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Malasaña 32 (+Tráiler)

Malasaña 32 (2020)); de Albert Pintó

Por Javier Osuna Jara

Hay algo que me rechina sistemáticamente de cierto cine español contemporáneo —normalmente producido por alguna de las grandes corporaciones audiovisuales, destinado a audiencias masivas y casi moldeadas por la misma cadena de montaje— y es el diseño de las casas donde viven los personajes. Casoplones con ventanales infinitos que muestran jardines perfectos; cocinas que parecen el plató de un reallity, cuartos de baño en los que se puede jugar un partido de fútbol. Mármol, madera, cristales de alta gama, muebles de diseño, electrodomésticos de anuncio, dobles alturas, domótica, metros cuadrados hasta donde alcanza la vista y, lo peor: ni una sola persiana. ¿Saben los que fabrican «este» cine dónde vivimos los españoles? Quizás sí y esto solo obedece a esa suerte de tendencia subterránea de las cinematografías dominantes a ser incapaces de contar una historia —que no sea marcadamente social o hable directamente de algún tipo de marginación o pobreza— ambientada en algo que no sea el ecosistema de la clase alta.

Sea como fuere, existe la excepción a esta norma. Existe un cine español abiertamente dirigido al gran público que ha entendido que puede nutrirse de los espacios locales, conocidos, sin necesidad de «americanizarlos». Seguramente los mejores ejemplos de esta idea son Jaume Balagueró y Paco Plaza —aunque no estaría de más citar La comunidad (Álex de la Iglesia, 2000) como matriz— que, con sus películas (Rec (2007), Mientras duermes (2011) o Verónica (2017), han conseguido darle la vuelta al imaginario terrorífico de las casas encantadas, entendiendo que esos edificios decimonónicos que envejecen en nuestras grandes ciudades tienen tanto o más potencial narrativo y misterioso que un casoplón victoriano en mitad de Kansas. O, por lo menos, son más cercanos a nuestra experiencia: soy incapaz de entrar de noche en un edificio antiguo del Eixample sin, por lo menos, acordarme de Rec.

A esta corriente de espacios patrios encantados se adscribe claramente Malasaña 32 (Albert Pintó, 2020), en la que una familia de tantas que dejó el campo por la capital en la España de los setenta, va a parar a un piso de turbio pasado. A partir de aquí no es difícil suponer que la familia deberá enfrentarse a una presencia maligna que nunca abandonó la casa y que quiere algo que ellos tienen. Apariciones de sopetón, objetos que se mueven solos, cuadros que persiguen con la mirada, mensajes extraños y, sobre todo, efectos de sonido a un volumen altísimo, son los encargados de generar sustos y sobresaltos que, sin embargo, no llegan a cuajar en una sensación de miedo, tensión o siquiera suspense.

Quizás es la dirección de arte lo que más cerca está de conseguir generar una atmósfera de tensión: el vestuario de los personajes —los vestidos veraniegos y coloridos de Amparo, que la señalan desde el principio como un elemento extraño entre tanta oscuridad—, los suelos de madera oscurecida y crepitante, las paredes cubiertas de un papel absolutamente ennegrecido, los muebles de otra época o la instalación eléctrica chisporroteante e ineficaz. Detalles que, aunque seguramente sean lo más positivo y cuidado de la película, tampoco consiguen escapar de cierto imaginario tópico y dotar a la cinta de un carácter propio que la destaque.

Irónicamente, este es el mayor problema al que se enfrenta Malasaña 32, el mismo que sufren los Olmedo en su nuevo hogar: pretende hacer suyo un espacio pensado, construido, decorado, amueblado y habitado por otros cuya presencia se manifiesta a cada momento. El uso de las herramientas habituales del género se abusa hasta el cliché, dejando la originalidad y la capacidad de sorpresa reducidas a un giro de guión bastante efectista y a un final que es cualquier cosa.

Por cierto, lo realmente terrorífico de la película es cómo la familia tiene que seguir adelante, pagar su hipoteca y fichar puntuales en el trabajo, porque la rueda no espera a nadie y un trauma familiar de proporciones sobrenaturales no es excusa para dejar de producir. Eso sí que es aterrador, pero, me temo, ya será en otra película.

Tomado de: http://contrapicado.net

Tráiler del filme Malasaña 32 (2020)); de Albert Pintó

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Notas gráficas de la semana, No 3. del 2020

Ahmed Falah (Noruega)

Por Octavio Fraga Guerra

Los brutales incendios producidos en Australia en estas dos últimas semanas, en el que han muerto mil millones de animales, y más de una veintena de personas, merece la portada de las Notas gráficas de CineReverso. El noruego Ahmed Falah lo resuelve con un dramatismo condensado, desde la geografía, pintando los colores del siniestro. La brutalidad de los genocidas israelies, la gráfica que interpreta el capitalismo y el colombianismo, son parte de esta edición número 3. Los condenables comportamientos de los curas pederastas, se incluyen en los temas de este espacio, más tres apuntes sobre cineastas de talla mundial. Otros capítulos temáticos se incorporan a esta selección.

Anthony Garner (España)

Arcadio (Costa Rica)

Bilal Zulfiqar Abidin (Indonesia)

Bruno Munier (Francia)

Bruno Munier (Francia)

Dario Castillejos (México)

Dario Castillejos (México)

Gurbuz Dogan Eksioglu (Turquía)

Jilet Koestana (Indonesia)

Hossein Rahimkhani (Irán)

Josef Prchal (República Checa)

Kike (Puerto Rico)

MORO (Cuba)

MORO (Cuba)

NEMØ (Canadá)

Ramses Morales Izquierdo (Cuba)

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Texto inédito de Tina Modotti sobre el asesinato de Julio Antonio Mella

Julio Antonio Mella y Tina Modotti

Por Tina Modotti

Mella ha sido uno de los dirigentes más destacados del movimiento revolucionario de América Latina. Cubano de nacimiento empezó su actividad en el movimiento revolucionario organizando a los estudiantes en asociaciones de izquierda. Gracias a él se creó en Cuba una Universidad Popular para los obreros. Poco después comprendió que su mejor servicio para la causa revolucionaria sería dedicar todo su saber, todas sus capacidades, a las luchas políticas y económicas del proletariado. Fue uno de los fundadores del Partido Comunista de Cuba y uno de los dirigentes más prestigiosos del movimiento antiimperialista latinoamericano.

En diciembre de 1925, cuando ya estaba en el poder Machado, el actual dictador sangriento y agente de Wall Street, Mella fue encarcelado y empezó una huelga de hambre que duró 21 días. Del punto de vista de la agitación y como forma de protesta, esta huelga de hambre fue una de las más eficaces jamás realizadas en algún país. En la medida que pasaban los días y empeoró la condición física de Mella, poniendo en peligro su vida, reinó una tremenda tensión no sólo en la población de Cuba, sino que en todo el continente americano y también en otros países. La presión de las masas fue tan grande que el presidente Machado se vio obligado a ceder y a liberar a Mella.

Pero muy pronto, cuando Mella se había recuperado, empezó la persecución contra él. Machado buscaba venganza por su derrota. Hubo varios atentados contra la vida de Mella y él se vio obligado a abandonar Cuba. Se fue a México donde empezó inmediatamente a participar en el movimiento revolucionario de aquel país. Dedicó todo su tiempo a la causa de los obreros revolucionarios, organizó a los emigrados políticos cubanos que vivían en México, fundó un periódico para los obreros cubanos que llegó por vías ilegales a Cuba, llevó a cabo la lucha contra el imperialismo estadounidense en América Latina, dirigió el trabajo de otros grupos de emigrados políticos cubanos que vivían en otros países, fue activo en el Sindicato Rojo de México y fue un colaborador activo de la sección mexicana del S. R. I

El 10 de enero de 1929, cuando salió de la sede del Socorro Rojo en la ciudad de México, a las nueve de la noche y a dos cuadras de su casa, recibió unos balazos y murió dos horas más tarde. Antes de morir nombró al presidente Machado como responsable de este asesinato y pronunció el nombre de la persona de la cual sospechaba que fuera el ejecutor del crimen.

La sección mexicana del Socorro Rojo empezó en seguida con las investigaciones y pudo encontrar pruebas concretas: de hecho, el presidente Machado había enviado a dos pistoleros profesionales de La Habana a la ciudad de México para que cometieran el crimen, y uno de los responsables principales de la policía mexicana que había viajado dos semanas antes a La Habana sería un cómplice importante de este asesinato. Incluso había existido un acuerdo entre el Embajador de Cuba y el gobierno de México.

El Socorro Rojo mexicano, el Partido Comunista mexicano, los sindicatos, las organizaciones estudiantiles de izquierda, las organizaciones de los obreros e incluso abogados y políticos famosos exigieron que se hiciera justicia. Durante varias semanas el Gobierno de México recibió protestas de todo el mundo y declaró hipócritamente, por boca de la policía, que México no descansaría hasta que se aclare el asunto. Las exigencias más importantes fueron las siguientes: Arresto y castigo de varios cubanos residentes en México inculpados por Mella antes de su muerte, dimisión de Valente Quintana de su puesto y ruptura de las relaciones diplomáticas con el gobierno de Machado.

Sin embargo ¿qué pasó? El único cubano arrestado por la policía, el organizador técnico del crimen, fue puesto en libertad, después de algunas semanas, por falta de pruebas. Valente Quintana no fue despedido, sino que fue nombrado Jefe de la Policía Central de México (sin duda para premiarlo por su participación en el crimen), y todas las manifestaciones de protesta de las masas mexicanas fueron saboteadas y atacadas por la policía.

En lo que se refiere a la prensa burguesa y al gobierno mexicano, poco a poco el caso desapareció del primer plano y sólo el Socorro Rojo y las demás organizaciones revolucionarias insistieron en sus denuncias incansables, dirigidas contra Machado y los cómplices del gobierno mexicano. Cada año, el 10 de enero es, en todo el continente americano, el “Día de Mella”, y también este año ya se han hecho preparativos para el tercer aniversario de su asesinato, y hace poco aparecieron algunas declaraciones públicas sensacionales en torno al asesinato.

Una mujer, la esposa de un cubano que pertenecía a los círculos criminales, quería vengarse de su marido que había amenazado de asesinarla. El 3 de noviembre ella llamó la policía y contó con lujo de detalles cómo había sido asesinado Mella. Acusó a su esposo de haber sido el asesino. Todo lo que ella contó confirmó las acusaciones presentadas en el momento del crimen por el Socorro Rojo. Sus acusaciones fueron investigadas una tras otra y fueron confirmadas: un año más tarde, su marido había recibido de La Habana una suma de dinero que había sacado de una cierta banca en México (el precio que se le pagó por el crimen). Se demostró también que después del crimen el asesino había encontrado refugio en la casa de otro cubano, aquel José Magriñát inculpado por Mella poco antes de morir. Ahora el asesino se encuentra en la cárcel y aparecieron varios testigos que confirman las acusaciones pronunciadas por la esposa del asesino.

La sección mexicana del S. R. I pidió a las autoridades mexicanas que incluyera tres de sus representantes en las investigaciones, pero el gobierno fascista de México rechazó de manera tajante esa petición.

Esta es otra prueba de la complicidad del gobierno mexicano en el asesinato planificado por el dictador cubano, Machado. En vez de castigar a José Magriñát, el organizador técnico del crimen, el gobierno mexicano lo dejó libre y lo protegió, haciéndolo acompañar al puerto más vecino donde tomó una nave que iba a Cuba. Sin duda, el ejecutor material del crimen recibirá la misma protección. Dentro de algunas semanas, la prensa burguesa corrompida hablará nuevamente del caso, pero se dará cualquier tipo de ayuda al asesino para que pueda escapar a la venganza del proletariado mexicano. Este proletariado nunca olvidará que Mella ha muerto por la causa revolucionaria internacional.

Este año, el tercer aniversario de su muerte tendrá un nuevo significado; ofrecerá a todas las secciones del S. R. I la posibilidad de demostrar una vez más y con nuevas pruebas la hipocresía de la “justicia” burguesa.

Tomado de: http://www.lajiribilla.cu

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Guiños y trampas semióticas en los discursos audiovisuales sobre el narcotráfico

El Chapo, una serie de Netflix

Por Tanius Karam

La literatura académica sobre las producciones impresas, sonoras y audiovisuales del narcotráfico ha sido muy diversa pero contradictoria, desigual. Esa especie de ecología mediática en torno al narcotráfico es dispersa, la definimos como un conjunto de prácticas significativas y discursivas con distintos objetivos y efectos aun cuando parte de la investigación es identificar las regularidades y algunos de sus mecanismos semiótico-discursivos más frecuentes.

Contra lo que pudiera parecer, la producción audiovisual sobre narcotráfico tiene muchos años en las industrias del cine, la televisión y la música. La razón, simple: el crimen, la sangre, lo sórdido y lo oscuro siempre han sido un motivo que interesan a las industrias del entretenimiento y es fuente de los relatos más espectaculares; por ello, la novedad no es la existencia de series o relatos de sangre o el tipo de violencia, la proliferación de oferta, y las características de la ecología mediática contemporánea caracterizada por su vertiginosidad, intertextualidad y tecnificación. La abundancia permite explicar que en esta ecología encontremos materiales muy desiguales en su tratamiento, calidad técnica, verosimilitud y abordaje.

Un primer rasgo de esta ecología es algo que ha estudiado Fernando Escalante (El crimen como realidad y representación, 2012), el sentido del narcotráfico asociado y vinculado a otros temas como «crimen organizado», «violencia», «corrupción», «inseguridad», términos todos ellos que pueden usarse indistintamente e intercambiarse al grado que sus fronteras semánticas son prácticamente inexistentes. Las explicaciones de los hechos sociales derivados de combinar estos términos generan respuestas aparentemente claras y fáciles de repetir: «la acción del crimen genera violencia», «la base de todo es la corrupción», «los malos son los narcotraficantes y el estado es «el bueno», «la inseguridad es producto de los narcotraficantes que se matan entre ellos» y demás traducciones interpretativas. Empero, un primer asunto que aborda Escalante en su ensayo es la reiterada construcción del narcotraficante o el criminal como ese «Gran Enemigo». Dicha operación es necesaria para ajustarse a los fines ideológicos oficiales y normativos del discurso social sobre el narcotráfico, por ello relatos audiovisuales acaban confirmando esa estratagema fundamental de la narrativa oficial sobre lo «perverso», lo «poderoso» del narcotraficante y cuya figura más anticlimática ahora sea el detenido en Nueva York, Joaquín «El Chapo» Guzmán, uno de cuyos primeros temas de discusión, a partir de las declaraciones de un testigo protegido (su otro aliado el «Rey» Zambada), fue saber si era tan poderoso como decían o no.

El que el Estado divulgue la imagen de que libra una dura batalla contra un Gran Enemigo facilita dos operaciones básicas fundamentales de todo discurso ideológico: legitimar la inversión de fuerza para contrarrestar al peligroso enemigo; y justificar la continuidad del conflicto en tanto es difícil enfrentar a un supuesto «enemigo todopoderoso». Ello también facilita la justificación para militarizar la seguridad, así como difundir cualquier tipo de discurso del miedo, el rompimiento a los debidos procesos judiciales, etc.

En estas dos primeras décadas del siglo, el televidente mexicano y un poco el hispano asiste a una especie de «narco-semiosis» —si se nos permite el término— en la oferta de consumo y entretenimiento. Este entorno se traduce en distintos «regímenes de representación» que va de los relatos oficiales, a películas y documentales; de la extensa ensayística académica a la llamada «literatura sobre el narcotráfico»; de artistas plásticos que han metaforizado motivos sobre el narcotráfico hasta blogs con imágenes aterradoras de decapitaciones y asesinatos.

A nivel de secundidad, esta «narco-semiosis» puede ser vista como un fenómeno sobre todo muy gelatinoso y movedizo cuyo principio, en parte, es la intercambiabilidad con otros asuntos que históricamente han sido materia prima para la sociedad del espectáculo.

Todo mundo cree saber algo sobre narcotráfico: cualquier transeúnte puede hablar del «Chapo» Guzmán o los Hermanos Arellano Félix, los «Zetas» o el ahora novedoso «Cartel Jalisco Nueva Generación»; repetir más o menos el conflicto debido a que luchan por la «plaza», la historia de las rutas del trasiego y de los gustos excéntricos de los narcotraficantes. Información aislada, imprecisa y poco clara que se encuentra en la base de interpretaciones igualmente generales y que guarda distancia total a una comprensión más precisa sobre la geopolítica del negocio, del uso de políticas punitivas basadas en el uso de la fuerza, pero no de la intervención financiera (lavado de dinero, confiscación de cuentas, etc.), del valor estratégico que ha tenido el narcotráfico dentro de la expansión del capitalismo neoliberal, o de la relación existente entre la supuesta «guerra contra el narcotráfico» y el desplazamiento de comunidades y la depredación de los recursos naturales justo en aquellas zonas que se han visto más castigadas y donde el Estado justifica su intervención más directa y violenta.

Podemos asociar la idea de una «terceridad» con los efectos sígnicos derivados de la desinformación y confusión. En un primer momento catarsis de las audiencias que asisten a versiones estandarizadas sobre el narcotráfico; narrativas que coadyuvan a la desmovilización social en el sentido que las películas, series y telenovelas son relatos donde la sociedad civil en lo general y las víctimas en lo particular aparecen completamente invisibilizadas; esta sociedad es solamente espectadora pasiva de una guerra de «buenos» (supuestamente los representantes del Estado) contra «malos» (los narcotraficantes) y en donde en cambio asistimos a una presentación glamorosa, extravagante y espectacular de los grandes capos, policías corruptos o personajes que son capaces de santiguarse mientras descuartizan a alguien, lo que forma también un componente de esa narrativa posmoderna de extrema relatividad moral de las narco narrativas.

El narcotráfico así, para usar un viejo término de la semiótica de Umberto Eco, se hipercodifica, reduce a lo básico las explicaciones sobre el negocio del narcotráfico y su funcionalidad dentro del narco estado neoliberal; en cambio ofrece la posibilidad de que todo mundo formule explicaciones simples y fundamentales que le dan la impresión a cualquiera de comprender el problema: «la violencia se da por la lucha entre grupos», «el objetivo de los grupos es tener el control de la plaza», «la violencia es por la malignidad individual de los narcotraficantes» y demás verdades a medias que, como bien enseñó el histórico ministro de propaganda del nazismo Joseph Goebbels, a fuerza de repetirse, se convierten en verdad.

¿Por qué a pesar de estas dificultades y problemas siguen siendo tan exitosas y difundidas series y telenovelas sobre narcotráfico? Ya mencionamos el primer hecho de una ilusión a la comprensión de los hechos, pero habría que añadir que telenovelas y series también dan la impresión de ejercer una crítica más abierta y descarnada contra algún presidente, ministro o cualquier diputado, caracterizado con montaje, maquillaje y actores que simulan parecerse a los personajes reales, lo que cualquier televidente mínimamente informado puede reconocer.

Estas narrativas quizá ofrecen la oportunidad de acceder a la historia contemporánea a través del melodrama y la acción como nunca antes se presentó en la televisión abierta. Estas series y telenovelas lo hacen a partir de un traslape de géneros: telenovelas con sus escenas tradicionales de lagrimeo pero que ofrecen también llamativas escenas de acción y persecuciones en helicóptero; series de narcos que incluyen escenas con besos, súplicas de una madre a su hijo, así que en lugar de Los ricos también lloran (título de una de las telenovelas mexicanas más exitosas) algunas de estas telenovelas podrían llamarse Los narcos también lloran.

Sirva a guisa de ejemplo entre muchos: el «malo» de la narco telenovela colombiana El cartel de los sapos Milton Jiménez alias «Cabo», en una escena de la segunda temporada, conmina sentidamente a su único hijo «Milton de Jesús» —quien representa a ese joven prepotente, irresponsable e impulsivo— a que sea «gente de bien», el hijo mismo sorprende el ánimo de su padre diciéndole que mejor se ponga a estudiar, que no haga lo que él hizo, etc. Resulta poco creíble que el sanguinario y despiadado «Cabo» asuma súbitamente el rol de una figura paterna (inexistente como tal cabe decir) y repite consejos al hijo que anda «en malos pasos»; además ello lo hace dentro de los códigos sentimentales (música particular de fondo, close up, voz entrecortada) que solo la telenovela sabe llevar como la historia de su éxito durante más de medio siglo ha marcado.

Algo que se ha comentado mucho de estos seriales es la labor de apología (voluntaria e involuntaria) que realizan. Así como otras películas de policías y ladrones podían hacer atractivo al agente de la justicia, o a algún incorruptible fiscal, este lugar es ocupado ahora por los «simpáticos» y glamorosos narcotraficantes. Los personajes centrales de estas series acaban erigiéndose como una especie de «héroe» y resultan atractivos porque se construyen desde el self made man: hombre con objetivos, con visión de empresario y por tanto con estatuto de legitimidad dentro del neoliberalismo en el cual se inserta. Personajes ajustados a los códigos convencionales de cualquier melodrama. Ello hace compresible cómo se restituye la presunta deshumanización del que, eventualmente, pueden ser objeto en el discurso oficial o periodístico, para ser a través de la ficción y el drama como sujetos comunes y corrientes que tienen dificultades y problemas como cualquier persona, e incluso son sujetos de viles traiciones como el caso de la versión de El Chapo en la serie de Netflix, quien al final de la primera temporada es objeto de una «traición» por parte de las autoridades en Guatemala (le entregan cuando supuestamente se sentarían a negociar) y ya en una cárcel mexicana es objeto de excesivas vejaciones.

Terminamos señalando una serie de trampas semióticas que emergen de la relación entre apología de los personajes y supuesta condena social por dedicarse al narcotráfico, trampa generada por el reducido espectro de los seriales. Trampa de la presencia femenina en seriales, películas y sobre todo en los famosos «narco-corridos» de una presunta mujer empoderada» y «contra-hegemónica» cuya realidad es que reproduce una visión hipersexualizada del imaginario masculino, convencional, machista y patriarcal.

En suma, la trampa de las industrias de entretenimiento que exitosamente hacen creer a la audiencia que asiste a algo más directo, más nuevo, «más real», cuando en realidad asistimos a la actualización de fórmulas usadas por la sociedad del espectáculo desde la época de la «cultura de masas» y donde quizá la principal novedad sea la ecología tecnológica, algunos signos del lenguaje (proferir altisonancias y presentar sociolectos) o la ilusión de ejercer un tipo de crítica contra los políticos, tal vez como cualquier ciudadano soñaría con hacerlo y que estos seriales le presentan un escenario de posibilidad.

Tomado de: https://www.felsemiotica.com/revista-el-signo-invisible

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Julio García Espinosa. Palabras de Eusebio Leal Spengler

Julio García Espinosa. Premio Nacional de Cine en el 2004

Buenas tardes a todos. Y digo buenas, porque son buenas. Acabamos de asistir a un acto familiar. Y está la familia del corazón. La de la carne y la del espíritu. Quiero agradecerle mucho a Lola, por su confianza. Y por tantas cosas. Muy especialmente a Abel, a Roberto; sobre todo, a Armando, por su compañía. A July, a Humbertico, a Nené, que están con nosotros y que son la memoria de nuestra propia historia.

Hace sesenta y cuatro años exactamente, yo tenía un poquito más de 11 años, cuando buscando poder ganar algún sustento, descubrí que cerca de mi casa, en San Francisco 458, casi esquina a Valle, existía un taller de tapicería, con el nombre inmortal de Aspasia, la esposa de Pericles; compañera y consejera de Pericles.

Y, bueno, fui allí y me encontré con Humbertico. Humbertico fue el primero con el que tuve una discusión muy grande sobre temas de ideas. Yo cristiano, él comunista; parecía entonces aquello incompatible, y él, para vencer mi ignorancia, me entregó un bello libro, que se titula y se titulaba en aquel momento, Cómo el hombre se hizo gigante. Me dijo: «Léete esto». Me lo leí. Nos hicimos muy amigos. Ahí nació la amistad.

Poco después, cerca de allí, a una cuadra, vivían sus padres. Me parece verlos todavía, y también a su hermana, lindísima, que está con nosotros. Y resultó que entré al taller, con el más regañadientes de todos los tapiceros y el maestro más adusto, y más simpático. Teodoro Carrillo, al que todo el mundo le llamaba Lolo.

Y entonces, como en la escuela, me dijeron que Lolo tenía que ser mi maestro, para aprender la tapicería de los sofás-cama, que era la invención, la patente familiar. Uno tocaba el sofá y se abría mágicamente, se convertía en una cama espléndida. Lamentablemente, han desaparecido.

Resultó entonces, que como yo hablaba mucho, Lolo me dijo: «Un momento, para trabajar conmigo, no puedes hablar. Mira, toma». Y me dio un puñado de puntillas con una punta, como si fuera la cola del demonio. «Te llenas antes la boca de saliva y después que te llenas la boca de saliva, te las tienes que tirar así. Fíjate, no se puede caer fuera ninguna». Una cosa tremenda. Amasé aquello, si era posible. Metí, creo que cayeron una o dos. Dijo: «Y ahora, toma el martillo. El martillo tiene un imán, a partir de ahora, yo voy trazando la línea, y tú vas marcando las puntillas». Y así nació la amistad y el trabajo. Y nació la aproximación a esta familia.

De Julio, hablábamos como una leyenda, porque Julio estaba lejos y volvería, y como Nené, había inclinado toda su vocación al arte, uno en el cine, el otro en el diseño, y en todas las cualidades que a lo largo de los años desarrollaron, como actores, como hombres del mundo de cine.

Por eso, cuando desaparecieron sus padres, cuando desapareció el taller y empezó el torrente de la Revolución, todos estábamos en ella. Ellos, en primer término, por un derecho alcanzado, por creer en cosas en las que nadie creía, o casi nadie, excepto una vanguardia selecta y aguerrida que no admitía otra compañía que no fueran los que se entregaban enteramente a las ideas.

En aquella casa de trabajo, existía una noción de la justicia social. Pepe, el Contador, al que cerré los ojos, resultó que era un hombre de ideas y era también un pensador revolucionario a la escala de un obrero. Y me mostró muchas cosas, muchos caminos y me hizo heredero de sus cuadros. Era un pintor, un artista.

El tiempo pasó y un pájaro sobre la mar. Nació el ICAIC, vendrían los grandes sucesos de los cuales todos ustedes han sido partícipes y esos nombres han estado ligados para siempre a mi propia vida.

Me alegro en el día de hoy, de que, en este pequeño espacio, donde están tantos amigos reunidos, esté Julio. Pero él no está ahí. Hemos asistido solamente a cumplir con esa categoría que de vez en cuando se repite en la prensa, al anunciar un difunto: los restos mortales.

¿Qué quiere decir? Ahí solamente está lo que Lola depositó: las cenizas. Pero el inmenso amor que le prodigó en la vida, el acompañamiento a su obra intelectual, la convirtió en su primer admirador. Y junto a su familia, arroparon a Julio, hasta el último día de su vida.

Hombre de principios, de carácter fuerte, se encaró a dificultades y a problemas que supo vencer. Y formó, junto a Alfredo, a Tomás Gutiérrez Alea, a los que ya no están y están presentes, una obra para el cine cubano y para la cultura cubana, que existe más allá de nuestros propios deseos. Está implantada como parte de la historia de Cuba.

Es por eso, que un cementerio no es más que un lugar donde se coloca semilla, de ahí viene la palabra latina, semen, que tiene su realización perenne, en el momento en que uno crea, en compañía de otro, a una nueva criatura. Julio ha creado esa criatura. Más allá de lo que engendró de su sangre y de su carne, ha engendrado también una obra y compartido ese tiempo maravilloso del cual no nos podemos desprender.

Un día, conocí a un anciano, General del Ejército Libertador, era el último, casi…Y me dijo estas palabras: «Cuando se ha vivido una gran época, uno vive para siempre, prisionero de ella». Y es verdad, somos prisioneros de la época grande que nos tocó vivir.

Julio no admitiría flaquezas, ni desconsuelo, ni tristeza. Él fue de la fe inconmovible en que la única forma de perpetuarse, era a través de una obra. La obra está, él la hizo, ustedes la hicieron. Y por eso hoy, encanecida y difícil de reconocer a veces en el uno y en el otro, aparece la gran generación que ha sido protagonista.

Gracias a todos por venir a este acto. Es un acto festivo, no triste… Es un acto festivo, no triste. Porque se cumplió lo que el poeta señaló, el poeta Jorge Manrique, gran poeta de la lengua española, lo que señaló como un privilegio de los artistas.

Y es que él consideraba que había tres vidas: La vida humana, es esta. La vida infinita y la vida de la fama. Decía: La primera, es una realidad; la segunda, una certeza; y la tercera, solo le pertenece a los creadores. Dondequiera que esté, su obra será inmortal. Gracias, Julio, por haber contribuido a una obra grande y extraordinaria.

¿Cuál es esa obra? Cuba. Nuestra madre amantísima, la mayor, la que va delante; la que envuelve con sus alas y los aprieta, a todos los que sienten la cubanía, no la cubanidad, que es algo un poco más frágil y endeble. La cubanía, que es nacer, crecer y amar a Cuba, estando aquí o estando lejos. Muchas gracias.

Palabras pronunciadas por Eusebio Leal Splenger en la ceremonia de colocación de las cenizas de Julio García Espinosa, en el Jardín Madre Teresa de Calcuta del Convento de San Francisco de Asís, el día 15 de septiembre de 2016.

Tomado de: http://cubacine.cult.cu

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Renovación del cine cubano en variante retro e histórica (+Tráiler)

Cuba Libre (2015), de Jorge Luis Sánchez

Por Joel del Río

Exhibido en ocasión del Día de la Cultura Nacional el filme cubano Cuba Libre, tercer largometraje de ficción de Jorge Luis Sánchez (El Benny, Irremediablemente juntos), concursará en la muestra principal del próximo Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano, en diciembre. Cuba Libre hereda la notable tradición de reconstrucción histórica del cine cubano realizado por el ICAIC sobre todo en los años 70 y 80, una tradición cimentada a través de clásicos como La primera carga al machete (1969, Manuel Octavio Gómez), La última cena (1977, Tomás Gutiérrez Alea) o Un hombre de éxito (1986, Humberto Solás).

Sin embargo, el nuevo filme se distingue de la tradición anterior, en tanto se concentra en un momento histórico pocas veces abordado por nuestra cinematografía: el periodo cuando se decide el destino de la nación luego de la independencia conquistada de España y la reciente ocupación norteamericana. Y si bien la película es resultado de una profunda investigación del director y guionista, Cuba Libre está colmada de elementos tanto realistas y documentados, como de situaciones puramente de ficción. En ambos casos se recrea con cuidado el espíritu de la época, y se intenta que el filme a las tendencias del didactismo y la conferencia historiográfica.

Por más que parezca “sintonizada” con la realidad cubana posterior al 17 de diciembre de 2014, el guion de Cuba Libre fue escrito, según reconoció el director en conferencia de prensa, en 1998, y fue aprobado por el ICAIC en 2012. La preproducción solo se inicia en 2013, y entre los diversos móviles del realizador para realizar esta película se cuenta el hecho de que su bisabuelo fue oficial del Ejército Libertador, en la zona de Lajas, al centro de la Isla. Y aunque el filme se inspira libremente en esta circunstancia, tampoco se trata de una biografía ni mucho menos, pues Jorge Luis Sánchez imaginó con toda libertad lo que pudo haber pasado con aquel mambí ante la retirada española y la imposición de la presencia norteamericana.

“Se trataba de una producción de época, complicada, en cuanto a vestuario, fotografía y ambientación, y demandaba mucha fuerza, recursos y energías. Me siento tranquilo, porque tengo el mejor premio que puedo tener: haberla terminado, y haber vencido el reto de trabajar con niños, que es algo dificilísimo, y Conducta salió antes y nos dejó el listón altísimo”, declaró Sánchez antes de reconocer su amor por la historia, y de su deseo de mostrar a dos niños atravesando los diferentes bandos en pugna, en el complicado contexto de la independencia cubana.

Uno de los mayores tantos a favor se relacionan con la credibilidad de los actores (sobre todo el noruego Jo Adrian Haavind, y los cubanos Manuel Porto e Isabel Santos, además de los niños Samuel Christian Sánchez y Alejandro Guerrero). También merecen destaque la manipulación del color y otros elementos notables en el trabajo de la fotografía (Rafael Solís), la intencionada y documentada dirección de arte (Nanette García), la música original de Juan Manuel Ceruto, y la esmerada producción de Ioamil Navarro, con la colaboración certera del Fondo Cubano de Bienes Culturales.

Distante de la obra maestra, pero saludable y correcta película es Cuba Libre, incluso necesaria en un momento cuando muchos opinan, con razón o sin ella, que el cine cubano está gobernado por una cierta visión pesimista y oscura sobre el presente y el futuro de la Isla. Quienes así opinan están olvidando que en los últimos tres lustros aparecieron películas continuadoras de aquella tendencia historicista, relacionada en ocasiones con la épica y con anécdotas originadas en fuentes literarias o teatrales, cercanas a los sucesos que rodearon la vida de una personalidad y los conflictos políticos y sociales documentados por la Historia.

Por supuesto que dentro de tales directrices la obra mayor fue José Martí, el ojo del canario (2009, Fernando Pérez), destinada a mostrar el proceso de entender el mundo, con todos los miedos, incertidumbres, inseguridades y pequeñeces que enriquecieron el genuino perfil de uno de los forjadores de la independencia nacional, un ser humano cuyo martirologio, y trascendencia histórica, se inicia justo en el momento en que concluye la película. El director y sus colaboradores vencieron los escollos que se alzaban ante un proyecto por encargo, de matriz eminentemente televisiva e historicista, y redondearon una creación autoral indiscutiblemente distinguida.

También clasifican en el acápite del cine historicista o nostálgico, “Lila” el segundo cuento de Tres veces dos (2003, Lester Hamlet) que revisa la circunstancia del triunfo revolucionario a la luz de una historia de amor frustrada; Bailando chachachá (2005, Manuel Herrera), El Benny (2005, Jorge Luis Sánchez), La edad de la peseta (2006, Pavel Giroud), Páginas del diario de Mauricio (2005, Manuel Pérez), Lisanka (2009, Daniel Díaz Torres), El premio flaco (2009) y Contigo pan y cebolla (2014) ambas de Juan Carlos Cremata.

Dentro de este cine de vertiente histórica predomina, en general, la revisión de conceptos fuertemente arraigados en el cine cubano anterior, y el pasado comienza a ser observado bajo la óptica del deslumbramiento o la nostalgia, o se revisan circunstancias que creíamos conocer a la perfección desde las lecciones de historia de la escuela. En este segmento de recreación o revisión aparecen Santa Camila de La Habana Vieja (2002, Belkis Vega); Rosa La China (2002, Valeria Sarmiento); Roble de olor (2003, Rigoberto López), Camino al Edén (2007, Daniel Díaz Torres) y Ciudad en rojo (2009, Rebeca Chávez).

Deben incluirse en el anterior apartado algunas coproducciones con España, rodadas en foros criollos y con importante participación de creadores nuestros, que se apuntan al regusto por resucitar historias y estéticas del pasado: El misterio Galíndez (2003, Gerardo Herrero), Una rosa de Francia (2005, Manuel Gutiérrez Aragón) y Hormigas en la boca (2005, Mariano Barroso).

La épica tuvo su cosecha, mucho menos notable que en otras épocas, con una trilogía de filmes que se inicia con Kangamba (2008, Rogelio Paris), continúa con Sumbe (2011, Eduardo Moya) y concluye en La emboscada (2015, Alejandro Gil) que desprovee de toda aureola épica cualquier tipo de contienda armada, y se mueve entre el pasado y el presente con un balance de frustraciones y pérdidas en ambos periodos.

Igualmente se sometieron a escrutinio los años 80 y 90, revisados a partir de los despropósitos o la desilusión reinantes en cada una de aquellas décadas mediante Páginas del diario de Mauricio (2005, Manuel Pérez), Boleto al paraíso (2010, Gerardo Chijona), Penumbras (2011, Charly Medina), El rey de La Habana (2015, Agusti Villaronga) y El acompañante (2015, Pavel Giroud). En Regreso a Ítaca (2014, Laurent Cantet) se repasa verbalmente el pasado cubano de intolerancias en los años finales del siglo XX, mientras que La obra del siglo (2015, Carlos M. Quintela) se ambienta en el descolorido presente del pueblo donde se iba a construir la planta nuclear soviética, cerca de Cienfuegos; decenas de insertos documentales restituyen la atmósfera triunfalista pero también hipercrítica y delirante de los años 80.

Tomado de: http://www.cubacine.cult.cu

Tráiler de Cuba Libre (2015), de Jorge Luis Sánchez

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Un ejercicio de auto-etnografía

Obra del arttista plástico cubano Miguel Mendive

Por Víctor Fowler

De hecho, no hay racismo sin teoría(s)
Etienne Balibar, Raza, nación, clase

Toco a una puerta, pregunto por la persona cuyo nombre está en el papel que llevo en la mano, explico quien soy, mi relación o parentesco, y me piden que espere. Segundos más tarde escucho sonido de pasos mientras se aproxima aquella a quien busco, una mujer de edad madura (yo era joven entonces) que abre la puerta, me observa con algo de asombro y pronuncia: “¡Ay, pero tú no eres tan negro!”. La frase, como acostumbramos a decir los cubanos “salida del alma”, equivale, dentro del contexto, al otorgamiento de una suerte de pase o documento de visado, significa que lo conseguí o que vencí algo a lo que podríamos llamar “la prueba”. Perdón por la burla, pero es evidente que ha habido varios, o aunque sea uno, comentarios anteriores, así como que la opinión predominante, antes de yo aparecer, tiene que haber sido lo bastante negativa como para que la exclamación sea introducida por esa conjunción adversativa: “pero”.

Para hacer lo anterior aún más conflictivo, la historia tiene lugar en (o con) una familia donde los mestizajes raciales son inocultables, aunque, eso sí, con menor concentración de “negrura” que en mi caso; es decir, que hablamos de personas colocadas en un punto donde, como no-blancos, reciben opresión por su color de piel a la vez que oprimen a quienes, según la cantidad (o densidad) de “negrura” que exhiben, se encuentran en un escalón más “bajo”. Es tarea compleja imaginar o calcular la enorme variedad de elementos lingüísticos, culturales, conductuales, sicológicos, espirituales e ideológicos, entre otros, que se entremezclan para que la anterior escena sea posible; es decir, para que un oprimido proyecte en otro oprimido la cantidad y calidad de opresión que recibe (o incluso la multiplique).

Para quien ejerce la hegemonía, esto es un momento extraordinario que anuncia de qué modo un sector del Otro racializado se ha “apropiado” del racismo y lo ha asumido como una práctica personal; es decir, ha dejado de experimentarlo como algo externo, ajeno, y en lugar de ello lo ha “entendido”, lo ha hecho suyo y, al aceptar ejercerlo (en lugar de oponérsele) lo fortalece y prolonga. ¿Es esto lo que sucedió cuando, al nacer mi hija, hoy veinteañera, una vecina del antiguo barrio, por entonces una niña, tal vez de cinco o seis años, hija de padres negros, salió a la calle y a gritos preguntó a mi esposa si era cierto que habíamos tenido una niña blanca? Al llegar del hospital de maternidad, con la recién nacida en brazos, muchos vecinos se habían acercado a conocer a la criatura; por la tarde, aquella niña, que al llegar nosotros se encontraba en la escuela, conoció la noticia. ¿Quién, sino alguien de la familia, la inició en las preocupaciones por el color de la piel y en el “arte” de detectarlo? En esta apropiación del racismo, dicha práctica deja de ser un escándalo, que provoca asco o rechazo, y se transforma en algo que, simplemente, es, existe, está “ahí”; naturalizado o normalizado se presenta como poco más que un conjunto de pequeñas herramientas con las cuales identificar, diferenciar y separar personas y grupos.

II

Ahora estoy en un hospital y ha nacido mi primer hijo. Su cabello es muy suave, su piel de color muy claro. Una amiga de entonces llega, toma al niño en brazos, escudriña cada centímetro del pequeño cuerpo; entre temeroso y expectante imagino que busca indicios de alguna enfermedad o deformidad. Quita los pañales, alza los testículos y la escucho suspirar: tranquila, confiada. No fue hasta mucho después que se me hizo claro lo que había pasado: había encontrado en esa diminuta área la mancha, marca o zona oscura que delataba y adelantaba lo que, con el correr del tiempo, tenía que pasar: el color de la piel iba a oscurecer y el cabello a ensortijarse porque era negro. Tanto la intensidad como el carácter “experto” de esa mirada me sorprenden, y avergüenzan, todavía hoy, treinta años más tarde; la puesta en práctica de una tecnología de “detección” que permite localizar los signos externos que revelan, debajo o detrás de cualquier cobertura, todo lo “negro” que hay en el Otro.

Esas herramientas, incorporadas a la cotidianidad, útiles y diseñadas para cada “ocasión”, son “saberes” elaborados por generaciones precedentes, aglutinados que resumen sus prejuicios y que reproducen, hasta en las situaciones más ínfimas, el aparato íntegro de la opresión. Esa mirada que sabe “leer” el tamaño de los dientes, el ancho de los pómulos, la forma del cráneo, el ancho de la nariz, el grueso de los labios, los tonos de piel, el levísimo velo de oscuridad debajo de los ojos, las roscas del cabello en la nuca o las patillas, los sitios donde una “procedencia” no puede ser ocultada, es la mirada del mercado de esclavos, de la compra-venta y de la plantación, del amo que viola a la negra y luego, cuando el parto, elige según la piel sea más clara y a esos les da (les daba) casi siempre mejor vida.

La tragedia de semejante mirada es que carece de sentido sin las palabras, necesita expresar “lo que ve”, lo que ha descubierto, y aquí, al cumplir con ese mandato de compartir y exponer el “saber” que tiene acerca del Otro observado y analizado, no puede menos que producir ideología y teoría; dicho de un modo más simple, el que mira, detecta, identifica y clasifica está obligado a expresarlo, compartirlo, comunicarlo porque el “conocimiento racial” sería un placer autista si solo sirviera a uno mismo: es conocimiento “social”, para los demás, para que ocurra “algo”.

Es así que desde el nacimiento nos es entregado, enseñado, puesto a nuestra disposición, todo el tesauro de los signos que, supuestamente (y esto es algo en lo que hay que insistir) caracterizan al Otro racializado; en esta acumulación, continuamente reforzada, supuestamente se aprende cómo detectarlo, qué reacciones podemos esperar de él y en cuáles situaciones, cómo “manejarlo” para rebajar el peligro de su presencia, qué no hacer o decir, cómo mantenerlo “afuera” y cómo lograr que entienda que esa posición externa es su “lugar”.

¿Dónde, y gracias a quién, aprendimos a “detectar” la otredad racial? ¿A través de cuáles sesiones de micro-enseñanza se aprende a asociar las “marcas” con contenidos e incluso sensaciones negativas, a sospechar, a temer, a excluir? ¿Quién de nuestra familia, amigos, vecinos, compañeros de trabajo? ¿Cuáles chistes, cuentos de la vida barrial o del trabajo, historias familiares, álbumes de fotografías, canciones a la hora de dormir, juegos infantiles, salidas de fin de semana, comentarios a la hora de comida, en el desayuno? ¿En cuáles de esos espacios de vida “normal”, tan cotidianos y repetidos que tal parece que allí no sucediera nada trascendental?

III

Estamos en un edificio enorme, solos: ella y yo. “Quiero que sepas que tú eres mi primer negro”, dice. Los detalles en las historias importan menos que lo que se puede extraer de ellas, que el instante en el que aparece, por lo general de manera súbita, una grieta o ruptura; en este caso, descubrir que soy su instante trascendental, su demencia, la figura a través de la cual está quebrando las normas del grupo y reescribiendo la historia familiar. A la misma vez, dado que ella nunca pudo realmente salir del grupo, necesitó —antes de que la intimidad avanzara hacia el descontrol del goce— explicar(me) y explicar(se) lo que sucedía para que también yo experimentara lo casi sagrado de la ocasión. ¿Qué debí hacer con semejante revelación? ¿Orgullo, distinción, miedo? No fue un intercambio profundo y desgarrador acerca de nuestras familias, prejuicios y posibilidades de crear lazos duraderos. No hablamos sobre nuestros amigos y vecinos, cómo nos habíamos educado, con quiénes compartíamos y qué iban a pensar (o hacer, o cómo reaccionarían) a propósito de nuestra relación. No fue un diálogo que intentaba crecer hacia valoraciones sobre la cultura nacional, discriminaciones, exclusiones.

Si bien solo fue eso que cuento, unas palabras pronunciadas con algo de solemnidad a la vez que esbozaba una sonrisa fugaz y cómplice, un gesto pícaro, en una suerte de dimensión paralela —como si hubiera dos historias transcurriendo, simultáneas y con los mismos protagonistas— también hay mucho más; solo que no está en lo que decimos, sino exactamente en todo cuanto callamos y ocultamos. Donde alguien queda señalado como el “primer negro”, en ese particular contexto de la intimidad sexual (no en la biblioteca, una conferencia científica o colocando flores en el cementerio a una tumba familiar), la frase instaura un espacio de espera, una suerte de demanda de comportamiento, para que el interpelado (pues de una interpelación implícita se trata) se comporte o responda de determinada forma. La frase te roba la libertad y te obliga a ser un actor, a que muestres “eso” que hacen los que son como tú, “primer(os) negro(s)”; incluso en ese espacio de desprotección de la persona que es el erotismo, la tecnología de la detección te alcanza y tienes que mantenerte en guardia.

IV

El último cuadro de esta revisión auto-etnográfica tiene menos implicaciones emocionales, aunque desde el punto de vista conceptual es todavía más inquietante porque se trata de la conversación, más o menos reciente, con uno de nuestros intelectuales. Hay un punto en el cual me refiero a la incomodidad que provocan los chistes racistas en quienes les toca ser objetos de este tipo de humor y, aunque bien sé que la prohibición estricta de tales chistes despierta numerosos y agudos problemas de interpretación, estoy enteramente de acuerdo en que debe de haber normativas legales que protejan a quienes aquí son humillados. Entonces mi interlocutor dice lo siguiente: “Pero eso es como cuando tú estás sentado en el Malecón y vienen esos que tocan guitarra y a ti te molesta la música… te puedes correr a otro lado”. Escenas como esta, de decepción poco menos que absoluta con alguien que imaginé diferente, de-velan la totalidad de la persona a partir de un fragmento. Para mi interlocutor, lo principal es defender a ultranza el concepto según el cual el discriminador también tendría derecho a expresar su opinión en el espacio público; sin embargo, lo extraordinario es que para que semejante situación comunicativa ideal se mantenga, mi amigo (en este caso, cumpliendo una función de mediador o de intérprete intelectual, de productor de ideología) no tiene nada que decirle al racista, cuyo derecho se encarga de proteger, sino que se dirige a mí para indicarme que debo cambiar de lugar, alejarme, entregar el espacio. ¿Cambia algo señalar aquí que mi interlocutor en esta anécdota es “blanco”? ¿No significa su decisión que, siempre que se produzca cerca de mí, un acto racista debo desplazarme y encontrar así espacios nuevos y seguros? Ahora bien, si acepto que lo correcto es moverme, ¿de qué modo debo evaluar mi relación con los espacios anteriores sino partiendo del hecho de que allí siempre fui una suerte de figura sobrante, sitios a los que realmente nunca pertenecí?

¿Qué es pertenecer? ¿Qué es no-pertenecer? ¿Cómo se siente la persona en cualquiera de estas dos posiciones? ¿De qué manera aquello que experimenta “modela” u “organiza” todo su sistema de relaciones: con la familia próxima, vecinos, amigos, compañeros de trabajo, conocidos, las leyes, la Historia, el Estado, la esperanza, el futuro? ¿No es todo esto lo que se pone en juego siempre que tiene lugar un acto racista; no importa si verbal, gestual, económico, cultural, laboral, habitacional, regional, erótico-sexual, lo que se nos ocurra?

V

Cualquiera de los ejemplos que he relatado en esta auto-etnografía se refieren, en lo esencial, a la manera en la que el racismo —consciente o no, agresivo o calmado— trata siempre de introducir en el subalterno esa sensación de no pertenencia, de estar siendo tratado, enjuiciado, valorado como “algo/alguien” ajeno, a medio camino entre persona y cosa, estorbo, escollo, sobra. No importa, repito, si esto es realizado mediante palabras, de manera verbal, que en miradas fijas y duras, a través de gestos, valiéndose de gritos o en esa peor forma de castigo que es el silencio. Identificación, detección, atribución, clasificación, prejuicios, contenciones, demandas de comportamiento, rasgos somáticos, saberes acerca del Otro racializado son todos derivados del mismo tronco o matriz, madre y padre simbólicos: la institución esclavista y su cultura, sus estructuras de poder y control, su sistema de relaciones humanas fracturadas.

Si no recuerdo mal, la mutación genética asociada a esto que hoy día conocemos como color de piel blanco tuvo lugar en el Oriente Medio hace unos 30 000 años. El enorme proceso de expansión de la especie humana, comenzada desde la actual Sudáfrica en busca del Norte, tuvo aquí un punto de giro a partir del cual la diferencia de pigmentación sirvió para definir y caracterizar grupos. ¿Podemos imaginar que sucediera al revés? Es decir, que Europa estuviese poblada por humanos de piel oscura y el centro de África lo contrario; que los esclavos transportados por millones hacia América hubiesen sido todos de piel “blanca” y que los amos en las plantaciones, los mayorales, los cazadores de esclavos fugados, los políticos, los dueños de las grandes fortunas hubiesen sido todos personas de piel “negra”. ¿Existiría este mismo tipo de racismo que existe hoy? ¿No será que todo este enorme aparato de opresión (aparato militar, político, económico, cultural, religioso y, en general, social) nunca tuvo, en lo más mínimo, nada que ver con “colores” de la piel? ¿No habrá que asociarlo a las dialécticas de posesión-desposesión, trabajo-acumulación, poder-privación, explotación-castigo, para que entonces sea revelado el verdadero sentido de lo que, en la superficie y apariencia, parece ser un asunto de “color”?

VI

La mejor forma de terminar que se me ocurre es haciendo una confesión personal y señalando algunas cosas que he recordado o aprendido mientras hago este ejercicio de auto-etnografía. La confesión es que, al menos en mi caso, los hechos racistas y, en general, discriminatorios, se refractan en tres carriles paralelos: a) el rechazo activo, inmediato, sea manifestando disgusto o discutiendo; b) lo que me atrevería a llamar el momento “analítico”, en el cual trato —con el mayor desapasionamiento que pueda— de examinar lo sucedido, sus raíces, sus partes, sus consecuencias; c) y un tercer momento al que califico como “discursivo”, el desencanto, el estupor, la sorpresa, la ira, o la alegría, la solidaridad, la valentía animan la escritura de textos. En cuanto a las cosas que aprendí o recordé, si tienen orden de preferencia, van debajo, y si sirven para algo es para pensar.

La única forma de ser anti-racista es serlo en todo momento o lugar.

No hay racismo pequeño. Todo racismo, por diminuto o fugaz que aparente ser, conecta con el largo entramado ideológico, cultural, económico, político y, en general, social del racismo elaborado dentro de (y gracias a) la cultura de la esclavitud.

Todo hecho racista alimenta y reactiva el mencionado sistema de opresión. Esto significa que cuando el racismo ocurre despertamos el pasado, discutimos el presente y comprometemos o estimulamos una determinada opción de futuro.

Además del desmontaje económico que da soporte al racismo, de la creación de un aparato de leyes que proteja al subalterno tradicional y de los discursos ideológicos, políticos y culturales, la construcción de sociedades nuevas necesita de una sensibilidad y una delicadeza especiales.

Si es cierto que, como explica Balibar, “no hay racismo sin teoría(s)”, entonces tampoco hay antirracismo sin estudio y sin producción de pensamiento; para desmontar el inmenso aparato ideológico-cultural del racismo es imprescindible hacerlo en el campo de las ideas.

Ser persona antirracista no es una meta a la cual se llega ni una distinción o calificativo que portar como una medalla ganada, sino un camino de desarrollo multidireccional por el que humildemente se avanza gracias a la fuerza de las convicciones y a la vigilancia sobre uno mismo, aquellos que nos rodean y las diversas instancias de la sociedad en la que habitamos.

La duración de cualquier lucha antirracista es tanta como la extensión de la injusticia y como la vida misma de la persona convertida en activista.

El racismo es solo una de las discriminaciones que los seres humanos conocemos, ponemos en práctica o contra las cuales luchamos; entre otras, las de género, sexualidad, identidad sexual, creencia religiosa, edad, discapacidad, de carácter regional, por normas de belleza, etc.

Al señalar al “Otro” por sus rasgos, el racismo le suele atribuir características y contenidos negativos, fantasiosos o hiperbolizados en lo que toca a conducta sexual, identidad sexual y norma de belleza; al mismo tiempo, de modo paranoide, invierte el listado de virtudes comúnmente aceptadas y las transforma en debilidades del “Otro”: vagancia, falta de inteligencia, incapacidad de sacrificio, tendencia a la violencia, etcétera.

Las herramientas de las luchas antirracistas son también útiles para la lucha contra otras discriminaciones; donde la lógica de la cultura del racismo es desunir, la lucha antirracista busca la solidaridad.

La única manera de construir una sociedad nueva es construyéndola.

Tomado de: http://www.lajiribilla.cu

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Bacurau (Tráiler)

Bacurau (2019), de Kleber Mendonça Filho y Juliano Dornelles

Por Fernando Caruso

La nueva película de Kleber Mendonça Filho, codirigida junto a Juliano Dornaelles, no solo confirma a uno de los cineastas más singulares del cine contemporáneo, sino que pone de relieve una certeza del cine brasileño: ninguna coyuntura política o social detendrá el compromiso de sus cineastas de interpretar y establecer un vínculo directo o, como en este caso, alegórico del propio presente de su país. Siempre ha sido así y en la actualidad, aunque existan varios referentes como Adirley Queirós, Affonso Uchoa, Juliana Antunes o André Novais Olivera, el director de Sonidos vecinos (2012) es el principal exponente del cine de su país y uno de los críticos más acérrimos de Bolsonaro, o en su momento, Michel Temer.

Aunque Aquarius, la obra previa de estos directores, había logrado reunir el beneplácito de la crítica y de los espectadores, con Bacurau se lanzan a un propuesta mucho más compleja, arriesgada, exótica y desenfadada: un western cangaceiro, no exento de fantasía y sucesos paranormales, con altas dosis de acción e intriga, reminiscencias al gran Glauber Rocha para apropiarse de un género y reformularlo con sus propias palabras, y un culto a la resistencia organizada de un pueblo contra enemigos foráneos, lo que en su propio contexto la vuelve deliberadamente política.

Bacurau es un pueblo remoto y pequeño del sertao brasileño. Tras la muerte de la matriarca local, cuyo funeral moviliza a toda la gente y en donde se ofrece una descripción precisa de sus referentes principales, comienzan a desencadenarse una serie de eventos extraños. Hechos sutiles como la desaparición de su nombre en los mapas o la pérdida de señal en sus teléfonos móviles, se siguen de ataques deliberados como unos tiros al camión que lleva el tanque de agua al pueblo o la masacre a una familia que vivía en un rancho en las afueras.

Lejos de construir un relato basado en el misterio que podría causar el desconocimiento de los perpetradores de estos hechos, no se tardará mucho en poner en escena a estos sujetos. La búsqueda de la película, entonces, pasa por otros afluentes: esbozar la planificación y ejecución de una contrarespuesta por parte de los lugareños hacia los bandidos. Lo que un principio se exhibe como un drama rural, poco a poco parece mudarse a un thriller con ribetes de ciencia ficción para finalmente volverse un western o película de venganza.

No hay tanto espacio para las sutilezas, sus directores optan por la desmesura, como si se tratase de un agite panfletario, dentro de su código ficcional y alegórico. En este cóctel de elementos dispersos y de un protagonismo coral de los pobladores también hay lugar para la cínica figura de un funcionario local, que es rechazado por sus coetáneos, drogas con efectos desconocidos, probablemente psicotrópicas, un grupo de marginales o guerrilleros que están guarecidos en un dique cerca de Bacurau, la presencia constante de la tecnología o incluso llega a coquetear con el terror, producido por la incertidumbre de la oscuridad, durante una escena protagonizada por niños. Por supuesto, la película apunta a un enfrentamiento final, cuyo ritmo y suspenso lo vuelven magistral, así como también los espacios simbólicos en donde tiene lugar. La sangre que quedó en las paredes no se limpiará para que quede como huella de resistencia.

Ambientada en un futuro incierto, que bien podría ser muy pronto en el tiempo, Bacurau fue filmada previamente a la asunción de Bolsonaro, mucho antes de que exista la oportunidad concreta de que sea presidente. Destacan en su elenco Sonia Braga, que había desplegado toda su magia en Aquarius, y el alemán Udo Kier.

Tomado de: http://leedor.com

Tráiler del filme Bacurau (2019), de Kleber Mendonça Filho y Juliano Dornelles

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Sobre lo ausente: El cine y la muerte

Mouchette (1967) de Robert Bresson

Por Juanita Porras

Si me estuviera dado conocer la naturaleza de las cosas, yo me preguntaría por la naturaleza del cine, por ejemplo, y de la muerte. Ambas parecen corresponderse como las líneas que convergen en una figura geométrica, comparten una preocupación por el manejo del tiempo y una es el desafío de la otra. También comparten el vacío, ese vacío que es una forma dentro de la forma, un trazo invisible en la figura geométrica que representa la ausencia, la carencia, la insuficiencia que padece la línea para dar a entender su naturaleza por sí sola, y que es, por tanto, la expresión de la necesidad del contrario.

Hay una palabra hermosa que describe precisamente el juego entre la línea y el vacío, que se da entre lo dicho y lo no dicho, que define el uso figurado de una expresión de manera que lo que se dice (la línea) carga dentro sí una especie de contenido no dicho sino sugerido (el vacío). Tropo, ésa es la palabra. Proviene del griego trópos que significa, entre otras acepciones, «dirección», «modo», «giro», y, a través de sus figuras, permite la aparición de un nuevo sentido, de una nueva forma de ver que escapa a la literalidad de lo enunciado. Es la base de la retórica y la esencia de la poética, la vida y el cine, que son todas formas de lo no dicho. Y aunque no funciona exactamente igual para todo lo anterior, pues su uso en la palabra difiere de su uso en la imagen y el sonido, se ha conservado la naturaleza del tropo, que es el sugerir, y lo que suscita, como si con la palabra y con la imagen no se agotaran las ausencias.

En definitiva, el arte se alimenta de los tropos, y es una multiplicidad de figuras geométricas que nos hablan desde la línea y desde su vacío para que estos contrarios nos lleven a una suerte de comprensión sobre lo único de lo que hablamos y de lo que podemos hablar: el hombre, su vida y su muerte.

De los griegos sabemos que la naturaleza de la muerte es violenta: ser asesinado por el enemigo, ser ofrendado a un dios, ser aplastado por caballos, ser aniquilado por el propio hijo o a mano propia, pero también que debería ser una violencia velada y solo por medio de la palabra su forma debería ser intuida. En la tragedia griega, por ejemplo, suele ser un testigo mensajero el que refiere la muerte de algún miembro de la escena de forma detallada, pero en escena no hay más que el vacío.

Para el Sócrates de Platón es la vista el sentido con mayor potencial para llevarnos hacia la realidad de las cosas, es por medio de ella que se ve el reflejo de la belleza esencial, que no es nada menos que la divinidad.[1] Por tanto, lo oscuro debería negarse para no quedar impregnado de la oscuridad. Nosotros, sin embargo, podríamos entender la oscuridad no sólo como aquello que es terrible de ver sino también como lo que es incomprensible e inaccesible por medio de la vista. Y si nuestro deseo es penetrar en la oscuridad y hacerla visible ¿cómo atravesar lo inaccesible con la vista?, ¿cómo hacer cine?

Al principio establecí que existe una relación entre muerte y cine: su obsesión por el tiempo y el mutuo desafío, el cine como forma de resistencia ante la mortalidad que desafía nuestra forma de permanencia, que, en este caso, es la repetición de la imagen. Tan estrecho es su vínculo que el relato sobre la muerte podría ramificarse por mil y un motivos en el cine, pero aquí, buscando atravesar lo inaccesible, nos interesamos por su representación como «una forma de ausencia» por medio de los tropos. Este tipo de relato, creo, le guarda cierto culto a la muerte, la ritualiza, la embellece, de modo que respira y se conserva, paradójicamente, el enigma de aquello que descompone lo que toca.

Así como el vacío se escapa a la línea y su figura, es decir, no hay forma de exiliar al vacío, así también se nos escapa la imagen precisa de la muerte en la oscuridad de lo desconocido. Esa imagen que no es más que el momento exacto en que se transita de un estado a otro –como el flanquear una puerta para entrar en una habitación– parece no pertenecer más al plano de lo sensible.

El cine, como testigo mensajero, viene a contarnos sobre la muerte, y aun sabiendo que también a él le estaba vetado dicho conocimiento decide acercarse a lo que ya no es sensible por medio de lo sensible, y hace que veamos lo que no se puede ver y oír lo que no se puede oír, pero ¿es capaz de filmar la imagen precisa de la muerte?

El estertor de quien se ahoga es el antes y el silencio es el después, pero, ¿cuál es el sonido del intermedio? Tenemos la mano que deja caer la bola de nieve después de que una boca dice «Rosebud», tenemos la sombra en el agua (de quien ha sido asesinado) o en la pared (de quien es acuchillada en la ducha). Allí hay un coqueteo con la narración de la muerte, una búsqueda de verosimilitud, y de belleza, un deseo por engendrar de la muerte el goce estético que parece perderse cuando la enfrentamos cara a cara. Pero no está el sonido ni la imagen del intermedio, del momento en que no se está ni fuera de la habitación ni dentro de ella sino en el umbral. Parece un plano imposible, es la imagen que falta y sólo admitiendo su ausencia podemos aspirar a completarla.

Cuando pienso en la expresión más poética que recuerdo sobre el deseo de morir viene a mí con especial vividez Mouchette (1967) de Robert Bresson. La madre de Mouchette ha muerto, ella ha sido vilipendiada por todo el pueblo y una anciana, que no se ha escapado del acto del vituperio, le ha regalado, además, un vestido para el funeral y una mortaja para su madre. Alejada de todos, y regresando al campo donde se han exacerbado sus desgracias, Mouchette abraza la mortaja, se acuesta en una pendiente y rueda hasta llegar a la orilla del río, se levanta y no podemos adivinar ni dolor ni temor pues no hay nada de aquello en su rostro. Mouchette repite el mismo procedimiento, abraza la mortaja y rueda hasta caer en el agua. La película termina. Un deseo, que ni siquiera estamos seguros si es deseo, respira debajo del cuadro como si fuera un pecho corpulento oculto bajo la tierra. La fuerza poética, el tropo por excelencia, acoge al vacío y lo anima a seguir respirando bajo tierra, como otra forma de hacer presencia, y es la comprensión de su condición lo que lo colma de verosimilitud, pues en el mundo fuera del cine también se presenta así, respirando bajo tierra.

¿Y qué pasaría si pudiéramos escarbar lo suficiente para encontrar la máquina o el órgano que respira? Algunos estaremos compelidos a desviar la mirada para no revelar el misterio, para no cargar con una imagen que aún de cerca es indescifrable y que tiene el peligro de volverse sólo apariencia.

Como último ejemplo para explicar la muerte como ausencia propongo su representación como una suerte de matrimonio en Guerra fría (Zimna wojna, 2018). Este film de Paweł Pawlikowski cuenta la intermitente historia de amor entre un pianista y una cantante durante la década de los cincuenta. La guerra fría y sus estragos en Polonia se presentan subrepticiamente como una niebla débil que provoca la interrupción de sus encuentros y la separación.

El film es sobre la incertidumbre de la guerra bajo la incertidumbre del amor, pues no parece haber momento de estabilidad que dure. Y, al final, cuando se ha perdido toda esperanza de estar juntos en vida solo queda la muerte. Viktor y Zula, derruidos por el tiempo, prometen estar juntos hasta que la muerte los separe y, frente al altar, sellan su compromiso con la muerte. Después de ingerir unas pastillas se sientan a observar el campo abierto, Zula inclina suavemente la cabeza, sonríe y dice: «Vayamos al otro lado. La vista es mejor allí». La muerte se convierte entonces en ese paisaje que no vemos y al que ellos han ido. Allí se unen los dos motivos que rigieron a la comedia y a la tragedia griega: el matrimonio y la muerte, respectivamente. Ambas, enunciaciones de un cambio, de una nueva vida, quedan igualados, porque, finalmente, representan lo mismo: el fin y el comienzo que no son dos cosas distintas como no lo son la línea y el vacío, como no lo son el cine y la muerte.

El Hagakure, un libro japonés de aforismos que busca transmitir el bushidō, el camino del samurái, lo explica de forma precisa: «Nuestros cuerpos cobran vida en medio de la nada. Existir donde no hay nada es el sentido de la frase, “Forma es vacío”. Que todas las cosas provengan de la nada es el sentido de la frase, “Vacío es forma”. No se debe pensar que éstas son dos cosas distintas»[2].

[1] Platón, “Fedro”, El banquete; Fedón; Fedro, Orbis, Buenos Aires, 1983.

[2] Felipe Botero, “Un atisbo a otro tiempo, a otro lugar: Algunos aforismos del Hagakure”, Revista Arcadia, Bogotá, 7 de octubre de 2019.

Tomado de: http://revistaiconica.com

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Horizontes perdidos (+Tráiler)

Fortuna (2018), de Germinal Roaux

Por Jesús Cuéllar

En su segundo largometraje, el fotógrafo y cineasta suizo Germinal Roaux narra la historia de la adolescente etíope Fortuna, que llega a Europa como refugiada después de una peligrosa travesía por el Mediterráneo, y acaba recalando sola en un monasterio de los Alpes suizos. El guión, escrito por el propio Roaux y por Claudia Gallo, se basa tanto en la historia real de una refugiada como en el acogimiento de solicitantes de asilo que realizó el monasterio suizo de Einsiedeln para compensar la falta de espacio en los espacios públicos. Sin embargo, Roaux, que, en su primer largo, Left Foot, Right Foot (2013), no estrenado en España, relataba la problemática entrada en la madurez de una joven pareja, privada como la joven Fortuna de referentes parentales, no sólo muestra la vulnerable situación de una menor refugiada, también las crisis que suscita en su país de acogida y, en concreto, en la reducida y apartada congregación religiosa que le ofrece cobijo.

Filmada, como es habitual en Roaux, con una bellísima fotografía en blanco y negro, y un formato 1.33, el ritmo pausado, la sensibilidad narrativa y el paisaje agreste de Fortuna remiten al Ermanno Olmi de El tiempo se ha detenido. Los Alpes enmarcan en un entorno amenazador la triste historia de Fortuna, enfrentada también a una forzosa madurez, esta vez en un país extranjero y sin apoyo familiar, pero, al mismo tiempo, proporcionan un escenario lleno de pureza, no por azar elegido por los monjes para su retiro, y en el que los religiosos dirimen las contradicciones doctrinales y humanas que la presencia de los solicitantes de asilo suscita en su comunidad.

Roaux construye una protagonista de enorme fuerza vital (interpretada con gran economía de medios expresivos por Kidist Siyum, a quien ya habíamos visto en Efraín, de Yared Zeleke), que se rebela contra sus circunstancias y las imposiciones del entorno. Sin embargo, en todo momento los hombres adultos intentan determinar su destino: primero su novio Kabir, otro refugiado, y después su asistente social (Patrick d’Assumpçao) y el prior del monasterio (un imponente Bruno Ganz, en una de sus últimas interpretaciones), quienes, en una estremecedora pero sencilla escena, acabarán decidiendo por ella.

Roaux inicia y termina su película con las mismas imágenes, que remiten al origen rural de Fortuna en Etiopía —aunque ahora esté en los Alpes suizos—, y que plasman su desamparo y también la soledad que le impone su nuevo país. Manejando con soltura recursos simbólicos como los animales, la montaña o las aguas turbulentas con las que sueña recurrentemente la joven, Fortuna habla de una Europa que, en la respuesta que da a la llamada «crisis de los refugiados», está sufriendo una profunda «crisis de fe» y de identidad. Sin pretenderlo, Fortuna y las demás personas arrojadas a este lado del Mediterráneo vienen a alterar la paz que los monjes buscaban, unos Horizontes perdidos trastocados por la realidad exterior como los que captó Frank Capra en 1937. En esa metáfora radica gran parte de la fuerza de esta emocionante película.

Tomado de: https://insertoscine.com

Tráiler del filme Fortuna (2018), de Germinal Roaux

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