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La película más vital del mundo (+Video)

Por Irene Bullock

Uno de los periodos más emblemáticos de la historia del cine es el de la transición entre el mudo y el sonoro. El pistoletazo de salida lo dio la Warner en 1927 con el estreno de El cantor de Jazz. Supuso un cambio tecnológico revolucionario para la industria e influyó en todos los estudios. Como todo cambio, resultó una oportunidad para muchos profesionales, pero provocó el ocaso para otros. Por ejemplo, hubo actores particularmente dotados para el cine mudo que no consiguieron, sin embargo, adaptarse a las particularidades del sonoro, y viceversa. Desaparecieron trabajadores habituales, como los pianistas o narradores en salas de cine, y se necesitaron nuevos profesionales para aspectos relacionados con el sonido. El cine hablado planteaba un problema a la hora de exportar las películas a otras partes del mundo: el idioma. Así que primero se acometieron dobles versiones de cada uno de los largometrajes para cada país, lo que supuso que los estudios aumentaran la plantilla y buscaran personal especializado en distintas partes del mundo (actores de distintos países, guionistas y traductores…), hasta que pronto se fueron perfeccionando los doblajes o los subtítulos.

Pues bien, este momento revolucionario y clave en Hollywood sirve de argumento para uno de los musicales más vitales de la historia del género: Cantando bajo la lluvia (Singin’ in the Rain, EE.UU, 1952) de Stanley Donen y Gene Kelly. Una película que genera felicidad y alegría en cada nuevo visionado, pero que refleja, sin embargo, un instante crítico para muchas de las personas que dedicaban su vida al cine.

La historia se centra en dos supervivientes y pioneros del séptimo arte,  que además son amigos desde la infancia: Don Lockwood (Gene Kelly) y Cosmo Brown (Donald O’Connor). Del mundo de las variedades dan el salto a Hollywood, empezando por el escalafón más bajo. Uno llega a ser el galán principal del estudio, y el otro, el pianista de acompañamiento de los rodajes. Don Lockwood es un peso seguro en el estudio gracias a sus largometrajes junto a la estrella femenina del estudio, Lina Lamont (Jean Hagen), con la que no se lleva nada bien. Los dos son ídolos para los espectadores y alimentan las noticias de diversas revistas de cine. Sin embargo, dos cosas trastornan la vida de Don: conocer a una aspirante a actriz, con dotes de bailarina y cantante, Kathy Selden (Debbie Reynolds), y la aparición del cine hablado, que en un principio es una amenaza para su carrera.

La fórmula del éxito: un trío mágico

Muchos fueron los implicados en Cantando bajo la lluvia, pero tres profesionales fueron fundamentales para que este musical se convirtiera en un clásico: el productor y letrista Arthur Freed, el director de cine Stanley Donen y el bailarín y actor Gene Kelly. La idea de la película nació de Freed, que estaba al frente de una unidad especial de películas musicales en la Metro Goldwyn Mayer, con éxitos como El mago de Oz (1939), Cita en San Luis (1944), Un americano en París (1951) o Gigi (1958). Lo que quería era un musical que reuniera un repertorio de buenas y famosas canciones compuestas por Nacio Herb Brown y él durante sus años como dúo profesional. Para encontrar el argumento que uniera la cadena de canciones preexistentes, contó con dos buenos guionistas, responsables de otros éxitos de este área de musicales de la Metro: Betty Comden y Adolph Green. Algunas de las piezas, muy populares, se habían podido escuchar en los primeros musicales sonoros. La lista de elegidas, las compusieron Freed y Brown entre 1928 y 1939. Aprovechando todo esto, los guionistas decidieron ambientar la película en el periodo de transición del mudo al sonoro, época que, por otra parte, conocía muy bien Adolph Green, que en algún momento trabajó en lo mismo que el personaje Cosmo Brown, pianista de rodajes. Posteriormente, esta manera de crear un musical, con canciones populares ya existentes, ha sido una fórmula mágica que siempre ha funcionado: no hay más que recordar Moulin Rouge (2001) de Baz Luhrmann, El otro lado de la cama (2002) de Emilio Martínez-Lázaro o Across the Universe (2007) de Julie Taymor (con canciones solo de los Beatles).

Después se unieron al rodaje Stanley Donen y Gene Kelly. Los dos habían formado un tándem profesional interesante y habían revolucionado el género con Un día en Nueva York en 1949, pues sacaron a los bailarines y cantantes de los platós y de los decorados para danzar y cantar en exteriores, en plena ciudad. Las canciones, que formaban parte del argumento y del estado de ánimo de los personajes, se creaban para una historia determinada. Así que los dos sabían que se complementaban bien profesionalmente y que podían aportar su arte para que esta obra cinematográfica  mereciese la pena.

De modo que, con este trío a la cabeza, buenos profesionales del género y un reparto en estado de gracia, Cantado bajo la lluvia se convirtió no solo en uno de los musicales más populares de Hollywood, sino en un canto a la felicidad y un homenaje de amor al mundo del cine.

Banda sonora de la vida

Hay tres piezas que marcan la peculiaridad y popularidad de esta película. La canción que da título a la película,  «Singin’ in the Rain», fue compuesta en 1929, y apareció en uno de los primeros musicales sonoros, The Hollywood Revue of 1929. En la producción que nos ocupa aparece  en un momento de extrema sencillez, cuando un hombre bajo la lluvia, Don, chapotea en los charcos, y expresa su alegría por estar enamorado y ser correspondido. Gene Kelly, acompañado de su paraguas, ejecuta su danza de la felicidad, convertida hoy en todo un clásico. De hecho, está tan presente en el imaginario popular que Stanley Kubrick la empleó con excelentes resultados en La naranja mecánica (1971): Alex DeLarge la entona en un momento de explosión de violencia.

Otra joya es «Make ‘Em Laugh», que suena durante el momento estrella de Donald O’Connor, donde el actor demostró que podía hacer mucho más que hablar con la mula Francis (una serie de películas que le hicieron famoso, donde era un joven que conversaba con una mula parlanchina que le metía en líos diversos). No solo es un número divertido, sino todo un homenaje al cine cómico mudo. Con sus gestos, sus movimientos y la fusión con el decorado, O’Connor logra geniales gags visuales. La canción la crearon especialmente Arthur Freed y Nacio Herb Brown para esta película, pero está totalmente inspirada (prácticamente es una copia) en un clásico de Cole Porter, «Be a Clown», que fue interpretada por Judy Garland y Gene Kelly en la fantástica El pirata (1948).

Por último, el buen rollo y la vitalidad son las protagonistas de «Good Morning», canción que entonan Don, Kathy y Cosmo para augurar un buen día y celebrar una buena idea que puede remontar la carrera de Don. La compusieron Freed y Brown para Los hijos de la farándula (1939), popular musical de Judy Garland y Mickey Rooney. «Good Morning» se ha convertido en un himno del optimismo.

Puro cine

Uno de los valores de Cantando bajo la lluvia es que es un documento impagable de este periodo de transición y de cómo se vivía el cine en aquellos años. La cuidada construcción «arqueológica» para recrear exactamente esta época deja momentos de gran interés. La película comienza y termina con unos estrenos por todo lo alto, que simbolizan un momento concreto: el primero refleja el éxito, la excelencia y el glamur que había alcanzado el cine mudo en 1927, y  el segundo augura el fulgurante asentamiento del cine hablado.

Delante de un micrófono, Don Lockwood pone de manifiesto cómo los estudios controlaban la publicidad que se transmitía de sus estrellas. Por un lado, él cuenta la historia de su vida y del camino hacia el éxito como un relato elegante, amable y digno, de cuento de hadas, sin grandes dificultades. Pero en paralelo se nos muestra la verdad: la vida de supervivientes de Don y Cosmo, el itinerario duro de dos cómicos que intentan ganarse el sustento, cómo empiezan en el cine desde lo más bajo y el esfuerzo que supone para Don conseguir su primer papel como estrella junto a una antipática Lina Lamont.

Por otra parte, la cinta pone de manifiesto cómo se recibió en un principio el cine hablado. En la fiesta después del estreno del último éxito mudo de Don y Lina (aunque ellos no lo saben todavía), el productor pone una proyección de una prueba de cine hablado. Y es recibida con gran escepticismo por todos los presentes, aunque se anuncia que pronto se estrenará El cantor de Jazz. Al poco tiempo, el estudio entra en pánico, pues esta última película es un éxito y el público demanda cine sonoro. De modo, que se reciclan rápido y la siguiente película de Don y Lina quieren  que sea hablada. El resultado es catastrófico: el rodaje con los micrófonos tiene momentos hilarantes y el primer preestreno es un auténtico desastre. Pero pronto todos se ponen las pilas y empiezan a innovar y a buscar las posibilidades que ofrece esta nueva etapa del séptimo arte: deciden transformar la película que iba camino al fracaso absoluto en un musical brillante y original.

Por último, Lina Lamont sufre un problema que afectó a alguno de los actores de la época: no solo está estancada en la manera de actuar en el cine mudo (más gestual), sino que además no posee una voz en absoluto agraciada. El paso al sonoro no va a catapultarla de nuevo al éxito: se huele la tragedia y la caída. De hecho, precisamente tiene que doblarla Kathy. A esta última, sin embargo, el sonoro le ofrece la puerta de entrada a una carrera con futuro.

También hay un momento donde es evidente la magia del cine tal cual. En una de las declaraciones de amor más bonitas de la historia de los musicales. Don no sabe cómo expresarle a Kathy lo especial que es para él, así que la lleva a un gran plató vacío: empieza a manipular las luces, crea un fondo de un atardecer, enciende un aparato que crea la sensación de la niebla, sube a la chica a unas escaleras y enciende un gran ventilador. Envuelve a Kathy en un mundo de ensueño y canta «You Were Meant For Me». Del plató vacío, surge en cuestión de segundos el lugar adecuado para celebrar el amor.

Secretos de rodaje

Cantando bajo la lluvia es de esas producciones de las que se puede escribir mil y una cosas, y siempre descubrir aspectos nuevos. Atesora curiosidades de rodaje que merece la pena recuperar como que es la oportunidad de ver a Rita Moreno (que habría de triunfar como Anita en West Side Story) en uno de sus primeros papeles, como una de las flapper del estudio, a lo Clara Bow.

La película también supuso una oportunidad de oro para una de las bailarinas más brillantes de la unidad de Arthur Freed: Cyd Charisse. Está presente en el número musical más elaborado y largo del largometraje: «Broadway Melody».  Precisamente es el que Don explica a su productor y que será el momento especial de la película sonora que están realizando. Charisse muestra no solo sus dotes como bailarina, elegante y sensual, sino también su presencia en pantalla y sus cualidades como actriz. «Broadway Melody» cuenta la historia de un joven inocente que quiere triunfar bailando en Broadway, pero en su camino se cruza una mujer fatal de la que se enamora.

Por último, otra curiosidad maravillosa que enseña los entresijos y contradicciones del cine: Debbie Reynolds, inolvidable como Kathy Selden, tuvo que ser doblada; no solo no era ella la que cantaba, sino que además, en las secuencias en las que tenía que doblar en la ficción a Lina Lamont, quien prestaba la voz a la Reynolds… ¡era precisamente Jean Hagen, la gran actriz secundaria que ponía rostro a Lina!

Por todo esto y mucho más, Cantando bajo la lluvia es el musical por excelencia y un canto a la alegría de vivir, pero además refleja a la perfección uno de los periodos más fascinantes y complejos de la historia del cine.

Tomado de: Insertos. Revista de cine

Tráiler del filme Cantando bajo la lluvia (EE.UU, 1952) de Stanley Donen y Gene Kelly

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El director que amaba el cine (+Video)

La noche americana (La Nuit américaine, Francia, 1973) de François Truffaut

Por Irene Bullock

Una de las declaraciones más bonitas de amor por el séptimo arte se pronuncia en La noche americana (La Nuit américaine, Francia, 1973), de François Truffaut. Y dice así: «El cine es más bello que la vida, no hay atascos ni tiempos muertos. Avanza como un tren atravesando la noche. Hemos nacido para ser felices con nuestro trabajo, haciendo cine». Estas son las palabras  que suelta Ferrand (Truffaut), un director, a Alphonse (Jean-Pierre Léaud), un joven actor que acaba de sufrir un desengaño amoroso. En esta secuencia, como en muchas otras, la vida y el cine se dan la mano.

Hay una manera emocionante de analizar la obra cinematográfica de Truffaut y es como si fuese un diario del cineasta. El director francés volcaba en sus películas de ficción fragmentos de su vida, derramaba sus reflexiones personales, reflejaba las relaciones que estaba viviendo o esparcía su pasión por la literatura y el cine. Su filmografía es un libro abierto sobre su propia existencia.

Si volvemos a la secuencia anterior, nos encontramos que, detrás de Ferrand y Alphonse, late también la complicidad real entre François Truffaut y Jean-Pierre Léaud, que llevaban años trabajando juntos, en diversas películas, desde Los cuatrocientos golpes (1959). Los personajes de Ferrand y Alphonse tienen además características de Truffaut y Léaud: los problemas de oído del primero o la fragilidad emocional del segundo. De hecho, su relación iba más allá de lo profesional: eran amigos. Cuando François Truffaut falleció en 1984 por un tumor cerebral con tan solo cincuenta y dos años, Jean-Pierre Léaud quedó desolado y terminó cayendo en una depresión.

Vida y cine, cine y vida

En La noche americana asistimos al rodaje de una película en Niza, acompañados por la extraña familia que la hace posible: actores, actrices, técnicos, secretarias de rodaje, ayudantes de dirección, maquilladoras, director, productor, fotógrafos, periodistas, acompañantes… Ferrand, el director de cine, cuenta las vicisitudes de su película Je vous présente Pamela, un melodrama de pasiones desatadas. Y estamos presentes de manera sencilla y natural. La noche americana fluye… como la vida, y el espectador se deja llevar. De pronto, sentimos que estamos metidos  en una especie de  documental, muy ameno, sobre cómo se realiza una película. Tensiones, miedos, inseguridades, obstáculos, caprichos, relaciones personales, presiones, nervios, lágrimas, infidelidades…, pero también risas, celebración, camaradería, compañerismo, apoyo y amor. Un rodaje que corre como la sangre por las venas. Además, con una premisa clara desde el primer fotograma: pase lo que pase, la película tiene que terminarse.

La noche americana se convierte hoy en día en todo un testimonio nostálgico de una manera de hacer cine. Es el canto a un mundo analógico, donde todavía se rodaba con rollos de celuloide y era necesario el revelado (un proceso que podía jugar una mala pasada); no existían los ordenadores y se buscaban soluciones artesanales y eficaces para ciertos efectos especiales; o, por ejemplo, no se escamoteaba en extras o dobles.

Aun con sus crisis, se nota que todos los miembros del equipo son unos apasionados de su trabajo. No se amilanan ante los problemas, siempre encuentran una salida o solución posible. La entrega de todos es similar: la película tiene que ser rodada de principio a fin, y, así, ante la deserción de Liliane (la pareja de Alphonse, que estaba haciendo unas prácticas en el rodaje), la secretaria de rodaje y ayudante de dirección (Nathalie Baye) suelta una frase que simboliza la entrega de todos: «Yo dejaría a un hombre por una película, pero jamás dejaría una película por un hombre». Es otra genial y perfecta declaración de amor al cine.

Momentos mágicos

A pesar de que La noche americana nos desvela muchos trucos que se emplean en los rodajes para luego conseguir ciertos resultados en la pantalla, muestra, a cada rato, la magia del cine. De hecho el título de la película alude a una técnica cinematográfica para simular que es de noche en una secuencia que se ha rodado a la luz del día. François Truffaut vive esta película en cada fotograma y sabe cómo  es esa magia, y, por eso,  puede plasmarla de forma bellísima. Una de las secuencias más deliciosas es cuando todo el equipo está atento a un pequeño gatito que tiene que ir hasta una bandeja de desayuno, que está en el suelo, y ponerse a probar las distintas sobras y beber un poco de leche derramada de un plato. No hay manera de conseguirlo: el gatito se escapa, pasa de largo de la bandeja o huye asustado. Es un rebelde. Y todos nerviosos repiten la toma una y otra vez. Hasta que la secretaria de rodaje principal encuentra una solución: encontrar otro gato. Y consigue uno, delgaducho y lindo. Entonces se obra el milagro. Ese minino se acerca a la bandeja, curiosea, investiga, prueba unas miguitas y termina bebiendo la leche derramada en un plato. Se ve la felicidad de todos grabada en el rostro. La cámara rueda. Y Truffaut ha captado un momento mágico.

Otro momento emocionante es cuando la actriz americana (Jacqueline Bisset), pues la película que dirige Ferrand es una coproducción, rueda junto a Alphonse una hermosa secuencia con una vela, que tiene un trucaje que nos han mostrado desde el principio (una linterna en su interior, que ilumina la cara de la intérprete). Todos se dan cuenta de que la secuencia está saliendo a la perfección, y no quieren que nadie perturbe el momento… Ni siquiera el productor que llega alterado y nervioso, pues tiene una mala noticia para todos.

Pero François Truffaut no olvida, por otra parte, que está realizando una película de ficción y aporta también momentos mágicos cuando aparece su director ficticio Ferrand. De nuevo, emplea otra manera de expresar un amor desmedido hacia el cine. Ferrand es un hombre que no pierde la calma, que es capaz de contestar un montón de preguntas cada vez y de solucionar problemas a todas horas, pero cuando duerme tiene pesadillas, por los nervios, y también un sueño recurrente en blanco y negro de un niño que avanza en la oscuridad. Después de varias noches se completa el sueño y nos damos cuenta de que se trataba de un recuerdo de infancia (tanto de Ferrand como de Truffaut): el niño lo que quiere es llegar hasta la marquesina de un cine para poder robar tranquilo  las fotografías promocionales  de una película importante para él: Ciudadano Kane, de Orson Welles.  Estas imágenes eran otros elementos característicos del mundo analógico, fundamentales para anunciar la película.

Homenaje a un equipo de cine

La noche americana es un homenaje especial a cada uno de los miembros del equipo que hacen posible una película. Incluso  el compositor de la banda sonora tiene su momento. Interviene vía telefónica, pues llama al director y al productor para que vayan escuchando por el auricular lo que está componiendo. Es más, el nombre del compositor que trabaja para Ferrand es Georges Delerue haciendo de sí  mismo, quien a la vez es el que compone la evocadora banda sonora de la película de Truffaut.

Prácticamente todos los trabajadores del mundo del cine están presentes en el largometraje: desde el extra hasta el  regidor, el sonidista, el especialista, pasando por la maquilladora… Pero, principalmente, François Truffaut homenajea a lo largo de la película y de diferentes maneras (con un paquete que le llega con libros y revistas, el nombre de una calle, el bordado en una toalla…) a los directores que le han hecho amar el cine: Jean Vigo, Alfred Hitchcock, Ernst Lubitsch, Ingmar Bergman, Howard Hawks, Luis Buñuel, Jean-Luc Godard, Jean Cocteau, Roberto Rossellini, Robert Bresson…

Y también tienen un protagonismo especial los actores; de hecho el director francés dedica  La noche americana a las hermanas Gish. François Truffaut quería y cuidaba a los actores, como se refleja durante  todo el largometraje. Su alter ego, Ferrand, lidia con todos los intérpretes de Je vous présente Pamela. Cada uno es un mundo, pero él sabe qué decirles, cómo cuidarlos e, incluso, cómo regañarlos para que salga lo mejor de ellos en pantalla.

En el melodrama que se está rodando hay viejas glorias, Alexandre (Jean-Pierre Aumont) y Séverine (Valentina Cortese), figuras que representan una época dorada pasada y arrastran cientos de experiencias, pero también el miedo a la vejez y el olvido, con problemas de alcoholismo o intentando asumir tardíamente su verdadera identidad sexual.  Después, está la bella actriz americana que tiene una complicada vida sentimental y es una persona frágil que trata de no hundirse; o el joven Alphonse con sus aires de divo, aunque en realidad es tierno e inestable: solo quiere ir a ver películas a salas de cine y saber si las mujeres son mágicas (se pasa el rodaje preguntándoselo a cada uno de los miembros del equipo).

Al final, La noche americana es toda una celebración, donde el espectador ríe y llora a la vez en cada una de las secuencias. Para los protagonistas lo único que importa es terminar otra película que haga soñar al público. Ahí está la incertidumbre: ¿lograrán superar todos los obstáculos? Como dice Ferrand, ese director que no pierde los nervios: «El rodaje de una película puede compararse con un proyecto en diligencia por el Oeste. Al principio todos esperan hacer un viaje estupendo, pero pronto empiezan a preguntarse si llegaran algún día a su destino».

Tomado de: Insertos. Revista de cine

Tráiler del filme La noche americana (La Nuit américaine, Francia, 1973) de François Truffaut

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La sala de cine, entre la magia y la realidad

Por Irene Bullock

Un niño, Allan Stewart Konigsberg, vivía en Brooklyn, y uno de los sitios donde más le gustaba ir era a un cine del barrio, el Kent. Allí se dejaba llevar por las películas que se proyectaban y olvidaba por un rato la realidad. De pronto, todo se convertía en magia. Años más tarde, ese niño se convirtió en director de cine. Su nombre artístico era Woody Allen, y durante la década de los ochenta se encontraba en la cima de su éxito, así que no es de extrañar que rodara un largometraje sobre lo que hace especial este espacio. El acto de asistir a la sala siempre ha sido importante para Allen, incluso vital; de hecho, eso es lo que hacen los personajes en muchas de sus historias. Es más, uno de sus alter ego, Mickey, en Hannah y sus hermanas, encuentra un sentido a la vida  sentado en una butaca, rodeado de otros espectadores, mientras se proyecta una película de los hermanos Marx.

Por eso no es raro que en varias ocasiones haya declarado que una de las películas de las que más orgulloso se siente de su filmografía es La rosa púrpura del Cairo (The Purple Rose of Cairo, EE.UU., 1985). En un acto poético entre realidad y la ficción, Allen rodó las secuencias que transcurren en el Jewel, el cine que frecuenta Cecilia (Mia Farrow), el personaje principal de su historia, en aquel  lugar donde disfrutó de tantos momentos cuando era pequeño: la sala Kent. Durante los años ochenta las salas estaban marcadas por la amenaza de cierre por un serio competidor: los VHS, que fomentaba que el público optara por el hogar para ver las películas. Pero ¿cuántas veces han sentenciado de muerte a los cines? Hace décadas que se está pregonando la desaparición de las salas… y ahora durante la pandemia la amenaza se ha recrudecido… Sin embargo, como si fuera un milagro, estas resisten, sobreviven.  Y muchos espectadores continúan siendo fieles a una cita: a la posibilidad de desconectar de todo en un sitio oscuro para ver una película en pantalla grande.

En aquella época, Allen sintió la necesidad de escribir un guion original y contar, con nostalgia, lo que supuso para mucha gente la ventana que se  abría dentro de estos lugares especiales durante el periodo de la Gran Depresión. Para muchas personas que estaban viviendo las peores jornadas de su vida con múltiples problemas, era una vía de escape, un momento de paz. Se convirtió en una evasión necesaria. Todos los espectadores que amamos ir al cine nos sentimos irremediablemente identificados con Cecilia, la protagonista de La rosa púrpura del Cairo, y todos nos estremecemos ante el final trágico que nos regala Allen, pues es todo un canto de amor al séptimo arte.

El tono de la película nos lo da la canción que abre y cierra la historia: «Cheek to cheek», interpretada por Fred Astaire en Sombrero de copa. Esta película de Mark Sandrich fue una de esas comedias musicales con personajes llenos de glamur y vestuario elegante, que bebían a todas horas copas de champán en habitaciones lujosas o locales de ensueño, logrando que muchos ciudadanos levitaran de gusto en el momento más crítico de la Gran Depresión. Y «Cheek to cheek» provoca, como pocos temas lo hacen, la sensación de lo que es tocar la felicidad… Y eso es lo que le ocurre a Cecilia por unos días en su vida amarga, siente lo que es tocar esa felicidad.

Un personaje secundario rompe la cuarta pared

En el filme se cuenta la historia de Cecilia, una mujer sensible que no está pasando su mejor momento. Su marido (Danny Aiello) está en paro, pues le despidieron de la fábrica donde trabajaba, y se dedica a jugar con los amigos y a beber, además de maltratar a Cecilia a la más mínima ocasión. En el barrio las cosas no van mejor. El mundo de esta mujer es de color gris. Para aportar a la economía del hogar, se pone a trabajar en la cafetería donde está empleada su hermana, pero es un desastre como camarera. Su único respiro es ver películas. Ahora está embelesada con la última producción de la RKO, La rosa púrpura del Cairo, un exótico largometraje de aventuras y lujo. Se fija especialmente en un personaje secundario, Tom Baxter (Jeff Daniels), un alegre aventurero y explorador que los glamurosos protagonistas se encuentran en una pirámide en Egipto. Estos le invitan a sumergirse en la vida de lujo de Nueva York, donde encontrará el amor en brazos de una cantante. Una frase que resume la filosofía del personaje es: «¿De qué sirve vivir sin arriesgarse?».

Pero ocurre lo inesperado, lo mágico. Un día en que Cecilia ya no puede más, porque le han despedido del trabajo y su marido ya no tiene ningún reparo en humillarla y mostrarle sus infidelidades, se dirige al cine, llorando, y como ponen La Rosa Púrpura del Cairo en sesión continua, la ve en bucle. Hasta que una de las veces, en una de las secuencias, Tom Baxter le habla y, de la manera más natural del mundo, sale de la pantalla. «Vamos a un lugar tranquilo. Soy libre». Se desata el pánico y la incertidumbre en la sala, entre los espectadores y los personajes en la pantalla. Mientras, Cecilia y Tom llegan a un parque de atracciones abandonado. Tom se muestra enamorado desde el primer instante y Cecilia se ilusiona: por fin ocurre algo especial en su vida. Baxter, el explorador, le confiesa: «Quiero vivir. Quiero poder elegir».

Sin embargo, es un amor imposible, condenado al fracaso. No solo porque él sea un personaje de ficción (que se muere de ganas por saber vivir en la realidad), sino porque el mundo real no admite esta rebelión. Y es que la maquinaria de los estudios se pone en marcha: por un lado, los productores preocupados porque otros Tom Baxter se escapen de las pantallas, y que no se pueda controlar la situación; por otro, el actor real que interpreta al personaje, Gil Shepherd, tiene miedo a no encontrar su lugar en la industria, y que este suceso le quite la posibilidad de convertirse en estrella. Todos quieren que Tom Baxter vuelva a la película.

La situación en el Jewel es desesperada. El dueño quiere apagar el proyector, pero no puede, y teme que su negocio se vaya al garete. El público reacciona de diversas maneras e incluso terminan interactuando con los personajes, que también, perplejos, están viviendo una situación que no se pueden creer que esté ocurriendo. Los compañeros de Baxter no pueden entender que con la salida de un personaje secundario… su mundo se pare.

A su manera, todos terminan filosofando. Y surge, por ejemplo, una máxima muy reveladora: «La gente real quiere una vida ficticia, y la gente ficticia quiere una vida real». Es esta una premisa con la que se han creado películas maravillosas, todas jugando con el concepto por el que lucha tanto Tom (y también Cecilia): la libertad. Uno puede seguir un hilo invisible que pasa por La rosa púrpura del Cairo, pero que tiene una larga trayectoria en el tiempo, con ejemplos como La vida secreta de Walter Mitty (en sus dos versiones), El show de Truman o Más extraño que la ficción.

Dentro de este juego de realidad, ficción y libertad también entra el concepto de Dios y el sentido de la vida. Cecilia, que precisamente le está enseñando el mundo real a Baxter, le lleva a una iglesia y trata de explicarle que Dios es la razón de todo. Baxter trata de comprender ese concepto con las herramientas que él cuenta en su mundo de ficción. Y le pregunta a su amada si la idea de Dios es similar a la de los guionistas que crean su historia…

La decisión de Cecilia

De pronto, Cecilia se encuentra, sin comerlo ni beberlo, en un peculiar triángulo amoroso que la ayuda, además, a hacer algo que nunca hubiese pensado: a enfrentarse a su marido y a darse cuenta de otros aspectos de su vida, como aprender a valorarse más y ser consciente de que tiene muchas virtudes, como tocar el ukelele o saber disfrutar de las pequeñas cosas. Cecilia sueña con que todo va cambiar: entre el amor de Tom Baxter, un personaje de ficción, y el de Gil Shepherd, el actor de carne y hueso, está su nuevo camino. Este último está dispuesto a hacer todo lo que esté de su mano para que el aventurero regrese a la pantalla.

La camarera infeliz, de pronto, roza la felicidad con diferentes citas, primero con el aventurero inocente, que no tiene ni idea de cómo es la vida real, y después con un actor de carne y hueso que deja todas sus debilidades y miedos al descubierto. Con Gil vive un momento mágico, tocando el ukelele en una vieja tienda de música, y con Baxter hace lo que siempre soñó: habitar el mundo único de las películas en blanco y negro.

Pero, como en todo triángulo cinematográfico que se precie, Cecilia debe tomar una decisión. Y no puede tomarla en otro sitio más que en la sala de cine. Después de haber vivido junto a Baxter sin preocupaciones, en un mundo en blanco y negro, Gil Shepherd entra en el Jewel y anima a Cecilia a tomar una decisión. Cada uno, de una forma u otra, le permite a Cecilia abrir las puertas a un nuevo futuro. Por una parte, está la posibilidad de habitar con un fantasma; por otra, la de volar a Hollywood con un hombre de carne y hueso.

Cecilia decide aferrarse a la realidad. Elige a Gil Shepherd. Y Tom Baxter, como el caballero que es, cuando finaliza la ilusión por la que se saltó la cuarta pared (conocer a Cecilia), vuelve derrotado a su mundo de ficción, a la pantalla. Los proyectores ya pueden apagarse, y la productora retira la película que tanto dolor de cabeza le ha dado.

El único final posible

Cecilia vuelve al mundo real. Y el mundo real pega reveses, irremediablemente. La cenicienta de este cuento cinéfilo abandona a su marido y deja todo ese mundo triste. Hace su maleta y coge su ukelele para huir con Shepherd a Hollywood. Cuando llega al Jewel, donde han quedado, el dueño del cine le informa de que cuando se ha acabado todo el lío, el actor ha salido pitando en un vuelo, rumbo a Hollywood. Y Cecilia se da cuenta del engaño, y se queda desolada.  Cecilia se ha quedado sola en la calle, con su maleta, sin rumbo y sin amor. Lo único que le queda es entrar en la sala de cine. Entra y se sienta en una butaca. Está desesperada, como ida. Tiene un futuro negro por delante. Suena «Cheek to cheek», y va elevando la mirada: en la pantalla bailan sin parar Ginger y Fred. Cecilia, finalmente, queda de nuevo hipnotizada ante la ficción que se presenta ante sus ojos, y sonríe. Un final bello y amargo a la vez.

Parece ser que los mandamases del estudio intentaron que Allen cambiara este final, le insinuaron si Cecilia no podía tener un final feliz, digno de cenicienta, pero aquí Woody no dio su brazo a torcer. Ese era el final adecuado, cualquier otro rompía la magia y el sentido de la historia. Y el tiempo le ha dado la razón. Es la bella conclusión que se merece esta película.

Secretos de película

Woody Allen encontró en este largometraje a otra de sus actrices fetiches. En la prostituta Emma, que tiene una secuencia deliciosa con un inocente y caballeroso Baxter, se revela el rostro de Dianne Wiest, un nombre imprescindible en su filmografía.

Otra de las curiosidades es que la actriz que hace de hermana de Cecilia en el restaurante era en realidad la hermana de Mia, Stephanie Farrow.  La familia de Farrow más de una vez estaría presente en sus películas, por ejemplo, la madre de Stephanie y Mia, Maureen O’Sullivan (la inolvidable Jane, de la popular saga de Tarzán de los años treinta), tendría un papel relevante en Hannah y sus hermanas.

En muchas de sus obras cinematográficas de los setenta y los ochenta, el director rescataba a actores de su amado Hollywood dorado para interpretar ciertos personajes. Así que no es de extrañar que entre los secundarios que pueblan la película de ficción La rosa púrpura del Cairo, los amantes del cine clásico identifiquen a Van Johnson. Y, por cierto, ¡Jeff Daniels no fue la primera opción como Tom Baxter! Allen contrató a Michael Keaton, pero ambos llegaron a la conclusión de que no era el papel adecuado para el actor. Esto permitió a Daniels hacerse con uno de sus papeles más recordados.

El halo delicado que tiene toda la película —que salta entre los colores cálidos del mundo real, con un punto de melancolía y nostalgia, y el blanco y negro del largometraje de ficción del Jewel, que despierta la pasión por el cine de los años treinta— es obra de Gordon Willis, un director de fotografía que formó todo un tándem profesional con Allen en películas como Manhattan, Interiores o Recuerdos.

Por eso, La rosa púrpura del Cairo es, ahora más que nunca, una película necesaria. En un mundo en crisis, lleno de incertidumbres de toda índole, y con la esencia del hecho cinematográfico otra vez bajo amenaza, este largometraje de Woody Allen contribuye a entender en qué consiste la magia de sentarse a oscuras en una sala de cine para vivir una breve desconexión del mundo real.

Tomado de: Insertos. Revista de cine

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La actriz que corría por amor

Por Irene Bullock

La actriz japonesa Chiyoko Fujiwara corre sin parar por los fotogramas de Millennium Actress (Sennen Joyû, Japón, 2001), de Satoshi Kon. Corre por distintos espacios y por diferentes épocas, de una película a otra, de un momento de su vida a otro… Corre sin aliento. A veces con sus piernas, otras pedaleando veloz en una bicicleta; también montada a caballo, subida a un carruaje o en rickshaw. Y siempre por un único motivo: corre por amor.

Kon, que falleció con tan solo cuarenta y seis años en 2010, era un realizador de anime que tenía una capacidad sin igual para crear universos donde la realidad y los sueños se entremezclaban. En este largometraje logra que el espectador persiga a Chiyoko para poder desvelar un secreto: lo que significa para ella una llave que siempre ha estado presente en su vida. La llave es el Rosebud particular del director para construir el biopic de una actriz de ficción, inspirada en varias estrellas del cine japonés.

Millennium Actress no solo derrocha amor por el cine, sino que también se convierte en una crónica especial de la historia de Japón. Es un canto al séptimo arte nipón, pero también al fervor que pueden provocar los actores en los espectadores, convirtiéndose así en estrellas con vidas de leyenda. El otro personaje clave de esta emocionante historia es Genya Tachibana, un realizador de documentales y admirador devoto de Chiyoko. Tachibana quiere realizar un documental donde se cuente la historia de su admirada actriz y se desvele por qué se retiró tan pronto de las pantallas, como hizo Greta Garbo, y se aisló en su mansión de la montaña en compañía tan solo de sus revistas y su jardín.

Por otro lado, en su manera de filmar esa carrera hacia el amor, el director mezcla la vida de su protagonista con las películas que protagoniza, mostrando de esta manera otro fenómeno que permite un apasionante análisis cinematográfico: cómo la trayectoria artística de algunos actores y actrices son inseparables de su vida. Vida y obra se funden en una coherencia total. Estudiando sus filmografías, es posible analizar, por ejemplo, las biografías de Ava Gadner, Jane Fonda o Robin Williams. No hay más que ver los interesantes documentales que parten de esta premisa: La noche que no acaba de Isaki Lacuesta, Ciudadana Jane Fonda (Citizen Jane, l’Amérique selon Fonda, 2020) de Florence Platarets, y El deseo de Robin (Robin’s Wish, 2020) de Tylor Norwood. Al igual que se establece en estos documentales, es imposible separar las vivencias de Chiyoko Fujiwara de los personajes que ha ido construyendo a lo largo de su carrera, ya fuese una astronauta en su nave espacial o una samurái en la Edad Media.

Los ecos de Chiyoko

Satoshi Kon y el guionista Sadayuki Murai se inspiraron en varias estrellas clásicas del cine japonés, que alcanzaron su apogeo como actrices en los cincuenta: Setsuko Hara, Hideko Takamine y Kinuyo Tanaka. Hara fue musa de Yasujirō Ozu; Takamine, de Mikio Naruse; y, por último, Tanaka, de Kenji Mizoguchi. Los tres realizadores son homenajeados además en algunas de las películas que protagoniza Chiyoko Fujiwara. Por otro lado, algunos datos biográficos de Chiyoko coinciden con la vida de Setsuko Hara, quien se retiró del cine repentinamente y se aisló del mundo, sin querer conceder entrevistas o que la fotografiasen.

Además de los tres directores nombrados, también hay homenajes a varias películas de Akira Kurosawa y otros realizadores de la etapa de oro del cine japonés. Una Fujiwara anciana recuerda esa etapa, durante los años de posguerra, y además rememora que fue protagonista de películas de todos los géneros posibles y reconocibles en el cine japonés: desde dramas íntimos hasta cine de samuráis; historias de fantasmas y maldiciones, de amores trágicos o de monstruos como Godzilla. Con todos los personajes arquetípicos reconocibles de los distintos géneros, desde mujeres guerreras a geishas. Así en Millennium Actress podemos encontrar homenajes a Trono de sangre, Rashômon, Primavera tardía o Veinticuatro ojos.

Lo hermoso de la forma en que se nos cuenta la biografía de Chiyoko Fujiwara es que se entremezcla la realidad con los rodajes de sus películas para contar una misma historia: un reencuentro imposible. Así todo arranca con el encuentro de una adolescente Chiyoko con un pintor disidente al que persiguen las autoridades estatales. El pintor está herido. Todo ocurre poco antes de la Segunda Guerra Mundial. Ella lo ayuda y lo esconde en la tienda familiar. Se enamora del misterioso disidente mientras él le hace promesas de un encuentro en el futuro. Cuando este se marcha, pierde una llave, que según él abre «lo más importante que pueda existir». La vida de la joven tendrá como objetivo devolver esa llave a su dueño y culminar la historia de amor durante el reencuentro. Pero este siempre se frustrará: su disidente se convierte en una sombra inalcanzable.

Por otro lado, según se cuenta la historia de la actriz y del rodaje de sus películas, conocemos la historia de Japón y muchos detalles de dicho país. La película nos transporta a la oscura etapa de la Edad Media o al horror de la Segunda Guerra Mundial. Se vislumbra un Japón que a principios del siglo XX gira totalmente hacia la extrema derecha o un pueblo donde convive, en cálida armonía, lo tradicional y lo moderno. La protagonista señala también que su vida puede contarse a través de los seísmos, hablando de cómo marcan el día a día de Japón los distintos terremotos que lo sacuden habitualmente.

Lo importante es amar… y no dejar de correr

Lo original de Millennium Actress es la forma maravillosa y poética que tiene de contar un biopic ficticio. De hecho, hay una colección de buenas películas con la recreación de biografías de actrices y actores que forman parte de la historia del séptimo arte. Películas de personajes ficticios como Chiyoko (como una de cine clásico: La rebelde, de Robert Mulligan) o de actores de carne y hueso con vidas plagadas de acontecimientos íntimos y profesionales, donde se indaga en la carrera hacia el éxito y el fracaso (por ejemplo, una de las últimas que se ha estrenado ha sido El Gordo y el Flaco, de Jon S. Baird).

En Millennium Actress vemos una sensibilidad especial a la hora de adentrarse en la vida de una actriz de cine. Satoshi Kon, además, es un virtuoso del anime y su corta filmografía en el estudio Madhouse muestra sus virtudes. En el largometraje que nos ocupa, su trazo detallista alcanza momentos de gran poesía, sobre todo por la recreación de universos entre sueños y realidad, como con ese pintor con su lienzo en un paisaje blanco y nevado y su bufanda roja al viento; o con Chiyoko, sola, situada en el paisaje desolador de una ciudad bombardeada cuando descubre, de pronto, un monolito con una delicada imagen dibujada: su retrato. Por otra parte, el cineasta dota a sus personajes de una compleja profundidad psicológica, como demuestra el profundo retrato de la actriz protagonista.

Genya Tachibana, el realizador de documentales, y su cámara acuden a la mansión de Chiyoko para escuchar su historia e indagar en su retiro. Tachibana le lleva a la actriz a la que admira un obsequio: una llave que encontró entre los escombros del estudio donde trabajó la actriz. Con esa llave se abre la memoria de Chiyoko y empieza un viaje deslumbrante… Curiosamente, en esa carrera hacia el mundo de los recuerdos la acompañan de manera muy activa Tachibana y su cámara. De hecho, el director de documentales se convierte en su fiel escudero y protector durante toda la película.

Además, Millennium Actress es puro cine dentro del cine, pues no es solo ese mundo de la memoria que va grabando el cámara que acompaña a Tachibana, sorprendido por formar parte de los recuerdos de una manera tan «real», sino que también visitamos el universo de Chiyoko como actriz de éxito. Vamos descubriendo cómo un productor se fijó en ella, sus primeros rodajes, su ascenso a la fama, las rivalidades con la otra estrella femenina del estudio, sus relaciones personales con un director…

La vida Chiyoko Fujiwara gira alrededor de la posibilidad de reencontrarse con el amado, con el pintor disidente. Incluso sus películas tienen de fondo esa historia de amor imposible. Ella le busca y corre sin parar por todas partes. Y siempre, cuando está a punto de alcanzarlo, le pierde. Pero eso es lo que la hace avanzar y crear. Millennium Actress tiene una preciosa estructura circular: empieza con el largometraje de la estrella que está viendo Tachibana, solo, en su oficina; se trata de una película de ciencia ficción donde la protagonista femenina se dispone a subir a una nave para buscar a la persona que ama. Y la última secuencia de la película de Kon termina con Chiyoko en esa misma nave, realizando una valiosa reflexión: «Al fin y al cabo es el perseguirlo lo que me apasiona». Chiyoko corre para dar un sentido a toda su vida. Pero a la vez ella también ha dado sentido a la existencia de Tachibana. Él ha vivido siempre a la sombra de la diva con una única misión: protegerla. El realizador de documentales es también el guardián de un secreto.

El objeto perdido, la llave, abre la puerta de los recuerdos y conduce al espectador a conocer qué sentido ha tenido la vida de Chiyoko. Lo importante muchas veces es el camino que se emprende… y no dejar de correr.

Tomado de: Insertos. Revista de cine

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El gran Gatsby en Hollywood (+Video)

El último magnate (EE.UU, 1976), de Elia Kazan

Por Irene Bullock

Monroe Stahr (Robert De Niro), un productor del Hollywood de los años treinta, se está construyendo una casa al lado del mar. Solo están los cimientos, todavía no tiene ni siquiera el techo. Un día lleva hasta allí a Kathleen Moore (Ingrid Boulting), una joven de la que se ha enamorado perdidamente por su parecido con su fallecida esposa, una estrella del estudio. De pronto, la chica se para en una estructura cuadrada, y le pregunta extrañada que qué irá ahí exactamente. Y él sin ninguna duda, como señalando que es una parte fundamental de la construcción, le dice: «Es el hueco para el proyector de cine». En esa casa en fase de construcción y sin un techo sobre sus cabezas, pasarán su única noche de enamorados. La esencia de Stahr está ahí: la soledad, los sueños por llegar a lo más alto, la eterna insatisfacción, el amor efímero y, sobre todo, lo que más valor tiene en su vida: el cine.

Y esa casa en construcción es una buena metáfora para hablar de El último magnate (The Last Tycoon, EE.UU, 1976), de Elia Kazan, pues el material de partida fue la novela inacabada, con el mismo título, de Francis Scott Fitzgerald. Los cimientos de esta novela sirvieron para que el dramaturgo Harold Pinter construyera el guion y Elia Kazan dirigiera su última película. En el momento de su estreno el largometraje no gustó a nadie, ni al público ni a la crítica. Es más, el mismo Kazan, que durante el rodaje no estaba viviendo precisamente uno de sus mejores momentos personales (su madre se estaba muriendo y la relación con su esposa Barbara Loden estaba cada vez más en crisis), no tuvo palabras muy halagüeñas sobre su película ni en el momento del rodaje ni cuando finalmente llegó a los cines. Por otro lado, Kazan y el productor Sam Spiegel, que habían alcanzado la cima veintidós años antes con La ley del silencio, se despedían de sus trayectorias con un gran batacazo. Esta obra cinematográfica se vio en su  día como si solo se hubiesen puesto los cimientos del largometraje sin que nunca llegara a erigirse una obra redonda, igual que la mansión de Monroe Stahr.

Sin embargo, viendo ahora El último magnate queda al descubierto una obra cinematográfica bellísima, que además personifica un momento muy concreto de Hollywood: la transición del Hollywood clásico al moderno. Durante los últimos años de la década de los sesenta y en la de los setenta los directores del viejo Hollywood, George Cukor, Billy Wilder, Otto Preminger, John Huston, Nicholas Ray, Alfred Hitchcok o el mismo Elia Kazan, realizaron sus últimas películas en una industria muy diferente a la que estaban acostumbrados y que, además, estaba apostando por otras formas de contar. Curiosamente para muchos de ellos fue un periodo de experimentación y nuevos retos con resultados muy interesantes (que han caído totalmente en olvido), pero también dejaron películas que recogían los últimos ecos de ese Hollywood clásico. El último magnate es el canto de cisne de Elia Kazan, donde refleja su amor al cine, a pesar de las sombras de la industria.

Y no solo eso, Harold Pinter supo atrapar la esencia de esa novela inacabada, de esos cimientos. No traicionó ni un ápice a Fitzgerald, y aportó un Monroe Stahr con aires de gran Gatsby, solo que moviéndose por el periodo dorado de Hollywood. Es, en realidad, una historia de fantasmas que vuelan sobre una época que ya no existe. Una obra cinematográfica con trazos inconclusos, que, sin embargo, alumbran un relato completo. Además, en esas pinceladas se reconoce ese universo que tan bien conocía el escritor de la generación perdida, pues Francis Scott Fitzgerald fue uno de esos autores estadounidenses que vivieron como guionistas en el sistema de estudios, y no fue precisamente una experiencia idílica, pero supo extraer de la experiencia los pilares para la que podría haber sido una de sus mejores novelas.

El último magnate gira alrededor del productor Monroe Stahr, que tiene ecos del joven prodigio de la MGM, Irving Thalberg. Thalberg fue un triunfador, la cara visible y el símbolo del sistema de estudios, pero murió muy joven, a finales de los años treinta, pues arrastraba de siempre una salud delicada. De hecho, Fitzgerald le conoció durante su primera estancia en Hollywood, durante los años veinte. Es curioso que, hablando de Thalberg, había quien plasmaba más su parte oscura y quien cantaba sus logros, pero casi todos coincidían en su entrega a ese trabajo para el que parecía haber nacido.

Tanto en la novela como en la película se presenta la cara y la cruz del personaje principal. Como dice Stahr en un momento dado, el cine es su vida y dirige el estudio con mano dura, pero con una pasión inusitada por el séptimo arte y las películas. Monroe Stahr es una mezcla del famoso productor y del gran Gatsby. Durante la película el espectador asiste a la caída del todopoderoso. Son los propios mandamases del estudio quienes, en un instante de debilidad de Monroe, se lo quitan de en medio, pues ya no  les es útil, ni por motivos económicos ni por su manera de «vivir» cada película en la que se implica. Pero no solo se refleja su caída profesional, sino su hundimiento vertiginoso en el plano emocional y físico. Delicado del corazón, sin descansar apenas en jornadas maratonianas, vive también un último desengaño emocional con Kathleen Moore. A su vez, no es capaz de corresponder al amor que le profesa una joven universitaria, Cecilia Brady (Theresa Russell), hija además de uno de los mandamases del estudio, Pat Brady (Robert Mitchum), y la única que quizá comprende sus contradicciones.

«Estaba haciendo cine»

Si bien la película no triunfó en su momento, no puede dudarse que detrás de ella se encuentra un buen realizador de cine clásico. Elia Kazan no tuvo miedo a experimentar en los nuevos tiempos que se avecinaban, tan distintos a los de sus momentos de gloria. De hecho, fue la propia industria (que estaba cambiando a marchas forzadas) la que marginó a los grandes cineastas de la época dorada, no solo por su edad, sino porque pensaba que no dominaban los nuevos gustos del público y ya no eran rentables. Pero curiosamente, en sus últimas películas, Kazan se atrevió con las maneras de narrar del Nuevo Hollywood (El compromiso), y rodó en los márgenes puro cine independiente, de fuerte calado social (Los visitantes). En su última película, sin embargo, evoca un cine en vías de extinción, pero con la mirada desencantada de los años setenta. Y en esa mirada se descubre un Kazan melancólicamente romántico, que construye un mundo de sombras, de espíritus de otra época.

Todas las secuencias de Monroe y Kathleen son de una belleza efímera y fantasmal, con la delicadeza, la elegancia y el fatalismo de una historia de amor imposible. Por ejemplo, la aparición irreal de Kathleen, tras un terremoto, encima de una pieza de atrezo arrastrada por el agua: una gran cabeza de Shiva, una divinidad hindú, por la cual todo se destruye para volver a nacer. En cierto sentido se trata de una metáfora de lo que le ocurre a Stahr.

Una de las características que definen a Monroe Stahr es que mira su vida como una película. Continuamente, todo lo percibe y lo entiende como si estuviera filmando y creando una buena película para su estudio. Dos veces su personaje dice: «Estaba haciendo cine». La primera, durante una secuencia genial, justo cuando está explicando a un escritor cómo se escribe un guion, y revela que el cine es puro arte visual. La segunda, al final, cuando él mismo dirige y elabora en su despacho, solo y derrotado, su propio desenlace.

De este modo, en la película de Elia Kazan, Stahr sí tiene un final de cine, nunca mejor dicho. Una vez derrotado en el plano laboral y en el amor, se dirige solitario hacia un estudio con las luces apagadas, y se hunde en la oscuridad, como un fantasma, como si penetrara en una pantalla que se queda en negro para siempre.

Otra de las delicias de El último magnate es el modo en que, a través de los actores del reparto y sus formas de actuar, se funden el Viejo y Nuevo Hollywood. El protagonista es uno de los rostros del Nuevo Hollywood, Robert de Niro, junto a otros actores de su generación como Jack Nicholson, Angelica Huston o Theresa Russell, que se codean con una hilera de veteranos (Robert Mitchum, Ray Milland, Tony Curtis, Dana Andrews, John Carradine…) y también con intérpretes del cine europeo de posguerra y las nuevas olas (Jeanne Moreau o Donald Pleasence). De Niro se transforma física y mentalmente en ese productor que es un hombre enfermizo e introspectivo, mientras que Tony Curtis y Jeanne Moreau bordan sus secuencias, protagonizando a dos estrellas de los años treinta, con sus éxitos y miserias a cuestas, que están filmando juntos para el estudio una película clásica en blanco y negro, con aires de noir y de un romanticismo extremo.

Grandes escritores como guionistas en el Hollywood dorado

Sin embargo, uno de los aspectos más interesantes de la trama es cómo refleja las luces y las sombras del sistema de estudios, sobre todo en un gremio: el de los guionistas. Se dan unas pinceladas de la situación de estos profesionales en los años treinta. Este gremio, formado por «los campesinos de esta industria», será quien propicie la caída de Stahr. Y de ese gremio sabía bastante Francis Scott Fitzgerald, puesto que durante periodos intermitentes ejerció la profesión, manteniendo una relación amor y odio con la Meca del cine.

En la película, los mandamases ven con preocupación que desde Nueva York están intentando que los guionistas de Hollywood formen un sindicato fuerte que abogue por sus intereses. Ha llegado al estudio un sindicalista comunista, Brimmer (Jack Nicholson), para organizarlos. Pat Brady, el superior de Stahr, es testigo del enfrentamiento entre este y Brimmer durante una reunión, y de cómo el joven productor, terminando totalmente borracho en el suelo, pierde los estribos y se pelea duramente con el sindicalista. Esto le sirve a Pat como excusa para retirar a Starh del estudio, para quitarle el poder, con acusaciones de que no es un buen mediador para solucionar el conflicto. En el libro y en la última película de Elia Kazan, que tuvo una controvertida relación con el comunismo (que se agudizó con su actuación durante la caza de brujas), el joven y enfermizo productor es derrotado moralmente por el personaje de Brimmer; además es con él con el que menos sabe tratar y con el que se muestra más vulnerable.

El otro personaje interesante es Boxley (Donald Pleasence), un escritor alcoholizado que está ofreciendo sus servicios de guionista en el estudio. Ve que su trabajo se menosprecia, porque tiene que trabajar con  otros profesionales que modifican sus páginas. Boxley expone su desencanto, pues siente que se degrada su oficio de escritor. Su relación con el estudio es una mezcla de odio y atracción por un mundo que desconoce. Finalmente estalla y no aguanta la presión, aunque algo de su trabajo quedará para siempre en una película.

Y es que el personaje personifica de manera extrema la situación de varios escritores ilustres que pisaron los estudios del Hollywood clásico y vivieron con curiosidad, frustración o agonía su experiencia en ellos. En esa nómina no solo estuvo Francis Scott Fitzgerald, sino también James M. Cain, Raymond Chandler, William Faulkner, John Steinbeck, Arthur Miller, Truman Capote o Ray Bradbury. Curiosamente la mayoría de ellos firmaron guiones (en algunos casos coescribieron) de películas que ahora son clásicos: Tres camaradas (Francis Scott Fitzgerald), Argel (James M. Cain), Perdición (Raymond Chandler), Tener y no tener (William Faulkner), Viva Zapata (John Steinbeck), Vidas rebeldes (Arthur Miller), Estación Termini (Truman Capote) o Moby Dick (Ray Bradbury).

El último magnate puede verse ahora con otros ojos. Estamos ante una película melancólica y desencantada, que se convierte en ese canto de cisne de un cine que estaba condenado a desaparecer.

Tomado de: Insertos. Revista de cine

Tráiler del filme El último magnate (EE.UU, 1976), de Elia Kazan

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Diosas con pie de barro (+Video)

La diosa (The Goddess, EE.UU, 1958) de John Cromwell

Por Irene Bullock

Las estrellas del cine (Eudeba, 1964) es un interesante ensayo del filósofo y sociólogo Edgar Morin. Lo escribió en 1957 y analizaba precisamente la génesis y metamorfosis de los actores y actrices de Hollywood hasta su conversión en estrellas. Uno de los capítulos del libro se titula «Dioses y diosas», y desarrolla la compleja liturgia de la construcción de un mito en el star system. La definición de «estrella» no es fácil, pero Morin trata de fijarla: «Una vez terminado el film, el actor vuelve a ser actor, el personaje sigue siendo personaje, pero de su unión nace un ser mixto que participa de uno y otro, que envuelve a uno y otro: la estrella». En otro capítulo, «La estrella-mercancía», sigue ahondando en el concepto y añade: «La estrella es una mercancía total: no hay un centímetro de su cuerpo ni una fibra de su alma ni un recuerdo de su vida que no pueda arrojarse al mercado»; y aporta una revelación: «Después de las materias primas y las mercancías de consumo material, las técnicas industriales debían apoderarse de los sueños y el corazón humano: la gran prensa, la radio, el cine nos revelan desde entonces la prodigiosa rentabilidad del sueño, materia prima libre y plástica como el viento, a la que basta formar y estandarizar para que responda a los arquetipos fundamentales de lo imaginario. El estándar tenía que encontrarse un día con el arquetipo. Los dioses tenían que ser fabricados un día. Los mitos tenían que convertirse en mercancía. El espíritu humano tenía que entrar en el circuito de la producción industrial, no ya solo como ingeniero, sino como consumidor y como consumido». La diosa (The Goddess, EE.UU, 1958) de John Cromwell ofrece la historia entre bambalinas de una diosa del cine, desnudando su alma, dejando a un lado el glamour y el oropel, y quedándose con su dolorosa humanidad, lo que sus adoradores no querrían ver. La cruda realidad. La película deja al descubierto un complejo proceso que destruye a personas frágiles y heridas que quedan atrapadas en una industria que las fagocita, pero no se para en vulnerabilidades ni en los procesos de autodestrucción.

Cuando uno se zambulle en  las páginas del libro del sociólogo Edgar Morin o en los fotogramas de La diosa, surge un nombre con fuerza, entre muchos otros, para ejemplificar la tragedia que puede suponer dicha transformación: Marilyn Monroe. En el momento que escribió Morin el libro y que Cromwell dirigió su película, Marilyn estaba en el apogeo de su carrera… pero siempre al borde del abismo, como se comprobó cuatro años después de la película de Cromwell, cuando la actriz apareció muerta en su cama. Parece ser que el exitoso guionista de la película, Paddy Chayefsky, buscó como fuente de inspiración para el personaje de Emily Ann Faulkner (Kim Stanley) la vida de Norma Jean.

En efecto, Emily Ann Faulkner es un eco de la diva rubia. La película, sin embargo, ha caído en olvido, pero es reivindicable por variados motivos. La diosa supuso el regreso a las pantallas de cine, después de años apartado por su inclusión en las listas negras de Hollywood, del realizador John Cromwell. Este director demostró su valía y su dominio del lenguaje cinematográfico durante años en una serie de dramas, algunos abordando temas sociales, como Cautivo del deseo, Desde que te fuiste, Su milagro de amor o Sin remisión.

Por otro lado, supone la oportunidad de disfrutar del talento de Kim Stanley, una actriz que se prodigó con éxito sobre todo en los escenarios de Broadway, y que no actuó apenas en el cine (curiosamente, es la segunda vez que aparece en esta sección, pues obtuvo un papel principal en Frances donde mantenía un maravilloso duelo interpretativo junto a Jessica Lange). Recordemos que Stanley se formó en el  Actors Studio, bajo la batuta de maestros como Lee Strasberg o Elia Kazan.

La veteranía de Cromwell, el talento de Paddy Chayefsky para crear guiones originales (inolvidables Marty o Network) y el estado de gracia de una actriz, Kim Stanley, que construye un personaje lleno de matices edifican La diosa, una trágica historia que se cuenta en tres actos y con un uso genial de la elipsis.

Una vida en elipsis

La diosa cuenta la historia de Emily Ann, desde que, con apenas cuatro años, en 1930, se baja de un autobús con su madre para ir a casa de sus tíos en Maryland hasta que se convierte en una diosa del cine (con el rutilante nombre de Rita Shaw) que cae en desgracia en 1957. Su vida se divide en tres actos: el retrato de una niña (1930-1947), el retrato de una joven (1947-1952) y el retrato de una diosa (1952-1957). Y cada acto va saltando de elipsis en elipsis para que seamos testigos de momentos cruciales y decisivos en la vida de Emily, donde vamos viendo que, a la vez que se construye su camino al estrellato, se va precipitando en una senda de autodestrucción y locura, pues se trata de una persona herida marcada por la soledad, el rechazo, la marginalidad y la falta de cariño. En ese camino tortuoso le acompañan varios personajes que dejan huella: su madre (Betty Lou Holland), una mujer frustrada e insatisfecha que se refugia en la iglesia adventista del séptimo día y que mantiene una tormentosa relación con su hija; John Tower, su primer marido (Steven Hill), que es el hijo de una gran estrella de Hollywood y un hombre deprimido y alcoholizado; Dutch Seymour, su segundo marido (Lloyd Bridges), un famoso boxeador retirado, que se encuentra perdido y busca otro camino profesional; y, por último, su  cuidadora  (Elizabeth Wilson), una mujer que tiene como tarea que Emily llegue al estudio en condiciones de realizar sus películas,  no se separa de ella ni un segundo y le facilita los barbitúricos necesarios para  que pueda trabajar.

El largometraje pide la participación de los espectadores, quienes recogemos los datos que se nos ofrecen y que hacen posible imaginar lo que ocurre entre esas largas elipsis en la vida de Emily Ann. La diosa está perfectamente construida y estructurada para completar la dolorosa radiografía de la estrella caída en desgracia. Las elipsis apuntalan la historia. Hay saltos que explican, por ejemplo, el paso de la solitaria niña (Patty Duke), que se siente abandonada en su día a día, a la adolescente de verborrea incontenible con ganas locas de ser respetada y aceptada a la vez que es humillada por los muchachos de la ciudad. Mediante varias elipsis se cuenta el trayecto que va desde la ilusión de la protagonista por sentir que la quiere el hijo de una estrella de Hollywood, pues es un acercamiento a su sueño, hasta la amargura de desear la muerte del amado y tener en brazos a la hija de ambos, sin saber qué hacer con ella. Ambos son dos personas, que por sus circunstancias, no solo están heridas, sino incapacitadas para amar. Esos saltos también van encadenando los diferentes episodios con dolorosos paralelismos, como cuando la madre de Emily pronuncia ante su hermano y su mujer el deseo de abandonarla: «No la quería cuando nació y no la quiero ahora»; y años después repetir ella las mismas palabras con su hija en brazos.

Emily Ann se va labrando un nombre en Hollywood, y da todos los pasos para conseguirlo, humillaciones incluidas, hasta alcanzar el estrellato y convertirse en una diosa para sus admiradores, en una máquina de hacer dinero para la industria. Pero La diosa deja esta faceta en las sombras, no vemos nada de los días de gloria ni de sus triunfos. Sí vemos, por el contrario, el camino de autodestrucción, soledad, inseguridades y locura. Mientras alcanza su ambición de convertirse en una estrella, como las que admiraba de adolescente (Ann Sheridan, Joan Crawford, Lana Turner o Ginger Rogers), no logra nunca la estabilidad emocional ni con su madre ni con los hombres de su vida, convirtiéndose en una persona absolutamente dependiente del alcohol y los barbitúricos, y descendiendo a un abismo oscuro en el que no encuentra salida. Así, para Emily cada vez es más difícil lidiar con sus papeles como estrella y no caer en sus crisis nerviosas e intentos de suicidio.  La diosa no transcurre en rodajes o platós de cine, en premieres o ruedas de prensa o en fiestas sociales, sino en aquellos sitios donde los espectadores no tienen acceso, en los espacios íntimos: en las habitaciones de sus distintos hogares, en hoteles, en el interior de un coche o en un despacho.

Las huellas de Marilyn Monroe

Kim Stanley, que tenía en ese momento treinta y tres años, se mete en la piel de una adolescente de dieciséis, pero también en la de una treintañera hundida. La construcción, los matices, los movimientos y la evolución del personaje es tal que nos creemos a Kim  en todo el proceso. Su interpretación no está reforzada con efectos de maquillaje cuando es adolescente ni tampoco cuando ya es una mujer consumida por sus dependencias y problemas psicológicos, pero el público, siente y vive la metamorfosis.

Los ecos de su personaje con Marilyn Monroe se palpan por varios motivos, además de que hay ciertas circunstancias que unen a las dos actrices. Las dos pasaron, en distintos momentos, por el Actors Studio. Hollywood no se esperaba que «la tentación rubia», en el apogeo de su éxito, decidiera abandonar todo e irse a Nueva York para estudiar en la célebre escuela de interpretación. Esto ocurrió en 1954. Después de su estancia en la ciudad, volvió a Hollywood y creo una productora junto a su amigo Milton Greene, fotógrafo de profesión, para protagonizar papeles más ambiciosos. En 1956, el primer papel que interpretó tras su estancia en la prestigiosa escuela fue el de Chérie, basada en la obra de teatro Bus Stop de William Inge. Pues bien, ¿quién fue la actriz que había hecho de Chérie en Broadway en 1955? Kim Stanley.

Si indagamos en la película, también hay ciertas similitudes en el matrimonio de Emily Ann con el boxeador Dutch Seymour con el de Marilyn Monroe y el jugador de béisbol Joe DiMaggio. Por otra parte, estaban las dependencias de Norma Jean a los barbitúricos y a otras personas (como determinados terapeutas o profesoras de interpretación), los intentos de suicidio, el miedo a la locura y una infancia difícil. Todos estos ingredientes de alguna manera también están presentes en la vida de Emily Ann.

En un momento dado, uno de los directores que dirige a Emily le dice a su segundo marido, el exboxeador, que tiene cualidades como actriz cómica. No podemos olvidar que, precisamente, los mayores triunfos de Monroe fueron precisamente en comedias y comedias musicales como Me siento rejuvenecer, Los caballeros las prefieren rubias, La tentación vive arriba o Con faldas y a lo loco.

De todos modos, el personaje de Emily Ann tiene igualmente vivencias y características propias que nada tienen que ver con Monroe. Por ejemplo, la relación de Emily Ann con su primer marido y el abandono de su hija no reflejan concomitancias con la vida de Monroe. Sin embargo, el personaje de John Tower y sus traumas son bastante reales, porque en las mansiones de Los Ángeles se escondían historias similares a la que le cuenta a la protagonista. John Tower no desentonaría con las historias que narra Jean Stein en su libro Al oeste del Edén. En un lugar de Estados Unidos (Anagrama, 2020), donde se refleja la vida a la deriva de los hijos de varios intérpretes o magnates del mundo del cine.

La diosa es una película para rescatar del olvido no solo porque resulta una narración cinematográfica muy moderna, sino por la interpretación de Stanley: compone de manera perfecta la imagen de una mujer rota frente el espejo, de una diosa con pies de barro.

Tomado de: Insertos. Revista de cine

Tráiler del filme La diosa (The Goddess, EE.UU, 1958) de John Cromwell

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La tierra es el infierno (+Video)

Por Irene Bullock

Después de un interesante prólogo, empieza Prisión (Fängelse, 1949), de Ingmar Bergman, con unos llamativos créditos. Una voz en off, mientras la cámara recorre un callejón oscuro donde va a transcurrir parte de la trama, va informando de quién es el productor, la productora, los estudios en los que se rueda, el director, los actores y el equipo técnico. De esta manera Bergman se adelanta catorce años a todo un innovador formal, Jean-Luc Godard, que sorprendió a todos con sus créditos recitados en El desprecio. Y es que en esta película de 1949, el director sueco ya da totalmente forma a su manera de hacer cine y a los temas con los que habría de armar su extensa filmografía futura. Sin miedo a la experimentación formal, da rienda suelta a sus reflexiones sobre Dios, la muerte y las dificultades del hombre para desenvolverse en un mundo que a veces es un enigma. Por otra parte, plasma la importancia del arte para entender a la humanidad y para aferrarse a la vida. En Prisión, el director filósofo crea una fábula imperfecta, pero muy bella, donde se juega con la posibilidad de rodar una película que refleje el triunfo del diablo, dejando ver que la tierra es el infierno y el abismo que provoca el silencio de Dios.

En el prólogo de la película se plantea la tesis y se presenta a sus personajes principales. Una figura solitaria que emerge de un camino y, bajo una especie de tormenta, accede a un estudio de cine donde se rueda una película. Allí saluda al joven director, Martin (Hasse Ekman). Este reconoce al recién llegado: es Paul, su viejo profesor de matemáticas (Anders Henrikson), quien le informa de que ha estado en el manicomio y que quiere contarle una idea para un guion. El director le invita a comer y varias personas del equipo escuchan cómo el profesor le sugiere una película sobre el infierno, donde el demonio reina cómodamente y es indulgente a la hora de satisfacer nuestras necesidades como pecadores… pues para Paul la tierra es el infierno. Más tarde, Martin cuenta a sus amigos, el periodista Thomas (Birger Malmsten) y su mujer Sofi (Eva Henning), que el profesor les engatusó a todos en esa comida con la posibilidad de rodar dicha película. Thomas rebusca en un artículo que estaba escribiendo sobre la vida nocturna en la ciudad, para mostrarle al director a la posible candidata para protagonizar ese largometraje sobre el infierno en la tierra: Birgitta Carolina Söderberg (Doris Svedlund), una prostituta adolescente que es manipulada por su novio (Stig Olin) y su hermana (Irma Christenson). El periodista recuerda en un breve flashback su visita a Birgitta, una muchacha despreocupada y risueña.

Entonces una voz en off nos avisa de que han pasado seis meses después de este prólogo, y dicta los créditos de la película. Los personajes que hemos conocido durante la presentación, antes de los créditos, son los protagonistas absolutos.  Es decir, ellos son en realidad los personajes de esa posible película sobre el infierno en la tierra. Birgitta es la adolescente que se enfrenta a un mundo cruel, pero también el motor que permitirá a Thomas, el periodista, salir de su crisis creativa y personal. Los dos cruzarán otra vez sus caminos y vivirán su particular infierno. En realidad, con sus personajes, Bergman deja ver una idea que dicta el viejo profesor: la vida es una gran obra cómica, hermosa y terrible a la vez, sin clemencia ni significado… La vida como un arco cruel y sensual desde la cuna a la tumba.

Prisión, momento crucial bergmaniano

Prisión supone un antes y un después en la filmografía de Bergman. Y lo expresa a la perfección en su libro Imágenes (Fábula Tusquets, 2007). Cuenta que después de Ciudad portuaria se retiró a la casa de verano de su infancia, «donde escribía lo que iba a ser mi primera película exclusivamente mía». Pero también narra cada uno de los pasos que tuvo que dar para conseguir la ansiada libertad: «Haz una película barata, haz la película más barata que se haya hecho jamás en un estudio sueco y tendrás una gran libertad para darle forma según tu propia conciencia y agrado».

También es crítico respecto el resultado final, consciente de sus errores e inexperiencia. Explica que si bien es cierto que hubo un periodo en que apenas reflexionó sobre ella y que no la tuvo en cuenta para sus distintos escritos, cuando contemplaba en ese momento toda su filmografía, se daba cuenta de que «la película destaca con cierta claridad. Hay en ella una alegría cinematográfica que, a pesar de mi falta de experiencia, está relativamente controlada».

Birgitta y Thomas

La joven prostituta y el desencantado periodista se convierten en los héroes de la historia y en una improvisada pareja. El tiempo que pasan juntos será un punto de inflexión en sus destinos. Birgitta será una víctima de ese mundo donde reina el diablo y donde solo encontrará como salida la muerte y Thomas será más consciente de que la existencia es hermosa y terrible a la vez, e intentará a través de su afán creativo, aferrarse a ella con sus seres queridos.

A Birgitta la empuja a la muerte el mundo corrupto que la rodea (su hermana, su novio y los hombres con los que se acuesta) y los golpes continuos que la vida le da. Thomas aprende a convivir con su espíritu autodestructivo, que le hace no poder evitar el alcohol y, a veces, hundir con él a los que lo quieren (como su pareja Sofi). En realidad, en la filmografía de Bergman habrá muchas Birgitta y Thomas que protagonizarán sus películas.

Cine y sueños

Antes de que el destino les una, el novio de Birgitta y su hermana la convencen para que deje en sus manos a su recién nacido. Estos, sin escrúpulos, acaban con la vida del bebé, y Birgitta arrastra la culpa. Ambos explotan la juventud de la adolescente y les interesa que siga haciendo la noche. Mientras, Thomas anda inmerso en una crisis creativa, profesional, económica y personal que le hace plantearse el suicidio como salida, y llevarse por delante a su amada Sofi. Cuando se encuentran, los dos son seres heridos y deciden huir. Juntos buscan un lugar donde vivir: una pensión que conoce Thomas.

En una habitación retirada, la pareja construirá un mundo con sus anhelos, sueños y confesiones. Justo, en ese encierro, Bergman dejará ver su atrevimiento para la experimentación formal en las dos secuencias más hermosas de la película. Thomas mira los ojos inocentes y limpios de Birgitta, así como el sufrimiento que esconden, y confiesa la tremenda ternura que siente hacia ella. Allí los dos logran vivir un momento de plena felicidad. El periodista localiza un viejo y pequeño proyector de manivela y proyecta en una pared una breve película muda, que los dos disfrutan. Ojos limpios y llenos de ternura ante las imágenes que miran. La risa invade la habitación. Bergman crea una pieza de cine mudo con efectos sonoros e influencia circense. Ante el regocijo de los protagonistas, vemos la mala noche que pasa un buen hombre que se topa con el diablo y la muerte en su habitación, teniendo que lidiar además con un caco y un policía. De nuevo en Imágenes, Bergman explica que el rodaje del corto mudo supuso un buen recuerdo: «rodamos la farsa de manera rápida y eficaz» con la inestimable colaboración de un trío italiano, los hermanos Bragazzi, que venían del mundo de la revista teatral. En realidad, reconstruyó una farsa que había disfrutado cuando era niño, como escribe en su libro autobiográfico.

Después Birgitta y Thomas dan rienda suelta a sus confesiones: miedo a la soledad, relaciones dañinas, recuerdos y sueños. Y las imágenes se vuelven cada vez más oníricas y abstractas hasta que se dan un beso en un primerísimo plano. Después entre sombras y llamas, Birgitta nos sumerge en una ensoñación, que roza la pesadilla.

En ese paseo que da Birgitta por su inconsciente se mezclan las imágenes bellas con las impactantes. Ahí se encuentra con un Thomas desolado, con un caballito de juguete roto, y ella le susurra unas palabras, consciente de que en ese momento no está en la realidad: «Te quiero, Thomas». También se topa con una dama vestida de luto que le ofrece una perla brillante… O se cruza con su novio, que coge un muñeco en forma de bebé de una bañera, y este se transforma en un pez al que rompe la cabeza. Cuando despierta, sobrecogida, de su pesadilla, Thomas sonsaca a la joven su culpa: haber permitido que su novio y su hermana se llevaran a su hijo recién nacido.

Lo que va construyendo Ingmar Bergman es un melodrama desatado y doloroso que tiene como víctima a la joven prostituta, a la que finalmente nadie puede salvar. Birgitta encuentra solo una única salida: quitarse la vida. Y lo hará en un oscuro sótano, pero bajo una ventana por donde entra una luz que envuelve todo de cierta espiritualidad. Un momento antes, Thomas, que ha tratado sin éxito de rescatarla de la influencia de su hermana y su novio, pasea solitario por una especie de puerto, y se topa con un pajarillo muerto, al que suavemente empuja con el pie para que se hunda en el agua. Representa así el destino de Birgitta. Esta, instantes antes de morir, tiene sus últimas ensoñaciones y ve aparecer a Thomas entre rejas, que susurra: «Siento ternura por ti», pero esa ternura no la salva.

Para el personaje de Thomas sí hay un camino de vuelta, aunque sea una prisión: regresa a su hogar con Sofi, y esta le acoge de nuevo, a pesar, como le dice, de que se ha acostumbrado a su ausencia. Pero intentan volver a empezar.

El estudio de cine

En este pequeño artefacto de cine dentro del cine construido por Bergman, hay un personaje que en teoría es testigo de todo: Martin, el director. Quizá la pieza más débil de la trama, pero que no carece de importancia. La debilidad está en que Bergman no logra ensamblar a la perfección la historia de Birgitta y Thomas con el reto filosófico que plantea el profesor a Martin. Este último se convierte en un mero personaje secundario, que llega a la conclusión de que no se puede realizar la película que le ha planteado su maestro, pero sin haber sido apenas importante en el desarrollo de la trama. Es decir, sin vislumbrar cómo va recabando y reflexionando sobre el material para su futura película, o hacerle consciente de que delante de sus ojos está transcurriendo lo que podría rodar. Finalmente, concluirá que el guion planteado por su profesor de matemáticas es una película imposible, pues no daría respuestas, sino que solo proporcionaría una pregunta más, una sobre la vida en la tierra, ¿y quién quiere escuchar una pregunta más? Ya se había mostrado escéptico anteriormente al explicar a su maestro la dificultad que supondría la creación de una película partiendo tan solo de conceptos. Curiosamente, es como si Ingmar Bergman llevase la contraria a este personaje, y sí fuera capaz de llevar a cabo ese reto con Prisión.

Sin embargo, con Martin se trabajan dos bonitos conceptos, que tienen que ver con la manera de concebir el cine por Bergman: cuando le van a ver Thomas y Sofi a un rodaje, el periodista dice que el estudio es una especie de templo y que él, Martin, es el sumo sacerdote. La película termina precisamente allí, cuando acaba un día de rodaje, y todo el mundo se está retirando, y el plató se va quedando a oscuras. Una actriz dice que el estudio de cine tiene un aire misterioso por las noches, «lo suficiente para que creas en fantasmas». El director sueco así reviste de un aire sagrado la creación cinematográfica y recupera esa fascinación de la linterna mágica de sus recuerdos, las imágenes proyectadas como fantasmas misteriosos que surgen de la oscuridad.

Tomado de: Insertos. Revista de cine

Prisión-Fängelse (1949, Ingmar Bergman) Subtitulado en español

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Vestido de rosa (+Video)

Una niña (Francia, 2020) de Sébastien Lifshitz

Por Jesús Cuéllar

En medio del enconado debate sobre el proyecto de «Ley trans» en España, que enfrenta a diversas formas de entender el feminismo, llega a nuestras pantallas Una niña, el nuevo documental del francés Sébastien Lifshitz, que relata la lucha de Sasha, un niño de ocho años que desde los cuatro se siente niña, y que quiere actuar como tal y que así lo acepte su entorno.

Repitiendo el modelo de la magnífica Adolescentes (2019), donde seguía durante varios años el proceso de maduración de dos chicas de una ciudad de provincias francesa, Lifshitz se mete aquí de lleno en la familia de Sasha y, amparándose principalmente en los testimonios a cámara de su madre y en imágenes de la propia niña en su casa, en clase de ballet o en consultas médicas, narra las vicisitudes que ella y su familia tienen que pasar para ver reconocido el derecho de la menor a que la sociedad acepte la identidad de género que ella siente.

Lifshitz construye una delicada obra de cámara (el papel de la música clásica es preponderante como acompañamiento de la acción) en la que una pareja heterosexual, férrea —y quizá un tanto sorprendentemente— unida en la defensa de la convicción de su hija, va buscando los apoyos médicos y burocráticos necesarios para que esta lleve una vida «normal» como mujer. No estamos ante un caso de hermafroditismo, como los narrados en XXY (2007) por la argentina Lucía Puenzo o probablemente por Jaime de Armiñán en la rompedora y ambigua Mi querida señorita (1971). Una niña entra de lleno en el debate al que antes se aludía, porque atañe a la legitimidad de la «autodeterminación» del propio género que ahora se discute en España. En este sentido, Lifshitz, como el belga Lukas Dhont en la desgarradora Girl (2018), recurre a la descripción de unos hechos tozudos (Sasha se siente inequívocamente niña, aunque biológicamente haya nacido varón), que le sirven para abogar, de un modo nada enfático, pero claro, por el respeto a los deseos del sujeto que siente la necesidad de cambiar de sexo, incluso desde su más tierna infancia. Sin embargo, la respetuosa narración de Lifshitz muestra también actitudes médicas que, desde un comprensivo acompañamiento a la menor y a su familia, optan por la precaución y el paso del tiempo como pasos imprescindibles en el tránsito hacia el definitivo cambio de sexo.

Más allá del debate sobre el núcleo dramático del documental, está el de la pertinencia de su propio formato. Sébastien Lifshitz ha declarado: «Un anónimo siempre es consciente de ser filmado. A veces, siente el deseo de ofrecerte una representación imaginaria de sí mismo, pero esa interpretación se evapora al cabo de unas horas. Al final, siempre aparece su naturaleza profunda». Tanto Adolescentes como Una niña ofrecen una sorprendente frescura, una naturalidad que parece absolutamente ajena a la presencia constante de cámaras en la vida de los protagonistas (en Adolescentes ni siquiera se acusa la presencia del observador externo, ya que no hay declaraciones directas ante la cámara). Sin embargo, es imposible no pensar que la compañía permanente de extraños en la propia cotidianidad no afecte al devenir de la propia existencia, por mucho que el sujeto acabe por acostumbrarse a esa especie de vigilancia consentida. Por otra parte, tampoco el autor se plantea hasta qué punto es lícito convertir a un menor en símbolo de una lucha, como parece querer su madre, siempre con la intención de ayudar a Sasha, y exponerlo en sus momentos más íntimos a la vista de todos los espectadores.

En el documental Vestida de azul (1983) en el que el recientemente fallecido Antonio Giménez-Rico entrevistaba a varios transexuales de la España de la época, uno de ellos recordaba que su madre lo consideraba a él un «mal suceso», mientras que otros hablaban de la «gente normal y corriente», como si ellos no formaran parte de ese colectivo. Películas como Una niña demuestran hasta qué punto ha cambiado el discurso sobre la transexualidad: donde antes se veía una rareza, una anomalía patológica o algo vergonzante y ridículo, ahora se plantea una reivindicación y se aspira a la «normalización», o más bien a la aceptación de que el principio de «normalidad» es absolutamente discutible y cambiante.

El enfoque amable y tolerante con el que se ha filmado Una niña, una obra en la que sólo se atisban los problemas a los que tendrá que enfrentarse Sasha de mayor (difíciles tratamientos médicos o rechazos más difíciles de manejar que el que ha sufrido en el colegio, que sí se abordaban en la ya mencionada Girl) facilitan la comprensión de una situación que debemos observar intentando desprendernos de prejuicios, con frecuencia basados en el desconocimiento. Sin embargo, no constituye más que el principio de un debate que sigue suscitando una gran controversia.

Tomado de: Insertos. Revista de cine

Tráiler del filme Una niña (Francia, 2020) de Sébastien Lifshitz

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Marion Davies, una actriz cómica de San Simeon

Marion Davies (1897-1961) Actriz estadounidense

Por Irene Bullock

Cuenta King Vidor en sus memorias, Un árbol es un árbol, que tras el éxito de El gran desfile (1925), el magnate de la prensa William Randolph Hearst no paró hasta que consiguió que el cineasta dirigiera a Marion Davies en una película. Vidor no recuerda la experiencia como algo desagradable. Es más, terminó trabajando con la actriz en tres comedias, y señala que siempre pensó que era una «cómica notable». Normalmente siempre que se nombra a Marion Davies no se suele comentar su labor como actriz, sino que se reitera que fue la amante de Hearst y que sus logros cinematográficos solo tuvieron que ver con los tentáculos del magnate y su máquina publicitaria a su servicio. Pero al analizar Espejismos (Show People, EE.UU., 1928), la segunda comedia que hizo bajo la batuta de Vidor, descubrimos a una actriz dotada para el género, además de gran imitadora de las divas del cine mudo.

Esta fue una película crucial en la carrera del director, pues se convirtió en la última que dirigió antes de meterse de lleno en el cine hablado, con el peculiar musical, Aleluya (1929). Espejismos supuso un divertido y conmovedor homenaje a la comedia que se hacía durante el cine mudo, construida en torno al gag visual. La comedia, tal y como se había concebido hasta el momento, había llegado a un alto grado de sofisticación con Charles Chaplin, Buster Keaton, Harold Lloyd, Mabel Normand, Harry Langdon, Stan Laurel y Oliver Hardy… por lo que estaba condenada a la desaparición con la irrupción del sonido.

Mank (2020) de David Fincher ha hecho que se vuelva a hablar de nuevo de Hearts y Davies, así como de las jornadas que organizaban en San Simeon, la mansión que se ha convertido en leyenda. En esta obra cinematográfica, se refleja cómo el poderoso magnate de la prensa de la década de los veinte del siglo pasado extendió también sus tentáculos en la MGM y, entre otras cosas, manejaba la carrera de su amante. La Davies de Fincher es consciente de ello y no se toma nunca demasiado en serio su papel en la industria del cine. Y, viendo la película, no queda muy claro a qué atenerse sobre sus cualidades como actriz.

Volviendo a las memorias de Vidor, Hearst no se equivocó al buscarlo, pues quedó patente en la fructífera relación profesional establecida entre director y actriz que la Davies tenía una genuina vis cómica. La primera colaboración entre ambos fue la divertidísima La que paga el pato (1928); luego vino Espejismos y la última fue la olvidada Dulcy (1930). Al hablar sobre Espejismos en el libro, Vidor explica que acudió a su amigo el guionista Laurence Stallings, porque quería diseñar una producción al servicio de la actriz. Tenía claro que recrearía la película en Hollywood y que se inspiraría en la carrera de alguna famosa estrella de cine del momento. Con ese punto de partida harían una comedia para Marion. Enseguida pensaron que la modelo a seguir sería Gloria Swanson. Sus inicios como bañista de Mack Sennett, sus amoríos, su coqueteo con la decadente aristocracia europea eran un buen material para una comedia… Necesitaban un leitmotiv que les ayudara a construir la historia. Y lo encontraron en un elemento de comedia pura y dura: las famosas batallas de tartas. La protagonista de Espejismos lograría sus primeros éxitos siendo la diana del lanzamiento de pasteles. Después se transformaría en una estirada diva y actriz de cine serio que, posteriormente, recobraría su cordura cuando le volvieran a estampar una tarta en la cara, como en sus comienzos. Esa era la premisa. Pero lo que no sospechaba Vidor es que el famoso dulce le iba a traer un quebradero de cabeza.

Los tentáculos de Hearst

No era extraño que entre los invitados a San Simeon acudiesen productores, directores, actores, actrices, guionistas, periodistas… Lo más glamuroso del mundo del cine estaba presente en reuniones, fiestas, excursiones, comidas y cenas, donde el magnate y Marion Davies ejercían de anfitriones, como se puede ver también en Mank. El poder de Hearst era tal que, cuando vio el tratamiento de la historia de Vidor y su guionista, se negó en redondo a que a su amante le lanzaran tartas a la cara; lo debía ver demasiado humillante. Ante su enojo, nada se pudo hacer, ni siquiera los peces gordos de la MGM pudieron hacerle cambiar de parecer. Fueron infructuosos los intentos por parte del director para convencerlo. Al final tuvieron que modificar la premisa por otro gag cómico que, sin embargo, es igual de efectivo y no hace perder fuerza a la historia. Lo que lanzan al personaje de Davies será un interminable chorro de agua con un sifón.

La protagonista de la historia es Peggy Pepper, una provinciana sureña de Georgia que llega a Hollywood con su padre, el coronel Pepper (Dell Henderson), para convertirse en una famosa actriz dramática. Sin embargo, pronto se darán cuenta de que el ascenso no es tan fácil. Tan solo les echará una mano un actor cómico, Billy Boone (William Haines), que se parte de risa con la exagerada manera de ser y la afectación de Peggy. Este consigue una prueba para la aspirante a estrella en una de las películas cómicas de su productora, pero sin avisarla. En la primera secuencia en la que trabaja le echan un chorro de agua en el rostro. Peggy llora desconsolada, pero Boone le proporciona sabios consejos para moverse en el mundillo y la anima a que aproveche la oportunidad que le están brindando. Le dice que todo se la pasará en cuanto se vea en una pantalla grande. El día del estreno en un gran cine, Peggy y Billy son unos espectadores más en una sala donde todo el público se parte de risa. Peggy les ha conquistado. El público disfruta con una comedia de persecución trepidante, como las de los policías de la Keystone. La joven, sin embargo, sigue soñando con su futuro como actriz dramática y cuando a continuación proyectan un dramón dirigido por King Vidor y con John Gilbert de protagonista quiere quedarse a verlo. La actriz cómica sueña: «Así actuaré algún día. ¡Eso es auténtico arte!». Y Billy le replica: «No seas tonta. Hazles reír y les harás felices».

Espejismos cuenta el ascenso de Peggy Pepper y cómo olvida su esencia y frescura. En su camino hacia el éxito se comporta como una diva, dejándose adular por los demás. Incluso se mete en una especie de farsa con su nuevo partenaire, que se presenta como un conde y le promete encumbrarla en la alta sociedad de Hollywood. La joven deja totalmente de lado a Billy, que está enamorado de ella. Un día tiene lugar el reencuentro, cuando los dos ruedan exteriores en el mismo lugar, y ella termina recriminándole que siempre será un pobre bufón. Y más adelante, en el momento en que Peggy está a punto de arruinar su vida como actriz y como mujer, Billy trata de que recupere de nuevo la cordura, y durante una discusión le lanza otra vez un chorro de agua para que baje a la tierra. Esta reacciona de tal manera que hace que este se vaya apenado. Pero cuando Peggy se da cuenta de que ha echado todo a perder, mira al conde de capa caída con el que se va a casar y le dice entre risas y lloros: «Mírate, mírame. Solo somos unos farsantes, unos payasos. Él era la única persona real y la he perdido». Pero obviamente su vida es una comedia… y recuperará a su amor.

De esta manera, la película de King Vidor se convierte en un valioso documento histórico para ver el funcionamiento de la industria cinematográfica a finales de los años veinte en Hollywood. No falta nada: las salas de cine, el fenómeno fan, la importancia de la prensa, el funcionamiento interno de un estudio, los rodajes en interiores y exteriores, los comienzos y el despegue de una estrella, el trabajo de los directores de cine y los técnicos, las diferencias entre los pequeños estudios y los grandes, los trucos que se empleaban con los actores para conseguir buenas interpretaciones, el sacrificado trabajo de los dobles, la batalla sin cuartel (que dura hasta hoy) del drama frente a la comedia (cine serio versus cine de entretenimiento)…

Y, sobre todo, muestra la versatilidad como actriz cómica de Marion Davies, quien, con su Peggy Pepper, deja patente un dominio total de su rostro y su cuerpo al servicio de la comedia. Nos descubre su arte mediante divertidos gags visuales y muestra una inteligente capacidad de reírse de sí misma. Tiene varios momentos memorables, como el que protagoniza en la sala de casting, donde trata de convencer al organizador de sus capacidades como actriz dramática. Según su padre va dictándole distintos sentimientos y actitudes; ella, con un pañuelo en el rostro como telón (subiéndolo y bajándolo), va enseñando en su cara la ira, la pasión, la pena, la alegría…: una mala y exagerada imitación de las grandes divas del cine mudo. Marion Davies está realmente graciosa.

Otro de los valores de esta magnífica comedia es la continua alusión al star system de aquellos años, pero también los gloriosos cameos de artistas del momento a lo largo de la película. Es divertidísimo el protagonizado por Charles Chaplin, que se comporta como un fan encantador, cazador de autógrafos, en la puerta del cine. Ilusionado, el famoso director y actor solicita un autógrafo a la nueva actriz revelación, pero esta se encuentra tan enfrascada en una conversación con Billy, que ignora, e incluso le parece molesta, la invasión del pobre Chaplin. Billy está alucinado y emocionado, pero Peggy firma sin hacer mucho caso. Cuando finalmente pregunta quién era ese hombrecillo, y su amigo le revela el nombre…, ella se desmaya.

El primer famoso con el que se quedan ensimismados padre e hija a su llegada a Hollywood es John Gilbert. Cuando Billy y Peggy están en la sala de espera de un importante estudio, los dos señalan emocionados al actualmente olvidado actor Lew Cody, que se cruza con la novelista Elinor Glyn, toda una celebridad en ese instante. Esta última puso de moda el término it, y esta palabra se popularizó de tal modo que dio título a una película de Clara Bow y Antonio Moreno. Precisamente it definía la cualidad de ser especial, lo que hoy vendría a entenderse como cool. Es la cualidad que buscan en los estudios, y que encuentran en Peggy Pepper. Siendo ya una diva endiosada, un día almuerza animadamente en el estudio con el encantador Douglas Fairbanks y el rudo vaquero William S. Hart, y ambos rivalizan por conseguir su atención.

Pero el metacine llega a su clímax con la presencia de un cameo sorprendente. Cuando Peggy comienza su andadura por el nuevo estudio, un ayudante la lleva a través de las instalaciones para que no se pierda en su primer día de rodaje. De pronto, se cruza en su camino un coche del que sale una elegante mujer rubia con una raqueta, y hacia quien se dirige un hombre para consultar lo que está escrito en unos papeles. Peggy pregunta al ayudante que quién es y este se extraña de que no la reconozca y le dice que es Marion Davies. Peggy se asombra y después pone cara de desagrado. Es un momento divertido y fascinante.

Otro de los cameos más emocionantes ocurre hacia el final, justo cuando Peggy y Billy van a volver a trabajar juntos, sin que este último lo sepa. La protagonista cuenta con la complicidad ni más ni menos que del propio King Vidor, mientras está rodando una película que evoca El gran desfile. Y es un documento visual con todo su valor, pues se puede apreciar cómo trabajaba Vidor en sus películas. Al final tanto Peggy como Billy logran su actuación de oro en una película que satisface a ambos, sin traicionar ni sus raíces ni su talante natural, un trabajo donde vence el amor verdadero que se profesan. El beso entre ambos es tan deseado que cuando King Vidor da por terminada la secuencia, ve que estos siguen besándose y que, por más que les grita que han terminado de rodar, estos no hacen ningún caso. El director y los miembros del equipo, cómplices, van abandonando poco a poco la localización, y ellos disfrutan de su intimidad.

Todos estos cameos dan un valor muy especial a la película. Peggy y Billy, dos personajes absolutamente ficticios, se mueven en el Hollywood real de la época. Los personajes se encuentran no solo con personas reales de carne y hueso, sino que en su camino se cruzan con el director que les ha creado y con la actriz principal que da vida a uno de ellos.

Y como colofón final, el partenaire de Davies en esta película fue William Haines, famoso actor del momento. Los dos muestran una química especial, como puede comprobarse en una secuencia bellamente rodada por King Vidor, justo cuando Peggy va alzar el vuelo en un estudio importante, ya sin Billy a su lado, el hombre que le echó un cable en su ascenso al estrellato y que, además, la ama. Es una secuencia cercana y emocionante, propia de dos enamorados, en la que Billy es más consciente que ella de que sus caminos se separan quizá para siempre. Es él el que se queda sentado, sin moverse, y la ve marchar a través de un decorado. William Haines fue un actor que nunca ocultó su homosexualidad, y eso terminó con su carrera. A principios de los años treinta, debido a una situación comprometida del actor, el estudio le hizo elegir entre su carrera cinematográfica (donde iban a controlar su vida privada) o su pareja, Jimmy Shields. Haines abandonó la interpretación y se quedó con Shields. No obstante, no perdió su amistad con gente de Hollywood, entre la que estaba Marion Davies.

Espejismos no solo es una buena comedia muda de King Vidor, sino que es un testimonio impagable del Hollywood de los años veinte y la constatación de que nos perdimos a una gran actriz cómica.

Tomado de: Insertos. Revista de cine

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La elegante ligereza de Soderbergh (+Video)

Déjales hablar (Estados Unidos, 2020) de Steven Soderbergh

Por Yago Paris @Yago_Paris

Steven Soderbergh no es un director que haya destacado por su interés en crear películas que se consideren grandes obras de consenso. Salvo una serie de cintas que dirigió en el cambio de milenio —Out of Sight, Traffic, Erin Brokovich, Ocean’s Eleven—, donde se podía observar una aspiración por alcanzar ciertas maneras del cine comercial de prestigio, el resto de su carrera ha evolucionado por terrenos donde la experimentación con la imagen y la flexibilidad al aproximarse al acto de narrar han sido el motor de sus proyectos. La situación se ha intensificado en los últimos años, como si a estas alturas, ante un panorama cinematográfico incierto, así como ante las facilidades que ofrece la tecnología digital, el autor hubiera decidido que ya no se iba a preocupar más por el acabado final de sus filmes —o al menos no lo antepondría a satisfacer su curiosidad durante el rodaje—. Como resultado, el cine último de Soderbergh deja cierta huella en el espectador gracias al desarrollo de proyectos de evolución inesperada y una frescura envidiable.

La última prueba de ello es Déjales hablar, una cinta coproducida por HBO y distribuida en la plataforma de streaming HBO Max. Soderbergh se ha aliado con un grupo de actores de grandísimo talento —Meryl Streep, Diane Wiest, Candice Bergen y Lucas Hedges, entre otros—, a los que solo dio pequeñas indicaciones durante el rodaje de cada escena, dejando que improvisaran los diálogos. El director, mientras tanto, se dedicaba a ejercer de operador de cámara, así como posteriormente de montador, contando con un equipo de rodaje de reducido tamaño —para la captura de imágenes y de sonido, exclusivamente—. Tales circunstancias favorecen la ligereza narrativa de Soderbergh, que se refleja en una puesta en escena de minimalistas, pero elegantes encuadres y movimientos de cámara, con los que busca pasar desapercibido, pero al mismo tiempo propulsar las innumerables conversaciones que tienen lugar en el Queen Mary 2, el escenario donde transcurre el grueso de la trama. Se cuenta la historia de Alice (Streep), una escritora que viaja de Nueva York a Southampton para recoger un premio literario y decide invitar a sus dos mejores amigas de la época universitaria, a las que hace treinta años que no ve. Malentendidos, sobreentendidos, medias verdades, mentiras, envidias, rencores y ambición se dan cita en esta lujosa comedia de enredo cuyo patrón de repetición y variación de situaciones recuerda al Woody Allen romántico de los años noventa, precisamente la época en la que este último cineasta empezó a preocuparse menos por el acabado formal de sus filmes para dar espacio al juego, la improvisación y la autocomplacencia.

Quizás la nota más distintiva del relato la aporta el personaje de Tyler, el sobrino de Alice, al que interpreta Lucas Hedges. Perteneciente a la generación milenial, el joven se suma a la expedición y observa el comportamiento de las tres mujeres. De esta manera, el personaje tratará de localizar las diferencias que existen entre las dos generaciones. Aunque la evolución de Tyler vaya por otros derroteros, el punto de partida de su investigación parece ser una de las bases del proyecto: el joven se pregunta cómo es posible que la generación de sus padres pueda mantener el contacto con sus allegados durante más de treinta años, cuando las personas de la generación a la que él pertenece nunca tienen amistades que hayan durado más de cuatro. Esto dista de ser una reflexión reaccionaria por parte de Soderbergh sobre el signo de los tiempos de internet, puesto lo que se muestra a lo largo de toda la película es cómo el personaje más íntegro y humano es, precisamente, el de Hedges. De hecho, la reflexión que ofrece la película trasciende la división generacional: a través de lo que señala Tyler, parece como si se quisiera indicar que quizás sea recomendable no mantener el contacto con las personas del pasado, ya que lo más probable es que las relaciones estén demasiado condicionadas por los malos momentos y solo haya espacio para una falsa cordialidad que encubre un estercolero de resentimiento.

Tomado de: Insertos. Revista de cine 

Tráiler del filme Déjales hablar (Estados Unidos, 2020) de Steven Soderbergh

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