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Itinerario de una obsesión

Moro (Cuba)

Por Rosa Miriam Elizalde

El archipiélago cubano cabe 90 veces en Estados Unidos.  No tiene litio, ni grandes reservas minerales y hasta ahora no se ha encontrado, como en México, un pozo que despierte el voraz apetito de la industria petrolera. Cuba es “un palmar en medio del océano”, dijo José Fornaris, poeta romántico del siglo XIX.  “Una isla atrapada en el ciclo infernal de la caña de azúcar”, la describió Jean Paul Sartre en su libro Huracán sobre el azúcar (1961), donde intentó explicar por qué se produjo la Revolución de 1959.

Sin riquezas como las de Bolivia, Venezuela o México, y sin que Cuba sea amenaza para EEUU, aun así, la obsesión histórica del gobierno estadounidense por controlar al país caribeño ha tomado un cariz que sobrepasa el sentido común.

La administración Trump escogió el Día de los Derechos Humanos, este 10 de diciembre, para la entrada en vigor de la prohibición de todos los vuelos desde EEUU hacia Cuba -salvo a La Habana-, medida calificada como un “estúpido truco político” por el congresista demócrata James McGovern. Como si no hubieran apretado suficientemente, en una reunión ultrasecreta en el que el Vicepresidente Mike Pence abordaba el fracaso de las políticas estadounidenses para Venezuela, trascendió que aumentarían la presión sobre la Isla, a la que responsabilizaron de la fortaleza que exhibe Nicolás Maduro, mientras el autoproclamado Juan Guaidó se desinfla. El Embajador de EEUU ante la OEA, Carlos Trujillo, ofreció una entrevista a la Voz de las Américas para culpar a La Habana de lo humano y lo divino, incluidos los estallidos sociales en Chile, Colombia y Bolivia. Y todo esto ha ocurrido en una sola semana.

Con los truenos del impeachment a Trump y el escandalazo de casi 20 años de mentiras de la Casa Blanca sobre Afganistán, es difícil enterarse de esta escalada contra Cuba, que ha ido remontando vertiginosamente desde junio de 2017 hasta ahora y que ha desbaratado los tímidos pasos que inició Barack Obama para acercarse a la Isla, quizás con la fantasía de doblegarla por otros métodos.

Es agobiante en Cuba despertarse todas las mañanas con amenazas y sanciones del Norte, pero nadie aquí se sorprende. Fidel Castro, el cubano que mejor conoció a los Estados Unidos, nunca creyó que la mejor versión de Obama podría actuar contra la naturaleza instintiva de unas relaciones que nacieron, en el siglo XVIII, bajo lógicas imperiales. “Muchos sueñan que, con un simple cambio de mando en la jefatura del imperio, este sería más tolerante y menos belicoso. (…) Sería sumamente ingenuo creer que las buenas intenciones de una persona inteligente podrían cambiar lo que siglos de intereses y egoísmo han creado”, escribió Fidel en una de sus Reflexiones, el 14 noviembre de 2008.

El líder cubano debió tener en mente que, pocos años después de proclamar su independencia en 1776, los gobernantes estadounidenses fijaron sus intereses en la isla caribeña a la que veían como un apéndice natural de la Florida. John Quincy Adams, sexto presidente de EU, llegó a decir: “Hay leyes de gravitación política, así como las hay de gravitación física (…) así Cuba, separada por la fuerza de su conexión no natural con España, tendrá que caer hacia la Unión Norteamericana…”. Las ofertas de compra a España para que cediera la perla de su corona en el Caribe, no tardaron en llegar antes de la Guerra de Secesión.

En 1960, el ex embajador norteamericano en La Habana, Earl E. T. Smith, declaró ante una subcomisión del Senado: “Hasta el arribo de Castro al poder, los Estados Unidos tenían en Cuba una influencia de tal manera irresistible que el embajador norteamericano era el segundo personaje del país, a veces aún más importante que el presidente cubano”. Pocos analistas apreciaron un alarde de inmodestia en esta declaración que recoge Eduardo Galeano en Las venas abiertas de América Latina, y que expresa el desprecio y la dependencia que caracterizaron los años que van desde la derrota militar de la antigua metrópoli española en 1898 hasta la Revolución cubana, en 1959.

Estados Unidos nunca se ha recuperado de lo que significó una revolución a 90 millas de sus costas, una “cura de caballo” al decir de Sartre en su antológico ensayo de 1961, en la que la sociedad “se quiebra los huesos a golpe de martillo, demuele sus estructuras, revuelve sus instituciones, transforma el régimen de la propiedad y redistribuye sus bienes, orienta su producción siguiendo otros principios, trata de aumentar lo más rápidamente posible su tasa de crecimiento y, en el momento de destrucción más radical, busca reconstruir, procurarse, mediante injertos óseos, un esqueleto nuevo”.

A lo largo de 60 años, esta “cura de caballo” algunos la han visto como un espectáculo; otros, como un misterio, o un suicidio, o un escándalo, o como un hermoso desafío. Pero ello no explica del todo la obsesión del Norte, ni el carrusel de mentiras y sanciones con el que amanecemos cada día en la isla.  La clave es el ejemplo que ha dado a los demás esa pequeñísima Isla, ese palmar en medio del océano: si Cuba puede crear una nación independiente, los otros también pueden.

Tomado de: https://www.jornada.com.mx

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La puesta en imágenes. Conceptos de dirección cinematográfica

La puesta en imágenes. Conceptos de dirección cinematográfica. Josep M. Català Domènech. Editorial Shangrila

Por Josep M. Català Domènech

Prólogo

Es bastante común oír a los escritores decir que no vuelven a leer sus libros, o a los cineastas que no quieren examinar de nuevos sus películas una vez estrenadas. Hay como un miedo secreto a verse reflejado en las obras y comprobar que el tiempo las ha llenado de defectos dispuestos a poner al autor en evidencia. Posiblemente, se trate de una cuestión privada que afecta más a ese autor que a sus lectores, sean del tiempo que sean. Sin embargo, esta misma sensación tuve yo cuando me enfrenté a la idea de volver a publicar La puesta en imágenes, un libro que, según he podido ir comprobando a lo largo de los años, tuvo una cierta repercusión en el ámbito de la enseñanza del cine, incluso una vez agotada la primera edición.

No deja de ser problemático regresar a un escrito antiguo y pretender que nada ha cambiado. La última vez que quise reformar un libro mío publicado años antes, acabé escribiendo otro completamente nuevo sobre el mismo tema, ante la imposibilidad de maquillar las antiguas ideas. El tiempo es implacable y quizá lo mejor sea reconocerlo, ajustándose a lo que uno piensa en cada momento y olvidándose de lo anterior. He escrito mucho sobre cine y he descubierto demasiadas formaciones nuevas de este desde que escribí La puesta en imágenes como para pretender que la perspectiva que empleé en su primera edición tiene la misma consistencia que tenía en su momento. También el cine ha cambiado en este período. Por todo ello, si bien me pareció que estaba fuera de lugar limitarse a hacer una reedición sin cambio alguno, no era fácil decidirse entre escribir un nuevo libro sobre la dirección cinematográfica o revisar el antiguo. Y si se trataba de revisarlo, ¿hasta dónde llevar la revisión?

Pensándolo bien, me di cuenta de que, desde la perspectiva de la poética del cine clásico, los planteamientos fundamentales del primer escrito seguían siendo válidos, sobre todo como base de una enseñanza del cine comprometida con el pensamiento del medio. Siempre cabía la posibilidad de escribir otro libro sobre el tema, teniendo en cuenta la estética actual, pero ello no solo no anulaba la validez de lo dicho antaño, sino que además tampoco justificaba que tuviera que dejar de decirse, es decir que tuviera que arrinconarse en pro de la novedad. Al fin y al cabo, para hacer cine actual no está de más saber dónde tiene la febril estética contemporánea sus raíces.

Asumiendo, pues, esta perspectiva, era necesario plantearse hasta qué punto La puesta en imágenes podía ser modernizada sin comprometer su estructura fundamental. Es obvio que no son las obras en sí las que cambian con el tiempo, sino que somos nosotros quienes lo hacemos, quienes pensamos de forma distinta y tenemos la tentación de hacernos decir lo que no dijimos en su momento. Este error, que estuve a punto de cometer con el otro libro que he mencionado, con este ni se me ha ocurrido planteármelo: no era una cuestión de puesta al día. Como digo, creo que lo que se expone en el original sigue teniendo su validez, aunque ahora lo expresaría quizá de otra manera y ampliaría muchos de sus presupuestos. Ya lo mencioné en el prólogo a la primera edición: el libro lo escribí cuando empezaba a enseñar la asignatura de dirección cinematográfica en la Universitat Autònoma de Barcelona, intentando buscar una manera distinta de explicar el cine, para que los alumnos no tuvieran la sensación de que se repetía en mi curso de cuarto lo que al respecto habían estado escuchando a lo largo de la carrera. En mis clases fui ampliando a lo largo del tiempo las ideas iniciales del libro, con nuevos ejemplos y enfoques más afinados de los problemas expuestos. Quizá se trababa, por tanto, de ajustar a ellas el libro inicial.

En esta edición, me he limitado –es un decir– a limar algunas asperezas de la expresión, inconveniencias que ahora soy más capaz de detectar, y a corregir errores de apreciación, fruto del atrevimiento inicial y de una pericia menos ajustada que la presente. También he ampliado algunas explicaciones. Asimismo, he modificado determinados ejemplos para hacerlos más comprensibles y he añadido otros que contribuyen a la clarificación de lo expuesto. Todo ello, con la intención de aclarar las ideas e incrementar así su utilidad tanto pedagógica como reflexiva. Sigo pensando, y ahora con más convicción que antes, que el cine es un dispositivo para pensar en imágenes y que en él tiene la cultura del siglo XXI su mejor aliado. Puede decirse que todo cuanto he expuesto en mis posteriores escritos sobre el tema tienen en La puesta en imágenes su formulación básica: ahí se encuentran, creo, los fundamentos del nuevo vocabulario audiovisual que ahora se expande en todas direcciones, no sin una considerable dosis de desconcierto. Visto con la perspectiva de los años, se diría que el libro fue en su momento un ejercicio de neoclasicismo que pretendía ordenar la apasionante deriva neobarroca en la que ya entonces nos encontrábamos. Pero quizá los nuevos lectores adviertan ahora que, tras ese pretendido planteamiento neoclásico, se encontraba ya la clave de la contrapartida compleja que tiene en el cine –clásico, moderno o posmoderno– su fundamento. Leído así, el libro adquiere un renovado interés y se convierte en una guía que no ha perdido actualidad.

Por otro lado, sigue vigente, en una época tan transmediática como la nuestra, la necesidad no solo de establecer puentes entre los diferentes medios de expresión, algo que la cultura del ordenador ya promueve por su cuenta, sino de facilitar reflexiones en torno al fenómeno. Situar el cine en contacto con otras artes, que fue una de las novedades del libro, sigue siendo una empresa absolutamente necesaria.

Finalmente, quisiera dar las gracias, en primer lugar, a Jesús Rodrigo y a todo el equipo de Shangrila por haberse animado a emprender esta recuperación. La labor de la editorial Shangrila en favor de la reflexión cinematográfica es extraordinaria e incluso podría decirse que titánica en un momento en que los estudiantes de cine parecen abandonar la lectura como necesaria antesala a sus experimentos creativos. Sin embargo, la pervivencia de la editorial nos permite ser optimistas al respecto, puesto que al parecer todavía hay suficientes lectores, o estudiantes sensatos, capaces de darse cuenta de que cualquier labor creativa debe estar fundamentada en un imaginario personal bien estructurado y una sensibilidad convenientemente aquilatada. Ello no se consigue si no es frecuentando la teoría y el visionado de los clásicos como motores de la reflexión personal. Si se reclama la vigencia de un canon literario –tan ampliado como se quiera con las nuevas sensibilidades– para la salud de la cultura, no debe olvidarse, como se acostumbra a hacer, que, en nuestro entorno audiovisual, es igualmente imprescindible el conocimiento de un canon cinematográfico que vaya más allá del inmediato interés de cada cual, alimentado muchas veces por una cinefilia de corto alcance. La cinefilia es muy recomendable, pero solo si sirve para posteriores intereses intelectuales. De lo contrario, no supera el mero coleccionismo.

También quisiera recordar en este momento a Josep Lluís Fecé, antiguo director de la colección Paidós Comunicación Cine, quien en su momento me dio la oportunidad de publicar la primera versión de este libro. Una obra que no era estrictamente un manual ni una reflexión teórica, sino que combinaba ambas formulaciones, requería un editor que, además de ser sensible e inteligente, tuviera valentía. Le agradezco, pues, ese primer gesto de confianza, esperando que los resultados de esta nueva versión lo sigan justificando.

Tomado de: https://www.shangrila-blog.com

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Buscando a Casal

Buscando a Casal (2019), de Jorge Luis Sánchez

Por Rolando Pérez Betancourt

Buscando a Casal (Jorge Luis Sánchez, 2019), único título compitiendo por Cuba en largometrajes, es un ejercicio de imaginería concebido para plasmar los mundos y misterios de un poeta con referencias tan pocas y reiteradas que apenas escapan de la impronta del cliché.

El resultado de esa búsqueda es una versión de elaborada poética que no teme mezclar el sainete teatral con los recursos del surrealismo. Riesgos, sin duda, principalmente si se tiene en cuenta que no se trata de un poeta lo suficientemente conocido en su dimensión total, como para especular en simbologías acerca de lo que pudo haber sido su trágica existencia en un medio hostil como el del colonialismo español.

El director se inclina por un estilo que sin desdeñar el realismo trata de calzar su mejor expresión en elaboradas metáforas y en un universo paralelo que, ya desde las primeras escenas, hacen suponer que buena parte de lo que veremos es pura concepción artística, quizá a partir de esa máxima de Nietzsche, a toda hora como anillo al dedo: «El arte y solo el arte, tenemos el arte para no morir de la realidad».

Ningún escenario es natural, los tonos son a ratos falseados, un general español, farandulero y enamorado, se alza como contrincante político y pasional del poeta, metáforas visuales de alto calado (y otras no tanto), un romance del protagonista con una dama de sociedad que, en su desarrollo, no puede (o no quiere) desprenderse del melodrama trillado. Y como coronación, el factor político vinculado con la figura de Maceo, el sentimiento poético que le provoca el patriota a Casal, y la guerra de independencia que se avecina y revuelve el escenario político e intelectual, donde envidias y apasionamientos arden en una misma hoguera.

No hay duda de que Jorge Luis Sánchez ha realizado su más compleja y ambiciosa película desde el punto de vista artístico e intelectual, y con aires que a ratos hacen pensar en aquel maduro y colorido Fellini de Y la nave va. Pero al tiempo que su imaginación onírica trata de explorar las angustias del poeta, no puede evitar el atropellamiento de algún que otro personaje, más exaltado que verídico, y que su guion resulte impreciso en la difícil tarea de cohesionar en un todo artísticamente convincente los diferentes tonos asumidos. El director ha salido a buscar las dimensiones de un poeta y no hay duda de que lo encuentra a partir del rumbo que ya tenía trazado en su mente. La polémica comienza entonces a partir de si ha dado con él de la mejor manera.

Tomado de: http://www.granma.cu

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Razones y pasiones de Rigoberto López: Apuntes sobre su obra documentalística

Rigoberto López, Cineasta cubano. (La Habana, 1947-2019)

Por Daniel Céspedes Góngora

No aprecio la idea del documental con el solo objetivo de cazar imágenes bellas, ni el melodramatismo que debilita los contenidos.

Rigoberto López

Cuatro años después del Primer Congreso de Educación y Cultura (1971), en el cual se presentaron ponencias como “El cine y la educación” y “Para una definición del documental”, mientras se celebraba el Primer Congreso del Partido Comunista de Cuba, se exhibían en nuestras salas de cine películas como Conducta indecorosa (Michael Anderson), Mella (Enrique Pineda Barnet)… En 1975 Víctor Casaus presentó Alicia, Santiago Álvarez El primer delegado y Abril de Vietnam en el año del Gato, Jesús Díaz y Fernando Pérez Puerto Rico y Rigoberto López (1947-2019) insistía como documentalista, pues el autor de De una Vieja Habana (1968), El arroz (1969) y El puerto: Toma 1 (1970) dio a conocer en 1975 tres obras: Crímenes de guerra, Apuntes para la historia del movimiento obrero cubano y La primera intervención.

La primera intervención acaso fue la más representativa no solo de una época, sino de las conveniencias y reiteraciones creativas en la Isla. Aún hoy, impactan las imágenes rescatadas del desembarco de los estadounidenses en la Cuba de 1898 integradas al conjunto. Pero el riesgo consistía en comenzar o seguir, más que una iniciativa estética, una línea temática distante de lo habitual o lo políticamente correcto. Los propósitos didácticos en el recorrido historicista de La primera intervención, no podían ser más decisivos para las posteriores entregas de Rigoberto López.

¿Valdría valorar la documentalística del director, tanto lo que pudo ser trabajo por encargo como las realizaciones de su propia inspiración, para saber si, más allá de Granada: el despegue de un sueño (1983), Mensajero de los dioses (1989) y Yo soy del son a la salsa (1996), por ejemplo, hubo otros saldos estéticos de valía por encima del también creador de largometrajes como Roble de olor (2003) y Vuelos prohibidos (2015)? Pues claro, así sepamos de antemano que, por muchos anhelos suyos de contarnos historias de ficción y, amén de su indiscutible conocimiento musical, López era, sobre todo, un cineasta de varios registros culturales e históricos. Este detalle no carece de repercusión, habida cuenta de que realizó más de 25 documentales. No será necesario detenerse en todos, puesto que, no obstante, sus diferencias, cada uno de ellos no desdice de los otros.

Este cine nuestro (1980), dirigido también el mismo año de Junto al golfo y El eslabón más fuerte, es una obra muy revisitada porque fue filmada durante el primer Festival de Cine Latinoamericano de La Habana, y ello supuso captar al mismo tiempo no solo el arranque de tan importante evento cultural, sino recoger los testimonios de numerosos realizadores e intelectuales latinoamericanos, figuras decisivas como Miguel Littín, Fernando Birri, Gerardo Sarno, José Estrada…, quienes dejaron planteados no solo sus intereses creativos sino sus posturas ideológicas. Pasados los años, es un material importantísimo por los entrevistados y las imágenes colaterales sobre el suceso cinematográfico.

En Granada: el despegue de un sueño se abordan las implicaciones socioeconómicas que supone para el país caribeño la construcción de un nuevo aeropuerto y la repercusión política y social del hecho para el gobierno estadounidense. El documental termina con imágenes de la intervención norteamericana en Granada. Con posterioridad vendrían Pero no olvides (1984), Roja es la tierra (1985) y África, círculo del infierno (1986), para llegar al tercer año más productivo de su documentalística: 1987, que es cuando presenta El viaje más largo, Breve carta de Namibia y Los hijos de Namibia.

Aun cuando el director tal vez recordara más sus materiales a propósito de Namibia, El viaje más largo, que aborda la emigración apreciada de los chinos a Cuba por cuanto aportaron a la causa independista de los mambises y al devenir sociocultural de esta nación, es un documental entrañable y bien concebido con arreglo a un asunto en apariencia exótico, pero tan pertinente en la identidad de lo cubano. Recuento histórico con aporte ficcional para recrear el pasado; fotos fijas y despliegues de interioridades reveladas y reveladoras, más la voz en off de José Antonio Rodríguez, la cual acompaña rostros envejecidos y readaptados que aportaron a este pueblo el patrocinio espiritual que constituyó (y constituye) el porcentaje asiático. ¿Cuántos dichos fueron sumados a partir de su arribo y concurrencia? ¿Qué hay de nuestro mestizaje sin aquellas catorce sociedades chinas residentes en el país? Vuelve Rigoberto López a lucirse con un guion a cuatro manos (lo secundó otra vez Leonardo Padura) donde nada sobra y el danzón tema El Dios chino, de José Urfe, no pudo ser mejor traído.

Otro detalle a destacar es que, al ser López corresponsal de guerra en Angola, expresó veracidad en cuanto grababa, sin que ello implicara la imposición de caprichos autobiográficos. Por mucho que se apasionaba por variados temas y hasta personajes, puede advertirse su subjetividad pactando con el proyecto de interés, lo que no significó que dejara de tomar partido. Sabiendo de los riesgos éticos y conceptuales, el documentalista debe ambicionar la imagen más completa del registro histórico. No obstante, la justicia, cuando no la honestidad, pretenden estar, cual añadido, en la postura defendida.

Instruir y amenizar son los fines y los principios capitales del documental. Este, como la ficción, exige selección de contenido y reacomodo del mismo mediante unas imposiciones ideoestéticas que no tienen que prefijarse por escuela alguna. A decir verdad, el canon artístico imperante de una época tiende a subordinarse a tendencias autoritarias que insisten en una tradición “ventajosa” que, en el caso de Rigoberto López, se soslayaron sobre todo en cuanto a las libertades temáticas, y máxime en la cuestión musical. Mucha razón le asiste a José Loyola Fernández cuando solicita: “El conjunto de la obra de este realizador, merece el esfuerzo fructífero del seguimiento investigativo, del regreso a escudriñar en las esencias que subyacen en otros de sus interesantes filmes, ya sean documentales o de ficción, que aguardan por el análisis profundo desde la teoría de la música con la óptica del cine”[1].

Es una pena que, en un documental como El mensajero de los dioses, López se quede solo en enunciar o presentar una temática atractiva por su valor sociocultural que rebasa los fines exclusivamente pedagógicos. Se da un tambor y la cámara se limita a reflejar la importancia de la religión afrocubana para el pueblo cubano desde la filmación de una ceremonia religiosa. ¿Aquí basta que las imágenes enuncien todo? Ni más ni menos en una obra donde hubo citas iniciales de Miguel Barnet y Rogelio Martínez Furé.

Lo contrario sucede con una obra más sencilla en apariencia como Esta es mi alma (1988), la cual es de una importancia antropológica y una visualidad simbólica acertada. Con la música de Leo Brouwer y un guion de Leonardo Padura, José M. Riera y el propio Rigoberto López, el material sigue la línea acostumbrada de entrevista/confesión en que el protagonista —el mambí Nicolás Díaz— es registrado por una cámara que lo toma sentado de manera frontal y alterna con unos primerísimos planos para destacar la expresión fisonómica cuando rememora hechos íntimos y acontecimientos históricos. Al tener como precedentes el primer relato de Lucía (1968), Hombres de Mal Tiempo (1968) y La primera carga al machete (1969), Rigoberto López alterna lo palmario del presente con la reconstrucción de la memoria ajena en un ejercicio indiscutible de estetización histórica (recreación epocal de la Cuba finisecular de la manigua, representación de lo vivido por el héroe, elementos simbólicos como el tratamiento de esa luz a veces ambarina y, otras, de rojo crepuscular, así como también la presencia del reluciente y solitario corcel blanco y el agua caprichosa del riachuelo), donde confluyen dos subjetividades: la del veterano de la guerra y la del director. En consecuencia, la ficción atraviesa lo verdadero, más que para cuestionarlo, para enriquecerlo desde la propia evocación que siempre recurre a retoques anímicos y asociaciones con el presente, pues lo auténtico es privilegio tanto de lo que, en efecto pasó, como del ejercicio de la posmemoria, pues el (o lo) pasado puede presentar múltiples aristas desde las venturas conjeturadas. Téngase en cuenta: “No solo el presente se comporta como un narrador omnisciente que impone a la fuerza su relato, sino que el simple transcurrir del tiempo favorece la ocultación, la mitificación, la distorsión, el encubrimiento”[2]. Dígase lo que se quiera, Esta es mi alma es, con justicia, uno de los más notables documentales de Rigoberto López, que acaso anunciaba sus afanes de dirigir El Mayor.

Más que elemento de ilustración y componente imprescindible de la dramaturgia, sobresale la música en todos los documentales del cineasta. Mas, en ninguno es tan ilustrativa y comprometida como en su memorable y clásico Yo soy, del son a la salsa. El mejunje visual más el cortejo sonoro (entrevistas a músicos y a especialistas, grabaciones de ayer y hoy, conducción de Isaac Delgado…), con los pilares esenciales conformados por el excelente guion (Rigoberto López y Leonardo Padura), la fotografía (Luis García y José M. Riera) y la determinante edición de Miriam Talavera, hubiera sido suficiente para que López conformara la nómina de los principales documentalistas del patio. Loyola Fernández ha tenido a bien señalar con todas las de la ley:

Se debe destacar la coherencia morfológica de este documental, el cual reúne varios componentes que intervienen en la historia que se cuenta: la conducción del relato cinematográfico por parte de un artista en vivo, en pantalla; la continuación del relato o recitativo hablado a cargo de un narrador en off, la presentación artística de solistas y agrupaciones en pantalla ―con material de archivo o filmadas para esta película―, la entrevista a músicos famosos o especialistas relevantes y la aparición interactiva del público bailador o del espectador melómano. Algunos de estos componentes han sido utilizados por otros directores, aunque en esta obra el nivel de creatividad rebasa las fronteras de los senderos[3].

En otro orden de asunto, llegamos a Puerto Príncipe mío (2000), el cual constituye un testimonio audiovisual muy atendible por el acercamiento crítico a una ciudad que, si bien fue, de modo patente, creativa y dinámica en los años cuarenta y cincuenta del siglo pasado, como lo reconoce uno de los entrevistados, desde hace tiempo, por su misérrima situación, pone en entredicho hasta su propio nombre. En un poco más de cincuenta y siete minutos López adentra al espectador en la involución de una capital muy rica en toda su historia cultural, allí donde se conservan documentos fundacionales en bibliotecas importantes y se intenta vivir desconsiderando incluso los factores medioambientales tan determinantes para la preservación de todo y todos. Llama la atención la riqueza artística como las diferencias abismales en el orden político y cultural de sus habitantes. En Puerto Príncipe mío se nos muestran muchas ciudades en una. La capital deviene caligrafía tridimensional —al decir de Luis Britto García— que desmerece, por incomprensión u olvido de muchos de sus habitantes, cuanto ha sido y puede ser. En un momento se dice con sobrado juicio: “mientras el individuo no se sienta orientado por la colectividad, no se podrá hacer nada en Puerto Príncipe”.

Ahora, cuando en esta obra ya ha presentado de qué van los conflictos y preocupaciones, se vuelve a reiterar cuanto ha quedado expuesto. Aunque hay imágenes impactantes y valederas, el material se vuelve extenso, si bien no se echa a ver por el atinado cierre. López ha admitido: “El documental debe tener capacidad de síntesis, no puede permitirse la repetición de ideas, porque se estanca”[4].

Con Figueroa (2007) se confirma cuán influyente pudiera ser la concepción y el seguimiento de una temática que se basta a sí misma. Es uno de los mejores trabajos de Rigoberto López. Aquí se sobrepasa la manera en que está concebido: confesión del protagonista más el apoyo de opiniones de conocedores de su obra fotográfica… Figueroa muestra su costado de historiador fotográfico. De manera que pudiéramos considerar la yuxtaposición de esas imágenes consecutivas (fotos fijas), las cuales conforman la obra de uno de los imprescindibles del lente en la Isla, aunque lo más significativo pudiera ser cuánto revela el entrevistado desde el punto de vista personal y profesional. Queda claro que Figueroa es exponente de otra suerte de fotografía grandiosa: la cotidiana, esa que, ceñida a lo presencial, es asistida por la visión del artista “en el lugar adecuado, en el momento adecuado”. Él escogió otro camino para mostrar a esos grupos sociales que también estaban, más que haciendo la Revolución, sintiéndola o padeciéndola. La curva de interés de cuanto nos narra el protagonista reposa sobre la diversificación de números musicales que apoyan el paso del tiempo o las diferentes épocas y contextos, así como los estados de ánimo según los distintos acontecimientos que ha experimentado el reconocido fotógrafo cubano.

Los temas recurrentes en la obra documental de Rigoberto López son la historia patria y elementos conformadores del sujeto nacional como la negritud o mejor: el mestizaje; también la música, la religión, la ciudad y el paisaje suburbano, la guerra, la insularidad y el Caribe… al proyectar, sin intermisión, lo cubano en franco diálogo con el Caribe y el mundo. A Reynaldo González le comentó: “Nunca me afilié a ninguna corriente en particular. Hay una diversidad de posibilidades. No te podría decir que haga mía una sola. La indicada la dice el propio asunto”[5].

¿Para qué reconocerle un estilo a quien no pretendió tenerlo? En todo caso, dejó más que un nombre en documentales desiguales, aunque de una calidad innegable. Desde hace tiempo, Rigoberto López aportó un meritorio legado al universo audiovisual cubano.

Notas:

[1]José Loyola Fernández: La música en el cine documental cubano, Ediciones ICAIC, 2017, p.

[2] José María Herrera: “La mentira y la historia”, en Cuadernos Hispanoamericanos No 816, junio 2018, Madrid, p.52.

[3] José Loyola Fernández: ob.cit, p.

[4] Reynaldo González: “En espera de El Mayor. Conversación con Rigoberto López”, en Cine Cubano, No 205, septiembre 2018-abril 2019, La Habana, p.76.

[5]Ibídem, p.79.

Tomado de: http://www.lajiribilla.cu

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El uso del plano secuencia en El irlandés (+Tráiler)

El irlandés (2019), de Martin Scorsese

Por Alexandra Vázquez Peña

En el ámbito del discurso fílmico y sus formas, el plano secuencia sigue siendo el artificio más absorbente que directores como Martin Scorsese han sabido incorporar en su cine con intenciones narrativas y expresivas; ya son icónicas la inolvidable secuencia de Henry Hill ingresando con su novia al restaurante Copacabana en Uno de los nuestros (Goodfellas, 1990) o el camino que recorre Jack la Motta desde el vestuario al ring antes de una lucha en Toro Salvaje (Raging Bull, 1980). No sorprende entonces que Scorsese construya un relato épico como es El irlandés con planos secuencias puntuales y tan peculiares que se corresponden a una intención casi ideológica que sobrepasa la impresión de la realidad baziniana.

Entendiendo al plano como la unidad discursiva mínima comprendida entre dos cortes, y a una escena como la unidad espacio-temporal, el plano secuencia registra sin interrupciones una unidad de acción que engloba varios planos y que puede abarcar una escena o contener varias escenas donde existen alteraciones en la posición de la cámara, el movimiento, el encuadre e incluso en la profundidad de campo.

El irlandés inicia con un plano secuencia que parte de un plano general en el interior de un hogar de ancianos. La cámara, como si fuera una persona, recorre los pasillos y espacios hasta llegar al lugar donde se encuentra sentado en una silla de ruedas quien será el narrador de la historia, Frank Sheeran. Este movimiento, que devela situaciones cotidianas del geriátrico imita el andar de alguien que navega en busca de algo en un escenario ajeno. La cámara, anónima, se entromete a este mundo sin ser advertida por los numerosos personajes que ingresan y salen de cuadro. Pero Frank sí repara en nuestra existencia, y la cámara lo reconoce cuando reposa el plano final de esta secuencia sobre su rostro avejentado. Él nos estaba esperando.

En un primer plano, Frank abre el relato con una voz en off que luego de las primeras líneas ingresa al mundo diegético. En otras palabras, sus pensamientos pasan al diálogo; de la omnisciencia de un narrador, al testimonio de un personaje que hace partícipe al espectador y niega la existencia demarcativa de la cuarta pared. El movimiento espacial y el tratamiento sonoro predisponen una abstracción absoluta al mundo de Frank visto a través de sus ojos.

Un segundo plano secuencia describe una intención distinta que el inicio. Una escena previa presenta a Russell Bufalino, quien se dirige a cámara y explica uno de sus códigos inquebrantables. De un primer plano de Russell, la narración corta a un hombre recostado en la silla de un barbero. La cámara se aleja para describir el amplio espacio donde se visualiza a un hombre de sobretodo negro recostado en un pilar. Queda claro que es a él a quien debemos prestar atención, pero de súbito, este personaje se retira del lugar, no sin antes echar un último vistazo al hombre acostado. La cámara, luego, lo acompaña al exterior de la barbería hasta las escaleras del centro comercial, donde otros dos hombres de sobretodo negro intercambian miradas con el primer personaje y se dirigen a la misma barbería. El foco se desplaza a ellos hasta que arriban a la fachada ya familiar. Y aquí la poética visual de Scorsese, porque en vez de ingresar nuevamente a dicho espacio, la cámara descansa sobre un arreglo floral de la vidriera adyacente, mientras que se escuchan disparos que confirman la sospecha sobre la misión de estos desconocidos.

Si bien El irlandés es un drama de gángsters, lo que supone la existencia casi imperativa de asesinatos cometidos al margen de la ley, en esta secuencia se relega la violencia al fuera de cuadro y se opta por mostrar las flores, un elemento foráneo en este mundo masculino. Ni siquiera se corresponde a la intención de resguardar la brutalidad de los crímenes, pues Scorsese ya había dado explícitamente el significado de la frase “pintar paredes”, pero en la contraposición de imagen con sonido añade una dimensión más al mundo del crimen organizado y obliga, en la ambigüedad, a comprender que sus personajes, así como pueden matar a sangre fría, son hombres de familia que quizás pueden sorprender a sus esposas con flores.

Los primeros minutos de la película, donde se enmarcan ambas secuencias analizadas, establecen los dos pilares argumentales sobre los cuales Scorsese nos irá conduciendo. Por un lado, la subjetividad del relato, las memorias de Frank y la absoluta sumisión emotiva a su vida; por el otro, el quiebre con su familia a raíz de la violencia vinculada al crimen que tiñe este ámbito familiar. La conjunción de estos elementos resulta en un testimonio afligido, que mancha esas mismas paredes ensangrentadas con remordimiento y dolor.

Cuando André Bazin formuló la idea del montaje prohibido, sostuvo que un montaje que sacrifique la fluidez espacial de la acción, cuando en la misma simultaneidad yacía la belleza de una secuencia, era desestimable. En El irlandés, la belleza de los planos secuencia no se sostiene en el valor de la realidad ni en el carácter real que alcanza dicho elemento, sino en las roturas evidenciadas mediante ciertos elementos visuales y sonoros que ahondan el mundo criminal que Frank mismo está exponiendo y en la discordancia de una película de género que, al fin y al cabo, es un relato íntimo de lealtad, pérdida y condena.

Filmografía:

El irlandés (The Irishman), Martin Scorsese, 2019.

Uno de los nuestros (Goodfellas), Martin Scorsese, 1990.

Toro Salvaje (Raging Bull), Martin Scorsese, 1980.

Fuentes bibliográficas:

Bazin, A. (2004). ¿Qué es el cine? Madrid, España: Ediciones Rialp.

http://www.elespectadorimaginario.com/plano-secuencia-en-el-irlandes/

Tomado de: http://www.elespectadorimaginario.com

Tráiler del filme El irlandés (2019), de Martin Scorsese

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Nelson Mandela. Discurso de aceptación del Premio Nobel de la Paz

Nelson Mandela. Premio Nobel de la Paz

Por Nelson Mandela

“Su Majestad el Rey, Su Alteza Real, Honorable Primer Ministro, señora Gro Brundtland, ministros, parlamentarios y embajadores, Señores Miembros del Comité Noruego del Nobel, miembro laureado, Sr. FW de Klerk, distinguidos invitados, amigos, señoras y señores:

Estoy verdaderamente honrado de estar aquí hoy para recibir el Premio Nobel de la Paz de este año.

Extiendo mi más sincero agradecimiento al Comité Nobel noruego por elevarnos a la condición de un ganador del Premio Nobel de la Paz.

También me gustaría aprovechar esta oportunidad para felicitar a mi compatriota y compañero de premio, el Presidente del Estado F.W. de Klerk, en su recepción de este alto honor.

Juntos, nos unimos a dos distinguidos sudafricanos, el difunto Jefe Albert Luthuli y Su Gracia el arzobispo Desmond Tutu, a cuyas contribuciones a la lucha pacífica contra el perverso sistema del apartheid pagó homenaje merecido al otorgarles el Premio Nobel de la Paz.

No va a ser presuntuoso por nuestra parte si añadimos también, entre nuestros predecesores, el nombre de otro ganador del Premio Nobel de la Paz, el fallecido estadista e internacional afroamericano, el reverendo Martin Luther King Jr.

Él también luchó y murió en el esfuerzo de hacer una contribución para la justa solución de los mismos grandes temas actuales a los que hemos tenido que enfrentarnos como sudafricanos.

Hablamos aquí de la impugnación de las dicotomías de la guerra y la paz, la violencia y la no violencia, el racismo y la dignidad humana, la opresión y la represión y la libertad y los derechos humanos, la pobreza y la miseria.

Estamos aquí hoy nada más que como representante de los millones de nuestra gente que se atrevieron a levantarse contra un sistema social cuya esencia misma es la guerra, la violencia, el racismo, la opresión, la represión y el empobrecimiento de todo un pueblo.

También estoy aquí hoy como representante de los millones de personas en todo el mundo, el movimiento anti – apartheid, los gobiernos y las organizaciones que se unieron con nosotros, no para luchar contra Sudáfrica como país o cualquiera de sus pueblos, sino para oponerse un sistema inhumano y para un rápido fin del crimen del apartheid contra la humanidad.

Estos innumerables seres humanos, tanto dentro como fuera de nuestro país, tuvieron la nobleza de espíritu para estar en el camino contra la tiranía y la injusticia, sin buscar ganancia egoísta. Reconocieron que un ataque contra uno es un ataque contra todos y por lo tanto actuaron juntos en defensa de la justicia y la decencia humana común.

Debido a su valentía y persistencia durante muchos años, podemos, hoy en día, incluso fijar las fechas en las que toda la humanidad se unirá para celebrar una de las victorias humanas sobresalientes de nuestro siglo.

Cuando llegue ese momento, veremos, en conjunto, como se regocijan en una victoria común sobre el racismo, el apartheid y el gobierno de la minoría blanca.

Ese triunfo traerá finalmente a su fin una historia de 500 años de AFC de los metales nobles y piedras preciosas que se apoyan en las entrañas de la tierra africana que pisamos las huellas de nuestros antepasados. Será y debe medirse por la felicidad y el bienestar de los niños, a la vez los ciudadanos más vulnerables de cualquier sociedad y el más grande de nuestros tesoros.

Los niños tienen que, por fin, jugar en la sabana abierta, ya no torturados por los dolores del hambre o devastados por la enfermedad o amenazados con el flagelo de la ignorancia, el abuso sexual y el abuso, y ya no se requieren para participar en actos cuya gravedad excede las demandas de su corta edad.

Frente a esta distinguida audiencia, nos comprometemos a una nueva Sudáfrica en la búsqueda incesante de los fines establecidos en la Declaración Mundial sobre la Supervivencia, la Protección y el Desarrollo del Niño.

La recompensa de la que hemos hablado, también se debe medir por la felicidad y el bienestar de las madres y los padres de estos niños, que deben caminar por la tierra sin miedo a ser robados, matados por el beneficio político o material, o escupidos porque son mendigos.

Ellos también deben ser relevados de la pesada carga de la desesperación que llevan en sus corazones, nacido de hambre, falta de vivienda y el desempleo.

El valor de ese regalo para todos los que han sufrido debe ser medido por la felicidad y el bienestar de todos los habitantes de nuestro país, que han derribado las paredes inhumanas que los dividen.

Estas grandes masas han dado la espalda al grave insulto de la dignidad humana que describe a algunos como jefes y otras personas como sirvientes, y transforma cada uno en un depredador cuya supervivencia dependía de la destrucción del otro.

El valor de la recompensa compartida debe medirse por la paz gozosa que triunfará, porque la humanidad común que une tanto a blancos como a negros en una sola raza humana, le han dicho a cada uno de nosotros que todos hemos de vivir como los niños del paraíso.

Por lo tanto, vamos a vivir, porque habremos creado una sociedad que reconoce que todas las personas nacen iguales, con cada derecho en igual medida a la vida, a la libertad, la prosperidad, los derechos humanos y el buen gobierno.

Tal sociedad no debe permitir de nuevo que deba haber presos de conciencia, o que los derechos humanos de cualquier persona sean violados.

Tampoco debe nunca suceder que una vez más los caminos hacia el cambio pacífico sean bloqueados por usurpadores que pretenden tomar el poder de la gente, en pos de sus propios fines innobles.

En relación con estas cuestiones, hacemos un llamamiento a los que gobiernan Birmania para que liberen a nuestro compañero laureado con el Premio Nobel de la Paz, Aung San Suu Kyi, y nos comprometemos a ella y a los que ella representa en un diálogo serio, en beneficio de todo el pueblo de Birmania.

Oramos para que aquellos que tienen el poder de hacerlo, sin más demora, permitan que ella utilice sus talentos y energías para el bien de la gente de su país y de la humanidad en su conjunto. Lejos de la caída áspera y de la política de nuestro propio país, me gustaría aprovechar esta oportunidad para formar parte del Comité Nobel noruego y rendir homenaje a mi premio conjunta, el Sr. FW de Klerk . Él tuvo el coraje de admitir que un terrible error se había hecho en nuestro país y la gente a través de la imposición del sistema de apartheid. Él tuvo la visión de entender y aceptar que todo el pueblo de Sudáfrica debe, a través de negociaciones y de los participantes en pie de igualdad en el proceso, así como determinar lo que quieren hacer con su futuro.

Pero todavía hay algunos dentro de nuestro país que erróneamente creen que pueden hacer una contribución a la causa de la justicia y de la paz por el apego a las consignas que se han demostrado para deletrear nada más que desastres.

Sigue siendo nuestra esperanza de que estos también serán bendecidos con la razón suficiente para darse cuenta de que la historia no se puede negar y que la nueva sociedad no se puede crear mediante la reproducción del pasado repugnante, sin embargo refinado o seductoramente re envasado.

Vivimos con la esperanza de que como ella lucha para rehacer a sí misma, Sudáfrica será como un microcosmos del nuevo mundo que está luchando para nacer.

Este debe ser un mundo de democracia y respeto de los derechos humanos, un mundo liberado de los horrores de la pobreza, el hambre, la privación y la ignorancia, aliviado de la amenaza y el azote de las guerras civiles y la agresión externa y sin la carga de la gran tragedia de millones forzada a convertirse en refugiados.

Los procesos en los que Sudáfrica y el sur de África en su conjunto ha sido contratada, hacen señas y nos instan a todos los que nos tomamos esta marea en pleamar y hacen de esta región un ejemplo vivo de lo que todas las personas de conciencia les gustaría que el mundo fuera.

No creemos que este Premio Nobel de la Paz pretenda ser un elogio de los asuntos que le han pasado y pasan.

Oímos las voces que dicen que se trata de una apelación de todos los que, en todo el universo, buscaba poner fin al sistema de apartheid.

Nosotros atenderemos su llamada, le dedicaremos lo que queda de nuestra vida con el uso de la experiencia única y dolorosa de nuestro país para demostrar, en la práctica, que la condición normal de la existencia humana es la democracia, la justicia, la paz, el no-racismo, el no-sexismo, la prosperidad para todos, un medio ambiente sano y la igualdad y la solidaridad entre los pueblos.

Movido por esa apelación e inspirado por la eminencia que ha lanzado sobre nosotros, nos comprometemos a que nosotros también haremos todo lo posible para contribuir a la renovación de nuestro mundo para que nadie, en el futuro, sea descrito como los condenados de la tierra.

Que nunca se diga por las generaciones futuras que la indiferencia, el cinismo y el egoísmo nos hizo fallar para vivir de acuerdo con los ideales de humanismo que el Premio Nobel de la Paz encapsula en los esfuerzos de todos nosotros, y demostrar a Martin Luther King Jr haber estado en lo correcto cuando dijo que la humanidad ya no puede estar trágicamente unida a la medianoche sin estrellas del racismo y la guerra.

Hagamos que los esfuerzos de todos nosotros, demuestren que él no era un simple soñador cuando hablaba de que la belleza de una verdadera fraternidad y la paz es más preciosa que los diamantes o la plata o el oro.

¡Dejad que una nueva era amanezca!

Gracias.”

Tomado de: https://www.elviejotopo.com

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Dinero sucio, de Steven Soderbergh, en Solo la verdad (+Tráiler)

Dinero sucio, de Steven Soderbergh

Por Octavio Fraga Guerra

El próximo lunes 16 de diciembre, en el espacio televisivo Solo la verdad, que se trasmite por el Canal Cubavisión de la Televisión Cubana, se presentará el filme, Dinero sucio, de Steven Soderbergh.

El filme abunda en los famosos Papeles de Panamá, la gran filtración de más de once millones de documentos que pusieron en la mirilla de la sociedad global el entramado de sociedades offshore comprometidas en ocultar la basura legal de los más ricos; de 140 dirigentes políticos, más personalidades públicas como Mauricio Macri, Petró Poroshenko, Malcolm Turnbull, Ronald Reagan, Silvio Berlusconi, Michel Platini, Bertín Osborne, y una lista es interminable de nombres.

Este espacio está conducido por el periodista Jorge Legañoa y alterna cada semana con el decano Historia del cine. Sobre este filme la crítica ha expresado:

“Para construir la historia, la dupla Scott Z. Burns, guionista de la película, y Soderbergh, que ya habían trabajado juntos en títulos como Contagio o Efectos secundarios, se basan en una estructura episódica protagonizada por diferentes afectados por los Papeles de Panamá, con el hilo conductor que dirigen Gary Oldman y Antonio Banderas como Jürgen Mossack y Ramón Fonseca, respectivamente. Ambos se dirigen al público, rompen la cuarta pared y tratan de cumplir con una función instructiva y satírica autoimpuesta por aquello de rebajar la complejidad del entramado en el que se basa la historia principal”.

“Soderbergh, siempre clarividente, sigue por todo el mundo el rastro pestilente de un dinero que de ninguna manera puede limpiarse del todo. (…) Una película que se ve a sí misma con la superioridad necesaria para juzgar a sus personajes, y que nos hace partícipes de dicho proceso. (…) Para que despertemos a golpe de carcajada, y para que, después, reavivemos esa indignación sin la cual no se puede poner a freno a este grotesco desenfreno”. (Rafa Domínguez, publicado por Hobby consolas).

“La película brilla cuando se proyecta a las alturas de la comedia cínica (…) Pierde algo de fuelle cuando se aleja de sus personajes más carismáticos (los interpretados por Streep, Oldman y Banderas).” (Víctor Esquirol, publicado por FilmAffinity).

“Parece que Soderberg y Burns querían hacer énfasis en lo escandalosa que fue esta estafa mientras se divertían en el proceso, pero su puntería satírica no está a la altura de sus ingeniosas ambiciones.” (Manu Yáñez, publicado por Fotogramas).

“Su estructura narrativa es un tanto laberíntica (incluso en la forma de ser filmada), juguetona, desesperante, inexplicable, como el mundo en que vivimos, donde vale todo”. (Todd McCarthy, publicado por The Hollywood Reporter).

“El hilo conductor de la película recae en la anciana Ellen (Meryl Streep), que investiga una póliza de seguros falsa tras ser víctima de un fraude. Su molestia la vinculará al bufete de abogados Mossack Fonseca, que se vio involucrado por el escándalo de las sociedades offshore y saltó a la luz pública a través del caso de “Los Papeles de Panamá”, fruto de una investigación periodística”. (Publicado por Cinerama hoy)

“Mitad periodismo, mitad dramatización, Dinero sucio pone en marcha un engranaje similar al utilizado por Soderbergh en Tráfico (2000) o Erin Brokovich (2000), desplegando un arsenal de información y puntos de vista antitéticos, a fin de posicionar al espectador —en un ángulo preciso desde el cuál analizar un problema complejo, haciéndole creer que ha comprendido el fondo del asunto, sin que esto sea necesariamente cierto”. (Lidia Oñate, publicado por Industrias de cine)

Sinopsis

Los Papeles de Panamá, uno de los escándalos de lavado de dinero más grandes de la historia. Documentos que vinculaban a políticos y a otras personalidades de las finanzas, los deportes y el arte al sistemático lavado de dinero y evasión tributaria a través de paraísos fiscales. Un grupo de periodistas participa en el descubrimiento de 11,5 millones de estos archivos, todos ellos vinculados a las figuras políticas más poderosas del mundo con cuentas bancarias secretas para evitar impuestos.

Steven Soderbergh (High Flying Bird, La suerte de los Logan) dirige este filme basado en el libro de Jake Bernstein sobre Los Papeles de Panamá, cuyo guion escribe Scott Z. Burns (Un océano entre nosotros). El reparto del filme está formado por Meryl Streep (Mamma Mia! Una y otra vez), Gary Oldman (El instante más oscuro), David Schwimmer (American Crime Story), Will Forte (El último hombre en la Tierra), Robert Patrick (Matar al mensajero) y Antonio Banderas (Dolor y gloria). (Sergio Huidobro, publicado por Revista Código).

Ficha técnica

Título: Dinero sucio

Título original: The Laundromat

Año: 2019

Duración: 95 min.

País: Estados Unidos

Dirección: Steven Soderbergh

Guion: Scott Z. Burns

Fotografía: Steven Soderbergh

Reparto: Meryl Streep, Gary Oldman, Antonio Banderas, David Schwimmer, Alex Pettyfer, Will Forte, James Cromwell, Matthias Schoenaerts, Nonso Anozie, Melissa Rauch, Robert Patrick, Jeffrey Wright, Amy Pemberton, Chris Parnell

Productora: Grey Matter Productions / Anonymous Content / Netflix / Topic Studios. Distribuida por Netflix

Género: Intriga. Thriller. Comedia

Tráiler del filme Dinero sucio, de Steven Soderbergh

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Desde hace demasiado tiempo, Vargas Llosa perdió la noción de la realidad

De un tiempo a esta parte al escritor peruano-español Mario Vargas Llosa le ha dado por dictar recetas, en cuanto medio a su alcance, acerca de cuál es el régimen político perfecto en América Latina. Para él, por supuesto, todo pasa por la democracia electoralista que se rige por las leyes de la oferta y la demanda, las reglas del neoliberalismo y la manipulación aviesa de la opinión pública. Ni una línea sobre las protestas en Chile, Colombia y Brasil. El escritor prefiere guardar silencio cómplice en esos casos.

La más reciente diatriba contra los pueblos de Nuestra América tuvo como caja de resonancia una intervención reproducida por un canal de la televisión de Estados Unidos, diseñado especialmente para Cuba con fines subversivos. En la entrevista, replicada por medios muy influyentes de la región, se vuelve a reiterar que Venezuela y Cuba son los culpables de los actuales estallidos sociales en el continente. Mencionó el golpe de estado contra el Presidente boliviano Evo Morales como “una demostración de que uno puede librarse de la mala influencia de Venezuela, de Cuba, de Nicaragua”.

Evidentemente, Vargas Llosa no nos conoce. Desde hace demasiado tiempo perdió la noción de la realidad de cuanto acontece entre nosotros. Intenta estimular con un desvergonzado y delirante presagio, la iniciativa de un levantamiento interno, que tendría obviamente el respaldo del Imperio y sus aliados. Augura que “en cualquier momento el pueblo cubano nos va a dar una sorpresa”.

Ofensiva y calumniosa profecía. La “sorpresa” que cada día ofrece el pueblo cubano es la de ser más revolucionario, más firme, más creativo, más solidario, más socialista, más digno. La de estar cada día más unido en torno a los ideales de Martí y de Fidel.

La vanguardia del movimiento artístico y literario cubano rechaza categóricamente los insultos y mentiras que el señor Vargas Llosa propala sin sonrojo. Junto a su bien ganado reconocimiento literario, tendrá sin duda un sitio en “la historia universal de la infamia”.

Presidencia de la UNEAC.

10 de diciembre de 2019

Tomado de: http://www.uneac.org.cu

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El Norte, de Gregory Nava

Cartel del filme El Norte, de Gregory Nava

Por Octavio Fraga Guerra

Revisitar un filme, treinta y cinco años después de su estreno, es, por sobre todas las cosas, un acto de búsquedas estéticas, de soluciones narrativas, y también, de inevitables paralelismos.

Se agolpan las reflexiones, nacen las adjetivaciones, se nos revelan otras maneras de contar, que en el primer visionaje quedaron “ocultas”. En ese dialogo con el filme se engrandece la pieza cinematográfica, y entonces, la percibimos con otras vestimentas, frescas, actuales, contemporáneas.

Estos son los pilares de este, otro abordaje, construido tras visitar las texturas, los lazos narrativos y la descomunal belleza de los planos, que Gregory Nava nos edificó en su antológico filme: El Norte.

Disfrutaremos esta mañana de una historia, de tan solo, dos protagonistas y un minimalista reparto de actores. Entre todos ellos convergen las esperanzas, las actitudes violentas y mezquinas. También los sufrimientos del sórdido mundo de las migraciones, en un filme pintado con sobria escritura y llana narrativa, que resulta esencial en la cinematografía de Nuestra América toda.

“El mensaje de ‘El Norte’ es más relevante hoy que cuando la hicimos hace 35 años”, aseguró Gregory Nava recientemente, quien, ante el regreso a los cines estadounidenses de esta clásica cinta, dijo que querría enseñársela al presidente de los EE.UU., Donald Trump.

La cinta, restaurada por la Academia de Hollywood, logró una nominación al Óscar al mejor guion original.

Gregory Nava erigió un sustantivo melodrama del trágico viaje de dos hermanos guatemaltecos, que huyeron de la cacería contra la población indígena, bajo la manta cómplice de la dictadura de José Efraín Ríos Montt.

El filme nos revela las bases históricas de estos hechos y en ese paralelismo con el presente, nos ratifica la permanencia de estos actos que laceran la vida de miles de personas de Nuestra América, que surcan violentas rutas por un “mundo mejor en el Norte”.

El vigor del filme engrandece la puesta cinematográfica, de aguda factura y sobrios diálogos, construidos para universalizar hechos cotidianos, dolorosos, que sacuden a buena parte del planeta: la migración forzosa.

Virtuosa es también la apuesta del realizador por desarrollar este filme con actores no profesionales. La autenticidad, los temperamentos, los diálogos situacionales, el amplio abanico de gestualidades, son puntos medulares en la dirección de actores de Gregory Nava, que se aventuró a realizarla con estos actores naturales, asumiendo el riesgo, y también el éxito.

Una de las esencias de la pieza cinematográfica es el derecho a la dignidad y la solidaridad como actos cotidianos.

El Norte, conmueve, nos hace preguntas, nos invita a no estar ajenos ante el mundo, signándonos en los contextos de los que somos partes, en donde nos toca estar, pues la humanidad nos exige participación y respuestas.

*Palabras de presentación del filme El Norte, de Gregory Nava, en el apartado Clásicos restaurados del 41 Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano. La Habana, 10 de diciembre de 2019. Cine 23 y 12, sede de la Cinemateca de Cuba.

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Patakin o de las angustias de lo musical en el cine cubano

Patakin, de Manuel Octavio Gómez

Por Norge Espinosa Mendoza

Recuerdo con nitidez la aparición de aquel tráiler en la pantalla de un cine santaclareño. Patakín (quiere decir ¡fábula!): aclaraban los créditos de aquella secuencia de números de canto y baile que anunciaban una suerte de regreso al musical en la cinematografía cubana, tras varios años de desencanto y espera alrededor del género, salvado apenas por una serie de documentales, algunos notables, en los que la música cubana se dejaba ver en pantalla a través de sus más consagrados intérpretes. Era la década del ochenta, que merece un estudio aparte en la producción cinematográfica del país, dada la abundancia de lo filmado y los muy diversos matices de esos filmes, que iban desde una voluntad estetizante tan abrumadora como la de Cecilia (Humberto Solás, 1982), hasta la chatura malamente hiperrealista de otros. En medio de todo ello aparece Patakín…, dirigida por Manuel Octavio Gómez en 1982, con guion de Eugenio Hernández Espinosa, música de Rembert Egües, coreografías de Víctor Cuéllar, fotografía de Luis García Mesa y edición de Justo Vega. No se equivocan quienes la añaden a la lista de películas de culto producidas en la Isla. Es difícil verla sin tomar ciertas precauciones. Yes por ello, también, que la propongo en estas páginas como encrucijada hacia la dificultad que, para nuestro cine, el musical ha sido una y otra vez.

Con la llegada del sonoro, sucedió lo inevitable: la cinematografía cubana se llenó de congas, maracas, guitarras y pasos de baile. La música popular acompañó la imagen turística de esas primeras producciones, y resultaba ineludible que entre escena y escena saltara una canción. Gracias a ello se conservan imágenes de algunas de nuestras más destacadas figuras cantando a Lecuona, Roig y otros compositores de valía. Rita Montaner fue la más afortunada en esas lides, quien protagonizó al menos dos filmes, ambos de Ramón Peón, que la nostalgia deja ver sin demasiado remilgo: El romance del palmar, en 1938; y La Única, en 1952. Pero ya a fines de esa década otras voluntades iban exigiendo más, y prueba de ello es el thriller experimental Siete muertes a plazo fijo (Manuel Alonso, 1950) –en el que Maritza Rosales no pierde la oportunidad de bailar–, y Casta de roble (Manuel Alonso, 1954), un drama de la sangre emplazado en el campo cubano. La Revolución traería su propia música, y justamente, el nuevo cine que llegó con ella miró con recelo el musical, importado desde Hollywood con una carta de artificio y refinamiento costoso, que a muchos parecía inadecuado para la nueva circunstancia.

Lo verdaderamente asombroso es que a lo largo de toda la historia del cine cubano no se haya producido una película que logre enlazar de modo sólido, en un mismo argumento, música, canto, baile y acción dramática. Lo más cercano y exitoso que se tiene respecto a ello es, por supuesto, La bella del Alhambra, el nostálgico filme de Enrique Pineda Barnet, que reimaginaba en 1989 la típica historia de una joven estrella en aquel famoso teatro de hombres solos, a partir del modelo que Sara Montiel y otras actrices del cine hispanoamericano impusieron entre los años treinta y sesenta. Pero incluso La bella… –y este es uno de sus valores, pues logró refrescar todo un repertorio que estaba a punto de ser casi olvidado–, está más cerca del concepto de revista que de un musical propiamente dicho, enhebrando canciones ya existentes en una trama que las toma o no, según quieren el director y el guionista, como puntos de apoyo o enlace entre sus secuencias. Es más bien un jukebox musical, como se dice para definir una obra de este tipo, diferenciándolas de aquellas para las cuales un letrista y un compositor crean temas completamente inéditos, relacionados en forma directa con la trama a desarrollar. El nuevo cine miró con recelo el teatro en tanto fuente de posibles filmes, y de ahí viene esa tardanza en llevar a la pantalla obras que fueron éxitos en la escena de su tiempo, y que han debido esperar más de cuarenta años para llegar a la pantalla, con lo que eso conlleva de peligroso. El musical cayó en esa misma trampa. Y es curioso, porque, por ejemplo, vale recordar que en 1959 los actores sobrevivientes del Alhambra aún recibían aplausos en el Teatro Martí, y que una obra que incluía canciones era la más exitosa, con más de 150 funciones en la sala Hubert de Blanck de aquella Habana: Mujeres, dirigida por María Julia Casanova (de diciembre de 1958 hasta el 12 de marzo de 1960). En su elenco se destacaba María de los Ángeles Santana. Pero ni ella, ni otra de nuestras grandes vedettes, Rosa Fornés, serían consideradas para roles cinematográficos durante mucho tiempo. Era obvio que la nueva directiva de este cine emergente no confiaba en el musical, y los trastazos que recibió el género en sus pocos ejemplos durante aquellos primeros años lo condenaron a ser cada vez menos frecuentados. La arrancada fue Cuba baila, de 1960, primer largometraje de Julio García Espinosa, a medio camino entre las producciones -que México y la Isla desarrollaron intensamente, y que tuvo entre sus guionistas a Alfredo Guevara y a Manuel Barbachano Ponce como productor, con supervisión de Cesare Zavattini, con un resultado poco atractivo a pesar de una escena de rumba cabaretera que vale lo suyo. La revista Fotogramas le dedica a ese filme el siguiente comentario que no creo sea del todo un elogio convincente: «El conjunto es algo indefinido pero posee el encanto de los productos hechos con entusiasmo».1 Y ya sabemos adónde el entusiasmo nos ha conducido en tantas ocasiones.

La coreografía de ese filme era de Alberto Alonso, responsable de lo que en la década del sesenta sería el máximo intento por un cine musical criollo. Director del Conjunto Experimental de Danza, reconocido merecidamente por su labor, a un par de años antes de crear su celebérrima versión de Carmen para Maya Plisestkaya, estrenaba el ballet El solar, que fascinó a la bailarina rusa. Sobre un guion de Lisandro Otero se creó la puesta en escena titulada Mi solar, que también vinculó a figuras del Teatro Musical de La Habana y ganó varios elogios, al punto de ser considerada para su versión cinematográfica Un día en el solar, por vez primera en color, y dirigida por Eduardo Manet. La música era de Tony Taño, e incluía temas que se hicieron conocidos, como el del lavadero, o el dúo de la escoba. Sonia Calero compartía papeles con Roberto Rodríguez, Tomás Morales, Alicia Bustamante y Asseneh Rodríguez. Vale añadir que el vestuario era del destacado diseñador Andrés García, un nombre fundamental en nuestro diseño escénico. Pero el rodaje de Un día en el solar se desarrolló en estudios, con un trabajo de cámara generalmente estático, que dependía demasiado de lo teatral. La influencia de West Side Story (Robert Wise y Jerome Robbins, 1961) ya había empezado a sacudir el musical de ciertas ampulosidades, demandando tratamientos menos edulcorados y la mirada a otras historias. El estreno, en 1965, añadió al color el empleo del cinemascope, pero ni siquiera eso logró seducir a los críticos. Creo que la copia que se conserva del filme, la misma que puede encontrarse en YouTube, perduró en los archivos de la Televisión Cubana, gracias a lo cual no se perdió definitivamente una obra interesante, que no llega a ser la joya que algunos han creído, pero sí merece una consulta más reposada. El fiasco de la película sirvió de lápida al musical cubano, y a lo largo de los años setenta resulta imposible encontrar una pieza de intenciones semejantes en la filmografía nacional. Y es que los tiempos no estaban para música ligera durante aquel decenio.

Tal vez por ello el anuncio de que se daba luz verde al proyecto de Patakín… resultó alentador para los amantes del género. El filme estaría en las manos de un director experimentado –La primera carga al machete (1969) y Los días del agua (1971)–; vinculaba a un dramaturgo de respeto y a una nómina de talentosos colaboradores. A él se debe, además, un documental semiolvidado que debería tenerse en mejor consideración: Cuentos del Alhambra (1961), en el que varias estrellas de aquel coliseo dejan un valioso testimonio. Su carrera, sin embargo, estuvo en declive en la segunda mitad de los setenta, y a decir verdad, ya no se recuperaría. Patakín… no fue precisamente un instante afortunado en esa órbita, y vale preguntarse el porqué. Se trata de uno de los más bizarros filmes de toda la cinematografía cubana, tomando el término en su sentido castellano y en lo que significa el mismo vocablo en otras lenguas. En español funciona como definición de osado y valiente. En inglés y francés, bizarre significa raro y estrafalario. Curioso cómo una misma palabra puede servir para representar cualidades a veces tan opuestas. Ese elemento contradictorio también califica este filme.

Cuando se establecen las pautas del I Congreso de Educación y Cultura en 1971, las religiones y cultos afrocubanos quedaron estigmatizados. Las obras que incluían referentes de ese tipo fueron apartadas o negadas. María Antonia, la pieza más célebre de la carrera dramatúrgica de Eugenio Hernández Espinosa, fue censurada bajo la mano dura de Jesús Díaz y otros jerarcas culturales: estrenada en 1967, no se filmó una adaptación de la misma sino hasta 1990. Por fin, a inicios de los ochenta, esa presión comenzó a ceder, y lentamente regresaron a la luz pública no solo visiones de lo folclórico que bebían de esa fuente tan intensa, sino también roles sociales ligados a tales creencias. En el ICAIC se habían ido produciendo los filmes que ahora se recuerdan bajo ese epíteto curioso: los negrometrajes, que abordaban el tema de la raza, generalmente con argumentos emplazados en el siglo xix y en las luchas independentistas, que denunciaban la esclavitud y sus nefastas secuelas. Numerosos directores trabajaron en ese sentido, con logros diversos. A pesar de sus notables diferencias, películas como El otro Francisco (1974), Rancheador (1976) y Maluala (1979), las tres de Sergio Giral; La última cena (1976), de Tomás Gutiérrez Alea; y hasta los animados de El negrito cimarrón, creado por Tulio Raggi en 1975, están en ese circuito. Patakín…, con un elenco de raza mixto, y abundancia de actrices y actores tanto mulatos, como negros, de este modo viene a ser, entre nosotros, lo que al blaxploitation del cine norteamericano fue The Wiz (1978), la versión cinematográfica del musical que reinventaba El mago de Oz empleando un elenco de actores afroamericanos en su totalidad, dirigida con resultados estrepitosos por Sidney Lumet y protagonizada por Diana Ross, Michael Jackson y Richard Pryor. La obra, que funcionó a la perfección en Broadway, fascinando entre otros a Stephen Sondheim, fue un desastre en la pantalla, y terminó dando por cerradas esa clase de producciones en Hollywood. Hoy, The Wiz es un filme de culto, tanto como lo puede ser, en su escala mucho menor y más delirante, Patakín… para el público cubano.

Un tema de moda en el cine nacional de los ochenta era el machismo, denunciado de modo memorable en Retrato de Teresa (Pastor Vega, 1979). La película consiguió el respaldo del público, no sin amplia controversia, por su tratamiento franco de las relaciones matrimoniales en una sociedad que no lograba desterrar ciertos atavismos. Bajo ese impulso Hernández Espinosa replantea uno de los patakíes o fábulas que protagoniza Changó, encarnación máxima de la virilidad en el panteón yoruba. Mujeriego, incontrolable, fanfarrón, recibirá el castigo que merece al enfrentarse a Oggún por el amor de Oshún. Miguel Benavides, Enrique Arredondo (hijo) y Alina Sánchez son los vértices de ese triángulo musical, en el que además no deja de tener nunca presencia importante Candelaria, asumida con una gracia desafiante por la veterana Asseneh Rodríguez, quien se desdobla en varias figuraciones para tratar de retener a su escurridizo marido. Es ella quien centraliza el número donde se le ve como Ruperta la Caimana, «el fuego de La Habana», con un sentido de parodia que, de haber dominado todo el metraje, haría más grato ahora el recuerdo de este filme. Nunca se libra el guion del peso de lo teatral; las frases resultan altisonantes y poco naturales, y la doble lectura que sobre el mito exige al espectador toda la trama, acaba por distanciarlo. Changó Valdés y sus compinches, familiares y rivales, provienen del panteón yoruba, pero se dejan ver en los exteriores del puerto habanero, entre dinámicas realistas de la Cuba de esa década, y acaban por no convencer ni como dioses ni como seres cotidianos. Evocan a esas entidades del panteón, pero hablan usando vocablos como jorocón, guapo, y tantos otros que se entendían entonces como ejemplos del habla marginal, y que en obras como Andoba (1969), de Abraham Rodríguez, sirvieron para ampliar y descongelar la galería social de una nación que no era tan perfecta como se imaginaba. Los talentos de Carlos  Moctezuma, Litico Rodríguez, Hilda Oates, están ahí, mas no consiguen vencer ese reto que tal vez en el teatro hubiese funcionado, a la manera en que se consigue en el libreto y la puesta en escena de María Antonia imaginada por Roberto Blanco. Cuando Sergio Giral adapta esa pieza a la pantalla, rebaja la presencia de los elementos míticos, para ir en pos de una mirada menos compleja y más concentrada en la posible realidad de su protagonista, algo que, curiosamente, alzó otra clase de quejas entre quienes veneran ese gran texto de nuestra dramaturgia. Hallar el punto medio es siempre cosa difícil, y Patakín… pasa, sin mucho recato y hasta con gozo, que deviene afocante, por encima de todos los extremos.

El resultado es ese tono subido, ese exceso y esa irrupción de lo musical que los enemigos del género detestan sin pudor. El famoso número de los tractores, en el que el trabajador y consciente Oggún canta entre los recogedores de una cosecha, con un cuerpo de baile que se encarga poco de los cultivos y mucho de expresar una alegría que el sol cubano a pleno campo debería desmentir, llegó a ser citado en El elefante y la bicicleta (Juan Carlos Tabío), película de 1994 que repasa varios momentos de nuestra cinematografía con un afán que va entre lo nostálgico y lo humorístico. La playa Santa María del Mar es otro de los exteriores, y aún se ven en esos planos los pinos que caracterizaron ese entorno hasta que se les talaran para proteger las dunas. Alina Sánchez y Asseneh Rodríguez tienen ahí la escena obligatoria entre ambas, rodeadas por bailarines apenas vestidos con trusas que, para la época, debieron ser estímulos inesperados para el solapado público gay de la Isla. Valga recordar aquí que, fiel al mito, el guion presenta a Changó disfrazado de mujer, en un raro momento de travestismo, cuando intenta huir del duelo que le propone Oggún: Hércules tropical de traje rojo y peluca dorada. La pelea final se rodó en estudio, imitando un ring de boxeo, y la caída del macho por excelencia viene coronada por un chachachá que Alina Sánchez desgrana con sensualidad. No se puede negar que la música del filme, por sí misma, tiene calidad y que las coreografías tienen algún encanto. Pero esta suerte de patakín musical socialista, contiene, para decirlo en breve, su principio y su final.

Si lo que proponía Patakín… era la resurrección del musical cubano en el cine, o mejor, la invención de un producto criollo que acrisolara los elementos de este tipo de obra, no cabe duda de que consiguió todo lo contrario. Apaleada por la crítica, volvió a llevar a un punto cero la idea de semejante proyecto. Los otros intentos de la época no fueron mejor recibidos. Hay uno al que le fue aun peor: Hoy como ayer, la película inspirada en la vida de Benny Moré, que no pasó de alguna exhibición durante un Festival del Nuevo Cine Latinoamericano. «Mala desde los créditos», dijeron de ella en la prensa, y nunca he podido ver copia alguna, aunque me cuentan que en México sus coproductores la vendieron a la televisión. Dios sabe qué nos depararía el reencuentro con ese filme de Constante Diego y Sergio Véjar, estrenado en 1987.

Cuando se cumplieron, en 2009, los 50 años del cine revolucionario cubano, algunos colegas impulsaron encuestas para seleccionar, por supuesto, los mejores filmes, los mejores carteles, los mejores documentales. Y yo me preguntaba: ¿Por qué no ser suficientemente críticos como para asumir los dislates y también proponer una encuesta acerca de nuestras peores producciones? Puesto que no falta tela por donde cortar ahí, y porque también, en esa masa llena de buenas intenciones malamente rodadas, puede saltar una sorpresa. Patakín… es una de ellas, si se la mira hoy con sentido del humor, y nos preguntamos, viendo sus secuencias, qué éramos y cómo éramos, en la Cuba de ese tiempo, para llegar a ver el estreno de una pieza tan irregular, y por lo mismo acaso, tan increíble en sí misma. El cine es un espejo cruel pero también honesto en ese sentido: nos dice, incluso a través de sus peores ejemplos, qué realidad lo acompañaba. Nos acompañaba. Nos recuerda quiénes fuimos ante la pantalla, hundidos en la sala oscura, maravillados o espantados, ante lo que en ella se proyectó, en ese momento y en ese contexto específico.

La Cuba de los ochenta fue el espacio de reconquista para una utopía que discutió, a veinte años del arribo revolucionario, sus claves más arduas. La bonanza económica, sostenida por el diálogo de mercado con los países del Este, nos dejó vivir ese momento con una intensidad que no demoraría mucho en deshacerse. El cine cubano de esas fechas nos lo deja saber, con su abundancia de líneas y controversias, con la llegada de nuevos directores y la pugna de los veteranos por renovarse y seguir adelante. Parecía que todo iba a ser posible. Incluso, cosas tan improbables como que tuviéramos un buen cine musical. Patakín… es hoy esa pieza de culto que, a la manera de los filmes de Juan Orol (el más que más entre los latinoamericanos) o Ed Wood, solo puede verse desde la distancia crítica que viene flanqueada del humor o de la incredulidad más desternillante. En un país donde la discusión sobre la raza sigue vigente, donde los mitos y cultos provenientes de África son ya parte de una galería que se deja ver entre la autenticidad y el comercialismo turístico, donde el cine mismo ha entrado en otras relaciones con sistemas diversos de producción, la revisión constante del pasado inmediato es tan necesaria como el rescate de un tiempo más remoto. En el cine, por un buen tiempo, hubo una Cuba que respiraba a la par de ciertos diálogos sociales. Hoy, la vibración persiste pero también apela a otros caminos, a discursos más extremos, a la impaciencia de las nuevas generaciones, a una mirada hacia la utopía que incluye el cinismo y la denuncia tanto como un grado de desacato que pudo ser impensable en los días del estreno de Patakín…, con su solar idealizado, sus extras, bailarines y figurantes de sempiterna sonrisa coreana, y una música, también hay que decirlo, menos estridente y violenta que la que nos acosa hoy. El híbrido que es Patakín… no ha dejado de fascinar a algunos estudiosos extranjeros, un tanto a la manera en que ha sucedido con Soy Cuba (Mijaíl Kalatózov, 1964) y otras piezas semiolvidadas y de logros más certeros. Sospecho que para ellos, la Isla que se deja ver en este musical es tan subyugante como exótica, tan disparatada como provocadora. Una Cuba bizarra, para volver al término, tan caro a lo que entendemos como cine de culto.

El musical cubano en el séptimo arte es una cuenta pendiente. Apena que un país con un acervo tan poderoso no posea obras de mayor dignidad, salvo las contadas excepciones. Filmes como Zafiros, locura azul (Manuel Herrera, 1997), el cuento Lila de Léster Hamlet en Tres veces dos (2004) o El Benny (Jorge Luis Sánchez, 2006), se acercan al género. Pero ninguno ha logrado superar el eco de La bella del Alhambra, la cual, curiosamente, se percibe como un logro y una demanda a hacer aún más. Cuba se entiende como música y espectáculo. Es una lástima que de ello haya tan poco en nuestras pantallas. Se trata de uno de los géneros más complejos y costosos, pero al mismo tiempo, de una expresión siempre dispuesta a regenerarse, y a entrar en temas mucho más oscuros y riesgosos de los que solo piensan en él desde el recuerdo hollywoodense de los cuarenta y los cincuenta. Quién sabe si no logre resucitar también entre nosotros. Por ahora Patakín…, que quiere decir fábula, nos avisa de sus excesos y sus peligros. Nos hace vernos en esa Cuba con la imprescindible sonrisa de quien sabe que la historia, desde el pasado, nos anuncia los tropiezos venideros. Y lo hace a golpe de conga y batá. Porque también, eso somos. Como dice China Zorrilla en Esperando la carroza: «Qué duda cabe».

1 Consultado en http://www.fotogramas.es/Peliculas/Cuba-baila.

Tomado de: http://www.cubacine.cult.cu

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