Textos prestados

La representación de los pueblos originarios en la fotografía latinoamericana contemporánea

La representación de los pueblos originarios en la fotografía latinoamericana contemporánea, de la imagen de identificación a la imagen de reconocimiento, de Leticia Rigat

Por Leticia Rigat

Leticia Rigat nos presenta un fragmento de su libro La representación de los pueblos originarios en la fotografía latinoamericana contemporánea: de la imagen de identificación a la imagen de reconocimiento (2018), el cual fue seleccionado en el concurso “Llamado a Ediciones para la publicación del Libro de investigación sobre fotografía latinoamericana del Centro de Fotografía de Montevideo (Uruguay)”. Su trabajo parte de los ejes conceptuales “cuerpo”, “fotografía” y “cultura” para analizar cómo la fotografía latinoamericana contemporánea –en la obra de Julio Pantoja (Argentina, 1961), Luis Gonzáles Palma (Guatemala, 1957) y Antonio Briceño (Venezuela, 1966) – aborda de manera crítica la representación que la fotografía del siglo XIX y principios del XX cristalizó, en sus retratos, de los Pueblos Originarios de América Latina. Así, la autora propone que las normas de representación que estructuraron la producción de esas imágenes adquieren nuevos sentidos en el corpus analizado, para mostrar así cómo esos grupos fueron desplazados e identificados como una otredad “salvaje” y “exótica”.

El libro La representación de los pueblos originarios en la fotografía latinoamericana contemporánea: de la imagen de identificación a la imagen de reconocimiento fue seleccionado en el concurso “Llamado a Ediciones 2018 para la publicación del Libro de investigación sobre fotografía latinoamericana del Centro de Fotografía de Montevideo (Uruguay)”. El trabajo propone una reflexión en torno al uso de la fotografía en la construcción identitaria y su incidencia en la producción de imaginarios sociales. Partiendo de tres ejes conceptuales: cuerpo, fotografía y cultura, buscamos analizar cómo en la fotografía latinoamericana contemporánea se produce una nueva significación en la representación de los Pueblos Originarios de América Latina en contraposición a cómo se los retrataba a fines del siglo XIX y principios del XX. Período en el que intereses científicos y coloniales occidentales buscaban crear una imagen de los Otros-indígenas desde el exotismo y el salvajismo, como aquello que estaba en los márgenes de los procesos de modernización y proyectos civilizatorios en los Estados-nacionales posrevolucionarios.

Basándonos en estos usos de la fotografía en dicho período, nos propusimos compararlos con producciones contemporáneas, a partir de las obras de tres fotógrafos latinoamericanos contemporáneos: Julio Pantoja (Argentina, 1961), Luis Gonzáles Palma (Guatemala, 1957) y Antonio Briceño (Venezuela, 1966). En sus obras es posible reconocer una dimensión crítica de la situación actual de los pueblos originarios a partir de la resignificación de ciertas normas de representación que sirvieron para la identificación y exclusión de dichos grupos. Estos desplazamientos en la representación producen un giro histórico, estético y conceptual que marcan un reconocimiento del Otro desde su diferencia cultural.

Partiendo desde aquí consideramos cómo la colonización de las poblaciones originarias de América Latina es representada y denunciada por ciertas obras actuales de la fotografía contemporánea. En estas producciones el cuerpo es colocado en el centro de la representación y en ellas podemos reconocer muchas características de los retratos de fines del siglo XIX y principios del siglo XX con las que se buscaba identificar y delimitar tipos humanos. En este sentido, consideramos que las normas de representación que estructuraron la producción de este tipo de imágenes son resignificadas en los casos analizados para poner de manifiesto cómo estos grupos eran desplazados e identificados como Otro. Una mirada crítica sobre el pasado, pero para hablar del presente, para problematizar lo actual, buscando una descolonización de la mirada, del saber y de las iconografías que gestaron nuestros imaginarios.

En la presente publicación proponemos un fragmento de dicho trabajo, pudiendo ser consultado en su totalidad de manera digital en la página web del Centro de Fotografía de Montevideo (CdF).

La búsqueda de una identidad latinoamericana en la fotografía de América Latina

Los estudios sobre “fotografía latinoamericana” son relativamente recientes, no fue hasta la década de 1970 que comienzan a aparecer trabajos de investigación, coloquios y exhibiciones que ponían en escena este concepto. El Primer Coloquio Latinoamericano de Fotografía realizado en México en 1978 puede considerarse como el punto inicial a partir del cual se crearon números Consejos Nacionales de Fotografía en distintos países de la región y la réplica de reuniones, coloquios, exhibiciones con la denominación “Fotografía Latinoamericana”.

Desde aquel momento inicial al presente, las investigaciones en el tema, las exhibiciones, coloquios, bienales y debates se han incrementado notablemente, y han ido variando determinados enfoques en torno a la fotografía y a Latinoamérica. De los primeros casos, podemos decir que en su mayoría se trataba de investigadores europeos o norteamericanos que reproducían los ejes verticales de los centros a las periferias, y en función de tópicos como lo exótico, lo tercermundista, el subdesarrollo, la violencia, etcétera.

Es a partir de la década de 1980 cuando comienza a producirse un verdadero giro tanto en las producciones fotográficas como en las investigaciones latinoamericanas: fotógrafos, curadores e investigadores buscan revertir esta visión desde afuera para centrarse en una definición, una historiografía y en una producción que refleje una autorreflexión crítica sobre la fotografía realizada en y desde América Latina.

Precisamente, en 1978 se celebra el Primer Coloquio Latinoamericano de Fotografía en México (organizado por el Consejo Mexicano de Fotografía y con los auspicios del Instituto Nacional de Bellas Artes y la Secretaría de Educación Pública), el cual contó con una amplia participación de fotógrafos y ponentes de distintos países. El principal eje de interrogación del mismo fue: ¿Qué identifica o caracteriza a la fotografía latinoamericana?

La respuesta a dicha pregunta por la identidad de la fotografía de la región giró en torno al documentalismo de compromiso político y social, abogando por el realismo y condenando las intervenciones y manipulaciones de las imágenes. Esto último queda ilustrado por la presentación de Raquel Tibol, quien esgrimiendo a favor de la fotografía como medio de expresión autónomo frente a las artes plásticas afirma:

La fotografía, por el hecho mismo de que sólo puede ser producida en el presente y basándose en lo que se tiene objetivamente frente a la cámara se impone como el medio más satisfactorio de registrar la vida objetiva de todas sus manifestaciones; de ahí su valor documental, y si a esto se añade sensibilidad y comprensión del asunto, y sobre todo una clara orientación del lugar que debe tomar en el campo del desenvolvimiento histórico, creo que el resultado es algo digno de ocupar nuestro puesto en la revolución social a la cual debemos contribuir[1].

Convoca a los fotógrafos de la región al encuentro y al diálogo, para que con “elocuencia crítica” contribuyan a expresar el Ser latinoamericano, expresando en los siguientes términos lo que considera “la plataforma común del fotógrafo latinoamericano”: atareado con frecuencia en asuntos nacionales marcados por presiones económicas, políticas y militares, las dependencias del imperialismo y de la explotación oligárquica en la que vive la gran mayoría de los países de la región[2].

Una afirmación en la que puede leerse una postura poscolonial en la que denuncia y critica las dependencias y continuidades coloniales, que se ven reflejados también en colonialismos internos. Un espíritu expuesto en la ponencia de Tibol pero que puede reconocerse también en ‘las notas’ que los fotógrafos enviaron para explicar su labor y los fundamentos de sus obras, notas que han sido incluidas junto a las fotografías que integraron la muestra, en la publicación de las memorias del Primer Coloquio Latinoamericano de Fotografía bajo el título Hecho en Latinoamérica.

En las afirmaciones de los fotógrafos puede notarse una constante reivindicación de las cualidades técnicas de la fotografía para la representación fiel de lo real. Una concepción en torno a lo fotográfico como mímesis perfecta de lo real, que valoriza a la imagen desde sus posibilidades técnicas de registro directo, sin intervenciones, ni manipulaciones (documentalismo moderno) que lleva a una reafirmación de la fotografía como documento de denuncia comprometido con un movimiento de cambio. Asimismo en muchas de las notas pueden encontrarse cuestionamientos a las continuidades coloniales y las presiones imperialistas. Por ejemplo, Jorge Acevedo (México) afirma en este sentido que el trabajo fotográfico debe buscar una expresión de la realidad y sus contradicciones:

Necesariamente esta producción artística deberá ponerse al servicio de la crítica y de la denuncia de la explotación, la marginación y la colonización y no será posible ponerla en práctica sin un largo camino que vaya limpiando esta misma de la ideología imperante y en la ruptura constante del modelo estético convencional el cual nos atrapa[3].

Asimismo, la fotógrafa mexicana Margarita Barroso Bermeo manifiesta que el fotógrafo debe estar comprometido y ser consecuente con su época para poder generar a través de la fotografía una protesta:

Mi intención es mostrar una realidad que muchos pretenden ignorar, o que de alguna manera se nos trata de ocultar o deformar por considerarla hiriente, indignante, o molesta. […] Al hacerlo, estoy autotrasnformando mi conciencia hacia una postura más crítica y más humana; al mostrarlas, trato de ayudar a los demás a lograr lo mismo[4].

Desde Chile, Patricio Guzmán Campos advierte que los latinoamericanos debemos compromiso y militancia en las luchas de nuestros pueblos:

El fotógrafo comprometido con su pueblo y su época en su lucha por conquistar su independencia y liberarse de la opresión imperialista, deberá ser fiel a él y saber interpretarlo. […] Debemos estar siempre atento en la denuncia y ayudar mediante nuestra capacidad y sensibilidad, a luchar contra la injusticia social en que viven y trabajan las mayorías nacionales de nuestros pueblos indoamericanos[5].

Por su parte, Pedro Hiriart (México) se detiene también en la idea del fotógrafo comprometido con su entorno social latinoamericano, sujeto a presiones exteriores, con imposiciones culturales y mecanismos de enajenación: “La obra es una búsqueda de identidad y un intento de subversión. Búsqueda de la identidad, borrada primero y negada sistemáticamente después. Subversión de la imagen para transformarla de un arma de control en un instrumento critico liberador”[6].

Julia Elvira Mejía (Colombia), destacando que su interés es captar lo cotidiano en su contexto social, afirma:

Este contexto social ha sido descrito en Latinoamérica por medio de situaciones de pobreza, desorden, y basura sin fin ni remedio, de invasiones masivas de valores ajenos, de explotaciones turísticas de culturas autóctonas, de represiones militares, de manifestaciones de fervor religioso que conservan la esperanza y la opresión[7].

Bajo este mismo tono puede reconocerse en muchas de las declaraciones de los fotógrafos una constante denuncia de la situación social latinoamericana en cuanto a choques de culturas, violencias, pobreza y marginación. En cuanto a los pueblos originarios y los afrodescendientes, hay una marcada crítica a su explotación como curiosidad turística y a su representación desde el exotismo. Son notables también las manifestaciones de los fotógrafos cubanos por la reivindicación de la revolución y sus líderes, y de la fotografía como instrumento de la historia, liberador y para crear conciencia.

En 1981, nuevamente en México, tuvo lugar el Segundo Coloquio Latinoamericano de Fotografía, organizado por el Consejo Mexicano de Fotografía (creado al finalizar el primer coloquio). En esta ocasión, su director, Pedro Meyer volvía a destacar a la fotografía documental como la expresión por excelencia de la fotografía en América Latina y a la identidad latinoamericana en relación a la colonización (en términos políticos) y a las dependencias y sometimientos de nuestra región por el imperialismo.

Desde los tiempos de la Conquista y la Colonia española cuando éramos ‘el nuevo mundo’, hasta llegar a ser denominados ‘latinoamericanos’, todos aquellos pueblos al sur del Río Bravo habitamos una vastísima extensión territorial, que engloba en sus límites países de habla hispana, portuguesa, inglesa y cientos de lenguas autóctonas. Estos pueblos nos encontramos con regímenes -en este año 1981- que van desde un país socialista como Cuba, hasta las dictaduras fascistas de Chile, Argentina, Uruguay y Paraguay; o pueblos que recientemente surgen de un doloroso proceso revolucionario como Nicaragua; otros que actualmente se debaten frente a la represión más furibunda contra su proceso de liberación como es el caso de El Salvador; o en Guatemala, polvorín sujeto a un súbito estallido social […] Así podemos inventariar cada una de las naciones que forman esta geografía denominada América Latina y que sólo daría cuenta de lo heterogéneo de nuestras realidades compartidas[8].

Afirmando que reconocer que la historia de la humanidad es multicultural permite superar la fase de etnocentrismos, convoca a reconocer las diferencias de los pueblos, pero asimismo la unidad latinoamericana y el necesario compromiso con lo propio, reconociendo la represión y explotación sistemáticas (internas y externas) que a lo largo de los siglos hemos padecido. Sugiere así una descolonización del saber y la mirada:

Hasta fechas recientes nos veíamos obligados, por falta de alternativas, a dirigir la mirada, en busca de orientación y hasta de apoyo, a los centros del poder cultural de las metrópolis, a los centros donde la fotografía estaba aparentemente más desarrollada. Finalmente, y a pesar de todo, ya no estamos mirando hacia las metrópolis para recibir su guía y favor. La orientación y el apoyo en busca de nuestro desarrollo nos los estamos proporcionando unos a otros. Con interés seguimos los pasos de lo que ocurre en todas partes del mundo, pero ahora es a nivel de información. Los estímulos nos están viniendo de nuestras propias tierras, de nuestros pueblos hermanos, de nuestras realidades culturales, políticas y sociales[9].

Posicionando una reflexión sobre desde dónde miramos y pensamos a Latinoamérica, plantea una serie de interrogantes, a los que las distintas ponencias y diálogos buscaron dar respuesta:

¿Para quién y en dónde estamos fotografiando? ¿Cuáles son los parámetros para valorar nuestras obras? ¿A quiénes y dentro de cuáles contextos interesa mostrar la obra? ¿Cuáles son los mecanismos más idóneos para difundir la obra fotográfica nuestra? ¿Estamos interesados y dispuestos a crear ‘objetos artísticos’ sujetos al libre comercio?[10].

Entre las intervenciones que se presentaron podemos nombrar: Néstor García Canclini (Argentina) con la lectura “Fotografía e ideología: sus lugares comunes”;  Lázaro Blanco (México): “La calidad contra el contenido”; la analista mexicana, Raquel Tibol interviene con: “Mercado de arte fotográfico: liberación o enajenación”; Lourdes Grober (México): “Imágenes de miseria, folclor o denuncia”, comentada por el escritor y analista mexicano Carlos Monsiváis y Max Kozloff; el fotógrafo cubano Mario García Joya “Mayito” con “La posibilidad de acción de una fotografía comprometida dentro de las estructuras vigentes en América Latina” comentada por el escritor Mario Benedetti y por Rogelio Villareal; Roland Günter (Alemania): “La fotografía como instrumento de lucha” comentada por Martha Rosler y Stefanía Bril; Sara Facio (Argentina): “Investigación de la fotografía y colonialismo cultural en América Latina”; entre otras.

La sola lectura de los títulos ya permite deducir el eje temático de los diálogos. Al igual que en el encuentro de 1978, la práctica documental es reivindicada, no obstante, comienza a cuestionarse la supuesta “objetividad fotográfica”; se manifiesta así la importancia del entorno sociopolítico y económico de la región, y que en las representaciones fotográficas hay un aspecto ideológico que interviene y no debe pasarse por alto, en lo que es posible leer las críticas a la objetividad fotográfica, propia del discurso del código y la reconstrucción, señalado por Dubois.

En este sentido, García Canclini, sirviéndose de la metáfora de la cámara oscura propone una lectura de la fotografía y la ideología (en términos marxistas), no como meros reflejos de lo real sino precisamente como “reflejos invertidos de la vida real”. Advierte así que la fotografía no copia la realidad y carece de objetividad, no se mueve en el terreno del campo de la verdad sino en el de la verosimilitud. Desafiando de esta manera lo que se venía pregonando para el documentalismo latinoamericano, propone un análisis que debe contemplar dos niveles:

Por una parte, examinará los productos culturales como representaciones: cómo aparecen registrados en una fotografía los conflictos sociales, qué clases se hallan representadas, cómo usan los procedimientos formales para sugerir su perspectiva propia; en este caso, la relación se efectúa entre la realidad social y su representación ideal. Por otro lado, se vinculará la estructura social como estructura del campo fotográfico, entendiendo por estructura del campo las relaciones sociales que los fotógrafos mantienen con los demás componentes de su proceso productivo y comunicacional: los medios de producción (materiales, procedimientos) y las relaciones sociales de producción (con el público, con quienes los financian, con los organismos oficiales, etc.)[11]

Obra de Luis González Palma.Técnica Fotografía más técnica mixta. Medida 150 X 150cm

Concluye su exposición afirmando que las prácticas fotográficas pueden contribuir a formar una nueva visión, al conocimiento social y a transferir al pueblo “los medios de producción cultural”. La fotografía comprometida puede acabar con los estereotipos, “con las maneras reflejas de representar lo real que las ideologías dominantes nos imponen, y suscitar miradas nuevas, críticas, sobre esta tierra tan poco fotogénica”[12].

En términos similares, Víctor Muñoz (México) afirma: “La práctica fotográfica produce representaciones que materializan aspectos de las representaciones imaginarias de nuestras relaciones con las condiciones de existencia” puesto que “esta cruzada, está constituida entre otros espacios sociales, por el ideológico”[13].

Por su parte, Roland Günter en “La fotografía como instrumento de lucha” advierte que la fotografía puede convertirse en un medio importante para representar la realidad de una manera más exacta y más compleja, por ejemplo, hacer visible la conexión entre la explotación y la pobreza, la relación de estructuras sociales en la población con su modo de vida y su cultura popular, amenazada por el consumo y el colonialismo. Abogando por una estética realista, Günter afirma que el conocimiento es un poder transformador, refiriéndose con ello no al saber experto sino:

El conocimiento elemental acerca de los destinos humanos y de los importantes mecanismos que favorecen estos destinos, que los oprimen o destruyen. […] La fotografía y la palabra pueden si trabajan conjuntamente hacer una contribución muy importante, fomentar el conocimiento social y propagarlo[14].

Comentando el trabajo de Günter, Martha Rosler también reivindica a la fotografía como arma para la lucha social, pero advierte que no hay que olvidar los significados, discursos e ideologías que intervienen en los códigos de lo visible, puesto que la fotografía, también puede reforzar y confirmar estereotipos perjudiciales: “Así, representando visualmente las características asociadas con un grupo percibido negativamente, puede parecer que la fotografía “demuestra” la verdad de tales perjuicios. Aun cuando un texto presente en forma clara un significado distinto, los mitos reforzados culturalmente pueden prevalecer en último término”[15].

En este sentido refuta a Günter afirmando que puede ser peligroso suponer que, al representar a la gente en forma detallada y específica, se puede “superar la enajenación por medio de la distancia, de tal manera que la gente ya no es extraña, sino amistosa, de tal manera que se crea un sentimiento fraternal”. Toma como ejemplo a la exhibición “The Family of Man” que se organizó en Nueva York pero que circuló alrededor del mundo durante la Guerra Fría bajo el lema “Un solo mundo”, mientras su patrocinador –Estados Unidos– estaba tratando de forjar un “nuevo orden mundial” de dominación neoimperialista.

Sumado a lo anterior, en las ponencias se buscó definir y convocar a una fotografía comprometida. En este sentido Mario García Joya (Cuba) observa que la así llamada fotografía comprometida debe expresar los intereses de los pueblos y “su mensaje debe contribuir a la reivindicación de los valores más auténticos de la cultura latinoamericana, a la desajenación de las clases explotadas y al mejoramiento del hombre en general”[16]. A lo que agrega que los fotógrafos latinoamericanos deben tener un núcleo de intereses comunes:

Nuestra mayor esperanza la depositamos en que, con el tiempo, podamos concretar una acción coordinada a nivel continental. Para ello es necesario apoyar la consolidación de los grupos nacionales de fotógrafos que, con una plataforma común a favor de la descolonización cultural, la reivindicación de los valores propios, la búsqueda de una identidad en la cultura nacional […][17].

A lo anterior cabe agregar las declaraciones de Rogelio Villarreal (México), quien afirma que para crear una verdadera fotografía comprometida en Latinoamérica, los fotógrafos deben asumir un compromiso con sus pueblos vinculándose con los movimientos populares, “para que los fotógrafos en verdad comprometidos sepan expresar, con toda su inteligencia y sensibilidad los intereses y aspiraciones de las clases trabajadoras […]”[18].

Asimismo, en otras intervenciones se destacó que este compromiso no es únicamente “el registro directo” a través del dispositivo fotográfico, si en esto se pasa por alto que en las representaciones median ideas anteriores, y se reproduce una visión estetizante de lo que se busca fotografiar. Bajo esta premisa Lourdes Grobet (México) inicia su exposición afirmando que a su entender la fotografía no puede ser considerada arte, por el contrario, la fotografía es un medio de comunicación, con el que se puede registrar la realidad y poner ese registro al servicio de la sociedad. En base a ello busca diferenciar cuándo las imágenes hechas de la miseria son denuncia y cuándo son folclóricas:

Es la actitud del fotógrafo lo que marca la línea a seguir cuando se enfrenta a la miseria, lo que puede determinar si las imágenes resultantes alcanzan a trascender la miseria de los fotografiados y reivindicarlos, o si se quedan en una mera explotación visual de su apariencia, en una explotación más de los miserables[19].

En este sentido Grobet afirma que para que una fotografía de denuncia sea verdaderamente liberadora no requiere necesariamente al realismo, ni la toma directa, con lo que relativiza el binomio documental-ficción que sirvió para el establecimiento del documental como modalidad discursiva:

Un testimonio además de ser un documento es también la interpretación hecha en un momento por el fotógrafo. Escoger el lugar y el momento y encuadrar antes de disparar la cámara ya implica un acto de selección. Pero habrá momentos en que el fotógrafo que busca denunciar la miseria, que busca hacer un documento útil, tenga que recurrir a procedimientos menos directos, menos ortodoxos para evidenciar una situación dada[20].

En resumidas cuentas, advierte que lo que diferencia una fotografía de denuncia de una “folclórica” es la actitud del fotógrafo, su grado de compromiso y conciencia de la situación. A lo que Carlos Monsiváis (México) refuerza, advirtiendo:

No predico rumbos para la fotografía. Pero sí me gustaría una visión desde dentro del proceso de cohesión y/o dispersión de las clases subalternas, que con plena honestidad se dedique al registro crítico de la miseria, otro hecho central de este continente. En la tarea cultural y artística de estos años, a la fotografía le corresponde también el abandono y la crítica del exotismo y la pobreza romántica, el rechazo de toda pretensión de neutralizar al mundo, la negativa a asumir, con gozo estetizante, la parte por el todo.

En esa línea, la visión crítica debe superar la búsqueda estetizante[21].

En síntesis, puede observarse que, en este Segundo Encuentro Latinoamericano de Fotografía, la práctica fotográfica en la región (en especial el documentalismo), continúa siendo reivindicada como un medio social de cambio para generar conciencia. No obstante, se tematiza fuertemente la cuestión de lo ideológico, de las codificaciones culturales del sentido, donde el fotógrafo debe asumir una actitud crítica y comprometida con los propios actores sociales, con conciencia plena de las situaciones a fin de no reforzar, ni reproducir estereotipos; con el objetivo de encontrar una mirada latinoamericana que permita liberarnos del colonialismo. En todo ello es posible reconocer una resonancia a las críticas posmodernas de la fotografía y se pone de manifiesto que la imagen fotográfica no es neutra, ni objetiva, sino una representación atravesada por imaginarios sociales, y que tiene una intencionalidad. Desde esta concepción, la fotografía puede ser un arte crítico que permite una comprensión del mundo y un cambio social.

Tres años después, en 1984 se llevó a cabo el Tercer Coloquio Latinoamericano de Fotografía, esta vez en la Casa de las Américas de Cuba, en el que participaron ponentes y fotógrafos soviéticos, latinoamericanos y europeos. Los interrogantes y argumentaciones rondaron en términos generales en lo mismo que en los encuentros anteriores. Entre las lecturas se encontraban: “La expresión de lo fotográfico” por Raquel Tibol; “Premisas para la investigación de la fotografía latinoamericana” por María Eugenia Haya; “¿Para quién y para qué fotografiamos?” de Pedro Meyer; y “Estética e imagen” por Néstor García Canclini, entre otras.

Tanto en las muestras fotográficas como en las exposiciones teóricas continua predominando la reivindicación de documentalismo, no obstante comienza a hacerse notar un interés por explorar nuevos géneros, temas y formatos; resaltando la necesidad de crear más espacios para mostrar las producciones, como así también la de fundar centros de fotografía y espacios para la formación, y una revisión historiográfica sobre la fotografía latinoamericana por fuera de las historias universales de fotografía con su visión eurocéntrica.

Es posible observar ciertas constantes en los tres primeros coloquios. En primer lugar, el interés por pensar la fotografía latinoamericana desde una perspectiva propia, buscando descolonizar el pensamiento sobre la fotografía, pero así también la mirada sobre nuestras realidades y cómo las representamos (y las han representado). Así también, el deseo de pensar si hay algo que caracteriza a la fotografía realizada en América Latina; y si lo hay, cómo se articula con los complejos contextos sociales, culturales, económicos y políticos de cada nación en particular y de Latinoamérica en general. En cierto sentido, todo ello estuvo atravesado por la reflexión en torno a qué es Latinoamérica, qué es ser latinoamericanos, en pos de comenzar a narrar nuestra propia historia asumiendo la responsabilidad de no reproducir los cánones coloniales.

En 1996 y a casi veinte años de celebrarse el Primer Coloquio, tuvo lugar el V Coloquio Latinoamericano de Fotografía, cuya sede vuelve a ser México. Desde las presentaciones puede reconocerse ya un ‘camino de reflexiones transitado’ en el que se reivindica a la fotografía “como parte de la producción cultural de América Latina”[22] y a los Coloquios como un espacio de encuentro y diálogo “para reflexionar, estudiar, escuchar y discutir sobre la fotografía como un lenguaje que nos une como hombres y mujeres contemporáneos”, lo que implica “una reflexión sobre nuestro momento y nuestro tiempo, sobre la realidad o las realidades que estrechan o fragmentan la posibilidad de una acción conjunta para estructurar y construir, en el nuevo milenio que toca a la puerta, un mundo de mayor equilibrio y justicia para todos” y reafirmando con ello a la imagen como un arma de lucha[23].

De esta manera, en las presentaciones se convocaba a retomar aquellas inquietudes que se habían presentado en el primer coloquio de 1978:

Lo que es Ser latinoamericano, para discutir sobre el SER latinoamericano, para preguntarnos si un concepto geográfico define la mirada o si genera una entidad; si las circunstancias históricas que nos unen o el lenguaje común marcan una importancia en la forma de ver, gestando un sueño casi bolivariano traducido a la mirada, o si lo que importa ahora es conciencia ética de su acción transformadora[24].

En este sentido, se buscó revisar cuáles habían sido los discursos y discusiones que sustentaron este pensamiento sobre la fotografía latinoamericana.

El encuentro, además de una gran muestra fotográfica, contó con la lectura de dos ponencias magistrales, que tematizaron desde un punto de vista histórico y teórico a la fotografía; y la realización de mesas centrales y especializadas en las que se buscó profundizar la reflexión en torno a los usos de la imagen fotográfica.

La primera de las ponencias magistrales, titulada “Tres carabelas rumbos al próximo milenio”, estuvo a cargo de Pedro Meyer. En la misma reconoce que desde aquel Primer Coloquio de Fotografía de 1978 se han suscitado profundos cambios, tanto en la fotografía como en América Latina. Haciendo referencia a la globalización, con sus grandes y aceleradas migraciones, como así también a los cambios que acarrea la digitalización, Meyer propone una serie de interrogantes:

Si hablamos de ‘fotografía latinoamericana’, ¿a cuál fotografía nos estaremos refiriendo?, ¿a la que se origina en determinado territorio?, ¿a la que se crea a partir de cierta sensibilidad y herencia cultural?, ¿a la que solo retrata las caras de América Latina? Mi pregunta sería: ¿Qué condición debe reunir una obra para adquirir la carta de ciudadanía latinoamericana?[25].

Genera con ello un desplazamiento de sus propias intervenciones en los coloquios anteriores en cuanto a la búsqueda de una definición homogénea y abarcadora de la fotografía latinoamericana, para pensar ahora no ya en términos geográficos y situados, sino en el nuevo contexto mundial de globalización, sobre lo cual afirma:

[La fotografía latinoamericana] ha perdido esa nitidez conceptual con la que originalmente la habíamos trazado. Pienso que a medida que pasa el tiempo tendremos que ir encontrando nuevas fórmulas que presenten el tema de la identidad de manera más actual. Tendremos que ampliar el espacio que da cabida a lo que consideramos ‘latinoamericano’ y al mismo tiempo responder a las necesidades particulares de identidad que se presentan distintas para cada individuo y para cada región[26].

En cuanto a los cambio en la fotografía, auspicia que las nuevas tecnologías pueden colaborar en ampliar el espacio de circulación de la fotografía latinoamericana; como así también se desplaza de la idea del documentalismo como medio de registrar fielmente lo real, para reivindicar otras formas de las prácticas fotográficas en las que se muestren “las ficciones de los real y de las imágenes”.

La segunda conferencia magistral “El elogio del vampiro” fue leída por Joan Fontcuberta; sobre su teoría y cuestionamientos hemos hecho referencia en la primera parte del presente trabajo, en su intervención en el V Coloquio de 1996, ya exponía su visión sobre la necesidad de abandonar la idea de que la fotografía es un espejo, una representación fiel de lo real. Recordemos que para este momento los debates en torno a la digitalización de la fotografía ya habían alcanzado resonancias internacionales, poniendo en cuestionamiento muchos de los conceptos sobre los que se había levantado el pensamiento sobre lo fotográfico y la fotografía.

Las mesas temáticas se organizaron en torno a premisas como: “Medios Alternativos”, “La modernidad en la fotografía latinoamericana”, “Nuevas referencias históricas en Latinoamérica: Pasado”, “Nuevas referencias históricas en Latinoamérica: Presente”, “La experiencia de la transterritorialidad”, “Tendencias y alternativas de la fotografía documental”, entre otras.

Si se observan en detalle los títulos de las mesas de debate, no solo pueden deducirse los temas abordados en general en el coloquio, sino también los cambios respecto a los encuentros anteriores. Los debates giraron en torno a nuevas cuestiones, que abrían el campo para pensar la fotografía realizada en América Latina desde nuevos ángulos, marcando una diferencia entre el pasado y el presente; donde el nuevo orden mundial y la globalización llevan a incorporar autores y visiones internacionales que sirven para volver a pensar los discursos que sirvieron para la reflexión de la fotografía latinoamericana hasta el momento. Se hace evidente, asimismo, la necesidad de pensar las nuevas tecnologías y los cambios en las prácticas fotográficas con el advenimiento de la digitalización y nuevos medios de circulación.

En efecto, puede observarse un espíritu de época en torno a la reflexión sobre la fotografía, que es común a distintos pensadores de todo el mundo. Profundos cambios maduraron en la fotografía latinoamericana a partir de la década de 1990, tanto en los temas como en los modos de representación, marcados hasta el momento principalmente por el documentalismo de estilo moderno.

En base a lo anterior, es posible afirmar que, desde los años 1990 y bajo la denominación Fotografía Latinoamericana, se ha buscado definir una identidad latinoamericana abordando una posición crítica respecto al contexto sociopolítico de la región, lo que se ve reflejado tanto en los modos de representación como en las temáticas abordadas, y la recuperación y resignificación del pasado en el presente, principalmente en lo que respecta al pasado prehispánico, al colonialismo y al poscolonialismo (en un contexto marcado por las vivencias de las dictaduras cívico militares, y la implementación de las políticas neoliberales).

En este sentido la conjunción de ambos conceptos, “Fotografía” y “Latinoamérica”, comienza a plantearse con resonancias menos homogéneas y homogeneizantes. Como bien afirma Castellote: “Lo primero será reconocer que el término ‘latinoamericana’ no implica una unidad de la que esperar una coherencia y una comunidad de intereses y de sensibilización. El mismo término tiende a ser considerado un reduccionismo y, por ello, una etiqueta clasificadora”[27].

Como hemos visto en los capítulos precedentes, en las últimas décadas del siglo XX tuvieron lugar ciertos cambios que han abierto caminos a nuevas prácticas fotográficas y la renovación de los lenguajes: las transformaciones en el arte y la idea de un arte contemporáneo profundamente crítico de su contexto; los cambios en el documentalismo a partir de los cuales se incorpora nuevas formas de representación por fuera de los cánones modernos; el avance del mundo global (con la implementación progresiva de políticas liberales en países que habían sido categorizados como segundo, tercer y cuarto mundo); el giro poscolonial que llevaba a repensar las identidades desde lo local, lo nacional y lo propio; y finalmente, la digitalización de los dispositivos de producción de imágenes y la llegada de los nuevos medios de comunicación con base en Internet (cuyas consecuencias sobre la percepción del tiempo y del espacio han modificado los modos de socialización, las comunicaciones en general, la emergencia de nuevos sujetos, nuevas prácticas, nuevas formas de relacionarnos con las imágenes e interpretarlas, etc.).

En relación con lo anterior, en América Latina es posible observar que la violencia vivida a partir de las dictaduras militares que comienzan a establecerse en los años 60 y luego la implementación de las políticas liberales en la década de 1990[28] fueron factores que generaron un fuerte cambio en la forma de pensar la propia identidad. Ambos puntos pueden considerarse como dos ejes centrales para reflexionar sobre las temáticas abordadas en distintas producciones fotográficas (la temática considerada en sí misma como un rasgo de contemporaneidad) y que marca a su vez los modos de representación, en un contexto donde se producen profundos cambios en los lenguajes fotográficos.

Como vimos anteriormente, en los años 1980 cobra un papel importante la cuestión de la reconstrucción del pasado y los discursos sobre la memoria, como explica Huyssen, los discursos sobre la memoria y el debate sobre el significado de determinados acontecimientos históricos cobra un impulso sin precedentes en Occidente, un giro hacia el pasado que contrasta con los imaginarios de principio de siglo, cuyas promesas de progreso no hacían más que mirar hacia el futuro[29]. Esta promesa de modernización y los impactos devastadores que tuvieron en la región políticas como el Plan Cóndor y la posterior apertura al neoliberalismo dieron lugar también a discursos que proponen una revisión identitaria que busca recuperar parte de nuestra historia, en términos de origen y colonización, una colonización que es revisitada en el presente como una visión crítica del contexto contemporáneo.

En este sentido, podemos observar ciertas producciones fotográficas de las últimas décadas en las que estas cuestiones se tornan centrales, y en las que, como observa Andrea Giunta, es posible observar un “retornar el pasado desde las imágenes” pero no como una mera repetición, sino desde el análisis, desde el cuestionamiento de las iconografías gestada como parte del imaginario de la nación, un cuestionamiento de los valores que deconstruyen los cánones coloniales: “El pasado es visitado, recuperado desde sus síntomas en el presente, ya no es un pasado cuestionado para anticiparse a un futuro prometido (como en la modernidad) sino su interrogación desde el presente, para comprender el tiempo en que vivimos”[30]. A partir de esta idea, buscamos analizar distintos casos en los que se problematiza la cuestión de los Pueblos Originarios y en las que a su vez puede ‘leerse’ una resignificación de los modos de representación, deconstruyendo imaginarios que sirvieron a crear una imagen de otredad.

[1] TIBOL, Raquel. Hecho en Latinoamérica. Primer Coloquio Latinoamericano de Fotografía. México, 1978: 19.

[2] Ibídem: 20.

[3] En Hecho en Latinoamérica. Primer Coloquio Latinoamericano de Fotografía. México, 1978. Páginas sin numeración.

[4] Ibídem.

[5] Ibídem.

[6] Ibídem.

[7] Ibídem.

[8] En Hecho en Latinoamérica 2. Segundo Coloquio Latinoamericano de Fotografía. México, 1981: 9.

[9] Ibídem: 12.

[10] Ibídem.

[11] Ibídem: 18.

[12] Ibídem: 20.

[13] Ibídem: 95.

[14] Ibídem: 44.

[15] Ibídem: 49.

[16] Ibídem: 57.

[17] Ibídem: 61.

[18] Ibídem: 66.

[19] Ibídem: 81.

[20] Ibídem: 82.

[21] Ibídem: 87.

[22] TOVAR, Rafael “Presentación” en Memorias del V Coloquio Latinoamericano de Fotografía. México: Centro de la Imagen, 2000: 7.

[23] MENDOZA, Patricia “Presentación” en Memorias del V Coloquio Latinoamericano de Fotografía. México: Centro de la Imagen, 2000: 9.

[24] Ibídem.

[25] MEYER, Pedro “Tres carabelas rumbo al nuevo milenio” en Memorias del V Coloquio Latinoamericano de Fotografía. México: Centro de la Imagen, 2000: 17.

[26] Ibídem.

[27] CASTELLOTE, Alejandro. Mapas abiertos: fotografía latinoamericana. Madrid: LUNWERG. 2007: 5.

[28] Tal como explica Huyssen: “En América latina, el desvanecimiento de la esperanza de modernización adoptó diversas formas: “la guerra sucia” en Argentina, la “caravana de la muerte” en Chile, la represión militar en Brasil, la narcopolítica en Colombia. La modernización transnacional se modelo a partir del Plan Cóndor en un contexto de paranoia por la Guerra Fría y una clase política antisocialista. Las frustradas esperanzas de igualdad y justicia social de la generación de los setenta fueron rápida y eficazmente transformadas por el poder militar en un trauma nacional en todo el continente. Miles de personas desparecieron, fueron torturadas y asesinadas. Otros miles fueron empujadas al exilio” (Huyssen, 2001:7).

[29] HUYSSEN, Andreas “Medios y memoria” en FELD, Claudia y STITES MOR, Jessica (comp.). El pasado que miramos. Memoria e imagen ante la historia reciente. Buenos Aires: Paidós, 2009.

[30] GIUNTA, A. Ob. Cit.: 28.

Nota del editor

El título original del texto es: “La representación de los pueblos originarios en la fotografía latinoamericana contemporánea: de la imagen de identificación a la imagen de reconocimiento”.

Tomado de: http://www.revistatransas.com

Leer más

La imagen del hombre

Para María Elena Molinet, la experiencia reafirmó la convicción de sustentar su tarea creadora en una rigurosa investigación.

Por Graziella Pogolotti

Carecemos todavía de un relato integrador de la riqueza y densidad del clima creador en el ámbito de la cultura que caracterizó los años que siguieron al triunfo de la Revolución. Se ha rescatado de manera fragmentaria el papel de las instituciones que surgieron entonces, algunos episodios que marcaron hitos en la formulación de políticas, el decursar de algunas manifestaciones artísticas. Falta por indagar acerca de la interdependencia de los fenómenos, las corrientes de pensamiento que recorrieron todos los ámbitos, las modalidades del intercambio entre tradición y ruptura, así como sobre los proyectos que tendieron puentes entre vida y cultura a través de la noción abarcadora del diseño como elemento cualificador del entorno urbano y de la existencia cotidiana. Algunos estudios reconocen el auge de una gráfica que tuvo en el cartel y las vallas propagandísticas su mejor expresión. Pero las ideas que se fraguaron en este terreno iban mucho más allá. Si no abordamos en forma transversal e interconectada los fenómenos que configuraron un tiempo determinado, se nos escapa la valoración cualitativa de una época con los tropiezos del momento, sus realizaciones y lo que hubo en ellos de siembra de futuro.

La conciencia de ese vacío me asalta al recordar que el 30 de septiembre arribamos al centenario del nacimiento de María Elena Molinet. Para muchos, su nombre no figura entre los protagonistas de esos años. Su mano estuvo presente en la creación de obras fundamentales de aquella época en el cine y el teatro, expresiones creativas que demandan la labor colectiva de un equipo de trabajo. Así ocurrió, por citar apenas dos ejemplos ilustrativos con Lucía, de Humberto Solás, y con el estreno de María Antonia, de Eugenio Hernández Espinosa, con música de Leo Brouwer y dirección de Roberto Blanco. Diseñadora de vestuario, se hacía cargo de un elemento decisivo de la visualidad de un espectáculo que subrayaba, a través de la fuerza creciente de la imagen, las intenciones del mensaje de la obra, percibidas por el espectador por vía consciente y, con frecuencia, inconsciente. La ropa no podía escogerse de manera azarosa, ni tampoco según un criterio que propiciara la búsqueda fácil de la bonitura. Ningún detalle podía estar sujeto a la improvisación. Requería un serio empeño de investigación. De ahí que en la práctica artística de María Elena Molinet existiera la constante elaboración de un trabajo conceptual que, por sus alcances, sobrepasó el mundo del arte e impulsó el desarrollo de un pensamiento que abordaba, atendiendo a razones históricas, sociales y sicológicas, la relación del ser humano con su imagen y, por ende, con sus costumbres, con su representación en la sociedad y con la adopción de las modas dominantes en cada momento.

De estirpe mambisa, María Elena Molinet se sentía comprometida con ese legado. Su abuela materna le había narrado sus vivencias en la quema de Bayamo y en los campamentos de los insurrectos, donde tuvo que refugiarse con sus dos hijos pequeños. Su padre obtuvo el grado de general durante la guerra de independencia. Involucrada en la resistencia cívica del M-26-7, tuvo que exiliarse en Venezuela. Allí, su trabajo la condujo a conocer la cultura popular y el ambiente de las comunidades indígenas. Fue un aprendizaje que contribuyó a definir su perspectiva ante el arte y la vida.

De regreso a Cuba después del triunfo de la Revolución, se integró al equipo del Teatro Nacional, espacio renovador que acogió la danza moderna, así como el rescate y la legitimación de la tradición popular, germen de lo que habría de convertirse en el Conjunto Folklórico Nacional. Para trasladar las fuentes rituales a la escena, había que llevar a cabo una profunda investigación, a partir de informantes portadores de esa cosmovisión, muchos de los cuales integraron los primeros elencos y devinieron figuras renombradas en el mundo del arte. Sin vulnerar la esencia del legado, la construcción de un relato danzario destinado a un público diverso exigía la dirección de un coreógrafo y el diseño de un vestuario respetuoso de los elementos simbólicos y efectivo en cuanto a la amplitud de la comunicación. Los intérpretes emergieron de lo más profundo de la sociedad. Para María Elena, la experiencia reafirmó la convicción de sustentar su tarea creadora en una rigurosa investigación. Concebir un vestuario implicaba recorrer la documentación gráfica y escrita existente, definir el grupo social de donde procedían los personajes, indagar acerca de sus rasgos de personalidad, todo ello en consonancia con los propósitos del director de la puesta en escena. Así participó en la realización de filmes significativos en el panorama de nuestro cine, junto a Humberto Solás, Manuel Octavio Gómez y José Massip, muchos de ellos centrados en nuestro devenir histórico. Fundadora de nuestras escuelas de arte, lo fue también de la enseñanza del diseño en Cuba. Formó a generaciones de especialistas que se iniciaban en una temática en pleno desarrollo entre nosotros. Cuando la edad la sustrajo de la participación activa en la enseñanza, siguió ofreciendo con extrema generosidad su saber a todos aquellos que acudían a su casa para solicitar orientación, consejo y ayuda y puso sin reparo a la disposición de los más jóvenes la extensa información acumulada a lo largo de su vida.

En algunos de sus ensayos evocaba a Alejo Carpentier, quien había señalado que, desde su nacimiento, hasta el último descanso en el ataúd, el ser humano se cubre con una segunda piel. Quizá empezó a hacerlo para protegerse de las inclemencias del clima, pero al cabo, la asunción de un vestuario devino vía de afirmación identitaria y respondió a la necesidad de reconocerse como parte de un grupo social o etario. De esa demanda de la subjetividad se valió la mercantilización de la moda, en la medida en que la Revolución industrial multiplicó la fabricación de tejidos, antes escasos y de producción artesanal. De los centros emisores del buen vestir emanaban los modelos que se ajustaban luego a otros contextos. No llegó María Elena Molinet a conocer el auge invasivo de la globalización neoliberal, cuando el componente sicológico del sentido de pertenencia ha sido manipulado mediante la construcción de íconos que sumergen el buen vestir bajo el culto de las marcas en virtud del empleo de una sofisticada mercadotecnia. A pesar de ello, sus reflexiones de ayer mantienen plena vigencia como herramientas para entender nuestras realidades y los gustos que modelan la conducta de los más jóvenes.

Tomado de: http://www.juventudrebelde.cu

Leer más

André Bretón: Revolución permanente del sentido

André Breton fue un escritor, poeta, ensayista y teórico del surrealismo, reconocido como el fundador y principal exponente de este movimiento.

Por Fernando Buen Abad Domínguez

Muy pronto estaremos celebrando el Centenario del Surrealismo (1924) y con él sus Manifiestos[1], que siguen vigentes y desafiantes como en la primera hora: el Amor y la Poesía como fuentes Revolucionarias; la “realidad” del “establishment” como mascarada ideológica y emboscada para esconder las verdades humanas; Revolución en las potencias lúdicas, eróticas y creadoras como vertederos de libertad y Arte; como fuerza para la transformación del mundo. (Bonet) “Breton sigue siendo un irrecuperable. Su inmenso proyecto –necesariamente inacabado– de fusión alquímica entre el amor loco, la poesía de lo maravilloso y la revolución social es inasimilable para el mundo burgués y filisteo. Permanece irreductiblemente opuesto a esta sociedad y tan duro de roer como un hueso –un hermoso hueso, semejante a los que los indígenas de las islas Salomón llenan de inscripciones e imágenes– atravesado en el gaznate capitalista”.

Es imprescindible estudiar el aporte de Bretón, y de los surrealistas, para sentir, como propia, su batalla vigente en las fuerzas revolucionarias del “sentido” que, desde muy temprano, se asentaron entre las expresiones fundamentales del Siglo XX… pero, también porque es indispensable mostrar la vigencia del Movimiento Surrealista que plantó su dinámica revolucionaria en pleno corazón de la podredumbre capitalista realmente existente. En “Primer Manifiesto” aparecen los “principios” programáticos, las bases y las herencias del surrealismo y se ofrece un método poético para la creación, la intervención directa en la vida y la subordinación de todos los instrumentos del conocimiento a la rebelión de los sentidos. En el “Segundo Manifiesto” se expone un plan político para la poesía (lo que los surrealistas definieron como poesía) y en los “Prolegómenos para una Tercer Manifiesto” se dispone a detonar todo el edificio de la ideología dominante con los explosivos del surrealismo como una semiótica-ética. Tres manifiestos que, en realidad, son una unidad indivisible. Contra todo lo que digan los sepultureros de las revoluciones.

El Movimiento Surrealista desarrolla una radiografía, material y concreta, del mundo que ha sido secuestrado por el capitalismo y propone armas para combatirlo echando mano de la emancipación de la imaginación, del amor y de la poesía. Su táctica consiste en sublevar la expresión libre, directa, sin la intervención de la “razón” hegemónica. Lo valioso de una acción surrealista no es sólo el “producto” sino, también, los estragos, las fisuras, los quiebres epistémicos duraderos que puedan ocasionarse en el “espíritu” belicista, financista, ilusionista…de la época (la ideología de la clase dominante) y en todos sus mecanismos alienantes, incluidos sus bastiones de “belleza”, “arte” e instituciones morales. El modo como se desencadena la ofensiva surrealista descansa en ráfagas de imágenes, mediante el “automatismo psíquico” que fue ensayado por primera vez por Breton y Soupault: “Campos magnéticos”. Método de insurrección consciente para facilitar las erupciones del inconsciente. Como lo entendieron.

Aragón decía: “El surrealismo es la inspiración reconocida, practicada y aceptada. No ya corno una visita inexplicable sino corno una facultad que se ejerce. De una amplitud variable según las fuerzas individuales y con resultados de interés desigual. El fondo de un texto surrealista importa en el más alto grado, pues es el que le concede su inestimable carácter de revelación”. En la palabra “revelación” para el surrealismo habita la palabra revolución. Ansias de liberar a la humanidad de toda forma de opresiones, esclavitudes y tristezas.

El movimiento surrealista fue acción directa en el territorio del sentido común hegemónico: político-cultural-artístico… y combatió sin atenuantes al sistema capitalista, sus modos de producción y sus relaciones de producción. Desmantelaron, a su modo, la ideología de la clase dominante y desnudaron el plan de alienación, cosificación y mercantilización contra la especie humana. El Segundo Manifiesto –1930- es un programa en el que se profundiza el objetivo de “arruinar las ideas de familia, patria, religión” esgrime la libertad relativa para todas las iniciativas artísticas transformadoras. “‘Transformar el mundo’, dijo Marx; ‘cambiar la vida’, dijo Rimbaud: estas dos consignas para nosotros no son más que una”.

En 1938 Breton viajó a México donde fue huésped de Diego Rivera y de León Trotsky. De ese encuentro surgió la FIARI (Federación Internacional de Artistas Revolucionarios Independientes y donde intervinieron Diego Rivera, Breton y el propio Trotsky) “Por un arte revolucionario independiente”: “Si para desarrollar las fuerzas productivas materiales, la revolución tiene que erigir un régimen socialista de plan centralizado, en lo que respecta a la creación intelectual debe desde el mismo comienzo establecer y garantizar un régimen anarquista de libertad individual. ¡Ninguna autoridad, ninguna coacción, ni el menor rastro de mando!”.

Contra todo el palabrerío desatado por los santones intelectuales de la burguesía, el Movimiento Surrealista entraña –hasta el presente- una vocación de acción revolucionaria directa conectada indisolublemente con las bases. De ninguna manera anheló ser un desplante de élite ni un plan de escándalos “estéticos” propio de artistas burgueses. Lo escribieron con todos “los puntos sobre las íes”: “El otro problema es el de la acción social pendiente. Nosotros nunca la rechazamos y afirmamos que encuentra su método propio en el materialismo dialéctico; por lo demás, no podíamos desinteresarnos de ella ya que nos adherimos sin reserva al materialismo dialéctico y consideramos la liberación del hombre la condición sine qua non para la liberación del espíritu, y sólo podemos esperar esta liberación del hombre de una revolución proletaria.”[2] Es en el Segundo manifiesto del surrealismo (1930) donde expone todas las consecuencias de este acto, al afirmar, “totalmente, sin reservas, nuestra adhesión al principio del materialismo histórico”. Breton insiste “el surrealismo se considera ligado indisolublemente, como consecuencia de las afinidades antes señaladas, a la trayectoria del pensamiento marxista, y sólo a esa trayectoria”. No hace falta señalar que el marxismo que defiende Breton no tiene nada que ver con la vulgata oficial del estalinismo. Como lo definió Sánchez Vázquez.

Supieron poner el debate que arde sobre ciertas heridas en la dialéctica de la autocrítica: “…también es imposible que el marxismo se abstenga más tiempo de tomar en cuenta la base científica de las investigaciones sobre el origen y el cambio de las imágenes ideológicas.” A. Breton. Todo lo denunciado por el Surrealismo, hace casi 100 años, persiste agravado. “Muralla del dinero salpicada de sesos”. Breton dijo que, “finalmente”, habrá “una revisión radical de la historia revolucionaria de estos últimos cuarenta años, historia cínicamente deformada y donde no solamente se haga completa justicia a Trotsky, sino que también alcancen todo su vigor y amplitud las ideas por las que dio su vida”. Eso mismo habrá que decir de Bretón. Y de tantos otros.

[1] http://blogs.fad.unam.mx/asignatura/raquel_garcia/wp-content/uploads/2014/02/Primer-manifiesto-surrealista.pdf

[2] Fragmento de: Bradu, Fabienne. “André Bretón en México”. iBooks.

Tomado de: https://www.telesurtv.net

Leer más

Maten al mensajero, maten a Gary Webb (+tráiler)

El periodista estadounidense Gary Webb, revela el papel de la CIA en el financiamiento de la contra de Nicaragua a través de la venta de importantes cantidades de cocaína

Por Jorge Wejebe Cobo

El periodista estadounidense Gary Webb fue posiblemente el primero en usar internet para denunciar las operaciones de la CIA, pero no tuvo la «suerte» de Edward Snowden o de Julian Assange. Lo encontraron muerto con el rostro destrozado por dos disparos calibre 38 el 17 de diciembre de 2004, en su casa de California. La policía sostuvo la insólita teoría de que se autoinfligió dos mortales heridas de forma sucesiva.

Ocho años antes, cuando trabajaba para el diario San José Mercury News en su formato digital, evidenció en una saga de artículos cómo la cia en la década de 1980 vendió toneladas de crack en los barrios pobres de Los Ángeles y utilizó el dinero para sufragar la guerra de la contra nicaragüense, que trataba entonces de derrotar al Gobierno sandinista en Nicaragua.

En los materiales reveló por primera vez cómo el flujo de cocaína se trasladaba, desde las bases del ejército salvadoreño, por aviones de ese país hacia aeropuertos militares estadounidenses, donde era desembarcado bajo protección oficial, para ser repartido a las organizaciones de traficantes controladas por los servicios de inteligencia locales.

Sus investigaciones periodísticas se basaron en documentos desclasificados de la cia y los testimonios de participantes en la operación, entre los cuales se encontraban Ricky Ross y «Chico Brown», traficantes importantes de drogas de la costa oeste de Estados Unidos, quienes operaban bajo la sombrilla de la central de inteligencia, y «Cele Castillo», exoficial de la Agencia Antidrogas (DEA), testigo de la introducción de los estupefacientes y autor del libro El polvo arde, sobre esas acciones encubiertas.

La serie documentó que jefes de la contra nicaragüense organizaron una red de traficantes en Los Ángeles y distribuyeron toneladas de cocaína a dos pandillas denominadas los Crips y los Bloods, por medio del mencionado Ricky Ross. Mientras, la cia y la dea miraban al otro lado.

En los artículos, Webb describía el papel de rectores del tráfico de cocaína, de Luis Posada Carriles y sus cómplices, Félix Rodríguez Mendigutía, el agente de la cia implicado en el asesinato del Che, y los hermanos Ignacio y Guillermo Novo, entre otros terroristas de origen cubano protegidos por las administraciones de Ronald Reagan y George Bush. De ahí que el periodista se ganara peligrosos enemigos, además de la agresividad oficial de su Gobierno.

La CIA respondió con una campaña total de descrédito contra Webb, al reproducir la matriz de que sus investigaciones se basaban en pistas erróneas y teorías conspirativas sin objetividad. En una entrevista en 1997 le preguntaron a Webb las causas de su decisión de correr los riegos por su actitud de publicitar las acciones encubiertas de la cia con el narcotráfico y respondió:

«Porque es la verdad. Eso es lo fundamental. Uno se dedica a una carrera periodística precisamente por esa razón. Si estuviera errado, lo admitiría, pero no lo estoy. La gente tiene que enterarse de estos hechos, no solo para entender lo que pasó, sino también porque hay que pedir cuentas. Esta operación trajo miles y miles de kilos de cocaína a los Estados Unidos, a los ghettos. Y hasta la fecha no se ha pedido cuentas a nadie».

Tuvo que abandonar San José Mercury News en 1997 y no consiguió trabajo en ningún medio importante, pero en 1999 retomó el tema y publicó un libro titulado Dark Alliance: The CIA, the Contras, and the Crack Cocaine Explosion (Alianza oscura: La CIA, los contras y la explosión de la cocaína crack), que renovó sus denuncias con impacto en la opinión pública mundial.

El tema motivó un informe del Inspector General de la cia acerca del tráfico de droga, en la que exoneraba a la Agencia. La Cámara de Representantes estudió el tema bajo la dirección de Porter Goss, jefe del Comité de Inteligencia, quien determinó, en una corta audiencia, que las alegaciones eran «falsas». Posteriormente, en 2005, Goss fue nombrado Director de la cia por la administración Bush.

Poco antes de morir, a los 49 años, Webb le comentó a un amigo que era vigilado. En el momento de su muerte Webb se encontraba preparando una nueva investigación sobre la conexión narcotráfico cia. Eso selló su trágico destino.

Tomado de: http://www.granma.cu

Tráiler del filme estadounidense Maten el mensajero de Michael Cuesta inspirada en el periodista  Gary Webb

Leer más

La República de José Martí

Tinta sobre cartulina del artista plástico cubano José Delarra

Por Soledad Cruz Guerra

Criatura inagotable, eterna y contemporánea, tanto tiempo después de su nacimiento, el 28 de enero de 1853 y de su muerte en campaña, el 19 de mayo de 1895, José Martí tiene mucho que enseñar a los empeñados en unirse como “la plata en las raíces de los andes” a pesar de contradicciones y diferencias.

Volver sobre sus páginas siempre asombra porque no hay asunto de la naturaleza, la sociedad, lo terreno y lo divino que no haya motivado su interés, pero no hay pasión que supere su amor por Cuba, no sólo liberarla de la opresión colonial, sino dentro de esa lucha crear las bases para el nacimiento de una república que no repitiera los errores de sus vecinas, del norte y del sur en el Siglo XIX.

Martí, que supo prever los peligros que entrañaba para la región el afán imperial de Estados Unidos, también señaló certero los defectos de las que llamó dolorosas repúblicas latinoamericanas donde la independencia de España no evitó los males de la colonia, porque “quedó la libertad entre los poderosos que no la amaban, o la entendían sólo para su casta superior; porque la masa pública no conocía la libertad, ni la sabían defender, ni entendía los medios de propagarla y mantenerla porque la mayoría nacional, que es la que asegura la libertad, entendió sólo de ella el espíritu de independencia contra el extranjero”.

El hombre que proclama yo quiero que la primera ley de la República sea el culto de los cubanos a la dignidad plena del hombre, está pronunciándose por otro tipo de organización social. Diferente a la que ha conocido en las repúblicas del continente. Quien lo lea con hondura descubrirá que quiere una distribución diferente de las riquezas. Sabe que la opulencia de unos produce desequilibrio y como el Jesús de Nazaret piensa y se lo escribe a su amigo Eligio Carbonell el 10 de enero de 1892: “Este mundo tiene increíbles vilezas, ocasionadas casi todas por el interés. No hay más modo de salvarse, Eligio, que moderar las necesidades. La sobriedad es la virtud. El que necesita poco es fácilmente honrado”. Y define: “Es preferible el bien de muchos a la opulencia de pocos. El progreso no es verdad sino cuando penetra en las masas y es parte de ellas.”

Es un pacifista que organiza una guerra contra el colonialismo porque no le han dejado otra alternativa para procurar con la libertad una República donde el trabajo honrado y la concordia de los elementos diversos produzcan el bienestar de todos.

Todos es su palabra sagrada, y cuando alguien, por mucho que lo respete y admire no entiende esa máxima pelea duro por convencerlo y no se rinde. Antepone por eso a los efectos nefastos del caudillismo durante la Guerra de los diez años (1868-1878) en Cuba y en la de independencia las repúblicas americanas, el principio ecuménico y democrático de con todos y para el bien de todos.

Tiene que bregar duro con muchas incomprensiones de los heroicos guerreros por la independencia, que respeta y quiere con verdadera devoción, pero no alcanzan a entender la inteligencia y el desprendimiento de este hombre más joven que tiene un concepto renovado de la patria republicana que quiere fundar y de los peligros que le acechan fruto de su pensamiento agudo que avizora y anticipa lo que será el imperialismo para el continente del Bravo a la Patagonia, y sabe que la tarea de gigante que exigen los tiempos no la pueden sostener personas o grupos de personas, sino la nación entera para que sea obra perdurable. Los viejos y los nuevos. Los veteranos guerreros y los bisoños.

Por eso le dice a Rodríguez Otero en 1886:

“Ni hay hombres más dignos de respeto que los que no se avergüenzan de haber defendido la patria con honor: ni sujetos más despreciables que los que se valen de las convulsiones públicas para servir, como coqueta, su fama personal o adelantar, como jugadores, su interés privado.”

En una carta a Máximo Gómez fechada en Nueva York, 20 de octubre de 1884, le explica sus preocupaciones ante el celo de los viejos guerreros de monopolizar la guerra que él está organizando:

“Un pueblo no se funda, General, como se manda un campamento; y cuando en los trajines preparativos de una revolución, más delicada y compleja que otra alguna, no se muestra el deseo sincero de conocer y conciliar todas las labores, voluntades y elementos que ha de hacer posible la lucha armada, mera forma del espíritu de independencia, sino la intención, bruscamente expresada a cada paso, o mal disimulada de hacer servir todos los recursos de la fe y de guerra que levante el espíritu a los propósitos cautelosos y personales de los jefes justamente afamados que se presentan a capitanear la guerra. ¿Qué garantías puede haber de que las libertades públicas, único objeto digno de lanzar un país a la lucha, sean mejor respetadas mañana?”

En esa misma carta le reclama al general respeto por el trabajo “con mucho dolor” de organizar una nueva hornada de luchadores y le expresa: Domine Ud., General, esta pena, como dominé yo el sábado el asombro y disgusto con que oí un importuno arranque de Ud. y una curiosa conversación que provocó a propósito de él el General Maceo, en la que quiso-¡locura mayor¡ darme a entender que debíamos considerar la guerra de Cuba como una propiedad exclusiva de usted, en la que nadie puede poner pensamiento ni obra sin cometer profanación, y la cual ha de dejarse, si se la quiere ayudar, servil y ciegamente en sus manos. ¡No: no, por Dios- ¿pretender sofocar el pensamiento, aún antes de verse, como se verán Uds., mañana, al frente de un pueblo entusiasmado y agradecido, con todos los arreos de la victoria? La patria no es de nadie: y si es de alguien, será, y esto sólo en espíritu, de quien la sirva con mayor desprendimiento e inteligencia.

Ante el General Antonio Maceo defiende sus posiciones con absoluta claridad  en carta del 8 de enero de 1894 cuando ya la guerra está próxima: “Y que es a usted por orgullo y cariño, que ojalá entienda usted, tan grandes como son, digo yo muy naturalmente  todo lo que pienso y quisiera decirlo todo día por día- porque sin compararme en el valer, me siento uno con usted en la capacidad de morir en el país, y de servirlo con sinceridad, y mejorarlo desde las raíces, y de suprimirme y sufrirlo todo por su servicio- siento en usted un alma gemela. No me diga lisonjero, ni que le digo esto por necesitar ahora de usted para llevar adelante como gloria mía esto que he desenvuelto de manera que sea la obra de todos y no puede ser sin todos.”

Después de muchos años de aunar voluntades diversas, desde las más humildes hasta las más reconocidas, desde 1878, José Martí logra proclamar el 10 de abril de 1892 el Partido Revolucionario Cubano y precisa que  se ha fundado “para poner la república sincera en la guerra, de modo que ya en la guerra vaya, e impere por poder incontrastable, después de la guerra” porque cree que los partidos que duran arrancan de la conciencia pública, “ vienen a ser el molde visible del alma de un pueblo, y su brazo y su voz.” Cuando al año siguiente se produce la elección anual Martí celebra este suceso democrático de elegir a los representantes, la posibilidad de que el que es delgado hoy, puede dejar de serlo mañana y recalca: “La grandeza es esa del partido revolucionario: que para fundar una República ha empezado por la República. Su fuerza es esa: que es la obra de todos, da derecho a todos.

En ese mismo texto, Persona y patria, de abril de 1893 Martí expresa:

“Tenemos la médula de la República, criada en la médula y el destierro; y los hábitos y el recelo saludable del gobierno republicano” y agrega “el cubano, indómito a veces por lujo de rebeldía, es tan áspero al despotismo como cortés con la razón. El cubano es independiente, moderado y altivo. Es dueño y no quiere dueños. Quien pretenda ensillarlo, será sacudido”.

Como es conocedor profundo de las fuerzas que han movido la historia y conoce el alma humana, en su artículo Los pobres de la tierra, apunta los factores que ha de tener en cuenta la conducción del país:

“Un pueblo está hecho de hombres que resisten, y hombres que empujan: del acomodo que acapara, y de la justicia, que se rebela: de la soberbia que sujeta y deprime, y del decoro, que no priva al soberbio de su puesto, ni cede el suyo: de los derechos y opiniones de todos sus hijos está hecho un pueblo y no de los derechos y opiniones de una clase sola de sus hijos: y el gobierno de un pueblo es el arte de ir encaminando sus realidades, bien sean rebeldías o preocupaciones, por la vía más breve posible, a la condición única de la paz, que es aquella que no haya un solo derecho mermado.”

El 14 de marzo de 1892, cuando sale a la luz el  periódico Patria en Nuestras ideas vuelve sobre la república que quiere fundar: “Se habrá de defender, en la patria redimida, la política popular, en que se acomoden por el mutuo reconocimiento, las entidades que el puntillo o el interés pudieran traer a choque” y en la proclamación del Partido Revolucionario Cubano, el 10 de abril de 1892 reitera que la labor de este partido que organiza la guerra para que “el país, por falta de ordenación oportuna, no atraiga y justifique el arrebato de un caudillo impaciente, con igual daño grave del caudillo y de la república; para componer la guerra, y preparar la victoria, de modo que las aseguren, por el equilibrio de la justicia de los hechos, los factores mismos que por su diversidad y recelos pudieran perturbarla y para procurar que la fundación de la república no caiga en manos incapaces, ni parciales”.

Martí que ha conocido en profundidad los sistemas políticos de Estados Unidos y América Latina, comprende la importancia imprescindible de la unión y funda un partido para organizar la tarea republicana que se ha propuesto desde la guerra misma, pero aclara en Patria el 30 de abril de 1892:

“La unidad de pensamiento, que de ningún modo quiere decir la servidumbre de la opinión, es sin duda condición indispensable del éxito de todo programa político, y de toda especie de empresa, principalmente de aquellas que por la fuerza, la novedad y la oportunidad del pensamiento se acercan más al éxito que cuando iban sin otro rumbo que la pasión o el deseo desordenado, que más perturban que serán los ánimos y alejan que acercan, en un país harto probado y harto razonador para lanzarse a tentativas oscuras que no satisfagan su juicio.”

Y define: “Abrir al desorden el pensamiento del Partido Revolucionario Cubano sería tan funesto como reducir su pensamiento a una unanimidad imposible en un pueblo compuesto por factores diversos, y en la misma naturaleza humana.”

José Martí es un referente valiosísimo para la unidad sostenida en la diversidad de los empeñados en preferir “el bien de muchos a la opulencia de pocos”.

Tomado de: https://www.cubaperiodistas.cu

Leer más

La dramatización como estrategia narrativa en el documental de investigación histórica (+tráiler)

Hotel Terminus. The Life and Times of Klaus Barbie, de Marcel Ophüls

Por Jaime Céspedes

Desde finales del siglo XX, la tendencia a la dramatización cobra cada día más fuerza en el documental de investigación histórica. No se trata de una tendencia ajena a otros tipos de documental, pero el documental de investigación histórica ha sido uno de los que tradicionalmente más resistencia ha opuesto a esta tendencia. Debido a su propia temática, el documental histórico estaba ligado al modo expositivo de enunciación, siguiendo la terminología de Bill Nichols (2001). Esta intención se basaba a menudo en el uso de una voz en off narradora indefinida que no se presentaba a sí misma y hablaba de manera omnisciente. Entre los muchos ejemplos de este tipo de documental mencionados por Nichols (2001: 106) está The Spanish Earth (1937), el documental de Joris Ivens sobre la Guerra Civil Española. Rodado en pleno conflicto, el documental era favorable a los republicanos y pretendía obtener ayudas para ellos. Con este objetivo, The Spanish Earth respondía al modelo de lo que Ivens llamaba un “documental organizado”: una mezcla de momentos reales de la vida cotidiana durante la guerra y la recreación de ciertas situaciones; todo ello bajo una narración off que sigue una línea argumental determinada por la intención del director (Pérez Millán 1976: 74). Este documental sirve también para entender que no hay que confundir dramatización (que se sitúa en el nivel de la narración fílmica, del modo de contar audiovisualmente) con dramatismo (que se sitúa en el nivel del enunciado, de los comentarios del narrador y de las intervenciones de personas que exponen una situación que llamamos coloquialmente dramática, capaz de conmover y emocionar). Comentarios de tipo dramático aparecen en la narración off de The Spanish Earth, escrita por Ernest Hemingway, por ejemplo, cuando éste dice lo que una anciana parece estar pensando tras un bombardeo en Madrid: “Pero ¿adónde iremos? ¿Dónde podremos vivir? ¿Qué haremos para ganarnos la vida? Yo no me iré. Soy ya demasiado vieja”. Aunque sea habitual el hecho de que la dramatización sirva para introducir escenas de dramatismo o dramáticas en sentido coloquial, no tiene por qué estar asociada con éstas. Por otra parte, es difícil pensar que un documental pueda no contener ningún efecto de dramatización si consideramos como tal cualquier efecto de puesta en escena o escenificación, directamente relacionadas con la manera de contar audiovisualmente. La dramatización depende de la intención calculada por el director de un documental, no del grado de manipulación real de las imágenes. Una imagen puede ser muy natural o muy austera, por ejemplo, pero su naturalidad o su austeridad serán siempre el resultado de una preferencia calculada por el director. Jacques Aumont ha definido la puesta en escena (mise en scène) como “el arte de disimular la presciencia del cineasta, para hacerla pasar por descubrimiento del acontecimiento paso a paso” (2006: 156). Por ello también, es importante no confundir dramatización con teatralización. La primera siempre existe en algún grado si incluimos en ella la puesta en escena, por modesta o natural que sea. Los especialistas en estudios teatrales se han fijado en esta distinción. Para Patrice Pavis, “teatralizar un acontecimiento o un texto es interpretarlo escénicamente utilizando escenas y actores para fijar la situación. El elemento visual de la escena y la puesta en situación de los discursos son las marcas de la teatralización” (1996: 357), mientras que la dramatización se refiere a “la estructura textual: preparación de diálogos, creación de una tensión dramática y de conflictos entre los personajes, dinamismo de la acción” (1996: 358). De este modo, técnicamente hablando, si adaptamos por ejemplo una novela para el teatro habría que hablar de teatralización. Inversamente, si usamos técnicas propias del teatro (de donde proviene el concepto de puesta en escena) en otro género (como el documental), habría que hablar de dramatización.

La introducción de efectos, procedimientos o fenómenos de dramatización ha sido progresiva en el documental de investigación histórica, lo que no quiere decir que no sigan realizándose documentales históricos de manera ‘clásica’, expositiva o sin efectos voluntarios de dramatización. En los últimos años, esos procedimientos han dado lugar a otros que pueden ser vistos como nuevos o como consecuencia de la exploración expresiva en torno a los ya existentes. Siguiendo la tipología de referencia de Bill Nichols (2001: 33-34), desde nuestro punto de vista los procedimientos de dramatización, sin ser los únicos, hacen evolucionar el documental de investigación histórica en modos de expresión más participativos, reflexivos, performativos y poéticos sin renunciar a su carácter de investigación histórica. Aunque en los documentales de los que hablaremos aquí no se acude a efectos de dramatización para acceder a un estatuto principalmente poético o artístico, algunos de estos documentales no renuncian del todo a él. Algunos incluyen expresamente a directores de arte, como Los caminos de la memoria (José Luis Peñafuerte, 2009), pero las diferentes formas de dramatización responden, sobre todo, al deseo de dinamizar y reavivar un género que normalmente se asocia con discursos sobre un pasado histórico más o menos lejano pero que a menudo resulta ineficaz para despertar el interés de las nuevas generaciones y del espectador medio, cuyas preferencias culturales se dirigen más fácilmente hacia relatos personales o autobiográficos y hacia formas expresivas épicas y dramáticas (‘vivas’, en conflicto) que hacía discursos teóricos o puramente racionales (‘sin alma’, sin personalidad), que es lo que lógicamente prefiere el discurso científico y lo que privilegia el documental expositivo. Esto no quiere decir que el documental expositivo sea objetivo, pero, como decía Nichols, esta modalidad de documental “pone énfasis en la impresión de objetividad” (2001:107) [1]. En gran medida, se trata de renovar el género del documental de investigación histórica para que atraiga no solamente a especialistas en Historia, sino también a un público que pueda interesarse por la Historia a través de estos documentales que, comparados con los documentales expositivos del mismo tema, renuncian al nivel de profundidad científica (o referencial en sentido jakobsoniano) que podrían alcanzar y privilegian los aspectos emotivos y comunicativos (o fáticos y expresivos en sentido jakobsoniano). Así, estos documentales adaptan su lenguaje al doble objetivo de llegar al espectador especializado y al no especializado sin renunciar a abrir nuevas perspectivas sobre algunos hechos históricos que, aunque ya hayan sido tratados en documentales anteriores, pretenden también tender un puente entre el pasado y la época en que se hizo cada documental y, en este sentido, ‘actualizar’ el pasado, reavivarlo y hasta darle al documental en cuestión cierta utilidad social para la época en que se realiza.

Un buen ejemplo de este uso del documental de investigación histórica es el documental de Thomas Huchon Allende, c’est une idée qu’on assassine (2013). El tema del golpe de Estado contra Allende ya había sido tratado en muchos documentales, pero, 40 años después del golpe, Huchon apuesta por la forma del documental de investigación, insistiendo en la técnica de la entrevista, sin renunciar a su narración off y elaborando ciertas estrategias de dramatización para adaptar su propio libro Salvador Allende: l’enquête intime: “En la esquina de la calle Morandé, donde se encuentra el palacio de La Moneda, me doy cita con personas que me son queridas y me ayudaron a escribir un libro sobre Salvador Allende”. La recreación de su investigación da lugar, en la última parte del documental, a un ‘salto’ en el que relaciona las cuestiones socioeconómicas de la época de Allende y las de la época en que rueda, tomando como modelo el barrio de La Legua de Santiago de Chile, que Huchon identifica con la herencia de Allende y en el que se adentra de la mano del músico de rap y concejal Gustavo Arias y de la militante comunista Camila Vallejo, quien muy poco después sería diputada.

El gusto por los efectos de dramatización es también el reflejo de la evolución estilística que produjo en décadas recientes el creciente interés por la noción de memoria frente a la de Historia, con o sin mayúsculas: “La memoria es la vida, siempre mantenida por grupos vivientes y, en este sentido, está en constante evolución. […] La historia es la reconstitución siempre problemática e incompleta de lo que ya no existe” (Nora, 1997, vol. I: 24-25). No habría que deducir que la noción de memoria no pueda ser a su vez problemática o incompleta, pero ese carácter ‘vivo’ conlleva una transmisión humanizada de los hechos históricos y puede alcanzar un efecto catártico. La investigación histórica basada en la memoria de personas particulares, no solamente en el trabajo de los historiadores, ha alcanzado plenamente al género documental, en el que cada vez ocupan más espacio los testimonios orales que el discurso off del narrador, llegándose incluso al extremo de que éste desaparece en documentales como La pelota vasca (Julio Medem, 2003). No se trata, insistimos, de un fenómeno nuevo en sí (el hecho de que no haya narrador off), pero sí es reciente su proliferación en el documental de investigación histórica. El hecho de que el director dé la palabra únicamente a testigos o especialistas del tema del que se trate, sin recurrir a esa voz ‘divina’ que lo domina todo desde arriba, produce un efecto de objetividad que no hay que confundir con verdadera objetividad: un director no necesita forzosamente la narración off para manipular los contenidos que presenta, pues siempre dispone de medios audiovisuales para hacerlo, pero la desconfianza hacia la figura del narrador off hace que éste pueda ser suprimido de entrada.

Nos centraremos aquí en documentales referidos a temas de la Historia reciente del Cono Sur y de España relacionados con la dictadura, aunque los efectos de dramatización que estudiaremos puedan reconocerse en documentales sobre temas históricos de otras zonas y otras épocas. Asimismo, los fenómenos a los que nos referiremos seguidamente no son los únicos que cabría analizar, aunque sí son los que nos han parecido más significativos. Destacaremos siete procedimientos: la proliferación de diálogos, la entrevista fallida, la lectura de obras literarias, la creación de falsas imágenes de archivo, el recurso al llanto, la dramatización de la instancia narrativa y finalmente algunos procedimientos de manipulación de la imagen y del sonido que se nos permitirán ahondar en la diferencia entre dramatismo y dramatización. No pretendemos establecer una jerarquía teórica en nuestra presentación: uno de estos elementos puede tener mucho relieve en un documental y poco en otro.

La proliferación de diálogos

Como hemos visto en la definición de Pavis, la inclusión de diálogos es una marca de dramatización de un relato. En un documental, un diálogo crea un nivel de comunicación interno que da al espectador la impresión de estar asistiendo a una ‘escena’. El documental expositivo se basa más en la entrevista que en el diálogo porque rechaza precisamente ese efecto de mise en abîme que puede ser visto también como un efecto de mise en situation o simplemente de puesta en escena. Sin embargo, recordemos que el documental observacional rechaza el recurso a la entrevista (Nichols, 2001: 110) porque ésta es también algo preparado de antemano.

Cuando el propio director se introduce en una secuencia dialogada de su documental, se superponen procedimientos del cine directo y del cinéma-vérité, lo que contribuye a que hoy día los dos términos puedan utilizarse indistintamente, como señala Weinrichter (2004: 43). El director se convierte momentáneamente en hablante del diálogo, en ‘actor’, no en el sentido ficcional del actor que interpreta a un personaje, sino en el sentido lingüístico de alguien que interactúa con los demás hablantes. Cuando el director actúa se desdobla porque no deja de ser director, ya que este papel lo asume durante todo el documental, pero es importante no confundir al director que puede integrarse en un diálogo y al director que ejerce el papel de entrevistador. Cuando un director se integra en un diálogo y sus participantes lo conocen de antemano, es difícil que éstos lleguen a olvidar que se trata del director, como Patricio Guzmán en Chile, la memoria obstinada (1997), lo que constituye una diferencia fundamental con el caso del director de una película de ficción que asume también el papel de un personaje, como, por ejemplo, Fernando Fernán-Gómez en El mar y el tiempo (1989). En la ficción no diremos que el personaje de Eusebio ‘es’ Fernando Fernán-Gómez, pero en Chile, la memoria obstinada sí diremos que el propio Guzmán participa en algunos diálogos.

Los diálogos contribuyen a la eficacia comunicativa de un documental en el sentido que quiere privilegiar el director. Al establecerse entre personas que se conocen o, por lo menos, no establecerse con el espectador a través de un entrevistador interpuesto, quien puede estar visible o no, los diálogos producen un efecto de mayor espontaneidad e implícitamente de mayor realismo que el que encontramos en una entrevista, lo que siempre es interesante para un director. Esto no quiere decir que, como en una entrevista, en un diálogo una persona no pueda deformar a propósito unos hechos o informaciones. En Chile, la memoria obstinada, Guzmán recurre varias veces al procedimiento de mostrar cómo establece él mismo las preguntas que desencadenan un diálogo espontáneo entre las personas que elige para hablar del golpe de Estado contra Allende. Guzmán proyecta para varios grupos de antiguos amigos o colaboradores de Allende su anterior documental La Batalla de Chile y les pide que identifiquen a las personas que puedan reconocer en el documental: “Estamos haciendo una película sobre la memoria. Entonces quiero saber si recuerdan algunos de los rostros que ustedes ven aquí. Queremos localizarlas para entrevistarlas, 20 años después”. Este procedimiento crea un espacio interior en el que los participantes actúan juntos tratando de identificar a las personas que aparecen en La Batalla de Chile. Esto provoca también un efecto reflexivo metadocumental que permite al espectador apreciar cómo quiere Guzmán que entienda el método de elaboración de su propio documental.

Por otra parte, el director puede mantenerse al margen del diálogo sin tomar la palabra ni aparecer en la pantalla, como hace el propio Guzmán en su posterior documental Salvador Allende (2004), en un diálogo que solamente transcurre entre antiguos miembros de la Unidad Popular. El director recurre a una secuencia dialogada aquí para permitir que se vea en poco tiempo una confrontación de ideas de personas que antes estaban con Allende y en ese momento, 30 años después, hacen un balance muy diferente en algunos casos de su política. Los participantes están sentados alrededor de una misma mesa y no son presentados individualmente, lo que refuerza su carácter de grupo, aunque el hecho de privilegiar visualmente a uno de ellos, el único filmado siempre de frente, quien se opone a los que no consideran que el programa político de Allende fuese realmente revolucionario, nos hace pensar que las simpatías de Guzmán están con él. Para un estudio pormenorizado de la función de los testimonios en el proyecto de reconstrucción histórica llevado a cabo en un documental, remitimos al trabajo de Gustavo Aprea (2010), basado precisamente en documentales de Patricio Guzmán, entre otros directores.

El uso de los diálogos destaca también en el ya mencionado documental Los caminos de la memoria, sobre todo en torno a Francisco Etxeberría, el especialista en medicina legal que dirige la exhumación de la fosa común que vemos en este documental, en La Andaya (Burgos). José Luis Peñafuerte considera a Etxeberría como la persona más idónea en su documental para establecer el puente que pretende tender entre pasado y presente, entre las víctimas y los familiares que necesitan de la acción de especialistas como Etxeberría para recuperar los restos de sus allegados, entre la Ley de Memoria Histórica de España (la Ley 52/2007) y la aplicación de esta ley, oponiéndose implícitamente a quienes critican la inutilidad de la misma o su uso electoralista. Para este objetivo son esenciales las escenas de diálogo entre Etxeberría y algunos de los familiares de las víctimas, lo que sobrepasa la labor profesional de Etxeberría de exhumación e identificación de los restos, como se observa en las conversaciones que mantiene con algunos de los anónimos vecinos que observaban su trabajo. En una de esas escenas Etxeberría pregunta a uno de los vecinos: “¿A ti en el fondo te tranquiliza poder hablar con la naturalidad con la que lo haces de este asunto? ¿Te reconforta esto?”. A lo que éste responde: “Sí, mucho, mucho. […] Es que hemos estado muchísimos años sin poder hablarlo”. De este modo, la puesta en escena de Peñafuerte va más allá de la exhumación en sí, cuya complejidad queda reflejada en las imágenes, pero Peñafuerte recoge también esos breves diálogos que pretenden servir de prueba viva del hecho de que la ley está cumpliendo su función social en personas que no podían hablar abiertamente durante el franquismo y seguían teniendo miedo a hacerlo durante la Transición.

La entrevista fallida

Un segundo rasgo de dramatización concierne a la utilización de lo que podemos llamar la entrevista fallida o frustrada, la inclusión en un documental de algo que normalmente situaríamos en lo que llamamos tomas falsas: una escena en que una persona se niega a responder a las preguntas que se le hacen. La intención comunicativa particular de incluir una entrevista fallida consiste en señalar o sugerir la implicación, la complicidad o las suposiciones hechas sobre una persona precisamente porque se niega a hablar abiertamente de ellas ante la cámara. No habría que confundir, pues, el valor de una entrevista fallida en un documental con el de una entrevista fallida en un reportaje de los medios rosa o del corazón, en los que las entrevistas fallidas son habituales, pero muy frecuentemente porque los entrevistados están cansados de ser acosados continuamente por los reporteros.

El recurso a la entrevista fallida existe también desde hace tiempo. Marcel Ophüls se sirve hábilmente de él en documentales como Hotel Terminus. The Life and Times of Klaus Barbie (1988), un documental en el que el hecho de mostrar la negativa de ciertas personas a ser entrevistadas tiene como objetivo dar a entender su implicación en la colaboración de la CIA con antiguos nazis en el contexto de la Guerra Fría. Este recurso se integra cada vez con mayor soltura en el género como una modalidad más de entrevista, una modalidad particularmente eficaz por su capacidad de sugestión en un mínimo de tiempo. Guzmán la utiliza en Salvador Allende para mostrar el miedo de los vecinos del barrio donde estaba la residencia oficial de Allende a recordar el bombardeo que sufrió la casa del presidente, hasta que uno de los vecinos confirma que fue bombardeada y saqueada. Al interesarse por el miedo que había a reconocer que se produjo ese bombardeo, Guzmán implica, sin tener que pararse a demostrarlo, que el bombardeo se produjo. En Allende, c’est une idée qu’on assassine, el director, Thomas Huchon, acompaña al abogado Pedro Matta en su intento de visitar en un barrio residencial de Santiago la casa en la que afirmó haber sido torturado en muchas ocasiones en 1975. Uno de sus habitantes sale en ese momento del garaje con su vehículo, se niega a hablar con ellos y se marcha rápidamente: “Esa persona con absoluta certeza sabe la historia de la casa. No tengo ninguna duda de eso”, dice entonces Matta, sin pretender entrar en el relato de los detalles más crueles de su tortura. Huchon introduce efectos de dramatización, pero no abusa del dramatismo para emocionar al espectador, implicando simplemente que en esa casa se realizaron torturas y convirtiendo esa entrevista fallida en ‘sustituto’ de una sesión de tortura que para Matta no es posible transformar en palabras: “Y allí empieza algo que es indescriptible. Porque una sesión de tortura no es posible describirla”.

La lectura de obras literarias

Un tercer efecto de dramatización es la lectura e incluso la interpretación de fragmentos de obras literarias, que producen un efecto de distanciamiento que puede ser arriesgado en un documental de tema histórico pero que contribuye a crear un momento poético o literario que puede ser visto no solamente como una especie de pausa o paréntesis dentro de la argumentación narrativa sino también como un refuerzo o una creación de lazos identitarios entre la Historia que se está contando y un texto literario que pretende asociarse con el punto de vista ideológico del documental. En este sentido, este recurso puede ser visto como reflejo de la tradición romántica de creación de mito histórico a través del arte y la literatura, de asociación de una ideología con una serie de obras literarias o artísticas que atraviesan las generaciones y se convierten en un referente (un lugar de memoria) para esa ideología gracias a un tipo de discurso que afianza ese valor. Un ejemplo típico para la ideología republicana española es el de García Lorca, ejecutado por los sublevados al inicio de la Guerra Civil Española. Algunos de sus poemas, especialmente de Romancero gitano y de Poeta en Nueva York, son leídos en documentales sobre los años treinta en España, así como fragmentos de algunas de sus obras de teatro más célebres: La Casa de Bernarda Alba, Bodas de sangre y Yerma. Por ejemplo, en Las dos memorias (Jorge Semprún, 1973) se recogen algunos momentos de una representación de Yerma por la compañía de Nuria Espert en el Teatro de la Comedia de Madrid en 1972. El hecho de que no se haya procedido todavía a la exhumación de los restos de García Lorca favoreció además su uso en los primeros años del siglo XXI como símbolo de la lucha de quienes reclamaban una ley que permitiera buscar a familiares que fueron enterrados en fosas comunes durante la guerra. Incluso después de la aprobación de la Ley de Memoria Histórica de España de 2007, el caso de García Lorca sigue utilizándose para representar y hacer referencia a los problemas de aplicación o de respeto de tal ley en la práctica. Muestra de ello es el documental Contre l’oubli (Pierre Beuchot y Jean-Noël Jeanneney, 2009), en el que, tras la lectura de unos versos del poema “Danza de la muerte” de Poeta en Nueva York por la voz en off, ésta pretende actualizar el caso de García Lorca convirtiéndolo ahora también en símbolo de la insatisfacción de quienes todavía no han recuperado los restos de sus familiares: “Se cree saber dónde yace el cuerpo del poeta cerca de Granada, en Sierra Nevada. Todavía no se ha decidido su exhumación y esta misma incertidumbre encarna quizá la de España ante los dolores infinitos de su memoria”.

Otro ejemplo del recurso a la lectura dramatizada se encuentra en el ya citado documental Los caminos de la memoria, en el que abundan los recursos estéticos para dar forma poética a la memoria de los vencidos en la Guerra Civil Española cuando la Ley de Memoria Histórica ya había sido aprobada. Salvo los pasajes de dos obras de Jorge Semprún, que son leídos por el propio escritor, es la actriz Marisa Paredes quien lee pasajes de algunas obras literarias, sin aparecer ella misma en las imágenes, lo que refuerza el carácter de la lectura en sí misma, dramatizada en sentido cinematográfico, no en el sentido teatral de aparecer ella misma en la pantalla declamando, sino con un montaje de la banda sonora de la lectura con imágenes originariamente independientes de ella. Sí hay en el documental de Peñafuerte una dramatización en sentido teatral, concretamente en las seis escenas breves (de menos de un minuto) que entrecortan el desarrollo del documental y en las que vemos a dos hombres interpretando una lucha fratricida en forma de baile, escenificación que puede recordar la pintura de Goya Duelo a garrotazos, frecuentemente considerada como símbolo de la idea de guerra civil.

Aunque no se trate de un texto literario, añadamos un fenómeno particularmente llamativo en Los caminos de la memoria asociado con la lectura dramatizada: la lectura que se produce de un texto legal de los diferentes artículos que componen la Ley de Responsabilidades Políticas franquista con un montaje dramatizado con imágenes de una población derruida en la oscuridad y una lúgubre música off para cuarteto de cuerda: cuando la voz en off está leyendo el quinto artículo con el ambiente siniestro creado por la música y las imágenes, se produce una superposición de diferentes pistas sonoras de su propia voz, en cada una de las cuales la voz lee uno de los artículos de la ley, lo que impide que se escuchen con claridad los artículos individualmente y produce una sensación de enumeración caótica acentuada por la intensidad de la música. La lista completa de los artículos ni siquiera llega a su fin: Peñafuerte privilegia el efecto dramatizador más que el hecho de comentar, analizar o simplemente decir el contenido de la ley, lo que sería más propio de un documental que tratase de esa ley desde un punto de vista tradicionalmente histórico.

La creación de falsas imágenes de archivo

Un cuarto recurso a la dramatización en el documental de investigación histórica también es bien conocido en el género documental en general desde finales del siglo XX y se relaciona con el subgénero del docuficción: la creación de ‘falsas’ imágenes de archivo, es decir, la creación o reconstitución dramatizada, con actores, de escenas históricas que cumplen la función de imágenes de archivo que no han podido ser encontradas o que no se ha intentado buscar. En muchas ocasiones, la intención de las nuevas imágenes es dar una idea de lo que sucedió en el pasado que se adapte bien a las palabras del narrador o de los participantes, sin depender forzosamente de las imágenes de archivo existentes. La expresión imágenes ‘creadas’, a propósito, sería más apropiada que ‘reconstituidas’, puesto que de lo que se trata es de la creación de imágenes nuevas, pero es mucho más frecuente llamarlas reconstituidas porque pretenden reconstituir una situación que se da por supuesta, idea esta última que puede ser muy problemática. En principio, el procedimiento respondía a la necesidad de proporcionar imágenes a hechos históricos de los que no existen imágenes de archivo por el simple hecho de ser anteriores a la invención de la fotografía y del cinematógrafo. Pronto fue incorporándose también a documentales que tratan de épocas de las que sí existen imágenes de archivo. Este procedimiento pudo por ello sorprender en un primer momento en documentales sobre temas históricos recientes, pero hoy día es frecuente en muchos que no pretenden situarse a medio camino entre el documental y la ficción y que tampoco tienen como principal objetivo crear un efecto reflexivo sobre la manera en que se pueden manipular las imágenes en un documental, que es lo que algunos críticos han destacado en el uso de falsos testimonios cuando éstos están dirigidos a producir efectos de extrañamiento (Weinrichter, 2004: 46). Cuando las (falsas) imágenes de archivo escenifican una acción en un documental de investigación histórica, éstas se usan normalmente para facilitar la comprensión de lo que el narrador o los participantes cuentan oralmente, para facilitar la representación mental del espectador. Se trata de algo frecuente en el documental biográfico o biopic documental, como, por ejemplo, en El quinto jinete (E. Viciano y R. Pastor, 2014), documental dedicado a Vicente Blasco Ibáñez, en el que el papel del escritor es interpretado por el actor Juli Mira.

Es posible que de todos los efectos de dramatización éste sea el que menos guste a muchos historiadores a causa de sus efectos secundarios. Al dar al espectador imágenes ‘artificiales’ de lo que se dice en el documental, el espectador no solamente no asocia lo que se dice con imágenes ‘reales’ (históricas), sino que tampoco hace el trabajo de representación mental que haría ante el mero relato oral, sin más imagen que la de la persona que ejerce la enunciación. El trabajo de imaginación (en el sentido básico de representación de la imagen mental del signo lingüístico según Saussure) que el espectador de un documental hace ante lo que se cuenta se ve determinado por las imágenes que se le presentan simultáneamente. Las imágenes reconstituidas pueden responder perfectamente a intenciones partidistas, aunque no por ello hemos de olvidar que la elección y el montaje de imágenes de archivo también responden a una intención determinada. En el fondo, se trata de una cuestión intrínseca a cualquier efecto de dramatización, pero quizá donde mejor se vea sea en la creación de acciones dramatizadas para ilustrar lo que el narrador o los participantes dicen. En este sentido, es más ‘legítimo’ utilizar imágenes de archivo que imágenes reconstituidas, ya que las imágenes de archivo preexisten al comentario, comentario que tiene que hacer el esfuerzo de adaptarse a las imágenes de archivo, lo que no quiere decir que el comentario no sea una manera de manipular la imagen sin tocarla. Henri-François Imbert dedica a este fenómeno su documental No pasarán, album souvenir (2003), basado en el comentario off de imágenes fijas (tarjetas postales) de exiliados españoles en Francia al término de la Guerra Civil Española. Después de ofrecer una postal durante algunos segundos sin comentario, Imbert plantea hipótesis sobre lo que cada postal muestra acerca de la manera en que se produjo el exilio republicano español, cuestionando implícitamente la autoridad de los comentarios previamente preparados que dicen lo que habría que pensar de las imágenes de archivo sin dar oportunidad al espectador de reflexionar sobre ellas. El procedimiento es irónico: el comentario de Imbert parece improvisado, pero está tan preparado o, al menos, es tan premeditado como el de cualquier especialista. La intención es también irónica: no cabe duda de que las imágenes que Imbert comenta (las tarjetas postales) son reales, pero el director nos dice implícitamente, mediante el proceso de estructuración de su propio comentario en forma de búsqueda, que un comentario siempre está construido, es el resultado de una intención que no siempre se expone, al margen de que el montaje en sí sea también una forma de narración y de comentario simultáneo al comentario verbal.

La dramatización de las secuencias reconstituidas ha ido intensificándose poco a poco, hasta llegar al extremo de contener sus propios diálogos, sin narración off superpuesta. Un ejemplo de esta situación es el que representa Crónica de la Guerra Carlista (1872-1876) (José María Tuduri, 1988), en el que las escenas dramatizadas ocupan claramente más metraje que las escenas en las que el narrador off expone hechos de la guerra con imágenes de dibujos de la época. La frontera entre un documental que se sirve de este tipo de imágenes y una docuficción es difícil de establecer. Para algunos, el mero hecho de que existan imágenes reconstituidas en un documental, aunque éste contenga también verdaderas imágenes de archivo, es ya suficiente para que se hable de docuficción (cuestión comentada por Veyrat-Masson 2008: 14). Para otros, una docuficción debe estar enteramente basado en imágenes reconstituidas, como uno de los casos más mencionados en este sentido, L’Odysée de l’espèce (Jacques Malaterre, 2003), documental dedicado a la evolución del hombre anterior al Homo sapiens. Tanto si las imágenes reconstituidas se encuentran junto a verdaderas imágenes de archivo en un mismo documental como si no, a nuestro entender la docuficción debería ser considerado como un tipo de documental, siempre que su lenguaje narrativo sea coherente con el horizonte de expectativa del género documental, por oposición al del género ficcional (Veyrat-Masson, 2008: 100).

En algunas ocasiones no se crean imágenes, sino que se toman escenas de películas de ficción o documentales ya existentes. Esas imágenes recuperadas pueden dar la impresión de ser de archivo si no se presentan como pertenecientes a una película de ficción. Cuando se presentan como tales, como es corriente, más que ficcionalizar el documental, suelen atribuir implícitamente legitimidad histórica a la película. En Malouines, les laissés pour guerre (Philippe Chlous, 2007), para ilustrar el contenido de su documental el director acude con frecuencia a escenas de la película Iluminados por el fuego (Tristán Bauer, 2005). Aunque también recurre a algunas imágenes y fotografías de archivo de verdaderos soldados, Chlous se apoya mucho en escenas de esta película basada en el relato homónimo del veterano de la Guerra de las Malvinas Edgardo Esteban.

Otras veces el director de un documental introduce imágenes de una película de ficción realizada por él mismo, como hace Julio Medem en La pelota vasca (2003), documental en el que, a modo de transición entre varios bloques de entrevistas, encontramos breves imágenes de su película Vacas (1992), situada en el contexto de la última Guerra Carlista, lo que establece implícitamente un nexo entre esa guerra del siglo XIX y las reivindicaciones de los independentistas vascos en el siglo XX. Los propios documentales pueden servir también para ilustrar las ideas de otro documental, como hace José Luis Peñafuerte en Los caminos de la memoria, en el que incluye imágenes de la primera secuencia de Las dos memorias como homenaje a su director, Jorge Semprún, en particular por haber sido pionero en recoger en un documental la cuestión de la memoria aplicada a los campos de refugiados para republicanos españoles en Francia al término de la Guerra Civil.

De este modo, los fenómenos de intertextualidad típicos de la literatura han ido introduciéndose cada vez más en el cine documental de investigación histórica. Un director puede incluso introducir imágenes de sus propios documentales en otros, como hace Guzmán al incluir imágenes de La Batalla de Chile tanto en Chile, la memoria obstinada como en Salvador Allende. Así, La Batalla de Chile, documental rodado en la época del gobierno de Salvador Allende, es objeto de un constante diálogo en los otros dos documentales de Guzmán, quien mitifica La Batalla de Chile en el sentido de que lo transforma en verdadero ‘documento’ y en lugar de memoria histórica capaz no solamente de apelar a la memoria de las personas a las que el director va entrevistando, sino también de ‘crear’ esa memoria, por contradictoria que pueda parecer esta expresión, en personas jóvenes que no vivieron esa época, como puede apreciarse particularmente en Chile, la memoria obstinada.

En L’Affaire des missiles Exocet: Malouines, 1982 (Olivier Brunet, 2012), su director ofrece una modalidad más reciente de creación de falsas imágenes de archivo que resalta aún más su condición de imágenes creadas a propósito para ilustrar el documental: el dibujo de animación, al que el director recurre en particular para ilustrar escenas de guerra y, en varias secuencias, el lanzamiento del misil que impactó en el buque inglés Sheffield el 4 de mayo de 1982. Se dramatiza así esta acción en la que se detiene particularmente el documental, en torno al misil Exocet, de fabricación francesa, el arma más eficaz que Argentina podía usar en esa guerra. Las imágenes animadas ilustran los testimonios de los dos pilotos que llevaron a cabo el ataque contra el Sheffield, Armando Mayora y Augusto Bedacarratz, quienes dan su testimonio también en el otro documental francés ya mencionado sobre la Guerra de las Malvinas, Malouines, les laissés pour guerre, un buen ejemplo de que un documental sobre el mismo tema histórico puede seguir haciéndose de manera más bien tradicional, con entrevistas, imágenes de archivo y el uso constante de la narración off para su doble objetivo de describir el desarrollo de los grandes momentos que marcaron esa guerra (no solamente el caso de los misiles Exocet, convertido en la clave militar de la guerra en el documental de Brunet) y de señalar la falta de asistencia sicológica y profesional para los soldados que lucharon en las Malvinas en ambos lados.

El documental 30 años en la oscuridad (Manuel H. Martín, 2011), dedicado a la autorreclusión en su propia casa de un alcalde republicano durante casi todo el franquismo, destaca también por recurrir intensamente a la imagen animada para representar un encerramiento del que no existen imágenes reales.

El recurso al llanto

Aunque no sea la única, tomamos aquí el motivo del llanto como una de las formas más altas de la emoción, que pretende ser reveladora de la sinceridad de la memoria. En documentales de tema histórico, la aparición de alguien llorando siempre ha sido frecuente en imágenes de archivo, por ejemplo, de ciudadanos que sufren las consecuencias de una guerra, pero lo que ahora llama cada vez más la atención es el hecho de que se recurra a mostrar llorando a personas entrevistadas, pareciendo incluso más determinante para mostrarlas en un documental el hecho de que lloren que lo que puedan añadir a la investigación. Guzmán parece no tener ‘miedo’ en Chile, la memoria obstinada a que se piense que abusa de este recurso que otros directores prefieren excluir. Tzvetan Todorov (1991: 253) criticaba a Claude Lanzmann por introducir en sus documentales a entrevistados que lloran al mismo tiempo que le piden que interrumpa la grabación e, implícitamente, que no incluya las imágenes de su llanto en el montaje final. No creemos que Guzmán incluyera escenas de llanto sin permiso de los entrevistados, pero sí nos parece claro que Guzmán basa voluntariamente buena parte de la efectividad de Chile, la memoria obstinada en este motivo. El cineasta Carlos Flores llora al recordar a Jorge Muller, director de fotografía de La Batalla de Chile que desapareció en 1974, aunque el ejemplo más evidente de este efecto es el del padre del desparecido, Rodolfo Muller, quien solamente llora mientras enseña unas fotografías y recuerdos de su hijo a Guzmán. El director no introduce en su documental nada de la conversación que mantuvo con él. Solamente se interesa por la emoción que produce un llanto que muestra directamente un dolor inenarrable. Al final de este documental, Guzmán vuelve a mostrar a personas llorando, en este caso varios alumnos universitarios de su amigo Ernesto Malbrán tras haber visto por primera vez La Batalla de Chile. De nuevo, uno de ellos es mostrado simplemente llorando a la vez que aparentemente intenta decir algo ante la cámara. Otros lloran al mismo tiempo que expresan su indignación ante lo visto en el documental.

Quizá por haber insistido demasiado en escenas de llanto en Chile, la memoria obstinada redujese Guzmán el recurso a la emoción en Salvador Allende, aunque insistiese en reafirmarse desde el principio del nuevo documental en la predominancia que otorgaba al sentimiento, a la vivencia personal y a la noción de memoria por encima de la de Historia en sentido impersonal o científico:

La aparición del recuerdo no es cómoda ni voluntaria. Sacude siempre. Salvador Allende marcó mi vida. No sería el que soy si él no hubiera encarnado aquella utopía de un mundo más justo y más libre que recorría mi país en esos tiempos. Yo estaba allí, actor y cineasta. El pasado no pasa. Vibra y se mueve con las vueltas de mi propia vida. Aquí estoy, en el mismo lugar que hace 30 años me dijo adiós un simple muro cerca del aeropuerto.

Para un director es interesante el efecto de sinceridad que puede producir una escena de llanto en un documental. Aunque pueda pesar el miedo a que este recurso sea criticado como un medio ‘fácil’ de lograr objetivos expresivos catárticos, muchos documentales actuales tienden a introducirlo de una manera que puede resultar muy efectiva cuando quien llora es un entrevistado que no ha dado antes la impresión de dejarse llevar por la emoción, aunque tuviera motivos para ello. En los documentales que se hicieron en España para reclamar implícitamente una ley que contemplase la exhumación de las fosas comunes de la Guerra Civil no es extraño ver alguna escena de llanto, puesto que se trataba precisamente de demostrar el sufrimiento real que seguía provocando en los familiares la imposibilidad de enterrar dignamente a las víctimas más de medio siglo después de la guerra. En El holocausto español (M. Armengou y R. Belis, 2003), Pablo Duque, después de explicar serenamente a un historiador quiénes fueron los vecinos de su propio pueblo que asesinaron a sus familiares, rompe a llorar cuando entra en el modesto panteón de su familia. José Luis Peñafuerte ofrece un uso más contrastado del motivo del llanto en Los caminos de la memoria: abre el documental con el llanto ‘oficial’ del presidente del gobierno Carlos Arias Navarro emitido por televisión a la muerte de Franco y más adelante muestra el llanto espontáneo de una mujer, Natividad Gonzalo, que llevaba unos minutos explicando en clase a los alumnos de un instituto lo duro que fue el exilio que vivió en Bélgica en los años sesenta, un exilio no solamente ‘económico’, sino debido también a la posición desfavorecida que tenían en España las familias republicanas.

La dramatización de la instancia narrativa

La estrategia narrativa seguida en particular por Olivier Brunet en L’Affaires des missiles Exocet: Malouines, 1982 propone una dramatización de la propia instancia enunciativa interna, que consiste en una investigación que se muestra en su propio desarrollo a lo largo del documental, lo que normalmente se correspondería con lo que llamamos el making of de un documental, no con el documental en sí. El marco de la investigación está dramatizado no solamente en el sentido de que se inserta como parte del propio documental, sino también porque uno de los dos investigadores se presenta con una identidad ficcional, Sacha Maréchal, periodista de 25 años, cuyo verdadero nombre es, como se recoge abiertamente en los títulos de crédito al inicio del documental, Ina Mihalache, una actriz canadiense. Este aspecto plantea una cuestión de legitimidad narrativa, puesto que en un documental que pretenda ser considerado como tal, no como un docuficción, no debería haber actores representado papeles, menos aún en un documental que pretenda ser reconocido como de investigación histórica. Es posible que Brunet crease esa instancia ficcional para protegerse de las posibles represalias de una investigación en la que se pone en entredicho el papel de Francia en la Guerra de las Malvinas. El otro ‘personaje’ que comparte el protagonismo del marco narrativo principal sí mantiene su verdadero nombre, Patrick Pesnot, veterano periodista acostumbrado a asumir los riesgos de sus investigaciones. Así, el documental se presenta en los títulos de crédito como “una investigación de Sacha Maréchal y Patrick Pesnot”. Ambos protagonizan escenas dialogadas que van marcando las etapas de la evolución de esa investigación en la que se suceden también entrevistas a personas que vivieron la Guerra de las Malvinas o participaron en ella de alguna manera. Entre ellas destaca la persona más necesaria para dar legitimidad a la cuestión que plantea Brunet, alguien que aparece de manera anónima y es filmado de espaldas y con la voz deformada para dificultar su reconocimiento: un francés “técnico informático, especialista en aviones de combate” que a mediados de noviembre de 1981 formó parte de una misión de asistencia técnica en Bahía Blanca para Dassault, la compañía privada que vendió aviones Super-Étendard a Argentina, los aviones capaces de lanzar misiles Exocet aire-mar. Este ingeniero afirma en el documental que en abril de 1982, con el embargo de armas decretado ya oficialmente por el presidente François Mitterrand, siguió asistiendo a los argentinos allí al no tener noticias contrarias. El comentario de Patrick a Sacha en este momento funciona como la principal conclusión del documental (“Es difícil de creer que los servicios del Ministerio francés de Defensa no estuviesen al corriente”), aunque en el espacio reservado para una conclusión al final del mismo (a la pregunta explícita de Sacha: “¿Entonces, la conclusión?”) su respuesta sea mucho más esquiva e irónica: “Si el gobierno francés de verdad apoyó a su aliado [el Reino Unido], hay que reconocer que los vendedores de armas demostraron un auténtico realismo comercial”. El propio Patrick explica a Sacha justo antes de formular esta conclusión que el gobierno Mitterrand autorizó en noviembre de 1982 la finalización de la venta a Argentina de los misiles Exocet interrumpida durante la guerra, lo que lógicamente disgustó al gobierno de Margaret Thatcher, como recogen las últimas imágenes de archivo que se ven en el documental.

La manipulación de la imagen y del sonido

Otros efectos provienen de la manipulación directa de las imágenes y de los sonidos para añadir dramatismo, no como, por ejemplo, el caso que acabamos de comentar de deformación de la voz de un entrevistado con la finalidad de impedir su reconocimiento. En general, suele admitirse que la manipulación existe siempre. Es imposible hacer un documental sin manipular en algún sentido, el montaje es una forma de manipulación en sí, pero la manipulación debe usarse con mucha precaución en un documental de investigación cuando la manipulación de la imagen o del sonido es evidente, ya que normalmente se considera que un documental de este tipo no necesita abusar de ella si pretende referirse a hechos históricos. En el ya citado documental El holocausto español, la aceleración de las imágenes de la evolución de un cielo nuboso crea desde el principio un ambiente de amenaza acentuado por la música off. En este mismo documental, las fotografías de archivo son mostradas con un marco digital que hace que parezcan desgarradas para provocar una impresión de tragedia reforzada por el carácter dramático de la música off que las acompaña.

También es muy frecuente añadir sonidos off a imágenes de archivo antiguas (muchas de las cuales no tienen banda sonora o está en mal estado) y a fotografías de archivo, como en Chile, la memoria obstinada, donde Guzmán acentúa el dramatismo de las fotografías que muestra del ataque a La Moneda añadiendo sonido off de disparos. Guzmán utiliza varias técnicas que refuerzan el dramatismo en sus documentales, lo que quizá pueda parecer innecesario dada la indiscutible realidad de los hechos (el bombardeo sobre La Moneda, el suicidio de Allende, la implicación de Estados Unidos, etc.). Si los hechos son presentados con efectos añadidos, se puede entender que el director necesita éstos para que se comprenda el valor de aquéllos. Guzmán no duda en utilizarlos de la manera que le parece más conveniente para reforzar la dimensión dramática, humana y social del golpe de Estado, añadiendo, por ejemplo, en Salvador Allende el sonido off del latido de un corazón a las imágenes en que Arturo Girón, exministro de Allende, relata el asalto al palacio, justo antes de que la fotografía del cadáver de Allende ocupe toda la pantalla durante 15 segundos seguidos en silencio. Comparado con los documentales de Guzmán, hay en el ya citado de Thomas Huchon, Allende, c’est une idée qu’on assassine, poco recurso al dramatismo en este sentido. Huchon renuncia incluso a mostrar la imagen real de Allende muerto, a pesar de tratar en su documental la manera en que murió el presidente chileno, no solamente el porqué, con otras fotografías de Allende del día en que murió. Guzmán muestra la fotografía del cadáver de Allende en Salvador Allende, como hemos dicho, pero no lo hizo en Chile, la memoria obstinada, preocupado quizá ante la cuestión de cómo mostrar esa imagen con toda la dignidad que le gustaría atribuirle sin ‘abusar’ de ella.

La inclusión de la música off en un documental, por el mismo hecho de ser añadida en una banda sonora superpuesta, presupone la voluntad del director de reforzar la expresividad de lo narrado en un sentido determinado. Por ello, la música off no era apreciada por los defensores del cine directo que se asocia con el estilo observacional de documental, que solamente debía incluir sonido in, el propio a la imagen original. Cuando la música off se adapta bien al tono de lo narrado puede que lleguemos a olvidar que se trata de una música añadida y tener la impresión de que no refuerza el dramatismo, pero una música determina el tono que un director quiere transmitir cuando va más allá de la función de mero acompañamiento, aunque la música en cuestión sea muy conocida. Es lo que sucede con la melodía pretendidamente imperfecta de la sonata Claro de luna en Chile, la memoria obstinada, ‘mal’ interpretada al piano por el octogenario Ignacio Valenzuela, tío de Guzmán. Más adelante descubrimos quién está interpretando la partitura con tanta dificultad, volviendo atrás repetidamente en su ejecución para recuperar los acordes que fallan. Esa música (no la partitura de Beethoven en sí, sino la interpretación concreta de Ignacio Valenzuela) representa la obstinación de Guzmán por recuperar una memoria colectiva reconocible aunque sea necesariamente imperfecta por el paso del tiempo y la censura impuesta por la dictadura, como imperfectos pero reconocibles son los acordes de Valenzuela que dramatizan el documental con su oscura luz, o como imperfecta y a la vez reconocible es también la superposición que vemos en ese mismo documental de la imagen de una de las caras que aparecían en La Batalla de Chile, la de Carmen Vivanco, a principios de los años setenta (cuando se rodó ese documental) sobre la imagen de la misma Carmen Vivanco en 1997, cuando se rueda Chile, la memoria obstinada.

Sin que sean los únicos, los documentales de los que hemos hablado aquí son una buena muestra de los procedimientos de dramatización que reflejan la evolución del documental de investigación histórica hacia modos de expresión en los que se transforma la manera en que se presentan los elementos típicos del documental tradicional, mezclándolos con los procedimientos de dramatización de los que hemos hablado para subrayar la carga afectiva y viva de los hechos históricos referidos, pretendiendo desvelar así mejor su valor y su actualidad, aunque siempre, no hemos de olvidarlo en ninguna circunstancia, según la orientación ideológica de sus directores.

Bibliografía

Aprea, Gustavo (2010), “Dos momentos en el uso de los testimonios en autores de documentales latinoamericanos”, en Cine documental, n.º 1.

Aumont, Jacques (2006), Le Cinéma et la mise en scène, París, Armand Colin.

Huchon, Thomas (2013), Salvador Allende: l’enquête intime, Éditions Eyrolles.

Nichols, Bill (2001), Introduction to documentary, Bloomington, Indiana University Press.

Nora, Pierre (1997), “Préface” a la edición “Quarto” de la obra colectiva Les Lieux de mémoire, París, Gallimard, 3 vol.

Pavis, Patrice (1996), Dictionnaire du théâtre, París, Armand Colin, reimpresión de 2002.

Pérez Millán, Juan Antonio (1976), «Tierra de España» (introducción al documental de Joris Ivens The Spanish Earth y reproducción de su guion literario), en Tiempo de Historia, n.º 17, abril de 1976, 70-87.

Todorov, Tzvetan (1991), Face à l’extrême, París, Seuil, col. “Points”.

Veyrat-Masson, Isabelle (2008), Télévision et Histoire, la confusion des genres. Docudramas, docufictions et ficitons du réel, De Boeck, Bruselas.

Weinrichter, Antonio (2004), Desvíos de lo real. El cine de no ficción, Madrid, T&B Editores.

Notas

[1] Traducimos nosotros mismos las citas de las obras o películas que aparecen en la bibliografía en francés o en inglés.

Tomado de: http://revista.cinedocumental.com.ar

Tráiler del filme Hotel Terminus. The Life and Times of Klaus Barbie, de Marcel Ophüls

Leer más

El poder y los símbolos

Bien pudiera decirse que fue Superman quien con su vuelo del planeta Krypton al estado de Kansas, inauguró la era de los símbolos.

Por Roger Ricardo Luis e Iraida Calzadilla Rodríguez

Bien pudiera decirse que fue Superman quien con su vuelo del planeta Krypton al estado de Kansas, inauguró la era de los símbolos. Tal vez no fue una idea premeditada de los progenitores del personaje, pero Hollywood sí se percató de inmediato que las cualidades del nuevo héroe de ficción (valentía, fortaleza, astucia, poder, bondad, justicia) apuntaban más lejos y eran funcionales a la imagen que las esferas de poder de Estados Unidos querían mostrar al mundo de su nación.

Cercano ya a la centuria y bajo sucesivas mutaciones acorde con los nuevos tiempos y contextos, el superhéroe de marras ha demostrado su eficacia, desde la dominación carismática, para llevar a las “mentes y los corazones” de cientos de millones de seres en el orbe ese mensaje que busca generar admiración e infundir respeto bajo el principio de que, como entidades persuasivas significantes, los símbolos son fuente de valores que circulan por el tejido social generando consenso y legitimación capaces de integrarse a la realidad y contribuir a transformarla.

Es precisamente en el ámbito de los valores donde se dan las acciones decisivas por el poder, pues estos contribuyen a condicionar las actitudes de los individuos y su correspondiente postura ante los hechos que pautan el espectro político-social. Se afirma que desde la aceptación o desgaste de los símbolos puede percibirse el ascenso o decadencia de un orden social en nuestros tiempos.

Entonces, si la industria cultural es por excelencia la fábrica de símbolos, no por gusto EE.UU. participa y/o posee la mayor red de construcción y socialización simbólica del orbe caracterizada por su colosal alcance y efectividad. Por ejemplo, los 8 estudios más grandes de Hollywood controlan el 85% del mercado mundial de cine y en el caso de América Latina alcanza el 95%. Esa nación tiene a su haber el 80% de la circulación de programas de televisión y más del 70% de los de videos; asimismo, el 50% de los satélites de comunicación, el 75% de la red de Internet, produce el 60% de los software de uso internacional (Microsoft, con Windows, está más de 90% de las computadoras de todo el mundo) y posee los motores de búsqueda en internet más empleados en el orbe: Google, Yahoo, MSN, Amazon, Altavista.

Bastaría este ejemplo para ilustrar la influencia de lo simbólico como uno de los principales territorios de disputa política en la contemporaneidad y del por qué en este campo el capitalismo se mantiene como sistema mundial hegemónico y el modelo globalizado estadounidense como su centro más allá de la crisis estructural y civilizatoria que lo viene corroyendo.

A partir de los años 90 del siglo pasado se verifica un proceso sin precedentes en el ámbito de la concentración de las corporaciones mediáticas que da paso a la creación de un oligopolio global de la información, la cultura y la recreación que además de proporcionar colosales ganancias, cumple con la estratégica función de contribuir decisivamente al mantenimiento del poder trasnacional, globalizado e imperial del capitalismo. La lista de los seis grandes grupos que controlan la industria mediática en el mundo la conforman News Corp, Time Warner, Walt Disney, Viacom-CBS, Vivendi-Universal y Bertelsmann. De ellos, cuatro son mayoritariamente estadounidense (también participan capitales del Reino Unido y Australia), y dos son una simbiosis de capital francés y estadunidense, y uno alemán. Estos gigantes definen los símbolos y agendas informativas que se difunden en el mundo minuto a minuto y con ello perfilan la percepción global de su conveniencia. Un dato revelador: las empresas periodísticas de dichas corporaciones generan y distribuyen el 95% de la información que circula en el mundo. Con la concentración mediática se genera una sinergia de homogenización cultural e informativa planetaria con base en la propaganda política basada en mensajes configurados desde el poder con la intención de mantenerlo.

Bastaría recordar que la presencia de otros consorcios como, por ejemplo, el complejo militar-industrial, la industria petrolera, los oligopolios financieros dentro de las juntas directivas de los citados emporios mediáticos, condicionan significativamente las agendas y los contenidos de la industria mediática y con ello sepultan el ideal arraigado del cuarto poder otorgado al ejercicio democrático de la prensa y su libertad de expresión.

Al respecto, Manuel Castell en su libro La era de la información expresa: “El poder, como capacidad de imponer la conducta, radica en las redes de intercambio de información y manipulación de símbolos que relacionan a los actores sociales, las instituciones y los movimientos culturales, a través de íconos, portavoces y amplificadores intelectuales” (1998:93).

Al examinar el cometido antes mencionado, Stuar Hall da preminencia a los medios de comunicación de masas, pues son ellos los que garantizan “el suministro y construcción colectiva del conocimiento social, de la imaginería social por cuyo medio percibimos ‘los mundos’, las ‘realidades vividas’ de los otros y reconstruimos imaginariamente sus vidas y las nuestras en un ‘mundo global’ inteligibles, en una ‘totalidad’ vivida’” (Hall, 1981: 385). Desde esta perspectiva podemos confirmar también el papel de los medios en la estratégica función de la conformación de la opinión pública.

Ello reafirma que los medios de comunicación de masas han devenido actores privilegiados en la construcción de la lucha por el poder. Ese protagonismo se da con mucha más fuerza a partir del último tercio del siglo XIX y alcanza un ritmo extraordinario después de la segunda mitad de la centuria pasada bajo una hábil y eficaz gestión discursiva estrechamente relacionada con el desarrollo exponencial de las tecnologías, especialmente de la comunicación y la información que sobrepasan con creces las fronteras tradicionales de su alcance y generan nuevas plataformas, formatos y maneras seductoras de comunicar.

Resulta significativo recordar que el advenimiento de la modernidad capitalista trae consigo el progresivo ascenso de la cultura como factor estructurante de la hegemonía por parte del poder burgués. En su devenir surgen hitos como el espacio público, la sociedad de masas, la comunicación pública y los medios de comunicación como escenarios principales de la realización cultural y social y, por tanto, de legitimación pública y fabricación del consenso todos portadores del espíritu civilizatorio de la clase dominante (también su contrapartida) como forma del conocimiento e interpretación de la realidad.

Las coordenadas del poder

Al poder generalmente se le ha visto objetivado de manera instrumental en instituciones e individuos; la naturaleza prohibitiva, represora, pareciera ser la característica natural de quien lo detenta, otorgándole la capacidad de obligar, ya sea por la fuerza física y/o psicológica, a ejecutar actos en contra de la voluntad de otros. Sin embargo, Michael Foucault abre las miras del poder cuando subraya que “transita transversalmente, no está quieto en los individuos” (1992:144). Es decir, lo pone a circular como conexión que funciona en red.

Para Acanda (2002) “(…) el estatuto ontológico del poder no es el de ente objeto, sino de un complejo sistema de relaciones. El poder es relación de fuerzas. Por lo tanto, no surge después de que se ha estructurado el todo social, sino que es elemento de su conformación”. Ello pone de relieve que el poder es una construcción simbólica donde participan múltiples actores sociales mediante un proceso continuo de resignificación de las relaciones económicas y políticas del cuerpo social.

La complejidad y magnitud de la red de poder hace cada vez más sutiles acciones como la producción de sentidos, la formación de valores, la generación de necesidades o comportamientos en la sociedad, además de las actitudes de control y vigilancia de los actores a los cuales se quiera someter. Ello pone de relieve la significación de lo simbólico como uno de los componentes esenciales del poder.

En esa dirección, el sociólogo John B. Thompson en su libro Los media y la modernidad, estima que el poder simbólico se coloca entre los componentes esenciales del poder como lo son el político y económico. Explica que este dependería del ejercicio de una violencia invisible y solapada que reproduce visiones dominantes a través del intercambio de formas simbólicas, entendidas como “una gama de acciones y lenguajes, imágenes y textos, que son producidos por los sujetos y reconocidos por ellos y por otros como constructos significativos (1998:65)”. Según este autor, ello estaría dado por las estrategias con las que el poder se legitima a través de formas simbólicas fabricadas a su imagen y semejanza, por lo que pudiéramos identificarlas como metáforas ideológicas.

Ello devine apoyatura para que el académico inglés declare que la sostenibilidad de un orden social sin recurrir a la coerción estará asociada, en buena medida, a su capital simbólico, es decir, al prestigio y reconocimiento acumulado por sus productores e instituciones.

El planteamiento de Thompson guarda estrecha relación con el concepto gramsciano de hegemonía que identifica la capacidad del grupo dominante para obtener y mantener el poder sobre la sociedad: “El ejercicio normal de la hegemonía (…) se caracteriza por una combinación de fuerza y consenso que se equilibran de diferentes maneras, sin que la fuerza predomine demasiado sobre el consenso, y tratando de que la fuerza aparezca apoyada en la aprobación de la mayoría, mediante los llamados órganos de la opinión pública”(Gramsci, 1997: 1638).

En otras palabras, la hegemonía apunta a la capacidad cultural e ideológica de la burguesía para crear, desarrollar y reproducir su racionalidad[1] y, por tanto, de ejercer el poder. Como señala Marx, la ideología no es ajena a la producción y toda aproximación a esa relación conlleva al conocimiento de aquella desde la perspectiva de las dinámicas de la producción que la engendra y el reproductor que la mantiene. Es decir, la reproducción ideológica, y social en general, está permanentemente generando valores simbólicos que solo son posibles en los procesos de comunicación inherentes al sistema social, de ahí la constante renovación en términos de valores simbólicos.

Por otra parte, Louis Althusser, basado en la idea gramsciana del carácter ampliado del poder y del Estado, apuesta por el papel de los Aparatos Ideológicos del Estado (AEI) como entes legitimadores del orden social. Como Gramsci, Althusser se opuso a los que ubican las funciones del Estado como institución de poder, en el limitado encuadre de la represión. En esa dirección plantea otros ámbitos de reproducción ideológica; así, en su indagación acerca de las “superestructuras”, identifica el papel de instituciones como la familia, la iglesia, la escuela, la cultura, los medios de comunicación de masas, los partidos políticos, entre otros, integrantes de los AIE con la función de legitimar permanente a la clase dominante mediante la ideología y no como aparatos represores. Sin embargo, donde el estructuralista vislumbró solo instituciones constructoras de hegemonía, el italiano fue más allá para presentar una pieza clave en ajedrez de la hegemonía: el sentido común[2] .

Al superar la concepción de los AID, Michael Foucault sigue el norte gramsciano y argumenta: “Al reproducir cotidianamente su vida, los individuos reproducen las relaciones de poder. El ser humano se objetiva mediante un conjunto de prácticas discursivas y no discursivas. Estas prácticas están siempre mediadas por “instancias de verdad”, estructuras que valoran, le dan un sentido y una orientación a las diversas formas de objetivación de la persona. Esas “instancias de verdad” son la esencia del poder, y, por lo tanto, de su reproducción” (1992: 113-114).

Pierre Bourdieu también hace un aporte significativo a la compresión del papel del poder simbólico como factor protagónico en el sistema de la producción y reproducción cultural hegemónica. El sociólogo francés mediante el “habitus” subraya que las personas interiorizan la “arbitrariedad cultural” que se les pretende imponer, la hacen suya y terminan reproduciéndola con un grado de complicidad que no conseguiría nunca la coacción política (Bourdieu, 1972: 73-75).

Como puede apreciarse, hay un sensible y justificado desplazamiento en la creencia del ejercicio del poder como coerción y engaño hacia la perspectiva de una lógica de saberes construidos y de los discursos que los socializan como forma de articulación social en estrecha vinculación con las prácticas coercitivas; es decir, se trata de un complejo sistema de relaciones, tal como lo identifican Gramsci y Focault.

De gran interés sobre el tema resultan los aportes teóricos de Raymond Williams desde la Escuela de Birmingham, quien amplía el alcance de la propuesta gramsciana de hegemonía cuando expresa que cultura es “(…) el sistema significante a través del cual necesariamente, un orden social se comunica, reproduce, se experimenta e investiga” (2003:41). Williams también define la cultura como un “proceso social total”, y plantea que la hegemonía va más allá del concepto de cultura porque relaciona a este proceso con las distribuciones específicas del poder.

Así, el concepto de hegemonía cultural revoluciona la forma de entender la dominación y la subordinación en las sociedades actuales. La hegemonía no es solamente el nivel superior articulado de ideología y sus formas de control y dominio, sino constituye todo un cuerpo de prácticas y expectativas en relación con la totalidad de la vida.

Al darle connotación hegemónica a la cultura, Williams advierte que no debe entenderse como una identidad estática, sino como “(…) un complejo efectivo de experiencias, relaciones y actividades que tiene límites y presiones específicas y cambiantes”. Y, por otra parte, nunca se da de modo pasivo como sistema de dominación: es continuamente renovado, recreado, defendido, modificado y de la misma manera es también resistido, limitado, alterado, desafiado por presiones que no le son propias. Es por esto que, unido al concepto de hegemonía, encontramos al de contrahegemonía y al de hegemonía alternativa.

En esa dirección, cuando se habla de guerras culturales en la actualidad debe tenerse en cuenta que los vertiginosos avances en las telecomunicaciones convierten al campo cultural y la mente de los hombres y mujeres en el escenario de primordial y definitivo de la batalla de ideas, tal como subraya Acosta (2009). El académico cubano también apunta que las acciones ideológicas que se verifican desde los medios (tanto culturales como informativas) son empleadas para reducir a la obediencia a las poblaciones ocupadas a asimilar los valores del ocupante, o a naciones y poblaciones locales a anular su resistencia cultural, y por tanto, social, política, económica e ideológica contra los valores y culturas hegemónicas del mundo globalizado.

En esta batalla de ideas alcanzan gran preminencia las prácticas simbólicas provenientes del arte y literaria en sus diferentes y multifacéticas expresiones, el periodismo, la publicidad, la propaganda, la comunicación política que los medios se encargan de socializar y sedimentar mediante un discurso estable y continuado de construcción de sentidos para (re)interpretar la realidad a tenor con los postulados inherentes a la racionalidad ideológica de la clase dominante y su estrategia de defensa ante el ejercicio de la contahegemonía.

Al respecto, Esteinuo sentencia que “(…) la alta capacidad de legitimación continua y acelerada de los medios sirven para actualizar y reactualizar de manera constante y mediante diversas formas discursivas los campos de la conciencia y del comportamiento social con respecto a las coordenadas dinámicas que requiere el proyecto de dominación cultural” (1983: 88).

En situaciones de polaridad social, el carácter articulador del poder de los medios es significativo y tiene su asidero en la legitimación de su papel en el campo político a partir de su supuesta credibilidad e independencia dentro de los límites de las condiciones estructurantes del poder en que actúan los propios medios.

En el impacto que pueda tener o no la información que suministran los medios en los imaginarios sociales es importante tener en cuenta el aporte de esos mensajes para que sean aceptados o rechazados por los receptores. Martín Serrano[3] asegura que la “(…) representación ideológica de la realidad ofrece un modelo de mundo reconocible en el entorno o fácticamente posible; sugiere a los actores comportamientos factibles y aceptables, y describe situaciones que suelen ser las más probables” (1986: 23). Esa percepción conlleva en contextos sociales polarizados a la transformación de la realidad inmediata o bien privilegiando el presente o retomando justificativamente el pasado.

Es Dennis Mc Quail quien proporciona una de las llaves maestras que llevan a la compresión del poder simbólico a partir del valor intrínseco de la actividad de los medios: “(…) son en sí mismos un poder por su capacidad de llamar y dirigir la atención, de convencer, de influir en la conducta individual y social, de conferir estatus y legitimidad, y aún más, los medios pueden definir y estructurar las percepciones de la realidad” (1998:124).

El propio investigador (op.cit) abre el espectro de su idea matriz y señala que los medios desempeñan un papel crucial “(…) en la producción, reproducción y distribución de conocimientos que permiten dar un sentido del mundo, contribuyendo a modelar la percepción de este y contribuyendo también al conocimiento del pasado y a dar continuidad a nuestra comprensión del presente”.

Y como para que no quede duda de su posición respecto al tradicional debate sobre el papel de los medios respecto al poder, el investigador deja claro que subestimarlo como agentes de cambio social podría ser tan ingenuo o desacertado como sobredimensionarlo al estilo de las primeras teorías de la omnipotencia mediática.

Thompson afirma que el poder simbólico es también “(…) la capacidad de intervenir en el transcurso de los acontecimientos, para influir en las acciones de los otros y crear acontecimientos reales a través de los medios de transmisión simbólica” (1998:34).

Resulta igualmente de interés señalar que si bien el poder simbólico marca a su favor una enorme desigualdad en la relación emisor-receptor, aquella parece quedar minimizada en el universo simbólico al aceptarse como válida la posibilidad de interpretar desde el campo cultural las lecturas e interpretaciones del discurso.

Como puede apreciarse, los medios ocupan un lugar de privilegio en la socialización masiva de ciertas visiones de la realidad. De esa manera contribuyen a la reproducción del poder al expandir “(…) en gran medida el alcance de la operación de la ideología en las sociedades modernas” (Thompson, 1998: 291) con lo que realizan una muy valiosa contribución a la reproducción del orden establecido.

Verse o no verse, ¡he ahí la cuestión!

Como poder, a fin de cuentas, el simbólico también sufre de una distribución desigual que implica que los medios de formación de sentido estén depositados en aquellos grupos o individuos que detentan mayor poder. Para Bourdieu, “(…) el poder simbólico actúa en medio de una lucha constante entre los grupos sociales por la nominación de la realidad, y el monopolio de la visión legítima de la misma destinada a hacer ver y hacer valer ciertas realidades” (2002: 137).

Uno de los atributos centrales de los medios es la creación constante y difusión amplia de representaciones sociales hechas a su imagen y semejanza, pero más que el valor que supone el registro de esa realidad, el verdadero poder está en su construcción: el decidir la manera en que se encuadra un determinado acontecimiento, individuo o grupo para hacerlo existir como realidad social codificándola por la vía del lenguaje mediático.

El poder simbólico descansa también en el acceso al discurso público (en especial el que proporcionan los medios) y este guarda una relación directa con el resto de los poderes. Como apunta Santander, “(…) la capacidad de representar (producir representaciones de la realidad objetiva) la posee quien tiene acceso al discurso mediático y este es generalmente conferido al poder político, económico y cultural que tiene capacidad de intervención en las representaciones y están posibilitados para definir, construir y difundir su identidad construida desde los medios” (2009:135).

Desde esa visión, el académico chileno asume la pieza clave que suministra el marxismo para la compresión de este fenómeno cuando Marx y Engels, en la Ideología Alemana, exponen: “La clase que posee los medios de producción material posee al mismo tiempo el control de los medios de producción mental y, por tanto, en sentido general, las ideas a que están sometidos los que carecen de medios de producción mental (…). En consecuencia, gobiernan ampliamente como una clase y determinan la extensión y el ámbito de una época, con lo que evidentemente, entre otras cosas, regulan la producción y distribución de las ideas de su época. Es así como sus ideas son las ideas dominantes de su época” (1966:10).

Vicente Romano (2005) ahonda en esa realidad y saca a la superficie que “los pocos tienen así el poder de definir la realidad para los muchos y producir las informaciones que dificultan a la mayoría de los ciudadanos el conocimiento y la compresión del entorno, la sociedad en que viven, así como la articulación de sus necesidades e intereses”.

Ese fenómeno lo observa van Dijk (1997) como una relación de dependencia mutua, una suerte de contrato donde las “élites mediáticas” necesitan de otras élites como fuentes de información y éstas a su vez, en especial la política, requieren de los medios como entidad para ejercer y legitimar su poder. Sin embargo, esta visión se ve limitada a la luz de nuestros días si tenemos en cuenta que los consorcios multimediáticos que hoy operan a nivel global son emporios accionarios donde confluyen en un todo orgánico esas otras élites como resultado de los procesos de transnacionalización y concentración de capital que tomaron un auge extraordinario a partir de la década de los años noventa del siglo pasado. No obstante, conviene subrayar que ese poder simbólico inherente y a la vez distintivo de la actividad mediática en nuestros días se materializa en la capacidad de gestionar la política.

Thompson la resume cuando manifiesta que “(…) con el desarrollo de la imprenta y otros medios, los políticos adquirieron cada vez más una visibilidad que superó la de su presencia física ante las audiencias reunidas” (1998:5).

Los gobernantes utilizaron los nuevos medios de comunicación no solo para promulgar decretos oficiales, sino también como un medio para fabricar una autoimagen que pudiese ser transportada a otros que estuviesen en escenarios distantes. Entonces, se puede inferir la tendencia de la clase hegemónica a capitalizar y controlar todas las acciones de la sociedad que tengan que ver con la comunicación ya no sólo para hacerse ver sino también para silenciar, neutralizar acciones en su contra.

Por todo ello, hoy se pueda afirmar que existe una tendencia irreversible a la mediatización de la política, pues se trata, como subraya Arancibia (2002) de un fenómeno “histórico simbólico-material” que da cuenta de la transformación de la política, desde su comprensión y ejercicio clásico, hacia una nueva politicidad mediatizada. Así, la visibilidad mediática se ha convertido en una herramienta fundamental mediante la cual se articulan y llevan a cabo las luchas políticas y sociales.

No se trata sólo del balance del binomio forma-contenido expresada desde la persuasión, la confrontación y la influencia inherente al discurso político en todas sus expresiones públicas que articulan cualquier estrategia política, sino desde la visibilidad mediática entendida como un proceso dialéctico asociado orgánicamente al fenómeno histórico-material del desarrollo, muy especialmente de los soportes tecnológicos con el ascenso de las formas audiovisuales y el exponencial avance hacia la conquista del ciberespacio.

La visibilidad mediática supuestamente ha acortado la distancia entre los políticos y la ciudadanía, y más que complementar el tradicional modelo de “encuentro cara a cara” es superador del mismo en cuanto a su alcance en la captación de grandes audiencias y el sentido del espectáculo cuando se trata del empleo de la televisión.

Ese soporte comunicativo hasta ahora sido decisivo; es decir, conseguir el acceso a los medios audiovisuales es ganar en representación y legitimidad, es, asimismo, tener la posibilidad de acceder al poder simbólico. Por ejemplo, en sus diez primeros años (1997-2007), CNN en Español, tras 87 600 horas de transmisión, pasó de cuatro millones de telespectadores a más de 21 millones de televidentes hispanoparlantes en EE.UU. y América Latina.

Por su parte, Ignacio Ramonet (2002) asevera que a finales de los años 80 la televisión, que ya era el medio dominante en materia de diversión y ocio, se convirtió también en primero en materia de información; es decir, la mayoría de las personas se informan por la televisión y la ha llevado a ejercer su hegemonía sobre el resto de los medios de comunicación.

Un nuevo escenario de visibilidad política se abre paso mediante el uso meteórico que experimentan las redes sociales o la web 2.0. Baste recordar la campaña ¡“Yes we can!” con la cual interactuó Barack Obama con más de ocho millones de seguidores (fundamentalmente jóvenes) en su camino para conquistar la presidencia de Estados Unidos en 2008.

De la misma manera, con el surgimiento de la web 2.0 o web social, una entidad como Facebook ha logrado aglutinar a más de 500 millones de usuarios convirtiéndose en la red social más grande del mundo, donde se hablan 65 idiomas. Cada vez más presidentes latinoamericanos se han sumado a la plataforma social Twitter para lanzar medidas, movilizar sus bases o enviarse mensajes entre ellos. El fallecido Hugo Chávez, presidente de Venezuela, uno de los pioneros en usar esta popular red en la región, llegó a alcanzar en su cuenta @chavezcandanga, más de un millón de seguidores.

Es por ello que en las sociedades de hoy prevalece lo que Thompson denomina “la lucha por la visibilidad en el siglo de los medios de comunicación”. O como afirma Bisbal: “Los medios, para bien o para mal, han transformado la naturaleza de la visibilidad y la relación entre transparencia y poder. Es decir, los media hace ya un buen tiempo redefinieron la idea del espacio público; por lo tanto, el juicio que continuamente se hace del poder político o cualquier forma de poder desde los medios es un continuo escrutinio de sus acciones” (2009, 39).

Podemos resumir que el poder simbólico se ha convertido en un factor cardinal en la producción y reproducción ideológica del sistema destinado a la fabricación del consenso a partir del desarrollo de estrategias de dominación. Esa labor se realiza mediante un sofisticado proceso de construcción permanente de formas simbólicas socializadas con alcance global con capacidad de generar valores que se integran a la realidad y contribuyen a transformarla.

La existencia de los valores está determinada por el contexto material en que se inscriben y el esfuerzo organizado y sistémico destinado tanto a su creación, socialización y reforzamiento como para minimizarlos o anularlos en las mentes de los individuos. De ahí su especial significación en el trabajo ideológico y especialmente en la contemporánea batalla global de las ideas. Es en los valores que profesan los individuos donde se puede medir la eficacia de la producción simbólica que dimana de la creación artística y literaria, del ejercicio periodístico, la propagada política, de la publicidad comercial, de la educación, las campañas mediáticas, entre otras formas de construcción simbólicas.

Como consecuencia de esos procesos, se ha verificado una metamorfosis en que la política incorpora como suyas las prácticas y metodologías que habitualmente han distinguido el accionar de los medios, dada su necesidad de supervivencia, legitimación y visibilidad. Los medios, por su parte, también se han apropiado de las funciones de los institutos políticos tradicionales a partir del valor que supone el disponer del poder simbólico y de la racionalidad que dimana de los procesos de mediatización de la política de la contemporaneidad. Estos trabajan como articuladores del espectro político que representan, su actividad ha estado enfilada a la lucha por poder, como el campo prioritario de la política que significa imponer modos de comprender y significar para incidir en la toma de decisiones.

La prensa, específicamente, cumple funciones políticas dadas su imbricación al sistema político y sus instituciones; ello se verifica a partir de las relaciones que establece en ese ámbito para el cumplimiento de su encargo social que apunta a la formación de opinión pública y fabricación de la cohesión social. Esa función política se trata de invisibilizar bajo el velo aséptico de la objetividad e la imparcialidad, principios que supuestamente legitiman el modelo de democracia capitalista.

Sin embargo, esa metáfora simbólica se desdibuja cuando la crisis se hace presente en el sistema; es entonces cuando se pone por delante la salvaguarda de los intereses de la clase dominante, se cierran filas y se hace mucho más evidente el papel de actor político de primer orden de los medios de comunicación.

No siempre el poder que se atribuye a los medios cristaliza pese a su colosal capacidad para definir y estructurar las percepciones de la realidad. El mito de medios todopoderosos carece de sentido cuando éstos asumen un discurso contrafáctico, ajeno al contexto y la realidad. Semejante práctica los descalifica y lleva a la falta de credibilidad abriéndose paso una nueva politicidad representada por emergentes actores sociales, incluyendo nuevos medios de comunicación (alternativos) que actúan y contraponen un ejercicio contrahegemónico a ese poder en crisis. (FIN)

Bibliografía

Acanda, Jorge Luis (2002): Sociedad Civil y Hegemonía, Centro de Investigación y desarrollo de la Cultura Cubana Juan Marinello, La Habana.

Acosta, Eliades (2009): Imperialismo del siglo XXI: Las Guerras Culturales. Editora Abril. La Habana, 2009.

Arancibia Carrizo, Juan Pablo (2002): La mediatización de la política. Comunicación y medios. Revista del Departamento de Investigación mediática y de la comunicación. Año 12, No.13, segundo semestre. Universidad de Chile. Santiago de Chile.

Bisbal, Marcelino (2002): El secuestro de la comunicación pública. En: SIC Nro. 644, mayo. Centro Gumilla. Caracas.

Bourdieu, Pierre (1993): Cosas dichas. Gidesa. Barcelona.

Bourdieu, Pierre (2002): La cultura está en peligro. Criterios. No. 33. 296-311.

Castells, Manuel (1998): La era de la información. Ed. Siglo XXI. México.

Dijk, Teun A. van. (1997): Racismo y análisis crítico de los medios. Ed. Paidós. Barcelona.

Estenaou, Javier (1996): Los Medios de Comunicación y la construcción de las hegemonías. Ed. Trillas. México.

Foucault, Michael (1992): El orden del discurso. Tusquest Editores S.A. Buenos Aires.

Gramsci, Antonio (1997): Los intelectuales y la organización de la cultura. Cuadernos de la cárcel. Tomo II. México. Juan Pablos Editor.

Hall, Stuar (1981): La cultura, los medios de comunicación y efecto ideológico. En: Sociedad y comunicación. Fondo de la cultura económica. México.

Martín Serrano, Manuel (1986): La producción social de comunicación. Alianza Editorial. México.

Marx, Carlos y Engels, Federico (1978): La ideología alemana. Obras escogidas. Tomo II. Ed. Progreso. Moscú.

McQuail, Denis (1998): La acción de los medios. Los medios de comunicación y el interés público. Amorrortu Editores. 1era edición en español. Buenos Aires.

Ortiz Marín, Ángel Manuel (2005): La interdependencia estructural entre Estado y la prensa en los procesos de comunicación social. El caso de Baja California (1989-1995). Tesis en opción al grado científico de Doctor en Ciencias de la Comunicación Social. Facultad de Comunicación. Universidad de La Habana.

Ramonet, Ignacio (2002): Propaganda silenciosa. ICL. La Habana.

Romano, Vicente (2005): La formación de la mentalidad sumisa. Editorial Ciencias Sociales. La Habana.

Santander, Pedro (2009): Analizando los medios y la comunicación. Teoría y métodos. Ediciones Universitarias de Valparaíso. Pontificia Universidad Católica de Valparaíso.

Thompson, John B. (1993): Ideología y cultura moderna. Teoría crítica social en la era de la comunicación de masas. México. UAM.

Williams, Raymond (2003): Tecnologías de la comunicación e instituciones sociales. Ed. R. Portal. Comunicación y Sociedad. Selección de Lecturas. Editorial Félix Varela. La Habana.

Notas y referencias

[1] Esteinuo (1983: 64) atribuye a esas prácticas simbólico-culturales tres funciones básicas: la aceleración del proceso de circulación social de las mercancías; la inculcación de la ideología dominante; y su contribución a la reproducción de la calificación de la fuerza de trabajo.

[2] “Por ‘sentido común’ se entiende la conciencia cotidiana, la concepción del mundo popular tradicional, propia del hombre medio. Se caracteriza por una concepción del mundo ingenua, desarticulada, caótica, disgregada, dogmática y conservadora. Su estructura interna conduce a una conciencia escindida, alienada y rígida que favorece la pasividad y la aceptación de desorden social. (…) La capacidad hegemónica de la clase gobernante, (en este caso, la burguesía) se ha manifestado, precisamente, en su capacidad de hacer que su ideología se convierta en algo popular, común y «evidente» para todos, hasta el punto de ser asumida de forma mecánica por el pueblo, que la acepta debido a su carencia de educación crítica.” (Acanda, 2002: 295-297)

[3] Para el académico existen dos tipos de mediaciones: la cognitiva y la estructural. La primera señala que lo que cambió en la representación del acontecer sea asumido y normalizado por la concepción de la realidad del individuo; es decir, la mediación opera sobre los relatos de los medios para ofrecer modelos de representación del mundo (mitificación de la realidad). La segunda propone que el cambio del acontecer sirve para realizar las modalidades comunicativas que cada medio produce y opera sobre los soportes de los medios ofreciendo modelos de producción de comunicación (ritualidad del consumo mediático).

Tomado de: http://revista.filosofia.cu

Leer más

El nuevo cine español frente a lo real (+tráiler)

Cartel del filme Edificio España, de Victor Moreno

Por Carlos Balbuena

Si a uno le da por echarle un vistazo a los márgenes de la industria, en la que los márgenes superan en calidad y cantidad a los epicentros, se encontrará con que una parte muy importante de las últimas producciones que transitan por allí cargan, voluntaria o involuntariamente, con el peso de algo que genéricamente podríamos llamar realidad. Realidad o, mejor aún, realidades. Tantas como cineastas. Realidades variadas y concretas, estímulos e impulsos que le llegan al cineasta y que éste convierte en su parcela de realidad, en lo real.

No vale la pena hacer aquí distinciones entre documental y ficción, sería un ejercicio del todo estéril, porque lo que hay siempre es, y ahí está el meollo de la cuestión, una mirada cargada de compromiso y dudas, las de quien observa intentando comprender lo que hay a su alrededor. No hay tesis ni apriorismos, solo un cuestionarse mientras se trasladan al espectador las propias incertidumbres. Es un cine del desconcierto, y hay en ello un evidente posicionamiento que de ninguna manera puede dejar de afectar a lo estético. Ejercicios a un tiempo intelectuales e impulsivos; gestos políticos y artísticos; enérgicos y llenos de rabia, pero profundamente reflexivos; desencantados, pero ilusionantes. Se trata pues de algo tan complejo como filmar, no ya la realidad, insistimos, sino lo real, lo cual convierte al cine español más marginal en un abanico infinito de miradas tan sugerente como, por desgracia, invisible.

Pudiéndome remontar hasta bien atrás e irme bien lejos (desde Vertov o Flaherty hasta Rossellini y desde Kracauer hasta Bazin o Deleuze), me centraré para estas páginas en unas pocas películas de aquí y de ahora mismo. Obras tan relevantes como Edificio España (2012), el fantasmagórico documental de Víctor Moreno, que es testigo y testimonio de esta crisis miserable y que, durante un tiempo fue víctima directa de la megalomanía y la estupidez caciquil de quienes nos han arrastrado hasta aquí; Vida extra (2013), de Ramiro Ledo, una película surgida directamente de los movimientos sociales y que es a la vez cine y documento, abiertamente cinéfila (heredera directa de El sopar (1974), la película clandestina de Pere Portabella) y profundamente comprometida; ese devastador plano secuencia que es El triste olor de la carne (2013), de Cristóbal Arteaga, que representa como pocas veces se haya visto el ya cotidiano miedo a perderlo todo; el documental Remine (2014), sobre las huelgas de la minería asturiana que tuvieron lugar en 2012, que Marcos M. Merino (otro cineasta primerizo) plasma con toda la honestidad, el respeto y el rigor ideológico que la situación requiere, pero también con una fuerza épica admirablemente bien dosificada; Slimane (2013), del canario José A. Alayón, una película sobre la juventud, sobre la inmigración, sobre la crisis, sobre el compromiso, sobre la puesta en escena, sobre la abstracción, sobre los límites entre documental y ficción… caben tantas cosas en esta película admirable y apabullante que uno no sabe por dónde empezar; Sueñan los androides (2014), la delirante película de Ion de Sosa, que se trae hasta Benidorm el texto de Philip K. Dick en el que se basó Blade Runner (Ridley Scott, 1982) para sacarse de la manga una fábula descorazonadora sobre el futuro que nos espera; Las altas presiones (2014) de Ángel Santos, que sin aspavientos, haciendo del naturalismo casi un acto de fe, es capaz de dar la medida de todas las cosas que están pasando: ¿qué se mueve por dentro cuando uno entra en un estado de apatía y desmotivación, cuando las expectativas de futuro son desalentadoras y las posibilidades de tomar las riendas de la propia vida disminuyen a cada nueva (in)decisión, a cada nueva frustración?; Equi ‘n’otru tiempu (2014) de Ramón Lluis Bande, una película llena de paisajes vacíos que el propio espectador se ve obligado a llenar de significados y que, en palabras del propio cineasta, puede entenderse como un monumento levantado en honor a las víctimas del franquismo que aún están desperdigadas por vaya usted a saber dónde y, a la vez y por esa misma razón, una enmienda a la totalidad de una transición durante la que no se ha querido afrontar con seriedad el asunto de la memoria. Y tantas otras: Ciutat Morta (Xavier Artigas y Xapo Ortega, 2014), Árboles (Los Hijos, 2013), Ilusión (Daniel Castro, 2013), Costa da morte (Lois Patiño, 2013), Arraianos (Eloy Enciso, 2012), L´escaezu. Recuerdos del 37 (Juan Luis Ruiz y Lucía Herrera, 2008)… Todas ellas conjugadas en un rabioso presente (por mucho que algunas de ellas estén habitadas por los fantasmas de un pasado con el que ajustar cuentas) que, desde la ficción o desde el documental, reformulando ciertos géneros o simplemente dando cuenta de su agotamiento, interpelan al espectador a través de una narrativa tan libre como compleja. Son fruto, inevitablemente, de una época oscura, y no les queda más remedio que albergar en su interior buena parte de las muchas crisis que sufrimos (para lo cual no es necesario hablar de política o finanzas). En ese sentido, estas obras son también una manera de estar en el mundo, de mirar el mundo. Y precisamente aquí es donde yo establecería el punto de fractura entre este tipo de cine y el que suele llegar al gran público (pónganse todas las excepciones que sean necesarias), tan alejado de la realidad que cuando intenta reflejarla suele ponerse en evidencia. Son a menudo películas inhóspitas, porque no se casan con nadie, salvo consigo mismas, que es la forma más noble de respetar al espectador. Hay una manera de entender el arte, el cine, la cultura, de apropiarse de la realidad. Una forma (silenciosa a su pesar) de alzar la voz. Y en ese grito encuentran importantes nexos de unión entre ellas.

La cuestión es si puede extraerse de ello algo así como “una cierta tendencia del cine español”, como lo llamaría Truffaut. Pues es muy probable que sí. Si no eso, sí al menos “una tendencia de cierto cine español” Y ese cierto representa la parte más sustancial del cine de este país. Pero si de verdad pretendemos hablar de una tendencia, convendría tener presente de dónde viene y a qué responde. A lo que no nos aventuraremos es a predecir hacia dónde va y en qué quedará.

Más allá de la herencia incuestionable de los Patino, Esteva, Erice, Jordà e incluso del propio Portabella, habría que referirse (de una manera un tanto pomposa) a algo así como una triple institucionalización que ha podido facilitar y de alguna manera impulsar esta corriente de lo real.

En primer lugar, la Universidad. A finales del siglo pasado, casi de forma simultánea, comenzaron a impartirse en la Autónoma de Barcelona y en la Pompeu Fabra, sendos másteres de documental, con la particularidad de que en ambos casos al nombre se le añadió la etiqueta de “creativo” o “de creación”. No es baladí, porque desde la misma concepción de esos estudios se incluía como premisa innegociable el punto de vista del cineasta, de la persona que mira y, por lo tanto, que interpreta la realidad, que la hace suya. En los proyectos de estos estudios universitarios han colaborado cineastas como Joaquim Jordà o José Luis Guerín, y a su vez han surgido autores tan relevantes e influyentes como Isaki Lacuesta, Mercedes Álvarez, Virginia García del Pino, Carolina Astudillo o el propio Víctor Moreno. Nombres primordiales de este nuevo cine español.

En segundo lugar, la prensa. O cierto sector de la prensa. O, concretando más, la revista digital Blogs&Docs, levantada por Miquel Martí Freixas y Elena Oroz en 2006. Ahora ya desaparecida, pero durante mucho tiempo dedicada en cuerpo y alma, y con un rigor extraordinario, a todo lo que en el cine (de aquí y de fuera) tuviera que ver con lo real. La importancia que en los procesos de visibilidad tiene la prensa es incuestionable, y aunque el margen de poder que puede atribuírsele a una publicación como esta es muy limitado, no debe menospreciarse su importancia, aunque solo sea por formar parte de un entorno inquieto y cinéfilo que, como estamos diciendo, llevaba tiempo planteándose otras formas posibles de expresarse y que ha acabado desembocando en un catálogo de películas y cineastas del que aquí solo hemos citado una ínfima parte.

Y por último, los festivales. Coincidiendo con el centenario del nacimiento de Jean Vigo, en 2005 nace un festival dedicado al cine documental que no por casualidad se llamará Punto de Vista, de la misma forma que el autor de A propósito de Niza (1930) hablaba del “punto de vista documentado”. Volvemos al principio, a la etiqueta que los dos másteres universitarios les añadían a sus estudios de documental: “creativo”, “de creación”. Estamos otra vez frente a la importancia de la mirada. De eso se trata. No en vano (y sirva esto como prueba irrefutable de la importancia de este festival en lo que nos concierne), Punto de Vista programó la primera retrospectiva en España de James Benning, un cineasta tan esencial como (aún hoy) desconocido. Si hay un cineasta en el mundo en el que se aúnan lo real y la personalidad de una mirada hacia esa realidad, ese es Benning.

Por otro lado, y para ir acabando, no me gustaría dejar de apuntar la importancia que tiene en este asunto un factor que no por obvio y manido es menos relevante. Me refiero, claro, al formato digital. Sergi Sánchez dice de Five (Abbas Kiarostami, 2003): “Se entrega a lo que podríamos denominar ‘ahora eterno’. El digital hace del presente un ritual que parece haber captado in media res, en la tierra de nadie que convierte lo cotidiano (lo que no habíamos sabido mirar) en un descubrimiento, en un modo de dialogar con lo absoluto (…) El digital permite captar el devenir del tiempo, su transformación, sin que haya ningún proceso de distanciamiento (…). El digital permite que Kiarostami rentabilice su paciencia de artista, es el medio para que la espera fructifique y, como el pincel de Antonio López en El sol del membrillo (Víctor Erice, 1992), actúa como creador de una realidad etérea y mutante, que se construye a medida que se filma” [1]. Es evidente que la logística de la tecnología digital facilita el acercamiento, la proximidad y la inmediatez y en las condiciones de precariedad en las que determinado cine se lleva a cabo, la propia dinámica de la situación obliga a rodar lo próximo, lo cercano, lo que está pasando al doblar la esquina. Eso solo lo permite el digital, qué duda cabe. Y lo mejor es que hay una fascinación en todo ello que convierte cada nimiedad en un acontecimiento, en cuestión de vida o muerte. El autorretrato, lo íntimo, lo reflexivo, lo particular, lo concreto que acaba alcanzando lo general son reformulaciones de la narración tradicional que se convierten en terreno abonado para el digital. Y de la conjunción de ello con cierto desencanto surgen los No lugares, los No géneros, las No narrativas y casi las No películas que tanto y tan bien hablan de eso que hemos llamado lo real.

Resulta interesante comprobar cómo en la historia del cine, a partir de la mirada personal de la figura del autor, se ha ido desplazando el concepto de Realidad (que implica cierta objetividad) a favor de otro mucho más amplio (aunque concreto) y rico en matices como es ese que aquí hemos llamado lo real. La realidad se desmenuza en miles de impulsos que le llegan a un cineasta atento. Cada uno de esos impulsos o percepciones es lo real, y sumados forman un abanico de miradas de una riqueza extraordinaria. Ese fenómeno se da aquí y ahora, como se ha dado tantas veces en la historia del cine, y merece ser analizado.

[1] Sánchez, Sergi, Hacia una imagen no-tiempo. Deleuze y el cine contemporáneo, Ediciones de la Universidad de Oviedo, 2013, pag 137

Tomado de: http://contrapicado.net

Tráiler del filme Edificio España, de Víctor Moreno

Leer más

El cine cubano o los caminos de la modernidad

Cartel del filme documental Por primera vez de Octavio Cortázar

Por Julio García Espinosa

Se suele decir: «la película no es buena, pero está muy bien hecha, es muy moderna». Es como si se dijera, «Miami desde el punto de vista humano es un desastre. Pero como ciudad es muy moderna». ¿Cómo puede una película no ser buena y al mismo tiempo moderna? ¿Cómo puede una ciudad ser —desde el punto de vista humano— un desastre e igualmente ser moderna? ¿Es posible esta contradicción? ¿Se pueden separar los efectos humanos de los tecnológicos de una película? ¿O el desarrollo humano, del desarrollo urbano de una ciudad? ¿Se puede separar el desarrollo espiritual del material? Sin embargo, se ha logrado separarlos al punto de que esta moneda, en la actualidad, aparece como de una sola cara.

¿Bastaría con decir que el desarrollo es desigual? ¿Qué es ser moderno? ¿Estar a la moda en el vestir? ¿En el último baile? ¿En tener un teléfono, un televisor, un carro; en disponer de Internet? ¿La modernidad se encuentra solo en los avances de la ciencia y de la tecnología, en la genética y en los vuelos espaciales? ¿Se puede encerrar la modernidad en una falsa lámpara de Aladino sin genio alguno dentro? ¿Es que volvemos a los inicios del siglo xx, cuando los futuristas italianos declaraban que la ciencia y la tecnología eran las principales fuerzas motrices de la modernidad? ¿Debe o no estar el ser humano en el punto de partida, pero también de llegada, de todos los caminos hacia la modernidad?

Tampoco se trata de ignorar el progreso científico y tecnológico, ni de subestimar la producción de bienes materiales. Frente a la propuesta de la vida material como paraíso, no se trata de hacer loas al miserabilismo material. Pero se puede calificar el siglo xx como un siglo de progreso y también de barbarie. Los artistas han dado testimonios lacerantes de estas angustias, fascinados, unas veces, por la modernidad y, otras, espantados ante ella. Lo cierto es que el equilibrio entre vida material y espiritual se ha roto. Peor. El verdadero problema no es la desigualdad del desarrollo, sino que la aspiración de vida material para una minoría solo ha llegado a ser posible al precio de negar toda posibilidad de vida material y espiritual a una mayoría.

El cine cubano llega, de pronto, a la modernidad en los años 60. Es decir, en esos años en que el mundo intenta restablecer el equilibrio entre el alma y el cuerpo. Entonces se entendió lo espiritual no solo como refugio en sí mismo, ni mucho menos como parcela al margen de las realidades de la vida. La dignidad, el decoro, la solidaridad, las virtudes —como entendía Martí—, llegaron a convertirse en algo útil. El colonialismo se desplomó en todo el planeta; los trabajadores y los estudiantes salieron a las calles en busca de los derechos perdidos; las mujeres, los negros, los homosexuales, rompieron las ataduras de ancestrales ghettos; el arte y las costumbres se liberaron de viejos atavismos. Era el fin de las lamentaciones, un espíritu de cambio lo impregnaba todo.

Fue en esas circunstancias que surgió la Revolución cubana con su propuesta de cambio histórico. Remozando, enriqueciendo, fortaleciendo nuestra identidad. A los cineastas cubanos les llevaría casi una década expresar los latidos de la nueva vida. En efecto, películas como Memorias del subdesarrollo, Lucía, La primera carga al machete, Aventuras de Juan Quinquín, no se realizarían hasta finales de esa década.

Intentaremos explorar el cine cubano deteniendo la mirada en algunos aspectos de la modernidad. Y también limitándonos al largometraje de ficción. Dadas las obvias limitaciones espaciales, queden para otra ocasión la formidable producción de documentales encabezada por Santiago Álvarez y la de dibujos animados, presidida por Juan Padrón. Asimismo, la labor realizada fuera del ICAIC por cineastas como Jorge Fuentes, Belkis Vega y Tomás Piard. Algunos de los criterios con los cuales analizaremos la ficción seguramente podrían ser aplicados al resto de la producción, tanto la de fuera como la de dentro del ICAIC.

Según Adolfo Sánchez Vázquez, el proyecto de emancipación humana es el postulado esencial que caracteriza a la modernidad. Bajo ese principio, la Revolución marcó el inicio de la modernidad entre nosotros. Los cineastas cubanos respiraron ese aire como algo que, desde hacía tiempo, yacía latente en todo el país.

Antes de 1959, en Cuba se había comenzado a ensayar lo que hoy se conoce como sociedad de consumo. Grandes tiendas, fastuosos hoteles, televisión en color, etc. Sin embargo, el triunfo de la Revolución demostraba que no solo de pan vive el hombre, mucho menos si ese pan no era para todos. La alegría que se desbordaba por las calles, desbordaba las aspiraciones por un pan mejor repartido. Era por ese camino que iniciábamos la aspiración de una vida material más justa, pero se reveló que era, sobre todo, por la recuperación de una vida interior que había sido empobrecida durante décadas. Por fin se podía gritar a todos los vientos lo que durante demasiado tiempo se había silenciado. Esta vez podíamos aspirar a una vida material sin humillaciones ni degradaciones para lograrla. La modernidad se nos presentaba como si las dos mitades del ser humano, corazón y mente, se juntaran de nuevo. Como en 1868, como en 1895. Ahora, con el signo alentador de que el mundo también marchaba en la misma dirección. Por primera vez era posible la cohesión del país, o sea, el destino de cada uno de nosotros se volvía parte inseparable del de toda la nación.

A su vez, los cineastas asumieron su obra individual como parte inalienable del destino del cine cubano. Tenían la posibilidad de ser ellos mismos quienes exploraran los caminos de la modernidad, y no funcionarios ajenos al medio cultural. No fue difícil para el ICAIC pasar de institución orgánica a movimiento artístico y, de esa manera, formar parte legítima de la cultura nacional, tal y como lo había preconizado su promotor principal, Alfredo Guevara.

La cohesión no significó, ni podía significar, complacencia. La identificación con la Revolución fue total sin dejar de ser crítica; fue unitaria sin dejar de ser diversa; tuvo un aliento similar sin dejar de ser múltiple.

El ICAIC se fue convirtiendo en una auténtica escuela donde lo fundamental no era aprender la técnica, sino desarrollar el talento. Más que una fuente de trabajo, se trataba de un proyecto cultural. La modernidad entonces devino el medio de superar las contradicciones anacrónicas para, a su vez, facilitar el surgimiento de otras más contemporáneas.

«No hay manera de transformarse si no es transformando la vida», diría Goethe en su Fausto. En esos años 60, los cineastas cubanos descubrían el mundo descubriéndose a sí mismos, proyectando el Pigmalión que todos llevamos dentro, ese que nos hace sentir vivos, dada la obsesión por querer transformarlo todo. Una película no cambiaba el mundo, pero había que hacerla como si fuera capaz de lograrlo. Otro gran escritor, Thomas Mann, había dicho que prácticamente no existían ni la verdad ni la belleza. Los cineastas cubanos insistían en que lo importante era buscarlas, aunque no existieran.

La autonomía que habíamos ganado para el arte, no significaba la despolitización o desmemorización del artista. Si bien el arte no podía estar en función de la política, el artista no podía asumirlo como un refugio separado de la vida real; ni la belleza como algo ajeno a la búsqueda de la verdad. Picasso, Brecht, Chaplin, no habían aislado al artista de la vida, no se habían fragmentado como seres humanos. Habían contribuido a acortar la distancia entre la vida real y la ilusión de la vida.

Se decía también que el cine de Hollywood había sido un factor decisivo en la unión de los estados norteamericanos. Se podía decir que también el cine cubano contribuía, en ese entonces, a la unidad que requería el país. Pero mientras aquel, en general, no había propiciado el crecimiento de sus espectadores, un mérito singular del cubano es que favoreció el camino hacia la madurez.

El cine cubano, por otra parte, no devenía un cine oportunista. No iba al encuentro mercantil del público de jóvenes, que mayoritariamente llenaban las salas en todas partes. Se propuso siempre dirigirse a la inteligencia del público, fuera este de jóvenes o de viejos. Por esos años, se convertía en vanguardia de la cultura del país, convencido de que los filmes podían revelar el fondo de sabiduría que todos llevábamos dentro. Se podía decir que, entonces, junto con el latinoamericano y caribeño de la época, fue considerado un cine que venía de un centro y no de una periferia.

Digamos, a propósito, que un filme es como el amor; si se logra un 60% de lo que nos hemos propuesto, es una obra maestra. Al conjunto de una producción también se le puede reconocer su dimensión artística si logra alcanzar una proporción similar.

La década de los 60 fue larga, es decir, duró hasta mediados de los 70. Se hicieron 44 largometrajes, en una proporción de tres filmes por año. Los resultados fueron tan óptimos como inesperados. Más de la mitad clasificó como buenas películas. La calidad lograda, además, tuvo respaldo de público y de crítica. El éxito rebasó el plano nacional y llegó también a alcanzar públicos internacionales. Protagonista indiscutible de esa época sería Tomás Gutiérrez Alea. Entre las nuevas películas señalables, estaría la del primer largometraje realizado por una mujer: De cierta manera (1974), de Sara Gómez.

¿Cómo fue posible esta explosión de una cinematografía nueva que partía de cero? De los pioneros de principios de siglo, encabezados por Enrique Díaz de Quesada, no quedaba prácticamente nada. De los años 30 y 40, a pesar de la voluntad de cineastas como Ramón Peón, no se había logrado consolidar siquiera una producción comercial. El surgimiento del nuevo cine cubano no era imaginable sin la Revolución. Pero no bastaba su soplo decisivo. Teníamos que indagar también en las vías y atajos propios del medio.

¿Qué mundo de ideas y de contradicciones motivaba el crecimiento de los cineastas cubanos? La coherencia con su propio medio y con las nuevas circunstancias que vivía el mundo no estaba exenta de contradicciones. El ICAIC era entonces un hervidero de ideas y de debates, de rigor y de audacias.

Crecía, asumiendo y rechazando al Neorrealismo, a la Nouvelle Vague, al Free Cinema, al New American Cinema, etc. Asumiéndolos porque eran parte de los mismos empeños. Rechazándolos porque los realizadores queríamos caminar al ritmo de nuestro propio destino. Confrontándonos, en encuentros muy tempranos, como los de Génova, con el Columbianum del Padre Arpa, y en el indispensable Pesaro de Lino Micciche y Bruno Torri, antecedentes históricos de las relaciones entre el cine europeo y el latinoamericano. También en los fundacionales de Viña del Mar, en Chile; y de Mérida, en Venezuela. Todos fueron semillas donde floreció la conciencia de un cine común. Finalmente, la creación del Festival de La Habana, en 1978, consolidó y sistematizó, en un territorio de nuestra América, los encuentros entre los cineastas latinoamericanos, y de estos con el resto del mundo. A partir del festival fue posible alentar, fomentar, promover, lo que ya existía en la realidad: un Nuevo Cine Latinoamericano.

El germen de ese nacimiento se sitúa en los años 50 con Raíces (1953), de México; Río 40 grados (1955), de Brasil; El Mégano (1955), de Cuba; Tire Dié (1958), de Argentina; Araya (1958), de Venezuela. Todos fuertemente influenciados por el neorrealismo italiano, corriente que, desde finalizada la Segunda guerra mundial, no había dejado de influir hasta en cinematografías tan distantes como la soviética y la norteamericana.

El neorrealismo italiano se planteaba volver al realismo que había escamoteado el fascismo. Nos interesó enseguida por razones prácticas, por su capacidad de hacer un cine con recursos mínimos, sin efectos especiales, sin grandes tecnologías, sin decorados, sin estrellas. Pero, sobre todo, el neorrealismo nos ofrecía el ejemplo de un cine de resistencia. El nuevo cine italiano fomentaba un espíritu de cambio en la sociedad. Tenía el encanto de haber puesto el acento en los perdedores del sistema, en que los pobres también se pudieran ver como personas, como seres humanos. No empezaban mal quienes lo hacían bajo la influencia del neorrealismo. Al contrario, la cinematografía mundial lo puede considerar como un verdadero hito en su historia, como uno de los nutrientes más importantes en el desarrollo de su lenguaje. Pero, como es ley de la vida, no tardaría en ser cuestionado. Y precisamente, tal y como lo revelaban aquellos años 60, el neorrealismo se limitaba en cuanto a renovar la narración convencional. El resultado era un estancamiento en su evolución, un debilitamiento de sus propias propuestas iniciales. Más tarde, en el afán de no cesar en la eliminación de mediaciones superfluas entre el espectador y el autor, creadores como Rossellini y hasta el propio Zavattini harían de ese propósito su empeño fundamental.

El nuevo cine cubano, siguiendo las huellas de un neorrealismo ya tardío y desfasado, con Historias de la Revolución (1960), y Cuba baila (1960), no había dejado de ser un reflejo empobrecido de nuestro pasado más reciente. La ruptura se produce y, por lo tanto, el nuevo camino, con Memorias del subdesarrollo (1968), La primera carga al machete (1969), Aventuras de Juan Quinquín (1967), e incluso Lucía (1968) que, si bien mantenía reflejos de Visconti, no era ya del Visconti ortodoxo de Obsesión o de La tierra tiembla.

El cine cubano, al igual que el latinoamericano, avanzaba con singular autenticidad, al ritmo de los movimientos de liberación que se propagaban por el continente, reflejando realidades pasadas y presentes, saltando géneros, moviendo debates, confrontando ideas.

Desde Europa, sin embargo, a pesar del mayo francés, algunos señalaban que los cineastas cubanos queríamos convertir el cine en pura ideología. Como si la contradicción fuera entre un cine de pura estética y otro de pura ideología. Es decir, como se ha mencionado en más de una ocasión, como si Europa hiciera cine de arte; Hollywood, de entretenimiento, y los latinoamericanos, cine político. Era una manera simplista y cómoda de ver las cosas. Pero hubo de todo en la viña del Señor. Tal vez éramos los más señalados porque, en ese entonces, el marxismo era la corriente principal del pensamiento latinoamericano.

Pero el marxismo, a pesar de sus detractores, significó diversidad de criterios, de estilos, de opciones estéticas. Nunca resultó más plural el cine de América Latina y el Caribe. Si el de los años 30 había subrayado las diferencias convirtiéndonos en charros, cangaceiros y gauchos, el nuevo cine venía a decir que éramos seres humanos iguales a todos, pero en circunstancias de vida diferentes.

Desde luego, no dejábamos de tener particularidades. Por ejemplo, nuestras contradicciones no eran tanto con la Europa occidental como con la socialista. Esta no sentía el enfrentamiento con Hollywood como los latinoamericanos. No fue una casualidad que, a partir de los 70, cuando empiezan las represiones y las dictaduras militares en América Latina, sus cineastas no se marcharan a Hollywood, sino que buscaran una posible continuidad de sus ideas en Europa occidental, en Canadá, en Cuba. En cambio, en los países socialistas, hubo cineastas que no vacilaron en irse a Hollywood, cuando se les presentó la oportunidad.

Tampoco hay que pasar por alto que también surgieron voces, dentro de los propios cineastas latinoamericanos, que reflexionaban como si Cuba viviera una etapa distinta a la de ellos. Y, en efecto, era distinta, pero porque le tocaba el enfrentamiento más directo con la dependencia norteamericana. Era distinta, pero no contradictoria. Ya no estábamos obligados a la política, que nos exigía Hollywood, de comprar diez películas malas para obtener una buena; o a desangrarnos en porcentajes onerosos ante el resultado en taquilla de sus películas; o a soportar la impudicia de gravar con altos impuestos la entrada al país de película virgen que necesitaba el cine nacional, y, al contrario, reservar impuestos bajos para el ingreso de las películas de ellos, que de esta forma no solo frenaban el desarrollo de un cine propio, sino que también hacían una competencia desleal.

«De cierta manera», y «hasta cierto punto», nuestro proyecto socialista era un signo perturbador dentro de una región cuyo proyecto no era, precisamente, de ese carácter. Esto hacía que, por un lado, nos relacionáramos con los países socialistas; pero por otro, que nos sintiéramos unidos a la América latina y caribeña. Aunque tampoco había una real contradicción. La opción socialista era, para Cuba, la posibilidad de garantizar la emancipación por la que todos, en el continente, luchábamos y seguíamos luchando. Cuestión indispensable para salir del subdesarrollo crónico que nos obligaba a la dependencia norteamericana.

Hay que señalar además que, en los 60, América Latina no había luchado contra la democracia, sino contra su caricatura. Las luchas se libraban por una auténtica democracia. Por eso, después de los 60, vinieron las dictaduras en el Continente, con el único objetivo de impedir su triunfo. Demostraban que cuando se pasaba de la libertad para hablar a la acción para cambiar las cosas, se acababa la farsa y entraban los militares. A Cuba, precisamente por haber logrado liberarse de la dictadura —no solo de Batista, sino de la de más de cincuenta años de explotación y de totalitaria dependencia—, la castigaban con bloqueos y con todo tipo de guerras sucias.

Habría que subrayar, no obstante, que, a pesar de nuestras excelentes y fecundas relaciones con tantos cineastas de los países socialistas, no podían dejar de resultarnos más estimulantes las relaciones con los latinoamericanos, dadas las razones históricas y culturales que desde siempre nos identificaban. Tan orgánicas y viscerales han sido y son estas relaciones que, a veces, en nuestras obras se percibe una cierta nostalgia por la burguesía que nunca hemos podido ser. En efecto, nunca hemos sido, ni somos, la Europa que logró desarrollar una burguesía nacional, fortalecida e independiente. Por eso, dicho sea, no entre paréntesis, la crisis del nacionalismo en los países que ya se han consolidado como nación no resulta igual que para aquellos otros que aún están en su propio proceso. En Cuba, por ejemplo, nuestra precaria y nada independiente burguesía —salvo excepciones individuales—, nunca defendió el arte que, en otras latitudes, hubiera sido bandera y orgullo de una burguesía nacional. Fue el pensamiento de izquierda, en particular el antiguo Partido Comunista (Partido Socialista Popular), quien asumió la defensa del arte nacional. Sin embargo, en relación con el neorrealismo italiano, habría que aclarar que su posición no fue tan feliz. A diferencia de los partidos comunistas de la región, que apoyaron todo el tiempo al neorrealismo, el PSP cubano, sin negar el neorrealismo ni sus películas, había privilegiado la defensa del realismo socialista, opción estética que entonces propugnaba la Unión Soviética. Y ya hemos mencionado cómo, paradójicamente, en esos años 60, el neorrealismo llegó a influir hasta a los propios cineastas soviéticos.

Pero el marxismo hizo posible la bifurcación de los caminos hacia la modernidad. En Cuba habíamos partido de cero en cuanto a la producción de películas, pero no en cuanto a la exhibición. Esta realidad había cambiado con el proceso revolucionario, aunque el gusto condicionado por tantos años de un cine dominante, como era el de Hollywood, no se podía borrar de un día para otro. En América Latina era peor, puesto que esa hegemonía permanecía inalterable. Incluso es posible afirmar que mientras las colonias se desplomaban, en el mundo entero se incrementaba el colonialismo en las pantallas de cine. Afrontar el proceso de descolonización de las pantallas, mediante el cambio radical en la programación, si bien era indispensable e inaplazable, no era suficiente.

Una fuerte corriente se abrió paso para afrontar —desde el propio lenguaje cinematográfico— los códigos y estructuras en que se sustentaban las películas de Hollywood. Fue Glauber Rocha quien llevó más lejos ese enfrentamiento, aunque también lo sostuvieron cineastas como Paul Leduc, Pino Solanas, Román Chalbaud, Jorge Sanjinés, Fernando Birri, Miguel Littin. En general, esta reacción fue bastante común, no solo en América Latina, sino en todo el mundo de los 60. Los cineastas, de alguna manera, querían cuestionar la narración convencional que mantenía e imponía Hollywood como canon indiscutible de lo que debíamos entender como lenguaje cinematográfico. Esa narración descansaba en las estructuras de la novela del siglo xix, la que, no obstante haber dado excelentes frutos y ocupar un lugar destacado en el desarrollo del lenguaje cinematográfico, se había ido agotando, había ido relegando cada vez más el núcleo dramático de la historia, jerarquizando la factura y los medios expresivos (estrellas, efectos especiales, fotografía, banda sonora, montaje, etc.) como sustentos privilegiados del discurso. Contaban una historia con la estructura propia de la novela decimonónica y el valor cinematográfico, su contemporaneidad, se concentraba en ilustrar, lo más expresivamente posible, esa historia. Tendencia que, inclusive, ganaba prestigio apoyándose en el que históricamente ya tenía la literatura y, desde el punto de visto de la imagen, las artes plásticas. Hasta hoy permanece como dominante esa propuesta. Por eso, ante sus modelos más aberrantes y comerciales, se suele decir: «la película no es buena, pero está muy bien hecha, es muy moderna».

Una corriente importante dentro del cine latinoamericano, incluyendo al cubano, fue la de nacionalizar esa tendencia. Y se hizo, y todavía se desarrolla, con gran éxito de público y de crítica. Se puede decir que es la corriente con más aceptación dentro y fuera de nuestro continente. Tal vez porque, en sus mejores momentos, ha logrado traer a un primer plano el núcleo dramático de tal modo, que forma y contenido no quedaran tan cercenados como acostumbraba y acostumbra hacer el cine de Hollywood.

Pero la otra corriente incursionó en una dirección más radical. Partía de la convicción de que el tema de por sí, por muy importante que fuera, no bastaba para contribuir al proceso de descolonización: no era posible un contenido nuevo enmarcado en formas cada vez más agotadas. Esta tendencia aspiraba a que todos los dardos se dirigieran a la liberación del cine como novela ilustrada. Por otra parte, el desarrollo cinematográfico, al igual que el arte en general, no podía ir a la saga del desarrollo del pensamiento humano. El ritmo interior —que no el exterior— de un filme no podía dejar de estar sincronizado con el ritmo del pensamiento contemporáneo, ni podía renunciar a contribuir a su desarrollo. Vivíamos más de prisa que en épocas anteriores, en un mundo más rápido en todos los sentidos. El cine, a diferencia de la novela, se situaba, como medio expresivo, dentro de esta contemporaneidad. No por gusto se le llamaba el arte de esta época. Por eso siempre ha sido tan improductivo como ingrato que se mida el valor de una película por las posibles cercanías al tipo de reflexión que nos proporciona la literatura. Una novela se lee, se vuelve la página, se deja para otro día. La película hay que verla de una sola vez, sin detenerse. Esto marca una diferencia sustancial entre lo que podemos esperar de una novela y de una película.

Conozco un carpintero de muebles, un artesano, todo un artista, que me comentó en una ocasión: «Estoy de lo más contento porque al fin tengo una videocasetera». «¿Cómo? —le dije—, ¿tanto te gusta el cine?». «No —me respondió—, es que ahora puedo parar la película y ver los muebles». Pero cuando uno está interesado en ver la película, no la detiene, a menos que sea un especialista interesado en analizar sus partes. Es más, no hay cosa más molesta que los cortes de publicidad en las películas pasadas por la televisión. El gran desafío de esta narración de prisa que es el cine, obligaba a buscar maneras alejadas de la literatura. No solo para procurar un nuevo tipo de reflexión, coherente con esta especificidad, sino para favorecer un nuevo tipo de espectador, un espectador más activo. En este sentido, en el Festival de Pesaro de 1968, fue de gran impacto cuando Pino Solanas y Octavio Getino enarbolaron una enorme tela que decía: «Todo espectador es un traidor».

En síntesis, mientras más pudiéramos alejarnos de la literatura, más podríamos romper con los códigos que mantenían el coloniaje, la fascinación del espectador al precio de perder su espíritu crítico. Insistíamos, entonces, en que el deber de un cineasta revolucionario era hacer la revolución en el cine.

El cine cubano exploró también esta corriente. Titón (Tomás Gutiérrez Alea) lo hizo en Hasta cierto punto; Humberto Solás en Cantata de Chile; Manuel Octavio Gómez en Los días del agua; Sergio Giral en El otro Francisco; Manuel Herrera —borrando definitivamente las fronteras entre la ficción y el documental— en Girón; y yo, que desde Aventuras de Juan Quinquín, he intentado no hacer otra cosa que esta especie de cine antinovela. Esto no ha significado, ni podía significar, desde luego, que el cine cubano, en su relación con novelistas cubanos, no haya logrado excelentes resultados, unas veces rechazando sus estructuras, otras asumiéndolas. Pero siempre haciéndolo con rigor, tanto en una como en otra tendencia. Sin posiciones cerradas, dogmáticas ni excluyentes.

En sus más de 180 largometrajes de ficción, el cine cubano podía ufanarse de que estos reflejaran, en su mayoría, la realidad del país con una mirada adulta. Sentir como uno de sus grandes triunfos que el público, educado en el desprecio de su propia cultura, se identificara con el nuevo cine nacional.

Hubo algo, entre otras consideraciones, que debemos subrayar: las confrontaciones entre nosotros mismos. No solamente se había crecido en la lucha frontal contra la mediocridad, el sectarismo y el oportunismo circundante. Esto resultaba demasiado evidente. Lo más significativo había sido lo que no se veía. Haber asumido que, entre los propios cineastas del ICAIC, anidaban marcadas diferencias, a veces tan abismales que podían crear irreversibles contradicciones con la Revolución. Y que esas diferencias, lejos de ignorarlas, se había decidido revelarlas. Estas debían ser las fuentes principales de nuestros debates, donde radicaban las posibilidades de nuestra propia superación. El camino hacia el pensamiento más avanzado reclamaba la confrontación abierta, día a día, sistemáticamente, de estos antagonismos marcados por ciertos liberalismos regresivos y no pocos dogmatismos trasnochados. El principio de que ningún cineasta se considerara dueño absoluto de la verdad, no solo evitó el oportunismo, sino que hizo posible superar las inclinaciones reduccionistas, tanto del panfleto como de la crítica anacrónica. Así también el análisis de los guiones no fue de simple contenido, sino de dramaturgia, por lo que no se separaba forma de contenido y no tenía nada que ver con la censura padecida por otras cinematografías.

Lo más cercano que habíamos tenido como censura había sido el caso del documental P.M. Pero a sus realizadores, en honor a la verdad, solo se les había pedido que aplazaran su exhibición. Era el momento en que el país se enardecía con la formación de las milicias ante el inminente ataque que preparaban las fuerzas contrarrevolucionarias. No estuvieron de acuerdo y decidieron irse del país.

Para el ICAIC, la libertad del creador nunca fue concebida si no se lograba, simultáneamente, la del espectador. Al descolonizar las pantallas, contribuyó a la descolonización del espectador. Abrió las salas y le garantizó a la población el derecho a ver películas de todas partes del mundo. En un momento en que voces y criterios, ya superados por la Historia, trataron de cuestionar la política de exhibición de películas, los cineastas, junto a Alfredo Guevara, hicieron prevalecer las posiciones más consecuentes con la Revolución.

Defender esa política era indispensable. No solo porque hacía evidente la falsedad del llamado comercio libre y el fariseísmo del mercado libre y la libre competencia, sino, en particular, porque los enemigos del cine nacional siempre habían sostenido que afectar la programación de películas norteamericanas era afectar la afluencia del público a las salas de cine. Esa amenaza siempre había gravitado, como una espada de Damocles, en la defensa de la cinematografía nacional. Por eso, si bien era importante lograr la identificación con el cine propio, era aún más relevante que la Revolución demostrara que abrir las pantallas al cine de todo el mundo no suponía un rechazo del espectador, ni mucho menos su fuga, sino, al contrario, se lograba que el público llenara, como nunca, las salas de cine. En consecuencia, priorizar la libertad del espectador no entraba en contradicción con los intereses de quienes poseían salas de cine. Fue el mejor mensaje que podíamos ofrecer a todos los que luchaban por el derecho a tener una cinematografía nacional. No dejaba de ser desconcertante que garantizar ese derecho, lograr un comercio y un mercado verdaderamente libres y una competencia en condiciones de igualdad, hacía necesaria toda una Revolución.

La programación de las salas se realizó en forma proporcional a la producción de cada país, evitando que ninguna cinematografía resultara hegemónica. Igualmente se terminó con la práctica discriminatoria de reservar las salas de tercera para las películas latinoamericanas. Por principio, las mejores salas eran para las mejores películas, vinieran del país que vinieran. En consecuencia, la promoción de los filmes no descansaba en razones extrartísticas (éxito de taquilla, chismes de las estrellas, etc.), sino en su calidad.

El cine se extendió por todo el país. Se terminó con la práctica de reservar las mejores películas solo para las salas de las ciudades más importantes. Se desarrolló el cine-móvil, que Octavio Cortázar dejó tan conmovedoramente reflejado en su documental Por primera vez. Y se acortó el tiempo que mediaba entre los estrenos en la capital y el resto del país. También se fue promoviendo el Movimiento del Cine Aficionado. Como consecuencia de ello, se ampliaron, a nivel nacional, los debates sobre el cine.

El cambio fue profundo. En un momento en que había países en América Latina donde los espectadores ya no iban a ver las películas por el solo hecho de ser de habla hispana, entre nosotros podía eventualmente haber cola para ver películas latinoamericanas y españolas. Es decir, la descolonización progresó al punto de ir eliminando prejuicios y condicionamientos históricos que tenían prisionero al espectador cubano. Creció por lo tanto el público cubano, y fue este un factor decisivo para que lo hicieran también nuestros directores.

Si la década de los 60 había promovido el espíritu de cambio en el mundo, si el balance entre la vida material y espiritual había hecho latir profundamente los corazones, a mediados de los 70, con el declive de las luchas de liberación, con la implantación de férreas dictaduras en el continente, con el fortalecimiento de la dependencia norteamericana, se empezaban a sentir las ráfagas de una fragmentación en vidas e ideales latinoamericanos.

El cine cubano no fue ajeno a estos declives. Pero en los años 80 no solo se pudo detener esta línea descendente, sino que los pulmones del Movimiento del Nuevo Cine Latinoamericano volvieron a llenarse de esperanza. La Revolución cubana, Fidel Castro directamente, fue el artífice de la nueva situación. El Festival de La Habana —apoyado como nunca con la experiencia de muchos compañeros, en particular de Pastor Vega— se convirtió en el espacio propicio para dinamizar aún más la industria cubana y la de todo el continente. El Movimiento fue respaldado por artistas y realizadores de todo el mundo, incluyendo algunas estrellas de Hollywood. Se intensificaron los encuentros con cineastas europeos, africanos y asiáticos. El Festival potenciaba todas las fuerzas del Comité de Cineastas; promovía la constitución de federaciones sindicales, de cinematecas, de distribuidoras alternativas, de cineclubes; favorecía la creación de la CACI, el organismo que venía a integrar las instituciones oficiales de cine de América Latina, España y Portugal; refrendaba, así mismo, leyes tendientes a hacer realidad el Mercado Común del Cine Iberoamericano; fomentaba la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano, presidida por Gabriel García Márquez, y la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños, que tanto significaría para la formación de nuevos talentos en América Latina, África y Asia.

Con aliento renovado, el ICAIC promovió una nueva generación que hizo posible triplicar la producción de esos años 80. Se realizaron 75 largometrajes —un promedio de siete por año— que permitieron una presencia mayor del cine cubano en festivales y mercados extranjeros. Se incrementaron significativamente las coproducciones con cineastas latinoamericanos y también se iniciaron coproducciones con África. España, en esos años —cuando Pilar Miró dirigió primero la Dirección de Cine del Ministerio de Cultura y después el Ente de la Radio y la Televisión Españolas—, propició, más que en ningún otro momento, las coproducciones con todo el cine iberoamericano.

Sin embargo, el mundo de las ideas no dejaba de hacerse cada vez más complejo. El pensamiento avanzado se empezaba a confundir con los viejos liberalismos; la intransigencia revolucionaria con el dogmatismo más cerrado; y la conciencia individual con la autocensura. La respuesta del ICAIC fue la de formar tres grupos de creación que continuaran la tradicional participación de los cineastas en el destino del cine cubano, más necesaria en esos momentos, dados los incrementos en la producción. Si siempre la atención y análisis artísticos habían sido asumidos por un grupo de creación (entonces no se le llamaba así) con un director al frente, en esa oportunidad, cuando se triplicaba la producción, era evidente que se necesitaban tres. Los grupos estaban destinados a fortalecer la cohesión de los cineastas con el destino común del cine cubano; a rescatar el ambiente creador, que se había ido perdiendo; a disponer de una participación más activa en la aprobación de los guiones y en el corte final de las películas; así también en el intercambio de criterios e ideas, como antaño había sucedido mediante el fomento de debates. De esta forma, los grupos lograron que, de nuevo, los cineastas ocuparan el centro del espíritu creador del ICAIC, al tiempo que se recuperaba el sentimiento de pertenencia a un proyecto, y no solo de compromiso con la obra personal. Así también se abría un espacio para que los cineastas participaran en el Consejo Asesor promovido por la institución.

Pero los 90 se abrieron con Alicia en el pueblo de Maravillas. Para algunos, un mal paso, al igual que había sucedido, finalizando los 70, con Cecilia. Ciertos periodistas habían alentado su satanización, como ahora ciertos funcionarios demonizaban a Alicia…. La visión de ambos filmes fue distorsionada. Una discusión anacrónica horadó las filas de nuestra contemporaneidad. Los vigilantes de las «Sagradas Escrituras» siempre habían logrado que se nos aplaudiera o denostara por razones extrartísticas. Dentro y fuera del país. Siempre resultaba difícil saber cuándo nos aplaudían por políticos y cuándo por artistas.

Estas manipulaciones no han sido fáciles de sortear. Incluso han motivado posiciones oportunistas ante la demanda interesada de obras críticas. El pensamiento se ha visto frenado, dificultado en su andar por entre los laberintos de la modernidad. Si era normal que la reacción internacional siempre situara el debate en los términos más arcaicos, era doloroso que, aunque fuera esporádicamente, se dieran entre nosotros pasos que cerraran las posibles lecturas de una obra artística. No podía ser peor el comienzo de una década que ya anunciaba un desequilibrio mayor en el mundo.

La destrucción de gran parte del campo socialista, en particular de la Unión Soviética, quebró la balanza del poder internacional. Mirándolo desde hoy, el triunfalismo de los países capitalistas no dejaba de ser infantil. ¿De qué se reían? ¿De haberse librado del demonio? Veríamos enseguida que no sabrían cómo vivir sin Lucifer. La caída del muro de Berlín multiplicaba nuevos muros, esta vez para contener la invasión de los pobres de esta Tierra. Finalmente, ha sucedido que el mundo se ha vuelto ingobernable y que las profecías de Orwell, en su célebre libro 1984, dirigido a socavar al socialismo, se han hecho cada vez más patentes en el mundo industrializado.

El fin de la Guerra fría no ha dejado de aumentar las perspectivas de destrucción nuclear del planeta. Se ha incrementado la guerra caliente de los grandes contra los pequeños. Se ha disparado la pobreza en el momento en que más avances científicos y tecnológicos existen para acabar con ella. La simulación se ha hecho descarada y descarnada. La pseudocultura acompaña a la pseudodemocracia. Los gobiernos y los parlamentos simulan mandar cuando, en realidad, quienes lo hacen son las transnacionales. La libertad que se simula no es otra que la libertad de los comerciantes.

¿A dónde se fue la modernidad? ¿Se habría quedado en el oropel? ¿Tendrían razón los posmodernistas cuando anunciaban el fin de los valores que la habían sustentado? ¿Se había alejado definitivamente el equilibrio entre la vida espiritual y la material? ¿Qué es hoy la modernidad? ¿Disponer de salas electrónicas para ver, vía satélite, películas de un solo país? ¿O garantizar el derecho a ver cine de todos los países del mundo? ¿Acaso el hecho insólito de promover una píldora del orgasmo sustituyendo las relaciones sexuales? ¿O, como también se anuncia, privatizar el aire para poder impunemente contaminarlo en parcelas de los países pobres? Se hace difícil hablar de modernidad cuando la nación más poderosa del mundo hace vivir a sus ciudadanos en el miedo. El miedo de esa nación es su peligro. El miedo simplifica el pensamiento. Reduce todo a los extremos más inverosímiles. Impide conciliar los intereses con los propios principios.

¿Qué podía hacer el cine cubano en estas circunstancias? Sobrevivir. El país se iba recuperando, pero la industria cinematográfica no. Los cineastas, atomizados, debilitado el movimiento que les había dado razón de ser, priorizaban la realización individual de sus proyectos. El cine cubano, más que una suma de individualidades, era ahora como una resta del proyecto global. La producción se redujo, pero más grave resultó la reducción de sus aspiraciones. Después de todo, si el promedio de películas que se lograba hacer no pasaba de tres al año, en la época dorada de los 60 tampoco pasaron de tres anuales, solo que estas eran productos del aliento común de un destino compartido.

Por otra parte, el Movimiento del Nuevo Cine Latinoamericano tocaba a su fin, y apenas se hacía algo para convertirlo en una nueva y más contemporánea fuerza. En cambio, el cine europeo, restringido a cinematografía tercermundista, daba señales de vida. Es verdad que había cineastas europeos que se pavoneaban grotescamente como si vivieran en territorios independientes, autocomplacidos en sus pequeños espacios de modernidad. Pero los más consecuentes se mostraban activos en el empeño por disponer del espacio que les pertenecía. Hollywood producía, al año, menos películas que Europa y, sin embargo, había llegado a controlar el 80% del mercado mundial. Los cineastas latinoamericanos no alcanzaban a marchar al ritmo de estas impaciencias europeas.

El lado oscuro del posmodernismo nos pedía, de hecho, la rendición; nos planteaba, como única alternativa real, el conformismo y la inacción. Pero la vida no tiene sentido si no es transformable. Y de eso el mundo no cesa de dar señales. La globalización de los ricos no sabe qué hacer con los pobres. La globalización de la pseudocultura no sabe qué hacer con la cultura. Siempre nos habíamos resistido a ser un simple eco de la modernidad que venía de los países de punta. La Revolución había demostrado que se podía acceder a la modernidad desde dentro. Por otra parte, no es posible detener el pensamiento. En realidad, la modernidad no había perdido: había perdido un mundo incapaz de convertirla en vida, un mundo que había optado más por las razones de la fuerza que por la fuerza de la razón. Una alternativa global era, y es, inevitable. Y, en el centro de esta, pensamos que estará la cultura. Y dentro de la cultura estará, en primera fila, el cine. Lo mismo en celuloide que en video digital. Lo importante será que se entienda que el cine no es solo un arte de imágenes, sino, sobre todo, un arte de ideas.

Tomado de: http://www.temas.cult.cu

Leer más

Algunas consideraciones sobre lo poético cinematográfico (+tráiler)

Fotograma del filme Ida de Paweł Pawlikowski (2013)

Por Laura M. Martins

¿Quién puede precisar o demarcar en qué consiste lo cinematográfico o puntualizar qué es la poesía (cuando ella nos atraviesa desde la noche de los tiempos)? Lo que sostengo a continuación se presenta, entonces, como un conjunto de reflexiones que facilitaría un acercamiento a esa etiqueta o categorización, una aproximación que exhibe el carácter provisorio de cualquier explicitación que se pretenda abarcadora o completa.

Lo poético cinematográfico no consistiría en designar o definir (subrayar) las cosas sino en irrumpir como un destello, producir resonancias, luminiscencias que nos permitan atrapar (ver, sentir, palpar), por un instante, algo del fluir del mundo; una pequeña perforación en lo distinto, lo olvidado, lo imprevisto o lo nunca antes percibido. Un cine, también, en el que algo conocido pueda observarse/contemplarse como si fuera desconocido y al hacerlo así procurar des-domesticar nuestra mirada o desbaratar certezas ya fosilizadas. Aunque Georges Didi-Huberman lo sostiene en relación a los espacios de insurgencia y resistencia que surgen pese a todo frente a la catástrofe capitalista, lo poético cinematográfico podría hallarse en un cine de luciérnagas en oposición a la cegadora claridad de los reflectores por los cuales se-debe-ver-todo,[1] en un cine de afecto y respeto por el mundo sensible y por el espectador.

Abordaré varios films rodados en diferentes latitudes (la Unión Soviética, Estados Unidos, Polonia y Austria) y con estéticas disímiles. Casi todos ellos se distinguen por la desactivación de la trama (lo argumental) para activar el diálogo entre imágenes y espectador en función de que éste indague, observe, se detenga en aquello ante lo cual se sienta impulsado a responder sensiblemente, pueda palparlo. Se trata de una suerte de exigencia: lo filmado o la forma de lo filmado exige algo de nosotros. Lo poético residiría en aquello que intensifica nuestra experiencia sensorial, en lo que suscita la inventiva profunda del oído (como quería Robert Bresson), en la posibilidad de abrir una pequeña incisión desentumecedora de nuestro modo de ver el mundo. Cuando un sonidista graba vibraciones de mimbres puestos en la lluvia para ofrecernos una tormenta; cuando ese sonidista crea, más abstractamente, otra tormenta a través de los descartes de las grabaciones sonoras de los vientos, encontramos en esas imágenes sonoras algo del orden de lo poético (el sonido cobra allí una dimensión en sí y no opera como mera duplicación de la diégesis).[2] A la escasez de palabras le corresponden voces y sonoridades sugerentes. Las operaciones que ponen en juego estos films multiplican las posibilidades de mirada. Producen una verdadera experiencia del mirar y escuchar.

1

Los habitantes (Obitáteli, 1970), uno de los cortometrajes del realizador Artavazd Peleshián, constituye un título notable en la historia del cine. Una muestra contundente de que en la duración breve (apenas nueve minutos) puede hallarse una obra de arte y no una forma menor que sirve de puro ensayo o ejercicio para la posterior filmación de un largometraje. Este corto comienza con un primer plano de (un recorte de) un cisne que despliega sus alas (un solo plano invertido de izquierda a derecha, de derecha a izquierda que se repite varias veces), seguido por planos de otras aves que levantan vuelo y a los que luego le sucederán estampidas, animales encerrados, enjaulados o atrapados, y unas figuras, casi abstractas, que podrían ser de seres humanos amenazantes dando un paso atronador. La depredación exhibida en planos brevísimos se conjuga en una estructura coral de graznidos, bramidos, rugidos, balidos, disparos, detonaciones, y de un barritar desesperado de manadas de elefantes. No hay en Peleshián un puro corte, un puro salto, sino que imagen, sonido y música se ensamblan para producir un efecto poético. Él mismo sostiene que cuando vemos películas con música, nos parece que oímos música y que vemos la imagen, pero en sus films ambas cambian de territorio: vemos la música y oímos las imágenes.[3] Es decir, la música pasa al territorio de la imagen y la imagen, al de la música. Peleshián comparte con Bresson la idea de que el ojo en general es superficial; el oído, en cambio, es profundo e inventivo. Según el realizador francés, el silbido de un tren imprime en nosotros toda una estación. O sea que en el director armenio la intensificación de la experiencia sensorial se halla ahí, en ese traspaso de un territorio a otro, en esa reterritorialización. Las imágenes de las veloces estampidas, de animales escapándose del inminente peligro, combinadas con la utilización de treinta pistas de sonido diferentes,[4] generan una suerte de estruendo, un torbellino poético.

2

Leviatán (Leviathan, 2012) de Lucien Castaing-Taylor y Véréna Paravel es un documental surgido del Laboratorio de Etnografía Sensorial de la Universidad de Harvard filmado con doce cámaras GoPro. Resulta más que apropiado preguntarse dónde reside lo poético en un barco pesquero en alta mar que parte del puerto de New Bedford, Massachusetts, y donde vemos el trabajo manual, el esfuerzo, el cuerpo con frío, atravesado por el viento y el agua; la brutalidad de ese trabajo ejercido a merced de la furia de los elementos. Encuentro algo del orden de lo poético en la enunciación que se vuelve inadjudicable: ¿un pájaro (una gaviota)? ¿un pez?, ¿el barco mismo? Esta larga sucesión de puntos de vista (mayormente no humanos) no sigue una línea narrativa, no presenta diálogos, sino pura experiencia sensorial. Nuestro sentido de orientación o dirección se desdibuja todo el tiempo; nos cuesta saber dónde nos hallamos. Son nuestros sentidos los que tienen que asir algo: pájaros, máquinas, el barco que hiende el agua, cadenas que lidian con las redes de pesca gigantes, el descabezamiento de los pescados cuyos restos luego se tiran al mar y sirven de alimento de aves y otros bichos marinos. Imágenes brutales y poéticas, poéticas y brutales, al mismo tiempo. Cuerpos, sal, sangre, transpiración, desechos, redes, metales, chirridos, cadenas. En un momento hay un plano detalle de los párpados arrugados de uno de los pescadores, un plano sostenido, hasta que el ojo pareciera también él devenir una criatura de los abismos oceánicos.[5] Esa transformación es la que veo/entiendo como poética: la del ojo humano deviniendo criatura marina y la de la inadjudicabilidad de la enunciación (la notoria ambigüedad del punto de vista: ¿animal o inanimado?). Esa mirada múltiple o inasignable es poética; esa indeterminación es poética.

3

Film situado en Polonia en los años sesenta, Ida (2013) de Paweł Pawlikowski, exhibe los efectos del nazismo y sus cómplices en la (¿pequeña?) historia de dos mujeres que van a conocerse (¿reencontrarse?): Wanda, una jueza funcionaria del régimen, y su sobrina, Ida, una novicia que, a punto de tomar los hábitos, se entera de que es judía. Ambas, como sobrevivientes, bucearán dolorosamente en el macabro pasado familiar de secretos enterrados vinculados a la inagotable perversidad del nazismo. De los films abordados en este trabajo, este es el único con trama ficcional y en el que lo poético cinematográfico se presenta, por un lado, en la sorprendente ubicación de los cuerpos en el encuadre: las figuras se encuentran a un costado, empequeñecidas. Un espacio, podría afirmarse, tendiente a la fagocitación. Por el otro, en uno de los planos iniciales Ida pinta un Jesucristo de madera y el encuadre raro, bello, o bello por su rareza, no nos permite ver los pies de ella: las figuras (a)parecen como hundidas, como en un estar poco a poco cayéndose o a punto de que suceda ese derrumbarse. Un film delicado y sensual al mismo tiempo: un film que expone la materialidad cruda del mundo (cuerpos, tierra, nieve, niebla, caminos, árboles despojados, muros gélidos e inexpugnables, etc.), pero que exhibe la fundamental extrañeza de quienes habitan ese mundo y que se desplazan como una suerte de espectros. Esa frágil espectralidad nos interpela. En estas imágenes austeras, circunspectas (como si los planos mismos sólo tuvieran por único objetivo acatar el devenir), la mayor parte de los encuadres con cámara fija contienen geometrías simétricas[6] pero también, tal como aseveré al principio, nítidas asimetrías en relación a la colocación de los cuerpos que transitan un mundo lleno de descalabros, estragos, devastación. El sufrimiento siempre traza líneas tortuosas, zigzagueantes, nunca rectas.

4

Homo sapiens (2016) es una realización de Nikolaus Geyrhalter que, pese al título, carece de presencia humana; no hay voces en off o música extradiegética. Filmados en planos fijos sólo hay espacios que, por razones no explícitas, quedaron abandonados. Así vemos desfilar, unidos por sucesivos fundidos a negro, una iglesia, un teatro, un hospital, una escuela, un puerto, una prisión, un barco, una cueva llena de chatarra herrumbrada, edificios gubernamentales, centros comerciales, plantas procesadoras, una ciudad entera carcomida por la extrema salinidad del agua. Se escuchan zumbidos, graznidos, gorjeos, crujidos, un trinar y un croar insistentes, el gotear del agua, el viento en su ulular incansable y los ruidos que producen los objetos al desplazarse (papeles, plásticos, cartones, maderas, ramas). Lejos de cualquier perspectiva bucólica, vemos polvo, óxido, nieve, arena, naturaleza omnívora. Un paisaje postindustrial pero también posthumano. Y lo exhibido no es el futuro como se ha afirmado[7] sino el presente mismo en su poder devastador. Si bien en algunos casos podemos inferir las causas del abandono (tsunamis, efectos radioactivos, inundación, guerras, calentamiento global, etc.), la visión del planeta como ruina y desecho resulta escalofriante; tan desolador como esa montaña rusa (rollercoaster) que, como el esqueleto de un animal antediluviano, va siendo devorada por las aguas de un mar en alza. Como en los films de Peleshián, Geyrhalter recurre a la inventiva de nuestro oído. Ante ese muestrario imparable de desechos, pero, sobre todo, ante ese conjunto de sonidos naturales amplificados (ranas, pájaros, insectos, gotas de agua, vientos), nuestra experiencia sensorial se agudiza y observamos, en las ruinas y escombros, una coexistencia poética entre vida y muerte. Los planos fijos de esa materialidad derruida –aquello que el Homo sapiens ha dejado detrás de sí– cancelan la dispersión del espectador y, en su duración, habilitan el contemplar que el sonido intensifica. El desasosiego que sentimos frente a lo visible encuentra en las voces desplegadas en cada uno de los paisajes distópicos una sinfonía del mundo. Una sinfonía (desasosegadamente) poética.

Sin ninguna pretensión conclusiva, mi intento aquí ha sido el de proporcionar algunas de las distinciones que hacen a lo poético cinematográfico: lo sugerente, una experiencia sensorial intensificada, la posibilidad de contemplar, una suerte de estado febriciente de la visión, el principio de indeterminación que lo regiría. Aquello que nos permite multiplicar tanto las posibilidades de la mirada como las de lo auditivo –esos grandes ojos que son nuestros oídos–; aquello que nos conmueve en el borde inefable de las imágenes. Dada la indeci(di)bilidad de lo poético cada uno de estos films reactualiza o demarca lo que le concierne precisamente a lo poético cinematográfico; exhibe, en su singularidad, aquello que le atañe dentro de ese orden de imágenes. Al respecto, adhiero a lo que sostiene pertinentemente David Oubiña en relación al cine de Abbas Kiarostami: «Si fuera posible determinar un rasgo fundamental de lo poético cinematográfico habría que buscarlo allí donde la imposibilidad para rastrear en la imagen una avenencia entre toma y concepto vuelva inútil esa distinción».

Advierto, no obstante, que los films a los que recurrí contienen un núcleo unificador que es el de la destrucción: ya sea el genocidio de la Segunda Guerra Mundial y los distintos procesos depredatorios llevados a cabo por el ser humano o los lugares que se abandonan por desastres naturales, emanaciones radioactivas o guerras, o ya sean los trabajadores de la industria pesquera en su fase de franco declive. Asistimos a la prueba de la destrucción real de tantas cosas y, en definitiva, parafraseando a Peter Sloterdijk (citado por Graciela Speranza), a la prueba de la destructibilidad de todo [8]. Y, a la vez, entre tanta depredación, nos percatamos de que si hay arte hay vida. Es en este sentido que, aunque en referencia al documental, Jean-Louis Comolli advertía la pertenencia del cine como «archivo de lo viviente amenazado [porque] su rol consiste en registrar, antes de la destrucción o durante la [misma], lo que está siendo destruido para conservar sus rastros y su memoria». El cine filma el «descalabro del mundo que ocurre por doquier» y al hacerlo se convierte en una «acusación contra el programa de destrucción en curso».[9] Una conjura contra la deshumanización. Una mirada movilizad(or)a. Por eso estas películas, de un modo u otro, son imperiosas: porque nos exhortan a mirar, no a esperar peripecias y desenlaces claros o cierres apaciguadores, sino a experimentar la materialidad del mundo. A fin de cuentas, nos ofrecen un encuentro sensible con el mundo que nos incita a pensar como un instrumento decisivo para la supervivencia colectiva.

Notas

[1] Con “reflectores” Didi-Huberman se refiere a los «de los miradores y torres de observación, de los shows políticos, de los estadios de fútbol, de los platós de televisión». Georges Didi-Huberman, Supervivencia de las luciérnagas, Abada Editores, Madrid, 2012, p. 36.

[2] Me refiero a lo efectivamente hecho en La orilla que se abisma (2008) del director argentino Gustavo Fontán.

[3] «En mis películas la imagen puede ocupar el lugar del sonido, y el sonido ocupar el lugar de la imagen». Scott MacDonald, “FICUNAM (06): Entrevista a Artavazd Peleshian”, Con los ojos abiertos, 11 de febrero de 2011.

[4] Scott MacDonald, ibid.

[5] Stephanie Zacharek observa bien esta correspondencia (“‘Leviathan’: Of Fish and Men, Withouth Chats”, NPR, Washington, 28 de febrero de 2013).

[6] Coincido plenamente con la lúcida (y lucida) lectura sobre Ida efectuada por Roger Koza (en mi opinión uno de los mejores críticos de cine de la Argentina). En su sitio de internet aparezco con seudónimo en mis intervenciones.

[7] Rob Thomas, “Homo sapiens Shows the World after Humans Are Extinct”, The Cap Times, Madison (Wisconsin), 19 de octubre de 2016.

[8] Graciela Speranza, Atlas portátil de América Latina: Arte y ficciones errantes, Anagrama, Barcelona, 2012, p. 134.

[9] Todas las citas vienen de Jean-Louis Comolli, “El cine medida del mundo: Notas para una conferencia”, Revista Imagofagia 1, Asociación Argentina de Estudios de Cine y Audiovisual, abril de 2010.

Tomado de: http://revistaiconica.com

Tráiler del filme Ida, de Paweł Pawlikowski (2013)

Leer más