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La película más vital del mundo (+Video)

Por Irene Bullock

Uno de los periodos más emblemáticos de la historia del cine es el de la transición entre el mudo y el sonoro. El pistoletazo de salida lo dio la Warner en 1927 con el estreno de El cantor de Jazz. Supuso un cambio tecnológico revolucionario para la industria e influyó en todos los estudios. Como todo cambio, resultó una oportunidad para muchos profesionales, pero provocó el ocaso para otros. Por ejemplo, hubo actores particularmente dotados para el cine mudo que no consiguieron, sin embargo, adaptarse a las particularidades del sonoro, y viceversa. Desaparecieron trabajadores habituales, como los pianistas o narradores en salas de cine, y se necesitaron nuevos profesionales para aspectos relacionados con el sonido. El cine hablado planteaba un problema a la hora de exportar las películas a otras partes del mundo: el idioma. Así que primero se acometieron dobles versiones de cada uno de los largometrajes para cada país, lo que supuso que los estudios aumentaran la plantilla y buscaran personal especializado en distintas partes del mundo (actores de distintos países, guionistas y traductores…), hasta que pronto se fueron perfeccionando los doblajes o los subtítulos.

Pues bien, este momento revolucionario y clave en Hollywood sirve de argumento para uno de los musicales más vitales de la historia del género: Cantando bajo la lluvia (Singin’ in the Rain, EE.UU, 1952) de Stanley Donen y Gene Kelly. Una película que genera felicidad y alegría en cada nuevo visionado, pero que refleja, sin embargo, un instante crítico para muchas de las personas que dedicaban su vida al cine.

La historia se centra en dos supervivientes y pioneros del séptimo arte,  que además son amigos desde la infancia: Don Lockwood (Gene Kelly) y Cosmo Brown (Donald O’Connor). Del mundo de las variedades dan el salto a Hollywood, empezando por el escalafón más bajo. Uno llega a ser el galán principal del estudio, y el otro, el pianista de acompañamiento de los rodajes. Don Lockwood es un peso seguro en el estudio gracias a sus largometrajes junto a la estrella femenina del estudio, Lina Lamont (Jean Hagen), con la que no se lleva nada bien. Los dos son ídolos para los espectadores y alimentan las noticias de diversas revistas de cine. Sin embargo, dos cosas trastornan la vida de Don: conocer a una aspirante a actriz, con dotes de bailarina y cantante, Kathy Selden (Debbie Reynolds), y la aparición del cine hablado, que en un principio es una amenaza para su carrera.

La fórmula del éxito: un trío mágico

Muchos fueron los implicados en Cantando bajo la lluvia, pero tres profesionales fueron fundamentales para que este musical se convirtiera en un clásico: el productor y letrista Arthur Freed, el director de cine Stanley Donen y el bailarín y actor Gene Kelly. La idea de la película nació de Freed, que estaba al frente de una unidad especial de películas musicales en la Metro Goldwyn Mayer, con éxitos como El mago de Oz (1939), Cita en San Luis (1944), Un americano en París (1951) o Gigi (1958). Lo que quería era un musical que reuniera un repertorio de buenas y famosas canciones compuestas por Nacio Herb Brown y él durante sus años como dúo profesional. Para encontrar el argumento que uniera la cadena de canciones preexistentes, contó con dos buenos guionistas, responsables de otros éxitos de este área de musicales de la Metro: Betty Comden y Adolph Green. Algunas de las piezas, muy populares, se habían podido escuchar en los primeros musicales sonoros. La lista de elegidas, las compusieron Freed y Brown entre 1928 y 1939. Aprovechando todo esto, los guionistas decidieron ambientar la película en el periodo de transición del mudo al sonoro, época que, por otra parte, conocía muy bien Adolph Green, que en algún momento trabajó en lo mismo que el personaje Cosmo Brown, pianista de rodajes. Posteriormente, esta manera de crear un musical, con canciones populares ya existentes, ha sido una fórmula mágica que siempre ha funcionado: no hay más que recordar Moulin Rouge (2001) de Baz Luhrmann, El otro lado de la cama (2002) de Emilio Martínez-Lázaro o Across the Universe (2007) de Julie Taymor (con canciones solo de los Beatles).

Después se unieron al rodaje Stanley Donen y Gene Kelly. Los dos habían formado un tándem profesional interesante y habían revolucionado el género con Un día en Nueva York en 1949, pues sacaron a los bailarines y cantantes de los platós y de los decorados para danzar y cantar en exteriores, en plena ciudad. Las canciones, que formaban parte del argumento y del estado de ánimo de los personajes, se creaban para una historia determinada. Así que los dos sabían que se complementaban bien profesionalmente y que podían aportar su arte para que esta obra cinematográfica  mereciese la pena.

De modo que, con este trío a la cabeza, buenos profesionales del género y un reparto en estado de gracia, Cantado bajo la lluvia se convirtió no solo en uno de los musicales más populares de Hollywood, sino en un canto a la felicidad y un homenaje de amor al mundo del cine.

Banda sonora de la vida

Hay tres piezas que marcan la peculiaridad y popularidad de esta película. La canción que da título a la película,  «Singin’ in the Rain», fue compuesta en 1929, y apareció en uno de los primeros musicales sonoros, The Hollywood Revue of 1929. En la producción que nos ocupa aparece  en un momento de extrema sencillez, cuando un hombre bajo la lluvia, Don, chapotea en los charcos, y expresa su alegría por estar enamorado y ser correspondido. Gene Kelly, acompañado de su paraguas, ejecuta su danza de la felicidad, convertida hoy en todo un clásico. De hecho, está tan presente en el imaginario popular que Stanley Kubrick la empleó con excelentes resultados en La naranja mecánica (1971): Alex DeLarge la entona en un momento de explosión de violencia.

Otra joya es «Make ‘Em Laugh», que suena durante el momento estrella de Donald O’Connor, donde el actor demostró que podía hacer mucho más que hablar con la mula Francis (una serie de películas que le hicieron famoso, donde era un joven que conversaba con una mula parlanchina que le metía en líos diversos). No solo es un número divertido, sino todo un homenaje al cine cómico mudo. Con sus gestos, sus movimientos y la fusión con el decorado, O’Connor logra geniales gags visuales. La canción la crearon especialmente Arthur Freed y Nacio Herb Brown para esta película, pero está totalmente inspirada (prácticamente es una copia) en un clásico de Cole Porter, «Be a Clown», que fue interpretada por Judy Garland y Gene Kelly en la fantástica El pirata (1948).

Por último, el buen rollo y la vitalidad son las protagonistas de «Good Morning», canción que entonan Don, Kathy y Cosmo para augurar un buen día y celebrar una buena idea que puede remontar la carrera de Don. La compusieron Freed y Brown para Los hijos de la farándula (1939), popular musical de Judy Garland y Mickey Rooney. «Good Morning» se ha convertido en un himno del optimismo.

Puro cine

Uno de los valores de Cantando bajo la lluvia es que es un documento impagable de este periodo de transición y de cómo se vivía el cine en aquellos años. La cuidada construcción «arqueológica» para recrear exactamente esta época deja momentos de gran interés. La película comienza y termina con unos estrenos por todo lo alto, que simbolizan un momento concreto: el primero refleja el éxito, la excelencia y el glamur que había alcanzado el cine mudo en 1927, y  el segundo augura el fulgurante asentamiento del cine hablado.

Delante de un micrófono, Don Lockwood pone de manifiesto cómo los estudios controlaban la publicidad que se transmitía de sus estrellas. Por un lado, él cuenta la historia de su vida y del camino hacia el éxito como un relato elegante, amable y digno, de cuento de hadas, sin grandes dificultades. Pero en paralelo se nos muestra la verdad: la vida de supervivientes de Don y Cosmo, el itinerario duro de dos cómicos que intentan ganarse el sustento, cómo empiezan en el cine desde lo más bajo y el esfuerzo que supone para Don conseguir su primer papel como estrella junto a una antipática Lina Lamont.

Por otra parte, la cinta pone de manifiesto cómo se recibió en un principio el cine hablado. En la fiesta después del estreno del último éxito mudo de Don y Lina (aunque ellos no lo saben todavía), el productor pone una proyección de una prueba de cine hablado. Y es recibida con gran escepticismo por todos los presentes, aunque se anuncia que pronto se estrenará El cantor de Jazz. Al poco tiempo, el estudio entra en pánico, pues esta última película es un éxito y el público demanda cine sonoro. De modo, que se reciclan rápido y la siguiente película de Don y Lina quieren  que sea hablada. El resultado es catastrófico: el rodaje con los micrófonos tiene momentos hilarantes y el primer preestreno es un auténtico desastre. Pero pronto todos se ponen las pilas y empiezan a innovar y a buscar las posibilidades que ofrece esta nueva etapa del séptimo arte: deciden transformar la película que iba camino al fracaso absoluto en un musical brillante y original.

Por último, Lina Lamont sufre un problema que afectó a alguno de los actores de la época: no solo está estancada en la manera de actuar en el cine mudo (más gestual), sino que además no posee una voz en absoluto agraciada. El paso al sonoro no va a catapultarla de nuevo al éxito: se huele la tragedia y la caída. De hecho, precisamente tiene que doblarla Kathy. A esta última, sin embargo, el sonoro le ofrece la puerta de entrada a una carrera con futuro.

También hay un momento donde es evidente la magia del cine tal cual. En una de las declaraciones de amor más bonitas de la historia de los musicales. Don no sabe cómo expresarle a Kathy lo especial que es para él, así que la lleva a un gran plató vacío: empieza a manipular las luces, crea un fondo de un atardecer, enciende un aparato que crea la sensación de la niebla, sube a la chica a unas escaleras y enciende un gran ventilador. Envuelve a Kathy en un mundo de ensueño y canta «You Were Meant For Me». Del plató vacío, surge en cuestión de segundos el lugar adecuado para celebrar el amor.

Secretos de rodaje

Cantando bajo la lluvia es de esas producciones de las que se puede escribir mil y una cosas, y siempre descubrir aspectos nuevos. Atesora curiosidades de rodaje que merece la pena recuperar como que es la oportunidad de ver a Rita Moreno (que habría de triunfar como Anita en West Side Story) en uno de sus primeros papeles, como una de las flapper del estudio, a lo Clara Bow.

La película también supuso una oportunidad de oro para una de las bailarinas más brillantes de la unidad de Arthur Freed: Cyd Charisse. Está presente en el número musical más elaborado y largo del largometraje: «Broadway Melody».  Precisamente es el que Don explica a su productor y que será el momento especial de la película sonora que están realizando. Charisse muestra no solo sus dotes como bailarina, elegante y sensual, sino también su presencia en pantalla y sus cualidades como actriz. «Broadway Melody» cuenta la historia de un joven inocente que quiere triunfar bailando en Broadway, pero en su camino se cruza una mujer fatal de la que se enamora.

Por último, otra curiosidad maravillosa que enseña los entresijos y contradicciones del cine: Debbie Reynolds, inolvidable como Kathy Selden, tuvo que ser doblada; no solo no era ella la que cantaba, sino que además, en las secuencias en las que tenía que doblar en la ficción a Lina Lamont, quien prestaba la voz a la Reynolds… ¡era precisamente Jean Hagen, la gran actriz secundaria que ponía rostro a Lina!

Por todo esto y mucho más, Cantando bajo la lluvia es el musical por excelencia y un canto a la alegría de vivir, pero además refleja a la perfección uno de los periodos más fascinantes y complejos de la historia del cine.

Tomado de: Insertos. Revista de cine

Tráiler del filme Cantando bajo la lluvia (EE.UU, 1952) de Stanley Donen y Gene Kelly

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‘Women Make Film’, lo que se nombra no se olvida (+Vídeo)

Por Irene Bullock

Tilda Swinton, narradora de los primeros capítulos de Women Make Film y productora ejecutiva de la serie, dice esta frase contundente y cierta en el primer capítulo: “La historia cinematográfica ha sido machista por omisión”. No es solo que las mujeres lo hayan tenido más difícil para acceder a la dirección cinematográfica, sino que una vez que daban el salto, muchas eran silenciadas o relegadas directamente al olvido. Y ese silencio se ha ejercido de diversas maneras, por ejemplo, a veces es misión imposible acceder a su filmografía o es raro que se escriba sobre ellas en los libros especializados. Hasta hace poco, y falta todavía mucho en ese terreno, no se organizaban retrospectivas de directoras en festivales o filmotecas o era imposible encontrar dosieres en revistas especializadas centrados en una cineasta. Apenas se ha hablado de las pioneras y, hasta ahora, no se ha analizado la filmografía completa de muchas de ellas como artistas tan influyentes como sus homólogos masculinos en la construcción del lenguaje cinematográfico. Últimamente, cada vez van surgiendo más directoras, y algunas van consiguiendo una cierta continuidad en su obra, pero todavía tienen mucho que recorrer para equipararse con sus colegas masculinos tanto en oportunidades y medios, como en facilidades de rodaje, distribución eficaz y eco en prensa.

El crítico cinematográfico Mark Cousins, en su serie documental anterior, La historia del cine: una odisea (2011), trabajó el concepto de “discriminación” a la hora de construir la historia del séptimo arte. Es decir, trató de plasmar que el monopolio de esa historia no solo está en manos de Hollywood y unos cuantos países con una industria fuerte detrás, sino que en todos los rincones del mundo hay una historia del cine que contar y unas aportaciones importantes que hay que tener en cuenta para la evolución creativa de este arte. Siguiendo este concepto, fue consciente de que esa historia podía seguir enriqueciéndose si se echaba un vistazo a la obra creativa de las directoras desde el cine mudo hasta la actualidad. Durante sus seis años de investigación descubrió otro relato posible.

Uno de los retos de Cousins era cómo presentar su nuevo análisis. Después de seleccionar unas setecientas películas y más de ciento ochenta directoras, opta por contar un relato en movimiento continuo, como una road movie con cuarenta paradas. Su relato no es cronológico, sino una atractiva escuela donde se enseña a hacer cine, pero solo a través de películas dirigidas por mujeres. No se compara el cine dirigido por hombres y el dirigido por mujeres ni se busca contar la historia de las cineastas y dejar un muestrario de sus mejores películas, sino que se crea una particular “academia de Venus” en la que se trata de dar respuestas concretas, mediante secuencias filmadas por mujeres, a cómo realizar buen cine. Por ejemplo, la serie muestra cómo se han abordado temas fundamentales como la religión, la política, el trabajo, el sexo o la muerte en diversos largometrajes, o cuáles son los códigos en los que se mueve la comedia, el cine de acción o la ciencia ficción, de qué manera se empieza o se termina una película, cómo se construyen los personajes o se descifra el lenguaje cinematográfico a través del primer plano, los movimientos de cámara, la puesta en escena, los encuadres, el montaje… También se puede aprender qué tono emplear o cómo ser creíble o la capacidad del cine para enfrentarse al sentido de la vida.

El hilo conductor no solo es una carretera imaginaria infinita, sino la voz de varias narradoras que acompaña las distintas secuencias aportadas para ilustrar cada uno de los conceptos. El coche por tanto no solo lo conduce Tilda Swinton, sino también Jane Fonda, Debra Winger, Thandie Newton, Kerry Fox, Adjoa Andoh y Sharmila Tagore. Todas actrices polifacéticas, que alguna vez han luchado por defender el papel de las mujeres en la industria cinematográfica, han protagonizado películas dirigidas por mujeres o sus personajes han supuesto una ruptura de un estereotipo concreto.

Es cierto que la gran paradoja de Women Make Film es que su artífice y el constructor del hilo estructural, así como de la investigación, el análisis y la selección, es un hombre, Mark Cousins. Pero la verdad es que esta valiosa serie está totalmente en consonancia con su línea de trabajo (superar las discriminaciones en la historia del cine) y abre todavía más la posibilidad de una crítica cinematográfica especializada que contribuya a analizar la aportación de las mujeres al séptimo arte. Realmente, Cousins logra una road movie donde solo “hablan” secuencias filmadas por directoras.

Y esa carretera imaginaria en sus distintas paradas proporciona “revelaciones”. Estas son la aportación más importante de la serie documental, pues se va extrayendo en los distintos visionados una ristra de datos impagables: películas, nombres de directoras, intérpretes, datos, fechas, anécdotas determinadas de sus vidas…, que permiten acceder a varios recovecos para indagar e investigar en la obra de cineastas que andaban en las sombras y afianzar también el nombre de algunas que ya habían abierto la veda.

Dentro de esta delicada arqueología de revelaciones, Cousins recala en diversas directoras, pero a través exclusivamente de su manera de hacer cine o de abordar un tema determinado. Por eso su recorrido arranca con el descubrimiento de tres secuencias poderosas de realizadoras poco nombradas en los libros de historia del cine: un juego con luces de linternas en la oscuridad en la película A byahme mladi (1961), de Binka Zhelyazkova, una cineasta búlgara; un llamativo movimiento de grúa en el largometraje Tú y yo (1971), de la directora ucraniana Larisa Shepitko; y un delicioso universo especial y único en el cortometraje On the Twelfth Day (1955), de la realizadora británica Wendy Toye… Y a partir de ahí cada capítulo es un festival de fotogramas y pistas para construir esa otra historia del cine, donde las pioneras se mezclan con las contemporáneas, donde las directoras de animación se cruzan con las especialistas en comedia o cine documental o donde las que han logrado un nombre en el corazón de Hollywood enseñan su arte junto a directoras africanas.

Para Mark Cousins, Women Make Film es una celebración, porque trata sobre aquellas mujeres que aportan miradas originales y cambian el cine con sus obras. Es más, en una entrevista explica que “tras conocer a muchísimas cineastas te das cuenta de que la mayoría solo reclaman algo extremadamente simple: ‘trátame como a una directora’, no como a ‘una mujer directora’, no como a ‘una víctima’, no como a ‘una representante de un momento social’. Habla de mi cine. Habla de mi trabajo, de mis películas, de lo que hago”. Y Women Make Film lo hace. El espectador, boli en mano, no da abasto para apuntar un montón de nombres de directoras y de películas que salen en los catorce capítulos de la serie.

Tilda Swinton advierte en la introducción: “Puede que tus películas favoritas no aparezcan, puede que tus directoras favoritas no salgan”. Y añade: “Pero hay sorpresas. Revelaciones”. No hay duda. Revelación y sorpresa son las palabras clave para disfrutar de esta serie documental. Con ellas, Women Make Film realiza una interesante labor: la de rescatar del olvido a realizadoras que, bien por el tiempo en que crearon su obra o porque en sus países de origen la industria cinematográfica está más debilitada (y, por tanto, sus dificultades son dobles), no son apenas nombradas o sus obras han caído en el olvido.

Esta discriminación se ha dado en todas partes, empezando por el epicentro de la industria del cine. En el seno de Hollywood, las mujeres directoras no lo han tenido fácil y el olvido ha caído sobre muchas de ellas. Con el paso de los años, y aunque muchas demostraron no solo su valía, sino el éxito en taquilla, se topaban y topan con serias dificultades para dar continuidad a sus filmografías. Por ejemplo, ¿quién recuerda a Lois Weber, pionera del cine mudo tanto por los temas que trataba como por su puesta en escena? En el famoso sistema de estudios, dos directoras, Dorothy Arzner y la también actriz Ida Lupino, dejaron unas filmografías solventes, que solo ahora están empezando a ser analizadas como se merecen.

Años más tarde, directoras que destacaron en la comedia como Elaine May, Penny Marshall o Penelope Spheeris no pudieron hacer despegar totalmente sus carreras. Es más, un fracaso en taquilla suponía su fin, como le pasó a May con Ishtar. Incluso un peso seguro como Kathryn Bigelow no consigue la continuidad esperada; de hecho, lleva desde 2017 sin estrenar. A otras ni se las considera lo más mínimo como Mimi Leder. Incluso en el terreno del cine independiente americano no lo tenían fácil: la actriz Barbara Loden (recordada por su papel como hermana del personaje de Warren Beatty en Esplendor en la hierba) dirigió Wanda en 1970, todo un hito del cine independiente. Solo ocho años después se planteó realizar su segunda película, pero no pudo llevarla a cabo, pues falleció tempranamente de cáncer de mama. El panorama está cambiando mínimamente, pero siguen surgiendo nombres de realizadoras americanas con cuentagotas: Kelly Reichardt, Lynn Shelton, Greta Gerwig, Chloé Zhao o Patty Jenkins.

Sin embargo, Women Make Film adquiere todo su valor por las pistas que va dejando a lo largo de su metraje, por esa caja de revelaciones y secretos. A través de ciertas secuencias y unas pocas pinceladas de la voz en off, deja a la vista diamantes que esperan ser extraídos.

Valga una pequeña muestra: imágenes impactantes de los campos de concentración en la película polaca La última etapa (Ostatni etap, 1948), cuya realizadora Wanda Jakubowska estuvo recluida en ellos, y, por eso, en sus películas sabe lo que filma. Una reivindicación para la única directora española que muestra la serie, Ana Mariscal, y esos pequeños detalles que daban credibilidad a sus películas, como puede verse en El camino (1963). La sensibilidad de la actriz y directora japonesa Kinuyo Tanaka resplandece en los momentos delicados de Carta de amor (Koibumi, 1953). La manera de reflejar la caída del comunismo soviético a través de un trávelin muy especial en el documental D’Est (1993), de la directora belga Chantal Akerman. La tristeza y extrañeza que provocan las imágenes de El síndrome asténico (Astenicheskiy Sindrom, 1989), de la ucraniana Kira Muratova. La posibilidad de descubrir a un montón de pioneras en el cine mudo como las hermanas australianas McDonagh (Paulette, Phyllis y Isabella), Paulette era la realizadora del trío. La cantidad llamativa de buen cine iraní con nombres como Marva Nabili (The Sealed Soil), Samira Makhmalbaf (La pizarra) o Forugh Farrokhzad (La casa es negra). El descubrimiento de una directora noruega con mucho que contar a través del melodrama y de su cámara, Edith Carlmar. El tema de “el infierno son los otros” de la mano de la francesa Jacqueline Audry, y su interesante película Huis clos (1954). La inquietante y violenta rebelión de las mujeres en El silencio de Christine M. (De stilte rond Christine M., 1982), de Marleen Gorris, directora de los Países Bajos… Y una ristra de nombres de realizadoras que no cesa en cada capítulo: Cecille Tong, Mai Zetterling, Germaine Dulac, Alison de Vere, Clio Barnard, Valeska Grisebach, Safi Faye… Revelaciones que manifiestan el valor último de Women Make Film: lo que se nombra no se olvida.

Tomado de: CTXT

Tráiler del filme Women Make Film: Una nueva road movie a lo largo de la historia del cine (Reino Unido, 2018) de Mark Cousins

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El director que amaba el cine (+Video)

La noche americana (La Nuit américaine, Francia, 1973) de François Truffaut

Por Irene Bullock

Una de las declaraciones más bonitas de amor por el séptimo arte se pronuncia en La noche americana (La Nuit américaine, Francia, 1973), de François Truffaut. Y dice así: «El cine es más bello que la vida, no hay atascos ni tiempos muertos. Avanza como un tren atravesando la noche. Hemos nacido para ser felices con nuestro trabajo, haciendo cine». Estas son las palabras  que suelta Ferrand (Truffaut), un director, a Alphonse (Jean-Pierre Léaud), un joven actor que acaba de sufrir un desengaño amoroso. En esta secuencia, como en muchas otras, la vida y el cine se dan la mano.

Hay una manera emocionante de analizar la obra cinematográfica de Truffaut y es como si fuese un diario del cineasta. El director francés volcaba en sus películas de ficción fragmentos de su vida, derramaba sus reflexiones personales, reflejaba las relaciones que estaba viviendo o esparcía su pasión por la literatura y el cine. Su filmografía es un libro abierto sobre su propia existencia.

Si volvemos a la secuencia anterior, nos encontramos que, detrás de Ferrand y Alphonse, late también la complicidad real entre François Truffaut y Jean-Pierre Léaud, que llevaban años trabajando juntos, en diversas películas, desde Los cuatrocientos golpes (1959). Los personajes de Ferrand y Alphonse tienen además características de Truffaut y Léaud: los problemas de oído del primero o la fragilidad emocional del segundo. De hecho, su relación iba más allá de lo profesional: eran amigos. Cuando François Truffaut falleció en 1984 por un tumor cerebral con tan solo cincuenta y dos años, Jean-Pierre Léaud quedó desolado y terminó cayendo en una depresión.

Vida y cine, cine y vida

En La noche americana asistimos al rodaje de una película en Niza, acompañados por la extraña familia que la hace posible: actores, actrices, técnicos, secretarias de rodaje, ayudantes de dirección, maquilladoras, director, productor, fotógrafos, periodistas, acompañantes… Ferrand, el director de cine, cuenta las vicisitudes de su película Je vous présente Pamela, un melodrama de pasiones desatadas. Y estamos presentes de manera sencilla y natural. La noche americana fluye… como la vida, y el espectador se deja llevar. De pronto, sentimos que estamos metidos  en una especie de  documental, muy ameno, sobre cómo se realiza una película. Tensiones, miedos, inseguridades, obstáculos, caprichos, relaciones personales, presiones, nervios, lágrimas, infidelidades…, pero también risas, celebración, camaradería, compañerismo, apoyo y amor. Un rodaje que corre como la sangre por las venas. Además, con una premisa clara desde el primer fotograma: pase lo que pase, la película tiene que terminarse.

La noche americana se convierte hoy en día en todo un testimonio nostálgico de una manera de hacer cine. Es el canto a un mundo analógico, donde todavía se rodaba con rollos de celuloide y era necesario el revelado (un proceso que podía jugar una mala pasada); no existían los ordenadores y se buscaban soluciones artesanales y eficaces para ciertos efectos especiales; o, por ejemplo, no se escamoteaba en extras o dobles.

Aun con sus crisis, se nota que todos los miembros del equipo son unos apasionados de su trabajo. No se amilanan ante los problemas, siempre encuentran una salida o solución posible. La entrega de todos es similar: la película tiene que ser rodada de principio a fin, y, así, ante la deserción de Liliane (la pareja de Alphonse, que estaba haciendo unas prácticas en el rodaje), la secretaria de rodaje y ayudante de dirección (Nathalie Baye) suelta una frase que simboliza la entrega de todos: «Yo dejaría a un hombre por una película, pero jamás dejaría una película por un hombre». Es otra genial y perfecta declaración de amor al cine.

Momentos mágicos

A pesar de que La noche americana nos desvela muchos trucos que se emplean en los rodajes para luego conseguir ciertos resultados en la pantalla, muestra, a cada rato, la magia del cine. De hecho el título de la película alude a una técnica cinematográfica para simular que es de noche en una secuencia que se ha rodado a la luz del día. François Truffaut vive esta película en cada fotograma y sabe cómo  es esa magia, y, por eso,  puede plasmarla de forma bellísima. Una de las secuencias más deliciosas es cuando todo el equipo está atento a un pequeño gatito que tiene que ir hasta una bandeja de desayuno, que está en el suelo, y ponerse a probar las distintas sobras y beber un poco de leche derramada de un plato. No hay manera de conseguirlo: el gatito se escapa, pasa de largo de la bandeja o huye asustado. Es un rebelde. Y todos nerviosos repiten la toma una y otra vez. Hasta que la secretaria de rodaje principal encuentra una solución: encontrar otro gato. Y consigue uno, delgaducho y lindo. Entonces se obra el milagro. Ese minino se acerca a la bandeja, curiosea, investiga, prueba unas miguitas y termina bebiendo la leche derramada en un plato. Se ve la felicidad de todos grabada en el rostro. La cámara rueda. Y Truffaut ha captado un momento mágico.

Otro momento emocionante es cuando la actriz americana (Jacqueline Bisset), pues la película que dirige Ferrand es una coproducción, rueda junto a Alphonse una hermosa secuencia con una vela, que tiene un trucaje que nos han mostrado desde el principio (una linterna en su interior, que ilumina la cara de la intérprete). Todos se dan cuenta de que la secuencia está saliendo a la perfección, y no quieren que nadie perturbe el momento… Ni siquiera el productor que llega alterado y nervioso, pues tiene una mala noticia para todos.

Pero François Truffaut no olvida, por otra parte, que está realizando una película de ficción y aporta también momentos mágicos cuando aparece su director ficticio Ferrand. De nuevo, emplea otra manera de expresar un amor desmedido hacia el cine. Ferrand es un hombre que no pierde la calma, que es capaz de contestar un montón de preguntas cada vez y de solucionar problemas a todas horas, pero cuando duerme tiene pesadillas, por los nervios, y también un sueño recurrente en blanco y negro de un niño que avanza en la oscuridad. Después de varias noches se completa el sueño y nos damos cuenta de que se trataba de un recuerdo de infancia (tanto de Ferrand como de Truffaut): el niño lo que quiere es llegar hasta la marquesina de un cine para poder robar tranquilo  las fotografías promocionales  de una película importante para él: Ciudadano Kane, de Orson Welles.  Estas imágenes eran otros elementos característicos del mundo analógico, fundamentales para anunciar la película.

Homenaje a un equipo de cine

La noche americana es un homenaje especial a cada uno de los miembros del equipo que hacen posible una película. Incluso  el compositor de la banda sonora tiene su momento. Interviene vía telefónica, pues llama al director y al productor para que vayan escuchando por el auricular lo que está componiendo. Es más, el nombre del compositor que trabaja para Ferrand es Georges Delerue haciendo de sí  mismo, quien a la vez es el que compone la evocadora banda sonora de la película de Truffaut.

Prácticamente todos los trabajadores del mundo del cine están presentes en el largometraje: desde el extra hasta el  regidor, el sonidista, el especialista, pasando por la maquilladora… Pero, principalmente, François Truffaut homenajea a lo largo de la película y de diferentes maneras (con un paquete que le llega con libros y revistas, el nombre de una calle, el bordado en una toalla…) a los directores que le han hecho amar el cine: Jean Vigo, Alfred Hitchcock, Ernst Lubitsch, Ingmar Bergman, Howard Hawks, Luis Buñuel, Jean-Luc Godard, Jean Cocteau, Roberto Rossellini, Robert Bresson…

Y también tienen un protagonismo especial los actores; de hecho el director francés dedica  La noche americana a las hermanas Gish. François Truffaut quería y cuidaba a los actores, como se refleja durante  todo el largometraje. Su alter ego, Ferrand, lidia con todos los intérpretes de Je vous présente Pamela. Cada uno es un mundo, pero él sabe qué decirles, cómo cuidarlos e, incluso, cómo regañarlos para que salga lo mejor de ellos en pantalla.

En el melodrama que se está rodando hay viejas glorias, Alexandre (Jean-Pierre Aumont) y Séverine (Valentina Cortese), figuras que representan una época dorada pasada y arrastran cientos de experiencias, pero también el miedo a la vejez y el olvido, con problemas de alcoholismo o intentando asumir tardíamente su verdadera identidad sexual.  Después, está la bella actriz americana que tiene una complicada vida sentimental y es una persona frágil que trata de no hundirse; o el joven Alphonse con sus aires de divo, aunque en realidad es tierno e inestable: solo quiere ir a ver películas a salas de cine y saber si las mujeres son mágicas (se pasa el rodaje preguntándoselo a cada uno de los miembros del equipo).

Al final, La noche americana es toda una celebración, donde el espectador ríe y llora a la vez en cada una de las secuencias. Para los protagonistas lo único que importa es terminar otra película que haga soñar al público. Ahí está la incertidumbre: ¿lograrán superar todos los obstáculos? Como dice Ferrand, ese director que no pierde los nervios: «El rodaje de una película puede compararse con un proyecto en diligencia por el Oeste. Al principio todos esperan hacer un viaje estupendo, pero pronto empiezan a preguntarse si llegaran algún día a su destino».

Tomado de: Insertos. Revista de cine

Tráiler del filme La noche americana (La Nuit américaine, Francia, 1973) de François Truffaut

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La sala de cine, entre la magia y la realidad

Por Irene Bullock

Un niño, Allan Stewart Konigsberg, vivía en Brooklyn, y uno de los sitios donde más le gustaba ir era a un cine del barrio, el Kent. Allí se dejaba llevar por las películas que se proyectaban y olvidaba por un rato la realidad. De pronto, todo se convertía en magia. Años más tarde, ese niño se convirtió en director de cine. Su nombre artístico era Woody Allen, y durante la década de los ochenta se encontraba en la cima de su éxito, así que no es de extrañar que rodara un largometraje sobre lo que hace especial este espacio. El acto de asistir a la sala siempre ha sido importante para Allen, incluso vital; de hecho, eso es lo que hacen los personajes en muchas de sus historias. Es más, uno de sus alter ego, Mickey, en Hannah y sus hermanas, encuentra un sentido a la vida  sentado en una butaca, rodeado de otros espectadores, mientras se proyecta una película de los hermanos Marx.

Por eso no es raro que en varias ocasiones haya declarado que una de las películas de las que más orgulloso se siente de su filmografía es La rosa púrpura del Cairo (The Purple Rose of Cairo, EE.UU., 1985). En un acto poético entre realidad y la ficción, Allen rodó las secuencias que transcurren en el Jewel, el cine que frecuenta Cecilia (Mia Farrow), el personaje principal de su historia, en aquel  lugar donde disfrutó de tantos momentos cuando era pequeño: la sala Kent. Durante los años ochenta las salas estaban marcadas por la amenaza de cierre por un serio competidor: los VHS, que fomentaba que el público optara por el hogar para ver las películas. Pero ¿cuántas veces han sentenciado de muerte a los cines? Hace décadas que se está pregonando la desaparición de las salas… y ahora durante la pandemia la amenaza se ha recrudecido… Sin embargo, como si fuera un milagro, estas resisten, sobreviven.  Y muchos espectadores continúan siendo fieles a una cita: a la posibilidad de desconectar de todo en un sitio oscuro para ver una película en pantalla grande.

En aquella época, Allen sintió la necesidad de escribir un guion original y contar, con nostalgia, lo que supuso para mucha gente la ventana que se  abría dentro de estos lugares especiales durante el periodo de la Gran Depresión. Para muchas personas que estaban viviendo las peores jornadas de su vida con múltiples problemas, era una vía de escape, un momento de paz. Se convirtió en una evasión necesaria. Todos los espectadores que amamos ir al cine nos sentimos irremediablemente identificados con Cecilia, la protagonista de La rosa púrpura del Cairo, y todos nos estremecemos ante el final trágico que nos regala Allen, pues es todo un canto de amor al séptimo arte.

El tono de la película nos lo da la canción que abre y cierra la historia: «Cheek to cheek», interpretada por Fred Astaire en Sombrero de copa. Esta película de Mark Sandrich fue una de esas comedias musicales con personajes llenos de glamur y vestuario elegante, que bebían a todas horas copas de champán en habitaciones lujosas o locales de ensueño, logrando que muchos ciudadanos levitaran de gusto en el momento más crítico de la Gran Depresión. Y «Cheek to cheek» provoca, como pocos temas lo hacen, la sensación de lo que es tocar la felicidad… Y eso es lo que le ocurre a Cecilia por unos días en su vida amarga, siente lo que es tocar esa felicidad.

Un personaje secundario rompe la cuarta pared

En el filme se cuenta la historia de Cecilia, una mujer sensible que no está pasando su mejor momento. Su marido (Danny Aiello) está en paro, pues le despidieron de la fábrica donde trabajaba, y se dedica a jugar con los amigos y a beber, además de maltratar a Cecilia a la más mínima ocasión. En el barrio las cosas no van mejor. El mundo de esta mujer es de color gris. Para aportar a la economía del hogar, se pone a trabajar en la cafetería donde está empleada su hermana, pero es un desastre como camarera. Su único respiro es ver películas. Ahora está embelesada con la última producción de la RKO, La rosa púrpura del Cairo, un exótico largometraje de aventuras y lujo. Se fija especialmente en un personaje secundario, Tom Baxter (Jeff Daniels), un alegre aventurero y explorador que los glamurosos protagonistas se encuentran en una pirámide en Egipto. Estos le invitan a sumergirse en la vida de lujo de Nueva York, donde encontrará el amor en brazos de una cantante. Una frase que resume la filosofía del personaje es: «¿De qué sirve vivir sin arriesgarse?».

Pero ocurre lo inesperado, lo mágico. Un día en que Cecilia ya no puede más, porque le han despedido del trabajo y su marido ya no tiene ningún reparo en humillarla y mostrarle sus infidelidades, se dirige al cine, llorando, y como ponen La Rosa Púrpura del Cairo en sesión continua, la ve en bucle. Hasta que una de las veces, en una de las secuencias, Tom Baxter le habla y, de la manera más natural del mundo, sale de la pantalla. «Vamos a un lugar tranquilo. Soy libre». Se desata el pánico y la incertidumbre en la sala, entre los espectadores y los personajes en la pantalla. Mientras, Cecilia y Tom llegan a un parque de atracciones abandonado. Tom se muestra enamorado desde el primer instante y Cecilia se ilusiona: por fin ocurre algo especial en su vida. Baxter, el explorador, le confiesa: «Quiero vivir. Quiero poder elegir».

Sin embargo, es un amor imposible, condenado al fracaso. No solo porque él sea un personaje de ficción (que se muere de ganas por saber vivir en la realidad), sino porque el mundo real no admite esta rebelión. Y es que la maquinaria de los estudios se pone en marcha: por un lado, los productores preocupados porque otros Tom Baxter se escapen de las pantallas, y que no se pueda controlar la situación; por otro, el actor real que interpreta al personaje, Gil Shepherd, tiene miedo a no encontrar su lugar en la industria, y que este suceso le quite la posibilidad de convertirse en estrella. Todos quieren que Tom Baxter vuelva a la película.

La situación en el Jewel es desesperada. El dueño quiere apagar el proyector, pero no puede, y teme que su negocio se vaya al garete. El público reacciona de diversas maneras e incluso terminan interactuando con los personajes, que también, perplejos, están viviendo una situación que no se pueden creer que esté ocurriendo. Los compañeros de Baxter no pueden entender que con la salida de un personaje secundario… su mundo se pare.

A su manera, todos terminan filosofando. Y surge, por ejemplo, una máxima muy reveladora: «La gente real quiere una vida ficticia, y la gente ficticia quiere una vida real». Es esta una premisa con la que se han creado películas maravillosas, todas jugando con el concepto por el que lucha tanto Tom (y también Cecilia): la libertad. Uno puede seguir un hilo invisible que pasa por La rosa púrpura del Cairo, pero que tiene una larga trayectoria en el tiempo, con ejemplos como La vida secreta de Walter Mitty (en sus dos versiones), El show de Truman o Más extraño que la ficción.

Dentro de este juego de realidad, ficción y libertad también entra el concepto de Dios y el sentido de la vida. Cecilia, que precisamente le está enseñando el mundo real a Baxter, le lleva a una iglesia y trata de explicarle que Dios es la razón de todo. Baxter trata de comprender ese concepto con las herramientas que él cuenta en su mundo de ficción. Y le pregunta a su amada si la idea de Dios es similar a la de los guionistas que crean su historia…

La decisión de Cecilia

De pronto, Cecilia se encuentra, sin comerlo ni beberlo, en un peculiar triángulo amoroso que la ayuda, además, a hacer algo que nunca hubiese pensado: a enfrentarse a su marido y a darse cuenta de otros aspectos de su vida, como aprender a valorarse más y ser consciente de que tiene muchas virtudes, como tocar el ukelele o saber disfrutar de las pequeñas cosas. Cecilia sueña con que todo va cambiar: entre el amor de Tom Baxter, un personaje de ficción, y el de Gil Shepherd, el actor de carne y hueso, está su nuevo camino. Este último está dispuesto a hacer todo lo que esté de su mano para que el aventurero regrese a la pantalla.

La camarera infeliz, de pronto, roza la felicidad con diferentes citas, primero con el aventurero inocente, que no tiene ni idea de cómo es la vida real, y después con un actor de carne y hueso que deja todas sus debilidades y miedos al descubierto. Con Gil vive un momento mágico, tocando el ukelele en una vieja tienda de música, y con Baxter hace lo que siempre soñó: habitar el mundo único de las películas en blanco y negro.

Pero, como en todo triángulo cinematográfico que se precie, Cecilia debe tomar una decisión. Y no puede tomarla en otro sitio más que en la sala de cine. Después de haber vivido junto a Baxter sin preocupaciones, en un mundo en blanco y negro, Gil Shepherd entra en el Jewel y anima a Cecilia a tomar una decisión. Cada uno, de una forma u otra, le permite a Cecilia abrir las puertas a un nuevo futuro. Por una parte, está la posibilidad de habitar con un fantasma; por otra, la de volar a Hollywood con un hombre de carne y hueso.

Cecilia decide aferrarse a la realidad. Elige a Gil Shepherd. Y Tom Baxter, como el caballero que es, cuando finaliza la ilusión por la que se saltó la cuarta pared (conocer a Cecilia), vuelve derrotado a su mundo de ficción, a la pantalla. Los proyectores ya pueden apagarse, y la productora retira la película que tanto dolor de cabeza le ha dado.

El único final posible

Cecilia vuelve al mundo real. Y el mundo real pega reveses, irremediablemente. La cenicienta de este cuento cinéfilo abandona a su marido y deja todo ese mundo triste. Hace su maleta y coge su ukelele para huir con Shepherd a Hollywood. Cuando llega al Jewel, donde han quedado, el dueño del cine le informa de que cuando se ha acabado todo el lío, el actor ha salido pitando en un vuelo, rumbo a Hollywood. Y Cecilia se da cuenta del engaño, y se queda desolada.  Cecilia se ha quedado sola en la calle, con su maleta, sin rumbo y sin amor. Lo único que le queda es entrar en la sala de cine. Entra y se sienta en una butaca. Está desesperada, como ida. Tiene un futuro negro por delante. Suena «Cheek to cheek», y va elevando la mirada: en la pantalla bailan sin parar Ginger y Fred. Cecilia, finalmente, queda de nuevo hipnotizada ante la ficción que se presenta ante sus ojos, y sonríe. Un final bello y amargo a la vez.

Parece ser que los mandamases del estudio intentaron que Allen cambiara este final, le insinuaron si Cecilia no podía tener un final feliz, digno de cenicienta, pero aquí Woody no dio su brazo a torcer. Ese era el final adecuado, cualquier otro rompía la magia y el sentido de la historia. Y el tiempo le ha dado la razón. Es la bella conclusión que se merece esta película.

Secretos de película

Woody Allen encontró en este largometraje a otra de sus actrices fetiches. En la prostituta Emma, que tiene una secuencia deliciosa con un inocente y caballeroso Baxter, se revela el rostro de Dianne Wiest, un nombre imprescindible en su filmografía.

Otra de las curiosidades es que la actriz que hace de hermana de Cecilia en el restaurante era en realidad la hermana de Mia, Stephanie Farrow.  La familia de Farrow más de una vez estaría presente en sus películas, por ejemplo, la madre de Stephanie y Mia, Maureen O’Sullivan (la inolvidable Jane, de la popular saga de Tarzán de los años treinta), tendría un papel relevante en Hannah y sus hermanas.

En muchas de sus obras cinematográficas de los setenta y los ochenta, el director rescataba a actores de su amado Hollywood dorado para interpretar ciertos personajes. Así que no es de extrañar que entre los secundarios que pueblan la película de ficción La rosa púrpura del Cairo, los amantes del cine clásico identifiquen a Van Johnson. Y, por cierto, ¡Jeff Daniels no fue la primera opción como Tom Baxter! Allen contrató a Michael Keaton, pero ambos llegaron a la conclusión de que no era el papel adecuado para el actor. Esto permitió a Daniels hacerse con uno de sus papeles más recordados.

El halo delicado que tiene toda la película —que salta entre los colores cálidos del mundo real, con un punto de melancolía y nostalgia, y el blanco y negro del largometraje de ficción del Jewel, que despierta la pasión por el cine de los años treinta— es obra de Gordon Willis, un director de fotografía que formó todo un tándem profesional con Allen en películas como Manhattan, Interiores o Recuerdos.

Por eso, La rosa púrpura del Cairo es, ahora más que nunca, una película necesaria. En un mundo en crisis, lleno de incertidumbres de toda índole, y con la esencia del hecho cinematográfico otra vez bajo amenaza, este largometraje de Woody Allen contribuye a entender en qué consiste la magia de sentarse a oscuras en una sala de cine para vivir una breve desconexión del mundo real.

Tomado de: Insertos. Revista de cine

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La actriz que corría por amor

Por Irene Bullock

La actriz japonesa Chiyoko Fujiwara corre sin parar por los fotogramas de Millennium Actress (Sennen Joyû, Japón, 2001), de Satoshi Kon. Corre por distintos espacios y por diferentes épocas, de una película a otra, de un momento de su vida a otro… Corre sin aliento. A veces con sus piernas, otras pedaleando veloz en una bicicleta; también montada a caballo, subida a un carruaje o en rickshaw. Y siempre por un único motivo: corre por amor.

Kon, que falleció con tan solo cuarenta y seis años en 2010, era un realizador de anime que tenía una capacidad sin igual para crear universos donde la realidad y los sueños se entremezclaban. En este largometraje logra que el espectador persiga a Chiyoko para poder desvelar un secreto: lo que significa para ella una llave que siempre ha estado presente en su vida. La llave es el Rosebud particular del director para construir el biopic de una actriz de ficción, inspirada en varias estrellas del cine japonés.

Millennium Actress no solo derrocha amor por el cine, sino que también se convierte en una crónica especial de la historia de Japón. Es un canto al séptimo arte nipón, pero también al fervor que pueden provocar los actores en los espectadores, convirtiéndose así en estrellas con vidas de leyenda. El otro personaje clave de esta emocionante historia es Genya Tachibana, un realizador de documentales y admirador devoto de Chiyoko. Tachibana quiere realizar un documental donde se cuente la historia de su admirada actriz y se desvele por qué se retiró tan pronto de las pantallas, como hizo Greta Garbo, y se aisló en su mansión de la montaña en compañía tan solo de sus revistas y su jardín.

Por otro lado, en su manera de filmar esa carrera hacia el amor, el director mezcla la vida de su protagonista con las películas que protagoniza, mostrando de esta manera otro fenómeno que permite un apasionante análisis cinematográfico: cómo la trayectoria artística de algunos actores y actrices son inseparables de su vida. Vida y obra se funden en una coherencia total. Estudiando sus filmografías, es posible analizar, por ejemplo, las biografías de Ava Gadner, Jane Fonda o Robin Williams. No hay más que ver los interesantes documentales que parten de esta premisa: La noche que no acaba de Isaki Lacuesta, Ciudadana Jane Fonda (Citizen Jane, l’Amérique selon Fonda, 2020) de Florence Platarets, y El deseo de Robin (Robin’s Wish, 2020) de Tylor Norwood. Al igual que se establece en estos documentales, es imposible separar las vivencias de Chiyoko Fujiwara de los personajes que ha ido construyendo a lo largo de su carrera, ya fuese una astronauta en su nave espacial o una samurái en la Edad Media.

Los ecos de Chiyoko

Satoshi Kon y el guionista Sadayuki Murai se inspiraron en varias estrellas clásicas del cine japonés, que alcanzaron su apogeo como actrices en los cincuenta: Setsuko Hara, Hideko Takamine y Kinuyo Tanaka. Hara fue musa de Yasujirō Ozu; Takamine, de Mikio Naruse; y, por último, Tanaka, de Kenji Mizoguchi. Los tres realizadores son homenajeados además en algunas de las películas que protagoniza Chiyoko Fujiwara. Por otro lado, algunos datos biográficos de Chiyoko coinciden con la vida de Setsuko Hara, quien se retiró del cine repentinamente y se aisló del mundo, sin querer conceder entrevistas o que la fotografiasen.

Además de los tres directores nombrados, también hay homenajes a varias películas de Akira Kurosawa y otros realizadores de la etapa de oro del cine japonés. Una Fujiwara anciana recuerda esa etapa, durante los años de posguerra, y además rememora que fue protagonista de películas de todos los géneros posibles y reconocibles en el cine japonés: desde dramas íntimos hasta cine de samuráis; historias de fantasmas y maldiciones, de amores trágicos o de monstruos como Godzilla. Con todos los personajes arquetípicos reconocibles de los distintos géneros, desde mujeres guerreras a geishas. Así en Millennium Actress podemos encontrar homenajes a Trono de sangre, Rashômon, Primavera tardía o Veinticuatro ojos.

Lo hermoso de la forma en que se nos cuenta la biografía de Chiyoko Fujiwara es que se entremezcla la realidad con los rodajes de sus películas para contar una misma historia: un reencuentro imposible. Así todo arranca con el encuentro de una adolescente Chiyoko con un pintor disidente al que persiguen las autoridades estatales. El pintor está herido. Todo ocurre poco antes de la Segunda Guerra Mundial. Ella lo ayuda y lo esconde en la tienda familiar. Se enamora del misterioso disidente mientras él le hace promesas de un encuentro en el futuro. Cuando este se marcha, pierde una llave, que según él abre «lo más importante que pueda existir». La vida de la joven tendrá como objetivo devolver esa llave a su dueño y culminar la historia de amor durante el reencuentro. Pero este siempre se frustrará: su disidente se convierte en una sombra inalcanzable.

Por otro lado, según se cuenta la historia de la actriz y del rodaje de sus películas, conocemos la historia de Japón y muchos detalles de dicho país. La película nos transporta a la oscura etapa de la Edad Media o al horror de la Segunda Guerra Mundial. Se vislumbra un Japón que a principios del siglo XX gira totalmente hacia la extrema derecha o un pueblo donde convive, en cálida armonía, lo tradicional y lo moderno. La protagonista señala también que su vida puede contarse a través de los seísmos, hablando de cómo marcan el día a día de Japón los distintos terremotos que lo sacuden habitualmente.

Lo importante es amar… y no dejar de correr

Lo original de Millennium Actress es la forma maravillosa y poética que tiene de contar un biopic ficticio. De hecho, hay una colección de buenas películas con la recreación de biografías de actrices y actores que forman parte de la historia del séptimo arte. Películas de personajes ficticios como Chiyoko (como una de cine clásico: La rebelde, de Robert Mulligan) o de actores de carne y hueso con vidas plagadas de acontecimientos íntimos y profesionales, donde se indaga en la carrera hacia el éxito y el fracaso (por ejemplo, una de las últimas que se ha estrenado ha sido El Gordo y el Flaco, de Jon S. Baird).

En Millennium Actress vemos una sensibilidad especial a la hora de adentrarse en la vida de una actriz de cine. Satoshi Kon, además, es un virtuoso del anime y su corta filmografía en el estudio Madhouse muestra sus virtudes. En el largometraje que nos ocupa, su trazo detallista alcanza momentos de gran poesía, sobre todo por la recreación de universos entre sueños y realidad, como con ese pintor con su lienzo en un paisaje blanco y nevado y su bufanda roja al viento; o con Chiyoko, sola, situada en el paisaje desolador de una ciudad bombardeada cuando descubre, de pronto, un monolito con una delicada imagen dibujada: su retrato. Por otra parte, el cineasta dota a sus personajes de una compleja profundidad psicológica, como demuestra el profundo retrato de la actriz protagonista.

Genya Tachibana, el realizador de documentales, y su cámara acuden a la mansión de Chiyoko para escuchar su historia e indagar en su retiro. Tachibana le lleva a la actriz a la que admira un obsequio: una llave que encontró entre los escombros del estudio donde trabajó la actriz. Con esa llave se abre la memoria de Chiyoko y empieza un viaje deslumbrante… Curiosamente, en esa carrera hacia el mundo de los recuerdos la acompañan de manera muy activa Tachibana y su cámara. De hecho, el director de documentales se convierte en su fiel escudero y protector durante toda la película.

Además, Millennium Actress es puro cine dentro del cine, pues no es solo ese mundo de la memoria que va grabando el cámara que acompaña a Tachibana, sorprendido por formar parte de los recuerdos de una manera tan «real», sino que también visitamos el universo de Chiyoko como actriz de éxito. Vamos descubriendo cómo un productor se fijó en ella, sus primeros rodajes, su ascenso a la fama, las rivalidades con la otra estrella femenina del estudio, sus relaciones personales con un director…

La vida Chiyoko Fujiwara gira alrededor de la posibilidad de reencontrarse con el amado, con el pintor disidente. Incluso sus películas tienen de fondo esa historia de amor imposible. Ella le busca y corre sin parar por todas partes. Y siempre, cuando está a punto de alcanzarlo, le pierde. Pero eso es lo que la hace avanzar y crear. Millennium Actress tiene una preciosa estructura circular: empieza con el largometraje de la estrella que está viendo Tachibana, solo, en su oficina; se trata de una película de ciencia ficción donde la protagonista femenina se dispone a subir a una nave para buscar a la persona que ama. Y la última secuencia de la película de Kon termina con Chiyoko en esa misma nave, realizando una valiosa reflexión: «Al fin y al cabo es el perseguirlo lo que me apasiona». Chiyoko corre para dar un sentido a toda su vida. Pero a la vez ella también ha dado sentido a la existencia de Tachibana. Él ha vivido siempre a la sombra de la diva con una única misión: protegerla. El realizador de documentales es también el guardián de un secreto.

El objeto perdido, la llave, abre la puerta de los recuerdos y conduce al espectador a conocer qué sentido ha tenido la vida de Chiyoko. Lo importante muchas veces es el camino que se emprende… y no dejar de correr.

Tomado de: Insertos. Revista de cine

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Diosas con pie de barro (+Video)

La diosa (The Goddess, EE.UU, 1958) de John Cromwell

Por Irene Bullock

Las estrellas del cine (Eudeba, 1964) es un interesante ensayo del filósofo y sociólogo Edgar Morin. Lo escribió en 1957 y analizaba precisamente la génesis y metamorfosis de los actores y actrices de Hollywood hasta su conversión en estrellas. Uno de los capítulos del libro se titula «Dioses y diosas», y desarrolla la compleja liturgia de la construcción de un mito en el star system. La definición de «estrella» no es fácil, pero Morin trata de fijarla: «Una vez terminado el film, el actor vuelve a ser actor, el personaje sigue siendo personaje, pero de su unión nace un ser mixto que participa de uno y otro, que envuelve a uno y otro: la estrella». En otro capítulo, «La estrella-mercancía», sigue ahondando en el concepto y añade: «La estrella es una mercancía total: no hay un centímetro de su cuerpo ni una fibra de su alma ni un recuerdo de su vida que no pueda arrojarse al mercado»; y aporta una revelación: «Después de las materias primas y las mercancías de consumo material, las técnicas industriales debían apoderarse de los sueños y el corazón humano: la gran prensa, la radio, el cine nos revelan desde entonces la prodigiosa rentabilidad del sueño, materia prima libre y plástica como el viento, a la que basta formar y estandarizar para que responda a los arquetipos fundamentales de lo imaginario. El estándar tenía que encontrarse un día con el arquetipo. Los dioses tenían que ser fabricados un día. Los mitos tenían que convertirse en mercancía. El espíritu humano tenía que entrar en el circuito de la producción industrial, no ya solo como ingeniero, sino como consumidor y como consumido». La diosa (The Goddess, EE.UU, 1958) de John Cromwell ofrece la historia entre bambalinas de una diosa del cine, desnudando su alma, dejando a un lado el glamour y el oropel, y quedándose con su dolorosa humanidad, lo que sus adoradores no querrían ver. La cruda realidad. La película deja al descubierto un complejo proceso que destruye a personas frágiles y heridas que quedan atrapadas en una industria que las fagocita, pero no se para en vulnerabilidades ni en los procesos de autodestrucción.

Cuando uno se zambulle en  las páginas del libro del sociólogo Edgar Morin o en los fotogramas de La diosa, surge un nombre con fuerza, entre muchos otros, para ejemplificar la tragedia que puede suponer dicha transformación: Marilyn Monroe. En el momento que escribió Morin el libro y que Cromwell dirigió su película, Marilyn estaba en el apogeo de su carrera… pero siempre al borde del abismo, como se comprobó cuatro años después de la película de Cromwell, cuando la actriz apareció muerta en su cama. Parece ser que el exitoso guionista de la película, Paddy Chayefsky, buscó como fuente de inspiración para el personaje de Emily Ann Faulkner (Kim Stanley) la vida de Norma Jean.

En efecto, Emily Ann Faulkner es un eco de la diva rubia. La película, sin embargo, ha caído en olvido, pero es reivindicable por variados motivos. La diosa supuso el regreso a las pantallas de cine, después de años apartado por su inclusión en las listas negras de Hollywood, del realizador John Cromwell. Este director demostró su valía y su dominio del lenguaje cinematográfico durante años en una serie de dramas, algunos abordando temas sociales, como Cautivo del deseo, Desde que te fuiste, Su milagro de amor o Sin remisión.

Por otro lado, supone la oportunidad de disfrutar del talento de Kim Stanley, una actriz que se prodigó con éxito sobre todo en los escenarios de Broadway, y que no actuó apenas en el cine (curiosamente, es la segunda vez que aparece en esta sección, pues obtuvo un papel principal en Frances donde mantenía un maravilloso duelo interpretativo junto a Jessica Lange). Recordemos que Stanley se formó en el  Actors Studio, bajo la batuta de maestros como Lee Strasberg o Elia Kazan.

La veteranía de Cromwell, el talento de Paddy Chayefsky para crear guiones originales (inolvidables Marty o Network) y el estado de gracia de una actriz, Kim Stanley, que construye un personaje lleno de matices edifican La diosa, una trágica historia que se cuenta en tres actos y con un uso genial de la elipsis.

Una vida en elipsis

La diosa cuenta la historia de Emily Ann, desde que, con apenas cuatro años, en 1930, se baja de un autobús con su madre para ir a casa de sus tíos en Maryland hasta que se convierte en una diosa del cine (con el rutilante nombre de Rita Shaw) que cae en desgracia en 1957. Su vida se divide en tres actos: el retrato de una niña (1930-1947), el retrato de una joven (1947-1952) y el retrato de una diosa (1952-1957). Y cada acto va saltando de elipsis en elipsis para que seamos testigos de momentos cruciales y decisivos en la vida de Emily, donde vamos viendo que, a la vez que se construye su camino al estrellato, se va precipitando en una senda de autodestrucción y locura, pues se trata de una persona herida marcada por la soledad, el rechazo, la marginalidad y la falta de cariño. En ese camino tortuoso le acompañan varios personajes que dejan huella: su madre (Betty Lou Holland), una mujer frustrada e insatisfecha que se refugia en la iglesia adventista del séptimo día y que mantiene una tormentosa relación con su hija; John Tower, su primer marido (Steven Hill), que es el hijo de una gran estrella de Hollywood y un hombre deprimido y alcoholizado; Dutch Seymour, su segundo marido (Lloyd Bridges), un famoso boxeador retirado, que se encuentra perdido y busca otro camino profesional; y, por último, su  cuidadora  (Elizabeth Wilson), una mujer que tiene como tarea que Emily llegue al estudio en condiciones de realizar sus películas,  no se separa de ella ni un segundo y le facilita los barbitúricos necesarios para  que pueda trabajar.

El largometraje pide la participación de los espectadores, quienes recogemos los datos que se nos ofrecen y que hacen posible imaginar lo que ocurre entre esas largas elipsis en la vida de Emily Ann. La diosa está perfectamente construida y estructurada para completar la dolorosa radiografía de la estrella caída en desgracia. Las elipsis apuntalan la historia. Hay saltos que explican, por ejemplo, el paso de la solitaria niña (Patty Duke), que se siente abandonada en su día a día, a la adolescente de verborrea incontenible con ganas locas de ser respetada y aceptada a la vez que es humillada por los muchachos de la ciudad. Mediante varias elipsis se cuenta el trayecto que va desde la ilusión de la protagonista por sentir que la quiere el hijo de una estrella de Hollywood, pues es un acercamiento a su sueño, hasta la amargura de desear la muerte del amado y tener en brazos a la hija de ambos, sin saber qué hacer con ella. Ambos son dos personas, que por sus circunstancias, no solo están heridas, sino incapacitadas para amar. Esos saltos también van encadenando los diferentes episodios con dolorosos paralelismos, como cuando la madre de Emily pronuncia ante su hermano y su mujer el deseo de abandonarla: «No la quería cuando nació y no la quiero ahora»; y años después repetir ella las mismas palabras con su hija en brazos.

Emily Ann se va labrando un nombre en Hollywood, y da todos los pasos para conseguirlo, humillaciones incluidas, hasta alcanzar el estrellato y convertirse en una diosa para sus admiradores, en una máquina de hacer dinero para la industria. Pero La diosa deja esta faceta en las sombras, no vemos nada de los días de gloria ni de sus triunfos. Sí vemos, por el contrario, el camino de autodestrucción, soledad, inseguridades y locura. Mientras alcanza su ambición de convertirse en una estrella, como las que admiraba de adolescente (Ann Sheridan, Joan Crawford, Lana Turner o Ginger Rogers), no logra nunca la estabilidad emocional ni con su madre ni con los hombres de su vida, convirtiéndose en una persona absolutamente dependiente del alcohol y los barbitúricos, y descendiendo a un abismo oscuro en el que no encuentra salida. Así, para Emily cada vez es más difícil lidiar con sus papeles como estrella y no caer en sus crisis nerviosas e intentos de suicidio.  La diosa no transcurre en rodajes o platós de cine, en premieres o ruedas de prensa o en fiestas sociales, sino en aquellos sitios donde los espectadores no tienen acceso, en los espacios íntimos: en las habitaciones de sus distintos hogares, en hoteles, en el interior de un coche o en un despacho.

Las huellas de Marilyn Monroe

Kim Stanley, que tenía en ese momento treinta y tres años, se mete en la piel de una adolescente de dieciséis, pero también en la de una treintañera hundida. La construcción, los matices, los movimientos y la evolución del personaje es tal que nos creemos a Kim  en todo el proceso. Su interpretación no está reforzada con efectos de maquillaje cuando es adolescente ni tampoco cuando ya es una mujer consumida por sus dependencias y problemas psicológicos, pero el público, siente y vive la metamorfosis.

Los ecos de su personaje con Marilyn Monroe se palpan por varios motivos, además de que hay ciertas circunstancias que unen a las dos actrices. Las dos pasaron, en distintos momentos, por el Actors Studio. Hollywood no se esperaba que «la tentación rubia», en el apogeo de su éxito, decidiera abandonar todo e irse a Nueva York para estudiar en la célebre escuela de interpretación. Esto ocurrió en 1954. Después de su estancia en la ciudad, volvió a Hollywood y creo una productora junto a su amigo Milton Greene, fotógrafo de profesión, para protagonizar papeles más ambiciosos. En 1956, el primer papel que interpretó tras su estancia en la prestigiosa escuela fue el de Chérie, basada en la obra de teatro Bus Stop de William Inge. Pues bien, ¿quién fue la actriz que había hecho de Chérie en Broadway en 1955? Kim Stanley.

Si indagamos en la película, también hay ciertas similitudes en el matrimonio de Emily Ann con el boxeador Dutch Seymour con el de Marilyn Monroe y el jugador de béisbol Joe DiMaggio. Por otra parte, estaban las dependencias de Norma Jean a los barbitúricos y a otras personas (como determinados terapeutas o profesoras de interpretación), los intentos de suicidio, el miedo a la locura y una infancia difícil. Todos estos ingredientes de alguna manera también están presentes en la vida de Emily Ann.

En un momento dado, uno de los directores que dirige a Emily le dice a su segundo marido, el exboxeador, que tiene cualidades como actriz cómica. No podemos olvidar que, precisamente, los mayores triunfos de Monroe fueron precisamente en comedias y comedias musicales como Me siento rejuvenecer, Los caballeros las prefieren rubias, La tentación vive arriba o Con faldas y a lo loco.

De todos modos, el personaje de Emily Ann tiene igualmente vivencias y características propias que nada tienen que ver con Monroe. Por ejemplo, la relación de Emily Ann con su primer marido y el abandono de su hija no reflejan concomitancias con la vida de Monroe. Sin embargo, el personaje de John Tower y sus traumas son bastante reales, porque en las mansiones de Los Ángeles se escondían historias similares a la que le cuenta a la protagonista. John Tower no desentonaría con las historias que narra Jean Stein en su libro Al oeste del Edén. En un lugar de Estados Unidos (Anagrama, 2020), donde se refleja la vida a la deriva de los hijos de varios intérpretes o magnates del mundo del cine.

La diosa es una película para rescatar del olvido no solo porque resulta una narración cinematográfica muy moderna, sino por la interpretación de Stanley: compone de manera perfecta la imagen de una mujer rota frente el espejo, de una diosa con pies de barro.

Tomado de: Insertos. Revista de cine

Tráiler del filme La diosa (The Goddess, EE.UU, 1958) de John Cromwell

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La tierra es el infierno (+Video)

Por Irene Bullock

Después de un interesante prólogo, empieza Prisión (Fängelse, 1949), de Ingmar Bergman, con unos llamativos créditos. Una voz en off, mientras la cámara recorre un callejón oscuro donde va a transcurrir parte de la trama, va informando de quién es el productor, la productora, los estudios en los que se rueda, el director, los actores y el equipo técnico. De esta manera Bergman se adelanta catorce años a todo un innovador formal, Jean-Luc Godard, que sorprendió a todos con sus créditos recitados en El desprecio. Y es que en esta película de 1949, el director sueco ya da totalmente forma a su manera de hacer cine y a los temas con los que habría de armar su extensa filmografía futura. Sin miedo a la experimentación formal, da rienda suelta a sus reflexiones sobre Dios, la muerte y las dificultades del hombre para desenvolverse en un mundo que a veces es un enigma. Por otra parte, plasma la importancia del arte para entender a la humanidad y para aferrarse a la vida. En Prisión, el director filósofo crea una fábula imperfecta, pero muy bella, donde se juega con la posibilidad de rodar una película que refleje el triunfo del diablo, dejando ver que la tierra es el infierno y el abismo que provoca el silencio de Dios.

En el prólogo de la película se plantea la tesis y se presenta a sus personajes principales. Una figura solitaria que emerge de un camino y, bajo una especie de tormenta, accede a un estudio de cine donde se rueda una película. Allí saluda al joven director, Martin (Hasse Ekman). Este reconoce al recién llegado: es Paul, su viejo profesor de matemáticas (Anders Henrikson), quien le informa de que ha estado en el manicomio y que quiere contarle una idea para un guion. El director le invita a comer y varias personas del equipo escuchan cómo el profesor le sugiere una película sobre el infierno, donde el demonio reina cómodamente y es indulgente a la hora de satisfacer nuestras necesidades como pecadores… pues para Paul la tierra es el infierno. Más tarde, Martin cuenta a sus amigos, el periodista Thomas (Birger Malmsten) y su mujer Sofi (Eva Henning), que el profesor les engatusó a todos en esa comida con la posibilidad de rodar dicha película. Thomas rebusca en un artículo que estaba escribiendo sobre la vida nocturna en la ciudad, para mostrarle al director a la posible candidata para protagonizar ese largometraje sobre el infierno en la tierra: Birgitta Carolina Söderberg (Doris Svedlund), una prostituta adolescente que es manipulada por su novio (Stig Olin) y su hermana (Irma Christenson). El periodista recuerda en un breve flashback su visita a Birgitta, una muchacha despreocupada y risueña.

Entonces una voz en off nos avisa de que han pasado seis meses después de este prólogo, y dicta los créditos de la película. Los personajes que hemos conocido durante la presentación, antes de los créditos, son los protagonistas absolutos.  Es decir, ellos son en realidad los personajes de esa posible película sobre el infierno en la tierra. Birgitta es la adolescente que se enfrenta a un mundo cruel, pero también el motor que permitirá a Thomas, el periodista, salir de su crisis creativa y personal. Los dos cruzarán otra vez sus caminos y vivirán su particular infierno. En realidad, con sus personajes, Bergman deja ver una idea que dicta el viejo profesor: la vida es una gran obra cómica, hermosa y terrible a la vez, sin clemencia ni significado… La vida como un arco cruel y sensual desde la cuna a la tumba.

Prisión, momento crucial bergmaniano

Prisión supone un antes y un después en la filmografía de Bergman. Y lo expresa a la perfección en su libro Imágenes (Fábula Tusquets, 2007). Cuenta que después de Ciudad portuaria se retiró a la casa de verano de su infancia, «donde escribía lo que iba a ser mi primera película exclusivamente mía». Pero también narra cada uno de los pasos que tuvo que dar para conseguir la ansiada libertad: «Haz una película barata, haz la película más barata que se haya hecho jamás en un estudio sueco y tendrás una gran libertad para darle forma según tu propia conciencia y agrado».

También es crítico respecto el resultado final, consciente de sus errores e inexperiencia. Explica que si bien es cierto que hubo un periodo en que apenas reflexionó sobre ella y que no la tuvo en cuenta para sus distintos escritos, cuando contemplaba en ese momento toda su filmografía, se daba cuenta de que «la película destaca con cierta claridad. Hay en ella una alegría cinematográfica que, a pesar de mi falta de experiencia, está relativamente controlada».

Birgitta y Thomas

La joven prostituta y el desencantado periodista se convierten en los héroes de la historia y en una improvisada pareja. El tiempo que pasan juntos será un punto de inflexión en sus destinos. Birgitta será una víctima de ese mundo donde reina el diablo y donde solo encontrará como salida la muerte y Thomas será más consciente de que la existencia es hermosa y terrible a la vez, e intentará a través de su afán creativo, aferrarse a ella con sus seres queridos.

A Birgitta la empuja a la muerte el mundo corrupto que la rodea (su hermana, su novio y los hombres con los que se acuesta) y los golpes continuos que la vida le da. Thomas aprende a convivir con su espíritu autodestructivo, que le hace no poder evitar el alcohol y, a veces, hundir con él a los que lo quieren (como su pareja Sofi). En realidad, en la filmografía de Bergman habrá muchas Birgitta y Thomas que protagonizarán sus películas.

Cine y sueños

Antes de que el destino les una, el novio de Birgitta y su hermana la convencen para que deje en sus manos a su recién nacido. Estos, sin escrúpulos, acaban con la vida del bebé, y Birgitta arrastra la culpa. Ambos explotan la juventud de la adolescente y les interesa que siga haciendo la noche. Mientras, Thomas anda inmerso en una crisis creativa, profesional, económica y personal que le hace plantearse el suicidio como salida, y llevarse por delante a su amada Sofi. Cuando se encuentran, los dos son seres heridos y deciden huir. Juntos buscan un lugar donde vivir: una pensión que conoce Thomas.

En una habitación retirada, la pareja construirá un mundo con sus anhelos, sueños y confesiones. Justo, en ese encierro, Bergman dejará ver su atrevimiento para la experimentación formal en las dos secuencias más hermosas de la película. Thomas mira los ojos inocentes y limpios de Birgitta, así como el sufrimiento que esconden, y confiesa la tremenda ternura que siente hacia ella. Allí los dos logran vivir un momento de plena felicidad. El periodista localiza un viejo y pequeño proyector de manivela y proyecta en una pared una breve película muda, que los dos disfrutan. Ojos limpios y llenos de ternura ante las imágenes que miran. La risa invade la habitación. Bergman crea una pieza de cine mudo con efectos sonoros e influencia circense. Ante el regocijo de los protagonistas, vemos la mala noche que pasa un buen hombre que se topa con el diablo y la muerte en su habitación, teniendo que lidiar además con un caco y un policía. De nuevo en Imágenes, Bergman explica que el rodaje del corto mudo supuso un buen recuerdo: «rodamos la farsa de manera rápida y eficaz» con la inestimable colaboración de un trío italiano, los hermanos Bragazzi, que venían del mundo de la revista teatral. En realidad, reconstruyó una farsa que había disfrutado cuando era niño, como escribe en su libro autobiográfico.

Después Birgitta y Thomas dan rienda suelta a sus confesiones: miedo a la soledad, relaciones dañinas, recuerdos y sueños. Y las imágenes se vuelven cada vez más oníricas y abstractas hasta que se dan un beso en un primerísimo plano. Después entre sombras y llamas, Birgitta nos sumerge en una ensoñación, que roza la pesadilla.

En ese paseo que da Birgitta por su inconsciente se mezclan las imágenes bellas con las impactantes. Ahí se encuentra con un Thomas desolado, con un caballito de juguete roto, y ella le susurra unas palabras, consciente de que en ese momento no está en la realidad: «Te quiero, Thomas». También se topa con una dama vestida de luto que le ofrece una perla brillante… O se cruza con su novio, que coge un muñeco en forma de bebé de una bañera, y este se transforma en un pez al que rompe la cabeza. Cuando despierta, sobrecogida, de su pesadilla, Thomas sonsaca a la joven su culpa: haber permitido que su novio y su hermana se llevaran a su hijo recién nacido.

Lo que va construyendo Ingmar Bergman es un melodrama desatado y doloroso que tiene como víctima a la joven prostituta, a la que finalmente nadie puede salvar. Birgitta encuentra solo una única salida: quitarse la vida. Y lo hará en un oscuro sótano, pero bajo una ventana por donde entra una luz que envuelve todo de cierta espiritualidad. Un momento antes, Thomas, que ha tratado sin éxito de rescatarla de la influencia de su hermana y su novio, pasea solitario por una especie de puerto, y se topa con un pajarillo muerto, al que suavemente empuja con el pie para que se hunda en el agua. Representa así el destino de Birgitta. Esta, instantes antes de morir, tiene sus últimas ensoñaciones y ve aparecer a Thomas entre rejas, que susurra: «Siento ternura por ti», pero esa ternura no la salva.

Para el personaje de Thomas sí hay un camino de vuelta, aunque sea una prisión: regresa a su hogar con Sofi, y esta le acoge de nuevo, a pesar, como le dice, de que se ha acostumbrado a su ausencia. Pero intentan volver a empezar.

El estudio de cine

En este pequeño artefacto de cine dentro del cine construido por Bergman, hay un personaje que en teoría es testigo de todo: Martin, el director. Quizá la pieza más débil de la trama, pero que no carece de importancia. La debilidad está en que Bergman no logra ensamblar a la perfección la historia de Birgitta y Thomas con el reto filosófico que plantea el profesor a Martin. Este último se convierte en un mero personaje secundario, que llega a la conclusión de que no se puede realizar la película que le ha planteado su maestro, pero sin haber sido apenas importante en el desarrollo de la trama. Es decir, sin vislumbrar cómo va recabando y reflexionando sobre el material para su futura película, o hacerle consciente de que delante de sus ojos está transcurriendo lo que podría rodar. Finalmente, concluirá que el guion planteado por su profesor de matemáticas es una película imposible, pues no daría respuestas, sino que solo proporcionaría una pregunta más, una sobre la vida en la tierra, ¿y quién quiere escuchar una pregunta más? Ya se había mostrado escéptico anteriormente al explicar a su maestro la dificultad que supondría la creación de una película partiendo tan solo de conceptos. Curiosamente, es como si Ingmar Bergman llevase la contraria a este personaje, y sí fuera capaz de llevar a cabo ese reto con Prisión.

Sin embargo, con Martin se trabajan dos bonitos conceptos, que tienen que ver con la manera de concebir el cine por Bergman: cuando le van a ver Thomas y Sofi a un rodaje, el periodista dice que el estudio es una especie de templo y que él, Martin, es el sumo sacerdote. La película termina precisamente allí, cuando acaba un día de rodaje, y todo el mundo se está retirando, y el plató se va quedando a oscuras. Una actriz dice que el estudio de cine tiene un aire misterioso por las noches, «lo suficiente para que creas en fantasmas». El director sueco así reviste de un aire sagrado la creación cinematográfica y recupera esa fascinación de la linterna mágica de sus recuerdos, las imágenes proyectadas como fantasmas misteriosos que surgen de la oscuridad.

Tomado de: Insertos. Revista de cine

Prisión-Fängelse (1949, Ingmar Bergman) Subtitulado en español

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Marion Davies, una actriz cómica de San Simeon

Marion Davies (1897-1961) Actriz estadounidense

Por Irene Bullock

Cuenta King Vidor en sus memorias, Un árbol es un árbol, que tras el éxito de El gran desfile (1925), el magnate de la prensa William Randolph Hearst no paró hasta que consiguió que el cineasta dirigiera a Marion Davies en una película. Vidor no recuerda la experiencia como algo desagradable. Es más, terminó trabajando con la actriz en tres comedias, y señala que siempre pensó que era una «cómica notable». Normalmente siempre que se nombra a Marion Davies no se suele comentar su labor como actriz, sino que se reitera que fue la amante de Hearst y que sus logros cinematográficos solo tuvieron que ver con los tentáculos del magnate y su máquina publicitaria a su servicio. Pero al analizar Espejismos (Show People, EE.UU., 1928), la segunda comedia que hizo bajo la batuta de Vidor, descubrimos a una actriz dotada para el género, además de gran imitadora de las divas del cine mudo.

Esta fue una película crucial en la carrera del director, pues se convirtió en la última que dirigió antes de meterse de lleno en el cine hablado, con el peculiar musical, Aleluya (1929). Espejismos supuso un divertido y conmovedor homenaje a la comedia que se hacía durante el cine mudo, construida en torno al gag visual. La comedia, tal y como se había concebido hasta el momento, había llegado a un alto grado de sofisticación con Charles Chaplin, Buster Keaton, Harold Lloyd, Mabel Normand, Harry Langdon, Stan Laurel y Oliver Hardy… por lo que estaba condenada a la desaparición con la irrupción del sonido.

Mank (2020) de David Fincher ha hecho que se vuelva a hablar de nuevo de Hearts y Davies, así como de las jornadas que organizaban en San Simeon, la mansión que se ha convertido en leyenda. En esta obra cinematográfica, se refleja cómo el poderoso magnate de la prensa de la década de los veinte del siglo pasado extendió también sus tentáculos en la MGM y, entre otras cosas, manejaba la carrera de su amante. La Davies de Fincher es consciente de ello y no se toma nunca demasiado en serio su papel en la industria del cine. Y, viendo la película, no queda muy claro a qué atenerse sobre sus cualidades como actriz.

Volviendo a las memorias de Vidor, Hearst no se equivocó al buscarlo, pues quedó patente en la fructífera relación profesional establecida entre director y actriz que la Davies tenía una genuina vis cómica. La primera colaboración entre ambos fue la divertidísima La que paga el pato (1928); luego vino Espejismos y la última fue la olvidada Dulcy (1930). Al hablar sobre Espejismos en el libro, Vidor explica que acudió a su amigo el guionista Laurence Stallings, porque quería diseñar una producción al servicio de la actriz. Tenía claro que recrearía la película en Hollywood y que se inspiraría en la carrera de alguna famosa estrella de cine del momento. Con ese punto de partida harían una comedia para Marion. Enseguida pensaron que la modelo a seguir sería Gloria Swanson. Sus inicios como bañista de Mack Sennett, sus amoríos, su coqueteo con la decadente aristocracia europea eran un buen material para una comedia… Necesitaban un leitmotiv que les ayudara a construir la historia. Y lo encontraron en un elemento de comedia pura y dura: las famosas batallas de tartas. La protagonista de Espejismos lograría sus primeros éxitos siendo la diana del lanzamiento de pasteles. Después se transformaría en una estirada diva y actriz de cine serio que, posteriormente, recobraría su cordura cuando le volvieran a estampar una tarta en la cara, como en sus comienzos. Esa era la premisa. Pero lo que no sospechaba Vidor es que el famoso dulce le iba a traer un quebradero de cabeza.

Los tentáculos de Hearst

No era extraño que entre los invitados a San Simeon acudiesen productores, directores, actores, actrices, guionistas, periodistas… Lo más glamuroso del mundo del cine estaba presente en reuniones, fiestas, excursiones, comidas y cenas, donde el magnate y Marion Davies ejercían de anfitriones, como se puede ver también en Mank. El poder de Hearst era tal que, cuando vio el tratamiento de la historia de Vidor y su guionista, se negó en redondo a que a su amante le lanzaran tartas a la cara; lo debía ver demasiado humillante. Ante su enojo, nada se pudo hacer, ni siquiera los peces gordos de la MGM pudieron hacerle cambiar de parecer. Fueron infructuosos los intentos por parte del director para convencerlo. Al final tuvieron que modificar la premisa por otro gag cómico que, sin embargo, es igual de efectivo y no hace perder fuerza a la historia. Lo que lanzan al personaje de Davies será un interminable chorro de agua con un sifón.

La protagonista de la historia es Peggy Pepper, una provinciana sureña de Georgia que llega a Hollywood con su padre, el coronel Pepper (Dell Henderson), para convertirse en una famosa actriz dramática. Sin embargo, pronto se darán cuenta de que el ascenso no es tan fácil. Tan solo les echará una mano un actor cómico, Billy Boone (William Haines), que se parte de risa con la exagerada manera de ser y la afectación de Peggy. Este consigue una prueba para la aspirante a estrella en una de las películas cómicas de su productora, pero sin avisarla. En la primera secuencia en la que trabaja le echan un chorro de agua en el rostro. Peggy llora desconsolada, pero Boone le proporciona sabios consejos para moverse en el mundillo y la anima a que aproveche la oportunidad que le están brindando. Le dice que todo se la pasará en cuanto se vea en una pantalla grande. El día del estreno en un gran cine, Peggy y Billy son unos espectadores más en una sala donde todo el público se parte de risa. Peggy les ha conquistado. El público disfruta con una comedia de persecución trepidante, como las de los policías de la Keystone. La joven, sin embargo, sigue soñando con su futuro como actriz dramática y cuando a continuación proyectan un dramón dirigido por King Vidor y con John Gilbert de protagonista quiere quedarse a verlo. La actriz cómica sueña: «Así actuaré algún día. ¡Eso es auténtico arte!». Y Billy le replica: «No seas tonta. Hazles reír y les harás felices».

Espejismos cuenta el ascenso de Peggy Pepper y cómo olvida su esencia y frescura. En su camino hacia el éxito se comporta como una diva, dejándose adular por los demás. Incluso se mete en una especie de farsa con su nuevo partenaire, que se presenta como un conde y le promete encumbrarla en la alta sociedad de Hollywood. La joven deja totalmente de lado a Billy, que está enamorado de ella. Un día tiene lugar el reencuentro, cuando los dos ruedan exteriores en el mismo lugar, y ella termina recriminándole que siempre será un pobre bufón. Y más adelante, en el momento en que Peggy está a punto de arruinar su vida como actriz y como mujer, Billy trata de que recupere de nuevo la cordura, y durante una discusión le lanza otra vez un chorro de agua para que baje a la tierra. Esta reacciona de tal manera que hace que este se vaya apenado. Pero cuando Peggy se da cuenta de que ha echado todo a perder, mira al conde de capa caída con el que se va a casar y le dice entre risas y lloros: «Mírate, mírame. Solo somos unos farsantes, unos payasos. Él era la única persona real y la he perdido». Pero obviamente su vida es una comedia… y recuperará a su amor.

De esta manera, la película de King Vidor se convierte en un valioso documento histórico para ver el funcionamiento de la industria cinematográfica a finales de los años veinte en Hollywood. No falta nada: las salas de cine, el fenómeno fan, la importancia de la prensa, el funcionamiento interno de un estudio, los rodajes en interiores y exteriores, los comienzos y el despegue de una estrella, el trabajo de los directores de cine y los técnicos, las diferencias entre los pequeños estudios y los grandes, los trucos que se empleaban con los actores para conseguir buenas interpretaciones, el sacrificado trabajo de los dobles, la batalla sin cuartel (que dura hasta hoy) del drama frente a la comedia (cine serio versus cine de entretenimiento)…

Y, sobre todo, muestra la versatilidad como actriz cómica de Marion Davies, quien, con su Peggy Pepper, deja patente un dominio total de su rostro y su cuerpo al servicio de la comedia. Nos descubre su arte mediante divertidos gags visuales y muestra una inteligente capacidad de reírse de sí misma. Tiene varios momentos memorables, como el que protagoniza en la sala de casting, donde trata de convencer al organizador de sus capacidades como actriz dramática. Según su padre va dictándole distintos sentimientos y actitudes; ella, con un pañuelo en el rostro como telón (subiéndolo y bajándolo), va enseñando en su cara la ira, la pasión, la pena, la alegría…: una mala y exagerada imitación de las grandes divas del cine mudo. Marion Davies está realmente graciosa.

Otro de los valores de esta magnífica comedia es la continua alusión al star system de aquellos años, pero también los gloriosos cameos de artistas del momento a lo largo de la película. Es divertidísimo el protagonizado por Charles Chaplin, que se comporta como un fan encantador, cazador de autógrafos, en la puerta del cine. Ilusionado, el famoso director y actor solicita un autógrafo a la nueva actriz revelación, pero esta se encuentra tan enfrascada en una conversación con Billy, que ignora, e incluso le parece molesta, la invasión del pobre Chaplin. Billy está alucinado y emocionado, pero Peggy firma sin hacer mucho caso. Cuando finalmente pregunta quién era ese hombrecillo, y su amigo le revela el nombre…, ella se desmaya.

El primer famoso con el que se quedan ensimismados padre e hija a su llegada a Hollywood es John Gilbert. Cuando Billy y Peggy están en la sala de espera de un importante estudio, los dos señalan emocionados al actualmente olvidado actor Lew Cody, que se cruza con la novelista Elinor Glyn, toda una celebridad en ese instante. Esta última puso de moda el término it, y esta palabra se popularizó de tal modo que dio título a una película de Clara Bow y Antonio Moreno. Precisamente it definía la cualidad de ser especial, lo que hoy vendría a entenderse como cool. Es la cualidad que buscan en los estudios, y que encuentran en Peggy Pepper. Siendo ya una diva endiosada, un día almuerza animadamente en el estudio con el encantador Douglas Fairbanks y el rudo vaquero William S. Hart, y ambos rivalizan por conseguir su atención.

Pero el metacine llega a su clímax con la presencia de un cameo sorprendente. Cuando Peggy comienza su andadura por el nuevo estudio, un ayudante la lleva a través de las instalaciones para que no se pierda en su primer día de rodaje. De pronto, se cruza en su camino un coche del que sale una elegante mujer rubia con una raqueta, y hacia quien se dirige un hombre para consultar lo que está escrito en unos papeles. Peggy pregunta al ayudante que quién es y este se extraña de que no la reconozca y le dice que es Marion Davies. Peggy se asombra y después pone cara de desagrado. Es un momento divertido y fascinante.

Otro de los cameos más emocionantes ocurre hacia el final, justo cuando Peggy y Billy van a volver a trabajar juntos, sin que este último lo sepa. La protagonista cuenta con la complicidad ni más ni menos que del propio King Vidor, mientras está rodando una película que evoca El gran desfile. Y es un documento visual con todo su valor, pues se puede apreciar cómo trabajaba Vidor en sus películas. Al final tanto Peggy como Billy logran su actuación de oro en una película que satisface a ambos, sin traicionar ni sus raíces ni su talante natural, un trabajo donde vence el amor verdadero que se profesan. El beso entre ambos es tan deseado que cuando King Vidor da por terminada la secuencia, ve que estos siguen besándose y que, por más que les grita que han terminado de rodar, estos no hacen ningún caso. El director y los miembros del equipo, cómplices, van abandonando poco a poco la localización, y ellos disfrutan de su intimidad.

Todos estos cameos dan un valor muy especial a la película. Peggy y Billy, dos personajes absolutamente ficticios, se mueven en el Hollywood real de la época. Los personajes se encuentran no solo con personas reales de carne y hueso, sino que en su camino se cruzan con el director que les ha creado y con la actriz principal que da vida a uno de ellos.

Y como colofón final, el partenaire de Davies en esta película fue William Haines, famoso actor del momento. Los dos muestran una química especial, como puede comprobarse en una secuencia bellamente rodada por King Vidor, justo cuando Peggy va alzar el vuelo en un estudio importante, ya sin Billy a su lado, el hombre que le echó un cable en su ascenso al estrellato y que, además, la ama. Es una secuencia cercana y emocionante, propia de dos enamorados, en la que Billy es más consciente que ella de que sus caminos se separan quizá para siempre. Es él el que se queda sentado, sin moverse, y la ve marchar a través de un decorado. William Haines fue un actor que nunca ocultó su homosexualidad, y eso terminó con su carrera. A principios de los años treinta, debido a una situación comprometida del actor, el estudio le hizo elegir entre su carrera cinematográfica (donde iban a controlar su vida privada) o su pareja, Jimmy Shields. Haines abandonó la interpretación y se quedó con Shields. No obstante, no perdió su amistad con gente de Hollywood, entre la que estaba Marion Davies.

Espejismos no solo es una buena comedia muda de King Vidor, sino que es un testimonio impagable del Hollywood de los años veinte y la constatación de que nos perdimos a una gran actriz cómica.

Tomado de: Insertos. Revista de cine

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Más allá de la realidad (+Video)

En las estrellas (España, 2018) de Zoe Berriatúa

Por Irene Bullock

Parry (Robin Williams) es un profesor e intelectual en El rey pescador (1991), de Terry Gilliam, que huye de un hecho traumático que le cambió la vida y se refugia en las calles de New York como una persona sin hogar, viviendo en su mente un mundo paralelo donde se dedica a la búsqueda del Santo Grial y a enfrentarse a un caballero medieval con una armadura roja. Ed Bloom (Ewan McGregor/Albert Finney) trata de construir su día a día a base de historias fantásticas, para ahuyentar al fracaso y mantener los lazos afectivos con su hijo, Will (Billy Crudup), en Big Fish (2003), de Tim Burton. Y Teddy Daniels (Leonardo DiCaprio) vive una realidad diferente, en el interior de su mente, para no enfrentarse al remordimiento y al sentimiento de culpa, tras un suceso demoledor con su esposa e hijos, en Shutter Island (2010), de Martin Scorsese. Así se ha ido alargando poco a poco un hilo cinematográfico de héroes ajenos a la realidad por diferentes motivos, que continúa en Víctor (Luis Callejo), el protagonista de En las estrellas (2018), de Zoe Berriatúa. Se trata de un hombre alcoholizado, que fue un técnico de efectos especiales de éxito (en sus momentos de gloria trabajó en películas con los americanos…). Vive de manera precaria junto con su hijo, Ingmar (Jorge Andreu). Ha creado una fantasía paralela para ambos que le sirve no solo para torear una realidad que le aplasta, sino para superar la pérdida de su esposa Ángela (Macarena Gómez), el suceso que supuso el principio de su declive. Su sentimiento de culpa y el fracaso les persiguen a todas partes.

Víctor alimenta un sueño con su hijo: rodarán una película que solucionará todos sus problemas. Es un empeño necesario para seguir aferrado a la vida. Como Parry, Víctor trata de superar un hecho traumático; al igual que Ed Bloom, intenta afianzar los lazos con su hijo; y como Teddy Daniels, huye del sentimiento de culpa que le provoca el fallecimiento de la esposa.

De este modo, en su segundo largometraje como director, Berriatúa apuesta por un «cine insólito», como señaló el pasado mes de diciembre durante el coloquio de Versión española, además de ofrecer un homenaje crepuscular al cine analógico. En las estrellas es una obra cinematográfica quizá con imperfecciones y no redonda del todo (deja escapar la riqueza que podrían haber tenido muchos de sus personajes secundarios), pero vuela libre, sin trabas; esconde mucha verdad, y la imaginación y creatividad campan por cada uno de sus fotogramas.

Huellas de cine

Es una de esas películas que no es fácil colgarle una etiqueta. ¿Apocalíptica? ¿Cine social? ¿Cine fantástico? ¿Ciencia ficción? ¿Cine de animación? ¿Comedia? ¿Tragicomedia?  ¿Melodrama? ¿Drama…? Más bien es todo a la vez, pero al servicio de una única historia: la de un padre y un hijo que se cuidan mutuamente y tienen como objetivo común que no les separen agentes externos (la directora del colegio de Ingmar, los servicios sociales, la tía Alicia…). El padre trata de seguir rodando, pase lo que pase, sus agónicas creaciones. Es como un Quijote, pero consciente de sus invenciones. E Ingmar es un niño que ha madurado antes de tiempo, pero necesita creer en el sueño del padre, para saber que no se va a quedar solo. Es como un Sancho: aun siendo consciente de la locura del caballero andante que tiene a su lado, la alienta, pues no quiere dejar de ser un niño.

Con estos dos personajes, Zoe Berriatúa continúa la estela de otros padres e hijos que se han cuidado en una pantalla de cine. Así, el niño protagonista viste, en varias secuencias, de forma similar a Jackie Coogan en El chico (1921), y no solo eso, sino que en un momento dado también Víctor ve en su viejo televisor una película de Chiquilín (como llamaban a Coogan en España). Ingmar no deja de cuidar a su padre a pesar de ser consciente de todas sus debilidades, tal y como les ocurría a otros niños en películas míticas: al Bruno, de El ladrón de bicicletas (1948), o a Addie, de Luna de papel (1973). Incluso el cartel de la película de Berriatúa tiene claras reminiscencias a esta última película. Es como si Ingmar, con su seriedad a cuestas (aunque con muchas ganas de continuar creyendo en la fantasía), arrastrara la huella de su nombre: como bien sabe se llama así por el director Ingmar Bergman, aquel que sabía sobre la belleza de la vida, pero también del sufrimiento humano.

Pero Berriatúa deja además un rastro claro en su película: que lleva el cine en las venas. Uno se puede entretener buscando un montón de referentes cinematográficos que hay repartidos por cada fotograma, pero también la convierte en una despedida a una manera de vivir y sentir el cine. Así En las estrellas no faltan las salas de cine, como negocios familiares, y como vestigios del pasado. Aparecen unos cines llamados Vertov, un nombre con esa alusión al séptimo arte como medio para atrapar la realidad y la verdad, el cine-ojo. Unas salas enormes vacías, con pantalla grande, que viven su lenta agonía.  Con su taquilla y taquillera, con su zona de «Visite nuestro bar» y con un almacén que esconde un montón de latas de películas de 35 mm.

El film también habla de ese cine creado por artesanos a los que no les hacía falta las nuevas tecnologías para crear un universo: los técnicos de efectos especiales, los que levantaban enormes decorados de cartón piedra, los que construían monstruos o manipulaban marionetas, o los que se las ingeniaban para hacer volar una alfombra mágica.

Zoe Berriatúa sitúa su historia en el año 2008, el principio no solo del apagón analógico, sino también de la crisis económica, social y política que llevaría a la pobreza a muchísimas familias, y de la que todavía se sigue arrastrando las consecuencias.  De esta manera, los dos personajes que serían protagonistas de una película de cine realista y social se hunden de lleno en un mundo ya perdido: el de las películas fantásticas de Melies o con efectos especiales a lo Ray Harryhausen.

Con la película imposible que Víctor cuenta a su hijo Ingmar, el antiguo técnico pretende enfrentarse a su fantasma más profundo. La culpa que siente por el suicidio de su esposa no le permite levantar cabeza.  Ángela siempre regresa para arrastrarlo a la caída. Puede aparecer entre bolsas de basura o en una bañera. Es una aparición etérea, como de mujer imposible, a veces con apariencia frágil de fantasma o de hada. Siempre está presente. Nunca se fue. Como una sirena, quiere arrastrar al amado. Y Víctor necesita que se vaya de su vida, pero no sabe cómo hacerlo. La ficción y su creatividad serán sus herramientas para curarse del trauma, para empezar a levantar cabeza. El cine y la creación como terapia, como medicina para curar heridas.

Huellas de una vida

Durante varias entrevistas y en el coloquio antes mencionado, Zoe Berriatúa ha dejado escapar las hebras de verdad que ha reflejado sobre los fotogramas. Cómo ha enriquecido sus personajes con emociones, recuerdos y vivencias que forman parte de él. Su vida ha estado siempre rodeada de cine, porque su padre es uno de los guardianes del cine analógico. Luciano Berriatúa no es solo el mayor experto y restaurador de la obra cinematográfica de Murnau del mundo, sino todo un amante del séptimo arte. Zoe ha recordado en diferentes intervenciones cómo su padre trataba de poner en pie cortometrajes y películas que nunca salían adelante, igual que le pasa al protagonista de En las estrellas.

Uno de los retos de la producción fue conseguir unos decorados abandonados en medio del campo, que son fundamentales en la última secuencia de la película. El director quería rememorar sus paseos infantiles con su padre a unos decorados abandonados que le marcaron, los de los estudios de Juan Piquer Simón. De modo que se las ingenió para crear ese recuerdo del pasado y plasmarlo en la pantalla. Para ello, localizó las ruinas romanas de Segóbriga, y llevó hasta allí piezas de decorados de otras películas, construyendo un espacio extraño y especial: unos decorados abandonados, como refugio mágico y lugar catártico donde los personajes encuentran un nuevo camino para seguir avanzando juntos.

Pero si hay algo que también está presente en esta película es el dolor, algo que tampoco faltaba en los fotogramas de la anterior película de Berriatúa, Los héroes del mal. Porque en su vivencia y pasión por el cine, también hay dolor. Dolor por esas películas imposibles, esos proyectos nunca alcanzados. Dolor por su andadura personal en el mundo del cine como actor infantil que le hizo sentirse en un momento dado como un juguete roto. Su difícil relación con el alcohol, que refleja en la dependencia de Víctor. Dolor por transitar la parte oscura de la vida. Por eso En las estrellas es una película con un tono triste, no solo por las vidas precarias de Víctor e Ingmar, la amargura de la tía Alicia o los personajes grises que acompañan las andanzas de los protagonistas (la trabajadora social, la directora del centro, los demás niños, los amigos de Víctor, el productor que le debe dinero…), sino también por los ojos y el rostro tremendamente afligido del fantasma de Ángela. La melancolía que todo lo envuelve es acompasada por las notas musicales de la partitura de Iván Palomares.

Quizá lo que atrapa al final de esta película imperfecta y libre, es que pese a ese dolor y esa tristeza que se percibe, también palpita la inocencia y la ilusión, que vuelan en un mundo fantástico, donde es posible que una lavadora o una nevera naveguen por el espacio, que un robot gigante alcance el fin del mundo, que exista un lugar en el que habita todo lo perdido o que cualquiera pueda perderse entre los decorados de películas olvidadas.

Tomado de: Insertos, Revista de cine

Tráiler del filme En las estrellas (España, 2018) de Zoe Berriatúa

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Bellos y malvados en el Hollywood dorado (+Video)

Cautivos del mal (The Bad and the Beautiful, Estados Unidos, 1952) de Vincente Minnelli

Por Irene Bullock

Cautivos del mal (The Bad and the Beautiful, Estados Unidos, 1952) comienza con un plano detalle de un teléfono que suena, y, precisamente, toda la historia se articula a través de la espera de una llamada desde París. El teléfono se convierte en el hilo conductor de la película; de hecho, la última imagen nos muestra a tres personajes escuchando alrededor de un único auricular. Y ¿quién está siempre detrás del hilo telefónico?: el productor Jonathan Shields (Kirk Douglas), el protagonista de una de las películas más reveladoras de la temática del cine dentro del cine, casi un valioso documental de la época dorada de Hollywood, con todas sus contradicciones.

Si Ciudadano Kane (1941) de Orson Welles nos desveló desde varios puntos de vista la figura de un magnate de la prensa, sobre todo sus sombras, la película de Vincente Minnelli hace lo mismo con un productor de cine. No es ninguna locura nombrar la película de Welles, pues tanto en aquella como en la de Minnelli, había un hombre detrás de ambos proyectos: el productor y actor John Houseman. Además, hay varias similitudes entre ambas películas, como el empleo de flashbacks a la hora de reconstruir la vida de un personaje. De alguna manera, Houseman era de ese tipo de productores que reivindicaban el oficio: personas que amaban el cine con pasión y que dejaban su impronta, su firma, en el proceso creativo, porque eran capaces de sacar adelante la pieza cinematográfica que dirigían, surgiendo lo heroico y tiránico de sus personalidades. Era muy parecido al productor reflejado en pantalla

Una forma de ver Cautivos del mal consiste en dejarse llevar por todas las referencias que se manejan en la película, pues esta es, sin duda alguna, todo un canto al Hollywood clásico (tanto por los hechos del relato como por la forma de plantearlo). Muchos de los implicados conocían muy bien el mundo del cine: Minnelli, Houseman y también el guionista Charles Schnee. El origen del proyecto es curioso. La idea surgió de un relato del escritor y periodista George Bradshaw, Tribute to a Bad Man, en donde se contaba la historia de un productor teatral que trataba de justificar su mal comportamiento con un actor, un escritor y un director. Cuando el proyecto llegó a manos de Houseman, este decidió trasladar el relato al mundo del cine, pues el éxito de Eva al desnudo (1950), ambientada en el universo del teatro, todavía era demasiado reciente. A partir de ahí, cada personaje o las situaciones que se plantean en la película son, en realidad, todo un anecdotario de un ambiente que conocían muy bien sus creadores.

Uno de los grandes aciertos de Cautivos del mal es la personalidad contradictoria de Jonathan Shields, un hombre ambicioso capaz de pisar a sus colaboradores más cercanos; un tipo manipulador, traicionero, embaucador, depresivo, autodestructivo… pero también un hombre apasionado, trabajador incansable y comprometido con cada uno de sus proyectos, alguien capaz de sacar lo mejor de sus colaboradores y de trabajar en equipo para el bien de la obra que produce. En definitiva, un hueso duro de roer con una energía inagotable, capaz de transmitir entusiasmo por cada una de sus ideas, aunque también crítico con su trabajo. Jonathan Shields podría ser uno de los muchos productores que existieron en el viejo Hollywood, enamorados de las películas, jefes imprevisibles y comprometidos con aquellas obras en las que creían y, a la vez, individuos con personalidades explosivas que podían volver locos a los que les rodeaban. De esta manera, aunque Cautivos del mal deje ver el lado oscuro de Hollywood, también pone el foco en el romanticismo latente de una profesión vocacional en la que, si uno se entrega, ya está atado para siempre a ella.

Regreso al pasado

La narración de la trayectoria vital y laboral de Jonathan Shields, no solo encuentra una estructura eficaz, a través de un teléfono y de la espera de una llamada, sino que aborda la complejidad del protagonista a través de tres miradas distintas, que corresponden a tres personajes fundamentales que han tenido una serie de vivencias con él. Para mostrar estos puntos de vista, Minnelli emplea a la perfección el recurso del flashback y las voces en off en primera persona.

El recuerdo del pasado nace ante la espera de una llamada y de la decisión que deben tomar los tres: embarcarse o no con Jonathan Shields en un nuevo proyecto cinematográfico. Después de fracasar estrepitosamente con una película y arruinarse, Shields, tras dos años sin trabajar, quiere ponerse en marcha otra vez. Pero para sacar adelante su obra necesita que sus antiguos colaboradores, que ahora triunfan, se comprometan de lleno. Son el director Fred Amiel (Barry Sullivan), la estrella Georgia Lorrison (Lana Turner) y el escritor y guionista James Lee Bartlow (Dick Powell).

En cada uno de los tres flashback quedan patentes las múltiples caras del personaje. También cómo la relación laboral con el productor saca lo mejor de ellos, además de transmitirles el amor y el placer por la profesión. De alguna manera, los tres salen ganando y su camino queda trazado, pese a la traición, el daño y el abandono que sienten una vez que Shields logra sus objetivos. El director vive con dolor que este traicionara su amistad al apoderarse de un proyecto común y le quitara de en medio sin miramiento; la estrella sufrió una pérdida de confianza al constatar de la manera más cruel que jamás iban a ser una pareja sentimental; y el guionista descubrió, en un día al que al productor todo le salía mal, que este quería alejarle conscientemente de la influencia de su esposa para que se sentara y escribiese un buen guion.

Minnelli, un buen narrador

Vincente Minnelli suele ser recordado por sus musicales, que alcanzaron una excelencia especial: no hay más que echar hoy día un vistazo a la atemporal Melodías de Broadway, (1955). Pero mostró también versatilidad como realizador en melodramas, dramas y comedias. Es un director con un gran dominio del lenguaje cinematográfico, y lo demostró en todos los géneros que tocó. Minnelli siempre hizo «bailar» elegantemente a la cámara y dotó a sus historias de un ritmo que arrastra al espectador hasta el final. En Cautivos del mal, además, se constata el interés que siempre tuvo por la psicología humana, como demuestran la complejidad y los matices con los que construye a sus personajes, algo que se vislumbró más en sus melodramas. Y, asimismo, la película es toda una lección sobre cómo rodar una buena secuencia o cómo presentar a un personaje.

No hay más que echar un vistazo a cada segmento para encontrar secuencias que se quedan grabadas en el recuerdo y que son ejemplo de una narración a través de las imágenes. En el primer flashback, cuando el director y el productor se sientan en una sala y piensan en cómo rodar una película de miedo sobre unos hombres gatos, Shields apaga la luz de la sala y solo enciende una lámpara, que genera sombras y da pie a una lluvia de ideas sobre cómo mostrar sutilmente la presencia de estos seres fantásticos. La secuencia es toda una lección de cómo sugerir es mejor que enseñar. Otro ejemplo: en el segundo flashback, cuando la actriz rueda la última secuencia de la película en la que están ambos implicados, la cámara va recorriendo a todos los profesionales del plató, extasiados con el momento, hasta llegar al último técnico de iluminación, que está subido en una torre…  Y, por último, un momento fugaz en el último segmento, pero de una fuerza tremenda, cuando el escritor se da cuenta de que Shields es el culpable de su desgracia: en un plano medio, el escritor está en primer término, y vemos que Shields se ha metido en una habitación del fondo; no se le ve, solo se le oye hablar y que está recogiendo; de pronto mete la pata con algo que dice, y el silencio llena toda la secuencia;  entonces vemos el cambio producido en el rostro del escritor, y a Shields saliendo lentamente del cuarto… No hace falta más para un clímax.

En Cautivos del mal la construcción de los personajes es perfecta, pues no solo no hay ninguno que sea plano, sino que comprendes cada una de sus reacciones.  Al personaje protagonista solo lo conocemos a través de la mirada de los otros. Cuando aparece por primera vez Georgia, se encuentra en una casa prácticamente en ruinas y solo le vemos las piernas y le escuchamos la voz, un modo muy expresivo de decirnos que es una mujer que se quiere muy poco. De la esposa del escritor, una pizpireta dama sureña llamada Rosemary (Gloria Grahame), solo se nos proporciona unas medidas pinceladas de su personalidad, y con ellas se dibuja toda su vida y queda más desgarrador su trágico final. De hecho, su marido gana el Pulitzer con una novela inspirada en ella, y no nos extraña nada.

Incluso, hay dos personajes ausentes de los que sabemos mucho con tan solo unos pocos detalles que denotan su poderosa presencia: los padres de Jonathan y de Georgia.  Una caricatura, una jarra de cerveza con un escudo y varias fotografías son suficientes para construir sus personalidades, y también aportan información las estancias que habitaron (una casa en ruinas) o los objetos que sus hijos colocan en auténticos altares. El padre de Jonathan es un productor todopoderoso y odiado en Hollywood, tanto que su hijo tiene que pagar a los asistentes a su entierro; y el padre de Georgia es un carismático actor con una personalidad arrolladora, que anula a su hija a pesar de ya no estar presente. No es de extrañar que tanto Jonathan como Georgia conecten, y se respeten a pesar de su ruptura personal, pues entienden ambos lo que es tener unos padres con tanta presencia. Saben lo que marca.

Minnelli también cuidaba las reacciones de los personajes y su representación. Por ejemplo, la manera en que escenifica un ataque de nervios, con una Georgia fuera de sí en el volante de un coche. Curiosamente esta excesiva y magnífica secuencia habría de dialogar con otra similar, también de un ataque de nervios en un coche, en otra película del director. Diez años después Vincente Minnelli rodó Dos semanas en otra ciudad (1962), otra cinta sobre el mundo del cine, también con Kirk Douglas como protagonista, como comentamos en esta sección.

En busca de referencias cinematográficas

Pero si algo apasiona del análisis de Cautivos del mal es navegar por sus referencias cinematográficas e ir descubriendo las personalidades mezcladas que van modelando a cada uno de los personajes, o buscar otras influencias menos evidentes, pero de alguna manera apasionantes. Por ejemplo, su título en inglés es The Bad and the Beautiful, y es tremendamente similar al título de una novela de Francis Scott Fitzgerald, conocida como Hermosos y malditos (The Beautiful and Damned). Y es que el espíritu de Scott Fitzgerald está presente en cada uno de los fotogramas de Cautivos del mal. Por otra parte, este escritor tuvo una amarga experiencia como guionista, algo reflejado (con más suavidad) en el personaje de James Lee Bartlow. Su visión de un Hollywood dorado y de la figura de un complejo productor se encuentra en una maravillosa novela inacabada, El último magnate.

Si Scott Fitzgerald se inspiraba en Irving Thalberg, otro de los productores-autores de Hollywood, el Jonathan Shields de Cautivos del mal comparte muchos rasgos a pinceladas de otros profesionales del sector. En él hay huellas de un productor independiente de personalidad arrolladora, David O. Selznick. Y en la escena clave sobre cómo filmar el miedo, donde se demuestra el poder de la sugerencia, el director Fred Amiel y el productor Jonathan Shields parece que están emulando un momento verídico entre Jacques Tourneur y Van Lewton, siendo este último otro ejemplo de productor-autor. Además, este flashback es todo un homenaje al cine de serie B como escuela de grandes cineastas. En último lugar, podríamos pensar que el tiránico productor que fue el padre de Jonathan quizá esté inspirado en Harry Cohn, dueño y señor de Columbia Pictures.

Por otro lado, la historia de Georgia y su padre fallecido tiene cierto parecido a una historia muy real: la de John Barrymore (muchas de las fotografías que aparecen en el altar que ha montado Georgia en su cuarto son una mezcla entre John Barrymore y Douglas Fairbanks) y su hija Diana; un relato de gente carismática, alcoholismo, suicidio y muerte. Solo que Diana no tuvo tan buena suerte como la de Georgia. Y, por otra parte, en la vulnerabilidad y dependencia emocional del personaje de Lana Turner pueden verse características de Judy Garland, la ya exesposa de Minnelli cuando se estrenó la película.

En diversos personajes secundarios se aprecian inspiraciones directas. El director con el que Shields traiciona a su amigo tiene aires de Fritz Lang. Y uno de los realizadores y su asistente con los que discute Jonathan son una sombra de Alfred Hitchcock y Alma Reville.

No hace falta poner más nombres, uno puede jugar a imaginar, en el momento de estrenarse la película, ¿cuántos productores ejecutivos no se verían reflejados en Harry Pebbel (Walter Pidgeon)? ¿Cuántos se sentirían identificados y entenderían perfectamente al director Fred Amiel? ¿O cuántos escritores no solo reconocerían como propia la ironía del personaje de Dick Powell, sino que sabrían lo que significaba la perversión de sus ideales literarios? ¿Cuál de todos los actores condenados a ser latin lovers se vería representado en Gaucho (un estupendo Gilbert Roland)?

Cautivos del mal es un viaje al corazón del Hollywood dorado, a un mundo de traiciones y puñaladas, pero también a un espacio donde estaba presente un romanticismo extremo y donde era posible un amor profundo hacia la profesión y una fe enorme capaz de realizar buenas películas.

Tomado de: Revista de Cine Insertos

Tráiler del filme Cautivos del mal (The Bad and the Beautiful, Estados Unidos, 1952) de Vincente Minnelli

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