Textos prestados

El presente legado de Radio Swan

Para dirigir Radio Swan, el entonces director de la cia, Allen Dulles, escogió al oficial David Atlee Phillips, de 38 años, con un pasado destacado en tareas de propaganda durante el derrocamiento en 1954 del presidente nacionalista guatemalteco Jacobo Arbenz.

Por Jorge Wejebe Cobo

La Isla Swan, perteneciente al territorio de Honduras, por su cercanía con la Mayor de las Antillas, perdió su encanto en 1960 como lugar paradisiaco del mar Caribe, cuando a sus costas arribaron soldados estadounidenses, quienes manejando maquinaria pesada removieron la vegetación virgen para construir una pista de aviación, edificaciones y un muelle.

Aquellos intrusos tenían la misión de garantizar el funcionamiento de una emisora de radio de la cia, dirigida contra Cuba bajo los nombres de «Radio Swan» y «Radio Américas», que funcionó desde mayo de 1960 hasta 1968 bajo esas denominaciones.

Así tomó impulso la guerra radial de la Agencia Central de Inteligencia yanqui, de acuerdo con el primer plan de acciones encubiertas contra Cuba, aprobado por el entonces presidente Dwight Eisenhower, que contemplaba, entre otros objetivos, crear una oposición interna y erosionar el apoyo popular a la Revolución con una campaña de propaganda, la apertura de la emisora y la preparación de la invasión de Playa Girón.

Para dirigir Radio Swan, el entonces director de la cia, Allen Dulles, escogió al oficial David Atlee Phillips, de 38 años, con un pasado destacado en tareas de propaganda durante el derrocamiento en 1954 del presidente nacionalista guatemalteco Jacobo Arbenz.

El directivo de la cia se radicó en la Estación cia de Miami, desde donde coordinaba el desempeño de la emisora, que funcionaba como repetidora de falsos despachos elaborados por personal de la agencia, y que el pequeño equipo de locutores replicaba disciplinadamente, sin ninguna línea editorial ni análisis propios. Además, fue usada para transmitir en clave instrucciones a las bandas de alzados en Cuba y organizaciones terroristas.

Durante los días de la invasión a Playa Girón, la estación estableció un récord de mentiras difícil de superar, al transmitir la presunta toma por los invasores de la entonces Isla de Pinos y el Puerto de Bayamo y ataques a la playa de Guanabo. Incluso transmitió el avance imparable de las fuerzas mercenarias en el propio momento en que la televisión cubana mostraba imágenes de los derrotados y desmoralizados invasores escoltados por los milicianos.

Sórdida alianza

David Atlee Phillips, no obstante, cosechó el éxito al crear una red de emisoras controladas y sufragadas por la agencia, aunque salían al éter como voceras de organizaciones «opositoras en el exilio», que coreaban las campañas promovidas por el Gobierno estadounidense y sus órganos oficiales como La Voz de las Américas.

Pero al parecer, Phillps simultaneó la conducción de la guerra radial contra Cuba, con otras sórdidas misiones relacionadas con el asesinato del presidente John F. Kennedy, trama en la cual apareció como el oficial de la cia encargado de atender como agente al presunto magnicida Lee Harvey Oswald E, inclusive, se le achacó el haber entregado un fusil a un francotirador que disparó contra el mandatario.

Esas acusaciones las realizó un aliado de la Agencia Central de Inteligencia, Sam Giancama, exjefe de la mafia en Chicago, participante en las conspiraciones entre la agencia y el crimen organizado, para derrocar y asesinar al líder Fidel Castro, y quien estaba envuelto hasta el cuello en el magnicidio de Dallas.

Giancama fue baleado en 1975 en su domicilio en ee. uu. por un asesino desconocido, quien evitó su comparecencia ante la llamada comisión Church, la cual llevaba el nombre del senador que dirigía la investigación sobre las acciones ilegales de la cia.

Esas sórdidas alianzas entre la mafia, la central de inteligencia yanqui y la contrarrevolución cubana, presidieron desde el inicio las campañas radiales y mediáticas contra Cuba.

Cambios importantes ocurrieron entre 1985 y 1990, con la creación de las mal llamadas Radio y TV Martí, subordinadas al sistema de transmisiones oficiales de Estados Unidos, lo que significó un espaldarazo a los sectores más reaccionarios y a su retórica fundamentalista.

Corrección imposible

Con la promulgación en 1996 de la Ley Helms-Burton, la política anticubana tomó un renovado impulso. En el difícil contexto de la desaparición de la URSS y la caída del campo socialista, la mafia cubano-americana proclamó, por sus medios de Miami, la consigna de «licencia para matar» a los revolucionarios, ante la presunta derrota del Gobierno Revolucionario, sin que esos llamados levantaran la menor repulsa, entre las instituciones de la denominada gran prensa libre en EE.UU.

Pero cuando la propaganda equivoca el blanco y afecta los intereses estadounidenses, la historia es otra. Así ocurrió el pasado año con un reportaje de la radio y tv subversivas, que incluyó comentarios antisemitas sobre el multimillonario George Soros, principal apoyo económico y estratega de las pronorteamericanas «revoluciones de colores».

Este incidente provocó una auditoría a la línea editorial de esos medios, por un panel de cinco expertos contratados por la Agencia de Estados Unidos para Medios Globales, que en 2018 adjudicó 29 millones de dólares para el funcionamiento de esos órganos.

En mayo pasado se divulgaron los resultados de la revisión y en el informe final el panel concluyó que, en esos medios se produce tanto «mal periodismo», como «propaganda ineficaz», que «no proporciona contexto y se cruza en la defensa estridente de las causas disidentes cubanas de línea dura», entre otras fuertes críticas que vinieron a ratificar las reiteradas denuncias de Cuba a lo largo de casi 60 años.

También los expertos aportaron un grupo de propuestas para lograr una línea informativa equilibrada, misión imposible de alcanzar, más allá de remodelaciones superficiales de la radio y televisión enemigas, nacidas bajo el legado de aquellos tiempos fundacionales cuando Radio Swan, además de arruinar el entorno de la homónima Isla, contaminaba el éter con sus primeras mentiras.

Tomado de: http://www.granma.cu

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El diálogo interno en la obra de Tomás Gutiérrez Alea

Tomás Gutiérrez Alea Cineasta Cubano. (La Habana, 1928-1996)

Por Michael Chanan

Un poco antes de la filmación de Fresa y chocolate, la penúltima película de T. G. Alea, murió Néstor Almendros, camarógrafo asociado con la nouvelle vague francesa y amigo de Alea desde la juventud —juntos hicieron en 8mm los primeros ensayos fílmicos de los dos futuros cineastas—. Después, como consecuencia de la revolución cubana, sus trayectorias se separaron. Alea se quedó en el país, Almendros, hijo de exiliados españoles, regresó a Europa donde se encontró entre los jóvenes cineastas franceses. Años después produjo Conducta impropia, documental que alegaba la represión de homosexuales en Cuba y, según tengo entendido, financiado en parte por la CIA. Alea, sin negar de ninguna manera la homofobia del partido comunista —todo al contrario— opinó sobre aquel documental de su viejo amigo, que resultaba como lo peor del realismo socialista al revés.

Cuando se estrenó Fresa y chocolate en Madrid, me fui para allá a ver la película y hablar con Alea. Al salir de la proyección, ya le hice una primera pregunta. ¿No es la película de cierta manera una respuesta a Almendros? Alea afirmó que por cierto, a causa de la noticia de su muerte, pensaba en él antes de empezar la filmación, y «entonces pensé que esta película hubiera podido ser una respuesta a Néstor, es decir, me hubiera gustado mucho que él la hubiera visto y quizás a partir de ahí hubiéramos reanudado un diálogo, quizás».

Hoy en día, después de leer a Derrida sobre la política de la amistad, diría yo que los dos estaban en una conversación de amigos que después se hicieron enemigos. Pero ya en aquel momento, encontré la clave para la entrevista que íbamos a grabar en los días siguientes: considerar sus películas, una por una, preguntándonos cuál fue el núcleo del diálogo interior de la película: ¿a quién, sobre qué asunto, está dirigido el acto comunicativo? Se ha publicado sólo una sección de la entrevista que todavía queda inédita en su totalidad. Aprovecho pues esta oportunidad para presentar algunos puntos de aquella conversación sobre el diálogo interno en la obra de nuestro querido Titón.

Si se toma la idea del carácter dialógico de la obra de arte que se encuentra en Mikhail Bakhtin, lo que se ve en un caso tan ejemplar como el cine de Alea —es decir, la obra de un artista de conciencia coherente con el mundo en que vive y sus esferas social y política— es que las películas encierran diálogos internos, que operan en diferentes niveles. Decir internos es señalar un aspecto de la realidad. Por un lado, que estos elementos quedan hasta cierta medida escondidos, por otro, que son aspectos intrínsecos de la concepción de la película. Si quedan escondidos puede ser porque el film siempre oculta aspectos de su propia fabricación, pero hay otras razones. Por ejemplo, porque señala una preocupación privada que motiva la narrativa pero no entra en ella. Se pueden distinguir tres o cuatro niveles principales, que no son siempre separables; a veces forman un nexo que muestra diferentes rostros.

Ya mencionamos el diálogo con gente específica, como en el caso de Almendros en relación con Fresa y chocolate. También se da el caso del diálogo con la realidad social, sea la realidad contemporánea, en los ejemplos de Memorias del subdesarrollo y Fresa y chocolate, o sea la realidad histórica en Una pelea cubana contra los demonios o La Última cena. Se nota que todas estas películas están basadas en textos escritos —adaptaciones de obras literarias en el caso de lo contemporáneo, o en el caso histórico, tomando episodios del pasado contados por historiadores. De hecho, casi todas sus películas son adaptaciones de algún tipo, lo que sugiere en este contexto que Alea habitualmente construye su visión sobre la base de otro diálogo, entre la cultura literaria y la del cine.

El tercer punto es un diálogo con el cine mismo, el constante flujo de la intertextualidad que se refiere a ciertos estilos modelos (como el neorrealismo italiano o la comedia Hollywoodiana), o ciertas personalidades artísticas (para Titón, sobre todo la figura de Buñuel) y a ciertas técnicas cinematográficas identificables con cierto director o cierta película. Encontramos ejemplos de todo esto. Finalmente, hay que agregar otro proceso de diálogo, ligado al tercer punto pero interno a la película, es decir, el diálogo creativo del quehacer cinematográfico, como pasa entre director y camarógrafo, y que necesariamente no se muestra salvo en la forma final en la pantalla.

Estos diálogos se cruzan y se nutren uno del otro. Cuenta Alea a propósito de Una pelea cubana contra los demonios: «No sé en qué momento empecé a descubrir el cine brasileño interesante, pero sí sé cual fue el momento más impactante. Ya había empezado a trabajar en un tema a partir de un libro de Fernando Ortiz, y había empezado a desarrollar una historia, un argumento de ficción basado en esos hechos que él narra, comenta, analiza. Trabajo en esa idea con varios amigos, durante años, pero no logro encontrar la manera de hacerlo. Sigue: «Ya tenía esa idea de hacer esa película desde años antes y de pronto veo Dios y el Diablo en la Tierra del Sol (de Glauber Rocha) y me impactó tremendamente, me pareció una película extraordinaria y me daba un poco claves para desarrollar esa historia». Estas claves son incluso modelos estéticos, como una forma de actuación —grandilocuente, hiperbólica— o la utilización de la cámara, «una manera de contar» «una cierta exasperación que hay en toda la narración» —éstas son las frases que utiliza Alea para describir el asunto.

Resulta que esto es también ejemplo de un diálogo de amigos. Dice Titón que él y Rocha fueron «muy amigos» en el tiempo que estuvo en Cuba: «nos comunicábamos muy bien, estábamos mucho juntos. Pero hacíamos cosas ya muy distintas. Ahora El Dios y el Diablo, como es evidente, sí tuvo una influencia directa en el tono con que está narrada La pelea».

Otro caso es la relación de amigos que tuvo Titón con Sara Gómez, que de nuevo me recuerda à Derrida, pero esta vez, en la medida en que el futuro de esa amistad es la muerte. La relación pasa por varias etapas, desde la de maestro con discípulo en que el primero aprendió del segundo, hasta que Alea termina con Julio García Espinosa la propia obra de Gómez, cuando murió antes de acabar su primer largometraje, De cierta manera. Pero no acaba aquí, porque viene otra película, Hasta cierto punto, que toma el mismo tema del machismo que aquí Alea dirige hacia el mundo del mismo cine cubano. Es decir que Hasta cierto punto trata, no simplemente del problema del machismo y su representación, sino que, a través de la incorporación del video que filmaron en los muelles en la etapa investigativa, presenta una encuesta sobre la distancia entre diferentes representaciones de la misma realidad, captada por diferente tipo de lentes y con diferentes intenciones. Resulta que el diálogo interno en Hasta cierto punto se relaciona, dentro del mismo gesto, con una persona (Sara Gómez), con una realidad (machismo, paternalismo), y con el cine.

El diálogo estético-amistoso que se encuentra en estos casos, se transforma en algo más distanciado cuando se trata de otros cineastas contemporáneos de Titón en Europa. Habla de Memorias como «ejemplo que se toma del cine de otros, de otra cinematografía, ni siquiera se puede definir —no es Antonioni o Resnais— aunque están ahí todos ellos, pero es una respuesta muy desde adentro de nuestra realidad. Digo que también Antonioni me aburre pero del mismo modo me da la clave de un tono de contar en algunos momentos».

Tener perspectiva sobre estos diálogos múltiples nos exige regresar a los principios, cuando el cine de Alea empieza, como es bien conocido, por el modelo del neorrealismo italiano del que se nutrió durante sus estudios de cine en Roma a principios de los 50. Es inevitable que el asunto del tipo de cine se cruce con la cuestión de la realidad en sí misma. El diálogo con la realidad contemporánea del momento revolucionario en su primera película Historias de la Revolución fue para Alea frustrante, por una razón muy irónica. Al hacer su primera película, el nuevo Instituto de Cine, el ICAIC, tuvo la suerte de que vino a Cuba como camarógrafo el mismo Otelo Martelli, el director de fotografía de Paisà de Rossellini. Además, dice Alea, «Historias está concebida sobre el modelo de Paisà directamente. Pensamos que era el modelo adecuado para hacer una película sobre el proceso de la revolución, de la misma manera que Rossellini había hecho cinco cuentos de la etapa de la liberación de Italia al final de la guerra. Pero el problema es que ya después de Paisà Martelli había evolucionado de la misma manera que evolucionó todo el movimiento neorrealista, y la última película que había hecho antes de Historias de la Revolución era La Dolce Vita (de Fellini) que es una película que tiene otro tono, otra textura totalmente distinta. Yo quería hacer una película muy directa, lo menos mediatizada posible por los aparatos técnicos, pero no pude, era mi primera película y ya Otelo Martelli era un director de fotografía con mucha experiencia y él impuso su estilo».

Sigue Las doce sillas, donde el encuentro con la realidad social es matizado no sólo por otro camarógrafo, Ramón Suárez, sino también por su forma de comedia, forma que sirve para captar la realidad dentro de un doble enfoque que permite reírse de sí mismo. Pero de una manera más sorprendente, hay aquí otro encuentro con la revolución de 1917 en que fue escrita la novela en que está basada la película. Es decir que la película se dirige a su público a dos niveles. Para el público popular, que no conoce ni el intertexto literario ni la historia, la película funciona de manera muy cubana, «para brotar de nuestra propia realidad» como lo expresa Alea. Mientras que para un elemento más culto del mismo público, tiene otro nivel, donde nada es directo sino que evoca un eco de rumores de otras partes.

Hay también en Las doce sillas otro aspecto del diálogo con la realidad pero escondido dentro del momento de la filmación, y sobre el cual escribió Titón ya cuando salió la película que durante la filmación tuvo que enfrentar una realidad cambiante hasta el punto que, después de escoger un lugar para el rodaje, cuando se regresaba para filmar, se había transformado en otra cosa. El dinamismo de aquel momento inicial de la revolución producía cambios incluso físicos, se veía la ciudad transformándose: un edificio donde se vendían automóviles se transformó en un organismo del Estado para la libreta de racionamiento, o una casa grande se convertía en escuela: «Buscábamos una locación, ya la teníamos establecida, y cuando íbamos a filmar ya estaba transformada en otra cosa. Eso no aparece en la película, eran algunos de los problemas con los que tropezábamos a la hora de filmar, forma parte de la historia que se oculta en la película. Ahora es cierto que en aquella época, mi aptitud hacia el cine partía de una formación neorrealista, que pretendía ser básicamente objetiva pero siempre con una aptitud crítica, pero también es verdad que el neorrealismo se queda muy corto en esa crítica. Es decir, no te permite ir al fondo de la realidad, destapar capas más profundas para acercarnos más a lo que está sucediendo y revelar una verdad más profunda, porque el neorrealismo se queda en la superficie».

Agrega Alea: «Yo creo que el tránsito hacia esa manera de ver el cine un poco más analítico, un poco más conscientemente, más profundizadora en la realidad, fue desarrollándose poco a poco». Pero quizás la dificultad de acercarse a esa realidad cambiante día a día explica que, en la película siguiente, Cumbite, Alea se aleja de Cuba para hacer una historia de Haití, la única de sus películas ubicada fuera de Cuba (aunque todavía filmada en la isla) y según dice, «la menos personal». Pero no está totalmente divorciada de lo cubano y su realidad social, sino que plantea la cuestión de la presencia de la cultura afro-cubana en forma un poco oblicua, tema al que regresará más tarde en La última cena.

En su cuarta película, La muerte de un burócrata, vuelve a la Cuba contemporánea y al género de la comedia. Sin embargo, no es simplemente una comedia con algunas referencias a la comedia de Hollywood, sino que la forma misma de concebir la historia se fundamenta en la tradición Hollywoodiana de comedia anárquica, pasando por las películas del Gordo y el Flaco, el espíritu de los hermanos Marx, hasta Jerry Lewis. Es decir que, después de empezar con el neorrealismo, aquí se recuerda que Hollywood también pertenece a la cultura del cine en Cuba. La película recuerda que esta tradición anárquica es también revolucionaria. Las parodias de los cómicos norteamericanos fueron, por supuesto, conscientes y deliberadas, pero, explica Alea, «la película no me la planteé racionalmente, fue una descarga emocional. Es decir, fue una necesidad de hacer una catarsis con todos los problemas que estaba yo sufriendo personalmente de la burocracia, y ver cómo el país se burocratizaba de tal manera que el individuo era poco menos que impotente frente a ese aparato monstruoso. Entonces era una manera de descargar contra la burocracia. Ya que no podía ajusticiar a todos los burócratas, lo hacía en la pantalla». Esto corresponde a su manera de ser. Partió de preocupaciones personales porque sintió que coincidían o se parecían mucho a la experiencia popular. Es decir que seguía también dialogando con su público.

Sin embargo, por aquel entonces, su próxima obra lleva el diálogo con el público a otro nivel a través de una provocación insólita: presentar, en Memorias del subdesarrollo, un protagonista poco simpático, que vive una relación muy ambigua con la Revolución. De repente, con esta película, Alea penetra directamente dentro de la acuciante realidad inmediata de la Revolución, sin comedia y deshaciéndose de la lente objetiva del neorrealismo. Sólo que cuenta una historia de unos pocos años atrás. Utilizar para esto, elementos del nuevo lenguaje del cine europeo, como ya hemos dicho, significa que rechaza totalmente el menor componente de realismo socialista. En efecto, aquí el protagonista viene de la misma clase burguesa que el director y la película es un complejo entramado de psicología individual y drama histórico. Además tiene un tono sumamente subjetivo y personal. No se puede evitar la sospecha de pensar que Sergio en Memorias es el alter ego de Titón que aquí se encontraría en diálogo consigo mismo. O tal vez Sergio es el personaje en el que no se convierte Titón pero que en otras circunstancias hubiese podido ser. De todas formas, hice la pregunta que había que hacer: «¿Hasta qué punto te identificas con tu protagonista Sergio? El intercambio que tuvimos fue muy interesante.

Contestó Alea: «Hasta el punto de tener una mirada crítica hacia esa realidad, pero rechazo al protagonista, me doy cuenta de que no tiene nada que ver conmigo a partir de que él se comporta como un espectador frente a la realidad y yo, no. Yo estoy siempre participando de una manera activa en la realidad. Sí, me identifico con algunas de las críticas que él hace desde su punto de vista hacia esa realidad, pero no soy de ninguna manera el protagonista».

Sergio como espectador, Memorias del subdesarrollo

Se me ocurrió preguntarle: «¿No compartes su independencia intelectual? ¿Nunca has sido militante del Partido?

Contestó Alea: «No, por supuesto».

Yo insistí; ¿Por qué? Por supuesto

Alea: «No, no podría. El Partido está muy bien en tanto une fuerzas que se dirigen a un objetivo común y hasta ahí yo lo apoyo, pero creo que eso de que tú hablas, de la independencia intelectual, es que para mí eso es una cosa muy personal y el Partido, tal como se comporta, pretende ejercer un dominio también sobre lo que tú piensas, sobre la manera cómo piensas, o por lo menos, cómo te expresas, y esa contradicción que puede existir entre lo que yo pienso y lo que me imponen como modo de expresión, yo no la resisto».

Me parece que este intercambio indica una paradoja, clave para entender el diálogo con la realidad política que surge de forma tan clara por primera vez en Memorias, y que después sigue desarrollándose en otras películas. Por un lado, hacer cine es precisamente tomar la posición del espectador frente a la realidad, mientras que por otro lado, es también, especialmente en las condiciones del cine en la Cuba de aquellos años, intervenir en la realidad, por ser un acto comunicativo dentro de la misma que se dirige al público y orienta la manera de pensar (y sentir) de la gente.

Pero llegar a hacer tal cosa requiere que al mismo tiempo la película le hable al Partido de la conciencia individual, aunque sea (en este caso) a través de un personaje auto-marginado. Claro que Alea no es Sergio, y no trata de mantenerse al margen del proceso político, pero sí mantiene una distancia con el poder, para poder, él mismo, hacer la crítica, como sujeto libre, de todo lo que expresa.

Soy consciente de que hablar de esta manera parece dejar de lado toda la idea estructuralista que considera al autor como efecto producido por su propia obra. Incluso hasta cierta medida acepto esa idea, pero lo que significa en un caso como el de Alea es que el efecto que se está produciendo es como una apuesta, de que el autor que se inventa a sí mismo, vuelve a ser el autor que se puede reconocer como la conciencia que da unidad a la obra, incluidas las contradicciones, que obedecen a su propia ley.

En Una pelea cubana contra los demonios, la expresión libre llega más lejos todavía, con el resultado de que la clave alegórica es quizás la más escondida de todas sus películas y aparece, casi al fin de la película, cuando se proyectan algunas imágenes contemporáneas de la Revolución. Explica Alea que «es una manera de relacionar esa historia con el presente, de verlo como una proyección hacia el futuro desde aquel momento, porque la fábula que se está desarrollando en esa película se repite, hasta cierto punto, con el advenimiento de la Revolución. En ¿qué sentido? Voy a ser más explícito de lo que he sido nunca con relación a esa película, es decir voy a dar lo que para mí sería una interpretación más cercana a mis intenciones. Aunque es una película tan abierta que cada uno puede interpretar lo que quiera, pero la que resulta más cercana a mis intenciones sería que lo que se desarrolla, es decir la idea que mueve toda esta trama es la de buscar la pureza, sacar al pueblo de la costa y llevarlo al interior a un lugar donde no tenga contacto con los herejes, con los heterodoxos. Pero al mismo tiempo eso conlleva la miseria desde un punto de vista material y por lo tanto se vuelve en contra de la idea misma del desarrollo de ese pueblo, y genera un estado de locura capaz de echarlo todo por tierra, las mejores ideas, las ideas más humanistas, más bien intencionadas hacia el hombre. Es decir, tratar de conservar su pureza y su bienestar inclusive, se ven traicionados por esa manera de ver las cosas que es muy cerrada, muy obtusa, muy fanática. Ésa es la idea de la película, esa relación dentro de la película con imágenes del futuro de entonces que sería el presente de ahora».

Es un tema que se hace totalmente explícito, más de veinte años después, en Fresa y chocolate, donde se trata del enfrentamiento directo entre concepciones de la realidad política mutuamente alérgicas, por un lado lo ortodoxo, por otro, algo que podríamos llamar la conciencia crítica creativa. Hacer tal comparación es también ejemplo de diálogo entre las propias películas de Titón. De la misma manera se observa una relación entre Una pelea y Los sobrevivientes, que repite la temática de reclusión en forma de comedia. Explica Alea: «Es que el aislamiento produce la involución y ese aislamiento que lo estamos viendo directamente en una familia burguesa que queda en la isla también lo podemos trasladar al aislamiento que sufre todo el país frente al resto del mundo, y también está condenado a una involución en la medida en que no se retroalimenta con la relación con el resto del mundo».

El único problema con Una pelea fue que por el lenguaje tan experimental de la película, se perdió el diálogo con el público. Dice Alea: «Para mí La Pelea es una película muy excepcional dentro de mi obra, una película que yo amo por muchas razones pero que me doy cuenta de que es una película que no se comunica lo suficiente». Fue la primera película que hizo con Mario García Joya (Mayito) como director de fotografía, además el primer largometraje que rodó el mismo Mayito, pero pensando en la utilización de la cámara en mano, dice Alea, «El resultado es a veces excesivo, es abrumador, toda la película misma es bastante exasperada, pero para nosotros fue una experiencia muy valiosa, pudimos encontrar a partir de ahí una mayor organicidad de lo que es la puesta en cámara». Aquí se ve una serie de contradicciones; sobre todo, la contradicción entre la política cultural del ICAIC, que había animado un libre pensamiento estético y la etapa a la cual había llegado la política de la Revolución, que empezó por estimular la experimentación no por su propio motivo sino para profundizar la expresión de una realidad cambiante aceleradamente, pero que ahora, por razones bien conocidas, se encerró en sí misma, es decir, hizo precisamente lo que muestra la película en forma histórica.

Esto no quiere decir que la película fuera un fracaso, simplemente que no fue un éxito de taquilla. Sin embargo, dice Alea que la falta de comunicación de La Pelea lo afectó mucho, que quedó no sólo frustrado sino desorientado: «Me dejó mal y estuve mucho tiempo sin poder reanudar el trabajo de dirección. Entonces me dediqué a conversar y trabajar con otros compañeros, y de esa época son El otro Francisco (dirigido por Sergio Giral, con guión en el que trabajó Titón) y De cierta manera (de Sara Gómez). Agrega que «el diálogo con los otros directores, el acercamiento a otros directores, el trabajar junto con otra gente, de alguna manera me ayudaba a encontrar un camino, y formaba parte de esa búsqueda». Otra vez, el diálogo de amigos.

Cuando salió La Última cena, otra vez filmada por Mayito, se resolvió el problema estilístico a través de una cámara bien suave; sólo utilizó la cámara en mano en algunos momentos del principio y sobre todo hacia el final donde hay mucha acción; durante toda la cena misma no hay cámara en mano». Explica Alea que «se utilizó

Le lavement des pieds, La Última cena

La cámara en mano, no dogmáticamente, sino cuando fue necesario. Es decir, ahí Mayito y yo ajustamos un poco cuentas con La Pelea y teníamos necesidad de hacer una película limpia y que se comunicara». Explica que «La Última Cena en cierta medida es una exégesis de La Pelea porque también está el tema religioso, pero aquí se entiende lo que en La Pelea quedaba oscuro. Me parece que es bien clara la relación que se pueda establecer porque en La Última Cena lo que hay es la manipulación o la utilización de una ideología que parte de una actitud humanista y el mejoramiento del hombre para justificar un estado de sumisión. Es decir es una distorsión de una ideología que tiene como resultatdo eso, el sometimiento de unos hombres a otros». En fin no es solamente el rescate de la historia negra sino que también forma parte de este diálogo con el desarrollo de la Revolución Cubana.

No voy a hablar aquí con más detalles de las otras películas ni de muchos otros elementos que discutimos, como su relación con Buñuel, o la manera en que desarrolló con Mayito su lenguaje de cámara para llegar a un nuevo nivel de limpieza muy fluida en Fresa y Chocolate, y tantas otras cosas. Me parece bien claro el asunto: la riqueza que sale de la obra de Alea se debe a su atención constante a lo que quiere decir y a quien quiere decirlo, a pesar de dificultades de varios tipos. Quiero terminar con otro aspecto del mismo proceso que es la respuesta que provocaron sus películas, no dentro de Cuba, sino afuera. El problema surgió con Memorias y después nunca dejó de plantearse. Lo que pasa es que la tendencia que se encuentra en sus películas hacia la crítica política, hace pensar a ciertos críticos extranjeros que en Alea se puede encontrar un tipo de disidente, mientras que para otros es un propagandista del gobierno porque trata de hacer ver, con esa crítica, que en el cine cubano existe libertad cuando en realidad no existe. (Además hay una tercera posición cuando hace otro tipo de película, como en el caso de Cartas del Parque, una simple historia de amor, y viene gente para acusarlo de evitar lo político).

Sobre todo esto declaró Alea: «¡Qué dilema! Es absurdo, ¡no sé dónde me van a colocar! En realidad no soy ni una cosa ni la otra. Es decir, un disidente en el sentido de una persona que ataca al gobierno para tratar de destruirlo, y tratar de barrer con todo lo que la Revolución ha podido traer de beneficio, pues no lo soy, por supuesto. Crítico dentro de la Revolución, sí, de todo lo que pienso que es una distorsión de esos objetivos y de esos caminos esperanzadores y que nos desvían hasta el punto de colocarnos como estamos hoy en una crisis bien peligrosa y bien angustiosa, en ese sentido soy un crítico pero no un disidente. Ahora que soy lo que dicen los otros, que soy un propagandista y una especie de máscara que el gobierno se pone para el exterior, para hacer ver que hay libertad, pues mira, las películas mismas lo contradicen. En Fresa y Chocolate, por ejemplo, en la película misma se habla de censura. Es decir, yo creo que habría que remitirse al contenido de las películas, ¿no? para sacar una conclusión.

«¡Claro!, son películas que en realidad son una respuesta a la imagen que esa gente da de Cuba desde el exterior, que es una imagen distorsionada y una imagen interesada, una imagen de la peor propaganda. No hacen análisis de nuestra situación sino que simplemente lanzan adjetivos, improperios, insultos. Entonces, bueno, esto es una respuesta, es decir a ellos, la realidad nuestra no es ese infierno del que ustedes hablan, es un lugar muy difícil de vivir, donde se vive con grandes dificultades, donde tenemos tremendos problemas, pero donde la gente puede discutir, arriesgarse también y asumir riesgos de todo tipo. No sé qué más te puedo decir. Yo creo que a lo largo de todos estos años sí he seguido una línea en ese sentido muy clara, he tenido siempre contradicciones y he tratado de expresarlas hasta donde he podido y hasta donde mi lucidez me lo ha permitido. Yo he dicho todo lo que he podido».

Sólo se puede agregar que todo aquello que ha dicho es bastante.

Tomado de: https://cinelatinoamericano.org

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Sin ignorar el péndulo, ni resignarse a él

Calibán y otros ensayos. Roberto Fernández Retamar. (Editorial Arte y literatura,1979)

Por Luis Toledo Sande

Si a la prensa cubana algo le falta, no son temas. Que a veces, cuando en el país se habla de la derechización, parezca pensarse nada más en la que inunda otros lares, quizás se deba a un hecho feliz: la gran mayoría del pueblo, abrazado a la Revolución en marcha desde 1959, ha resistido, enfrentado y derrotado los planes con que ha querido aplastarla el imperialismo estadounidense, concreción y jerarquía máximas de las derechas.

Pero no hay campana aséptica que aísle del resto del mundo a un país, aunque este lo quisiera. Por muy acertadas y bien dirigidas que hayan sido o estén siendo, hasta las transformaciones necesarias —acometidas desde dentro— vinculan a Cuba con maquinarias de actuar y pensar que marcan el funcionamiento económico, político y social en el planeta. Y en esa realidad el imperio, aunque se le sepa en decadencia, tiene poderosos medios para promover su cultura como si fuera fruto espontáneo de fuerzas ineluctables.

Desconocer la existencia de la intensa guerra cultural urdida por ese poderío contribuye a que este logre éxitos en sus maniobras. Hasta en Cuba es posible oír o leer que tal guerra es invención de mentes negadas a reconocer el carácter natural de lo que, aunque presentado como algo abstracto o divino, es la cultura del capitalismo, ni más ni menos. Ese es el “sentido común” que ha merecido la calificación de capitalista.

El desmontaje del campo socialista europeo y de la Unión Soviética repercutió en Cuba, y en todo el mundo, no solo en materia de política y economía. Alimentó en general la euforia que enardeció al capitalismo, sistema con siglos de experiencia, mientras el socialismo no ha triunfado plenamente en ninguna comarca.

En los primeros años del proyecto socialista cubano y, por tanto, antes de aquel desmontaje, era bien visto que se apreciara en los “rojos pies” de la tortolita de José Jacinto Milanés una alusión a los ideales socialistas. Años más tarde la misma persona podría idealizar a Jorge Mañach, y ni aludir a sus nada martianos devaneos en la República neocolonial para congraciarse con el gendarme imperialista bajo cuya dominación ella se instauró.

No importaba que tales coqueteos hubieran sido denunciados fundadamente no solo por una estudiosa como Mirta Aguirre, sino también, y con crudeza asimismo plausible, desde perspectivas que sería inútil tratar de aproximar a las propias de la brillante intelectual marxista. Se deben apreciar los méritos de Mañach, no desconocerlos, como en años de apasionamiento revolucionario se intentó hacer, y a ponderarlos —con diferentes motivaciones— han contribuido ya en Cuba distintos autores. Entre ellos el del presente artículo, que prologó las dos únicas ediciones enteramente cubanas de Martí, el Apóstol (1990 y 2001: hechas, pues, en la Cuba de afanes socialistas).

Al saludar la primera de ellas, Roberto Fernández Retamar recordó la trayectoria de Mañach, cuyo único acto reprochable no sería haber abandonado el país. En Puerto Rico, donde vivió sus últimos años, el autor de Indagación del choteo expresó que deseaba para Cuba —como señaló y deploró con razón Fernández Retamar— la misma suerte de aquel pueblo hermano, uncido al yugo estadounidense. Pero, para algunos, señalar ese “pequeño desliz” de Mañach, y otros, parece que ha venido a ser una impertinencia de mal gusto, un exceso de politización, y, ocultarlos, un acto de refinada neutralidad, solo que le conviene a la política imperialista.

Semejante oscilación se vincula con hechos como uno que el mismo Fernández Retamar le comentó a este articulista durante una conversación en lo más crudo —significativo dato— del llamado período especial, y al volver de un encuentro en que algunos participantes habían expresado, además de explicable iconoclasia estética, rupturas ceñidamente ideológicas. El creador de tanto poema memorable y de ensayos fundadores, como Caliban, pensando en aquel encuentro y en los intelectuales defensores de la Revolución —él entre ellos—, que otros querrían borrar, comentó: “No existimos”.

Aludía, en parte al menos, a perspectivas —o invidencias— como las revueltas contra él a raíz de su muerte, y que, hasta por abyectas, algo enseñan, aunque hayan sido minoritarias. Al eminente intelectual lo tildan de “asalariado del régimen comunista” algunos que, al parecer, se consagran al trabajo voluntario para medios que les promueven y financian sus servicios al régimen capitalista.

Lejos del reconocimiento de lo mucho positivo que la Revolución ha significado para el pueblo, pueden hoy ganar aplausos y premios —y fama de objetivas— escenificaciones que, si en vez de distanciarse de ella la apoyaran, serían consideradas panfletarias. ¿Pudiera eso explicarse completamente al margen de la derechización? Ella aúpa tretas como “desideologizar”: extirpar el pensamiento de izquierda y sustituirlo por el de derecha, que supuestamente encarna sabiduría imparcial y aséptica, elevada academia, estética pura.

Cuba estaría perdida si dejara de repudiar responsablemente, con risa o sin ella, a oportunistas, demagogos, corruptos de cualquier signo, y errores y deficiencias propias, que tiene y la dañan. Pero urge saber qué está pasando en la sociedad, y en sus medios, para que las organizaciones populares puedan andar lejos de ser representadas humorísticamente por la entrañable Fefa.

Lo que se discute no es teoría de la comicidad, sino el contexto de esta y sus usos. Algún derecho habrá a desconfiar del humorismo que arremeta contra males internos rechazables, pero —aunque lo haga con permisividades que vendría bien escrutar a fondo, para que no vuelva a facilitarse ninguna costosa ingenuidad— complazca a personeros imperiales, no solo fictivos, y se burle de lo que presenta como penurias de Cuba, comparadas con la magnificencia de Miami. Un largo monólogo de ese cariz le tocó al articulista “disfrutar” por el reproductor de audiovisuales de un ómnibus interprovincial, que, hasta donde se sabe —y la Constitución refrenda—, es propiedad de todo el pueblo administrada por el Estado.

Sería muy difícil provocar risa con imágenes de niños gravemente enfermos y cuyo tratamiento, a pesar de todo cuanto Cuba se esfuerza por asegurarlo, lo obstaculiza severamente el bloqueo. Pero ¿hay que reírse alegremente idealizando realidades asociadas a la buena vida de contrarrevolucionarios que avalan ese crimen desde los Estados Unidos, a despecho de las personas decentes que allí habitan?

Si de la defendible, irrenunciable libertad de expresión y creación se trata, respétese asimismo el derecho de quienes —como la emisora de un tuit en circulación (@LaPalma_lp.2d)— le reclamen al humorismo cubano “reflexionar más sobre temas positivos del país”, no enterrarlos, y también “ser crítico de elementos externos, sin temor a ser censurado por países como los Estados Unidos”. Pero no será necesario acudir a los fantasmas de la censura, ni agitarlos en ningún sentido —¡vade retro, Quinquenio Gris!—, para preguntarse si faltan manera y talento que propicien mofarse humorísticamente de contrarrevolucionarios. ¿Acaso contra ellos nadie defiende con honradez a la Revolución?

Flujos y reflujos se dan en la historia, y hoy se vive una feroz ofensiva de las derechas, aunque ya tropezará con la recuperación de los ímpetus de las izquierdas, porque estas no han muerto: viven pese a sus deficiencias de diversa índole, falta de unión, vacilaciones y hasta complejos de culpa. De estos se sienten libres las derechas, medularmente desfachatadas, y expertas en edulcorar su imagen, así como en capitalizar los errores de las izquierdas, que cuando les da por extremar pudores y precauciones pueden llegar a un conservadurismo patético, que muy mal les va. No hay que ignorar los males del péndulo, ni resignarse a ellos como si nada hubiera que hacer y decir. Esa historia nos convoca.

Tomado de: https://www.cubaperiodistas.cu

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Pregúntenle a la historia

Olivier Ploux (Francia)

Por Frei Betto

Cuando participo en conferencias en Europa me preguntan cómo se explica que los electores brasileños prefirieran elegir presidente de la República a un hombre notoriamente defensor de la tortura, la homofobia, el paramilitarismo, el machismo y la dictadura. Cómo entender que la mayoría haya elegido a un candidato que considera más importante armar a la población que reducir la desigualdad social.

¿Por qué los electores no optaron por Haddad, Alckmin, Meirelles, Ciro Gomes o Álvaro Fernandes Dias?

Mi respuesta es siempre «pregúntenle a la historia». A ella recurro. ¿Cómo fue posible que después de 15 años de Estado Nuevo (1930-1945), un régimen dictatorial que se caracterizó por una dura represión, la censura de prensa y la promulgación en 1937 de una Constitución fascista, conocida como «la polaca», Vargas haya sido democráticamente electo presidente de la República en las elecciones de 1950?

¿Cómo explicar que la nación de Kant, Beethoven, Bach, Goethe y Einstein haya optado por un austríaco racista y genocida, Adolfo Hitler, para dirigirla? Y la Italia de Dante Alighieri, Maquiavelo, Da Vinci y Miguel Ángel, ¿por un fascista como Mussolini?

Los electores no siempre votan con la razón. Muchos votan con la emoción. Insatisfechos con el estado de cosas, optan por el extremo opuesto con la esperanza de que, con un pase de magia, todo mejore. Muchas veces el voto no se emite propiamente a favor de un candidato que cuenta con la preferencia del electorado, sino contra todo lo que critica y promete combatir, como sucedió en la elección de Jânio Quadros para la presidencia en 1960. Asumiendo como símbolo de su campaña la escoba, prometió barrer la corrupción y a los corruptos de Brasil… Idem con Collor en 1989, que ostentaba el título de «cazador de marajás».

Hay una buena dosis de irracionalidad en quienes votan contra esto o aquello, movidos por el odio y la sed de venganza. Mientras más demonizan a los adversarios, más mitifican al candidato preferido, como si la política prescindiera de instituciones democráticas y dependiera únicamente de la voluntad personal del electo. Esos electores no votan a favor de un proyecto de nación y de propuestas consistentes, sino contra aquellos que, en opinión del escogido, representan el mal.

En Brasil, la reducción del tiempo de la campaña política, las restricciones a los mítines y la propaganda electoral hacen que las candidaturas no favorezcan la educación electoral y política. De ahí que un clima de revancha tienda a suplantar la reflexión cívica, el debate democrático, la evaluación de los candidatos y sus propuestas.

Pregúntenle a la historia quién gana elecciones y ella seguramente les responderá que no son necesariamente los mejores, sino aquellos que son capaces de servir de imán a las insatisfacciones y frustraciones de la población. En países en crisis y cuya nación carece de conciencia histórica, los electores no buscan solución, sino salvación. Ya no son un pueblo, forman una masa.

«La masa es extraordinariamente influenciable, crédula, acrítica; para ella no existe lo improbable. Piensa en imágenes que se evocan unas a otras, como en el individuo en estado de asociación libre, cuya coincidencia con la realidad no se mide por una instancia razonable. Los sentimientos de la masa siempre son muy simples y exaltados. No conoce la duda ni la incertidumbre. Pasa rápidamente a extremos; la sospecha exteriorizada se transforma de inmediato en certeza indiscutible; un germen de antipatía se transforma en odio salvaje.

«Quien desee influir en ella no necesita buscar argumentos lógicos; debe pintar con imágenes fuertes, exagerar y, siempre, repetir el mismo discurso.

Como la masa no tiene dudas en cuanto a lo que es verdadero o falso, y tiene conciencia de su enorme fuerza, es, a la vez, intolerante y creyente en la autoridad. Respeta la fuerza y solo se deja influir moderadamente por la bondad, que considera una especie de debilidad. Lo que exige de sus héroes es fortaleza, incluso violencia. Quiere ser dominada y oprimida, quiere temer a sus señores. En el fondo, enteramente conservadora, siente una profunda aversión por todo progreso e innovación, y una ilimitada reverencia por la tradición». (Freud, Psicología de las masas y análisis del yo, 1921).

Tomado de: http://www.granma.cu

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Entre el confesionario y el “big data”

Pete Kreiner (Australia)

Por Fernando Buen Abad Domínguez

Entregar información en el confesionario cumple un rol estratégico en el ejercicio del control social. Es una historia que tuvo etapas primeras como “confesión pública de pecados” inspirada, incluso, en antecedentes egipcios. Se lo hace pasar por sistema de redención de pecadores que cometen faltas por des-manejo de las pasiones (quitando el pecado original). Se tipifican, entre otros “pecados”: la idolatría, el robo, el homicidio o el adulterio (véanse los 10 mandamientos) cuya única vía de corrección es la penitencia que, según el tamaño del mal, tomará tiempo y esfuerzo antes de alcanzar algún grado de perdón. El sistema examina los vicios o “pecados” contra los que uno debe estar prevenido. Y eso incluye al que “peca por la paga y al que paga por pecar”. (Sor Juana Inés de la Cruz) ¿Qué hace un confesor con la información que recolecta? ¿La silencia?

A San Juan Casiano (entre 360 y 365 Dobruja, Rumanía) se le ocurrió la “confesión privada” que, además de la declaración de pecados, incluyó la ejecución privada de la penitencia. El confesor pasó a ser una especie de compañero espiritual con quien, producto de miedos o arrepentimientos, los fieles “comparten” problemas o “pecados”. Pero siempre fue una “privacidad” relativa. Quien suponga que todo lugar o momento es “bueno” para arrepentirse y solicitar “perdón”, se encontrará con el formato burocratizado de la contrición que otorga al confesor y al confesionario lugar, horario y formato sacramentalizados para dar a la reconciliación un carácter oficial. Dicho literalmente. Nada de eso cancela la confesión, en otros lugares y momentos, por causa de “necesidad o urgencia”. Mayores detalles sobre la historia de la confesión y del confesionario exceden a éste espacio e intención.

En la praxis de la confesión ocurre un traslado de información y de emociones que, sépase o no, se usan para dictar criterios del “poder” sobre el territorio objetivo y subjetivo. Los recopiladores de la información saben todo lo que nadie sabe y todos ellos saben que, poseyendo semejante volumen de datos, tienen más poder. El secuestro de información “de primera mano” ha variado a lo largo de los siglos hasta consolidarse en sistemas tecnológicos también para el “control” político y mercantil. La actual catarata de denuncias a Facebook por la manipulación de información privada, provista por sus fieles, exhibe el alcance de un latrocinio económico, político y cultural de causas, de formas, de circunstancias y de ganancias. El usuario que deposita información en las “redes sociales” no busca perdón de “pecados” pero tampoco sabe que, lo que ocurre en el confesionario digital, será convertido en negocio de magnates. Ahora hemos aprendido sin estar a salvo.

Entre el “rito de la confesión” y el “me gusta” de Facebook, surge una penitencia disfrazada. Estando frente el ordenador, el penitente es un “confesante digital” en contacto directo con su confesor espía. Como en las figuras medievales. No hace falta que diga “Yo confieso…ante este altar…” basta y sobra con escribir saludos, comentarios, abrir páginas, guardar imágenes… aceptar contactos y desplegar lo que le gusta o le disgusta, frente al “teclado” y, así, una forma de la confesión ocurre ante un “altar cibernético”. La historia de tal entrega de información, de la confianza en los confesionarios, registra todas las traiciones en el camino hacia el  “tribunal de la misericordia divina”… que es obra de la lógica de la represión para el “control” social, tarde o temprano. Sonría lo estamos filmando.

Así que el “Big data” poco tiene de nuevo, al margen de la tecnología, por cuanto implica “recolección” de información para normar sistemas de control mercantilizadas sin el consentimiento de quien provee tal información. Trátese de lo que se trate, así sean preferencias musicales o gustos por tal o cual zapato, libro o destino turístico. Quien hace uso de las “redes sociales”, deposita imágenes, frases, rutinas de uso, tendencias o proclividades de todo género y no escapa el grado de amistad o enemistad que profesa por otros usuarios, sus disentimientos o sus debates. No importa si la “data” es política, moral o financiera. Su redención provine de otras “liturgias” tecnológicas. Lo sabe Cambridge Analytica.

En su estado actual, el uso de la información provista por “internautas” a la “web”, se norma bajo “contratos legales” generalmente desconocidos por los usuarios que, mayormente, no se detienen a revisar en profundidad, ni claridad, qué dicen las “letras chicas”… ni las letras grandes. Una especie de desidia y confianza “ciega”, hace que los usuarios acepten casi cualquier cosa escrita en los “contratos” digitales con las empresas que le proveen servicios basados en entregar información de todo tipo. Eso es un campo de impunidad legalizado internacionalmente donde las posibilidades de defensa son escasas, engorrosas e incomprensibles. Como el “misterio de la redención” en el confesionario y el perdón divino aterrizado en la consciencia del “pecador” por medición de confesores y penitencias.

Esa red empresarial que usa, y mercantiliza, a su antojo la información de los usuarios es, además de una emboscada comercial alevosa e injusta, un peligro social histórico del cuál no sabemos cómo podrán salir (en las condiciones actuales) los pueblos hacia su regulación y para sancionar lo que hubiere que someter a escrutinio racional y justo. Porque, como en el confesionario, jamás sabemos qué destino se le da a toda la información que se entrega, ingenua o inocentemente, a poderes que no se entienden, que no se conocen a fondo y que nadie sanciona cuando los usan empresarios probadamente desleales, corruptos y enemigos de los pueblos. Para eso no hay perdón ni debe haber olvido. Aunque confiesen sus “culpas”. Señor Mark Zuckerberg, por ejemplo.

Tomado de: https://www.telesurtv.net

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La pesadumbre del círculo

Rosa Luxemburgo: “Toda la masa del pueblo debe participar. De otra manera, el socialismo será decretado desde unos cuantos escritorios oficiales por una docena de intelectuales”

Por Soledad Cruz Guerra

Una mística inconforme con la injusticia del mundo, filósofa atribulada y paradójica, judía francesa apegada al cristianismo, llamada Simone Weil, fue una de las primeras criaturas sensibles a la explotación que profetizó decepcionada, después del entusiasmo inicial, que el socialismo en Rusia fracasaría porque no cambiaba los históricos mecanismos del poder en la sociedad. Justo es acotar que era la primera vez en la Historia que se intentaba construir otro tipo de sociedad, luego de la crucifixión de Jesús por andar hablando mal de los mercaderes, por asegurar que los ricos no irían al reino de los cielos y proponer compartir los panes y los peces.

Se refería sin dudas la Weil a mantener una estructura vertical, como ocurre con todos los sistemas de poder, comenzando por Dios, a quien los seres humanos interpretaron a su imagen y semejanza para justificar la autocracia que suele seducir con mucha facilidad. (A Dios, como al socialismo, lo responsabilizamos con muchos de nuestros avatares, porque ambos nos prometieron el paraíso y los terrícolas simplificamos ese concepto, lo asumimos como un don otorgado y no como una responsabilidad personal.)

La especie a la cual pertenecemos, desde que alcanzó la posición bípeda se inclinó hacia una forma de organizarse donde el más fuerte era el jefe, el guía, el líder y los restantes sus seguidores, más tarde sus súbditos, luego sus partidarios, aun en intentos como la famosa república de la antigüedad griega o las actuales repúblicas lideradas por el dinero. Es decir que la verticalidad en el poder nos viene desde tiempos muy remotos. Se reproduce en la mayoría de las religiones, en la estructura familiar y llega al lenguaje popular en términos acuñados, como los de arriba y los de abajo, olvidando los lados, los laterales, las posibilidades de la horizontalidad que puede abarcar mejor los matices diversos de los seres humanos en todos los órdenes de la existencia. Así ha sido la historia de la humanidad, pero así no puede ser el socialismo perdurable.

Salvo excepciones, aun la pretendida idílica comunidad primitiva desde el momento en que surgieron, el jefe y el brujo, quienes dirigían la vida material y la espiritual respectivamente, se sentaron las bases de la verticalidad del poder. Creo que la atribulada Simone Weil se había percatado de que ese era un problema esencial para la lucha a favor de los oprimidos, a la que ella dedicó lo mejor de si al punto de definir:” Hace tiempo he decidido que, puesto que una posición por encima del bien y el mal es imposible, elegiré siempre, incluso en el caso de la derrota segura, participar en la derrota de los oprimidos y no en la victoria de los opresores.”, principio que comparto absolutamente.

La polémica Rosa

Rosa Luxemburgo, pensadora comunista, opacada por sus revolucionarias contradicciones, líder del movimiento obrero, judío alemana de origen polaco, también estuvo preocupada por los mecanismos del poder en la lucha obrera, en el Partido y el joven estado bolchevique. “La vida pública de los países con libertad limitada está tan gobernada por la pobreza, es tan miserable, tan rígida, tan estéril, precisamente porque, al excluirse la democracia, se cierran las fuentes vivas de toda riqueza y progreso espiritual. (…). Toda la masa del pueblo debe participar. De otra manera, el socialismo será decretado desde unos cuantos escritorios oficiales por una docena de intelectuales” (RR, p.210-211).

Rosa se está refiriendo a la imprescindible horizontalidad del poder de la cual carece la democracia burguesa, y que deberá ser el signo distintivo de la democracia socialista, a participación real de las masas, a multiplicidad de liderazgos que permitan la asunción masiva de los ideales del socialismo, arduo y novísimo ejercicio para que los maltratados de la fortuna, los oprimidos de siempre interioricen otro modo de organizarse en la sociedad, crear  posibilidades de bienestar, mejorar su vida y la de su familia, porque de eso se trata en esencia la aspiración socialista de fomentar una mirada diferente de los seres humanos hacia la existencia que junta el principio cristiano de compartir los panes y los peces, el hombre nuevo que San Agustín reclamó antes que el Che Guevara lo intentara en si mismo, el mejoramiento humano de José Martí y la necesidad de socializar las formas de producir y de distribuir lo conseguido.

“El control público es absolutamente necesario- aseveraba Rosa Luxemburgo-. De otra manera el intercambio de experiencias no sale del círculo cerrado de los burócratas del nuevo régimen. La corrupción se torna inevitable (palabras de Lenin…). La vida socialista exige una completa transformación espiritual de las masas degradadas por siglos de dominio de la clase burguesa. Los instintos sociales en lugar de los egoístas, la iniciativa de las masas en lugar de la inercia, el idealismo que supera todo sufrimiento, etc. Nadie lo sabe mejor, lo describe de manera más penetrante, lo repite más firmemente que Lenin. Pero está completamente equivocado en los medios que utiliza. Los decretos, la fuerza dictatorial del supervisor de fábrica, los castigos draconianos, el dominio por el terror, todas estas cosas son sólo paliativos. El único camino al renacimiento pasa por la escuela de la misma vida pública, por la democracia y opinión pública más ilimitadas y amplias. Es el terror lo que desmoraliza” (RR, p.211).

Rosa está hablando de otra pedagogía del poder que trascienda los límites estrechos de la verticalidad conocida, que condicione una nueva espiritualidad, pretensión que se ha visto altamente presionada por la lucha enconada contra un enemigo ideológico empeñado en impedir tales propósitos, el enemigo capitalista, claro está, pero también lo que de el hay inconscientemente dentro de las propias filas que intentan derrotarlo.

“Lenin dice que el Estado burgués es un instrumento de opresión de la clase trabajadora, -analiza Rosa-, el Estado socialista, en cambio, de opresión a la burguesía. En cierta medida, dice, es solamente el Estado capitalista puesto cabeza abajo. Esta concepción simplista deja de lado el punto esencial: el gobierno de la clase burguesa no necesita del entrenamiento y la educación política de toda la masa del pueblo, por lo menos no más allá de determinados límites estrechos. Pero para la dictadura proletaria ése es el elemento vital, el aire sin el cual no puede existir” (RR, p.209).

Pero la educación política no puede ser un catecismo que se repite, según se interpreta de las palabras de Rosa, sino un aprendizaje que debe fraguarse, no en la falsa libertad burguesa que deja a millones embrutecidos por la sobre vivencia sin posibles de participación real, sino en la libertad de todos, la que nunca existió en la historia humana.

“La libertad sólo para los que apoyan al gobierno, sólo para los miembros de un partido (por numeroso que éste sea) no es libertad en absoluto- expresaba Rosa en su texto sobre la Revolución Rusa. La libertad es siempre y exclusivamente libertad para el que piensa de manera diferente. No a causa de ningún concepto fanático de la “justicia”, sino porque todo lo que es instructivo, totalizador y purificante en la libertad política depende de esta característica esencial, y su efectividad desaparece tan pronto como la ‘libertad’ se convierte en un privilegio especial” (RR, p. 209-210).

Estoy segura que Rosa pensaba en la libertad responsable, la basada en el derecho acordado por la propia sociedad como parte del entrenamiento y la educación política de toda la masa del pueblo que proclamaba y que a su manera el benemérito Benito Juárez sintetizaba en su genial frase: el respeto al derecho ajeno es la paz.

“Cuando se elimina todo esto, ¿qué queda realmente? – se preguntaba la pensadora-. En lugar de los organismos representativos surgidos de elecciones populares generales, Lenin y Trostki implantaron los soviet como única representación verdadera de las masas trabajadoras. Pero con la represión de la vida política en el conjunto del país, la vida de los soviets también se deteriorará cada vez más. Sin elecciones generales, sin una irrestricta libertad de prensa y reunión, sin una libre lucha de opiniones, la vida muere en toda institución pública, se torna una mera apariencia de vida, en la que sólo queda la burocracia como elemento activo. Gradualmente se adormece la vida pública, dirigen y gobiernan unas pocas docenas de dirigentes partidarios de energía inagotable y de experiencia ilimitada. Entre ellos, en realidad, dirigen sólo una docena de cabezas pensantes, y de vez en cuando se invita a una élite de la clase obrera a reuniones donde deben aplaudir los discursos de los dirigentes, y aprobar por unanimidad las mociones propuestas. En el fondo, entonces, una camarilla. Una dictadura, por cierto: no la dictadura del proletariado sino la de un grupo de políticos, es decir, una dictadura en el sentido burgués, en el sentido del gobierno de los jacobinos (¡la postergación del Congreso de los Soviets de periodos de tres meses a seis!). Sí, podemos ir aun más lejos; esas condiciones pueden causar inevitablemente una brutalización de la vida pública…” (RR, p.211-212).

Nuevas bases para el mundo

Lamentablemente los hechos, que al decir de Lenin,- quien siempre admiró la agudeza de la revolucionaria-, -son testarudos, le dieron la razón a la polémica Rosa respecto a la Revolución Rusa, aún, si como se ha dicho, se arrepintió alguna vez de la contundencia con que expresó su angustia por el futuro socialista de Rusia. Sin saberlo, por supuesto, coincidía en sus preocupaciones respecto a la aplicación del poder a partir de las ideas socialistas con José Martí que muy tempranamente avizoró que las veleidades humanas podían contaminar a ese ideal. Cuando Fermín Valdés Domínguez, su amigo íntimo desde la infancia, le escribió desde Cuba acerca de las labores que realizaba a favor del socialismo. El Apóstol le respondió a su hermano del alma de esta forma:

“(…) Una cosa te tengo que celebrar mucho, y es el cariño con que tratas; y tu respeto de hombre, a los cubanos que por ahí buscan sinceramente, con este nombre o aquél, un poco más de orden cordial, y de equilibrio indispensable, en la administración de las cosas de este mundo: Por lo noble se ha de juzgar una aspiración: y no por esta o aquella verruga que le ponga la pasión humana. Dos peligros tiene la idea socialista, como tantas otras —el de las lecturas extranjerizas, confusas e incompletas— y el de la soberbia y rabia disimulada de los ambiciosos, que para ir levantándose en el mundo empiezan por fingirse, para tener hombros en que alzarse, frenéticos defensores de los desamparados. Unos van, de pedigüeños de la reina, (…) Otros pasan de energúmenos a chambelanes, como aquellos de que cuenta Chateaubriand en sus “Memorias”. Pero en nuestro pueblo no es tanto el riesgo, como en sociedades más iracundas, y de menos claridad natural: explicar será nuestro trabajo, y liso y hondo, como tú lo sabrás hacer: el caso es no comprometer la excelsa justicia por los modos equivocados o excesivos de pedirla. Y siempre con la justicia, tú y yo, porque los errores de su forma no autorizan a las almas de buena cuna a desertar de su defensa (…)”. [Véase Martí, José, Obras Completas, t. 3, p. 168].

En 1884, José Martí, escribió, en ocasión de la muerte de Carlos Marx, una crónica que ratifica la identidad con el ideal de justicia de Marx y su interés de asentar el mundo sobre nuevas bases:

“Karl Marx ha muerto. Como se puso del lado de los débiles, merece honor. Pero no hace bien el que señala el daño, y arde en ansias generosas de ponerle remedio, sino el que enseña remedio blando al daño. (…)” [Martí, José, O. C. t. 9, p. 388].

Más adelante señala:

“Karl Marx estudió los modos de asentar al mundo sobre nuevas bases, y despertó a los dormidos, y les enseñó el modo de echar a tierra los puntales rotos. Pero anduvo de prisa, y un tanto en la sombra, sin ver que no nacen viables, ni de seno de pueblo en la historia, ni de seno de mujer en el hogar, los hijos que no han tenido gestación natural y laboriosa. Aquí están buenos amigos de Karl Marx, que no fue sólo movedor titánico de las cóleras de los trabajadores europeos, sino veedor profundo en la razón de las miserias humanas, y en los destinos de los hombres, y hombre comido del ansia de hacer bien. El veía en todo lo que en sí propio llevaba: rebeldía, camino a lo alto, lucha”. [Ibidem].

En realidad Carlos Marx estaba relacionado con ese criterio de gestación natural al que se refiere Martí, pues estaba convencido que el propio desarrollo capitalista llevaría a la aparición del socialismo, pero la Historia demostró que no iba a ser tan fácil a pesar de que la idea del bienestar posible en la comuna, el bien común, el comunismo es casi tan vieja como el ser humano, manifiesta en los filósofos griegos Platón y Zenón de Citio, en los padres de la iglesia cristiana San Ambrosio, San Jerónimo y San Juan Crisóstomo, en el pensador musulmán Mamad Ibn Massarra porque en toda búsqueda de mejoramiento humano aparecen el egoísmo, la concentración de bienes en unos pocos en causa de infelicidad para todos.

“Son los rusos el látigo de la reforma: mas no, no son aún estos hombres impacientes y generosos, manchados de ira,- sentenció Martí- los que han de poner cimiento al mundo nuevo: ellos son la espuela, y vienen a punto, como la voz de la conciencia, que pudiera dormirse: pero el acero del acicate no sirve bien para martillo fundador”. [Ibidem].

Y los testarudos hechos también le dieron la razón a causa, entre otras cosas, como el mismo señalaba a su amigo Fermín Valdés Domínguez, de las verrugas que ponen las pasiones humanas, porque ni el más obtuso puede negar que el ideal del comunismo, como el de Jesús, para seguir con un ejemplo comprensible para muchos, es el que puede decidir ante la disyuntiva de la especie expresada en la frase de Rosa Luxemburgo: Socialismo o barbarie, porque a eso ha llevado el capitalismo, a la deshumanización, a la injusticia, al desastre, a la barbarie altamente tecnificada, de lo cual estamos enterados por la noticias cotidianas.

No hay estructura socialista, ha sentenciado Fray Betto, que produzca por efecto mecánico, personas de índole generosa, abiertas al compartir, si no se adopta una pedagogía capaz de promover permanentemente emulación moral, capaz de hacer del socialismo el nombre político del amor. No es extraño que una serie de pensadores de origen cristiano hayan generado la teología de la liberación, la educación como práctica de la libertad, la pedagogía del oprimido, lo que se ha sistematizado bajo el término educación popular y tienen en su esencia algo que debe ser consustancial al socialismo: el empoderamiento de todos para sentar las bases nuevas que el  mundo necesita, sin soslayar, como afirma Paulo Freire que: “El liderazgo revolucionario no puede tomar a los oprimidos del anterior régimen como simples ejecutores de sus determinaciones, como meros activistas a quienes se niegue la reflexión sobre su propia acción, la verdadera revolución -enfatiza-, tiene que establecer el diálogo valeroso con las masas, no puede temer a su expresividad, a su participación efectiva en el poder, no puede dejar de rendirles cuenta, de hablar de sus aciertos de sus errores, de sus equívocos, de sus dificultades.”

Esos son conceptos expresados en el año 1970, con puntos coincidentes con Simone Weil, Rosa Luxemburgo, José Martí y muchos otros y otras empeñados en la lucha contra la opresión.

Que el intento de establecer el socialismo en Europa fracasara en el Siglo XX obliga a los que seguimos apostando por su validez a no repetir los errores que impidieron su consagración como la más importante propuesta emancipadora de nuestra civilización. Los errores de su forma, como dijo Martí de la justicia, no autorizan a las almas de buena cuna a desertar de su defensa.

Tomado de: https://www.cubaperiodistas.cu

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La tragedia griega de Winston Churchill

Winston Churchill. (Reino Unido, 1874-1965)

Por Jorge Wejebe Cobo

A Hitler le encantó la idea de izar un gigantesco estandarte nazi en el Partenón de Atenas, Grecia, cuando sus tropas ocuparon esa ciudad el 27 de abril de 1941, pero es de suponer que sus ayudantes le ocultaron que el soldado griego, obligado a arriar su bandera, la abrazó y se inmoló al lanzarse desde lo alto del promontorio ante la estupefacción de los invasores.

Eran malos augurios para los ocupantes. Pocos días después un joven de 19 años, Manolis Glezos, y su compañero Apóstolos Santas, arriaron la enseña fascista como señal del inicio de la resistencia, gesto que repercutió también en toda la Europa ocupada y en el apogeo del poder alemán.

Ambos luchadores pudieron escapar momentáneamente de los alemanes, pero Manolis Glezos enfrentaría casi toda su vida un verdadero calvario en cárceles fascistas y de regímenes anticomunistas, esperando ser ejecutado, incluso, después de la guerra por mantenerse firme a sus ideas democráticas y progresistas. Hoy, a sus 92 años, es un indiscutible líder de la izquierda en su país y fue el eurodiputado más viejo de ese parlamento.

Para entonces, las montañas y desfiladeros griegos se convirtieron en escenarios de una guerra a muerte contra los ocupantes alemanes que sustituyeron a las ineptas tropas italianas de Benito Mussolini, que en 1940 también invadieron el país, para ser casi expulsadas por el movimiento guerrillero y el ejército griego.

En Londres el primer ministro inglés, Winston Churchill, esperaba lo peor y pasaba revista a diario a los pocos recursos defensivos de la solitaria Inglaterra, para hacer frente a la probable invasión alemana y ante la difícil perspectiva de vida o muerte del Imperio Británico en 1941, para lo cual cualquier oposición armada a Hitler en el continente era apoyada por un cuerpo de oficiales de inteligencia denominado Special Operations Executive (SOE).

Los comandos del soe se lanzaban en paracaídas desde los grandes bombardeos Halifax, en misiones nocturnas, junto con las armas y pertrechos en las zonas guerrilleras griegas para combatir a las tropas nazis, como también lo hacían en Francia, Yugoslavia y Países Bajos ocupados por los nazis.

Durante esa época, cuando se sembraban coles en los parques de Londres para prever una hambruna bajo el bloqueo alemán a las Islas Británicas, poco importaba al gobierno inglés que los movimientos de resistencia contra la ocupación fascista en Grecia estuvieran dominados por los comunistas, quienes habían promovido la fundación del Ejército Popular de Liberación (ELAS, por siglas en griego) con todas las fuerzas democráticas y antifascistas, para que eliminaran  a fuerzas y medios alemanes destinados a la invasión a Inglaterra.

El elas llegó a organizar a dos millones de simpatizantes y alrededor de 50 000 combatientes activos que desarrollaron con tanto éxito la guerra, que al final de la contienda liberaría buena parte del territorio griego antes de la entrada de las tropas aliadas al país y se convirtió en la fuerza política más importante de la nación, por el prestigio que ganaron en la lucha contra la ocupación.

En esa época, Churchill diría de sus entonces aliados: «No diremos que los griegos combaten como héroes, sino que los héroes combaten como los griegos». Pero en 1943 se sentía tranquilo. Ya Inglaterra dejó atrás su peor momento. La URSS ganó la Batalla de Stalingrado, donde los alemanes perdieron más de un millón de hombres y el curso de la guerra apuntaba inexorablemente a la victoria aliada.

Entonces consideró oportuno cambiar su estrategia de sobrevivencia desesperada de inicios de contienda y volver a su original pensamiento, profundamente anticomunista, y cesó de apoyar a elas bajo el razonamiento de que Grecia caería fatalmente bajo la autoridad de Stalin si la izquierda griega llegaba al poder después de la guerra, aunque el líder soviético realmente no se involucró con mucho entusiasmo en Grecia, que era una zona de influencia anglonorteamericana.

Los servicios especiales ingleses apuntalaron y organizaron otras facciones de fascistas y colaboradores del gobierno títere instituido por Alemania tras su invasión a Grecia, pero que asegurarían en el futuro a Inglaterra un régimen de derecha favorable a los intereses ingleses y combatieran a los comunistas y sus aliados.

Para ese fin, Churchill concibió la creación de la llamada Fuerza de Intervención Helénica o lok –según su acrónimo en griego–, con lo que se creaba la insólita situación en que los guerrilleros de elas eran combatidos por igual por las tropas alemanas y los nuevos aliados de la inteligencia inglesa, mucho antes de culminar la II Guerra Mundial.

El centro de la estrategia inglesa estaba en llevar nuevamente al poder al Rey Jorge II de Grecia, que huyó de la invasión alemana y se refugió finalmente en Inglaterra, quien tenía un pasado represivo y de extrema derecha desde la década de los años 30, cuando gobernó, anuló los derechos democráticos, el parlamento y los partidos políticos.

Con la retirada de los ejércitos alemanes de Grecia en 1944 y la entrada de las tropas anglonorteamericanas, tras arreglos, actos terroristas, detenciones masivas y maniobras políticas, se impuso la fórmula inglesa-norteamericana y el Rey asumió el poder, pero los comunistas y las fuerzas democráticas del antiguo elas combatieron al régimen y se generalizó una guerra civil que se extendió hasta 1948.

Durante la contienda, el ejército griego armado y apoyado directamente por los norteamericanos e ingleses, derrotaron a la izquierda, para garantizar que en Grecia gobernara una democracia tutelada por los intereses de EE.UU. e Inglaterra en los Balcanes.

En los años posteriores la CIA y la inteligencia inglesa mantuvieron y desarrollaron una espesa red de organizaciones secretas de extrema derecha en Grecia, al estilo de la Fuerza de Intervención Helénica o lok, y en toda Europa Occidental, que colaboró en consolidar la subordinación de los gobiernos europeos occidentales a la política exterior de EE.UU., y evitó desde entonces la asunción del poder de cualquier régimen en alianza con los comunistas.

Con ese fin se desarrollaron operaciones encubiertas que siguieron la matriz de las medidas aplicadas en Grecia y que se replicarían poco después en Italia en 1948, para impedir el triunfo de los comunistas en las elecciones generales y que servirían como matriz en lo adelante para las operaciones encubiertas y de desestabilización aplicadas por EE. UU. en todo el siglo XX.

Aunque al parecer el peligro no acabó en el pasado siglo. Recientemente, ante la crisis económica griega, corrieron rumores de que el ejército realizaría otro golpe de Estado, el primero lo hicieron en 1967 y llevaron el conocido gobierno de los coroneles, que suprimió por un tiempo el Estado de Derecho democrático.

Las nuevas versiones de asonada militar en esta ocasión se referían a que se realizaría apoyada por la otan y EE.UU. si la crisis se fuera de control para evitar un estado de ingobernabilidad con repercusiones en la región, aunque este último recurso no fue necesario, los militares siguen en sus cuarteles.

Tomado de: http://www.granma.cu

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El neorrealismo y la lucha por la descolonización de los imaginarios.

La máquina de la mirada. Los movimientos cinematográficos de ruptura y el cine político latinoamericano. Susana Vellleggia

Por Susana Velleggia

Desde las primeras imágenes rodadas por los Lumière y Méliès hasta nuestros días, la historia del cine mundial es susceptible de periodizaciones diversas según los criterios –y las variables en consonancia con ellos– que se apliquen. La periodización tradicional, toma como eje a la variable tecnológica y establece dos grandes períodos: el del cine mudo y el que, luego de tanteos experimentales, se inicia la noche del 6 de octubre de 1927, cuando un Al Jolson con el rostro teñido de negro y luego de una canción, se dirige desde la pantalla al estupefacto público de la sala Warner para decir: «Esperen un momento, pues todavía no han oído nada. Escuchen ahora…» Para ello fue necesario que la Warner Bros, al borde de la quiebra y como último recurso, decidiera incorporar la novedad técnica del sonido a la producción comercial con la mediocre película El cantante de jazz (The Jazz Singer), de Alan Crosland. El éxito comercial salvó a la Warner y dio inicio al cine sonoro.(1)

Pero si aplicamos otros criterios y variables, es posible dividir esa historia en otros dos grandes períodos, cada uno con sus etapas respectivas: uno pre y otro post apogeo mundial de Hollywood. El primero de ellos llega hasta la Primera Guerra Mundial (1917), mientras que diversos autores coinciden en ubicar el comienzo del segundo período hacia 1918 y aún no se vislumbra su fin. Dentro de este último, hay varios movimientos de ruptura con el modelo de cine hegemónico, pero merece destacarse uno de ellos que, por varias razones, marca un «antes» y un «después» del cine mundial. Se trata del neorrealismo italiano, el cual cumple esta función de bisagra en la historia del cine, aunque sus antecedentes pueden rastrearse en los inicios mismos del séptimo arte.

La era pre-Hollywood se caracteriza por el desarrollo de las cinematografías nacionales, la competencia entre ellas y la diversidad de aportes estéticos que van conformando el lenguaje artístico del cine, el patrón de géneros y las corrientes estilísticas que caracterizarán a diferentes cinematografías y directores. Los ascendentes emporios Pathé y Gaumont en Francia y el trust Edison de Estados Unidos, compiten con las pujantes cinematografías de los países nórdicos, italiana, británica, alemana, etc., en la búsqueda permanente de novedades. Sin ser este un panorama exento de conflictos, la competencia asegura cierto equilibrio de los intercambios entre los distintos cines nacionales. Pathé, de cuya mano circulaban dentro de Estados Unidos y Francia los filmes europeos, llegó a gozar de un liderazgo artístico y comercial que perdería rápidamente en favor del trust de Edison. Este último «pirateaba» descaradamente las películas de Méliès para su distribución en Estados Unidos, mientras exigía a sus competidores de un lado y otro del Atlántico, el pago de canon por el uso de la película inventada por él.

Este primer período comprende desde los inventos de Edison y las experiencias iniciales al calor de la feria y los espectáculos del vaudeville, el registro de escenas de la vida cotidiana y los trucos del mago de Montreuil, hasta los jalones que van sentando los cimientos del sistema de géneros con los primeros intentos de narrativa ficcional.

La «guerra de las patentes», desatada por Edison contra sus competidores –a los que pretendía cobrar un royalty por el uso de la película por él inventada y producida monopólicamente hasta entonces por la Eastman– y diversas condiciones intra y extra cinematográficas, llevaron a la hegemonía de Hollywood, y con ello, a que un modelo de cine se impusiera como sinónimo de «universal» sobre otros posibles.

La naturaleza industrial del cine determina la posibilidad de reproductibilidad infinita de la obra matriz. Los costos fijos de producción que requiere cada obra, no guardan proporción alguna con los del copiado, por lo que el ideal comercial es la circulación simultánea de tantas copias de cada película como sea posible. Ningún mercado interno, por más elevado que sea su número de salas y de espectadores, es suficiente si se trata de optimizar la inversión obteniendo la máxima ganancia e inclusive, en algunos casos, de amortizar los costos de una producción.

La fundación de Hollywood, sus posibilidades paisajísticas y la audacia de los nuevos pioneros, se conjugarán para impulsar el desarrollo de un género genuinamente americano que se popularizaría mundialmente: el western. Su tradición era entonces breve, apenas iniciada por Edwin S. Porter, Broncho Bill, Francis Boggs (que había dirigido a Tom Mix) y el arriba mencionado Carter. La Bison, una compañía que se proponía especializar en el género, contrató a Thomas Harper Ince, actor autodidacta que se ufanaba de no haber leído nunca un libro. Ince contrató a su vez al circo Ranch 101 –que contaba con una troupe de indios y cow-boys verdaderos, domadores de potros, diestros tiradores, etc.– para hacer su primera película, Across the Plains (1911), sobre la fiebre del oro de 1848 en California.(2)

Al hacer de la conquista del Far West por los pioneros y del genocidio indígena, una epopeya que daba cuenta de la «superioridad» de la cultura y el hombre blancos, además de un género cinematográfico, Hollywood inventaba una historia americana mítica, a la medida de las gestas colonizadoras europeas. Asimismo, los espectadores del continente, hartos de la propaganda de la preguerra y de los elaborados filmes franceses, daneses y alemanes, descubrieron en la visualidad sin complicaciones que ofrecía el western un emocionante pasatiempo.

Sin embargo, fue el exhibidor independiente Adolph Zukor (extapicero de origen húngaro) quien impuso a Hollywood el formato industrial. Asociado con varios empresarios creó la Paramount Corporation, que agrupaba a empresas independientes con unas 5 000 salas en todo el país. Utilizó un eslogan copiado del Film d’Art francés:«Actores famosos en obras famosas», eligió a los mejores directores y a la actriz Mary Pickford, e implantó la contratación en bloque a los exhibidores –toda la producción del estudio y a ciegas, basándose en el prestigio de las estrellas–; así puso en marcha un ambicioso plan que constaba de tres categorías de producciones: A, B y C, según quienes fueran sus intérpretes y el presupuesto. Comenzó a rodar películas con el proyecto del lanzamiento semanal de un gran filme (clase A), de una hora o más de duración. Posteriormente, y ya perfeccionada, esta fue la forma que asumió la producción y comercialización de películas a escala mundial.

Estas innovaciones en el plano industrial, requerían una sistematización del lenguaje que diera al cine su autonomía como campo de expresión artística. Fue el autodidacta David Wark Griffith, quien cumplió esta misión. Contratado por la Biograph, en 1908, se abocó a sistematizar los códigos del lenguaje, dispersos o apenas esbozados en las obras pioneras de las distintas cinematografías, y a inventar otros. Desde aquel año hasta 1912, filmó cuatrocientas películas para el trust de Edison, con las cuales fue experimentando y depurando los hallazgos que luego aplicaría a sus dos obras maestras. Entre ellos, el primer plano con intención dramática y su edición con planos más amplios; las panorámicas y movimientos de cámara que descubren datos complementarios a los inicialmente aportados por la toma; el flash-back; las acciones paralelas al estilo de la narrativa de Dickens; el salvamento de último minuto y el suspense creado por un montaje paralelo de ritmo creciente.

Con El nacimiento de una nación (1915), la primera película de larga duración (dos horas y cuarenta y cinco minutos), Griffith le da al arte cinematográfico la depuración de lenguaje que requería, y al cine estadounidense el éxito comercial y la fama que atraerán hacia Hollywood a los inversores de Wall Street. El filme motivó una fuerte polémica por su ideología racista, pero sirvió al presidente Wilson –quien lo había visto en la Casa Blanca antes de su estreno– para ganar los votos del Sur. La obra había costado algo más de cien mil dólares y logró cien millones de espectadores cuando se proyectó durante cuarenta y cuatro semanas seguidas en las principales ciudades de Estados Unidos.(3)

Con Intolerancia (1916) –basada en la historia de un huelguista que, en 1912, a punto de ser ajusticiado bajo la acusación de matar a su patrón, es salvado por un indulto de último momento–, Griffith se propuso realizar «un drama solar de todas las edades de la humanidad». Con esta crítica, algo ingenua, a la intolerancia racial y social, procuraba el joven director compensar la visión racista de su filme anterior.

Hollywood vería con asombro la construcción de un palacio de Babilonia de 70 metros de alto por 1 600 de profundidad, para experimentar después una de sus mayores frustraciones. El pretencioso subtítulo (La lucha del amor a través de los tiempos), y la mezcla de tres tiempos históricos y cuatro relatos («La caída de Babilonia», «Vida y pasión de Cristo», «La matanza de San Bartolomé» y «La madre y la ley»), solo enlazados por los carteles de unos versos de Withman repetidos como leit-motiv y la imagen de Lilian Gish meciendo una cuna («La cuna se mece sin fin, uniendo el presente y el futuro»), harán de Intolerancia un colosal alegato pacifista y social y el primer filme acronológico. La obra, que influenció tanto al cine como a la literatura, demandó la contratación de 16 000 extras, fue registrada en miles de metros de película (76 horas de material en bruto), y concluyó en un montaje de ocho horas de duración, luego reducido a tres horas. El rodaje había requerido de un enorme staff de ayudantes, algunos de los cuales llegarían a ser famosos directores, un elenco de estrellas de primer nivel y el mayor presupuesto desembolsado hasta entonces para producir una película: dos millones de dólares.(4) Todo un récord para la época.

Intolerancia fue una obra de vanguardia cuya maestría técnica impresionó a los cineastas de todo el mundo –particularmente a las vanguardias soviéticas– y, quizá por eso mismo, un catastrófico negocio.

La misma posibilidad de realizar este despliegue productivo, poniéndolo al servicio de la creatividad de un hombre dispuesto a innovar para alcanzar la gloria y dotar a Hollywood de su primer «monumento» cinematográfico, puede interpretarse como el gesto de consolidación de la que ya era la industria más organizada y poderosa del mundo.

Sobre la ruina del creativo Griffith, Hollywood edificó de inmediato la prosperidad del rutinario Cecil B. de Mille, dando cuenta de la versatilidad sobre la que se construyó su potencia.

Después del filme de Griffith, todas las condiciones estaban dadas para que el cine de Hollywood ocupara el espacio que se abriría en Europa al estallar la Primera Guerra Mundial y quedar paralizadas sus industrias cinematográficas.

Comenzará así el segundo de los períodos arriba mencionados, el cual se caracteriza por:

  • La captación de talentos de las distintas cinematografías nacionales, así como la incorporación de hallazgos temáticos y artísticos que, reelaborados, por las usinas de Hollywood, son lanzados al mundo como «primicias».
  • La progresiva concentración empresarial de los sectores de la producción, la distribución y la exhibición, así como la agresiva política de exportaciones llevada adelante por la industria cinematográfica estadounidense, con el apoyo del Departamento de Estado, para la conquista de los mercados externos.
  • El férreo proteccionismo del mercado interno de los Estados Unidos, que se torna impermeable a los filmes producidos por otras industrias.
  • Las crisis cíclicas de las industrias cinematográficas mundiales, vinculadas –aunque no exclusivamente– a las crisis económicas y los cambios tecnológicos.
  • La erosión de la diversidad que caracterizó la evolución del cine hasta la Primera Guerra Mundial. La multiplicidad de miradas se irá reduciendo progresivamente a la mirada propuesta por el modelo hegemónico hollywoodense, hecho que incidirá en la formación de la capacidad de apreciación cinematográfica de los públicos y en las características de la producción realizada en distintas latitudes. Y que, asimismo, generará la reacción de los movimientos de ruptura.(5)
  • La lucha entre Hollywood y las cinematografías nacionales europeas y la adopción, por parte de los respectivos gobiernos, de medidas proteccionistas, a fin de contrabalancear el poder del cartel de la MPEAA (Motion Pictures Export Association of America), organización adoptada por los grandes estudios para competir con otras industrias por el control de los mercados mundiales.
  • La institucionalización del star system y del sistema de géneros, como forma natural de la producción-comercialización de cine, que evolucionan paralela y simultáneamente, interrelacionados con la sistematización del formato industrial y el modo de producción adoptado para ello.

La facilidad para incorporar, adaptar y combinar componentes culturales de procedencia diversa, es parte indisoluble de la capacidad de la industria hollywoodense de este período a fin de «fabricar» una cultura típicamente americana «universalizable», como modelo para públicos pertenecientes a distintos sectores sociales, países y culturas. En algunos casos, la fórmula fracasará estrepitosamente y, en otros, triunfará, apelando inclusive a mutilaciones y modificaciones de las películas que se exportarían, cuya factura tendría en cuenta las características de los mercados de destino. Algo que a los europeos les escandalizaría y que jamás practicaron con sus cines.

Consigna Georges Sadoul que los diez años que siguieron a la Primera Guerra Mundial marcan el período de apogeo del cine norteamericano en el mundo. Las películas de esa procedencia llegaron a representar entre 60% y 90% de la programación de las pantallas europeas, mientras que los filmes de origen extranjero fueron erradicados de las 20 000 salas de Estados Unidos. Hollywood dedicaba cada año doscientos millones de dólares a una producción que superaba los ochocientos filmes anuales. Los 1 500 millones de dólares que llevaban invertidos los estudios, los equiparaban a las mayores empresas industriales de los Estados Unidos: automóviles, petróleo, acero, alimentos. La vinculación de los más grandes de ellos: Paramount, Loew, Fox, Metro, Universal –que dominaban la producción, la distribución y el comercio mundiales de películas–, con las potencias financieras de Wall Street (Banca Kuhn Loeb, Morgan, Rockefeller, Dupont de Nemours, General Motors), será creciente. Pero, después del último fracaso de Griffith, que los inversionistas adjudican a sus extravagancias, para los banqueros no serán confiables los directores, sino los productores y las estrellas.

Recién con la influencia del neorrealismo y la crisis de espectadores que despunta en 1947, y se prolonga durante los años cincuenta, el star system es relativizado y el nombre de los directores comenzará a adquirir progresiva relevancia. Ello sucede cuando el público va madurando su capacidad de apreciación audiovisual e irrumpe la televisión. Aparecen nuevas generaciones de directores y guionistas que darán lugar al cine de autor en Francia y a los movimientos de los nuevos cines que se esparcen por el mundo, asumiendo diferentes características según los países.

Ante el nuevo medio, el cine se consagrará definitivamente como arte, pasa a ser objeto de análisis y de estudio en las universidades, en tanto la función de entretenimiento familiar la acaparará la pantalla chica.

Impulsadas por el sector financiero, que exigía seguridad para sus inversiones en el cine, en 1925 las empresas de Hollywood crean la Motion Pictures Producers of America (MPEA) como una asociación de los mayores productores y distribuidores. Su organización recae en el puritano y rígido político republicano William Hayes que, en lo sucesivo, será llamado «el zar del cine». De la oficina de Hayes surge el código del pudor –o Código de la Producción–, redactado por un sacerdote jesuita, el R.P. Daniel Lord, quien responderá a dos demandas simultáneas. Por un lado, las peticiones de las asociaciones y ligas de la moral, que protestaban por la escandalosa vida de las estrellas de Hollywood y la no menos pecaminosa de los personajes que encarnaban en las películas. Por otra parte, Hayes tenía una teoría sobre el cine, más certera y pragmática que inspirada en la moral, y estaba decidido a ponerla en práctica: «La mercancía sigue al filme; dondequiera que penetra el filme norteamericano vendemos más productos norteamericanos.»(6)

El Código de la Producción sistematiza, por primera vez, la censura moral e ideológica a ejercer sobre el cine, para tornarlo un apto vehículo de negocios, de un estilo de vida y de valores, ideas y costumbres que debían alcanzar escala universal y establecer un círculo virtuoso que se realimentara a sí mismo.

El staff de los estudios se refuerza, entonces, con consejeros, expertos en estudios de opinión y marketing, y publicistas. La misión de los primeros es analizar los guiones y «sugerir» los cambios necesarios para que cada filme no vulnere sentimientos religiosos, morales ni político-ideológicos, de los financistas, los públicos internos, los gobiernos de las naciones que serán su futuro mercado ni, obviamente, genere interferencias con la política de relaciones exteriores del gobierno estadounidense. Ante la menor duda, el «consejero del estudio» –que cuenta con un equipo de asesores– debe comunicarse con su «contraparte» de la oficina de Hayes, quien, de ser necesario, lo hace a su vez con «su hombre» del Departamento de Estado, el cual le proporciona las orientaciones del caso.

Los expertos organizan focus group –supuestamente representativos del espectador promedio– ante los que proyectan los filmes previamente a su estreno, de modo de introducir los recortes y modificaciones del caso para su lanzamiento. Este es programado por los publicistas, que no escatiman ingenio ni recursos para lograr impacto. De la mano de Hayes, Hollywood no solo se organiza empresarialmente, sino que adquiere una notable función propagandística.

El perfil de muchas estrellas es redefinido y se descubren otras nuevas, a fin de conformar un sistema congruente de arquetipos femeninos y masculinos que surtirá a los estudios para cada filme. Los géneros se estabilizan y la producción es serializada para aprovechar los recursos invertidos en decorados, vestuarios, guiones, equipos, contrataciones de intérpretes, guionistas, directores, técnicos, etc. De este modo, la escenografía de una calle de suburbio, con ligeros retoques, servirá a la producción de varios filmes policiales; la de una mansión sureña dará lugar a otros tantos de carácter histórico; las actrices que representan a la heroína ingenua y a su contraparte vamp estarán presentes en numerosas películas del mismo estudio, reafirmando el estereotipo que la estrategia de marketing les asigna. Se consolida el cine industrial mediante un sistema de producción basado en el método fordista, científicamente planificado, que el intuitivo Zukor ya había esbozado. Pero todo ello de poco hubiera servido si Hollywood no se aseguraba, paralelamente, una posición dominante en los mercados mundiales.

Con la Segunda Guerra Mundial, el poder de Hollywood se acrecienta a niveles inéditos, motivando una serie de reacciones en los planos productivo, comercial, político y artístico, por parte de casi todos los países europeos.

En 1946, las grandes empresas crean la MPEAA, perfeccionando el modelo de su antecesora, la cual será la única entidad privada del país autorizada a tratar directamente con gobiernos extranjeros. Por su enorme poder, se la denominará «Mini-Departamento de Estado». Su primer presidente, Eric Johnston, ilustra de manera elocuente la política del cartel:

Nuestros filmes ocupan alrededor de un 60% del tiempo de proyección en los países extranjeros. Si uno de esos países quiere imponernos restricciones, voy a ver al ministro de Finanzas y le hago ver, sin amenazarle, simplemente que nuestras películas mantienen abiertas más de la mitad de las salas. Esto proporciona empleos y en consecuencia una ayuda apreciable para la economía del país concernido, cualquiera que sea. Recuerdo también a ese ministro de Finanzas el peso de los impuestos sobre el volumen de negocios que esas salas representan. Si el ministro se niega a escuchar estos argumentos, puedo aún usar otros medios apropiados.

Y agregaba: «Pero si dos o tres compañías americanas no hacen el juego, si aceptan las restricciones (…), mis argumentos frente al ministro pierden su peso. Es indispensable que formemos un frente unido. La MPEAA perdería cien millones de dólares al año si se dividiera.»(7)

«Se ha hecho necesario –constata entonces Eric Johnston– producir películas que sean aceptables a los gustos de los ingleses, italianos y japoneses, así como a los nuestros (…) Actualmente el mercado interno por sí solo no puede soportar un gran volumen de producción en Hollywood.»(8) Esta constatación impulsó una política exportadora aún más agresiva hacia Europa.

Finalizada la guerra, Hollywood encontró que el stock acumulado de películas (backlog) que no habían sido vistas en el exterior era enorme, y el europeo se presentaba como el mercado más lucrativo. De la mano del Plan Marshall, Europa fue literalmente inundada de filmes estadounidenses. Con preocupación holística –por los cuerpos y las mentes de los europeos– se argumentaba que, si Europa Occidental aceptaba la ayuda económica de los Estados Unidos para evitar que la crisis de posguerra la hiciera caer en las garras del comunismo, con el mismo fin debía aceptar los filmes norteamericanos. Mantener las mentes juveniles a salvo de las ideas comunistas, exigía música de jazz o de rock, cine de Hollywood y un cambio de hábitos y valores.

El cine norteamericano deja entonces los alambicados melodramas del «teléfono blanco» y se aboca a construir un imaginario colectivo «moderno», bajo el signo de la universalización del american way of life. La propagandización de la casa con jardín en un cordial vecindario; el automóvil; la refrigeradora; el tocadiscos –y la música correspondiente–; la cocina equipada a «la americana»; la moda femenina; la comida; el hábito de beber whisky o «coke»; la práctica deportiva y el cuidado del cuerpo; los nuevos roles familiares, etc., serán parte constitutiva del nivel conceptual y estético de las películas, adquiriendo el carácter de símbolos de la democracia liberal de mercado. La construcción del «sueño americano» será bienvenida por las masas de una Europa que, ante la devastación de la guerra, estaban ansiosas por salir de los conflictos políticos del pasado reciente, del racionamiento, el malestar y el atraso. Este cine les ofrecía más que películas en mayor o menor medida entretenidas, la oportunidad de acceder a una identidad nueva; el placer de las cosas simples de la vida bien podía ahuyentar el fantasma de los conflictos mediante el reinado del consumo. El Estado del bienestar y las multimillonarias cifras volcadas a las economías europeas por el Plan Marshall se encargarán de poner este sueño casi al alcance de la mano en los imaginarios europeos.

En su documentado estudio, Guback verifica que, entre 1946 y 1949, más de 2 600 filmes estadounidenses fueron enviados a Italia, que por entonces contaba con una capacidad de pantalla de entre 300 a 400 filmes anuales. Incluso un pequeño mercado como los Países Bajos, recibió más de 1 300 películas en el mismo período. Alemania Occidental fue también ampliamente abastecida. Dinamarca, que asimismo fue objeto del boicot de la MPEAA, recibió, entre 1947 y 1954, 1 681 películas; Gran Bretaña 2 487, entre 1949 y 1950, de ellas 800 ingresaron en un año (1949-1950).(9)

Alarmados ante la avalancha de filmes estadounidenses que excedía la capacidad de pantalla de cada mercado –fenómeno que los directivos de la MPEAA calificaban de «asunto comercial natural»–, los gobiernos europeos, acicateados por los sindicatos, asociaciones profesionales y personalidades del cine y el espectáculo, en situación de paro, decidieron aplicar medidas de protección de sus cinematografías. Un funcionario británico, en uno de sus discursos, justifica el proteccionismo con la siguiente pregunta: «¿Nos sentiríamos contentos si dependiéramos en este país de la literatura y la prensa extranjera?»(10)

La Segunda Guerra Mundial había desbaratado los sistemas de protección del mercado interno que los europeos implementaron entre 1920 y 1930, ante la invasión de películas americanas del período bélico anterior. Al finalizar la guerra, los miembros de las industrias de cine de las naciones europeas esperaban recuperarse y proteger sus inversiones en infraestructura y recursos humanos, pero era imposible hacerlo con la práctica del dumping ejercida por la MPEAA que, al saturar los mercados con enormes cantidades de películas a bajísimos precios –muchas de ellas ya viejas y con los costos amortizados en su mercado interno–, no dejaba espacio a la producción nacional. Por otra parte, los países que habían padecido la guerra en sus territorios se hallaban endeudados y tenían que afrontar la tarea de reconstrucción, por lo que el drenaje de divisas por importación de películas y envío de ganancias a los Estados Unidos, adquiría una dimensión que preocupaba a los gobiernos, e inclusive a los organismos internacionales (como la UNESCO) creados en la posguerra.

Pese a las presiones, con frecuencia extorsivas de la MPEAA, los gobiernos europeos formularon distintas medidas proteccionistas de las industrias cinematográficas de sus países que, combinadas entre sí, produjeron resultados positivos. Esta lucha de las naciones europeas por la defensa de sus mercados cinematográficos –y luego audiovisuales en general– no es entendida solamente como una cuestión económica, sino también como una batalla por la defensa de sus identidades y por la diversidad cultural. De ahí que haya sido Francia quien diera origen a la denominada doctrina de la «excepción cultural», ante las embestidas de los Estados Unidos por liberalizar el mercado de bienes audiovisuales en la ronda de Doha de la OMC.

Aun con las medidas proteccionistas de sus mercados, implementadas por los estados europeos, la recaudación total de los filmes norteamericanos en Gran Bretaña, Italia, Francia y Alemania Occidental, en los veinte años que van de 1951 a 1970, fue de un promedio de 35 millones de dólares anuales, rindiendo a sus distribuidores 1 960 millones de dólares. Si se agregan a los anteriores, mercados más pequeños como los de Suecia, Noruega, Finlandia, Dinamarca, Países Bajos, Bélgica, Suiza, Austria, Irlanda, España y Portugal, esa cifra se incrementa, por lo menos, en 450 millones. En veinte años la venta global de filmes norteamericanos a Europa llegó a superar los 2 410 millones de dólares. Según datos de la revista Variety del 15 de mayo de 1974, durante los once años transcurridos entre 1963 y 1973, los miembros de la MPEAA ganaron en el mundo 7 565 millones de dólares, de los cuales algo más de la mitad (3 875 300 000) provinieron de fuera de los Estados Unidos.(11)

Los imaginarios de la posguerra y el neorrealismo italiano (12)

La intensidad de los movimientos de ruptura con respecto al modelo de cine hegemónico –los cuales se sucederán en prácticamente todos los países del mundo–, será directamente proporcional a la debilidad o la ausencia de políticas públicas que posibiliten la emergencia –o, en su caso, el fortalecimiento– de cinematografías nacionales, a la subordinación económica, artística y estética de los sectores involucrados en los procesos de producción, distribución y exhibición de cine en cada país, y a la colonización de los imaginarios del público por la «mirada única». Sobre este trípode se asienta el poder del cine. Arte, industria, medio de comunicación, institución cultural y proceso sociohistórico: el fenómeno cinematográfico no puede entenderse si no se toman en cuenta las múltiples variables que intervienen en su modelación, tanto pertenecientes al propio campo como externas, ya que ellas conforman un sistema de interrelaciones que supone mucho más que la suma de las partes que lo constituyen, consideradas de manera aislada. Por tal motivo, el nivel artístico, o los «contenidos», de una obra fílmica no pueden explicarse sin considerar sus modos de producción, circulación y apropiación por el público, los cuales están, a su vez, condicionados por multiplicidad de factores.

Por ello, una rebelión eficaz contra la imposición del modelo de la «mirada única» no podía provenir solamente de las medidas de carácter proteccionista de los Estados, en los aspectos industriales, sino que reclamaba una nueva concepción del cine como arte y hecho cultural y comunicacional.

A esta tarea se abocaron los movimientos cinematográficos de ruptura, que dan lugar a los «nuevos cines». El primero de ellos fue en la segunda posguerra mundial, el neorrealismo italiano. En América Latina, la misión es asumida por los movimientos del cine político que adquirirán rasgos particulares en cada uno de los países en los que se produce y exhibe, ya sea públicamente o en la clandestinidad, según las circunstancias imperantes en la época.

En este escenario de gran diversidad, las tres grandes corrientes que confluirán en esta voluntad de cambio en los planos artístico, estético, ético e industrial son:

  1. a) el neorrealismo italiano de la posguerra;
  2. b) el «cine de autor» francés, también denominado la «nouvelle vague»;
  3. c) el cine político que se expande en los sesenta de la mano de las grandes movilizaciones populares que recorren el mundo en la época.

Estos movimientos, en apariencia dispares, abrevan en las fuentes de dos corrientes fundadoras del cine de principios de siglo: los filmes de ficción soviéticos del período clásico y el Cine-ojo de Dziga Vertov que, contemporáneo del primero, tanto influenciará a las vanguardias francesas de la década del veinte y el treinta, como al cine documental inglés, al cinéma-verité de Rouch, al de la caméra-stylo de Astruc y a los «nuevos cines» que florecen en el mundo en los años sesenta.

La red de interrelaciones que entretejen estos movimientos gira en torno a un eje: el abordaje cinematográfico de la realidad histórica de sociedades en crisis desde una perspectiva crítica y adoptando como punto de partida el principio de autenticidad, antes que el de verosimilitud. Más allá de sus diferencias estilísticas y conceptuales, el rasgo común a todos ellos es la ruptura con la institucionalidad cinematográfica forjada por la industria, principalmente la de Hollywood, y la problematización de todas las categorías artísticas y estéticas en las que ella se asienta.

Las constantes que los caracterizan pueden agruparse en los siguientes aspectos:

  1. a) La problematización del realismo y del sistema de géneros

El punto de arranque de estos movimientos –y notoriamente del neorrealismo–, es la problematización de la categoría de realismo cinematográfico, tal como fuera concebida desde la industria. Esto da lugar a uno de los debates más intensos y ricos producidos en el campo artístico sobre el realismo en general que, lamentablemente, es poco conocido.

Se trata de la asunción del fenómeno cinematográfico en términos integrales, cuyo rechazo a la tradición cinematográfica del cine industrial, producido en cada espacio y momento, y del cine-espectáculo hollywoodense, reconoce distintos derroteros. Ya sea que se pretenda refundar la industria sobre nuevas bases, o bien dar al cine una dimensión que trascienda el fin de espectáculo, aunque ello lo condene a una difusión restringida, las nuevas concepciones del fenómeno cinematográfico y los argumentos que las fundamentan, se explicitan en manifiestos, ensayos, investigaciones y análisis críticos de las películas producidas en diferentes épocas y lugares. La lucha por la legitimidad de las innovaciones, impulsa a esta reflexión teórica sobre el cine a incursionar en diferentes campos y disciplinas; desde la sociología y la antropología hasta la semiótica y la filosofía política.

Esta negación de «lo viejo» y la consiguiente apertura a «lo nuevo», mantiene como constante de los planteos teóricos y las opciones artísticas, la idea de cambio integral: en las obras y sus diversos niveles constitutivos, así como en el proceso que va de la producción a su apropiación por los espectadores.

  1. b) Cambios a nivel del discurso fílmico; la historia como tema y problema

La ruptura con respecto a las reglas de los géneros consagrados del cine-espectáculo, en los niveles temático, retórico y enunciativo, es el rasgo inmediatamente visible en los tres movimientos arriba mencionados.

En el nivel temático, los filmes neorrealistas de los inicios encuentran su objeto preferencial en el drama de personajes pertenecientes a los sectores populares confrontados a la crisis de la Italia de la posguerra. La dura realidad histórica y la toma de conciencia crítica acerca de ella, por dichos sectores, es la historia que narran las películas. En una segunda etapa, el movimiento encara una apertura que bifurca sus senderos hacia otros actores sociales, temas y géneros; sin embargo, mantienen como una constante la relación sujeto-historia y a esta como nudo argumental, en mayor o menor grado explícito.

El cine de autor francés hace de la conciencia individual en crisis el objeto de su indagación. Microcosmos que, de manera más connotada que denotada, remite a una crisis de orden macrosocial. La historia individual actúa en este caso como referente de un marco histórico que es cuestionado.

Por su parte, el cine político o militante se lanza a explorar el universo del malestar social y la crisis en las múltiples manifestaciones que ella asume, desde el punto de vista de quienes serían los actores llamados a superarla: los sectores populares. Su impronta crítica suele derivar en un optimismo romántico con respecto al sujeto colectivo aludido: el pueblo.

En los niveles retórico y enunciativo, el cine de ficción de dichos movimientos opera una deconstrucción de la dramaturgia tradicional. Mientras el neorrealismo se basa en la dramaticidad cruda de los hechos históricos, el cine de autor apela a los quiebres en la temporalidad del relato, que rompen su linealidad narrativa y confieren a los sujetos de la enunciación la función de interpelar al espectador y problematizar su rol.

Asimismo, en los tres movimientos, la construcción del material fílmico opera una ruptura estética que desplaza a la «puesta en escena» heredada de la tradición teatral, y cuestiona la adaptación literaria clásica, así como los criterios de «belleza» del cine-espectáculo. Esto implica la adopción consciente de un nuevo criterio de calidad artística, que refuta el universo esteticista de la obra bien faite, remitiendo a la cualidad del cine para establecer una relación productiva obra-espectador. En esta cualidad ubican el aporte específico del arte cinematográfico.

Cada uno de estos movimientos adopta, a su manera, el principio de distanciamiento –de la estética brechtiana– para incitar al espectador a trasladar la capacidad de descubrimiento movilizada por la obra, a la toma de conciencia sobre su situación en el mundo. El cine político avanza aún más allá, al pretender que, además, el espectador se convierta en actor protagónico de la realidad histórica, y tome partido por su transformación.

Ya no se trata de agradar los sentidos para sumergir al espectador en el ilusionismo de las imágenes, con el fin de hacerle olvidar los problemas del mundo en el cual vive, sino de provocar en él interrogantes que hagan tambalear sus certidumbres e ideas previas acerca de ese mundo. Para lograr este efecto, también debe ser puesta en crisis su lógica perceptiva y, por tanto, la lógica narrativa de construcción de la obra.

Las imágenes deben demoler los condicionamientos rutinarios del público que anestesian su percepción de lo real y del arte cinematográfico. Las líneas de este ataque se sintetizan en el lenguaje fílmico. Así como en Paisá (1946), Rossellini coloca al espectador dentro de una realidad presentada «en crudo», mediante la crónica y el reportaje, confrontándolo a la verdad inapelable de espacios destruidos y personajes de la vida real relatando sus amargas experiencias de la guerra; El año pasado en Mariembad (1960), de Resnais, y gran parte de la obra de Godard, recurren a los cortes bruscos, las transposiciones, paréntesis y saltos temporales, las alusiones oscuras y polisémicas. Ambos cumplen así la premisa de que el cine debe, si no sacudir al espectador, al menos incomodarlo.

El cine político reforzará esa idea: no basta con ver, en la medida que, en términos cinematográficos, todo o casi todo ya ha sido visto. Se trata ahora de comprender, de descubrir, de sacudir la indiferencia e impulsar a la acción. Chris Marker apunta a este propósito con la suma de entrevistas de Le joli mai (1962), donde obliga a explicar a los entrevistados –y a reflexionar al espectador–por qué a los parisinos les interesa más la temperatura que la represión de la OAS en Argelia; el confort personal que las luchas obreras. «Todo espectador es un actor o un cobarde», interpela, a su vez, a los espectadores La hora de los hornos, del Grupo Cine Liberación de Argentina, refiriéndose, más que a los espectadores de la pantalla, a los de la realidad histórica.

  1. c) Cambios en el rol del director y en la relación cine-sociedad

El cambio en la relación obra-espectador apunta a forjar una interrelación cine-sociedad distinta, que se propone dar mayores grados de apertura al campo cinematográfico, cuyas opciones temáticas y de género exhiben un profundo agotamiento en las distintas épocas y países en que estos movimientos surgen. En el principio, por todos ellos compartido, de incorporar el cine a la vida, transformando la capacidad perceptiva del espectador por distintos medios, es visible la huella de dos tendencias teóricas opuestas: las vanguardias estéticas –y también las formalistas rusas– y el realismo de André Bazin.

La nueva interrelación obra-espectador ha de sustentar la fruición estética en la dimensión cognoscitiva de la realidad revelada por la obra, antes que, en la inmersión sensorial en el espectáculo, que se agota en su consumo y la catarsis emocional. Pero, mientras que a Bazin solo le interesaba qué revelaba de la realidad el ojo de la cámara y qué conocimiento del mundo aportaba el filme al espectador, omitiendo aquello que el realizador –su subjetividad– podría aportar a ambos, para los movimientos de ruptura el papel de este será clave.

Pese a los esfuerzos del neorrealismo para borrar las huellas de la subjetividad del emisor del discurso, o la presencia del director –que es la de la unidad realizador-guionista– como sujeto de la enunciación, la misma es constante. En el caso del cine de autor francés, esta presencia es explícita, consciente y teóricamente legitimada. Por su parte, el cine político «naturaliza» la presencia del director –o del colectivo que realiza el filme– como enunciador del discurso, en tanto procura ser, precisamente, un cine-ensayo.

Pero si el filme y el cine son ubicados como emergentes de un proceso histórico del que extraen su legitimidad social y a cuyo reconocimiento remiten, forzoso es que el papel tradicional del realizador sea asimismo problematizado. Este ya no será concebido como el «artista» que persigue la innovación estética per se, o que busca inspiración en los vericuetos del patrimonio discursivo literario, teatral o cinematográfico; tampoco como el «fabricante» de películas contratado por la industria a destajo. El cineasta, sin resignar su papel de artista, deviene en un comunicador social informado sobre su contexto histórico, que asume los roles de investigador, pensador, antropólogo, sociólogo y, llegado el caso, de agitador político.

Este descentramiento del cine con respecto a su propio campo adquiere un signo provocador que, necesariamente, ha de alterar las diversas dimensiones que vertebran la obra. Si en la dimensión artística ello se expresa en una deconstrucción de la dramaturgia tradicional y de los códigos consagrados por el cine-espectáculo, con la intención explícita de fundar una nueva estética y una nueva poética, en la informativa se «carga» al mensaje con todo lo que se sustrajo a la obra.

La desmesura no consiste ya en la pretensión naïf, de hacer del cine una copia fiel de la realidad, sino en la de convertirlo en una experiencia total; en un arma cuyos disparos hagan que, una vez descargada, el espectador y la sociedad ya no puedan volver a ser igual que antes.

La dramaticidad de la realidad, social o individual, revelada por el ojo inquisitivo de la cámara, debe golpear al espectador, sacarlo del apoltronamiento adormecedor de «la belleza» para arrojarlo a la vorágine de la vida, oscura, triste, sórdida, violenta, aunque no exenta de ternura y poesía, que transcurre más allá de la pantalla. Así como la obra pone al espectador ante la cruda realidad y lo hace responsable de sus opciones en relación con el mundo, también aspira a que la sociedad asuma una posición inconformista y mucho más exigente hacia el cine y el arte en general.

  1. d) Cambios en los modos de producción

Los tres movimientos mencionados subvierten los modos de producción instituidos por la industria. Las películas se realizan fuera de los estudios, con bajos presupuestos, al margen del sistema de las estrellas, recurriendo a los mismos protagonistas de la vida real o bien a actores relativamente desconocidos, y la división del trabajo de los equipos artísticos y técnicos trastoca los roles cristalizados que imperan en aquella.

Como tantas veces sucediera en la historia del cine, algunos de estos realizadores, una vez probado el éxito de público de sus obras, son convocados por la industria –incluso la hollywoodense–, pero el cine de autor y el cine político pugnarán por mantenerse apegados a la tradición de los «nuevos cines», aun trabajando desde el seno de ella. Contradicción esta que atraviesa la producción posterior de muchos cineastas que dieran comienzo a aquellos movimientos, y que el neorrealismo intenta resolver al tomar posesión de la industria cinematográfica italiana de la posguerra. El crecimiento artístico que alcanza el movimiento se articula a una constelación de factores cinematográficos y extracinematográficos, y hace factible que esto suceda, al menos por un período. Entre dichos factores cabe mencionar la emergencia de un empresariado industrial nacional que se interesa por el cine, las inversiones de Hollywood en el cine de la península –impulsadas por las políticas proteccionistas del Estado italiano de la posguerra, que limitan la importación de películas–, la característica de escuela asumida por el neorrealismo, que impulsa la formación de guionistas, directores y técnicos, con la consecuente renovación generacional. Esta dinámica le permitirá dar un nuevo giro cuando las primeras señales deagotamiento se presenten. Otros dos aspectos merecen destacarse: la reflexión teórica sistemática que acompaña a la práctica cinematográfica y el profundo enraizamiento de su poética y su estética en la identidad cultural de las distintas regiones de Italia.

Estas experiencias permiten comprobar que el nivel conceptual y estético de los discursos es indisociable de sus modos de producción. Cuando la continuidad de la labor de los directores se traslada del contexto contra-institucional y contra-cultural del movimiento originario, al de la industria, las obras resultantes irán perdiendo la vitalidad de las que fueran fundadoras de cada corriente.

De este proceso de cambios surgen nuevos criterios de verosimilitud, aplicables al campo cinematográfico en general, así como nuevos verosímiles que amplían y enriquecen las posibilidades del lenguaje fílmico, e incentivan una mayor autonomía artística del cine.

Estos movimientos se desenvuelven en contextos de intensa crisis social, en la cual se manifiesta la emergencia de imaginarios en búsqueda de un nuevo régimen de verdad. Con el neorrealismo, el cine de autor de la nouvelle vague y los nuevos cines de los años sesenta, los invisibles lazos imagen-imaginario prueban, una vez más, su consistencia.

Notas

(1) Román Gubern, Historia del cine, t. I, Baber, Barcelona, España, 1992

(2) Ídem.

(3) Ídem.

(4) Ídem.

(5) Véase Susana Velleggia, La máquina de la mirada. Los movimientos cinematográficos de ruptura y el cine político latinoamericano, Editorial Altamira, 2da. ed., Buenos Aires, 2008.

(6) Ídem.

(7) Thomas Guback, La industria internacional del cine, t. I, Editorial Fundamentos, Madrid, España, 1980.

(8) Ídem.

(9) Ídem.

(10) Ídem.

(11) Ídem.

(12) Este punto forma parte del capítulo II del libro La máquina de la mirada. Los movimientos cinematográficos de ruptura y el cine político latinoamericano, ed. cit.

Tomado de: http://www.cubacine.cult.cu

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La tacita de café

Universidad de La Habana. Edificio del Rectorado

Por Graziella Pogolotti

Durante muchos años, cuando los chirriantes tranvías ascendían trabajosamente por la cuesta de la calle San Lázaro, soñé con el día en que me llegara la oportunidad de subir por la Escalinata como una estudiante más. Allí, pensaba, se me abrirían oportunidades para adquirir nuevos conocimientos, para completar mi aprendizaje de la vida, aunque en aquellos tiempos difíciles la terminación de una carrera ofrecía pocas oportunidades laborales. Tenía clara percepción de que esos años en la Colina serían un paréntesis, un regalo de la vida, antes de enfrentar las duras realidades de un mercado laboral anémico. Tenía que transitar por ellos con la mayor intensidad posible.

Confieso haber aprendido tanto en el aula como fuera de ella. Frente a la escuela se encontraban la galería de los mártires —presencia viva de una tradición—, y las oficinas de la FEU, lugar de trasiego de alumnos de todas las facultades, además de espacio de encuentro con estudiantes procedentes de distintos países de América Latina.

En contacto con ellos, tomaba el pulso de la realidad contemporánea de nuestra área, complemento necesario de la mirada hacia el pasado que proyectábamos en los cursos de Historia de América. A veces, los puertorriqueños pasaban largas temporadas entre nosotros antes de proseguir su lucha, con destino incierto, en otras partes.

La caída de la dictadura guatemalteca, el paso de Arévalo por la presidencia y la subida de Jacobo Árbenz nos trajo el encuentro con jóvenes de aquel país. Sentíamos envidia por aquellos muchachos que avizoraban la posibilidad concreta de construir una nación. Por eso, cuando ya graduados se produjo la violenta intervención del imperialismo que atacaba con la aviación a una población inerme, compartimos el dolor de ese pueblo y se nos grabó, imborrable, el recuerdo del canciller Toriello enfrentando solitario, en la OEA, a John Foster Dulles. No sabíamos entonces que en tierra guatemalteca un joven médico argentino llamado Ernesto Guevara complementaba su formación de revolucionario.

Nosotros también soñábamos con hacer un país con justicia social y con una política exterior verdaderamente independiente. Nos había llenado de vergüenza que el nombre de Cuba se uniera a las voces que apoyaron al imperio en su violenta intervención en los asuntos internos de Guatemala. Queríamos diseñar una Universidad mejor, menos adocenada, menos desamparada en el estudio de las ciencias básicas, más volcada hacia la investigación, abierta a carreras entonces inexistentes como las de Economía, Biología y Sicología.

Encontramos interlocutores en algunos buenos maestros. A veces, el primer turno correspondía a las clases de latín. No sentía inclinación especial por la asignatura, pero Vicentina Antuña había modernizado los métodos de enseñanza y desde muy pronto empezábamos las prácticas de    traducción. Era un desafío, y me acicateaba la melodía de una lengua, madre de todas las que llamábamos romances.

Vicentina era un modelo de profesor universitario. Fiel a principios éticos incorruptibles, que no dejaban resquicio para la inequidad ni para actitudes fraudulentas ante la vida, mostraba interés por todos sus estudiantes y llegaba a conocerlos a fondo. No ejercía forma alguna de autoritarismo. Había una autoridad que dimanaba de su persona, de la ejemplaridad de su conducta, del reconocimiento a su compromiso con los grandes problemas de la vida pública, de su batallar en favor de los derechos de la mujer y de su papel como animadora cultural, de su participación en la institución femenina Lyceum, abierta al exilio español, a lo mejor del pensamiento cubano y refugio acogedor para los artistas de la vanguardia. No se había confinado al estudio de su especialidad. Lectora insaciable, estaba al tanto de las tendencias de la contemporaneidad.

Terminada la clase de latín, ella pasaba a la minúscula cafetería situada junto a las oficinas de la FEU. Era la hora de la tacita de café. Un grupo de estudiantes se juntaba a su alrededor. Era el momento de hablar de cualquier cosa, de los problemas que nos acuciaban en el ámbito de la cultura, la vida nacional y los asuntos internacionales de mayor relevancia.

Con la fiebre propia de la primera juventud adoptábamos un radicalismo extremo. En ese espacio de confianza mutua, el diálogo conducía a establecer matices, a desentrañar los fenómenos de la realidad, a enfrascarnos conjuntamente en la búsqueda de las causas de los problemas y al modo de afrontarlos. Impacientes por obtener resultados, formulábamos proyectos. Sabíamos que podíamos contar con su apoyo y, en ocasiones, con su complicidad.

Al triunfar la Revolución, Vicentina asumió numerosas responsabilidades. Le tocó dirigir el Consejo Nacional de Cultura y, al mismo tiempo, hacerse cargo de la recién fundada Escuela de Letras, cuando la Reforma Universitaria nos planteaba la necesidad de modificar planes de estudio, introducir nuevas disciplinas y convertir el departamento docente e investigativo en célula básica de la estructura universitaria. Antiguos alumnos, sus colaboradores más cercanos, dedicábamos las horas de la noche, únicas disponibles para ella, a la realización de esas tareas. Generaciones de jóvenes la llamaron magistra, así, maestra en latín. Lo siguió siendo hasta el final, aunque cada uno de nosotros hubiera tomado su camino.

En vísperas del inicio del curso, vale la pena recordar que el maestro debe estar movido por una vocación de servicio que sobrepasa en mucho la mera transmisión de conocimientos. Es un formador de conciencia fundada en inquebrantables principios éticos, un interlocutor activo de los jóvenes que emergen a la vida, en quienes precisa incentivar la necesidad de entender el mundo, de alentar la defensa de la soberanía nacional, la voluntad de seguir construyendo un país orientado a la justicia social y a la solidaridad entre los seres humanos, dotado de las herramientas necesarias para el ejercicio de la crítica ante lo mal hecho, un sembrador de riqueza espiritual, sed de conocimiento y fibras de sensibilidad.

Tomado de: http://www.juventudrebelde.cu

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El país que Borges no tuvo

Jorge Luis Borges. Maringa Parana (Brasil)

Por Mauricio Escuela

Para el obispo Berkeley, la realidad no existía, era un mero reflejo, una suerte de magia que la mente humana se reinventaba para mayor comodidad, de manera que no había lo que se llaman hechos sino interpretaciones. Tesis recogida, como seguidor de la escuela escéptica del pensamiento, por Jorge Luis Borges, desde que en sus años de preadolescente le llamaran Georgie, allá en la Suiza neutral de la Gran Guerra (1914-1918). Y es que para alguien que viviera un doble aislamiento del mundo externo (el suyo, como argentino que caminaba en tierra ajena, y el de esa tierra, que como patria de exiliados y pacifistas se alejaba de la guerra), la distancia con respecto a lo real comienza a ser un punto de vista totalmente lógico, más allá de las tendencias totalizadoras de una era que se empezaba a desmoronar, a destotalizar (con el fin de la Gran Guerra, surge una nueva Europa, sin monstruos medievales de la naturaleza del Imperio de Austria o el Zar de las Rusias, pero repleta de monstruos).
Para Georgie, no obstante, aquella era la Historia, la cultura, esa que aprendió de su padre, un lector empedernido de Herbert Spencer, el adalid del pensamiento liberal burgués de los tiempos, enemigo declarado de los sistemas totales de pensamiento, y refractario de cualquier utopía más allá del individuo mismo (de por sí una utopía). El padre de Borges creyó tanto en la necesidad de ser libre íntimamente, que soñaba con convertirse en el hombre invisible, personaje de la novela de H G. Wells. Y en palabras del propio escritor argentino, lo logró. La ausencia de utopías sociales en el pensamiento temprano de Borges se fragua en aquella postguerra europea, donde, a pesar de que el joven saludaba elementos ideológicos como la Revolución Rusa (y hasta le escribió poemas), nunca hubo una adhesión abierta, más allá del júbilo por algo nuevo, una rotura en la narrativa chata, un giro de esos inesperados que tanto amaría en la literatura.

Para Borges, un escéptico, había que desconfiar de todas las “grandes realidades”, así miraba con desdén los discursos, las banderas, los Estados y los sistemas. Creía en la promesa de su padre de que dentro de 30 años, todo aquello desaparecería, quizás por algún acto de magia, salido de las teorías de Berkeley. Para él, además, tenía mucho sentido lo que Spinoza llamó el determinismo infalible, o sea, que las cosas suceden porque existe un algo más allá que las mueve, con independencia de si se tiene o no conciencia de ello, ya que la conciencia en sí misma es un espejismo. Eso lo llevó, en política, a ser un ácrata que no participaba activamente en el derribo de las estructuras sociales opresivas, o sea un eterno abstencionista.

Ser spenceriano, lector de los clásicos ingleses del liberalismo, lo llevó no obstante en medio de la Argentina pro-nazi, a colocarse en el bando de los aliados. Mientras muchos de sus compatriotas celebraban la posibilidad de que ese Londres, que por décadas humilló a Buenos Aires, fuera bombardeado, Borges, ya ejerciendo el periodismo como columnista, denunció la naturaleza corruptora de Hitler sobre la cultura europea y germánica, colocándolo en su puesto gansteril, una postura que le costaría bien caro al escritor en su futuro personal. En las páginas de Sur, junto al resto de los intelectuales burgueses de la época, haría denuncias tan duras como que “Hitler desea, en realidad y secretamente, ser derrotado”. Y es que Borges vio la inviabilidad del nazismo, para el nazismo en sí, incluso y sobre todo para América Latina, un continente que él describía como salido de la barbarie, pero ausente aún de la civilización. Esto último explicaría, también, su postura inmediata de la postguerra ante el peronismo.

El general Perón, si bien gozaba del apoyo de las masas, y aprobó medidas a su favor, nunca se decantó por una izquierda real en el sentido militante, eso ha hecho del peronismo un mal perenne y argentino tanto del progresismo como de la reacción. Aquel popular líder causó pronto la repulsa de Borges, quien lo calificó de monstruo, en un cuento que escribió junto a Adolfo Bioy Casares, donde una turba mata a un chico judío, en una plaza de Buenos Aires. Pero hubo más, durante aquellos años, el modesto empleado de una biblioteca que era Borges, fue despedido y se le reasignó un puesto de inspector de conejos y gallinas, como humillación a su nombre de artista, que ya resonaba en los corrillos intelectuales. El agravio, hizo que Borges se retrajera aún más de la política, apartándose de ella por oposición y, según dijo más de una vez, por no entenderla, lo que no quitó que a la caída de Perón, declarase que se sentía inmensamente feliz y saludara el advenimiento de dictaduras de derechas.

Aquel movimiento pendular de un país que no era como la Suiza de su infancia, ni la Inglaterra de sus sueños a lo Berkeley, llevó a Borges al yerro político, sobre todo a partir de su rechazo del Estado corporativo de Perón. Descreyó de la democracia para el continente latinoamericano, y declaró que se abstendría de apoyar elecciones hasta por lo menos varios cientos de años, las calificó como un exceso de estadísticas, más allá de un hecho político determinante. De esta manera, el Borges intelectual comenzaba a colocarse en el espectro de la derecha política, no como un autor orgánico de la misma, sino como resultado de su propia experiencia personal, así como de la aplicación cosmovisiva de su particular espíritu artístico.

Los escépticos, según se describe, en la Antigüedad, aceptaban las leyes y morales del momento, como por resignación, aun descreyéndolas. Por ello, no hay que decir que Borges fuese un partidario acérrimo de Videla o Pinochet, sino simplemente un anarquista que ya en su ceguera física, decidió desentenderse de lo que no entendía. Cuando fue invitado por la junta a una recepción, junto a otros intelectuales, y llamó a los militares con el tratamiento de caballeros, al tiempo que los felicitaba, por sacar al país de lo que él calificaba un desastre; poco se imaginaba quizás lo que ocurría luego: cientos de miles de asesinatos, fosas comunes, y los cuerpos de los presos políticos muertos flotando en las aguas de Río La Plata. Un horror, que cuando Borges lo conoció, decidió no solo condenar, sino que con arrepentimiento renegó de los honores y la lisonja que, hábilmente, los militares le habían proferido. La retractación personal vino también con respecto a su discurso de aceptación de la Orden al Mérito de parte del Chile de Pinochet, cuando Borges aseguró: “Dije cosas que no debí y de las cuales ahora me arrepiento”. Todo ello evidencia que el autor oscilaba en un continente que no era el de su irrealidad, el de su cosmos, y ello afectaba sus decisiones políticas.

El discurso de la blanca espada, aquel de Chile, que él prefería antes que la furtiva dinamita -metáfora de una aceptación tácita del militarismo y la dictadura para el Sur- le hizo perder el Premio Nobel. Borges era llamado, a menudo, por parte de sus amigos, a no declarar políticamente, ya que los medios explotaban sus boutades de forma propagandística, de una parte o de otra. Lo cierto que, eterno jugador de realidades, para él no existía gravedad suficiente ni en el Estado, ni en nada que no fuese su propia estética, lo cual no lo abstuvo de recibir y ayudar a las Madres de la Plaza de Mayo, cuando estas tocaron a su puerta, por considerarlo un hombre decente.

De sus últimas frases, cargadas de ingenio, data la que calificara a la Guerra de las Malvinas como la pelea de dos calvos por un peine. Y aunque saludó el regreso de la democracia burguesa con Alfonsín, y presenció las denuncias de las torturas de la dictadura, con conmoción ante las víctimas, ya era tarde para nuevas militancias que nunca llevó a cabo. El Borges ciego, que miraba al vacío, o quizás al infinito, el que quería inventarse un país, y no el pendular que le tocó, decidió morir en el punto de partida, en la Suiza neutra, quizás como un símbolo de su propia postura ante la política, de ese doble distanciamiento: el suizo y el suyo.

Tomado de: http://www.lajiribilla.cu 

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