se llamaba código Hays –o franquismo– y eso de abrir de piernas a una señora, a la fuerza o no, solo se podía mostrar mediante elipsis. Añadiendo eufemismos como “ultraje”, “abuso”, “atropello”, “deshonra”… sin mencionar la palabra infamante. A pesar de ello, la violación está muy presente en un género para todos los públicos como el Western, que no existiría sin el tema de la venganza como motor de la acción: Kirk Douglas busca a los niños pijos que violaron y mataron a su mujer india en El último tren a Gun Hill (Sturges, 1959) o la mismísima Centauros del desierto (Ford, 1956), donde el personaje de Natalie Wood es una niña raptada que termina siendo la esposa forzosa del jefe Cicatriz. Antes, en elegante –por supuesto– ardid de Ford, comprendemos que su hermana mayor ha sido violada y asesinada por los hombres de Cicatriz. Indios malvados, un clásico del cine que pinta de rojo el verdadero terror del amo blanco: los negros. Una vez exterminado el nativo americano, el colonizador se enfrenta a los antiguos esclavos y el gran tabú del racismo de los EE.UU. se cuela en el cine con cuentagotas, en películas como Matar a un ruiseñor (Mulligan, 1962) y su abogado Atticus Finch, defensor de un negro acusado injustamente de violar a una mujer blanca, el miedo ancestral.

Pero el cine contemporáneo ya no paga gabelas: en Las inocentes (2016), de la directora Anne Fontaine, la Segunda Guerra Mundial y todos sus ejércitos han pasado por un convento polaco usando a sus monjas como botín de guerra. Sabemos, como narraba La Ciociaria, que la bandera de la violación ondea para todos los soldados sin importar la época, nacionalidad o condición.

La mirada aquí se aleja de los cánones a los que estamos acostumbradas. Es una directora. La tortura, el desgarro, la contradicción aparecen sin un ápice de sensacionalismo y no hacen falta flash-backs, ¿para qué? Solo vemos mujeres enfrentadas a un castigo humano y divino, al dolor, a la desesperación, a la muerte. La violación es el paso previo a ser asesinada, esa es la única verdad y todas las mujeres la conocemos.

“Los agresores se las arreglan para creer que si ellas sobreviven es que la cosa no les disgustaba tanto” (…) Una mujer que respeta su dignidad hubiera preferido que la mataran. Mi supervivencia, en sí misma, es una prueba que habla contra mí. El hecho de tener más miedo a la posibilidad de que te maten que a quedar traumatizada por los golpes de pelvis de tres cabrones.”

Virginie Despentes, Teoría King Kong (2010)

Y no solo los agresores, Virginie, también sus cómplices. Desde tribunales, escaños, casas familiares, lugares de trabajo, tabernas, desde cualquier sitio que culpe a las mujeres, a los movimientos feministas, al activismo, a la educación que enseña en igualdad. Un ataque ideológico que pone en peligro a más del 50 por ciento de la ciudadanía, a la libertad y a la democracia.“La violación no terminará conmigo”, dice Despentes. Ella sobrevivió, lo contó y se hizo más fuerte. Otras muchas no pudieron. Recuerden: cada 8 horas. Conviene no olvidarlo.

Pilar Ruiz. Periodista a veces y guionista el resto del tiempo. En una ocasión dirigió una película (Los nombres de Alicia, 2005) y después escribió tres novelas: “El Corazón del caimán”, “La danza de la serpiente” (Ediciones B) y “El jardín de los espejos”. (Roca, 2020)

Tomado de: CTXT

Leer más
Page 3 of 69«12345»102030...Last »