Textos prestados

Documentar una cultura. Notas sobre dos conferencias de Frederick Wiseman

Frederick Wiseman. Documentalista estadounidense. Foto The New Yorker

Por Marina Moguillansky

Frederick Wiseman es uno de los documentalistas más importantes y prolíficos de los Estados Unidos. Nacido en Boston en 1935, se dedicó a filmar en forma independiente y lleva realizados alrededor de cincuenta documentales en los cuales retrata la vida cotidiana de ciertos espacios -por lo general instituciones como hospitales, universidades, departamentos de policía, etc. – a través de un estilo de registro que, en su época, fue conocido como Direct Cinema. Su primer documental, Titicut Follies (1967) acerca del hospital psiquiátrico de Waterbridge, reveló las condiciones infrahumanas del trato que se daba en la década de 1960 a los internos; razón por la cual Wiseman fue llevado a juicio y el film se vio censurado durante muchos años. A partir de entonces, se sucedieron los documentales siempre con un estilo muy personal de observación y registro, construyendo la narración a través del encadenamiento de secuencias y sin recurrir jamás a la voz off ni a los intertítulos. La mayor parte de sus documentales se dedican a instituciones o lugares dentro de los Estados Unidos, lo cual le ha valido ser calificado como una suerte de cronista audiovisual de la cultura norteamericana, aunque en los últimos años también hizo algunas películas en Francia y en Inglaterra. Si bien se lo incluyó en el canon del cine documental, su obra tuvo difusión muy dificultosa durante mucho tiempo, en parte por la censura que padeció su primer film y en parte por el carácter estrictamente independiente de su modo de trabajo, que condujo a una limitada distribución de sus películas a través de la productora Zipporah Films. Sin embargo, Wiseman ha sido crecientemente reconocido y destacado en diferentes ámbitos, en particular en los festivales de cine, y muchas de sus películas son referencias clave en la historia del cine documental. En los últimos años tuvieron lugar varias retrospectivas sobre su filmografía; en 2016, Wiseman recibió un Oscar honorario. Uno de sus últimos films, Ex Libris (2017), que retrata la Biblioteca pública de Nueva York, estuvo nominado a los premios Oscar en 2018.

Por estar haciendo una estancia académica, tuve la suerte de estar presente en las conferencias que brindó Frederick Wiseman el 29 de enero y el 5 de febrero de 2018 en la Universidad de Harvard en el marco de Wide AngleThe Norton Lectures in Cinema.[1] Estas conferencias tuvieron el espíritu celebratorio de un merecido homenaje al realizador, tras años de dificultades diversas y falta de reconocimiento. En estos días, Wiseman fue presentado como el mejor director de cine de los Estados Unidos, como el autor de “la” obra que sintetiza el siglo XX norteamericano y también como una suerte de sucedáneo local de Michel Foucault, en tanto sus documentales revelan los mecanismos institucionales de coerción y vigilancia.

Las conferencias tuvieron lugar en el Teatro Sanders (un auditorio con capacidad para mil personas que estuvo lleno en ambas ocasiones) donde fue recibido por un largo aplauso de pie por parte de los asistentes, en un homenaje que se repitió al cierre de su segunda y última conferencia. La apertura de la conferencia estuvo a cargo de Homi Bhaba, que ofició de anfitrión, en tanto actual director del Mahindra Humanities Center de la Universidad de Harvard. En su discurso inaugural, Bhaba destacó que se trataba de la primera vez en la historia de las Norton Lectures en que se invitaba a cineastas para dictar las conferencias, y que ello daba cuenta de un importante -aunque sin dudas tardío- reconocimiento de la potencia cognitiva e intelectual del cine, que para Bhaba es el lenguaje del siglo XX. Las conferencias de Wiseman fueron acompañadas por una retrospectiva que ofreció el Harvard Film Archive -una selección, dada la prolífica obra del realizador- que incluyó a los siguientes títulos: High School (1968), Hospital (1969), High School II (1994), Primate (1974), Boxing Gym (2010), Titicut Follies (1967), The Store (1983), Near Death (1989), Public Housing (1997) y At Berkeley (2013).

Durante sus conferencias, Frederick Wiseman buscó ofrecer un panorama de su trabajo como documentalista, dando cuenta de su forma de trabajo a través de una exposición que se fue ordenando y construyendo sobre un conjunto de secuencias de sus diversas películas. El título escogido para sus conferencias “La búsqueda de historia, estructura y sentido en el cine documental” da cuenta del énfasis que buscaba transmitir Wiseman. Para él, su tarea es más parecida a la de un novelista que a la de un periodista, pues defiende siempre el carácter creativo de su trabajo y la dimensión configuradora de sentido de la edición en el cine documental. Los conceptos de historia, estructura y sentido fueron mencionados varias veces por Wiseman para enfatizar el lado activo de su papel como realizador de documentales.

Para Wiseman, el trabajo del realizador de cine documental tiene dos etapas que se diferencian: primero, la etapa de filmación, caracterizada por la aventura, lo inesperado y por la demanda de atención; la segunda es la etapa de edición, el momento creativo y constructivo, en el que se toman decisiones formales y se construye la estructura del documental. Estas etapas están relacionadas, pues las decisiones editoriales que se podrá tomar con los rushes son anticipadas o posibilitadas por decisiones previas (filmar o no ciertas situaciones, elegir el modo de ubicar la cámara, el tipo de plano). Según Wiseman, fue editando que él aprendió a mejorar su modo de filmar, pues así fue notando qué tipo de planos hubiera necesitado para componer la secuencia de la mejor manera, y entonces en la siguiente oportunidad filmaría ya guiado por ese conocimiento construido en la propia práctica. En cuanto a sus antecedentes, la tradición del close reading que estaba en boga durante los años de su formación universitaria, lo marcó más que cualquier contenido de sus estudios, empleando la modalidad de la lectura detallada a las experiencias o situaciones que estuviera registrando. Para Wiseman, su tarea como documentalista depende de su capacidad para leer adecuadamente, a través de los detalles, una situación determinada como pueden ser los diálogos o las distintas interacciones sociales que observa en las instituciones o lugares que filma.

En ambas conferencias, Wiseman repasó su extensa filmografía eligiendo secuencias de sus películas, para luego discutirlas. Su lógica de trabajo se basa en una primera elección de un espacio o institución, buscando que el lugar sea la estrella (y en esto se diferencia, según dijo, de la moda de seguir a un personaje). Pasa un determinado tiempo filmando en el lugar, buscando captar todo lo que ocurre. El límite espacial es fundamental ya que le permite seleccionar lo que será de interés para la película (“lo que ocurre en el lugar, es para el documental, lo que ocurre fuera, no lo es”, dirá Wiseman). Al elegir dónde filmar, su criterio es buscar lugares o instituciones que lleven algún tiempo funcionando, que puedan considerarse buenos ejemplos de ese tipo de institución o lugar y que afecten la vida de muchas personas. Luego la cuestión es conseguir la autorización, pues toda película comienza con la negociación para el ingreso al espacio que desea filmar. Durante las conferencias, varias veces le preguntaron cómo hacía para poder filmar en instituciones tales como el hospital psiquiátrico de una prisión o una oficina de seguridad social. Según Wiseman, no es complicado; su gran secreto, reveló con ironía, es simplemente preguntar (“I just ask”). Confesó que muchas veces el proceso lleva un largo tiempo y también que en muchas ocasiones le han dicho que no, pero siempre habrá otras instituciones similares que estarán dispuestas a darle acceso.

En su exposición, el cineasta eligió una serie de secuencias de sus películas a través de las cuales buscó exponer la distinción -y articulación- entre dos niveles: el literal y el abstracto. El nivel literal, según Wiseman, se refiere a lo que se lee o interpreta en una secuencia de modo directo, lo que está ocurriendo, tal como cualquiera lo describiría. La dificultad de esta distinción es que como sabemos, los espectadores tienen diversas lecturas de lo que está ocurriendo (como se demostró allí mismo, pues cuando se abrió la oportunidad al público para preguntar y comentar, surgieron interpretaciones diferentes sobre el sentido literal de las secuencias que Wiseman había mostrado). Pero siguiendo con la lógica de su exposición, este nivel literal se diferencia de un nivel más abstracto, que se refiere al sentido profundo de lo que muestra una escena, a sus implicancias más allá de lo que se ve directamente en la pantalla.

La primera secuencia que mostró procedía de Law and order (1969), filmada en el Departamento de Policía de la ciudad de Kansas, cuyas rutinas cotidianas se busca registrar. La secuencia muestra el arresto de una mujer, acusada de prostitución. Un policía encubierto había arreglado una cita con ella, pero resultó asaltado y la mujer escapó. Fue entonces que el patrullero, en el cual se encontraba Wiseman filmando, recibió un pedido de ayuda. Al llegar allí, el bedel del hotel les indicó que la mujer estaba escondida en el sótano: la filmación muestra a los policías bajando y descubriendo allí a la mujer, que se resiste a ser capturada y es ahorcada con el brazo de uno de los policías durante varios segundos. Al ser soltada, la mujer le dice a otro policía: “él estaba ahorcándome”, pero el policía le contesta que no, que fue su imaginación.

Creo que el policía ahorcó a la mujer durante 30 segundos, yo no intervine, pero me gusta pensar que si hubiera durado más yo habría hecho algo. Creo que el policía no actuó diferente porque yo estuviera allí, simplemente ellos hacen eso de manera rutinaria, saben cuánto tiempo pueden presionar y luego soltar.

En la discusión de esta secuencia, Wiseman señala que allí aprendió que las personas actúan de la forma en que consideran apropiado, pero quien los observa puede no coincidir con esta apreciación. De allí él deduce que la filmación, la presencia de la cámara, no cambia la forma en que las personas actúan, y que esto constituye una pequeña excepción al principio de indeterminación de Heisenberg[2]. Además, señaló la diferencia entre el contenido literal de la secuencia y el contenido abstracto. Según Wiseman, lo que puede verse en la secuencia es que unos policías arrestan a una mujer por prostitución (contenido literal), pero además puede interpretarse que los policías le enseñan una lección a la mujer, que debe saber cuáles son los límites, que debe obedecer a la policía, ya que hay un sistema de relaciones entre la policía y las prostitutas; puede leerse también allí una diferencia racial, ya que la mujer es negra y los policías son blancos; y por último, aparecen cuestiones éticas ligadas al uso de la fuerza por parte de los policías (todo ello corresponde, según Wiseman, al contenido abstracto). En la discusión de esta secuencia y de su inserción en el documental, Wiseman señala que se propone plantear preguntas con sus documentales, de manera implícita, y no busca resolverlas, sino acumular tensión narrativa. Las respuestas, si las hubiera, quedan del lado de los espectadores.  Si pudo filmar esa escena fue por estar en el momento justo y en el lugar indicado. De allí se deriva uno de sus principios a la hora de trabajar en sus documentales: nunca hace investigación previa, toda la investigación se hace con la cámara encendida y ya en pleno rodaje. A lo sumo, puede ir al lugar una o dos veces antes para ver cuestiones de logística, pero intenta reducir al mínimo ese tipo de incursiones previas al comienzo de la filmación, ya que no quiere perderse nada.

La clave para registrar cosas interesantes y que el documental comience a tomar forma, según Wiseman, es estar allí una cantidad suficiente de tiempo y prestar mucha atención a lo que está ocurriendo. Él suele quedarse entre 4 y 8 semanas, durante las cuales filma entre 80 y 110 horas. En cierto sentido, este diseño de un dispositivo que comprende un espacio y un tiempo para filmar, se asemeja al tipo de trabajo que caracterizaba al documentalista brasileño Eduardo Coutinho (1933-2014). Sin embargo, dos diferencias centrales los distinguen: por un lado, Coutinho intervenía de modo directo en la configuración de las situaciones, haciendo entrevistas y generando conversaciones o interacciones con los sujetos que filmaba, por otro lado, Wiseman y su equipo permanecen en general un tiempo más prolongado en el lugar en el que filman. La comprensión, el conocimiento y la familiaridad que logra el realizador tras pasar unas cuantas semanas filmando una determinada institución o espacio delimitado, es la clave que le permitirá dar forma al documental. Es necesario que el director tenga una experiencia propia de lo que ocurre, del sentido de esas situaciones, tanto literal como abstracto, para registrarlas y sobre todo, para ser capaz luego de editar en forma adecuada el material en bruto.

Una vez terminado el proceso de rodaje, para Wiseman comienza la etapa más importante que es la edición. Para editar un documental, Wiseman se toma unos 6 a 8 meses durante los cuales estudia el material y edita cada una de las secuencias que cree que incluirá en el mismo. En ese período se toman las decisiones formales más importantes, se eligen los planos y se conforman las secuencias, se da un sentido a la historia que contará el documental. Es entonces cuando el realizador busca lograr el equilibrio para que se entienda qué está ocurriendo. Cada secuencia, según Wiseman, debe ser autónoma, auto-explicatoria, debe poder comprenderse por sí misma. Su modo de trabajo en esta etapa incluye un cierto diálogo consigo mismo, pues intenta explicarse a sí mismo en palabras qué es lo que está ocurriendo, hasta tenerlo claro. Luego, cuando ya está suficientemente familiarizado con todo el material, arma la estructura de la película; ello puede ocurrir en solo 5 o 6 días, es como si finalmente se condensara la idea del documental y entonces todo empieza a ordenarse. A partir de allí, trabaja en pulir los empalmes entre una y otra secuencia, piensa con mucho cuidado que debe ir primero y qué debe ir después. Todo este trabajo de edición es lo que realmente le da la forma a la película. El sentido del documental, según Wiseman, no es una creación arbitraria sino que parte de la comprensión que logró el realizador acerca de lo que ocurría en esa institución. De esta manera, el sentido se va construyendo desde el primer día de rodaje, aunque hay algo -un cierto “cierre”- que sólo descubre en el momento de la edición, en ese revisionado de las imágenes sin editar en el que va imaginando, diseñando y construyendo su película.

La segunda secuencia que mostró provenía de In Jackson Heights (2015), una de sus películas más recientes, filmada en color en uno de los barrios con mayor diversidad étnica de la ciudad de Nueva York. La secuencia muestra a un grupo de mujeres que pertenecen a algún tipo de colectividad (poseen remeras especiales) mientras limpian las calles; se acerca una mujer y les pide que recen por su padre, que está muy gravemente enfermo y deberá atravesar una operación. Las mujeres entonces forman una ronda y comienzan una oración colectiva, en voz alta, pidiendo por la recuperación del padre de la mujer. El comentario de Wiseman al respecto apuntó a destacar que una situación que parecía cómica en un comienzo, devino en un clima altamente emocional, allí está ilustrado el aspecto de lo inesperado en el cine documental, pues él no crea ese tipo de escenas, sino que las “encuentra” y al registrarlas analiza si de alguna manera ilustran algo que pueda resultar relevante. Si algo puede aprenderse de esa secuencia, es que los extraños pueden ser amables y empáticos algunas veces.

Una secuencia de Basic training (1971), rodada en Fort Knox, Kentucky, durante la guerra de Vietnam, en una unidad militar de entrenamiento, mostraba ejercicios realizados cuerpo a tierra por un grupo de soldados, que debían sortear algunos obstáculos, con un sonido de ametralladoras. A continuación, un desfile militar acompañado por música rítmica. Al ver a los soldados realizar una suerte de coreografía en sus entrenamientos, Wiseman tuvo la idea que sería el “organizador” del film, pues se propuso captar el juego entre el movimiento de los cuerpos y los sonidos de la banda militar. El sentido literal de la secuencia es que hay un grupo de soldados realizando un entrenamiento, con sus rostros tiznados y ropa camuflada; el sentido abstracto, que puede leerse allí, es que hay un aspecto primitivo, tribal, en la guerra y en el acto de matar. Él buscó explorar el proceso por el cual se convierte a un civil en una persona capaz de matar, en un asesino. El carácter rutinario y repetitivo de las actividades le permitió realizar tomas desde distintas perspectivas, con algunos close ups que no suelen caracterizar a su trabajo (con la excepción de Meat, de 1976 y Belfast Maine, de 1999), pues en general, sólo hay una oportunidad para filmar en el tipo de documentales que él acostumbra a hacer.

La secuencia de apertura de Welfare (1975), rodado en una oficina de seguridad social de Nueva York, destinada a evaluar los pedidos de asistencia por emergencia alimentaria, muestra a distintas personas siendo fotografiadas por una empleada de la oficina, a varias personas sentadas esperando, mientras las llaman por una combinación de letras y números. Un hombre se presenta como indígena nativo, protesta porque no le brindan asistencia por carecer de documentos. Al respecto, Wiseman destacó la presencia de personas de distintas razas, tanto extranjeros como nativos; era importante mostrar que también los norteamericanos acudían al servicio de asistencia social, pues el discurso dominante sostiene que son sólo los inmigrantes los que lo usan. Las situaciones a menudo son ambivalentes, según Wiseman: el uso de un código de números y letras, puede deshumanizar a las personas, pero al mismo tiempo protege su privacidad.

La ética de la investigación aparece como centro en Primate (1974), un documental sobre la investigación científica con animales, filmado en el Yerkes Regional Primate Research Center, de la Universidad de Emory, en Atlanta. Una escena muestra a dos hombres discutiendo las posiciones sexuales más comunes de los gibones, una especie de monos, cuando se encuentran en cautiverio y cuando se encuentran en libertad. Un científico describe el método observacional que emplean, mientras vemos a un asistente que observa a dos monos enjaulados y marca en una hoja (un “checklist”) el tipo de conductas que desarrollan en cada unidad de tiempo. Wiseman comenta que puede notarse un contraste entre el tipo de observación que se emplea en ese centro de investigación y el tipo de observación que realiza él mismo en su documental. Luego, un paneo por los rostros de los investigadores del centro, cuyas largas barbas los asemejan a los primates con los que experimentan. El documental enfatiza la continuidad entre unos y otros, proponiendo implícitamente algunos interrogantes éticos sobre el tipo de experimentos a los que someten a los animales.

La última secuencia que eligió Wiseman para cerrar su conferencia provino nuevamente de In Jackson Heights, pero en este caso se trataba de una escena en la que se desarrolla una clase de entrenamiento para conductores de taxis. Un instructor de Bangladesh explica los puntos cardinales y propone una fórmula insólita para recordarlos, produciendo un efecto de comicidad extraordinario. El comentario de Wiseman apuntó precisamente a destacar que él no busca explícitamente la comicidad de las situaciones, ni busca subrayarla o crearla al editar sus escenas en los documentales, pero inevitablemente ocurren situaciones graciosas, pues forman parte de lo real. Con ello dio por terminada su exposición y se abrió el espacio para las preguntas y comentarios del público.

Una intervención del público destacó la intimidad de las situaciones filmadas, interrogando a Wiseman acerca de cómo logra filmar desde tan cerca y que al mismo tiempo las personas sigan interactuando de forma espontánea, sin mirar a cámara y sin observar al equipo de filmación. “Creo que simplemente la gente se queda mirando mis enormes orejas” dijo Wiseman, haciendo reir a la audiencia. Según él, la gente no se incomoda al ser filmada, ni cree que puedan realmente modificar su forma de actuar para verse mejor, porque “si fuera tan fácil cambiar el modo en que nos comportamos, no sería necesaria la psicoterapia, ¿no?”. Para Wiseman, la gente hace lo que hace porque cree que ello es adecuado, el asunto es que cuando otro (él mismo, por ejemplo) lo registra desde otra perspectiva, aparece la distancia. Eso es lo que pasa con algunos de mis documentales, con la secuencia de Law and order, esos policías consideraban que estaban actuando bien, por eso hacían lo que hacían, lo mismo con Titicut Follies.

En la siguiente intervención, le preguntaron a Wiseman acerca de la referencia a sus películas como “reality fictions” o ficciones reales, fórmula que ha sido muy discutida y que incluso fue elegida como título para uno de los libros dedicados a estudiar críticamente su obra (Reality fictions: the films of Frederick Wiseman, de Thomas Benson, 1989). Sin embargo, Wiseman se sonrió y descartó toda la discusión, “fue sólo un chiste que hice en una entrevista”. Aseguró que no cree en esa expresión, pues no le gusta generalizar ni poner etiquetas y todo el asunto del Cine Directo le parece un sinsentido: “No creo en la idea de Cine Directo, igual que la idea de la mosca en la pared, porque realmente, las moscas no tienen consciencia, ¿o sí? Creo que esa es una gran diferencia entre la mosca y yo. Un director de cine tiene consciencia -o al menos eso me gusta pensar- y está allí intentando comprender lo que observa mientras filma”.  Sin embargo, aunque Wiseman reniegue de las etiquetas, el concepto de “reality fictions”, puede iluminar algunos aspectos de su cine, como el resaltar el carácter creativo de la realización documental, siguiendo la línea griersoniana de definir al cine documental como un tratamiento creativo de los hechos. Pero también, como señala Benson, al pensar a los documentales como ficciones de lo real se desarman las demandas realistas u objetivistas, que suponen que un documental puede captar y transmitir de modo transparente la realidad. Por último, valiéndonos de una contextualización histórica del trabajo de Wiseman, es interesante notar cómo sus primeras películas coinciden en el tiempo con la aparición del nuevo periodismo norteamericano de Tom Wolfe, Truman Capote, Norman Mailer y Gay Talese. Todos ellos promovieron un tratamiento sofisticado de la actualidad, atentos a la importancia del lenguaje y a la configuración discursiva de sus textos. En cierta medida, los documentales de Wiseman y los textos del nuevo periodismo comparten una peculiar hibridación de formatos reivindicando el carácter narrativo -al que no reconocen como rasgo específico de la ficción- para la escritura periodística o los filmes documentales.

En varias ocasiones, Wiseman rechazó las preguntas de la audiencia, en particular cuando le pedían que hiciera alguna reflexión de orden general sobre sus películas. Su respuesta fue siempre “no me gusta generalizar, no soy bueno para eso”.  Ante la reiteración, se volvió en cierta manera una situación divertida, a tal punto que uno de los presentes comenzó su pregunta diciendo “bueno, espero que quiera responder esta pregunta…”. No fue por timidez que Wiseman rechazó esas invitaciones a elaborar teorías sobre sus documentales, seguramente, sino un constante y consecuente apego a lo concreto y particular. En todos los casos, recordaba a la audiencia que deja la interpretación y las lecciones para que las hagan los demás. En la misma línea, el cierre de la primera conferencia dejó una declaración sobre su forma de entender el cine. Alguien le preguntó acerca de los cambios que había registrado en sus películas a lo largo del tiempo, si había querido transmitir un mensaje sobre la sociedad norteamericana, y Wiseman dijo que citaría a Samuel Goldwin, quien dijo alguna vez “If you have a message, send a telegram” (Si tienes un mensaje, envía un telegrama), generando risas entre los espectadores.

En la segunda conferencia, Wiseman fue presentado por Richard Peña, profesor de Film Studies en la Universidad de Columbia, quien se refirió a la búsqueda de una novela del siglo XX que representase a la cultura del país. Dijo Peña: “hemos estado buscando en el lugar equivocado. No es en la novela donde encontraremos esa obra que sintetice el espíritu de los Estados Unidos. Es en la obra de Wiseman que se encuentra la clave para comprender esta cultura”. Visiblemente emocionado, señaló a Wiseman como el mejor realizador de cine del país, aclarando que no se refería al mejor “director de cine documental” sino que incluía en su declaración a todo tipo de cine.

En la segunda conferencia siguió la misma dinámica de mostrar secuencias y discutirlas. La primera fue el comienzo de Law and order (1969), en la que se observan fotografías de distintas personas y luego se muestran rápidamente dos casos de interrogatorios policiales a sujetos acusados de abusos sexuales. En la discusión, Wiseman primero describió lo que podía verse en pantalla y luego señaló cuál sería la lectura abstracta, en la que mencionó la necesidad de la existencia del Estado y de la policía para establecer la vigencia de la ley y del orden, en tanto externas a los individuos, que de otra manera harían justicia por mano propia. En un tono casi durkheimiano, describió la función del Estado en tanto organizador de los castigos, una función necesaria para el mantenimiento del orden social.

A continuación, exhibió una secuencia de Hospital (1970), en la que un joven se muestra sumamente alterado, pregunta constantemente si va a morir y confiesa que ha tomado una píldora que le vendió una mujer en un parque, que él sospecha que contenía veneno. Es atendido por un joven médico, quien le indica a la enfermera que le acerque una dosis de una sustancia vomitiva, aumentando la dosis de 10 ml a 20 ml y luego a 40 ml, sin una adecuada observación del peso y otras referencias del paciente. El muchacho comienza a vomitar y sigue mostrándose alterado, angustiado y asustado. Es acompañado por dos policías que no parecen saber muy bien qué hacer con la situación. El joven les pide que pongan música para tranquilizarse, habla sin parar, y sobre el final de la secuencia, comenta “Si no puedes hacer nada con el arte, no puedes hacer nada con nada”. En la discusión de la secuencia, Wiseman buscó mostrar que no pretendía reírse del joven pero que indudablemente la situación tenía un cariz cómico o absurdo.

Luego utilizó una larga secuencia de Belfast, Maine (1999) para destacar como en ese documental, a diferencia de la mayoría de sus otros trabajos, se vale de una variedad de planos y de enfoques para mostrar una misma situación. El trabajo de los obreros de una fábrica de latas de sardina, por su carácter rutinario y altamente repetitivo, le permitió filmar muchas veces las mismas acciones, con diferentes planos y enfoques, que luego usó en su documental. Así, varios close up sobre las manos de las trabajadoras que cortan la cabeza y la cola de las sardinas antes de colocarlas en las latas dejan ver los cortes en sus dedos. Primeros planos sobre los rostros de las trabajadoras muestran el cansancio, el aburrimiento, la fatiga. Otros planos, más abiertos, siguen el recorrido de la cadena de producción de la fábrica. La secuencia de cierra con un plano de la instalación desde el exterior, al costado de un río. En la discusión de esta secuencia, Wiseman señaló que si hubiera querido simplemente demostrar la existencia de una fábrica de sardinas en Belfast, le hubiera bastado con algunos pocos planos de situación. Sin embargo, su intención era mostrar el tipo de trabajo que allí se hace, el carácter repetitivo de las tareas, los riesgos que involucran algunas de estas tareas para los obreros. En este sentido, se trata de un documental diferente de los demás en la forma de representación que eligió emplear, en el enfoque centrado en lo rutinario del trabajo de la fábrica.

La secuencia inicial de Essene (1972), un documental sobre la vida cotidiana en un monasterio benedictino situado en Michigan, le sirvió para ilustrar el concepto de comunidad, que atraviesa a muchas de sus películas. Una conversación entre dos monjes, discutiendo acerca de la interpretación de una serie de asuntos relacionados con la religión, podía interpretarse como una observación de la vida en comunidad y a las dificultades que, más allá de las especificidades del monasterio, serían similares a las que enfrenta cualquier tipo de sociedad humana.

La siguiente secuencia elegida por Wiseman provino de National Gallery (2014), de la cual eligió los primeros minutos, en los que se observa una serie de galerías y algunos primeros planos de cuadros del museo. Según Wiseman, esta apertura podría ser leída de muy distintas maneras, dependientes del grado de conocimiento artístico y religioso de los. Para él, los cuadros de la National Gallery muestran algo esencial de la condición humana y del tipo de experiencia humana que se capta en la pintura.

La última escena fue extraída de The Garden (2005), un documental filmado en el Madison Square Garden, un espacio emblemático de Nueva York, donde se realizan diversas actividades y entretenimientos con público. Esta película nunca pudo ser exhibida hasta ahora por un conflicto con los dueños del lugar. En la secuencia, una masajista de gatos explica sus técnicas, con planos abiertos de la mujer mientras habla y masajea a un gato, intercalados con planos más cercanos sobre la cara del propio felino (y sus reacciones) y contraplanos a los rostros, entre sorprendidos y divertidos, de los asistentes. La secuencia se extiende logrando un efecto de comicidad por lo absurdo de las explicaciones de la mujer, relatando su técnica de masajes felinos con 12 posiciones manuales, 52 tipos de movimiento y 3 velocidades. Al finalizar esta secuencia, Wiseman recibió un sonoro aplauso de parte de los espectadores y con ello cerró su exposición, iniciando el momento de las preguntas.

En la discusión posterior, que se prolongó por casi una hora, se mostró sumamente distendido y bien humorado, haciendo chistes y contando anécdotas de la filmación de sus películas. Uno de los momentos más divertidos de su segunda conferencia fue precisamente cuando le preguntaron por la posible influencia que habían tenido en su trabajo la Psicología social y otras disciplinas de las Ciencias Sociales:

No creo que hayan tenido ninguna influencia, sinceramente, nunca he podido leer Ciencias Sociales, los encuentros muy difíciles y ásperos. No tengo formación en ese aspecto. Me han preguntado mucho por la relación de mi trabajo con Erving Goffman, y he leído varias veces las primeras 75 páginas de Internados, pero lo encuentro imposible. Cuando estaba editando Titicut Follies, me lo presentaron y le mostré una secuencia del film, en la que uno de los pacientes ha fallecido y los doctores están preparando y maquillando su rostro. Goffman interrumpió para decir que era un perfecto ejemplo de despersonalización, puesto que ignoraban al paciente, no hablaban con él… y el pobre hombre ni siquiera se dio cuenta de que el paciente estaba muerto (risas). Así es que no, no lo considero interesante.

Luego un joven que se presentó como realizador de cine le preguntó si consideraba posible enseñar a hacer cine, dado el carácter artesanal de esta profesión, a lo cual Wiseman respondió que no sabría decirlo, pues por su parte no estudió cine, y que sin dudas prefería ahorrarse los miles de dólares que cuesta una academia. Otra persona le preguntó por su formación en Derecho, consultando si había tenido alguna influencia en su mirada como documentalista:

No lo creo, la verdad es que sólo estuve presente físicamente en las clases de Derecho. No me interesaba en absoluto. Mi verdadera formación fue en la Biblioteca de la universidad, que tenía unos sillones muy cómodos y allí había estantes llenos de novelas fantásticas. Me la pasaba leyendo novelas. Luego del primer semestre, no aparecí más por las clases. Creo que esa formación literaria sí influyó en mi modo de hacer películas.

Sin embargo, la información biográfica de Wiseman señala que se graduó en Derecho y que además fue Profesor de Derecho en la Universidad de Boston. También es posible pensar en diversas películas que se relacionan estrechamente con la cuestión del derecho, como Ley y orden, Titicut Follies, State Legislature y Juvenile Court. De nuevo, tal vez la construcción del personaje, luego de tantos años de narrarse a sí mismo en entrevistas, retrospectivas y conferencias, le impide a Wiseman reconocer algunas de sus experiencias formativas.

Luego en la discusión volvió a presentarse la cuestión de Titicut Follies y el juicio que le valió la censura del film durante varios años:

Realmente la película se hizo con autorización, sino no hubiera sido posible, a un lugar como ese simplemente no puedes entrar y mucho menos filmar si no te lo permiten. Pero las personas del hospital no creían que estuvieran actuando mal. El director del hospital era un contacto mío y él estuvo de acuerdo. Vio la película y de hecho le había gustado. Lo que ocurre es que, luego, lanzó su carrera política, y su equipo de campaña creyó que la película podía perjudicarlo, entonces decidieron iniciar el juicio.

Ya que la acusación del juicio se centró en la dificultad para obtener consentimiento por parte de los pacientes del hospital psiquiátrico, una persona del público interrogó a Wiseman acerca de las autorizaciones de quienes aparecen en sus documentales, en particular de aquellos que se ven afectados o que no podrían dar un consentimiento (refiriéndose al paciente de una secuencia de Hospital, que está mentalmente alterado por el consumo de drogas y alcohol).

Actualmente filmo los consentimientos, de esta manera es más sencillo para mí y creo que asusta menos a la gente que el hecho de tener que firmar un papel. Soy muy directo. Lo mejor es no decir tonterías, no mentir en absoluto, ser directo y franco al explicar qué estamos haciendo allí, para que lo filmamos, dónde va a aparecer. Es muy raro que alguien se niegue a ser filmado, casi nunca ocurre. En las instituciones públicas, no necesito obtener esos consentimientos, pues todo lo que ocurra en una institución pública puede ser registrado.

Otra persona quiso saber más sobre el tipo de relación que Wiseman establece con las personas a las que filma, considerando que se observa una cierta intimidad en las escenas filmadas, le preguntó cómo se ubica y se posiciona él durante la filmación y cómo se vincula con las personas a las que está filmando.

No establezco relación, en realidad, la relación es únicamente profesional, y creo que así debe ser, estrictamente profesional. Aunque quizás no sea claro lo que significa “profesional”. Me refiero a que no estoy allí para hacer amigos, estoy allí para filmar un documental. No voy luego a tomar una cerveza con nadie. Sólo una excepción me ocurrió, cuando filmé Ballet (1995) y La Comédie-Française ou L’amour joué, sentí una especial afinidad con las personas que trabajaban allí, con los artistas, pero bueno eso fue algo diferente. En general no hay intimidad y no establezco relaciones más que profesionales con las personas a las que filmo.

Por último, un hombre señaló que había disfrutado mucho de los títulos de los documentales de Wiseman, que le resultaba notorio que no utilizaba intertítulos en sus documentales, y quería saber cómo hacía Wiseman para elegir los nombres de las películas

Trato de ser simple, de indicar el lugar, sobre todo en los últimos títulos, por ejemplo In Jackson Hights o At Berkeley tienen la intención de indicar que el lugar es tan grande y es tan complejo todo lo que allí ocurre, que el documental no logra ser exhaustivo sino que muestra algo de lo que allí pude ver. Por eso “in” o “at” antes de nombrar el lugar. Me gustaría haber hecho eso con todas mis películas, pero en algunos casos no es posible, no puedes decir “en” Welfare…Soy muy cuidadoso con la tipografía en la que aparece el título de cada film, deseo que exprese algo del contenido o del espíritu de la película. Por ejemplo, en National Gallery creo que el tipo de letra que elegimos muestra la elegancia y el refinamiento de ese lugar.

Al cierre de esta segunda y última conferencia, nuevamente tuvo lugar un prolongado aplauso, con el público de pie, dejando la sensación indudable de que Wiseman había obtenido, finalmente, un muy merecido reconocimiento. En estas conferencias y en la retrospectiva ofrecida en forma complementaria, el recorrido que Wiseman ofreció por su extensa e incisiva obra, acompañado de las discusiones acerca de los recursos utilizados y del sentido de las secuencias, permitió un acercamiento al cine documental en tanto forma social de conocimiento. Un efecto buscado, por otra parte, por las Norton Lectures, al proponer la inclusión del cine en un espacio híbrido que combina arte y ciencia.

Notas

[1] Como mencionaría Homi Bhaba, se trató de la primera edición de las Norton Lectures in Cinema, pues nunca antes se había convocado a cineastas para dictar estas conferencias. La serie se inició en 1925 con las Charles Eliot Norton Professorship in Poetry, se invitaba a un profesor a realizar una residencia durante la cual dictaría seis conferencias. Algunos de los que pasaron por allí fueron T.S. Eliot, Igor Stravinsky, Leonard Berenstein, John Cage y Jorge Luis Borges.

[2] El principio de indeterminación de Heisemberg establece que es imposible medir simultáneamente y con precisión absoluta el valor de posición y la cantidad de movimiento de una partícula. Este principio fue utilizado tanto en ciencias sociales como en humanidades -y particularmente en la teoría del cine documental- para ilustrar la dificultad de registrar algo sin que la presencia del observador modifique lo que se observa.

Tomado de: http://revista.cinedocumental.com.ar

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Hitchcock y Truffaut: palabras cruzadas

El cine según Hitchcock. Francois Truffaut. Alianza Editorial

El “Cine según Hitchcock” es uno de libros más importantes en la historia del cine. Una obra que debe ser leída por todo cinéfilo, pero sobre todo por aquellos que desean dedicarse a la realización cinematográfica.

En este libro de cine encontramos un extenso diálogo entre dos grandes directores, Alfred Hitchcock y Francois Truffaut. Durante más de 50 horas, Truffaut entrevistó a Hitchcock haciéndole más de 500 preguntas y, poco a poco, Hitchcock va desgranando uno a uno todos sus secretos como director y su idea del cine. Para Alfred Hitchcock, lo único que importa es hacer vivir emociones en el espectador y él, como director, se considera el creador absoluto.

A lo largo del libro, el director de cine americano nos desvela la fórmula para crear suspense, el “mac guffin” o su teoría sobre cómo crear un guión, los trucos de cámara que utilizó en sus películas o como hacer efectos especiales que costarían cientos de miles de dólares por mucho menos dinero con una maqueta. En definitiva, si te han gustado las películas de Alfred Hitchcock y quieres saber más sobre cómo se hicieron y cómo tú puedes crear vídeos parecidos, este es tu libro. Razón por la cual, a continuación, presentamos algunos extractos del libro. Por cuestiones de derechos de autor no podemos publicar la obra completa, pero si seleccionar ciertas partes de la entrevista, los cuales permitan a todo aquel conocer un poco más sobre Hitchcock y su cosmovisión del cine. Los textos seleccionados van desde los primeros años del director en el cine pasando por sus primeros filmes hasta una interesante explicación sobre el Mac Guffin y la visión del maestro del suspenso sobre la crítica de cine.

Los primeros años del maestro suspenso

F.T. ¿Recuerda algún film que le haya impresionado particularmente?

A.H. Uno de los films más conocidos de «Decla-Bioscop» era Der mude Tod (títulos españoles: Destino; Las tres luces; La Muerte cansada).

F.T. Era un film de Fritz Lang que se exhibió en Francia con el título de Les Trois Lumières.

A.H. Debe de ser éste; el actor principal era Bernard Goetzke.

F.T. ¿Le interesaban los films de Murnau?

A.H. Si, pero llegaron más tarde. En el 23 o el 24.

F.T. ¿Qué podía ver en 1920?

A.H. Me acuerdo de una comedia francesa: Monsieur Prince. En inglés el personaje se llamaba Whiffles.

F.T. A menudo se cita una de sus declaraciones: «Como todos los directores, fui influenciado por Griffith…»

A.H. Recuerdo sobre todo Intolerancia y El nacimiento de una nación.

F.T. ¿Cómo dejó la casa Henley por una productora de cine?

A.H. Leyendo una revista corporativa, me enteré de que la sociedad americana «Famous Players-Lasky» de Paramount abría una sucursal en Londres. Emprendía la construcción de estudios en Islington y anunciaba un programa de producciones. Entre otros proyectos, había un film basado en una novela cuyo título he olvidado. Sin abandonar mi trabajo en la Henley, leí atentamente esa novela y realicé varios dibujos que eventualmente podrían ilustrar los títulos.

F.T. Probablemente fue así como empezó a observar los films muy de cerca…

A.H. En esta época conocí a escritores americanos y aprendí a escribir guiones. Por otra parte, me mandaban a veces a rodar escenas «extras» en las que no figuraban los actores… Más tarde, al darse cuenta de que las películas rodadas en Inglaterra no tenían éxito en América, la «Famous Players» interrumpió la producción y alquiló sus estudios a los productores británicos. Entonces leí un relato en una revista y para ejercitarme hice una adaptación. Ya sabía que los derechos eran propiedad exclusiva y universal de una compañía americana, pero me daba lo mismo porque se trataba sólo de un ejercicio. Cuando las compañías inglesas fueron a ocupar los estudios de Islington, nosotros nos dirigimos a ellas para seguir trabajando y yo conseguí un empleo de ayudante de dirección.

F.T. ¿Para el productor Michael Balcon?

A.H. Primero trabajé en un film. Always Tell Your Wife, interpretado por un actor londinense muy conocido, Seymour Hicks. Un día, discutió con el director y me dijo: ¿Por qué no acabamos usted y yo la película solos? Yo le ayudé y acabamos la película. Entonces, la compañía formada por Michael Balcon alquiló los estudios y me hice ayudante de dirección. Era la compañía que Balcon había fundado con Victor Saville y John Freedman. Buscaban una historia, un asunto. Yo les indiqué una comedia, cuyos derechos compraron, que se titulaba Woman to Woman (De mujer a mujer). Después, cuando dijeron: «Ahora nos hace falta un guión», yo me ofrecí: «Me gustaría mucho hacer el guión». —¿Usted? ¿Qué ha hecho usted?— Voy a mostrarles una cosa…» Y les mostré la adaptación de aquella historia que había escrito como ejercicio. Quedaron impresionados y conseguí el trabajo. Era en 1922.

F.T. Tenía usted entonces veintitrés años. Pero antes está ese breve film, el primero que dirigió y del que no hemos hablado: Number Thirteen.

A.H. ¡Oh, nunca se acabó! Tenía dos rollos.

F.T. ¿Un documental?

A.H. No. Una mujer que trabajaba en el estudio había sido colaboradora de Charlie Chaplin y, en aquella época, se consideraba que cualquiera que hubiese trabajado con Chaplin era genial. Ella había escrito una historia y nosotros habíamos encontrado un poco de dinero… Realmente no era buena. Y esto coincidió con el momento en el que los americanos cerraban el estudio.

El primer filme Hitchcnoniano

  1. T. The Lodger (El enemigo de las rubias) es su primera película importante…
  2. H. Esto ya es otra historia. The Lodger fue el primer auténtico «Hitchcock picture». Vi una obra de teatro titulada «¿Quién es?», basada en la novela de Mrs. Belloc Lowndes, The Lodger. La acción transcurría en una casa de Habitaciones amuebladas y la propietaria de la casa se preguntaba si el nuevo inquilino era un asesino conocido por el nombre del Avenger, o no. Una especie de Jack el Destripador. Lo traté de manera muy simple, siempre desde el punto de vista de la mujer, la propietaria. Después han hecho dos o tres «remakes» demasiado laboriosos.

F.T. En realidad, el protagonista era inocente, no era «el Vengador».

A.H. Esa fue la mayor dificultad. El actor principal, Ivor Novello, era una estrella del teatro en Inglaterra; tenía un gran cartel en aquel momento. Este es uno de los problemas al que tenemos que enfrentarnos con el sistema de estrellas: a menudo, la historia queda comprometida porque la estrella no puede ser el malo.

F.T. ¿Habría preferido usted que el personaje fuese realmente «el Vengador»?

A.H. No necesariamente, pero en una historia de este tipo me habría gustado que desapareciera en la noche y que no llegáramos a saberlo nunca. Pero no se puede hacer esto con un protagonista interpretado por una estrella. Hay que decir: es inocente.

F.T. Indudablemente, pero me asombra que pensara usted acabar una película sin responder a la interrogación del público…

A.H. En este caso concreto, si el suspense se organiza en torno a la cuestión: «¿Es o no es ‘el Vengador’?», y se responde: «Sí, es “el Vengador’», no se hace más que confirmar una sospecha y, en mi opinión, esto no es dramático. Pero aquí, nos inclinamos hacia la otra dirección y mostramos que no era «el Vengador». Dieciséis años más tarde me encontré con el mismo problema al rodar Suspicion (Sospecha), con Gary Grant. Era imposible hacer de Gary Grant un asesino.

F.T. ¿Se habría negado Gary Grant?

A.H. No necesariamente, pero se habrían negado los productores. The Lodger es el primer film en el que saqué provecho de lo que había aprendido en Alemania. En este film, todo mi acercamiento era realmente instintivo; fue la primera vez que ejercí mi estilo propio. De hecho, se puede considerar que The Lodger es mi primer film.

F.T. Me gusta mucho. Es muy bello y muestra una gran inventiva visual.

A.H. Exactamente. A partir de una narración simple, estuve constantemente animado por la voluntad de presentar por primera vez mis ideas, de una forma puramente visual.

La crítica y Hitchcock

A.H. Hay una gran diferencia entre la creación de un film y la de un documental. En un documental. Dios es el director, el que ha creado el material de base. En el film de acción, es el director quien es un dios, quien debe crear la vida. Para hacer un film, hay que yuxtaponer montones de impresiones, montones de expresiones, montones de puntos de vista y, con tal de que nada sea monótono, deberíamos disponer de una libertad total. Un crítico que me habla de verosimilitud es un tipo sin imaginación.

F.T. Observe que, por definición, los críticos no tienen imaginación y es normal. Un crítico demasiado imaginativo ya no podría ser objetivo. Precisamente esta ausencia de imaginación es lo que les hace preferir las obras muy sobrias, muy desnudas, las que les dan la sensación de que podrían ser casi sus autores. Por ejemplo, un crítico puede creerse capaz de escribir el guión de Ladrón de bicicletas, pero no el de Con la muerte en los talones y, forzosamente, llega a la conclusión de que Ladrón de bicicletas tiene todos los méritos y Con la muerte en los talones no tiene ninguno.

A.H. Precisamente cita usted Con la muerte en los talones; la crítica del «New Yorker» decía que era una película «inconscientemente divertida». Sin embargo, cuando rodaba Con la muerte en los talones era una enorme broma; cuando Cary Grant está en los montes Rushmore, yo quería que se refugiara en las fosas nasales de Lincoln y que allí se pusiera a estornudar violentamente; habría sido divertido, ¿eh? Pero me doy cuenta de que hemos hablado muy mal de los críticos, ¿no? A propósito, ¿qué hacía usted cuando nos encontramos por primera vez?

F.T. ¡Bueno, era crítico de cine!

A.H. ¡Ya me parecía! No, mire, cuando un director está decepcionado de la crítica, cuando se da cuenta de que los críticos no se preocupan al examinar sus películas, ¡pues bien!, el único refugio que puede encontrar es la aclamación de la taquilla. Ahora bien, si un director rueda sus películas exclusivamente para la taquilla, se deja arrastrar por la rutina y eso es malo. Me parece que los críticos son a menudo responsables de tal estado de cosas y pueden empujar a un hombre a tomar en consideración sólo la taquilla, ya que en ese momento puede decirse: «Me río de los críticos porque mis películas dan dinero». En Hollywood hay un slogan muy famoso: «Voy a decir a tal crítico que he leído su artículo y que he ido al banco llorando durante todo el camino». En algunos semanarios, se buscan deliberadamente críticos que puedan denigrar divirtiendo a los lectores. Hay una expresión en América para cuando una cosa es mala: «Sólo es bueno para los pájaros». Por tanto, sabía muy bien lo que me esperaba cuando el estreno de Los pájaros.

F.T. Napoleón decía: «La mejor defensa es el ataque». Usted podría haber desarmado a los críticos con un slogan durante el lanzamiento de la película…

A.H. No, no. No merece la pena. Siempre me acuerdo que durante la última guerra yo estaba en Londres y había sido estrenada una película que se llamaba «Viejas amistades», de John Van Druten, con Bette Davis y Claude Rains. Los críticos de dos periódicos del domingo, de Londres, terminaron sus artículos con la misma frase, y ¿cuál cree usted que era? «Las viejas amistades deberían olvidarse». No habían podido resistir a la tentación del juego de palabras, aunque el film fuese muy bueno…

El Mac Guffin en palabras de Hitchcock

F.T. ¿El señor Van Meer, el hombre que conoce la famosa cláusula secreta?

A.H. La famosa cláusula secreta, era nuestro «Mac Guffin». ¡Tenemos que hablar del «Mac Guffin»!

F.T. El «Mac Guffin» es el pretexto, ¿no? A.H. Es un rodeo, un truco, una complicidad, lo que se llama un «gimmick».

Bueno, esta es la historia completa del Mac Guffin.

Ya sabe que Kipling escribía a menudo sobre los indios y los británicos que luchaban contra los indígenas en la frontera del Afghanistan. En todas las historias de espionaje escritas en este clima, se trataba de manera invariable del robo de los planes de la fortaleza. Eso era el «Mac Guffin». «Mac Guffin» es, por tanto, el nombre que se da a esta clase de acciones: robar… los papeles —robar… los documentos—, robar… un secreto. En realidad, esto no tiene importancia y los lógicos se equivocan al buscar la verdad del «Mac Guffin». En mi caso, siempre he creído que los «papeles», o los «documentos», o los «secretos» de construcción de la fortaleza deben ser de una gran importancia para los personajes de la película, pero nada importantes para mí, el narrador.

Y ahora, conviene preguntarse de dónde viene el «Mac Guffin». Evoca un nombre escocés y es posible imaginarse una conversación entre dos hombres que viajan en un tren. Uno le dice al otro: «¿Qué es ese paquete que ha colocado en la red?» Y el otro contesta: «Oh, es un ‘Mac Guffin’». Entonces el primero vuelve a preguntar: «¿Qué es un ‘Mac Guffin’?» Y el otro: «Pues un aparato para atrapar a los leones en las montañas Adirondak». El primero exclama entonces: «¡Pero si no hay leones en las Adirondaks!» A lo que contesta el segundo: «En ese caso, no es un ‘Mac Guffin’».

Esta anécdota demuestra el vacío del «Mac Guffin»… la nada del «Mac Guffin».

F.T. Es divertido… muy interesante.

A.H. Un fenómeno curioso que se produce invariablemente cuando trabajo por primera vez con un guionista es que tiene tendencia a poner toda su atención en el «Mac Guffin», y tengo que explicarle que no tiene ninguna importancia. Tomemos un ejemplo, Treinta y nueve escalones: ¿qué buscan los espías? ¿El hombre al que le falta un dedo?… Y la mujer ai principio, ¿qué busca?… ¿Se ha acercado hasta tal punto al gran secreto que ha habido que apuñalarla por la espalda en el interior del apartamento de otra persona? Cuando construimos el guión de Treinta y nueve escalones, nos dijimos, en lo cual estábamos completamente equivocados, que necesitábamos un pretexto muy importante porque se trataba de una historia de vida y de muerte. Cuando Robert Donat llega a Escocia y entra en la casa de los espías, encuentra informaciones adicionales, tal vez ha seguido al espía y al seguirle en su trabajo, en el primer guión, Donat llegaba a la cumbre de una montaña y miraba hacia abajo desde el otro lado. Entonces veía hangares subterráneos para aviones, recortados en la montaña. Se trataba, por tanto, de un gran secreto de aviación, de hangares secretos al abrigo de posibles bombardeos, etc. En ese momento, nuestra idea era que el «Mac Guffin» debía ser grandioso, y tan efectivo como plástico. Pero comenzábamos a considerar esta idea: ¿qué sería, que haría un espía, después de ver estos hangares? ¿Enviaría un mensaje a alguien para decir dónde estaban? Y en este caso, ¿qué harían los futuros enemigos del país?

F.T. Esto no era interesante para el guión salvo con una condición y es que se hicieran estallar los hangares…

A.H. Lo pensamos, pero ¿cómo conseguirían los personajes hacer que explotara toda la montaña? Estudiábamos todo esto y siempre terminábamos por abandonar cada una de las ideas a medida que se nos iban ocurriendo en beneficio de algo mucho más sencillo.

F.T. Podría decirse que no sólo el «Mac Guffin» no necesita ser serio, sino que, además, es mejor que sea irrisorio, como la cancioncilla de The Lady Vanishes.

A.H. De acuerdo. Finalmente, el «Mac Guffin» de Treinta y nueve escalones es una fórmula matemática en relación con la construcción de un motor de avión, y esta fórmula no existía sobre el papel, ya que los espías se servían del cerebro de Mister Memory para transportar el secreto y sacarlo del país mediante una gira de «music-hall».

F.T. Debe haber una especie de ley dramática cuando el personaje se halla realmente en peligro; en el transcurso de la acción la supervivencia de este personaje principal se convierte en algo que preocupa tanto que se termina por olvidar completamente el «Mac Guffin». Pero, sea como sea, debe existir un peligro, pues en ciertos films, cuando se llega a la escena en que todo se explica, al final, por lo tanto cuando se desvela el «Mac Guffin», los espectadores se echan a reír tontamente, silban o demuestran de cualquier forma su malhumor. Pero creo que uno de sus sistemas, que me parece una estupenda astucia, consiste en revelar al público el «Mac Guffin» no al final de la película, sino al final del segundo tercio o tercera cuarta parte, lo que le permite evitar un final explicativo.

A.H. Tiene razón en general, pero lo que importa es que he conseguido aprender a lo largo de los años, que el «Mac Guffin» no es nada. Estoy completamente convencido, pero sé por experiencia que resulta muy difícil convencer a los demás. Mi mejor «Mac Guffin» —y, por mejor, quiero decir el más vacío, el más inexistente, el más irrisorio— es el de North by Northwest (Con la muerte en los talones). Es un film de espionaje y la única pregunta que se hace el guión es la siguiente: «¿Qué buscan estos espías?» Ahora bien, en la escena que tiene lugar en el campo de aviación de Chicago, el hombre del Servicio de Inteligencia Central se lo explica todo a Cary Grant, que entonces le pregunta hablando del personaje de James Mason: «¿Qué hace?» Y el otro contesta: «Digamos que es un tipo que se dedica a importaciones y exportaciones. —Pero ¿qué vende? —¡Oh!… precisamente secretos de gobierno». Ya ve que en este caso redujimos el «Mac Guff in» a su expresión más pura: nada.

F.T. Nada concreto, sí, lo que demuestra evidentemente que es usted consciente de lo que hace y que domina a la perfección los secretos de su profesión. Este tipo de pelí- culas, construidas en torno al «Mac Guffin», hace que ciertos críticos digan: Hitchcock no tiene nada que decir, y en ese momento, creo que la única contestación posible sería: «Un cineasta no tiene nada que decir, tiene que mostrar».

A.H. Exacto.

Tomado de: https://filmfellasclub.wordpress.com

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Calumnia, que algo queda

Roberto Fernández Retamar (La Habana, 1930-2019)

Por Zaida Capote Cruz

Estaba en un jurado literario y decidí negarle el voto a una novela bastante buena que, sin embargo, había elegido la calumnia. En un breve pasaje caricaturizaba al presidente de la Casa de las Américas y lo responsabilizaba con la muerte del poeta Raúl Hernández Novás. Si no recuerdo mal, cuando Raúl se suicidó, el novelista este andaba buscándose la vida en Suramérica. Fueron tiempos difíciles, los noventa; para todos y más para Raúl, cuya situación familiar y habilidades sociales le negaban recursos para sortear la crisis (hay por ahí un soneto suyo agradeciendo el regalo de un jabón). Pero culpar a la Casa y a su presidente me parecía una abyección. Hubo miembros del jurado que votaron a favor de la novela y luego fueron a la ceremonia de despedida a Roberto. Hay gente así, digamos, inconsciente.

Ahora Roberto ha muerto y El País publica una sarta de difamaciones. Un quídam de reciente notoriedad se siente a gusto evaluando, o peor, degradando, la poesía y la vida de Roberto. Y miente sobre encuentros imposibles. Pero no debe extrañarnos. No es nuevo.

Recuerdo cuánto me impresionó en mi juventud aquella pregunta de Calibán: ¿existen ustedes? Y no, no existimos. No como otra cosa que una recua de imbéciles, un rebaño dócil camino al matadero. Nadie nos concede siquiera el derecho de elegir dónde queremos vivir y cómo; qué poetas admirar y qué canciones cantar. Y si escribimos en Cuba, es porque no somos más que eunucos aquiescentes.

Usualmente me río de las estupideces de El País y otros medios cuando preguntan sobrecogidos a algún cubano: ¿Cómo es vivir bajo el comunismo? Bueno. Una podría responder esa pregunta con muchas otras. Lo fundamental es establecer términos como comunismo, régimen, etc., como si fuéramos un pueblo menos digno que cualquier otro de elegir qué gobierno queremos. Aunque nos caigamos a zapatazos aquí, son nuestros problemas. Pero no, parece como si el destino de Cuba fuera decisivo en la geopolítica mundial, y se empeñan en denigrarnos para restar ejemplo. Contra Cuba siempre y, como dice el dicho: calumnia, que algo queda. No importa en cuántos países haya persistentes violaciones de derechos, incluso los referidos a salud o educación. Quién sabe cuántos talentos se pierden en el mundo por falta de educación gratuita. Y al final, qué más da. Esa gente no existe.

Y así estamos. Ahora Roberto Fernández Retamar ha muerto y se activan las calumnias. Es preciso negarlo, borrarlo, ensuciarlo. Tuvo una vida, la que escogió. Hizo una obra grande en el pensamiento y la poesía de nuestra América. Su militancia revolucionaria le valió desencuentros y descalificaciones. Le costó notoriedad y reconocimientos; pero eso solo en un contexto específico. En otro, Roberto sigue siendo el poeta que nos descubrió un mundo; el ensayista que bebió en Martí los zumos de esta tierra para servirla.

Y basta.

Tomado de: https://asambleafeminista.wordpress.com

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La ciudad de la vida

Plano general de La Habana desde la Fortaleza Morro-Cabaña

Por Raúl Roa Kourí

                                                                                                              A Eusebio Leal

Segundos antes un fino rayo de sol levantó las penumbras que arropaban la espesura húmeda de la sierra pinareña. Nuestra embarcación braveaba la marejada matutina sin mucho esfuerzo, navegando hacia el oriente a unas millas de la costa, sobre el canto del beríl, remontando la corriente como a ahorcajadas de las olas. Íbamos en pos de un gran castero, de una aguja poderosa, de un peto argentado, de un serrucho precursor de escabeches y, en última instancia, de algún peje perro con hambre que mordiera el anzuelo. A la derecha, entre rosa y nívea, comenzaba a dibujarse la ciudad.

Vista en la semineblina que el viento no lograba aún difuminar, La Habana desperezaba su modorra, abanicándose morosa con la espuma tenue que rítmicamente brincaba por encima de los muros del malecón; penetrando por abiertos balcones carcomidos y ventanas; algunas luces anunciaban la inminente partida de los moradores y, de hallarnos más cerca, hubiéramos podido apreciar el aroma del café recién colado, porque no abunda ese otro de la crema para rasurarse y mucho menos el de las lociones que usualmente acompañan tales menesteres.

Recordé la descripción que de La Habana hacían viajeros llegados por mar a nuestra capital, la asombrosa albura que irradiaba su conjunto, alegres colores como manchas de una rica paleta en lienzo algo cargado en el que sobresalen eclesiales cúpulas, alturas de betón y domos capitolinos o palaciegos, el verde de antiguos álamos y vieja piedra grisácea, corroída por la sal y el escape de gas de fantasmagóricas guaguas, destartalados camiones y vetustos autos de paseo.

Los grabados antiguos, no obstante, la ausencia de la avenida junto al mar y sus edificios, mostraban un tejido urbano que a muchos recordaba a Cádiz y que para mí guarda cierta semejanza con el viejo Burdeos, tanto por el color de la piedra como por el barroco de las fachadas, los balcones con balaustres de hierro forjado y el puerto. Tal vez llegaran a nuestra ciudad barcos negreros desde el estuario de La Gironda y, por supuesto, otros, cargados con barricas de vino, finos cognacs, sederías de Lyon y artículos suntuarios para la naciente sacarocracia habanera, amén de viajeros ilustres y, más tarde, pintores, arquitectos y cortesanas.

Entonces era más arbolada la villa y más evidentes las ondulaciones donde se alzan las fortalezas de El Morro, La Cabaña y Atarés; ceibas, flamboyanes y palmas cubrían las aturas en torno de la bahía, cuyas aguas claras escondían tiburones y otros peces. Saltaba la majúa o sardinilla en la atarraya de los pescadores para hacer boca en las tabernas o servir de carnada, y el río agregaba su feble caudal, aún no contaminado, al tranquilo y amplio estanque que determinó en su momento, y puesto que se trataba de magnífico abrigo para las naves y estratégico punto donde recalar las flotas que iban o venían de la metrópoli hacia Cuba y tierra firme, el establecimiento en este sitio de la muy ilustre San Cristóbal de La Habana.

Frente a la fortaleza de La Punta pudimos ver el Paseo del Prado, su alameda umbría poblada de insaciables gorriones y palomas cagonas, de broncíneos leones yacentes. Casas principales se alzan a ambos lados de la avenida, evocadoras de “ilustres” apellidos de la república neocolonial, mandantes de la época, ricos hacendados y propietarios.

En el Hotel Sevilla, remozado, sigue ofreciendo el remanso del patio y el roof garden, donde se podía tomar té todas las tardes a las cinco en punto en los años veinte y divisar el Capitolio, el Hotel Inglaterra, el Centro Gallego y el Asturiano, las palmas reales del Parque Central y, recorriendo el Prado, los fotingos descapotables con su carga de señores trajeados y elegantes damiselas trés à la mode; ahora, pueden verse jóvenes desaliñados en bermudas, pullovers y zapatillas Adidas, acompañados de atléticas muchachas de idéntico talante, dispuestos a disfrutar de la proverbial acogida de los pobladores, el amable mojito con yerba buena y el son inigualable de Compay Segundo, redescubierto por un gringo avispado (y gran músico), Ry Cooder.

A veces nos pasa esto a los cubanos, porque fue Pete Seeger quien dio fama mundial a La Guantanamera de Joseíto Fernández, a mediados de los sesenta, y Xavier Cougat (que, por cierto, interpretaba catalanamente nuestros ritmos), quien popularizó en Estados Unidos numerosas versiones de nuestra música para cantar y bailar, incluyendo la rumba. (Sin olvidar que Miguelito Valdés, Mr. Babalú, Beny Moré, Pérez Prado, Chano Pozo, Mongo Santamaría, los hermanos Barreto, la orquesta Casino de la Playa y tantos otros intérpretes y agrupaciones difundieron el ritmo cubano urbi et orbi sin que nadie viniera a “descubrirlos”).

Digresiones aparte, insisto en que esa luz que irradia La Habana y que a veces me hace pensar en Casablanca o Argel y hasta en ciertos barrios de Túnez y, por supuesto, en otras villas mediterráneas (de Grecia, Chipre, Italia y el sur de Francia, amén de España), si no fuera porque su intensidad es mayor en nuestras latitudes, modifica el color del entorno, suprime los matices, nos devuelve lo mirado sin esa suave transparencia que poseen los atardeceres otoñales del Parque Saint Cloud, luz de climas templados, propicios al claroscuro de Rembrandt y a las impresiones sucesivas de la catedral de Rouen, vista por Monet.

“Aquí achicharra el sol todas las cosas”, achatándolas, unimismándolas, infundiéndoles un calor específico, de respiración entrecortada, músculo tenso, faena de amor fructuosa y transpiración abundante. Paisaje y paisanaje indistinguibles uno del otro, piedra de cantería para levantar edificios y esculpir mujeres, altas palmas de penacho oscuro como cabellera donde enredar los sueños, plazas amables como sus gentes y aquellas gacelas de moroso andar y lánguido ademán, que se desplazan con levedad increíble a borde de la mar, sorbiendo, sensuales, el yodo en el aire húmedo, reminiscente de conchas bivalvas y sexo de mujer.

En la explanada vecina al monumento que recuerda el fusilamiento de los Estudiantes de Medicina, falsamente acusados de haber rayado la losa de Gonzalo de Castañón, pasé muchas tardes mataperreando con mis primos Kourí cuando tenía 12 años. Jugábamos a Cuba y España (nos peleábamos por ser del bando cubano), al escondite, a los agarrados; alguna vez me tocó agazaparme tras los arbustos que rodeaban los restos de la cárcel donde guardó prisión José Martí; imaginaba al Apóstol caminar penosamente con el grillete que dejo indeleble huella, más en el alma que en su misma carne y arrancar la piedra a golpe de pico en las canteras de San Lázaro, a pocos kilómetros de distancia.

Sólo 43 años habían transcurrido desde su caída en combate, y la República, que soñó independiente y soberana, “con todos y para el bien de todos”, padecía el nuevo coloniaje que quiso impedir, al convocar a los cubanos para la Guerra Necesaria, con la libertad de la Patria, evitando así que los Estados Unidos se apoderasen de la Isla y “cayeran con esa fuerza más sobre las tierras de América”. Pasarían algo más de dos lustros y darían su vida 20 mil patriotas, antes que viéramos cumplido su anhelo.

La ciudad se aprestaba, en 1948, al cambio de poderes: Ramón Grau San Martín, tal vez el mayor defraudador de las esperanzas populares durante la neocolonial, entregaría la Presidencia a Carlos Prío Socarrás, participante en la contienda contra el tirano Gerardo Machado, desorejado tunante, que entró a saco al tesoro público, superando con creces –con la excepción de Fulgencio Batista–a cuanto bandido desgobernó el país después del probo, aunque vendepatria y pro yanqui, Tomás Estrada Palma, quien, al no lograr reelegirse llamó al avieso vecino a hollar nuevamente con su pata intervencionista nuestro suelo.

El Parque Central, fue escenario, en los cincuenta, de memorables tánganas organizadas por la Federación Estudiantil Universitaria (FEU).  El 28 de enero de 1956, una tarde fresca y soleada, desembarcó José Antonio, junto a Fructuoso, Nuiry, Machadito y otros compañeros, para depositar una corona de flores y denunciar al dictador Batista ante la efigie del Apóstol.  Javier Pazos, Germán y Raúl Amado Blanco, Carlitos García el Carapálida, y otros compañeros entramos por otro costado. La zona estaba ocupada por esbirros de la tiranía, vestidos de paisano; llegaban al monumento columnas de Shriners (masones estadounidenses invitados a la farsa organizada por los batistianos), tocados con estrafalarios gorros.  Se oyó gritar a Echevarría, todos coreamos, ¡Muera Batista! ¡Abajo la dictadura!

El aire se llenó de ruidos violentos y sirenas policiales. Energúmenos de azúl agitaban “bichos de buey” por fuera de las ventanillas de los patrulleros, golpeando a cuando joven se tropezaban en su veloz carrera hacia los manifestantes; apresaron a los dirigentes de la FEU, que se defendían a puñetazo limpio y les metieron a la “jaula”.  Otros logramos escabullirnos y regresar a la Colina Universitaria.

Subí por la calle Ronda con el “chino” José Venegas; entró a un pasillo (que resultó no tener salida) donde fue apresado, salvajemente golpeado con la culata de un fusil y conducido luego al Castillo del Príncipe.  Penetré al recinto universitario por la entrada que da al fondo del Aula Magna y corrí hacia el local de la FEU, desde cuyos micrófonos nos turnamos para condenar la brutalidad policial y el encarcelamiento de José Antonio y demás compañeros.

Lanzamos bidones de 55 galones Colina abajo; otros volcaron un carro con placas oficiales frente a la Escalinata; la jauría del obeso Salas Cañizares se desplegó frente a nosotros y, entre disparos y palabrotas subió hacia el Rectorado y la Plaza Cadenas (hoy Agramonte). Nos replegamos en diversas direcciones; con Raúl Amado Blanco ingresamos al local del Teatro Universitario, donde estaba el profesor Ramonín Valenzuela.   Le dijimos que los guardias habían irrumpido en la Universidad, violado su autonomía, y perseguían a los estudiantes.  Consideró que debíamos salir enseguida.

Al hacerlo, vimos llegar, en zafarrancho de combate, al comandante Ponce y varios esbirros por la entrada de Ronda. Divisé a Willy Barrientos (hijo) y otros compañeros que se refugiaban tras el busto de Manolo Castro, frente a nosotros. Ponce nos apuntó con la Thompson y nos echamos al suelo; las balas arrancaban pedazos a las columnas del balaústre que rodea al Aula Magna, encima de mi cabeza. Decidí emprender una carrera “a cuatro patas” hacia el otro extremo y salir a la Escuela de Derecho; al doblar rumbo a la Plaza Cadenas, me hallé frente a los jenízaros de Salas Cañizares y tuve que correr hasta el muro que da a la Calle 27 y brincarlo olímpicamente, a riesgo de quebrarme un hueso (siempre mejor que ser molido a palos y además detenido).

El propietario de la quincalla ubicada en J y 27, donde adquiría mis Bock “especiales”, me aconsejó caminar (no correr) hacia 23. Seguía su recomendación cuando oí que me llamaban desde un taxi que subía por J en dirección a la Colina: era René Anillo, que allá se dirigía. Monté y le expliqué que la Universidad estaba tomada. Decidimos ir a casa de Javier, en 15 entre 6 y 8, en el Vedado. Éramos varios los compañeros allí reunidos. Ese día se discutió la necesidad de crear el Directorio Revolucionario.

Todas las tardes, en Galiano y San Rafael, andaba, perfumando el aire, la habanera; no una singular, toda La Habana. Blancas faldas de hilo, géneros ligerísimos que se aferraban al cuerpo voluptuosamente, insinuando sus montes y sus valles, venusinos promontorios que el viento juguetón impúdico esbozaba. Detenidos entre el oleaje de féminas, señores de dril cien, leontina de oro, panamá y coco macaco, semejaban colosos de rodas, faros de Alejandría, contemplando el incitante desfile. Tanto en verano como en “invierno”, protegidos a veces por sombríos paraguas del Bazar Inglés o por los portalones de la ancha vía: “gente buena y del comercio”, solía decirse. Vejetes pintones o verdes, irremediablemente erotizados por Eva, “que triunfante pasa”, dejando en los espíritus un ansia irrefrenable de joder…

Cuando era niño trepaba al mango del traspatio en busca de frutos suculentos, tentaba las gallinas de mi tío Julio, como le veía hacer a él; gallinas llamadas por los nombres de sus hermanas: Fina, Beba, Silvia… Esto ocurrió en L y 25, donde ahora se alza el Hotel Habana Libre. El gallo Piro daba su merecido a las gordas pollas, que ponían huevos diariamente en los rincones más protegidos. Un día terminaron todos los pobladores del corral en la olla, pero Julio se negó a comerlos. Petronila, la vieja cocinera fumadora de habanos, les torció el pescuezo con su destreza habitual y elaboró fricasés, arroz con pollo y pollo frito hasta que no quedaron más aves por asar.

El barrio de Kohly era un remanso silencioso y tranquilo en los años 40. Morábamos en Tropical No. 1, esquina am la Avenida de la Paz, una casona hecha con piedra de cantería, balcones de madera techados con tejas color de terracota. Un pequeño jardín rodeaba la casa, circundando por espinoso seto; a un costado se empinaba, galana, una imponente ceiba de tronco gris y amplia melena. En la calle jugábamos a la pelota con Mula Ciega, Sagüita, Romeo, Enrique y Colín; durante largo tiempo fuimos “enemigos” de los Peláez y Albertico Luzárraga y nos liábamos a golpes o pedradas cada vez que nos veíamos. Hicimos las paces después que lancé a la fachada de la residencia de Albertico un pomo de peste diabólica, menjunje preparado por Mula Ciega y por mí, a partir de medicinas del botiquín de mi abuelo; éter anestésico, sobras de frijoles negros, lagartijas despanzurradas, arañas peludas y mierda de gato, todo fermentado al sol durante varios días.

Aliados a Luzárraga, continuamos a enfrentarnos con los Peláez hasta que una noche, mientras cenaban, quitamos la masilla recién puesta a los cristales de las ventanas que cerraban el portal delantero, provocando su caída y estrepitosa quebradura. Alzaron bandera blanca y el sosiego retornó a la cuadra, pero enfilamos nuestras incursiones en otra dirección: el guayabo de los Parajón, en la Avenida de Almendares, que sistemáticamente desvalijábamos, y las grosellas de la italiana princesa Ruspoli, exiliada en Cuba durante la Segunda Guerra Mundial… Preadolescentes ya, brincábamos la verja de la Tropical para, esquivando al guardabosque y su perro “policía”, regalarnos con espléndidas chirimoyas y lujuriantes guanábanas. Y, en otras ocasiones, para ver la pelota gratis en el estadio homónimo (hoy llamado Pedro Marrero).

La barrera coralina frente a la zona del Biltmore era, en aquella época, una fuente no negligible de langostas y pulpos (aunque estos pululaban en los arrecifes costaneros de Miramar); salíamos en bote desde el club, con cajuelas con fondo de vidrio y fijas, para pescarlos. Siempre me gustó el crudo de langosta recién salida del mar; luego aprendimos a preparar ceviche de cobo y pulpo a la marinera. Fui de los primeros en el colegio en practicar la pesca submarina, a pulmón (entonces ya comenzaba a utilizarse el aqualung) con flecha y “fusil” accionado por ligas de caucho. Me “retiré” a finales de los ’60; mi última inmersión deportiva fue con el general Raulito Díaz Argüelles, el capitán Benítez, Brazo Fuerte y Ali Khan, al norte de Varadero.

El centro histórico encierra las joyas más preciadas de la ciudad. Lo he andado en todas direcciones, toda mi vida; con mi padre, desde niño, estudiante de bachillerato y universitario; recorríamos librerías, conversábamos con el colorao, Alberto, en La Económica, con Gelpi en La moderna Poesía, el gallego González en la Librería Martí y Andrés Belmonte en Selecta; prestigiábamos con nuestro incógnito humildes fondas chinas; surcábamos la bahía hasta la carbonera de Pelleyá, visitábamos Regla y Casablanca deambulando por sus calles “ultramarinas”; nos acercamos al paquebote Nieuw Amsterdam, holandés, y al hispano Marqués de Comillas, cuyo vivero traía sardinas y merluzas frescas del Cantábrico, que constituían nuestro deleite en las tascas del puerto, con helados vinillos de las Bodegas Bilbaínas y música de un “gaito” acordeonista, acompañado por su hija, la mismísima virgen de la Macarena, que cantaba aires regocijados y apenas nos rozaba con su mirar.

La noche siempre se “pone íntima” en la pequeña Plaza de la Catedral, donde habitaba, en un cuartico con gran ventana a la calle, Víctor Manuel. Llegué con Denise, pied noire voluptuosa atraída a nuestra tierra por el milagro de la Revolución. El poeta que era Víctor trasladó a cartulina, en delicado trazo, el hechizo acuciante de su cuerpo joven, de sus cabellos brunos descendiendo en barroco desorden sobre los hombros. Subí unas cervezas, recordamos París, nos mostró óleos inacabados, dibujos que aparecían entre colillas y botellas vacías. Víctor Manuel se consumía en el desaliño y el abandono, nada podían sus amigos, porque ya no tenía voluntad. Mi náyade regresó al Sena plasmada, para siempre, por su pincel impar.

Martínez, ceremoniosamente campechano, recibía en su Bodeguita del Medio, con chicharrones y mojitos, al compás de los “tristeros” de Carlos Puebla. Puede que Aurora lo hubiera echado al abandono, pero Armenia cocía con esmero ambrosianos tasajos de la llana Camagüey, dormía (con notas de La tarde) gustosos frijoles negros, mientras el horno hacía crujir pellejos de chancho en adobo criollo (naranja agria, ajos, orégano, sal, una pizca de cominos molidos en manteca bien caliente) y los tostones se freían, alegres, en inmensas sartenes de hierro.

La Calle del Empedrado, a medianía entre la Catedral y la calle Cuba, despertaba el apetito de los transeúntes, asombrados de que tales aromas surgieran de las entrañas de una pequeña tienda, no diferente en su aspecto de tantas otras que sólo expendían víveres y bebidas. Ese invento notable se debió a Felito Ayón, el impresor del local adyacente, a quien no resultó difícil convencer al propietario de La Bodeguita para que diera cabida a algunos amigos en las mesas de la trastienda, donde almorzaba Martínez con su esposa y dos empleados y, poco a poco, convertirla en el sitio preferido de poetas, pintores y escritores golosos, amantes de la cocina criolla, del ánima estimulante de la caña de azúcar y de los viejos trovadores, que cantaban y bebían  la par de los comensales.

Así nació La Bodeguita del Medio que pronto fue “bodegona” y acogió a figuras cimeras del cine, el teatro, la radio, la prensa, la cultura y la política, y a simples amadores de la vida, que mucho tiene también de melodía, bebercio y manducatoria.

En la esquina del salón, al fondo, patas arriba, cuelga la silla de Leandro García, recuerdo del amigo que partió para siempre; versos de Guillén y lemas (“Cargue con su pesao”) cuelgan de las paredes y Salvador Allende recuerda a nuestro bardo desde su propia bodega santiaguina.

Hubo, por cierto, una caricatura de mi padre hecha por mi (que Martínez llevó a su casa y hoy está en el Centro Pablo) y otra, reproducida en hierro forjado, del ingenioso Juan David, asiduo bebedor de cervezas bodegueriles en el bochorno del mediodía. En su bar, Mario Kuchilán era “señor” chinito, “porque no hay clases—me dijo–, pero hay jerarquías” y Carlos Lechuga, Enrique Núñez Rodríguez, y Eduardo Robreño expresaban otra manera de ser, la buena, de los supervivientes de la República que era “aquella”. (Así decía Varilla, desgarbado y ocurrente cajero, siempre dispuesto a difundir las coñas sin errar en sus cuentas.)

Andando las calles, tras los pasos de Leal, visitamos la casona que fue la de El siglo de las luces, donde radica ahora el Centro Alejo Carpentier que alentaba Lilia, su esposa y compañera (y ahora lo hace con sobrada brillantez Graziella Pogolotti); la Casa de la Obra Pía, en la vía que lleva su nombre, frente a la de Äfrica: mis amigos africanos, representantes de varios Estados ante la ONU, patentizaron su satisfacción al recorrerla. Años después asistí en la primera, con el ministro de Ultramar francés y Eusebio, a la inauguración del taller donado por su gobierno, donde se restauraban históricas telas de El Templete habanero, factura de Jean-Baptiste Vermay, discípulo de David y fundador de nuestra Academia de San Alejandro.

No olvidar la loma del Ángel ni su iglesia: en derredor se escuchan los reclamos de Cecilia Valdés, lejanos pregones, trote de caballos, chirrín de volantas, ni el templo del Espíritu Santo, donde oficiaba monseñor Ángel Gaztelu misas poéticas, después de magnificar la iglesia de Bauta con la obra de nuestros maestros.  Ni los restos de la muralla, que deslindaba la villa original de terrenos inhabitados o poco poblados, expuestos a devastaciones de los piratas, en dirección al Almendares.

Porque en el fondo de todo lo que perdura en la ciudad hay unos ojos tristes, los de un niño que reía y amaba los colores, corre-que.te-corre tras un balón, sin hacerse preguntas, llenando sus pulmones de oxígeno, atravesando el prado de las margaritas silvestres y punzantes guizazos, sin reconocer las yerbas que los galos llaman pisse-en-lit y tienen flores redondas, como de pelusa, que se deshacen al más leve soplo, y se comen con o sin lechuga, rociadas de aceite de oliva y vinagre añejo; o quizá, haciéndose elementales interrogaciones sobre la redondez de la tierra, la inalcanzabilidad del infinito, la persistencia del sol, invariable, año tras año, como la seca y la lluvia, punteadas por ciclones tremebundos, inundaciones y desplomes de viejas casas, arrasadas por el agua y la incuria.

Ese niño aprendió a deshojar las margaritas y conoció extraños sabores, porque la vida se hace también de hollín y hiel y desengaños. A pesar del mar inmenso, la ilusión de la nube, la gaviota que pasa y deja en el viento un aroma de almizcle y presentimiento, de bueno por conocer, amor impuro, las horas mantienen su ritmo, ni lentas ni veloces, acompasadas. Y tanto va el cántaro a la fuente que aprende de memoria la música del agua; la vida se derrama por las marismas y cañaverales, desciende por las calles, hace arroyos, hoyuelos en las mejillas de Atenea, de Alina Sánchez/Cecilia, cuesta del Ángel abajo, al hondón de la villa que andamos.

Se arremolinan las columnas, las redondas y lisas, tímidas de tanta sencillez; las coruscantes, barrocas, como volutas de habano, cantatas de Vivaldi; y aquellas coronadas, corintias, pequeñas dóricas que soportan los años, imitativas cariátides frente a las olas, embebidas de sal y yodo, de terrales; otras, se mueven como las palmas azotadas por el vendaval del norte, hitos en los portales, mojones que deslindan antiguas puertas; y las rejas, serpenteando en el Prado, trasunto de viejas columnas españolas, de templos meridanos y templetes, teatros, coliseos; columnas de los atrios y claustros tropicales, conventuales columnas de los maitines, que recuerdan el paso bisbiseante de las monjas en el airecillo vespertino, impregnado del olor del chocolate de los inviernos casi inexistentes, ávidos de churros o, al menos, de bizcocho fresco.

Oh, ciudad de las columnas, ¿quién te vio y no te recuerda? Ciudad de calor insomne y de pupilas ardientes. ¿Acaso no pudo decirlo así Federico en sus días habaneros, asaltado por fantasmas de Córdoba en la Plaza Vieja, azuzado por aquellos mozuelos lánguidos, baldíos que cruzaban por los sueños de Porfirio Barba-Jacob, su contertulio en las noches de la casona vedadense de los Loynaz, donde salían a recoger estrellas caídas entre el follaje del jardín al filo de la madrugada?

El pulso late con brío en esta ciudad entrañable, venida a menos, pero no agotada; dormilona, pero siempre alerta, como sus noches milicianas, el haz de luz recorriendo el espacio desde la farola de El Morro. Amables piedras, enérgicos jinetes de sus parques en caballos de bronce, clarín que toca a degüello; titanes, nombres diversos de la patria. Tus hijos te guardan las espaldas, cuidan tu sueño, rehacen tus arterias, levantan tus escombros. Aquí es el hontanar, la voluntad inquebrantable de vivir dignos y libres de cualquier tutela, junto a Martí y al héroe de la Sierra, junto al hermano de los años duros que aún no acaban. En nuestra Habana, la urbe sin veneno, la ciudad de la vida.

Tomado de: https://segundacita.blogspot.com

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El cine argentino en estado crítico

Ralph Haiek, presidente del INCAA desde mayo de 2017, designado por Mauricio Macri. Foto. Página12

Por María Bertoni

“El daño es enorme” aseguran los Directores Argentinos Cinematográficos en el comunicado que emitieron anoche sobre la “grave situación” que el cine nacional atraviesa desde 2016, por el incumplimiento sistemático de la Ley Nº 17.741 y su modificatoria, Nº 24.377. A través de esa gacetilla, la entidad cuya comisión directiva está integrada por Juan Bautista Stagnaro, Adolfo Aristarain, Marcelo Piñeyro, Juan José Jusid, Carmen Guarini, Alberto Lecchi entre otros referentes, acusa a las autoridades del INCAA de mantener “planchado” el costo medio de la producción de un largometraje “a la mitad de su valor real”, de reducir la política de créditos a su mínima expresión, de programar estrenos sin respetar los parámetros reglamentarios (cuota de pantalla, media de continuidad), de seguir demorando la designación de los integrantes del consejo asesor, “principal órgano de cogobierno y contralor” del Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales.

De la política cinematográfica que la alianza Cambiemos lleva adelante desde que asumió el poder, los DAC denuncian el incremento de “instancias burocráticas y administrativas” que atentan contra la convocatoria a concursos y el otorgamiento de créditos. Por otro lado, contextualizan el congelamiento del presupuesto destinado a la subvención de la actividad en un presente inflacionario y ejemplifican: un dinero acordado para seis meses de rodaje termina rindiendo tres meses como máximo. Así mismo revelan que el ochenta por ciento de los estrenos nacionales se proyecta durante “una sola semana en una única sala y horario”.

Los autores del comunicado también advierten sobre el “abuso de posición dominante” por parte de las productoras y distribuidoras que conforman la industria de origen estadounidense, hace tiempo globalizada. “Los tanques ocupan las pantallas exageradamente para bloquear cualquier competencia” sostienen antes de precisar que, en el marco de su lanzamiento local, Avengers. Endgame copó “el setenta por ciento de los cines existentes”. En este contexto, una película comercial argentina convoca a la mitad de espectadores que reunía años atrás.

Los Directores Argentinos Cinematográficos también arremeten contra la Ley Nº 27.432, sancionada a fines de 2017 y cuyo Artículo 4, en los incisos e e i, establece la desfinanciación del Fondo de Fomento Cinematográfico a partir de 2022. Como una producción lleva un promedio de tres años, existe el riesgo de que los autores de proyectos recién iniciados no cobren el subsidio correspondiente cuando presenten la película terminada.

En su gacetilla de prensa, los DAC incluyeron una propuesta de política cinematográfica y audiovisual para que las Leyes Nº 17.741 y Nº 24.377 se cumplan “con eficacia y equilibrio”. Se trata de una lista de diez ítems donde reclaman la derogación del mencionado Artículo 4 de la Ley 27.432, la actualización automática del presupuesto acordado a la producción y promoción de películas de costo medio; la plena vigencia del sistema de créditos y subsidios; el “absoluto cumplimiento” de la cuota de pantalla y de la media de continuidad; más rigurosidad y eficiencia en la asignación del presupuesto anual a producciones de alto, medio y bajo costo.

Por otra parte, los directores asociados sostienen que los proveedores de servicios de Internet, en tanto medio de exhibición, deben aportar al Fondo de Fomento Cinematográfico y pagar los derechos de autor correspondientes. También solicitan la implementación de un “cupo de género a acordar” y recomiendan impulsar el proyecto de Ley de Televisión, que la Multisectorial Audiovisual presentó a mediados de 2017 con miras a independizar la financiación de la producción de contenidos catódicos del mencionado FFC y del INCAA.

“El cine argentino puede desaparecer” advierten los DAC al término de este comunicado que renueva las críticas que gran parte de la comunidad audiovisual argentina reitera hace tres años contra las autoridades del INCAA en particular y contra la alianza gubernamental Cambiemos en general. Por el momento, Internet no registra una respuesta oficial a la gacetilla emitida ayer.

La preocupación por la posible extinción de la identidad cinematográfica nacional se extiende más allá de nuestras fronteras. Meses atrás, en el 72º Festival de Cannes, Luc y Jean-Pierre Dardenne volvieron a expresar su adhesión a la carta abierta que Claude Lelouch y Radu Mihaileanu, presidentes de la Sociedad Civil de Autores Realizadores y Productores, publicaron a principios de abril para reclamarle al presidente Emmanuel Macron una “política cultural fuerte, ­capaz de asegurar la soberanía creativa” de Francia y Europa.

En aquella oportunidad, el menor de los hermanos belgas aseguró: “Sin la financiación de los Estados-Nación y del Estado europeo, no tendríamos cine. De hecho, ya estamos viendo que algunos países europeos que prefiero evitar nombrar no pueden filmar películas. Esto sucede porque sus Estados no tienen la capacidad de –o no quieren– invertir en cultura”.

Tomado de: https://espectadores.com.ar

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Hollywood en la era de la producción globalizada

Por Harvey B. Feigenbaum

Estados Unidos pudo construir la más poderosa industria cinematográfica del mundo porque los productores de Hollywood siempre supieron calcar sus métodos de producción del modelo económico dominante: el fordismo en los años 1920, la especialización flexible más tarde. Hoy adoptan las recetas de la mundialización de la economía, pero sus efectos hacen que la fábrica de sueños amenace con derrumbarse.

Los estudios de producción cinematográfica se edificaron en Hollywood, en las afueras de Los Ángeles, California, hacia 1914. Los pioneros del cine dejaron la Costa Este para encontrar un clima más propicio a las filmaciones, paisajes más variados y, sobre todo, para escapar al dominio del trust Edison, que ejercía un cuasi monopolio en la región de Nueva York. La mayoría de los estudios fueron fundados por inversores judíos, que se inspiraron en las recetas del pequeño comercio para desarrollar un sector dirigido principalmente a una clientela pobre e inmigrante. El cine se desarrolló en Europa primero como una curiosidad y luego en parte como un arte, pero en Estados Unidos se orientó desde el inicio hacia el consumo masivo. En un país que recibía una sucesión de olas inmigratorias, cuyos habitantes tenían poca educación y hablaban una infinidad de lenguas, el cine mudo se convirtió rápidamente, en las ciudades, en la forma de diversión más popular.

La edad de oro

Los espectadores de los primeros tiempos estaban dispuestos a ver cualquier cosa; de modo que resultaba prácticamente imposible responder a la demanda y las películas se vendían por metro, como rollos de tela. Pero a partir de 1905, la novedad de la imagen en movimiento ya no fue suficiente para atraer al público, y el cine debió inventar su propio lenguaje, lo que le permitió contar verdaderas historias. Esta evolución transformó el sistema de producción. A diferencia de los automóviles, de los cuales Henry Ford podía decir «elijan cualquier color, siempre que sea negro», el guión de cada película es único. Cada unidad es más un prototipo que un producto normalizado. El talento de los primeros magnates de Hollywood consistió en dominar por todos los medios esta fuente de incertidumbre. Al principio, la gran estandarización no estaba referida a los géneros (westerns, películas fantásticas, policiales y melodramas vendrían más tarde), sino al «personal»: ya que la popularidad de los actores constituía una variable previsible, la industria inventó el star system, como el mejor medio para garantizar el éxito de una película. Porque si nada indicaba que el público iba a interesarse por una historia de robo o por un viaje a la Luna, la experiencia había demostrado que los espectadores apreciaban las películas donde actuaban sus actores favoritos. Los estudios se construyeron contratando estrellas por períodos de varios años y, de a poco, convirtieron en asalariados a todo el personal necesario para la creación de una película.

En una época en la que grandes monopolios como Ford o la compañía petrolera Standard Oil dominaban la economía, la integración vertical estaba de moda. Algunos empresarios, como Adolf Zukor y Marcus Loew (fundadores de la Paramount), comenzaron su carrera explotando salas de exhibición, antes de volverse productores. Los que siguieron absorbieron simultáneamente las redes de distribución y de explotación. Esta combinación entre el star system y la integración vertical dio nacimiento a los grandes estudios de Hollywood (Metro Goldwyn Mayer, Warner Bros., 20th Century Fox, Paramount, United Artists, RKO, etc.). Pero este sistema fue trastocado por el fallo Paramount de 1948, que obligó a los estudios a desprenderse de sus redes de salas 1. La venta de las redes de explotación cambió la dinámica de producción. Y la llegada de la televisión, a comienzos de los años 1950, le asestó un fuerte golpe a su monopolio.

Al comienzo, la televisión repitió el modelo ya definido por la radio. La mayoría de las emisiones eran en directo, y los programas estaban concebidos por las empresas que los apadrinaban (el actor Ronald Reagan hacía la publicidad para General Electric). La misma inspiración se dio en el plano financiero: los telespectadores no pagaban, ya que recibían programas financiados por la publicidad. Los cines, pagos, enfrentaron una competencia aparentemente irresistible.

Hollywood redefinió entonces al largometraje como un producto de alta calidad. Se desarrollaron formatos grandes, más espectaculares, como el cinemascope, el cinerama o la panavisión; se filmaba más en el extranjero y el color se utilizaba con más frecuencia. Había que combatir una tecnología (la televisión) con otra (el color y la lente anamórfica, que permitía lograr grandes formatos). Luego los estudios comprendieron que la televisión podía constituir también una formidable salida para otras categorías de largometrajes. Crearon entonces divisiones destinadas a producir exclusivamente para la pantalla chica.

A comienzos de los años ’70, con el fin de impedir la integración vertical del sector, la Federal Communications Commission (FCC) prohibió a los canales producir sus propios programas. Esta reglamentación, abolida en 1991, favoreció fuertemente la creación de nuevas empresas productoras. Pero el papel de los estudios también cambió. Para reducir los riesgos ligados a la explosión de los costos de producción desarrollaron asociaciones con productores independientes. Así, los estudios se volvieron bancos especializados que invertían en proyectos concebidos por otros, y servían de intermediarios, o simplemente de infraestructura logística. De la producción en serie, se pasó al package, con lo que cada película se volvió un montaje particular que implicaba a numerosas empresas diferentes y artistas cuidadosamente elegidos (el package agrupa con frecuencia a un guionista, un realizador y actores). El modo de producción hollywoodense se vuelve así una versión reforzada de la organización tipo «distrito industrial» 2, hasta el punto de que, para hacer frente a los costos, puede suceder que dos estudios unan sus esfuerzos para financiar una película.

Durante la era de oro de los estudios, desde fines de los años ’20 hasta comienzos de los ’50, el modo de producción de Hollywood se parecía al sistema fordista. Los grandes principios de la producción masiva, las economías de escala, las tareas estandarizadas y repetitivas, las piezas intercambiables y la mano de obra poco calificada se encarnaban perfectamente en la línea de montaje de las fábricas Ford. En 1948, el fallo Paramount puso fin a este sistema de integración vertical. Según algunos economistas 3, los estudios pasaron entonces de una organización «fordista» de la producción a una forma de tipo «distrito industrial».

Pero la analogía con el funcionamiento de los «distritos industriales» tiene sus límites. Resulta difícil establecer equivalencias entre las transformaciones del modelo hollywoodense y las dinámicas que se pusieron en práctica en otros sectores económicos. Así como la industria del cine nunca fue exactamente comparable con la industria automotriz, los estudios de la edad de oro tampoco estaban organizados absolutamente de acuerdo con las prácticas fordistas. La estandarización (género, intriga, estrellas) de los largometrajes chocaba con la unicidad irreductible de cada película. Además, en el cine, el riesgo de fracaso de un producto dado fue siempre superior al de los demás nichos industriales.

Explosión de los costos

Al final de los años ’80 la industria debió internacionalizarse. Hollywood se alejó entonces de la organización de tipo «distrito industrial» para adoptar el modelo de dispersión geográfica, que se volvió dominante a la hora de la mundialización liberal. La decadencia de los estudios no hizo más que reflejar esa tendencia. Con la masificación de la televisión, que a su vez vino a monopolizar el sector de los entretenimientos, la salida al cine se volvió un acontecimiento excepcional y, por lo tanto, menos frecuente. Finalmente, los recursos invertidos en la filmación y la promoción alcanzaron niveles tales que un estudio puede arruinarse con el fracaso de una sola película. Hoy en día, sólo una película de cada diez es un éxito comercial. El riesgo se ha vuelto el factor que define a la industria del cine.

A fines de los años ’90, la «especialización flexible» parece agotarse. El costo de cada largometraje aumenta a una velocidad tal que la audiencia en el territorio estadounidense ya no basta para garantizar la rentabilidad de conjunto. Las ventas internacionales, hasta ese momento percibidas como un simple bonus, determinan a partir de entonces el equilibrio financiero. Hollywood decide pasar de la «especialización flexible» a la producción globalizada.

Es cierto que la industria del cine ha tenido siempre una importante dimensión internacional. Por más primitivas que pudieran parecer, las películas de los primeros tiempos eran frecuentemente exportadas a varios países al mismo tiempo. Antes de 1914, Estados Unidos importaba, especialmente de Francia, más películas de las que producía. Pero las dos guerras mundiales, al interrumpir la producción cinematográfica en el Viejo Continente, le permitieron a Hollywood asentar su dominio en el mercado europeo.

Las nuevas restricciones ligadas a la necesidad de diferenciarse de la televisión, en particular la explosión de los costos, obligaron a la industria del cine estadounidense a globalizar su sistema de producción. ¿Qué respuesta mejor podía encontrarse para esta inflación de costos que la deslocalización? Como los cambios tecnológicos redujeron el precio de los transportes y de las telecomunicaciones, Hollywood se subió al tren de la mundialización y creó las runaway productions («producciones expatriadas»).

Canadá es el beneficiario principal, ya que presenta numerosas ventajas para los grandes estudios: proximidad geográfica, parecido con las ciudades estadounidenses, vínculos entre los sindicatos de ambos países y, sobre todo, la debilidad del dólar canadiense y las reducciones de impuestos ofrecidas por Ottawa. Pero el fenómeno no se limitó a Canadá. Para rodar Titanic, la Fox construyó un gigantesco estudio en México, donde las leyes son muy favorables para los inversores. En Australia, para atraer a la industria cinematográfica estadounidense, el Estado subvencionó la construcción de estudios de filmación y de postproducción. Las condiciones son tales que las productoras australianas se quejan de una competencia desigual, ya que se quedaron sin los medios para alquilar sus instalaciones habituales, y sus técnicos ya no encuentran trabajo porque Hollywood lleva su propio personal. También en Europa, la bien conocida historia de las deslocalizaciones hacia los países del ex bloque comunista comienza a involucrar a la producción cinematográfica. La República Checa, que dispone de infraestructura y de know how reconocido, seduce a los productores de Hollywood. En Rumania, el costo irrisorio de la mano de obra atrae proyectos de alta gama, entre los cuales se cuenta Cold Mountain (Anthony Minghella, 2003), película con trajes de época sobre la Guerra de Secesión.

Nivelación hacia abajo

Aunque Hollywood tuvo siempre una dimensión internacional, ésta adopta ahora la forma de una nueva división del trabajo. Los artistas reconocidos (actores, guionistas, realizadores, jefes operativos) siguen convergiendo hacia California como lo hicieron siempre. En cambio, los artistas y técnicos que se mueven en producciones más modestas tienen cada vez más dificultades para encontrar trabajo. Si bien el desarrollo de una industria con fuerte valor agregado -y no contaminante- constituye un regalo para los países que ahora reciben las producciones de Hollywood, este cambio le cuesta caro a Estados Unidos en términos de empleos.

Esta nueva dependencia respecto del mercado internacional parece pesar también en el contenido de las películas. El presupuesto de las grandes producciones supera los 60 millones de dólares, sin contar la promoción, que duplica esa cifra. Sólo en contadas ocasiones el mercado interno permite que una película pueda cubrir tales gastos, ya que la mitad de los ingresos ahora se consigue en el extranjero. Y los estudios sólo invierten en proyectos de fácil comercialización internacional. Lo que equivale a favorecer a las películas de acción, de gran espectáculo y a las historias de amor estereotipadas. Los guiones más complejos, o que muestran ambiciones literarias más marcadas, encuentran dificultades para ser filmados. La crítica que afirma que Hollywood funciona siguiendo el principio del más pequeño denominador común parece más justificada que nunca. Pero como ahora la mayoría de las películas se conciben para la exportación, ese fenómeno de nivelación hacia abajo alcanza también al mercado interno y daña la producción independiente. Sin embargo, acusar a Hollywood de embrutecer a su público no sirve de mucho. La responsable es la mundialización liberal, como prueba la idéntica mediocridad de los programas producidos en Francia por TF1 (Bouygues), en Italia por Mediaset (Berlusconi) o en Gran Bretaña por BSkyB (Murdoch).

Hollywood no es más que la punta del iceberg, el exceso más evidente de una tendencia a la uniformidad que pesa sobre la producción audiovisual mundial. Porque, aunque a lo largo de su rica historia el cine estadounidense ha conocido sucesivamente al fordismo, la «especialización flexible» y la producción globalizada, eso nunca le impidió producir fascinantes obras de arte.

  1. En 1948, el fallo de la Corte Suprema de Estados Unidos en el caso Estados Unidos vs. Paramount Pictures Inc., et al. (www.cobbles.com/simpp_archive/paramountdoc_1948supreme.htm) prohibió la integración vertical entre producción y explotación (NdlR).
  2. Sobre el concepto de «distrito industrial» (industrial cluster), véase Michael Piore y Charles Sabel, The Second Industrial Divide (Basic Books, Nueva York, 1984). Los autores se apoyan en trabajos de autores italianos que analizan el desarrollo de la industria del calzado en la región de Emilia-Romagna. Los «distritos industriales» están compuestos de pequeñas y medianas empresas localizadas en una misma zona geográfica. Se nutren en un vivero común de mano de obra calificada y se subcontratan entre sí para reaccionar a las fluctuaciones de la demanda. Esta «especialización flexible» permite producir pequeñas cantidades de mercancías a un costo unitario tan bajo como el de la producción masiva. El ejemplo más célebre de «especialización flexible», término utilizado muchas veces a propósito de los «distritos industriales», es el de Silicon Valley en California.
  3. Michael Storper y Susan Christopherson, Flexible Specialization and Regional Industrial Agglomerations: The Case of the U.S. Motion Picture Industry, Annals AAG 77, Los Ángeles, 1987.

Tomado de: https://www.eldiplo.org

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El cine más la electricidad

Cartel del filme El hombre de la cámara., de Dziga Vértov. (Unión Soviética, 1929)

Por Jean-Paul Fargier

Hoy, cuando volvemos a ver El hombre de la cámara, con la relación cine/televisión en plena crisis, resulta muy sugestivo constatar que, ya en 1929, para salvar el cine, Dziga Vertov no esperaba nada del cine y todo de la televisión. El hombre de la cámara no es una película sobre el cine sino contra él, y en pro de la televisión. Puesto que la anuncia, la crea, la describe; hasta la prescribe como un remedio, como la sola vía que el cine tiene para existir verdaderamente, para ser un lenguaje específico, desligado de sus orígenes teatrales, de sus enfeudaciones literarias. Podemos comparar El hombre de la cámara con una obra de Julio Verne, como Voyage dans la Lune, por ejemplo, cuyas premoniciones han sido ratificadas por la Historia.

Actualmente, cuando una película se pregunta si aún es posible seguir inventando en el cine y no sólo hacer cine, frecuentemente se responde: Sí, haciendo televisión. Soigne ta droite, Mon Cas, Intervista y Las alas del deseo son cuatro films recientes que logran respirar alto y fuerte, dejando atrás todo el resto del cine sin oxígeno, sólo porque se inspiran en la televisión.

¿Qué es la televisión? Vertov ya lo había comprendido: es el cine más la electricidad. Dicho de otra manera: el directo. Por primera vez en la historia de las representaciones, es posible que una representación coincida con la acción que representa. Ya nada los separa en el Tiempo. Por esta simultaneidad, consecuencia de la física de los electrones, todas las artes se encuentran traumatizadas, en nombre de la solidaridad que las une en un Todo. El arte moderno no es más que la larga serie de actos de defensa de cada una de las artes contra esta agresión.

Cada vez que el cine se ha conectado con la televisión, se produce un salto estilístico hacia adelante, una pequeña revolución en sus formas, Moi un noir; A bout de souffle; Roma, ciudad abierta; El Evangelio según San Mateo; Adieu Philippe, toda la obra de Guitry y, obviamente, toda la de Godard: tantas etapas, entre otras, de un renacimiento de la invención cinematográfica que toma prestada tal o cual forma de la televisión.

Si la televisión no hubiera existido (o la radio, aunque nos equivocaríamos al no tomar en serio la primera definición de la televisión como radio a imágenes. Vertov la entiende como tal: así, al final de El hombre de la cámara, él materializa la figura con la ayuda de imágenes de músicos que salen por sobreimpresión de un altoparlante de radio), Jean Rouch no habría hecho Moi un noir. La genialidad de este film que tanto impresionó a Godard en la aurora de la Nouvelle Vague, radica tanto en el brío de sus personajes como en su procedimiento de interpelación de la imagen por el sonido según la lógica del directo, mostrando grandes libertades. Cuando sus personajes con nombres cinematográficos (Dorothy Lamour, Lemmy Caution, Edward G. Robinson, Tarzán), comentan a destiempo las imágenes de sus aventuras, hablan como un periodista de radio o televisión que describe un partido de fútbol o una barricada en plena acción. Un nuevo concepto del presente se muestra ante nuestros ojos, hasta ahora inaudito para el cine, pero no para la televisión. La idea es nueva de todas maneras y bastará para que Rouch pase a la posteridad, porque lo que la televisión no sabía hacer hasta ahora era aplicar este efecto a imágenes pasadas. El combinado pasado-presente preparado por Moi un noir en la coctelera del efecto directo, consiste en invertir el primer principio de la televisión, pero en invertirlo televisualmente, sin salirse del directo y de sus efectos. Donde de costumbre la imagen y el sonido se encuentran ligados indefectiblemente, Rouch proclamaba su autonomía radical antes de reunirlos a través de un efecto semejante, mucho más fuerte porque deja de ser innato y pasa a ser adquirido.

Desde A bout de souffle (y también desde su primer film consagrado, ¿por coincidencia?, a la construcción de una represa hidroeléctrica, Opération Béton), Godard nunca dejó de conectar su cine con la más impresionante consecuencia formal de la electricidad: la televisión. En A bout de souffle la televisión aparece bajo dos formas: como radio (música en directo en el plano; frase corta intencional: “Una pequeña pausa en nuestro programa para conectar con nuestras redes”… conexión) y como Diario Luminoso (en el que una seguidilla, parecida a la exploración o barrido catódico, anuncia repetidamente una acción recién perpetrada por Belmondo). Bajo estas formas el efecto directo opera. El tiempo se restringe entre lo real y la información que debe describirlo. El destiempo se acerca cada vez más al tiempo. Godard percibe desde el principio todas las consecuencias estilísticas de esta carrera de velocidad. Es curioso constatar que esta era ya una preocupación de Vertov. El hombre de la cámara crea un dispositivo que reduce al mínimo el plazo existente entre la filmación y la difusión. Lo que los espectadores ven en la sala de cine está en proceso de filmación. Todo su montaje alternado (cámara/realidad/pantalla/realidad/cámara) tiende a alucinar esta anulación: ya no hay diferido (sino que diferencia) entre el Mundo y el Film, ni retraso de la cámara sobre el ojo. El cine se desarrolla en el mismo instante. El cine sólo puede ser él mismo si se transforma en televisión. A su manera, jugando a fondo con el efecto directo, tomando en cuenta que el directo en sí le estará prohibido por definición. Puesto que hay que hacer televisión, hagámoslo mejor que ella, parecería que sin previo acuerdo lo dicen Godard, Wenders, Fellini y Oliveira. Si en el tiempo de Vertov la televisión era una hermosa utopía colmada de promesas, más tarde demostró ampliamente que era madre de grandes males.

Aun hoy lo prueba encarnizadamente al mantener al cine en una supervivencia terapéutica. Ante un film creemos estar en el cine, pero cada vez es más televisión lo que tenemos ante nuestros ojos. Una televisión en el peor sentido del término, pero a veces también en el mejor. Lo mejor y lo peor que le pasa al cine hoy proviene de la televisión. Todo lo que un film puede esperar es ser de la buena, de la excelente, de la extraordinaria televisión. Venzamos a la televisión en su propio terreno, con sus propias armas. Desde hace veinte años, el videoarte no tiene otro programa. Parece que desde hace algún tiempo (reflexionando más, parece que este tiempo comenzó hace mucho), a su vez, el cine entona el mismo canto.

Con Intervista, Fellini realiza un talk-show (o una de estas superveladas a lo Chanel) como ninguna televisión ha sabido jamás hacerlo. Jugando a la vez el rol de Presentador y de Invitado, sin hablar del de Realizador, él navega de una secuencia a otra a la velocidad de la luz (de ahí todas sus bellas reflexiones sobre la luz a lo largo del film). Lo hace todo: la publicidad, las variedades, las informaciones (una alerta de bomba), las emisiones del recuerdo (Anita Ekberg), los interludios, las entrevistas, los sketches, las sátiras (el western final). El es, como lo dijo una vez Serge Daney: “una cadena de televisión por sí mismo: la Fellini Uno”. Con un sentido inaudito del zapping: es decir, de la relatividad. Salvo que logra hacer sentir que todo lo que nos permite atrapar deslizándose graciosamente de un módulo a otro, tiene la fuerza irresistible de una necesidad. El cine no es nunca tan hermoso como cuando tiene que luchar contra la televisión con las armas de la televisión: el ataque final del equipo de rodaje del film por los indios armados de antenas de televisión no sólo significa que el cine es acosado por la televisión, la metáfora va más lejos, la escena no se detiene ahí; se puede ver también cómo el cine resiste: la gente del cine transforma su lona en caravana de pioneros y, formando el círculo, aguzan una cita, es decir: toman alegremente de la televisión su manera de satirizar el cine. La referencia al clip se vuelve un arma cortante. Y de hecho, esto les resulta. No mueren todos. Y los indios se arrancan las antenas.

La confrontación cine/televisión está tomando la punta en el eterno cara a cara del cine/teatro. Nos damos cuenta mejor aun cuando una película organiza un triplex teatro/cine/televisión. Mon Cas de Manoel de Oliveira devela in fine que todo lo que parecía que pasaba en el escenario del teatro (las tres repeticiones de la misma escena sobre el modo televisual del instant replay) se desarrollaba en realidad bajo la mirada de una cámara de televisión y que este teatro en el fondo no era más que un plató sometido a la ley del directo. Uno se desliza del teatro a la televisión porque desde ahora es ella la que se transformó en el Sistema de Representación al cual es más productivo oponerse.

Las alas del deseo recorre la misma trayectoria, tomando el circo como sustituto del teatro y el rodaje de un telefilm protagonizado por el intérprete de Columbo como emblema de la televisión. Salvo que Wenders no se consuela de su imposible reconciliación (y cae al final en un pacto amoroso que anula toda la lucidez inicial de sus ángeles simultaneístas), mientras que Oliveira aborda con júbilo y de frente la nueva mano entre las Artes y los Medios de Comunicación. Este nuevo juego produce, a menudo, en los films que tienen conciencia de él y lo hacen su tema, reflexiones sobre la luz. ¿De dónde viene? ¿Qué puede hacer? Oliveira hace a Dios con un proyector, Fellini hace la Luna. Godard lo acusa de un crimen (contra la Noche). Forma indirecta de hablar de la electricidad y del desafío ante el cual el cine se encuentra: producir imágenes que viajan, como las de la televisión, a la velocidad de la luz.

El cine puede vivir sin electricidad. La televisión no sólo necesita electricidad para existir, la requiere también para ser. En el cine la electricidad es sólo una fuerza de apoyo, una energía de sustitución. Para rodar, una cámara no requiere necesariamente de corriente: el molinete de operador basta. En el momento de la proyección, la lámpara no es más que una vela más potente agregada al dispositivo de la linterna mágica, no imaginamos la televisión sin electricidad. Ella es su materia misma. Y su alma.

Cuando uno ve a Fred Chichim, uno de los dos Rita Mitsouko, al principio de Soigne ta droite, instalar lentamente todos los cables de sus instrumentos, uno empieza a entender hacia qué apunta Godard cuando se plantea la pregunta sobre el destino del cine como medio de creación: no sólo hacia la música, sino también hacia la electricidad. La magia de la electricidad, su potencia, su energía, su velocidad. Esta música llevada por flujos de electrones, fluida, veloz, terca, mareante, flota como un horizonte ideal a la persecución que la televisión lanzó al cine. Soigne ta droite describe el rodaje de un film que debe ser envasado en un día y proyectado en la misma noche. Es un rodaje sin cámara: se trata de una metáfora, no de una evocación del estilo “film en el film” (como en Le Mépris o Passion). El avión es un estudio; su trayecto el tiempo de una grabación. A su llegada el film está hecho. O mejor dicho: ocurrió. Los envases están vacíos. Y si el productor mira orgullosamente su film, lo hace en pleno día, no en una sala oscura. Una imagen que se ve en pleno día es televisión. Y de hecho, mientras tanto, pasará de todo: un partido de tenis, una obra de teatro, una emisión literaria, un servicio religioso, algunos clips musicales, informaciones, una película histórica (un Shoah express vuelto a visitar por el Heysel), etc. ¡Como en la tele! Pero mejor aun. ¿Por qué mejor? Porque aquí también, como en Intervista, la relatividad de cada momento, de cada fragmento, se ve sin cesar contradicha por la necesidad cada vez más evidente de todas las parcelas, enviándose unas a otras los destellos de un sentido misterioso, simultáneamente presente en todas. Parecería que uno está frente a un inmenso multiplex: su autor no puede ser más que un virtuoso de la régie, capaz de abrazar de una sola mirada todas las imágenes de su film a la vez y deslizarse, tecleando, de una nota a la otra con una infinita soltura y medida que se graba. Si hay que ser un ángel para hacer una novela, como se dice en el film, ¿qué hay que ser para fabricar Soigne ta droite? Dios o la televisión. Los dos únicos que pueden vanagloriarse de reinar de la misma manera Sur la Terre comme au Ciel (título del film tomado de Notre Père). Puesto que Godard no es Dios, a pesar de su nombre, ocupa entonces el lugar de la televisión. No hay sombra de ninguna cámara en Soigne ta droite y, sin embargo, se trata de un rodaje. Un remake discreto de El hombre de la cámara (se necesita otro texto para demostrarlo paso por paso), el último film de Godard realiza el ideal del yo de esta cámara autónoma, sin operador, que inicia un ballet al final del film de Vertov. La televisión es el reino de la cámara automática que no encuadra nada, pero lo ve todo, siempre funcionando, siempre grabando. Soigne ta droite juega también con esta impresión de un mundo bajo vigilancia, al que agrega, por el rigor de sus cuadros, la sobreimpresión de vigilar la vigilancia.

Tomado de:  http://www.lafuga.cl

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Para (re)leer Le livre d’image (+tráiler)

Por Miguel Savransky

Le livre d’image (2018) es una nueva incursión y un ahondamiento en la senda abierta por Godard ya desde fines de los ochenta con su monumental saga Histoire(s) du cinéma (1988-1998). Hace ya más de una década que la práctica de Godard explora una zona artística que podríamos considerar cercana al cine expandido o la estética de la instalación y precisamente su última película hasta la fecha radicaliza esa vertiente de una manera inédita: en el comienzo del proyecto existió la idea –después descartada– de utilizar tres pantallas en simultáneo; en noviembre de 2018 hubo una serie de funciones en el teatro de Vidy en Lausanne en las que el film se exhibió en un televisor más o menos grande con dos parlantes adelante a lo alto bastante alejados del monitor, un sistema de sonido surround 7.1 y una determinada ambientación en la sala que emulaba el living de la casa de Godard: alfombras árabes, libros dispuestos de cierta manera, algunos muebles, etc.; por último, según Fabrice Aragno, uno de sus íntimos colaboradores estables en sus últimos trabajos, hay un plan para trasponer la película en una suerte de instalación con tres espacios, uno consagrado al sonido, otro a las imágenes y el tercero a su quiasmo en cuatro museos alrededor del mundo: el Centro Pompidou en París, la Galería Nacional en Singapur, el Museo Reina Sofía en Madrid y otra sala en New York.

Godard explora aquí la reproductibilidad al infinito de la imagen en la era digital componiendo una suerte de Atlas Mnemosyne del siglo XXI: al mismo tiempo memoria y musa, Historia y poesía, documental y ficción. Hilvana mediante la disyunción entre palabra e imagen, el corte irracional y una multiplicidad de materiales de archivo un libro/álbum de imágenes a la vez íntimo y colectivo, un patrimonio cosmopolita de gestos que se repiten en Pathosfomeln –fórmulas del páthos– captadas en un entramado no cronológico de temporalidades heterogéneas. La estructura abierta del film reúne a partir del motivo de los cinco dedos de la mano series divergentes de singularidades puestas en relación sin un modelo común que las subsuma: manos, trenes, crímenes, guerras, injusticias, revueltas, escenas de violencia política. De una imagen a otra, de un punto a otro, algo se repite, pero diferente: eterno retorno de la diferencia que –montaje mediante– permite el advenimiento de algo radicalmente nuevo en el juego de lo mismo y lo otro.

A esta práctica del montaje se añaden en este caso dos vías de exploración (relativamente) novedosas: la experimentación llevada a cabo en el plano sonoro y el salto cualitativo en el tratamiento cromático de los materiales con fines expresivos.

Montaje, archivos, fragmentos

Le livre d’image es una película construida casi sin cámara, es decir, prácticamente sin rodaje ni registro de imágenes, en la que el montaje deviene la dimensión fundamental mediante distintos procedimientos que vampirizan materiales heterogéneos: pintura, música, citas literarias y filosóficas y, por supuesto, películas propias y ajenas; es en la juntura, en el intersticio, en el choque entre planos, en la tensión entre imagen y palabra donde asoman –evanescentes– sentido y sinsentido en un torbellino incandescente de ideas y emociones que golpea directamente el cerebro de cada espectador.1

Lo suyo es un arte del montaje como constelación de cosas vistas y dichas organizadas fragmentariamente en series divergentes, un patch-work audiovisual que lleva hasta la enésima potencia y la extenuación las posibilidades de un cine abiertamente impuro que absorbe todo tipo de imágenes y palabras, un cine que se afirma en tanto tal estableciendo un sistema de relaciones interiores y distancias constitutivas con otras disciplinas artísticas, no pudiendo existir separado o disociado de ellas: en la secuencia de “créditos” hacia el final se superponen las palabras “textos”, “películas”, “cuadros”, “música” sobre una lista abultada y voluminosa de obras, autores, materiales, referencias y anotaciones a veces enigmáticas sin orden aparente.

En ese acopio de injertos, jirones y pedazos se reúnen sin jerarquía cine clásico, moderno, contemporáneo, silente, experimental, ficción y documental (“campo / contra-campo”, “Israel / Palestina”). 2 Aparecen incluso algunas imágenes de cómics y dibujos animados (hay un chiste baziniano: sobre una imagen de animación detenida de un gato está escrito “montaje interdicto”). También hay unas pocas fotografías que –entre otros rostros– conjuran la presencia espectral de sus compañeros de ruta de la nouvelle vague: Truffaut, Rohmer y Rivette. La televisión e internet en tanto medios de producción y reproducción de imágenes modernos y contemporáneos son igualmente aprovechados en tanto materiales que se ofrecen para un sampleo infinito en un gesto reivindicatorio del uso de imágenes “pobres” de baja o mala calidad: videos amateur subidos a youtube, transmisiones en directo de los asesinatos de ISIS, archivos .mov con el contador impreso en la pantalla, grabaciones con el celular, etc. 3 Por último, el murmullo anónimo de la literatura y la escritura se hace presente a través de constelaciones de citas muchas veces sin autor asignado cuya lista exhaustiva resultaría difícil de abarcar. Godard siempre ha sido un pirata de la cultura capaz de extraer enunciados y frases para ponerlos a circular en un orden discursivo anónimo e impersonal. En una entrevista de hace unos años JLG dice: “Los tres cuartos de las frases que uso ya no sé de dónde vienen y no me preocupo más por ello. La lista de personas en los créditos es más o menos verdadera o más o menos fantasiosa. Anoto solo la frase.” (Dagen & Nouchi, 2014). 4

Resulta entonces estratégico dar cuenta del carácter precario, de work in progress, tanteo e incompletitud de la práctica artística, señalar la imposibilidad de “hacer obra”, lo arbitrario del punto (o corte) final. En los últimos minutos hay una cita al respecto que es toda una declaración de principios: “En realidad, dijo Brecht, solo el fragmento lleva la marca de la autenticidad”. La película pone en práctica y actualiza en los términos de las tecnologías analógicas/digitales del siglo XXI el lema “una película en train de se faire” ya adoptado en los años sesenta. De allí que resulte parte intrínseca de la poética incluir (vertovianamente) en la diégesis las diferentes dimensiones del propio proceso de realización, dejar huellas visibles del propio dispositivo: el constante cambio de resolución, la imagen pixelada como si la computadora se colgara o hubiera una falla en la reproducción, el frecuente temblequeo del cuadro como si titilara, el uso adrede de imágenes mal conservadas o degradadas (es decir, la decisión estética de no necesariamente usar la copia de mejor calidad).

Palabra e imagen: el corte irracional

La violencia formal es constante y programática. El corte irracional deviene principio compositivo, un corte que no divide algo entero en partes distinguibles, medibles o reconocibles, sino que agujerea los planos, ejerciendo una suerte de diseminación en la que deja de haber principio y fin, rompiendo la continuidad del todo e induciendo reencadenamientos a partir del intervalo, la distancia, la brecha, la separación. Algo del orden de lo aleatorio irrumpe en el corte yendo más allá de la oposición entre control/azar, subjetivo/objetivo, voluntad artística/vida propia de los materiales. Ninguna decisión de montaje es gratuita, arbitraria, caprichosa o improvisada, sin embargo, las asociaciones muchas veces remiten a conexiones pre-lógicas. Esto vale tanto para la secuencia sucesiva de imágenes visuales como para la simultaneidad entre la dimensión visual y la sonora, e incluso para la dimensión sonora en sí misma, hecha también de sendas capas, perspectivas y lenguas superpuestas: el francés en primer lugar, pero también el inglés, el árabe, el italiano, el alemán, el ruso y el griego, que Godard decide manifiestamente no subtitular, sosteniendo la irreductibilidad cultural del otro en tanto otro (la cuestión de los subtítulos para personas no hablantes del francés en las películas suyas sería todo un tema aparte).

Ver y hablar son dos órdenes heterogéneos irreductibles el uno al otro: ver no es hablar y hablar no es ver. No vemos aquello que decimos ni decimos aquello que vemos. Las palabras no vienen a repetir o ilustrar lo que nos es dado ver. Pero por medio del montaje blando –no en vano Farocki acuña su concepto en tanto avezado espectador de Godard– se produce un cuerpo a cuerpo entre ambos tal que la palabra se transforma en imagen y la imagen se transforma en palabra, síntesis disyuntiva que reúne lo disímil en tanto disímil, relación sin relación que une en la exacta medida en que separa. “El lenguaje es un robo” decía Moullet, en el sentido de que la codificación de un lenguaje cinematográfico en fórmulas cristalizadas y estandarizadas es una expropiación de la imaginación y sus posibles, de ahí el gesto godardiano de decir “adiós al lenguaje”. A su vez, la voz en off del propio Godard hablando del contrapunto musical puede trasponerse como modelo del trabajo de montaje en tanto reencadenamiento de heterogéneos:

El contrapunto es una disciplina de la superposición de líneas melódicas. Las melodías no necesitan ser idénticas ni cercanas. Pueden ser extranjeras la una a la otra. No es un obstáculo para la composición, pero deben ir juntas y al mismo tiempo. En la armonía, los acordes producen melodías. En el contrapunto, son las melodías en sí mismas las que, a la inversa, resultan en acordes.

Disyunción y experimentación sonora

Ya es un lugar común hablar de la disyunción entre el plano sonoro y el plano visual en el cine de JLG, pero algo distintivo de esta película es que esa disyunción se extiende más allá, sobre el plano sonoro mismo, objeto de una experimentación radical: hay varias voces, músicas o capas de sonido superpuestas que habitan en simultáneo espectros diferentes de la arquitectura sonora, desplegando un juego en profundidad con la multiplicidad de perspectivas espaciales que permite un diseño de sonido 7.1 rodeando al espectador desde adelante, atrás y ambos costados en tonos e intensidades variables. 5 Se configura de esta manera una suerte de experiencia envolvente e inmersiva que genera un magma sonoro que por momentos vuelve errático el encuadre, induciendo una disociación, forzando al espectador a tomar una elección y colaborar de manera única, irrepetible y selectiva en el montaje de la película. Distintas voces en off irrumpen alternativa o simultáneamente, la música tanto académica como popular abunda, hay canciones de combate y motivos musicales que retornan aportando tonalidades afectivas específicas. A veces el sonido se sustrae súbitamente y desaparece, luego reaparece, recomienza. Hay repeticiones, yuxtaposiciones, al punto que a veces se genera una perplejidad que lleva a pensar si no se trata de una falla técnica.

Tal es la violencia formal del diseño sonoro que se suma a la ya presente en el ritmo vertiginoso del montaje visual alcanzando una velocidad inusitada. Una ametralladora de sensaciones y pensamientos fuera de quicio, aplastante, monstruosa. Todo esto refuerza el carácter exigente, casi intolerable y en cierta manera extenuante de la experiencia de atravesar esa multiplicidad buscando aprehenderla en su totalidad, pero abre a la vez un teatro de acción en el que se acrecienta el grado de libertad que el espectador puede reivindicar para sí a la hora de hacer un montaje subjetivo, focalizando determinado detalle, relación, gesto o dimensión en detrimento de otros. En efecto, ¿dónde poner la atención dado que es imposible abarcarlo todo a la vez? Necesariamente hay que tomar decisiones, dejar algo afuera, perderse cosas, aferrarse a otras, trazar a tientas un recorrido singular en esa cartografía audio-visual que no cesa de hacer proliferar palabras e imágenes, emitiendo signos y exhibiendo una materia sensible hecha de bloques espacio-temporales.

Las condiciones ideales de exhibición de la película imaginadas por Godard no son tanto las de una proyección en una sala de cine sino la reproducción en pequeñas salas –teatros más pequeños, museos quizás– con televisores grandes y parlantes separados de la pantalla a la suficiente altura como para conjurar la tendencia casi habitual que nos ha sido inculcada por la industria del entretenimiento masivo a creer que sonido e imagen se corresponden y son lo mismo. 6

La pantalla como lienzo

A su vez, la pantalla deviene la superficie de un lienzo en perpetuo anamorfismo en el que Godard explora plástica y pictóricamente la dimensión visual de las imágenes. Esto no se reduce a los momentos en que efectivamente se trata de cuadros –vemos obras enteras, reencuadradas o bien detalles ampliados tales como Las lágrimas de Freya de Klimt, el fresco de Masaccio, acuarelas de Macke y Delacroix, entre otras tantas– sino que hay un tratamiento pictórico de todas las imágenes que altera radicalmente los materiales utilizados, interviniendo digitalmente su fisicidad y textura de diversas maneras: ya sea deformando, recortando, inscribiendo palabras sobre la pantalla, ralentizando o acelerando, pero sobre todo mediante una serie de procedimientos de saturado de los colores que acentúan el brillo arrojando tonalidades claras con predominio del azul, el blanco, el verde, el rojo y el amarillo. Ante nuestros se levanta una sucesión de cuadros de una rabiosa belleza redentora en los que la experiencia cromática resulta intensificada (también hay varias fotografías o fotogramas de películas fuertemente contrastados en blanco y negro). 7

Al ser aisladas y desprendidas de su contexto, las imágenes poseen una consistencia propia que rehúye la datación documental o cronológica precisa. Aboliendo la referencialidad, se afirman en sí mismas en tanto imágenes que no están en lugar de otra cosa (“no una imagen justa sino justo una imagen”), irrealizándose al ser arrastradas en el torrente de abstracción de una aventura colorista. Tal como reza el famoso dictum del pintor fauvista André Derain: “Los colores eran para nosotros cartuchos de dinamita”. Algunos usos paradigmáticos: explosiones, estallidos y bombas que detonan de las que se extraen cualidades pictóricas (lo que no va en desmedro de una sobria meditación sobre el horror); una secuencia de War and peace (King Vidor, 1956) pintada con los colores de la bandera francesa; el rojo exacerbado (“no es sangre, es rojo”) que baña el mar donde fueron arrojadas varias personas para darles muerte; la presencia sugestiva y cautivante de paisajes de playas, el Mar Mediterráneo y el desierto transfigurados en forma expresionista. También los archivos documentales empleados son muchas veces objeto de una deformación deliberada (en este sentido, Godard es más poeta que historiador).

Hay una serie de planos en los que se ve una brocha y un pincel en plena acción sobre un lienzo como si se tratase del detrás de escena del artista-pintor en su estudio. De hecho, August Macke es una referencia medular en términos del tratamiento cromático de toda la película, en una radicalización de la senda de Adieu au langage: Godard toma unas imágenes cualesquiera y las transformara en reversiones (remakes) digitales de cuadros suyos, confiriéndole un valor expresivo a los colores que los emancipa en cierta medida de las figuras y los contornos, un arte de superficies en la vereda opuesta de la búsqueda de captar una “impresión de realidad”. Como dice Godard mismo en la entrevista ya aludida: “El cine no es una reproducción de la realidad, es un olvido de la realidad. Pero si se registra ese olvido entonces se puede recordar y quizás alcanzar lo real. Fue Blanchot quien dijo: ‘ese bello recuerdo que es el olvido’.” (Dagen & Nouchi, 2014).

La suspensión del fotograma libera el gesto en la imagen. Pero hay una tensión irresuelta entre la demora de la mirada en la imagen inmovilizada –el poder de análisis al detener una película y congelar un cuadro, aislándolo del contexto diegético original, sustrayéndolo de toda relación inmediata con otras imágenes para afirmarlo como un valor absoluto en su singularidad– y el encadenamiento de planos –la puesta en relación de las imágenes a través del montaje para hacer y rehacer constelaciones de sentido–. Tal como plantea Rancière (2012) a propósito de las Histoire(s) du cinéma, Godard bascula entre considerar a la imagen como un ícono que expone ciertos rasgos sensibles en su unicidad y tomarla como un eslabón dentro de una cadena cuyo valor y sentido está dado por su relación con los otros elementos del conjunto del cual forma parte.

Series divergentes (las partes y el todo)

¿Cuál es el centro, el nudo principal de la película? No hay tal cosa, no hay centro, sino un perpetuo desplazamiento, un juego de series divergentes que van y vienen, chocan, se penetran, pero no convergen alrededor de un punto fijo. La estructura general del film toma como motivo la mano: una mano tiene cinco dedos y todos los dedos juntos conforman la mano. De modo que hay cinco partes (una por cada dedo) y una coda (la mano entera): 1) Las remakes o copias; 2) La guerra y los horrores del siglo (a partir de Las veladas de San Petesburgo del Conde de Maistre); 3) Los viajes / los trenes (a partir de un verso de Rilke); 4) La violencia política y la tensión entre justicia y ley (a partir de El espíritu de las leyes de Montesquieu); 5) La región central (1971) de Michael Snow / la revuelta y el mundo árabe / el amor entre un hombre y una mujer a partir de La tierra (1930) de Dovzhenko; 6) El epílogo tras los títulos que opera una síntesis a velocidad acelerada de todos los momentos anteriores.

Estas cuestiones se vuelven el corazón secreto de cada uno de los capítulos, episodios o partes, pero mejor habría que decir que si bien cada parte tiene en sí misma una serie dominante, en sentido estricto no resulta excluyente; se trata más bien de un conjunto de hilos conductores que todo el tiempo se enredan, confunden, pasan de uno a otro, se encuentran y se pierden, proliferando en diversas direcciones: son categorías que distribuyen series heterogéneas según un principio organizador. No hace falta recurrir a la tabla heredada en la filosofía occidental: causa-efecto, sustancia y accidente, posibilidad y existencia, etc.; cualquier cosa puede, bajo ciertas condiciones dadas por el montaje, volverse una categoría. Lo que sigue a continuación es un análisis más pormenorizado de cada una de estas partes.

La mano

“Hay cinco dedos, cinco sentidos, cinco partes del mundo, sí, los cinco dedos del hada. Pero todos juntos componen la mano. Y la verdadera condición del hombre es pensar con sus manos.” Tales son las primeras cosas dichas al comienzo de la película. Por su parte, la primera imagen es un detalle extraído del cuadro San Juan Bautista de Leonardo Da Vinci llevado al blanco y negro y ampliado: el dorso de una mano con el dedo índice que señala e indica hacia arriba (en el contexto digital de remisiones indefinidas del film también podría leerse como el puntero del mouse posándose sobre un hipervínculo). A partir de allí se despliega toda una serie de fotogramas o imágenes desconectadas, sacadas de contexto, aisladas, tomadas en su valor de singularidad, cuyo motivo visual es la mano.

El dedo índice sobre los labios en señal de silencio en la imagen icónica de una de las primeras protagonistas femeninas en la historia de los cómics franceses (“Los amos del mundo / deberían desconfiar de Bécassine / porque ella se calla”). La mano que empalma, cuando el montaje consistía en la manipulación del fílmico: hay un plano de Yervant Gianikian y Angela Ricci Lucchi con los colores saturadísimos de una bobina de celuloide desenrollándose acompañado por un fragmento sonoro con música y una voz en off de la película sobre Scott Walker que remite a la figura de Orfeo; un gesto que bascula entre dos edades del cine y dos regímenes de imágenes, una suerte de réquiem por la ontología de la imagen cinematográfica analógica en vías de extinción y a la vez una bienvenida a las posibilidades de reinvención que ofrece la imagen digital. En este sentido, Le livre d’image anuda lo analógico y lo digital, puesto que Godard graba desde su televisor en una vieja cámara analógica, usa también un pequeño micrófono analógico antiguo para registrar su voz de manera un tanto precaria y edita en video, pero posteriormente Aragno digitaliza todo el material. En cualquier caso, incluso la edición digital se hace a mano.

La mano que acaricia, la mano que escribe y dibuja, la mano despojada y huesuda que remite al horror de los campos de concentración, la mano que pasa las páginas del libro Images en parole de Anne-Marie Miéville –los libros son un elemento ubicuo en el cine de JLG–, la mano que firma un tratado de paz o una declaración de guerra, el apretón de manos como saludo entre mandatarios políticos, la mano que se agita en las manifestaciones, la mano que golpea, que asesina, que blande una espada, que sostiene un fusil (los horrores y atrocidades del siglo). La palma blanca abierta como gesto de súplica, de entrega, de abatimiento, de sufrimiento. La mano que empuña la rasuradora que rasga el ojo al comienzo de Un perro andaluz (1929) de Buñuel.

Diferencia y repetición

Remakes, copias, o mejor, simulacros: cuando ya no se puede distinguir entre modelo y copia, cuando solo hay copias de copias, imágenes sin origen ni original (así como citas de citas). Reelaboraciones, reapropiaciones, versiones, variaciones, el juego de lo mismo y lo otro en la diferencia y la repetición.

Godard se auto-cita varias veces. Por ejemplo, compara dos escenas, una de Johnny Guitar (Nicholas Ray, 1954), otra de su Le petit soldat (1963), en las que hay un diálogo entre un hombre y una mujer que se aman o se han amado y donde él le pide a ella que le mienta sobre sus sentimientos. En un caso se trata de un reencuentro tras muchos años protagonizado por Joan Crawford y Sterling Hayden, en el otro de una inminente separación encarnada por Anna Karina y Michel Subor:

–Miénteme. Dime que me has esperado todos estos años.

–Todos estos años te he esperado.

–Dime que habrías muerto si no hubiera vuelto.

–Hubiera muerto si no hubieras vuelto.

–Dime que todavía me amas como yo te amo a ti.

–Todavía (…)

–Di mentiras. Que no estás triste porque parto.

–No estoy triste porque partes. No estoy enamorada de ti. No iré a verte a Brasil. No te beso tiernamente.

Y también, más adelante, se traza una conexión entre varios planos de L’Atalante (1934) de Jean Vigo, Hélas pour moi (1993) del propio JLG y Vertigo (1958) de Hitchcock, en los que una mujer es salvada de ahogarse por un hombre y donde el amor es sellado por ese resurgimiento desde el agua (las duplas de actores están compuestas por Dita Parlo y Jean Dasté, Laurence Masliah y Gérard Depardieu, y James Stewart y Kim Novak, respectivamente). El insertremakes” se repite varias veces y en un momento aparece la variación “rem(ak)es”, es decir, remakes/rimas: el reencadenamiento de planos se produce a partir del ritmo, la respiración de las imágenes, a veces por medio de rimas visuales, como aquella entre la parte de abajo de un avión de guerra del grupo de combate aéreo Flying Tigers en la película homónima (David Miller, 1942) y la dentadura del tiburón en el famoso film de Spielberg (1975). “Quizás dentro de mil y una noches Scheherazade contará esto de otra manera” dice un texto escrito en la pantalla hacia el final: es que Le livre d’image es potencialmente infinito, tal como lo son la imagen, la palabra y las posibilidades de su paradojal relación sin relación.

La guerra es el padre de todas las cosas

En un momento se oye “la guerra está aquí”. Ubicuo principio de todas las cosas, invade todos los terrenos: ficción / documental, el mundo y el país del cine, ayer y hoy, Europa y el mundo árabe, ici et ailleurs. Un compendio de atrocidades: el furor de los caídos, el clamor de los vencidos, las bodas entre los vivos y los muertos, los fantasmas, “Europa y sus crímenes” (otra inscripción), las tumbas, la sangre derramada. Hay un contrapunto muy fuerte entre las imágenes documentales que atestiguan los horrores del siglo XX e imágenes de ficción características del “cine de acción” –en parte de Hollywood pero no únicamente, ya que las referencias son diversas– con su efecto de encantamiento y espectacularización de la violencia, como si existiese algún tipo de difusa conexión entre la industria de la destrucción que pulveriza los cuerpos en su materialidad misma y la industria cultural que modula imaginariamente las subjetividades y las modalidades de percepción dando forma al tiempo del ocio con su continua oferta de entretenimientos.

Las veladas de San Petesburgo de Joseph de Maistre –según el propio JLG “un libro sobre la guerra que es de derecha, que es completamente nazi” (Golotyuk & Derzhitskaya, 2017)– pende sobre nuestras cabezas con su fascinación por la violencia. Godard lee extensamente varios de sus pasajes:

las plagas, las desgracias, los sufrimientos, las torturas son el castigo de la maldad del hombre corrompido por el pecado. El verdugo es la piedra angular de la sociedad, el albacea de la expiación divina, él nos remite a nuestro juez natural, su misión es sagrada. El cielo solo se calma con sangre. El inocente paga por el culpable. (…) así se realiza la gran ley de la destrucción de los seres vivos. La tierra entera continuamente empapada de sangre es un inmenso santuario donde todo lo vivo debe ser siempre inmolado en exceso, hasta estar todo consumido, hasta extinguir el mal. La guerra es sagrada porque es una ley del mundo. ¿Quién duda de que morir en combate es un privilegio? ¿Y quién cree que las víctimas de este juicio derramaron su sangre en vano? La guerra es divina, envuelta en su misteriosa gloria. Nos atrae inexplicablemente.

Imágenes de guerra y de violencia, del horror y de lo intolerable: las fosas de cadáveres de los campos de concentración, el hongo de una explosión inmensa, entrenamientos militares, masacres, helicópteros atemorizantes, las vacas en el matadero de Le sang des bêtes (1949) de Georges Franju, la iconicidad de Marianne en su personificación de los ideales de la revolución francesa, Cocteau herido con una lanza en el pecho exclamando “¡qué horror!”, fotografías de algunos militantes políticos (Inessa Armand, la tumba de Rosa Luxemburgo, un combatiente algeriano que encarna a Samantar en la última parte), hombres maniatados arrojados por la borda a un mar rojo de sangre saturado digitalmente, filmaciones transmitidas por ISIS. Personas que disparan y personas a las que les disparan: una mujer que corre parece alcanzada por una ráfaga de fuego, la silueta de una persona que blande un rifle resuena con el gesto del cineasta o fotógrafo que apunta con su cámara. La palabra “patria” escrita sobre el cuerpo reducido de una combatiente vietnamita presa por las tropas norteamericanas del enemigo: “Los americanos reaniman a esta combatiente para interrogarla. ¿Qué van a obtener? Insultos, cantos comunistas, o simplemente gritos de dolor.” Una escena que simboliza la muerte del comunismo con un conjunto de niños y niñas violinistas que lo despiden en un rito fúnebre de carácter elegíaco. Una secuencia de Salò o le 120 giornate di Sodoma (1975) de Pasolini en la que varios hombres y mujeres desnudos gatean en cuatro patas con collares en el cuello como perros sometidos a los jefes fascistas. La (auto)puesta en escena del poder: bailes aristocráticos, desfiles políticos, dirigentes, personalidades importantes. Los dueños del mundo.

A su vez, la violencia encuentra otra forma de modulación en la guerra de los sexos en una suerte de subtrama que cuestiona las relaciones de poder entre hombres y mujeres a partir del nexo entre sexualidad y sometimiento: el plano de Les carabiniers (1963) del propio Godard en que el muchacho armado obliga a la chica a subirse a una silla, la hace darse vuelta, pone la punta del rifle sobre su culo y le levanta la pollera; una secuencia de una película francesa en la que dos varones en actitud fanfarrona ejercen acoso callejero sobre dos chicas jóvenes insinuándose y persiguiéndolas en forma insistente y molesta; un fragmento de Cuentos de la luna pálida (1953) de Mizoguchi en que un grupo de hombres abusa físicamente de una mujer indefensa.

JLG incluye varias imágenes de asesinatos y muertos, lo cual supone una postura interesante en relación a las maneras de figuración de la violencia (política) atravesadas por la difícil tensión entre el testimonio y la revictimización, la denuncia y la complicidad, el horror y el morbo. No hay un a priori moral sobre una imagen en sí misma, sino que todo depende de la modalidad de reparto de lo sensible en la que se inscriba. No hay algo que sea objeto de una interdicción fundamental, que no deba o pueda ser mostrado, sino que el problema reside en cómo, para qué, de qué manera. Como reza uno de los tantos inserts, se trata de una cuestión de archivos y moral. Y aquí la moral es una cuestión de montaje. La voz en off de Godard dice en cierto momento: “Y Malraux dirá más simplemente: transformar nuestro apocalipsis en un ejército o morir, eso es todo.”

Los trenes

El verso de Rilke “esas flores entre los rieles en el confuso viento de los viajes” da inicio al episodio en algún sentido más directo de todos, que traza una serie de encadenamientos entre imágenes a partir de rimas, variaciones y repeticiones de motivos visuales que tienen a los trenes como materia cinemática privilegiada: vías, vagones, rampas, locomotoras. Trenes en movimiento que recorren el cuadro de un punto a otro, interiores de trenes en los que se acumulan personajes, trenes que trasladan futuros cadáveres a los campos de exterminio, trenes marcados con la esvástica, compartimientos populares atestados. Aquí también se anudan documental y ficción (con géneros tales como el espionaje, el amor, la intriga).

Los trenes se vuelven un espacio/tiempo privilegiado para los encuentros y las despedidas, para desatar las pasiones, para organizar eficazmente la guerra, para escandir el paso de las estaciones. Otros versos de Le voyage de Baudelaire nos incitan a palpar la aventura del viaje: “Queremos viajar, sin vapor, sin velas hechas para animar el tedio de nuestras cárceles, pasar sobre nuestras mentes, tensas como una tela, sus recuerdos con sus cuadros de horizontes.” ¡Un diálogo a bordo del tren en Sicilia! (1999) de Straub/Huillet enuncia la figura de los pobres en tanto parte de los sin parte que será recurrente en otras secciones de la película: “-Todo muerto de hambre es un hombre peligroso. – ¿Cómo no? Capaz de todo.” Las referencias a las flores que crecen al costado de la ruta operan un poco como un llamado a bajarse del tren (de la historia) para evitar la catástrofe.

Hecha la ley, hecha la trampa

En la parte siguiente, Godard lee varios párrafos del prefacio de El espíritu de las leyes de Montesquieu:

Si pudiera hacer que los que mandan aumentaran sus conocimientos sobre lo que deben prescribir y los que obedecen encontraran un nuevo placer en obedecer, me consideraría el más feliz de los mortales. Me consideraría el más feliz de los mortales si pudiera hacer que los hombres puedan curarse de sus prejuicios. Llamo prejuicios no a lo que hace que uno ignore ciertas cosas, sino a lo que hace que uno se ignore a sí mismo.

La sección empieza con un fragmento de La Commune (Paris, 1871) (2000) de Peter Watkins: el momento en que los jefes de las fuerzas de represión dan el último llamado a los insurgentes a deponer la actitud o enfrentar la violencia; se respiran instantes de tensión hasta que los oficiales desisten de emprender la confrontación y el pueblo –las mujeres a la cabeza– se sobrepone a la situación en un estallido de algarabía. Es como si JLG extrajese de los materiales de archivo gestos de revuelta, gestos revolucionarios, excavando un poco por debajo de la ley el campo de batalla en donde suceden los enfrenamientos, las luchas, el momento en que la vida ya no se negocia y los hombres se sublevan. Imposible que no resuene aquí la leyenda del final de Film socialisme (2010): “cuando la ley no es justa, la justicia pasa por encima de la ley”.

Algunas escenas, referencias y planos que forman parte de esta serie: la cita “El terrorismo considerado como una de las bellas artes” como texto escrito en pantalla; el San Francisco de Rossellini en Francesco, giullare di Dio (1950) maltratado por un energúmeno poderoso; unos versos de Democratie de Rimbaud: “La bandera avanza hacia el paisaje inmundo, y nuestro dialecto acalla el tambor”; la caza de brujas en Dies irae (1943) de Dreyer; Juana de Arco incendiada en la hoguera encarnada por Ingrid Bergman –Rossellini una vez más en Giovanna d’Arco al rogo (1954)–; un pasaje de un diálogo sobre la ley que tras mentar la igualdad formal termina con la expresión “algo falla en la ley”; el llamamiento a la huelga general a través de cantos en medio de protestas callejeras; la inscripción “la sociedad está basada en un crimen en común”; una escena de una decapitación por guillotina; una secuencia en la que en el caos del montaje se suceden escenas de debates parlamentarios y hay un extracto en que un abogado, legislador o funcionario pregunta en tono cínico: “política, ¿qué quiere decir eso?”; dos fragmentos sobre los pobres como agentes de la redención que reverberan entre sí: “Los pobres por los que lucharé, los prefiero solo porque son los vencidos.”; “Ella dice que los pobres salvarán al mundo. No demandarán nada a cambio. No entienden el precio de un servicio prestado. Se encargarán de esta tarea colosal.”

A su vez, la meditación sobre la Historia y la violencia política va de la mano de un cuestionamiento sobre la subjetividad, sobre el campo de acción posible del sí mismo, tensado entre los polos extremos de la virtud y el terror: “créeme, nunca estamos lo suficientemente tristes para que el mundo sea mejor” dice Godard citando a Elias Canetti casi hacia el final de la película.

Ici et ailleurs revisitado

La región central de Michael Snow le da el título a la última parte, por mucho la más extensa con alrededor de unos cuarenta minutos. Sobre una serie de imágenes extraídas de ese experimento maquínico vanguardista con una cámara auto-moviente que gira y se mueve aleatoriamente registrando en forma descentrada un desierto canadiense, la voz crepitante de Godard habla de cómo la extinción de la naturaleza, la contaminación y el deterioro del medio ambiente están ligados a la desigualdad de la estructura social y a la lucha de clases:

Es una breve historia la de la extinción en masa de las especies. En resumen, las desigualdades de hoy se dividen en dos grupos, los más ricos y los más pobres. Los más ricos destruyen el ambiente global con su consumo rápido de recursos y la producción de desperdicios. Mientras que los más pobres destruyen los recursos por necesidad y por ausencia de elección.

En este tramo final, Le livre d’image problematiza la mirada eurocéntrica, apuntando a desmontar la grilla de inteligibilidad totalizadora presupuesta al hablar de “Oriente” como una entidad homogénea. Pone así también en cuestión el rol históricamente subalterno que le fue asignado como pantalla de proyección del tópico del exotismo y el lirismo en tanto doble oscuro e imaginario de Occidente. En distintos momentos aparecen en la pantalla las leyendas: “En la sombra de Occidente”, “Bajo los ojos de Occidente”. Y una voz en off comenta:

Los tildan de fanáticos y tontos. A nadie le importan los árabes. Tampoco los musulmanes. Es el Islam lo que requiere atención política. El mundo árabe solo es un escenario y un paisaje. El mundo árabe, si existe en tanto mundo, nunca es visto como tal, siempre es visto como un conjunto, como un país del Medio Oriente.

También componen la serie L’arabie heureuse de Alexandre Dumas (esa manera de hablar de Medio Oriente característica de los escritores positivistas franceses del siglo XIX que se lanzaban a la aventura y el viaje en ese mundo lejano y desconocido), Salammbô de Flaubert, los tópicos de la infancia, el sueño y la utopía 8. Y por último, el amor entre un hombre y una mujer encarnado en una serie de fotogramas detenidos tomados de La tierra de Dovzhenko y asediados por unas líneas de Blanchot sobre la espera:

Es la espera, cuando el tiempo es siempre demasiado, y sin embargo, cuando el tiempo falta al tiempo. Esta falta sobreabundante de tiempo es la duración de la espera. En la espera, el tiempo que le permite esperar se pierde para responder mejor a la espera. La espera que tiene lugar en el tiempo abre el tiempo a la ausencia de tiempo donde no hay lugar para esperar.

Este pasaje fuera de los confines europeos está compuesto predominantemente de una mezcla de extractos tanto de películas hoy en día consideradas clásicas, por ejemplo, algunas del egipcio Youssef Chahine, de los tunecinos Nacer Khemir y Moufida Tlatli, o bien Il fiore delle mille e una notte (1974) de Pasolini, como de otras más bien actuales o contemporáneas dispuestas en una contraposición dialéctica (no didáctica) entre la vertiente del cine bélico made in U.S.A. –con su consiguiente construcción de la alteridad en títulos como Syriana (2005) de Stephen Gaghan, Rendition (2007) de Gavin Hood o 13 hours (2016) de Michael Bay– y expresiones autóctonas, regionales y locales variadas que no hablan en nombre de otros, tales como In the last days of the city (2016) del egipcio Tamer El Said, Mille mois (2003) del marroquí Faouzi Bensaïdi, Syria self portrait. Silvered water (2014) de Wiam Bedirxan y Ossama Mohammed, o bien filmes del argelino Tariq Teguia, del iraní –ganador de dos premios Oscar– Asghar Farhadi o del senegalés Ghassan Salhab. A su vez, a la voz en off de Godard en esta sección se suma de manera casi imperceptible la del poeta e intelectual argelino Noureddine Aba.

Y el último elemento clave es la fábula sobre la voluntad de poder encarnada en los personajes opuestos de Samantar y Ben Kadem a partir de la lectura de varios fragmentos escogidos de la novela Une ambition dans le desert del escritor franco-egipcio Albert Cossery. La historia trata de un país imaginario del Golfo llamado Dofa que lograba escapar de las garras de las grandes potencias imperialistas por la peculiaridad de tener un suelo sin petróleo. Allí las personas vivían sin riquezas en condiciones modestas pero dignas hasta que súbitamente comienza a haber una serie de actos de violencia política llevados a cabo por una vanguardia revolucionaria sin sujeto. Por su parte, el Sheik Ben Kadem, el primer ministro del reino, enamorado del poder, sueña con dominar todos los países del Golfo: “Algo extraño, el único hombre con el que Ben Kadem podía hablar francamente de su ambición era el mismo que consideraba esa ambición irrisoria, Samantar, su primo más joven.”Bajo estas coordenadas del relato, transcurre un diálogo fundamental sobre la posibilidad y/o necesidad de la revolución en la región y la incertidumbre política propia de la época contemporánea:

Aquí, en Dofa, que algunas personas lancen bombas un poco por todos lados, eso me parece normal. ¿Qué otra cosa puede hacer? Es la única manera de expresar su revuelta frente a la ferocidad de los medios empleados por los gobernantes. ¿Qué otra actitud sería legítima? Por mi parte, siempre estaré del lado de las bombas.

Y apenas un poco después, Hicham –otro personaje de la novela– le dice a Samantar: “¿Crees que los hombres en el poder hoy en día en el mundo son otra cosa que estúpidos sanguinarios?”

Es recurrente en esta última parte la presencia de imágenes que –a tono con la aludida novela y los designios del personaje Samantar– de alguna manera, aun evitando la pornomiseria, romantizan la pobreza de las y los árabes, afirmando su superioridad moral y espiritual, su capacidad de resistencia, el aspecto gozoso de su existencia. Pero sería un error creer que se trata de una caracterización objetiva o geográficamente precisa de esas realidades histórico-sociales. Es más bien un convulso montaje de materiales con una cuota irreductible de fantasía y auto-consciencia que no busca transmitir certezas sino plantear preguntas en un movimiento de problematización de los límites de la representación (en sentido tanto gnoseológico como político) y del eurocentrismo que podríamos calificar como un Ici et ailleurs (Jean-Luc Godard, Jean-Pierre Gorin & Anne-Marie Miéville, 1976) revisitado. En el centro de esta empresa de desmontaje anida el paradojal interrogante que se enuncia desde el off: “¿los árabes pueden hablar?” La confrontación con la otredad cultural radical se plantea –de la mano de Edward Said– a la vez como necesidad-imposibilidad de la representación:

Tenemos la certeza de que la representación, más particularmente, el acto de representar y sin dudas de reducir, implica casi siempre una violencia sobre el sujeto de la representación. Hay un contraste real entre la violencia del acto de representar y la calma interior de la representación en sí misma.

Más adelante, Samantar encuentra al loco Tarek en el mar y tiene el siguiente diálogo con él sobre los actos de violencia cometidos:

– Con la ayuda de los niños, hice explotar el banco y una agencia de exportación/importación, los dos signos de la ignominia capitalista.

– ¿Cómo conseguiste los explosivos?

– Fueron encontrados por los niños en una vieja torre abandonada por los extranjeros cuando buscaban petróleo en vano.

La fábula puede ser glosada con el siguiente lamento proferido por JLG: “¿Para qué soñar con ser rey cuando se puede soñar con ser Fausto? Pero nadie sueña ya con ser Fausto y todos sueñan con ser rey.” En definitiva, a través de la cadena de asociaciones desplegada y puesta en acto vía montaje se configura un paisaje imaginario en el que el mundo árabe emerge como desafío a la gubernamentalidad capitalista global contemporánea.

Epílogo: el porvenir es largo

Después de los créditos, la película cierra en un tono muy optimista, con la esperanza entre los dientes, citando a Peter Weiss con una reivindicación de la necesidad de utopías y un llamado a perseverar en los sueños y la imaginación para ir más allá del estado de cosas dado:

E incluso si nada salió como habíamos esperado, eso no cambia nada nuestras esperanzas. Las esperanzas permanecerán. La utopía será necesaria. Más tarde también las esperanzas se quemarán numerosas veces sofocadas por el enemigo más fuerte y ellas se levantarán sin cesar. Y el dominio de las esperanzas será más vasto que el de nuestro tiempo, se extenderán sobre todos los continentes. La necesidad de contradicción, de resistencia no disminuirá jamás, así como el pasado era inmutable, las esperanzas seguirán siendo inmutables, y los que, un día, cuando éramos jóvenes, nos habíamos nutrido también de ardientes promesas (…).

La pantalla está en negro, la voz en off carrasposa es del propio JLG y así como es imposible no pensar que está hablando a la vez del siglo XX y de sí mismo en una suerte de actualización de inventario, tampoco se puede disociar la palabra proferida de la garganta y del propio cuerpo en que se encarna: en un momento tose y se siente el peso del paso del tiempo en su modulación. Como en el breve corto de agradecimiento Remerciements de Jean-Luc Godard à son Prix d’honneur du cinéma suisse (2015), hay una puesta en escena del deterioro físico que viene con la edad y una conciencia crepuscular de la cercanía e inminencia de la muerte. Por eso resulta sumamente conmovedora la imagen (tentativamente) final, esa escena de Le plaisir (1952) de Max Ophüls –sin el sonido original, puntuada por unos sencillos acordes de piano que paulatinamente van extinguiéndose hasta quedar en silencio total–, en la que en un salón elegante donde se celebra una fiesta un hombre enmascarado baila extáticamente junto a los otros invitados dando todo de sí hasta el último suspiro en una suerte de vitalismo sobre fondo de mortalidad.

Si Godard cita en la última parte a Castoriadis es precisamente porque a través de su red horizontal de multiplicidades, reencadenamientos y encuentros aleatorios, Le livre d’image se opone a la verticalidad de la palabra que revela una verdad trascendente (sin que esto suponga renunciar a la búsqueda de la verdad: “uno no encuentra la verdad sino para perderla” dice otra cita de la película). 9 No es un libro dogmático que deba ser aprendido o repetido, es un libro-experiencia que hace preguntas, da qué pensar, establece relaciones, recorre series heterogéneas de singularidades, no demanda obediencia sino criticidad e insumisión, dispensando a su vez placeres cromáticos de puro orden estético. Además de la continuidad estético-política con el derrotero ensayístico de su obra audiovisual anterior en términos de la práctica del montaje como constelación, el uso de materiales de archivo bien diversos y de la invención y experimentación formal con el sonido y los colores, en su periplo fuera de Occidente es como si Godard apenas intuyera o vislumbrara en esa geografía heterotópica una potencialidad de impugnación política del sistema mundial más vital que aquella que ofrece Europa actualmente. ¿Una esperanzada profecía? ¿Acaso soplan otros vientos del este? Ayer como hoy su cine opera como un sismógrafo de la revuelta y como una ampliación de los límites de lo que podemos ver y oír.

Bibliografía

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Godard, J.L.(2007). Historia(s) del cine. Buenos Aires: Caja negra.

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Golotyuk, D. & Derzhitskaya, A. (2017). “Jean-Luc Godard. Morale archéologique”. Débordements, 12 de septiembre de 2017. Disponible en: http://www.debordements.fr/Jean-Luc-Godard-608. Consultado el 18/02/2019.

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Warburg, A. (2014). La pervivencia de las imágenes. Buenos Aires: Miluno.

Tomado de:  http://www.lafuga.cl  

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Circuito turístico-cultural y encadenamiento productivo

Busto de la estatua del escritor estadounidense Ernest Hemingway en el pueblo habanero de Cojimar. Foto. Prensa Latina

Por Victor Fowler

La fecha en la que escribo este texto (3 de julio de 2019) es tan relevante como el lugar desde donde lo hago, el pequeño pueblo de Cojímar, situado a unos 8 kilómetros de la ciudad de La Habana, entre el Reparto “Camilo Cienfuegos”, al que los habaneros llamamos Habana del Este, y Alamar. Aclaro que este texto va a ser más bien raro, pues en él –como si se tratase de una película de temática fantástica- estaré hablando de cosas que no existen como si fueran reales.

I

La primera de ellas fue la fiesta con la que los habitantes del lugar recordaron el desembarco de las tropas inglesas que, al mando de Lord Albermale, entraron a tierra cubana el día 7 junio de 1762. Decenas de miles de habaneros vinieron de todas partes para estar en esta fiesta que, anualmente, comienza en Cojímar y abarca desde aquí hasta el Morro, la Cabaña y Guanabacoa. En la ocasión es escenificado el desembarco, así como la resistencia de los cubanos. Aprovechando la fecha, todos los años se celebra un encuentro internacional de historiadores que debaten los más disímiles aspectos de la presencia inglesa en el Nuevo Mundo. Miles de turistas del mundo entero están presentes en la fecha. Como gesto de amistad, tiene lugar una semana de cine inglés y hay escenarios en los que tocan músicos de ese país. Lo que fue un suceso de conquista es analizado, pero también transformado en espacio para el diálogo y encuentro cultural. El museo de la localidad enseña las interesantes colecciones de objetos de la época, son ofrecidas conferencias para estudiantes de la zona y nuevos materiales históricos son exhibidos.

La segunda fantasía tiene lugar el 21 de julio y se trata esta vez de la celebración del nacimiento del célebre escritor estadounidense Ernest Hemingway, uno de los más importantes narradores del siglo XX y gran amigo del pueblo cubano, en especial, de los pescadores de Cojímar. Fue observando y compartiendo con estas personas humildes que Hemingway acumuló datos, motivos e inspiración para escribir El viejo y el mar, la más famosa de sus novelas; uno de estos pescadores, Gregorio, fue durante años el patrón del Pilar, el yate del escritor, y sirvió como modelo para “El Viejo”, el personaje principal de la novela. La obra se desarrolla en el mar y en el pequeño pueblo de Cojímar que, aunque no llamado por su nombre en el texto, es reconocible por el restaurante donde el escritor acostumbraba a comer: La Terraza.

Toda esta enorme carga referencial es aprovechada por las autoridades culturales y de la administración que anualmente organizan un encuentro internacional sobre la obra del escritor. La casa de Gregorio ha sido reconstruida y está abierta a visitantes, el museo de la localidad tiene una hermosa sala dedicada a Hemingway y otras al oficio de pescador. Alrededor de “La Terraza” se venden los libros de Hemingway, los que han escrito sobre él autores cubanos y, en general, literatura que recrea el estilo de vida de las comunidades de pescadores cubanos. Es un sitio favorito de turistas que desean pescar en aguas cercanas al litoral o que simplemente gustan de pasar una noche pescando en el muro del malecón cojimero. Hay varias tiendas de memorabilia relacionada con Hemingway y su mundo, así como también con la estancia de los ingleses en Cuba.

Además de todo lo anterior, la enigmática mención que José Martí hace de Cojímar en su medular ensayo «Nuestra América» es motivo de una Jornada Martiana que, con convocatoria internacional, inunda el pequeño pueblo con delegados de todo el continente: «Se ponen en pie los pueblos, y se saludan. “¿Cómo somos?” se preguntan; y unos a otros se van diciendo cómo son. Cuando aparece en Cojímar un problema, no van a buscar la solución a Danzig.» Resulta que es aquí, en este mismo párrafo y asociado al pequeño poblado de pescadores, donde se encuentra una de las más repetidas máximas de Martí: «Crear es la palabra de pase de esta generación».

Para que no haya sobresaltos, recuérdese que esto es una fantasía, un ejercicio, un juego. Entonces, puesto que nada de lo que he escrito hasta aquí sucede, ¿puedo seguir enlazando escenarios?

II

Esta vez no hay nada de fantasía, sino que me encuentro impartiendo clases a un grupo de estudiantes procedentes de universidades estadounidenses. Parte de la oferta cultural que reciben son varios recorridos por lugares de interés de la ciudad de La Habana; de estos lugares, destaco tres: el ya mencionado Cojímar, la vecina Habana del Este (ejemplo de una de las primeras ejecuciones de urbanismo del período de la Revolución) y la también vecina Alamar (ejemplo del urbanismo y del modelo de construcción extendido en los años 70, así como del recordado estilo de las micro-brigadas). Si todo pedazo de geografía tiene una historia en el tiempo, en el caso de las tres localidades citadas, lo que allí ha sucedido es enteramente trascendental dentro del relato épico de la construcción nacional.

Si para un grupo de estudiantes el recorrido tiene un sentido histórico, social y cultural; si es posible distribuirlo de manera que las partes se integran dentro de una narrativa que explica nuestro pasado como nación, nuestro devenir hasta el presente y quienes somos; si es posible repetir los recorridos una y otra vez (hasta hacer de ellos un circuito), ¿por qué no da origen a la oferta turística de alguna institución estatal? ¿Qué es turismo y qué se enseña cuando se hace turismo? ¿Qué se muestra a extranjeros y nacionales? ¿Cómo y para qué se organizan circuitos y espacios? ¿Cómo hacerlos productivos y sustentables? ¿Qué papel tienen aquí la invención y la imaginación?

III

Un circuito turístico-cultural es una estructura productiva que se organiza alrededor de un lugar con potencial histórico y cultural suficiente como para rendir beneficios económicos desde el punto de vista turístico. Para comprender el uso de la palabra “estructura” aquí hay que agregar el concepto de “sistema” porque un circuito turístico-cultural no es una sumatoria caótica de elementos y acciones, sino una unidad orgánica, cuidosamente pensada en los elementos que la integran, las fuerzas que moviliza y los efectos que tiene su existencia y desarrollo. Desarrollar un circuito turístico-cultural equivale a estudiar un territorio, conocer en profundidad sus características poblacionales, físico-ambientales, así como la historia y la cultura del lugar, sus vías de comunicación, la oferta de las industrias locales y de los servicios. Es un acto intelectual, un hecho de pensamiento.

En un espacio de este tipo el núcleo de la significación histórico-cultural, lo que concentra el especial valor del sitio, demanda de la colaboración de numerosos actores locales para realizarse; desde la venta de libros hasta la de discos o textiles impresos, de la presentación de comida típica del territorio a la organización de un congreso, un concierto o un concurso internacional acerca de aquello que constituye el valor del lugar. Los diseñadores de espacios como estos saben que trabajan con la memoria, la identidad nacional, el orgullo local, el sentido del proyecto político del país, elementos que obligan a moverse con cuidado extremo para no herir o dañar, además de no falsear ni mercantilizar la historia-cultura de los territorios.

¿Qué es todo cuanto se puede hacer u ofertar cuando se organiza, alrededor de uno de estos espacios, un encadenamiento de entidades productivas que generen beneficio económico? Además de la belleza del mítico Fenway Park, el stadium de pelota de la ciudad de Boston, si algo me llamó la atención del sitio fueron los alrededores desbordantes de tiendas de memorabilia, implementos deportivos, cafeterías, pequeños restaurantes, librerías, vendedores y, en general, todo un hervidero de ofertas que existen allí gracias al juego de pelota, pero que no son parásitas de él, sino que lo homenajean y lo potencian.

IV

Encadenar significa unificar potencialidades y fuerzas empresariales que operan de manera aislada para que ahora alcancen un estadio superior; en ocasiones significa ir más lejos y entonces crear lo que no existe o despertar fuerzas dormidas y empujarlas a una nueva dirección. Dicho de otro modo, encadenar es calcular el paso de la parte al conjunto, de lo separado al sistema; significa tejer lazos que van siendo cada vez más integrales e irremplazables, vigilar continuamente los procesos y corregir errores, investigar sin descanso los mejores ejemplos de sistemas de turismo-cultura para entender la lógica profunda de su funcionamiento y aplicar lo que, para nosotros, vaya a significar crecimiento; conocer las necesidades del turista, extranjero o nacional, adelantarlas y –lo más difícil- crearlas.

Cuando se piensa en una sociedad, la palabra sistema implica el entramado e interacción dialéctica entre eslabones superiores e inferiores; interacción con otros sistemas; necesidad de renovación permanente; control sobre los límites del sistema. Hoy, cuando la sociedad cubana ha entrado en un período de transformaciones profundas; cuando aumentan las prerrogativas de los eslabones inferiores de dirección gracias al incremento de la autonomía municipal; cuando hay un llamado para acrecentar las exportaciones y aumentar la captación de capitales, es imprescindible pensar de otra manera e imaginar lo posible de otra forma.

Hay que dar un salto intelectual. Hay que estudiar más que nunca y conocer la historia, las tradiciones y la producción cultural de los territorios. Hay que ir más allá de lo que se ve y de lo evidente para develar todo lo que aún no somos capaces de sentir, pero que ante nuestros ojos se encuentran en estado latente. También hay que conocer al otro, al turista posible (nacional o extranjero) más que nunca. Tomar todo eso, razonar, soñar, calcular y hacer esa magia que es la combinación de turismo y cultura en función del desarrollo.

Eso sí, con par de avisos a tener en cuenta: deseamos desesperadamente dar un salto, pero, como enseña un sabroso guaguancó, tiene que ser “con mesura y cadencia”. Suena contradictorio, lo sé, pero justo por eso es que los equilibrios dialécticos son tan, tan difíciles (e interesantes). De esta manera, todo esto que al inicio del texto escribí como fantasía va a poder ser realidad, y estoy seguro de que más también, mucho más.

Tomado de: http://www.lajiribilla.cu

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George Méliès. Una biografía fílmica

Georges Méliès durante la preparación de uno de sus espectáculos

Por Stan Brakhage

Adelanto del libro de Stan Brakhage: «El asedio de las imágenes. Cinco biografías fílmicas» (Bastante ediciones, 2019). Traducción Juan Esteban Plaza.

Georges fue el primer hombre que reconoció en las imágenes en movimiento un medio tan adecuado para lo sobrenatural como para el submundo: un instrumento para develar lo natural mediante reflejos y también un portal a un mundo extraño bajo la superficie de nuestra visión natural, un submundo que hace erupción en “nuestro” mundo gracias a las máquinas que vuelven visible lo que no podemos percibir naturalmente. Lo llamado sobrenatural, como lo sabe cualquier mago, es inherentemente tangible al ojo desnudo: reconocerlo como natural requiere apenas un cambio de mentalidad, un acto de prestidigitación; pero, en cambio, el submundo tuvo que ser inventado, es decir, su existencia real tuvo que atravesar la invención para que empezáramos a ser conscientes de él y quedáramos sujetos a su consumación.

Al comprender todo esto, Georges heredó el destino para el que había nacido incluso antes de su nacimiento físico. Cuando encontró su medio –el único medio capaz de convocar a los nonatos, de exteriorizar la imaginación en movimiento–, en ese preciso instante su vida completa se le apareció por delante: se transformó en el artista que siempre había sido, el primero en la historia moderna en convertir un “medio” en un “arte”. Sus demonios fueron atraídos desde abajo y atrapados en un campo suprasensible: todas las criaturas monstruosas que su pensamiento mecánico había librado antes de nacer fueron desatadas nuevamente mediante la terrible máquina de las imágenes en movimiento, y la batalla esperada por largo tiempo pudo por fin comenzar.

Sabiendo que las zonas negras de la pantalla encendida eran las más encantadas, Georges creó muchas de sus fotoapariciones fantasmales en blanco –hasta el punto de sobreexponer la imagen y borronear sus formas espectrales sacudiendo la cámara–, creando una demonología de contrapeso: un ejército de sobreimpresiones encima de las sombras. Los demonios vestidos de negro que él diseñaba eran fácilmente vencidos en su fototeatro: usualmente reventaban en una borla brillante de humo blanco.

El héroe de estos dramas fílmicos solía ser él mismo en fotografía, vestido con el smoking del showman, cubierto del negro suficiente para que su fotoforma se moviera mágicamente por los planos titilantes de cualquier composición, luciendo, como si fuera algo normal, sus atuendos más reconocibles en la cabeza, al modo del casco del héroe. Y además, en el papel de hombre viejo que había creado para su héroe, iba a veces disfrazado con una barba, y casi siempre, bajo esa forma de anciano, se disfrazaba de loco, de bufón o al menos de alguien completamente aprisionado por los atuendos demoniacos en el espectáculo de la locura, como si Georges estuviera exhibiendo demonios o azuzando al Demonio con su yo anciano (sirviéndose de alguna maquinación tomada, quizás, del Fausto de Goethe, con sus finales humanamente felices). Por cierto, Georges tomó prestados los artificios del diálogo entre el hombre occidental y los demonios en una lucha de fuego contra fuego –fuego blanco contra fuego negro–.

Pero como ninguna monstruosidad le pareció a Georges que habitara las zonas de la forma gráfica –los matices de la línea que hacían que la imagen fuera reconocible–, su guerra se expandió naturalmente contra todos los seres y objetos fotografiados, y la única seguridad de su yo héroe era su capacidad de transformar una cosa en otra, sobre todo en una masa de blanco. La única arma heroica era, entonces, la varita mágica, y el último recurso de Georges para ayudar a su yo heroico, cuando el terreno se volvía muy escabroso, era su capacidad de transformar en un solo instante la estructura completa del campo de batalla. Fue esta necesidad la que lo llevó a hacer el primer ensamble en la historia de las imágenes en movimiento: la unión de dos piezas de celuloide con secuencias de fotos fijas.

Sin embargo, en plena carrera de Georges como cineasta, la naturaleza misma de la guerra comenzó a cambiar. Si cada boceto compuesto con una forma reconocible era un refugio para los demonios, las fotos fijas de objetos se convirtieron en la fortaleza del enemigo. Toda cosa inmóvil se encontraba, a fin de cuentas, en deterioro. Y si la cubrían líneas y sombras (envolventes fuerzas oscuras), era rápidamente poseída por un encantamiento: incluso la imagen del Sol, principal fuente de luz, solo requería las líneas de una “cara” para enemistarse con todo lo que estuviera hecho de un blanco más puro. La Luna, casi sinónimo de pantalla de cine, obsesionó a Georges particularmente, porque su representación exigía una “cara”, y eso lo sumió en una suspicacia cósmica dirigida a todas las luces del cielo: ¿acaso las estrellas no eran simples destellos que dejaban adivinar vagamente las formas de enormes criaturas negras, como supieron los primeros observadores del cielo? Y, dado que para Georges todo objeto fotografiado era una fortaleza demoniaca, se vio impulsado, como cineasta, a mantenerlo todo lo más animado posible (como un hombre que rellena casas viejas con tanta vida como puede para repeler a los fantasmas) para captar, por cierto, todas las formas de la gente en continuo movimiento, en oposición a la quietud de su entorno. Para mantenerlas “de su lado”, por así decirlo. Estaba decidido a darles a todos los objetos inanimados una “cara”, como señales de advertencia de lo que escondían, y a animar esas caras. Como los griegos antes que él, estaba llamado a llenar los espacios entre las estrellas con tanto blanco como fuera posible.

El sombreado renacentista, dando la ilusión de profundidad, también proporcionaba abrigo a sus enemigos, pues Georges estaba obsesionado con atacar todos los artificios pictóricos de occidente, incluyendo la perspectiva renacentista. Empezó, por lo tanto, a concebir los planos de sus películas como una serie de superficies móviles con un mínimo punto de fuga y una relación máxima con la pantalla en la que serían proyectadas. Esta medida desesperada, a contrapelo del desarrollo visual de Occidente, le brindó a Georges un nuevo campo de batalla (como no se había visto desde que la estética de Florencia triunfó sobre la de Siena). La naturaleza de la batalla se volvió anamórfica (antes que mítica): lo móvil contra lo inamovible, lo rápido contra lo muerto. Tal como sabía que la Luna debía tener una cara (que es más terrible imaginar en “lo oscuro de la luna” que nítidamente grabada en blanco), sabía también que todo lo blanco debía tener las líneas negras de una forma (no necesariamente sombras espaciales, que él más bien minimizaba con la luz frontal). Y de este modo creó a sus demonios, disfrazándolos al modo de dobles agentes, espías que trabajaban de su lado para evidenciar la derrota de toda esta monstruosidad. Georges acabó por interpretar él mismo el papel del Diablo una y otra vez, y sus brujas acabaron por ejecutar la venganza que él mismo deseaba. Con magistral complejidad, Georges pasó a desempeñar la guerra con espías y contraespías con una visión triunfante. Sus películas se volvieron anagramas de desconcertante duplicidad mientras se atribuía a sí mismo y su héroe mago –o bruja, o demonio, o incluso Diablo– más y más poderes de transformación.

Sin embargo, Georges no pudo conseguir honestamente que ningún aspecto de su ser desmembrado se identificara con un objeto inanimado ni con la profundidad del espacio. Los escenarios eran siempre abandonados a los demonios y el único control que mantuvo sobre ellos era la señal de advertencia de su rostro –así pues, la visibilidad– y los signos de “cambios de escena”. Inevitablemente, entonces, Georges se enfrentó al desastre cósmico, contra su derrota incitada por el material mismo y el espacio de su residencia. ¡Demonstrata!

En la época de la vida en que un hombre comienza a sentir que envejece, Georges se habría rendido si no fuera por la emergencia de una nueva imagen en sus sueños: la imagen de un héroe, el único que podría traspasar los velos de la materialidad y atravesar todo relleno cosmológico. Para Georges fue el último truco heroico en la bolsa del mago: la Máquina. ¡Sí! El héroe-máquina (otra vez el viejo Golem, también la joven Venus tal vez, que ya le había dado antes un impulso en la batalla), la Máquina fotografiada, la Máquina tal como es representada a través de la maquinaria –algo así como un salón de espejos que reflejan otros espejos ad infinitum para confundir los sentidos materiales y horadar un agujero en el espacio entero del universo–.

¿No era, acaso, el asistente o ayudante perfecto del mago? ¿No era la contradicción absoluta para conjurar la demonología (en cuanto la Máquina era material y sin embargo podía animarse más allá de toda capacidad humana)? ¿Había algún límite para el espacio que una máquina podía atravesar? Su amo mismo estaba por completo al interior de esa armadura. ¿No era una cosa hecha de varias partes inanimadas puestas juntas, que cobraba vida cuando a estas partes se las dejaba interactuar perfectamente, creando la unidad milagrosa de un ser en movimiento? ¡Sí, la Máquina era, para Georges, una creadora de parentescos, un hermano no consanguíneo (y, por tanto, humanamente invulnerable)! Y era mujer, por cierto, porque así fuera automóvil, barco, aeroplano o incluso cohete, siempre una ley no escrita hizo que Georges la llamara, amorosamente, “ella”: ¡sí, ella –o cualquier máquina– era el triunfo de todas sus fantasías y sus inventos reales, la más salvaje Galatea de todos los tiempos! Déjenla desgarrarse a través del tiempo, si eso es posible, y de todo el espacio negro, y sacudirse las sombras en cada giro del engranaje, en cada rotación de la rueda, en cada vaivén de la motivación del mago, mientras destroza a su paso al elenco de la película tan rápido como los fotogramas pueden tocar el movimiento que describe sobre la pantalla.

La Máquina de sus sueños se volvió la estrella de sus dramas, desafiando a todos los fantoches, derribándolos cuando se interponían, derribando también muros, casas, bloques de material, clavándose en el ojo de la Luna y hasta abriéndose paso entre las estrellas agolpadas, al mismo tiempo que protege al mago (y a sus amigos) cargándolo con tanta ternura como a un niño en una cuna, como a un niño en el útero, como a un hombre en la tumba.

Y sí, finalmente, por desgracia, la Máquina también defraudó a Georges. Había en todos sus movimientos una figura reconocible que, como tal, caía en todas las trampas de la iluminación, como cayó una vez un tren en la boca del Sol, condenados los que iban dentro a la misma lucha que acontece siempre en todo decorado inmóvil. Como objeto reconocible, la Máquina nunca pudo ser más que un tema, y así las piezas filmadas de Georges siguieron girando en su danza chamanística, lanzando destellos negros y blancos contra la pantalla impenetrable.

Georges, hacia el final, probó desesperadamente el color, tiñendo el celuloide, consiguiendo imágenes de objetos (frecuentemente de la Máquina) con tonos pigmentados que podían hacerlos vibrar hacia otra dimensión del pensamiento, colores esparcidos sobre las figuras en el blanco y negro de cada uno de los fotogramas para burlar la trampa de luz/oscuridad que está en origen de la fotografía. Pero solo logró hacerse a un lado en una hermosa esquina (el color es una cualidad de la luz, o sea, una cualificación, una disminución semejante a la sombra).

La batalla había acabado –sin que hubiera habido realmente una pelea– y Georges se quedó con sus rollos de mapas proyectables de una campaña apenas imaginada, un registro de magia simpática que había defraudado la tensión interior del inventor, que no había logrado alterar para él lo que ya había sido alterado. Había dirigido e interpretado varios papeles, y fue usado (como todos los artistas antes que él) por fuerzas que estaban más allá de su imaginada “segunda venida”, de su regreso, de su comprensión.

Tomado de: http://www.lafuga.cl

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