Tras los apuntes

El supermercado de lo visible. Hacia una economía general de imágenes

Autor: Peter Szendy

“Intento analizar, auscultar aquí aquello que, ya en 1929, Walter Benjamin describía como un espacio cargado ciento por ciento de imágenes. O dicho de otra forma, esa visibilidad saturada que hoy nos llega desde todas partes, que nos rodea y nos atraviesa. Un espacio icónico es el producto de una historia: la de la puesta en circulación y mercantilización general de las imágenes. Había que esbozar su genealogía, desde los primeros ascensores o escaleras mecánicas (esos travellings avant la lettre) hasta las técnicas contemporáneas de oculometría, que pesquisan incluso nuestros menores espasmos oculares, pasando por el cine, ese gran director de orquesta de las miradas.

Sin embargo, en forma subyacente a esta inervación de lo visible, existe una economía propia de las imágenes, lo que intentamos llamar su ‘iconomía’. Deleuze la había vislumbrado al escribir, en páginas inspiradas por Marx: ‘el dinero es el reverso de todas las imágenes que el cine muestra y monta al derecho’. Una frase cuyo alcance ontológico solo comprenderemos al recordar que ‘cine’ quiere decir también, en este caso, ‘el universo’.

Por eso, bajo la guía de secuencias de Hitchcock, Bresson, Antonioni, De Palma o Los Soprano, estas páginas quisieran abrir la vía que conduce de una iconomía restringida a lo que podríamos denominar, con Bataille, una iconomía general”.

Peter Szendy

(Tu mirada no descansa, tampoco la imagen. Las imágenes se persiguen, se cazan y se sustituyen unas a otras. El mundo es una sucesión de imágenes que ya son recuerdos al nacer. El intercambio es una ficción capitalista; su corazón negro es la plusvalía, la asimetría radical. Así también tus ojos, siempre en deuda, van detrás de una imagen fantasmal que se disolverá en cuanto otra se apodere de ella. Nunca la tendrás del todo, nunca saldarás tu deuda. Tu deuda es infinita y solo se cancela con la muerte, a ojos cerrados, bajo el sol que cae a plomo sobre el duelo de un western. En el supermercado total de lo visible, no das tu tiempo por dinero: das tu tiempo, tu exiguo tiempo fascinado, por imágenes que circulan de pupila en pupila, como monedas fugaces, como acreedores hipnóticos que nunca te dejarán en paz).

Con El supermercado de lo visible, Shangrila Ediciones apuesta a la publicación en español de tres conferencias y un capítulo adicional de “contenido extra” que constituyen, entrelazados, uno de los textos más lúcidos y profundos acerca de esa pregunta que jamás dejará de asediarnos: ¿qué es una imagen?

Peter Szendy. París, 1966. Filosófo y musicólogo, Profesor de literatura comparada en la Universidad de Brown y asesor de los programas de concierto de la Filarmónica de París. Ha publicado, entre otras obras, Musica pratica. Arrangements et phonographies de Monteverdi à James Brown (L’Harmattan, 1997); Écoute. Une histoire de nos oreilles (Minuit, 2001); Membres fantômes. Des corps musiciens (Minuit, 2002); Sur écoute. Esthétique de l’espionnage (Minuit, 2007); Tubes. La Philosophie dans le juke-box (Minuit, 2008); Kant chez les extraterrestres. Philosofictions cosmopolitiques (Minuit, 2011); L’Apocalypse cinéma. 2012 et autres fins du monde (Capricci, 2012); A coups de points. La Ponctuation comme expérience (Minuit, 2013).

Tomado de: Shangrila Textos Aparte

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Cuando el beisbol se parece al cine por Norberto Codina

Por Pedro Pablo Rodríguez

Más de trescientas páginas forman este libro que reúne textos e ideas escritas en trabajos anteriores a las cuales se les ha incorporado una enorme cantidad de nuevas informaciones que permiten comprender el alcance y la significación del beisbol en la cultura cubana, pero que también se extiende al amplio ámbito geográfico que durante mucho tiempo caracterizó la práctica de este deporte. Me refiero a la región del Caribe y Centroamérica donde, desde finales del siglo XIX e inicios del siglo XX, se fue extendiendo la práctica de este deporte creado en Estados Unidos.

Este compendio de informaciones y análisis sustenta una tesis central: la identidad nacional cubana ha incorporado al beisbol desde hace ya más de un siglo como elemento significativo de esta cultura, lo cual, desde luego, como ocurre en otros lugares, tiene rasgos propios que lo hacen particularizarse dentro de ella en comparación con sus rasgos y expresiones en otros lugares.

Toda cultura, lo sabemos, va adaptando, según las épocas históricas, los nuevos elementos que pueden irse formando por la interrelación entre culturas de muy diferente naturaleza y desenvolvimiento histórico y social.  Así, sin lugar a dudas, el béisbol, creado en Estados Unidos, como toda expresión social, ha ido cobrando ciertas características diferentes en las distintas sociedades por las cuales se ha ido extendiendo.

Justamente, este es, a mi juicio, el valor esencial de esta obra de Norberto Codina porque con sabiduría ha logrado entregarnos lo adquirido desde fuera, por un lado, junto a la recreación creadora, por otro lado, que ha aportado a la práctica beisbolera su ejecutoria en nuestro país.

Ciertos rasgos del libro son lo que quisiera referir. En primer lugar, el volumen informativo de que ha dispuesto el autor, quien ha sabido extraerle una altísima cantidad de datos muy bien combinados, tanto en el plano descriptivo como en el analítico. Si observamos la bibliografía al final de la obra veremos que esta no es solo larga sino que se refiere a diversas naciones e inclusive se manejan textos en español y en inglés. Codina apunta allí, si no todo lo que se ha escrito acerca del beisbol -cosa que me atrevo a decir es imposible dada su enormidad- que ha laborado con una altísima cantidad de textos de toda el área geográfica por donde se mueve, por lo que me atrevo a afirmar que es exhaustiva en el caso de Cuba. Así incluye artículos, entrevistas y todo tipo de materiales aparecidos en publicaciones periódicas desde fines del sigo XIX, cubanas en su mayoría, pero también de otros lugares referidas a nuestro país. Mas también ha revisado libros de la creciente bibliografía sobre esta temática, sin excluir la memoria oral de jugadores, comentaristas deportivos y aficionados de cualquier índole.

Otro elemento destacado es cómo relaciona la presencia del beisbol en manifestaciones de la cultura artística y literaria, tales como la propia literatura, la pintura y el cine, más también en lo que podríamos llamar a la cultura popular. Por eso se vale de textos de estudiosos en el plano académico; de los diversos géneros periodísticos que van desde la nota y el comentario inmediatos, la entrevista, la crónica y el análisis crítico hasta el recuerdo anecdótico; y en su afán de dar espacio a diferentes voces y opiniones, entrega hasta conversaciones con amigos que también disfrutan como él de este deporte. Otra de las maneras con que se mueve el autor implica el análisis propio sustentado a menudo en los criterios de historiadores, sociólogos, estudiosos de la cultura cubana desde diversos ángulos. Por todo ello, este es un libro difícil de clasificar, lo cual no es un inconveniente en modo alguno, sino todo lo contrario: ahí radica su mayor riqueza.

Finalmente, su elemento más atractivo para mí resulta ser justamente el estilo que apela a un lenguaje que podríamos decir popular en muchos casos, ya que no elude, en modo alguno, el empleo de los recursos del habla cotidiana y de cubanismos de toda naturaleza.

Por eso recomiendo el libro para cualquier tipo de lector: desde aquellas personas que se dedican al estudio profundo de los problemas sociales hasta el aficionado al beisbol, o, mejor, el adicto a lo que todos los cubanos llamamos la pelota. Se trata, pues, de un texto disfrutable que va a provocar el agrado o el compartir sus ideas por buena parte de los seguidores de la pelota, y de todos aquellos que tienen criterio propio, como la mayoría de la gente que gusta de la pelota, y que en muchos casos probablemente no van a coincidir con los criterios de Norberto Codina, como suele suceder cuando de pelota se discute. Este será, con seguridad, un libro también polémico, tanto que, en muchos casos, el autor no oculta sus diferencias de opiniones con más de uno de los otros autores que cita o de cuyas informaciones se vale, sin dejar de reconocer jamás las aportaciones que esos autores hacen al tema de la pelota en Cuba.

Creo que es un libro acogedor y que se convierte ya, de inmediato, en una fuente de referencia para los interesados en el tema en nuestro país y en cualquier otra parte del mundo. Es una obra a la cual no se le puede tener miedo por su extensión, ya que además permite ser leída poco a poco, fragmentariamente, siguiendo sus varios capítulos e inclusive con ciertas pausas en cada uno de ellos.

En dos palabras: nos hallamos, pues, ante una obra que, más allá de nuestros propias preferencias y deseos deportivos por algún equipo o por algún atleta, y de nuestra propia identificación con el tema, nos permite entender por qué, con toda justeza, es este un serio esfuerzo de gran importancia en estos momentos que nuestro país se prepara para reconocer al béisbol como patrimonio de la cultura cubana.

Por último, no quiero dejar de reconocer que yo también en ocasiones discrepo de algunos de sus juicios, lo cual, sin embargo, no me impide no solo impulsar a su lectura, sino también entender lo que significa para el análisis cultural de nuestro país una pieza singular que ahonda una línea de trabajo que en los últimos años ha sido aumentada por varios estudiosos que se han acercado a ella para ampliarla y enriquecerla sobre la base de los recursos y los métodos propios del estudio académico.

La obra está organizada en ocho capítulos, algunos de los cuales pueden ser perfectamente identificables con una cierta parte del tema amplio que se trata. Por ejemplo, el capítulo segundo sitúa una serie de elementos informativos decisivos acerca del beisbol en Estados Unidos, en sus inicios y en su desarrollo; o el capítulo quinto nos indica la importancia de la pelota en la obra de muchos escritores, mientras que el capítulo sexto extiende este análisis también a la relación de la pelota con la música, la literatura y la pintura desde el punto de vista de la práctica artística, inclusive más allá de los propios artistas. Es de importancia su análisis acerca de cómo este deporte ha contribuido a abrir espacio en el complicado y largo proceso no solo de integración sino de incorporación y admisión de los elementos culturales de los descendientes de los africanos traídos como esclavos a Cuba, al igual que su enjuiciamiento, ya señalado por otros autores desde hace mucho tiempo, respecto  a la trascendencia  del beisbol frente a la dominación colonialista puesto que para los cubanos de finales del siglo XIX su ejercicio era una manera de alejarse de costumbres propias de los pueblos de España como, digamos, las corridas de toros.

Por último, me parece significativo la forma en que Norberto Codina establece el puente cultural, que también está en el plano de las emociones compartidas que el beisbol ha significado entre el pueblo cubano y el estadounidense. Ciertamente, más allá de los intereses de los grupos dominantes en la economía y la política del país vecino, el beisbol o la pelota, como todos solemos decir cuando estamos conversando acerca del tema, ha sido un elemento vivo de la cultura de ambos lados y ha significado un intercambio entre ellas. Fueron muchos los peloteros de Estados Unidos que jugaron en la serie de pelota cubana al igual que muchos cubanos también lo han hecho en las ligas del país del Norte y que no son pocos entre ellos los que han alcanzado una merecida fama y reconocimiento en las Grandes Ligas de ese país, estimadas el reino mayor de este deporte.

Se me ocurre sin embargo, que dentro de pocos años habrá que incorporar un nuevo elemento: la relación del beisbol cubano con el que se practica en Asia, particularmente en Japón y Corea del Sur, donde ya juegan desde hace algunos años peloteros de nuestro país y donde, sin lugar a dudas, este deporte, como cualquier otra manifestación de la vida de una sociedad, ha ido cobrando características propias de aquellas culturas milenarias, y que resultan evidentes desde una primera mirada, digamos que en lo tocante a la disciplina en su ejercicio.

Me siento entonces plenamente satisfecho con esta lectura que ha sido agradable y rápida gracias a su factura que así lo permite, a las ideas que me ha hecho surgir en torno al tema y a la posibilidad de que cuando nos encontremos nuevamente discutamos hasta la saciedad con el autor acerca de la pelota y la cultura en Cuba y, sobre todo, de continuar nuestros constantes debates, charlas y bromas según ganen un partido o una serie los azules Industriales o las avispas de Santiago de Cuba.

Tomado de: La Jiribilla

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Tierra de damas. Las mujeres que construyeron el románico en el País Vasco

Autora: Isabel Mellén

Si las damas fueron quienes impulsaron la creación de muchas de las iglesias románicas que hoy día perviven en nuestro entorno, ¿por qué ha sido su actividad silenciada durante tantos siglos?

El románico del País Vasco es un arte concebido en clave femenina. En sus portadas, canecillos o capiteles apenas aparecen las habituales imágenes religiosas que abundan en este tipo de templos; aquí, por el contrario, de sus piedras y pigmentos emergen orgullosas damas con ricos tocados, caballeros perfectamente ataviados, castillos sobre altas lomas y procesiones de oscuro significado. La lejanía de los grandes centros de poder religioso y las frecuentes fricciones con el obispado nos dibujan un panorama de iglesias dominadas por las damas de la nobleza rural. En un mundo en el que la escritura no era un saber frecuente, las mujeres de la nobleza pudieron alzar su voz en imágenes, dejándonos todo un rico legado que, lamentablemente, hemos malinterpretado y oscurecido una y otra vez desde los estereotipos construidos en nuestro presente.

Isabel Mellén. Licenciada en Filosofía por la Universidad Complutense de Madrid y graduada en Historia del Arte por la Universidad Nacional de Educación a Distancia. En la actualidad está realizando el doctorado en Filosofía por la Universidad de Zaragoza y dando clases de Filosofía Antigua y Medieval en UNED. Pertenece al proyecto de investigación y divulgación del patrimonio alavés Álava Medieval/Erdi Aroko Araba, desde el que lleva a cabo diversas investigaciones en torno al románico alavés, el patrimonio desaparecido, la pintura mural roja y, sobre todo, el matronazgo y la representación de las mujeres en el románico vasco.

Tomado de: Sans Soleil Ediciones

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Pequeño manual antirracista. Djamila Ribeiro. Sao Paulo: Companhia das Letras, 2019

Por Víctor Fowler

Este es un pequeño libro extraordinario, escrito con precisión, sabiduría y, sobre todo, una desbordante y apasionada energía en busca de justicia. Djamila Ribeiro, su autora, es coordinadora de la colección Feminismos Plurais, de la editorial Pólen, y ha publicado los siguientes títulos: O que é lugar de fala? (2017) y Quemtem medo do feminismo negro? (Companhia das Letras, 2018).

Desde el párrafo con el cual da inicio la Introducción, Ribeiro explora memorias de la infancia para exponer —partiendo de memorias personales— una situación, con respecto al hecho de su identidad como persona negra, que, en su componente central, se repite en países y lugares del continente, e incluso más allá. Me refiero, en particular, a su formación dentro de un universo conceptual en el que los antepasados de las personas negras, arrancados de África y traídos con violencia al continente americano, son considerados como “esclavos” y no como “esclavizados”. Para Ribeiro la distinción es crucial, pues imbrica, de modo íntimo, con las supuestas respuestas de esas poblaciones al hecho de la esclavitud: “Me dijeron que la población negra era pasiva y que ‘aceptó’ la esclavitud sin resistencia”.

Trascender esta historia —que suprime el levantamiento, el cimarronaje y las formas de resistencia de los sujetos— es aquello a lo que nos invita la autora: “Con el tiempo, comprendí que la población negra había sido esclavizada, y no era esclava —palabra que denota que esa sería una condición natural, ocultando que ese grupo fue colocado allí gracias a la acción de otros—”.

El camino emprendido por Ribeiro implica la articulación y despliegue de una propuesta metodológica dentro de la que, acaso lo básico sea el acto de voluntad y despojamiento según el cual “hablar sobre racismo, en Brasil” es algo que necesariamente tiene que ir acompañado de lo que ella denomina “un debate estructural”. El punto clave del debate está concentrado en el fragmento siguiente:

…comenzar por la relación entre esclavitud y racismo, mapeando sus consecuencias. Se debe pensar cómo ese sistema, a lo largo de la historia, va beneficiando económicamente a la población blanca, al mismo tiempo que la población negra, tratada como mercancía, no tuvo acceso a los derechos básicos y a la distribución de las riquezas”.

Según su autora, este es un libro que —si bien se enfoca en el análisis y confrontación de la discriminación racial— fue escrito con la intención de también resultar útil “en el combate a otras formas de opresión”. El despojamiento al que hacemos mención equivale a la revisión crítica de las posturas personales respecto al racismo y la discriminación, la conexión entre ambas con las estructuras sociales en las que estamos insertos (tanto a nivel nacional como planetario) y, finalmente, al autoconocimiento, el establecimiento de lazos solidarios y, como rezan las últimas palabras de este estimulante volumen, “la construcción de prácticas antirracistas”.

El libro cierra una lista de las referencias bibliográficas empleadas, un apartado que reúne las notas al texto, otro que recoge datos de los principales autores negros mencionados y el índice general que reproducimos a continuación. Vale la pena destacar la intención movilizadora con la que fueron titulados los breves capitulillos que conforman el libro y que, por sí solos, operan como una suerte de escueta y estimulante guía para compartir entre todos aquellos que deseen participar de las luchas antirracistas en cualquier parte del mundo.

Índice general:

Introdução (Introducción)

Informe-se sobre o racismo (Informése sobre el racismo)

Enxergue a negritude (Tenga percepción de la negritud)

Reconheça os privilégios da branquitude (Reconozca los privilegios de la blanquitud)

Perceba o racismo internalizado em você (Perciba el racismo internalizado dentro de usted)

Apoie políticas educacionais afirmativas (Apoye las políticas educacionales afirmativas)

Transforme seu ambiente de trabalho (Transforme su ambiente de trabajo)

Leia autores negros (Lea autores negros)

Questione a cultura que você consomé (Cuestione la cultura que usted consume)

Conheça seus desejos e afetos (Conozca sus deseos y afectos)

Combata a violência racial (Combate la violencia racial)

Sejamos todos antirracistas (Seamos todos antirracistas)

Referências bibliográficas

Sobre a autora

Sobre os autores negros citados

Créditos

Tomado de: La Jiribilla

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‘Los inquietos’: la inmensa novela de Linn Ullmann sobre su padre, Bergman

Por Sonia Fides

‘Los inquietos’, la última novela de Linn Ullmann (Oslo, 1966), es un prodigio emocional y narrativo de principio a fin. Un vasto diario escrito con una prosa elegante, contundente, sin afectación, sin miedo a la memoria, ni a la vida, ni a la muerte, ni a la verdad, sobre su padre, el genial cineasta Ingmar Bergman, y su madre, la actriz Liv Ullmann. ‘Los inquietos’ es el trabajo de una escritora que hace juegos malabares con los recuerdos, con el dolor, con el abandono, para construir un libro que hable del padre.

La vida de la hija, la vida del padre, la de la madre, la muerte del padre, la supervivencia de la madre, la memoria, los nidos ocultos, los nudos por deshacer. La belleza de la contradicción como inmutable biografía:

“Estamos dolorosamente conectados”. A ella le parece que suena bien. Y que es un poco incómodo. Y confuso y cierto. Y tal vez algo cursi”.

Los inquietos es un espectáculo crudo, pero sin lugar a dudas es también el libro más luminoso y certero que he leído en este año en que la realidad sigue absorbida dentro de un paréntesis que nos negamos a aceptar. Sus páginas están llenas de vida, de honestidad; son páginas que recomponen la propia existencia de quien lee.

Los inquietos es también un libro ambicioso, un diálogo descarnado y lúcido con un hombre dependiente que paradójicamente fue elevado por todos hasta lo más alto como solo puede hacerse con un dios o un diablo:

“En mi bolso hay un bosque. Durante muchos años llevé a mi padre, o lo que quedaba de él, en el bolso. Lo que me quedaba de él eran seis cintas de audio de sus últimos años de vida. Su voz. Y el silencio. Y mi voz”.

Por eso Linn Ullmann duda y se niega durante mucho tiempo a ser consciente del legado y de la magnitud cultural del padre. Linn Ullmann es una huérfana que desconoce la exigente doctrina que lleva implícita la orfandad. Es una escritora que hace juegos malabares con los recuerdos, con el dolor, con el abandono. Ha construido este libro para hablar del padre, pero en ese choque hay un sinfín de hermosos damnificados y de prodigiosos protagonistas de cuyos nombres no quiere acordarse, porque a veces nombrar es tener que sostener la herida que inflige ese nombre.

Los inquietos es un hipnótico juego de azar en el que no hay ni ganadores ni perdedores, sino una exhibición de técnicas infalibles para alcanzar la excelencia estética y humana.

Linn Ullmann es una avezada cronista de la pérdida, pero sobre todo de esa supervivencia que nada tiene que ver con la intemperie:

“Un plan es más tangible que la esperanza, es un tiempo que se reserva”.

“El cuerpo se compone en su mayor parte de agua; el corazón de ira”.

Ullmann llega hasta su padre para dejar un testimonio, para escribir ese epílogo que todos los hijos sueñan guardar en la caja fuerte más inexpugnable del mundo, y sin embargo solo encuentra el caos que precede a la muerte, ese orden inorgánico que desbarata cualquier futuro.

Ullmann sueña con cartografiar la existencia de su padre, pero la existencia del gran Bergman es una laguna helada en la que ni ella misma se atreverá a mirar. Ullmann quiere vencer al aclamado héroe, pero el aroma de su carne vieja la hipnotiza hasta tal punto que acaba con su compostura de una manera deslumbrante y riquísima. Ullmann escribe con una prosa de rutilante sencillez. El eco de la naturalidad extrema persigue cada una de sus reflexiones, su memoria fluye como si perteneciese a la estirpe de las familias venturosamente felices. No le teme a la verdad ni a sus bifurcaciones, no le teme al testimonio ni a lo que significa ser testigo:

“Era aburrido estar mirando en la cama, pero las enfermeras jamás habrían creído que ella pensara en otra cosa que no fuera el amor que sentía por su bebé; nadie tenía derecho a pensar que ahí estaba una mala madre que no debería haberse quedado embarazada de alguien que no fuera su marido. No sé si alguien le habló del llanto que llega después de la leche. Creo que tal vez se avergonzó de llorar”.

Ullmann es una profesional de la «espeleología kamikaze» y por eso narra esta biografía multicéfala con esa poca ceremonia que exige contar un cuento infantil, de esa forma, sin ambages ni presunciones, resuena este libro profundo y bellísimo, de esa manera en que lo haría ese cuento infantil que nos garantiza la luz cuando tenemos miedo:

“Alguien le había cerrado los ojos también. No se sube al cielo con la boca y los ojos abiertos”.

Los inquietos es un libro visual, lleno de simbolismos y colores capaces de revolucionar el mundo de todos sus participantes. Esa fijación de Bergman por el rojo, o la de la madre de la protagonista por los azules casi transparentes, dinamizan la narración hasta convertirla en una danza capaz de renegar de cualquier coreografía. Los inquietos es un libro mecido por la intuición:

“Todo es distinto cuando los demás duermen. Por la noche es como si las habitaciones tuviesen fiebre”.

Todo es singular en la vida de la narradora. En ella habitan monjas que cuelgan los hábitos por amor, una pléyade de mujeres para cuidar al padre moribundo. Premios Nobel que se sientan en el sillón de su casa porque dicen amar a su madre cuando en realidad ella estará por siempre alejada del amor, el amor la repudia. Parece que su único objetivo es vengarse de ella, y su hija se enfrenta a cada uno de esos instantes con un pragmatismo insospechado en una adolescente. Parece que no le importe el fracaso de la madre, ella solo quiere que su madre vuelva a casa, sean cuales sean las condiciones en las que lo haga. Su madre es una especialista en amores imposibles y su padre un especialista en amores carnales, y entre los brazos de esa macabra dualidad se hace adulta nuestra narradora. Una narradora que usa a la gran Anne Carson como oráculo de la verdad, como guía revolucionaria para lograr que la asepsia vivencial que precisa este libro cause los estragos que causa en la memoria del lector:

“Anne Carson ha escrito una palabras que no consigo sacarme de la cabeza: “Por qué nos sonrojamos antes de morir”.

También es singular el deslumbrante equilibrio con que Ullmann recrea la vida, la agonía y la muerte de los habitantes de esta novela:

“Los coches que cruzan la noche suenan distintos de los coches que cruzan el día”.

Página a página, queda en evidencia que Ullmann es la dueña absoluta del aliento de un universo de micrometáforas que confluyen para reventar la posibilidad de una narración anclada en lo previsible. Que trabajan para que la complicidad de Bergman y la madre de la narradora no se apague nunca, para que sea esa luz incómoda que mantenga en vilo el porvenir de nuestra narradora:

“Lo que pasa con el amor es que es una palabra tan peculiar, tan maltratada y triste, que no quiero amarte”.

Micrometáforas que se yuxtaponen para humanizar a su padre, ese dios que se pasó la vida dependiendo de las mujeres:

“El 17 de agosto de 1969 mi padre le escribió una carta a mi madre y la firmó como “tu hermano en la noche”.

Los inquietos es un texto riquísimo desde lo propio, desde lo privado de la autora, pero también desde lo ajeno; son muchos autores y pensadores los que la ayudan a sostener el vendaval estético que supone este testamento tricéfalo.

Mención aparte merece la traducción de Ana Flecha, el ritmo, el color, la vigencia que imprime a la narración la convierten en un vergel en el que el lector es incapaz de no perpetuarse.

Así que no dejéis de leer esta auténtica odisea babilónica que os convertirá en niños satisfechos. Linn Ullmann ha orquestado el más hermoso de los sacrificios humanos que yo haya leído. Imprescindible.

‘Los Inquietos’. Linn Ullmann. Traducción de Ana Flecha Marco. Gato Pardo ediciones. 386 páginas.

Tomado de: El asombrario

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Medio siglo con “Caliban”

Por Laidi Fernández de Juan

De pronto me llama Jaime: “Queríamos pedirte, porque se cumplen 50 años de la primera edición de…”. Entonces me quedo quieta, pasmada, muda, sin saber qué hacer, qué decir, cómo reaccionar. Ni siquiera atino a decidir si debo pronunciar alguna palabra. Siempre ocurre algo similar cuando mencionan tu nombre: aflora mi absoluta incapacidad para reaccionar de inmediato.

Hace mucho tiempo —tanto que parece una eternidad— yo esperaba el mejor momento para transmitirte lo que alguien necesitaba de ti y no se atrevía a pedirte directamente. Me fui convirtiendo en una especie de mediadora entre el mundo informal y tú. Mamá quedaba al margen de dichas intervenciones: su férrea costumbre de protegerte impedía ser elegida para el ejercicio de tal menester. Nuestra madre, ya se sabe, era impenetrable cuando de tus asuntos se trataba. Supongo que al principio mi juventud me hizo más accesible, unida a una jocosidad que todavía se me endilga, y a una supuesta ligereza —también asumida como natural. Quizás todo junto haya decidido el puesto de secretaria doméstica que me atribuyeron. Por una u otra razón se me acercaban las más disímiles criaturas para solicitar cualquier cosa que —no sé por qué— imaginaban que tú podrías satisfacer. Dramaturgos, escritores, reporteros, improvisados, jóvenes, extranjeros, alumnos, curiosos, vecinos, turistas, barrenderos, exnovios, maestras, secretarias, mensajeros, cantantes, amigos de amigos, ilustres, pobres diablos, funcionarios, consagrados, fotógrafos y desconocidos me llamaban o interrumpían mi paseo a través de mensajes o de terceras personas para pedirme algo. O sea, pedirte a ti. Desde una entrevista casual hasta la posibilidad de filmarte; desde una foto contigo en el parque hasta una conversación seria; desde una casa nueva hasta un visado para Groenlandia; desde una valoración de poemas hasta una loción para la sarna; desde criterios de danza clásica hasta opiniones del funcionamiento del transporte: las solicitudes más increíbles me (te) llegaban.

Algunas fueron descartadas ipso facto y no alcanzaron tus oídos, lo confieso. Recuerdo, por ejemplo, cierta vez que un señor entró a nuestro jardín en el momento en que yo arrastraba un bulto con pedazos de techo que recién se habían desplomado en el suelo de la cocina. Cuando yo me dirigía a la acera para que algún vecino me auxiliara, dicho señor penetró en nuestra entrada y me espetó: “Necesito que tu papá me resuelva dos sacos de cemento, porque se me está derrumbando la pared del baño”.

Ya para entonces yo era el enlace entre el universo no oficial y tú, de modo que tenía cierto entrenamiento. “¿Le servirán estos escombros?”, le dije mientras le mostraba los pedazos de bloques. “Es todo lo que podemos ofrecerle”, añadí. El hombre terminó por ayudarme a llegar hasta la esquina donde se depositan los desperdicios del barrio. “Perdón”, me dijo, “no sabía…”.

En otra ocasión fue una joven quien entró al jardín. “Quiero que tu padre lea este poemario mío y los publique en su revista”. Cuando me entregaba algo parecido a El Capital —pero más voluminoso—, añadió las palabras que definieron mi negativa a gestionar lo que me pedía. “No pude venir antes porque fui abducida por extraterrestres. Mira, fíjate en estas marcas que me dejaron los alienígenas en las muñecas”. Vi unas líneas que parecían pulseras, hechas con tinta de bolígrafo, en ambas manos. “No va a poder leer tanto, no le alcanza el tiempo. Lo lamento mucho —y le devolví el bulto de papeles—, pero si me traes un resumen, digamos, un tercio de este manuscrito, yo prometo que él leerá tus poemas”. Le regresé el paquete, y nunca volvió. Las gestiones que sí resultaron satisfechas no serán contadas. No solo por ser muchísimas, sino porque sería de mal gusto develarlas.

Lo cierto es que no me acostumbro a la idea de no tener a quién consultar. No existe persona que pueda acompañarme a decidir, y que, sobre todo, sea capaz de asumir peticiones variopintas. Ya el momento y el lugar adecuados dejaron de ser importantes. Y aunque no estés, sigues siendo evocación, presencia, preámbulo, excusa para acercarse a mí. Ahora mismo, cuando las escaseces pululan, no te imaginas los pedidos que recibo, como si no se acabara de entender que esta casa es igual al resto del barrio, incluso menos provista.

Un señor bastante mayor viene con cierta regularidad, y usa un bastón rudimentario, por más señas. Me dice “doctora”, me trata de “usted”, siempre me pide algo, y ofrece cada cosa que me resulta francamente simpático. No menciona tu nombre, pero él sabe. Según es fácil comprobar, se dedica a husmear en descampados, donde encuentra sabrá Dios qué cosas no del todo inservibles, aunque bastante ruinosas; algunas de las cuales me ofrece a cambio de los pedidos, como símbolo irredento de nuestra política del trueque. Por mucho que le diga que no necesito una revista Mar y pesca, ni latas oxidadas, ni sillas sin espaldar, ni mesas sin patas, ni retazos de cubrecamas, ni lámparas con moho y objetos por el estilo, me deja sus hallazgos en la reja. En un supuesto intercambio comparto con él jabones de baño, nasobucos sin estrenar, un poco de café, algún desodorante, alcohol desinfectante o medio pomo de analgésicos. Pocos días antes de la llamada de Jaime, el señor mayor del bastón me trajo un recorte de periódico donde apareces tú. “Esto lo busqué entre mis colegas del barrio que venden periódicos y se lo pedí. Es para usted”. El papel, bien antiguo, conserva la foto con nitidez aceptable. Estás riéndote. Eres joven y con cabellera negra. A cambio, le entregué al señor del bastón un abrigo de los tuyos, el beige. En la foto, tu chaqueta —que yo sé que era azul marino— se ve oscura, y del bolsillo de la izquierda asoman dos tabacos de aquellos que fumabas sentado en la sala, inundando toda la casa de aroma deliciosamente cubano. Sonreí al verte impreso, inamovible, en ese recorte. De golpe, me pareció escuchar tu risa de hombre feliz. Además, sentí otra vez el perfume que salía de tu boca cuando fumabas. ¿Recuerdas aquellos círculos que hacías con el humo, o mejor dicho, los aros de nube que lograbas arqueando los labios como si fueras un pez al momento de exhalar el vapor de tabaco? Así volví a verte. Y, una vez más, nos reímos juntos. Yo, porque trato de apresar los anillos que se van volando hacia el techo, hacia el cielo, hacia ese infinito donde estás ahora, mientras tú abandonas tu acrobacia labial de pez para carcajearte con mi inocencia. Yo revoloteo alrededor del inapresable último anillo, y tú te diviertes. Por eso ríes.

Me fijo en la fecha del periódico. Es 1971. Yo acabo de cumplir diez años, y tú estás escribiendo el ensayo cuya primera, exclusiva versión, me pide Jaime. Para encontrar tu mecanuscrito cumplí el ritual de imaginarte en la misma habitación donde lo escribiste. Me senté en la misma silla, recorrí con la mirada las mismas paredes, cerré la misma puerta. Te vi como en la única ocasión en que mamá me permitió entrar en este cuarto durante el tiempo que duró el parto de “Caliban”. Escribías en estado de gracia. Poseso, iluminado, apenas deteniéndote para comer algo frugal. Recuerdo esos días como si hubieran durado una eternidad. Mis diez años te echaban de menos, y por eso me permitieron asomarme un día. Había papeles por toda la habitación, en los libreros, en las sillas, en el suelo, regados, dispersos. Tú estabas sentado frente a la máquina de escribir, de espaldas a la puerta, y apenas me miraste. De una mesita recogí los platos con restos de la comida anterior, y deposité el bocadito que mamá me había dado para ti. Las teclas sonaban en la Olivetti con un ritmo desenfrenado, que no fue interrumpido en ningún momento de mi breve visita. Recuerdo que me asustó verte así. Me dolió que no me dijeras Poupeé ni recitaras uno de los poemas brevísimos que solías improvisar cuando me veías llegar. Eras otra persona, casi imposible de reconocer. Nunca más pedí verte durante ese siglo de dos semanas que ahora cumple 50 años. He leído varias veces ese ensayo tuyo, a lo largo de mi vida lo he consultado, y siempre descubro definiciones, orgullos, aprendizajes, pero no logro vincular la extrema lucidez de tus palabras con la imagen enfebrecida del momento en que las escribías. Los años han pasado, terribles, malvados, y me corresponde hurgar en tus archivos. Algo mágico debe existir en este estudio donde te refugiabas, digo yo, porque casi sin esforzarme, encuentro el envoltorio donde guardaste la primera versión. En un sobre amarillento están las más de 80 cuartillas de ese trabajo tuyo que tantas vueltas ha dado por el mundo. Tu letra (entonces delineada, aún armónica, casi perfecta) señala que es ese y no otro el contenido. “‘Caliban’ revisado” dice. Lo abro, salen las páginas, se desgajan y me sorprenden. Mis ojos se divierten con tus anotaciones al margen. Celebro tu obsesiva manera de no permitir nada al azar, y de repente parece que fue ayer cuando te vi teclear con frenesí la máquina Olivetti, por cierto, recuperada del garaje, adonde fue a parar ya ni se sabe cuándo. Al cabo de medio siglo te veo, sentado de espaldas. Eres y no eres el mismo. Me parece que debo decir “permiso, perdón, es solo un minuto”, como aquella única vez en 1971, pero guardo silencio.

Como se trata de ti, demoro en reaccionar. Voy a llamar a Jaime para decirle “encontré el original”, y claro está, permitiré que manoseen el sobre gastado y las hojas que llamábamos de China, que miren tu letra de antaño, que fotografíen, que escaneen todo el material, que lo hagan público, que se sepa, se comente, se divulgue. Son gentes que te quieren bien. Tú y yo lo sabemos, y, por mucho que intente guardarte para mí, eres —ya lo he dicho antes— de muchos, amado mío. Eres, después de todo, la fecha y el nombre que ya vemos arder.

Tomado de: La Jiribilla

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100 directores de cine: Estudio crítico del lenguaje

Por Mr. Kaplan

Como indudable marca autoral, una compleja estructura dramática nos lleva a desconfiar de sus extrañas criaturas, mientras un tratamiento narrativo fuera de lo convencional otorga dinamismo a sus relatos, brindando algunos de los más impactantes momentos cinematográficos del nuevo milenio»

(página 304, a propósito de Denis Villeneuve).

Como su título indica, un centenar de directores ordenados por orden cronológico, sintetizados en apenas tres o cuatro páginas de texto, con apuntes en muchos casos originales y, eso sí, con los títulos que recibieron sus films en Sudamérica… que no siempre coinciden con los asignados en España.

Su selección incluye a todos los grandes del séptimo arte que uno pueda imaginar: desde los pioneros (Edwin S. Porter, Robert Wiene, Charles Chaplin) a aquellos que definitivamente forjaron el lenguaje cinematográfico (Fritz Lang, John Ford, Jean Renoir), incluyendo maestros de distintas nacionalidades (Sergei Eisenstein, Kenji Mizoguchi, Luis Buñuel) y de distintas épocas (John Huston, Ingmar Bergman, Federico Fellini) hasta llegar a la actualidad (Woody Allen, Pedro Almodóvar, Quentin Tarantino).

Hasta ahí una selección natural, lógica, con el criterio cronológico (de su primera obra, se entiende) como hilo conductor. Impecable criterio.

Pero todo autor tiene sus filias y sus fobias, de ahí que en el listado encontremos algún director discutible entre los «clásicos», como John Lee Thompson, al que Curcio incluye por Los cañones de Navarone y El cabo del terror… y llega a dejar escrito que es autor de «una serie de obras indispensables entre las que destacan El oro de McKenna y El desafío del Búfalo Blanco». Aunque, definitivamente, la valoración de este director británico se le va de las manos cuando afirma que el cuarto episodio de la saga El justiciero de la ciudad (Death wish 4), con Charles Bronson de protagonista, es un «título importante» (página 105).

Y, entre los más recientes, la lista de preferencias personales se dispara, con la inclusión de directores de indudable talento (Denis Villeneuve, David Fincher, Sofia Coppola) junto a otros que han gozado de gloria efímera y hoy ya no brilla tanto su estrella (Tim Burton, M. Night Shyamalan, Christopher Nolan) o, sencillamente, presuntos autores que este cronista no entiende por qué están en la lista (David Gordon Green, Luc Besson, Lars von Trier).

Listados, en fin, que todos tenemos y que cada uno defendemos a nuestra manera.

Maximiliano Curcio maneja bien la capacidad de síntesis. Descubre puntos de interés en los autores tratados. Apoya su selección con ejemplos y datos que sirven para dotar de sentido lo que en algunos casos es una apreciación personal. Como todas las elecciones.

Pero el libro se lee con facilidad.

Y es un libro útil.

Su edición digital facilita tenerlo a mano para consultas inmediatas.

Eso que muchas veces hacemos a través de Internet, pero con una fuente (casi siempre) fiable. Con criterio.

Su propia naturaleza —unas cuantas páginas de cada director, centradas en los temas y títulos más significativos— permite saltar de uno a otro con alegría, sin compromiso, buscando en el texto un apoyo a nuestras propias preferencias o inquietudes.

No incluye filmografías, ni datos biográficos, ni siquiera el título original, solo el utilizado en Argentina, salvo algunas excepciones. Esto no es una enciclopedia.

Es un repaso rápido a cada trayectoria, con ideas sencillas y títulos elegidos.

Algo así como «manual sobre directores de cine para público poco iniciado».

Con ese planteamiento, uno puede acudir para consultar sobre un «autor», sobre todo si es de finales del siglo XX o del XXI, buscando una introducción válida para enfrentarse a cualquier nuevo título suyo… y contar con un marco que permita situar ese nuevo film en el contexto de su obra.

Con tal brevedad en cada análisis, parece difícil que pueda ser útil. Y sin embargo lo es. Útil y original en muchos momentos.

No se limita a lugares comunes, a los análisis habituales.

No recorre las autopistas de la comunicación a toda velocidad. Prefiere adentrarse por senderos poco transitados.

Y en esos senderos encuentra la luz y las huellas de una autoría que en ocasiones no han sabido ver analistas anteriores.

Así se entiende la inclusión de algunos nombres poco habituales en este tipo de manuales de campaña, como Alfonso Cuarón, Yorgos Lanthimos o Carlos Reygadas.

Y hasta puede depararnos sorpresas agradables su particular selección de títulos en cada director.

Un ejemplo: leyéndolo, uno descubre que se puede hablar de la obra de Kubrick sin ni siquiera citar 2001: una odisea del espacio, pero, pese a todo, decir cosas atractivas, coherentes y que merece la pena leer:

«El estilo de Kubrick se basa en su formación fotográfica, pergeñando cada escena como si de una instantánea se tratara. Hereda el trabajo de cámara de Max Ophüls, la construcción narrativa de Orson Welles, la teoría de montaje de Sergei Eisenstein y la visión fatalista de John Huston»

Tomado de: Encadenados

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“El sueño del marqués”: una lectura para deconstruir el pensamiento único

Por Alejo Brignole

En su obra Las prisiones y asilos en el mecanismo de poder[1], el filósofo y psicólogo francés Michel Foucault señaló que aspiraba a que sus libros “fueran una especie de caja de herramientas donde otros pueden rebuscar para encontrar una herramienta que puedan utilizar como quieran en su propia área… No escribo para un auditorio, escribo para usuarios, no lectores”.

Esta premisa del hombre que más reflexionó en el siglo XX sobre las relaciones del poder, la punición del Estado y sus influencias sociales, podría aplicarse al último libro escrito por Atilio Boron, El sueño del marqués: Mario Vargas Llosa, una pluma al servicio del Imperio, editado en agosto de 2021 por el sello editorial de la Universidad de Avellaneda (Undav).

Sin dudas aquel deseo foucaultiano de generar ideas y libros como “herramientas” podría aplicarse a toda la obra boroniana, por cuanto Atilio Boron siempre ha escrito con enorme rigor académico, a la vez que supo crear una obra inteligible para todo el público y así facilitar instrumentos para los y las que batallan en el campo del pensamiento social y político. Cualidad nada menor, considerando que en el corpus autoral del sociólogo argentino hay verdaderas piezas magistrales de filosofía política y análisis social, como la ahora reeditada Tras el Búho de Minerva: Mercado contra democracia en el capitalismo de fin de siglo[2].

En su libro más reciente El sueño del marqués, Boron se propone un estudio exhaustivo de los muchos artículos que circulan en la prensa hegemónica mundial bajo la firma del peruano Mario Vargas Llosa y que contienen –según Boron– inconsistencias inadmisibles, e incluso mentiras aviesas destinadas a confundir y generar consensos orientados en el público hispanoparlante. Una labor periodística que generalmente intenta adecentar la imagen de presidentes como Iván Duque, de Colombia; o Sebastián Piñera, de Chile, todos violadores flagrantes de los Derechos Humanos. Vargas Llosa apela en sus escritos a la defensa cerrada de personajes sombríos o gobiernos lesivos de las mayorías, para presentarlos como ejemplos democráticos y económicamente avanzados. Todas afirmaciones insostenibles que Boron desgrana y coteja con la realidad de los datos duros, demostrando así la parcialidad y venalidad manifiesta del Nobel.

Este ejercicio imprescindible ya había sido iniciado hace tiempo por el sociólogo argentino cuando publicó otro trabajo igualmente valioso en 2019 bajo el título El hechicero de la tribu (Akal Ediciones). Un ensayo escrito en respuesta a otro fallido libelo de Vargas Llosa en favor de las ideas de mercado y una pretendida epistemología capitalista y del pensamiento liberal. Obra pretendidamente docente con resultados nada satisfactorios desde cualquier óptica medianamente seria.

También entonces y con enorme disciplina intelectual, Boron logró elaborar una refutación metódica de esa obra[3] rebosante de inexactitudes, falencias teóricas y lagunas históricas en el complejo universo de la ciencia económica que Vargas Llosa asumió de manera diletante.

El hechicero de la tribu resultó de enorme éxito[4] y en los meses siguientes fue traducido a cinco lenguas, convirtiéndose en una obra referencial para el estudio y la desmitificación del pensamiento único que circula en esta posmodernidad.

Boron, incansable, nos ofrece ahora su segundo trabajo centrado en Vargas Llosa, pero esta vez el eje se ubica en la multitud de artículos que el marqués nacido en Arequipa escribe a sueldo para grandes medios europeos y latinoamericanos, intentando convencer a sus lectores de las bondades de capitalismo. Vargas Llosa no muestra pudor en sus notas a la hora de legitimar sistemas financieros opresivos o edulcorar las peores diplomacias de los países sumergentes, mientras critica procesos democráticos como los de Nicaragua, Bolivia, Perú o Venezuela. Incluso el Nobel llega a sus propios –y criminales– límites, al asumir los probables beneficios de realizar golpes de Estado cuando ganan las fuerzas populares en América latina[5].

En definitiva, lo que se propone y logra con holgura El sueño de marqués: Mario Vargas Llosa, una pluma al servicio del Imperio, es ofrecer una antídoto riguroso y documentado contra las intoxicaciones mediáticas que Mario Vargas Llosa despliega en cada uno de sus artículos semanales destinados a apaciguar a las masas, cada vez más advertidas y conscientes de que el capitalismo nos lleva hacia una tragedia colectiva, social y medioambiental.

Todos sabemos que Vargas Llosa ha ido –desde hace décadas– degradándose hacia formas mercenarias de muy difícil digestión. Sobre todo considerando que el escritor fue en su juventud un novelista ubicado en las más profundas trincheras del pensamiento revolucionario anti-imperialista. Hoy ya nada sobrevivió de aquel intelectual de izquierda y solo nos queda –como nos demuestra Boron en sus trabajos– apenas un peoncillo a sueldo adornado de pompas y que utiliza su pluma sangrienta para validar el horror de los peores sistemas de este mundo.

Debido a ello, El sueño del marqués que Boron nos obsequió, admite ser considerada como una obra fundamental. Disponible como esa herramienta foucaultiana en la batalla del pensamiento contra todos aquellos que –como el cómplice Vargas Llosa– nos ofrecen verdades envasadas e inclinan la cabeza ante el nuevo Leviatán hobbesiano, que son los mercados y su hegemonía deshumanizadora.

Alejo Brignole Analista internacional y escritor argentino

Notas

[1] Michel Foucault (1926-1984). Título original en francés: Prisons et Asiles Dans le Mécanisme du Pouvoir, en Dits et Écrits, tomo II. Ed. por Gallimard, París, 1994, pp. 523-4.

[2] Disponible en: https://www.amazon.es/s?i=stripbooks&rh=p_27%3AAtilio+Boron&ref=dp_byline_sr_book_1

[3] Vargas Llosa, Mario; La llamada de la tribu (Ed. Alfaguara 2018)

[4] Disponible en: https://www.amazon.es/s?k=el+hechicero+de+la+tribu&i=stripbooks&__mk_es_ES=%C3%85M%C3%85%C5%BD%C3%95%C3%91&ref=nb_sb_noss_1

[5] https://atilioboron.com.ar/las-recientes-declaraciones-de-vargas-llosa-exhortando-a-los-pueblos-latinoamericanos-a-votar-bien-por-ejemplo-a-keiko-fujimori-mauricio-macri-ivan-duque-sebastian-pinera-laca/

Tomado de: Correo del Alba

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El cine del diablo

Autor: Jean Epstein

Quien tal vez haya sido el más filósofo de los cineastas, Jean Epstein, asume el riesgo de hipotetizar, en este libro de 1947, sobre el carácter demoníaco de la invención cinematográfica. Con prudente distancia del momento fundacional, del que fuera parte, Epstein saca cuentas de la deriva del cine en sus últimos-primeros cincuenta años, y lo ve como un monstruo de novedad, de creación, cargado de toda la herejía transformista del continuo devenir. Colocándolo en la zaga de las grandes invenciones y con un peso tal como el descubrimiento del mundo macróscopico y microscópico de lo infinitamente grande y lo infinitamente pequeño, sitúa al cine en un linaje anti dogmático, revolucionario y libertario, en una palabra, diabólico. Pronunciadas todas las acusaciones, el cine se declara culpable: culpable de disolver la forma en el movimiento, la permanencia en el devenir, culpable de dislocar el espacio, que ya no podrá ser pensado como euclidiano, culpable de acelerar, de ralentizar, de invertir el tiempo, de sacarlo de quicio, culpable de atentar contra la razón, y privilegiar la fantasía, el sueño y una sentimentalidad intensa y directa, culpable de destruir todos los dualismos, conformando su propia herejía monista y panteísta a la vez, profundamente pluralista, culpable en fin de disolver la persona, o ponerla en duda, relegando el yo en tanto ser matemático y estadístico, simple figura mental, abstracción de personalizaciones locales, dinámicas, momentáneas. Abramos el proceso entonces, el cine se declara culpable, culpable sin culpa, alegre culpable.

Jean Epstein (1897–1953). De origen polaco/francés, Epstein es reconocido como uno de los precursores del cine experimental o de vanguardia, pero fue además novelista, crítico literario y uno de los primeros realizadores en escribir y teorizar sobre el cine. Se acercó al movimiento surrealista y las vanguardias artísticas de entreguerras e influenció a grandes cineastas como Luis Buñuel. De su extensa obra fílmica se destacan El hundimiento de la casa Usher (1927), Finis Terrae (1930) y El domador de tempestades (1947).

Tomado de: Editorial Cactus

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El pitching sobre un libro de pelota

Por Arturo Sotto

“El tipo puede hacer cualquier cosa para ser distinto, pero hay algo que no puede cambiar. (…) El tipo puede cambiar de todo, de cara, de casa, de familia, de novia, de religión, de Dios, pero hay una cosa que no puede cambiar, no puede cambiar de pasión”. El parlamento que acabo de leer pertenece a la película argentina El secreto de sus ojos, de Juan José Campanella, con guion del propio Campanella y Eduardo Sacheri, y es pronunciado por el personaje que interpreta Guillermo Francella, en el momento que describe y sintetiza la naturaleza del hombre que lleva años buscando para conducirlo ante los tribunales. El parlamento de Francella acudió a mi memoria en más de una ocasión mientras leía el volumen de sagaz y atractivo título: Cuando el béisbol se parece al cine.

Confieso que no pensaba en ese parlamento de la película argentina porque el nombre del libro que hoy presentamos hiciera referencia al cine, más bien por una curiosa analogía. Estoy convencido de que el autor de esta obra puede mañana abandonar su labor de más de treinta años y hacer entrega de la dirección de La gaceta de Cuba a otro colega de similar talante; puede cambiar el rumbo de sus caminatas matutinas y no hacer la escala programada en alguna oficina de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (Uneac); puede incluso, en el peor de los casos, renunciar a su vocación literaria y no escribir un poema más por el resto de su vida. Sin embargo, hay algo que nunca podrá cambiar: su pasión por la pelota, hablar de béisbol como un ejercicio metódico y cotidiano que confirma el axioma de que “no hay nadie más conversador que un viejo fanático del béisbol”. Este añejo aficionado que nos regala tan enjundiosa obra tiene además una serie de singulares sellos distintivos, apenas citaré los más notorios: nació en Caracas, pero su estirpe es manzanillera; realizó sus primeras labores como profesional de la literatura en los predios de la llamada Habana Campo, aunque sus estudios y la mayor parte de su existencia transcurrieron en “el poético caserío de El Vedado”; si se afina el oído desde el balcón de su casa se pueden escuchar los vítores del estadio Latinoamericano, pero su corazón lleva años anclado a los triunfos y desventuras del equipo de Santiago de Cuba. Con semejante pedigrí no podría dedicarse a la política, porque estaría siempre bajo sospecha, quizás al espionaje. Si tuviera que resumirlo en una línea de texto cinematográfico diría: “Nobody is perfect”. Si debiera traducirlo al castellano, me valdría de su propia definición cuando recuerda la forma en que lo presentaba nuestro querido Rufo Caballero: “Norberto Codina, un revistero nato (…) con el único defecto de no ser industrialista”.

Una vez presentado el autor, pasemos a la obra.

El libro propone un acucioso recorrido por los nexos que establece el béisbol con aquellas cosas que le son afines, comenzando por el cine y derivando en otras expresiones del arte, la literatura, la cultura toda, de Cuba y el mundo. Un paseo tan acariciado por el autor, que solo las normativas editoriales de la imprenta nacional podían detener. Norberto inicia su enjundiosa investigación haciendo un ejercicio de síntesis para determinar, entre esas afinidades, tres vasos comunicantes que resultan invariables y suelen cumplirse como las leyes fundamentales de un tratado filosófico. La primera de ellas es la ley de las probabilidades, para refrendarlo afirma: “No por gusto es el deporte de las estadísticas. (…) En cada lance puede pasar cualquier cosa. Es un enigma”. En eso lleva razón, si lo comparamos con el cine podríamos aseverar que la séptima de las artes contiene infinitas probabilidades discursivas, tanto en su estructura de guion como en el lenguaje técnico, al punto de que numerosas películas han sido narradas desde el final de la trama hacia el inicio, sin que por ello disminuyan las expectativas y la obra deje de ser eso: un enigma. “Dos. El juego puede ser lo más divertido o lo más aburrido del mundo”. Nunca mejor dicho. Incluso lo que en el béisbol se considera un juego perfecto —cero hits, cero carreras— , en el cine sería una película muy aburrida, no ocurre nada hasta la séptima entrada; a partir de ese inning comenzamos a sentir la ansiedad del protagonista, el pitcher, por conseguir el mayor mérito que le está reservado en su vida como atleta. “Tres. La pelota, como un buen cuento (…) es tal vez el único deporte donde Cronos no cuenta”. En eso también lleva razón, aunque las demandas del mercado televisivo han tratado de acorralarlo, el béisbol ha librado batallas por defender su esencia, sin mayores concesiones, y conservar así su libertad de forma y espíritu; cosa esta más difícil en el cine, a menos que el pitcher sea una celebridad (entiéndase por ello un director de renombre al que se le permite rodar una película de tres horas o más de duración). Aunque a decir verdad, hay ocasiones en que Cronos se hace presente en la figura del árbitro principal, como en aquel juego que me tocó filmar para el documental Breton es un bebé, en la temporada de 2007-2008, donde Santiago le ganaba a Industriales 8 carreras por 0, con Norge Luis Vera en el montículo. A la altura de la sexta entrada la coloración del juego comenzó a cambiar: Industriales empató y el árbitro ordenó el cese de las acciones a la una de la madrugada, con la promesa de que serían reanudadas a la mañana siguiente. El partido terminó con victoria para Industriales. Si el hecho fuese contado como una película de ficción diríamos que detrás de ese resultado está la mano del guionista. Críticos y espectadores atacarían la película bajo el argumento de que una remontada como esa sería impredecible e improbable. Pero para ser justos y no alterar la paz del homenajeado, tampoco se trata de convertir la presentación del libro en una esquina caliente, debo reconocer que esa serie nacional —si mal no recuerdo era la numero 47—, la ganó Santiago.

El texto de Norberto se esmera en relacionar dichos llamados vasos comunicantes que rebasan el universo cinematográfico, para abordar el béisbol como un estamento de la cultura y la historia de nuestro país y celebrar su condición de patrimonio cultural de la nación; asunto este que podemos añadir a la extensa lista de retardos y postergaciones que tanto padecemos, más graves en lo económico, pero no menos lamentables en los terrenos de la cultura. El libro adquiere así un carácter enciclopédico. Ardua ha sido la labor de recopilar anécdotas, referencias y alusiones, tanto artísticas como historiográficas; recuerdos memorables, sentencias de envidiable sabiduría conceptual, fragmentos de entrevistas y estudios sociológicos. En fin, todo suceso o enunciado que tribute a establecer conexiones, más o menos tangibles, que reconozcan y legitimen el valor patrimonial de un deporte que es parte indisoluble de la identidad nacional. Pensar en el retardo, la burocracia de los trámites y el cúmulo de evidencias labradas en más de siglo y medio de existencia, me remite nuevamente al cine. Otorgarle al béisbol la condición de patrimonio cultural de la nación debió haber sido un proceso tan expedito como la manera en que Fidel le obsequió el carné del Partido a Cayita Araujo (véase el documental Cayita, de Luis Felipe Bernaza). Una de las tantas certezas que podrían incorporarse al expediente de validación patrimonial, la encontramos en las palabras de ese grande de la historiografía beisbolera, Ismael Sené.  En un correo electrónico que enviara Sené al autor de este libro, este expresa: “Creo que hay muy pocos intelectuales norteamericanos que no hayan hablado del béisbol, y para nosotros es tan nuestro como para ellos, pues si ellos lo crearon nosotros lo expandimos”. Me atrevería a aseverar, parafraseando una sentencia similar relacionada con el fútbol, que ellos lo crearon y nosotros lo convertimos en arte.

Tengo la impresión de haber leído muchas veces el libro que presentamos hoy, como un texto oral, en las disímiles conversaciones que he sostenido con Norberto a propósito del tema que nos ocupa. Lo más complejo, a mi entender, en la conformación de este volumen, es la manera en que Norberto ha conseguido estructurar toda la información recopilada. Lo percibo como un laborioso artesano chino —lo de chino lo sugiero como rasgo de minuciosidad, atento a cualquier nueva manifestación de la cultura que apunte hacia ese objetivo aglutinador. Lo imagino hilando el armado de un gigantesco rompecabezas donde las piezas deben adquirir un carácter concomitante hasta llegar a convertirse en un enriquecedor ensayo sobre nuestro deporte nacional. No obstante, si mi labor como lector debe ser validar alianzas, debo confesar que algunas de ellas pueden resultar discutibles. Si como afirma Eladio Secades, “en el béisbol nacional no hay diletantes, sino críticos. No hay aficionados inocentes y fáciles de complacer, sino expertos armados de cultura y exigencia”, podríamos considerar que en el mundo del cine sí hay cuantiosos diletantes, también críticos, algunos buenos, pero abunda también mucho crítico diletante refugiado tras la muralla escurridiza de las redes sociales, más cargadas de exigencias que de cultura.

El libro de Codina está plagado de hallazgos históricos y literarios que estimulan el interés por la lectura, tanto para entendidos como para neófitos, y en su gran mayoría los encontrará el lector revestidos con la gracia que es consustancial al autor del volumen. Tratándose del lugar donde nos encontramos (los jardines de la Uneac), me complacería compartir uno de estos citados hallazgos, que ruego sea interpretado con el humor que caracteriza al gremio. Me refiero a la “novena literaria” que conformaran, siendo estudiantes universitarios, Pío E. Serrano, Wichi Nogueras, Jesús Díaz, Guillermo Rodríguez Rivera y otros cómplices de irreverentes humoradas, propias de la juventud —como los famosos epitafios—, que acompañan la memoria de esa generación de la literatura cubana. Dice Pío E. Serrano: “Por entonces estábamos en la Universidad, en la Escuela de Letras, nos entreteníamos imaginando un equipo de pelota formado por los escritores cubanos vivos que más admirábamos. Discutíamos sobre quién sería el cuarto bate y jugador de la primera base, si el ministerio ético y el ministerio poético de Lezama o la suntuosa y profunda capacidad comunicativa de Baquero; de acuerdo con las preferencias del día otorgábamos a uno o a otro, en contrapartida, la posición de lanzador y (…) segundo bate. El resto del equipo lo teníamos, más o menos, perfilado: Eliseo Diego, segunda base y tercer bate (el vate al bate, decía Wichi, y se reía); Carpentier, center field y primer bate; Heberto Padilla, short stop y quinto bate; César López, tercera base y séptimo bate; Antón Arrufat, el campo derecho y octavo bate. Para la posición de catcher y noveno bate (…), Lisandro Otero. Si tuviéramos que incorporar a Norberto Codina en tan selecta nómina, le daríamos la responsabilidad que él mismo se adjudicara en la primera crónica que publicó sobre béisbol: “manager de gradería”.

De estas revelaciones hilarantes pasamos a entramados más reflexivos, citemos, por ejemplo, los párrafos que recogen las proezas de Orestes Minnie Miñoso o Martín Dihigo, el Maestro, el Inmortal; la participación de nuestros atletas en el béisbol de la gran carpa, las ligas negras y los campeonatos latinoamericanos; algunos pasajes de la historia del béisbol venezolano (deuda del autor con la tierra que lo vio nacer); la intervención de peloteros mambises en las contiendas independentistas; la crónica de Casal sobre el primer libro dedicado al béisbol en Cuba; los equipos femeninos; el himno de Gibara; la caracterización de la República que hiciera Cintio Vitier relacionada con la práctica deportiva, o los versos de Fina García Marruz que describen aquellos años: “Hablo de un tiempo en que lo único serio fue el deporte…/ Solo era libre el pelotazo de Luque”.

Mención especial haría al emotivo capítulo que describe los pormenores de las manifestaciones de racismo en el béisbol profesional y amateur. La forma en que se acuñó el término cubans para escapar de las reglas excluyentes del béisbol norteamericano, de manera que los jugadores “morenos o mulatos” se hacían pasar por cubanos para jugar en torneos donde participaban jugadores blancos. “No es hasta después del triunfo de la Revolución, en el año 1960 —apunta el contertulio Dr. Félix Julio Alfonso, refiriéndose al béisbol nacional— que la Liga Amateur permite que tres peloteros negros participen en uno de sus equipos, en este caso el Club Teléfono, donde jugaron Ricardo Lazo, Alfredo Street y Cachirulo Díaz.

Reitero la virtud enciclopédica, ensayística, amena y reveladora de este volumen para coincidir con la observación que hace Orlando Hernández, crítico de arte, no el pitcher del mismo nombre, cuando escribe: “Sin duda alguna, el béisbol resulta ser un gran generador de sentidos, de significados, y puede (y debe) utilizarse como una gran metáfora para expresar o entender no solo el arte, sino la realidad en que vivimos”. Entendamos que si el gran propósito de este libro es celebrar el béisbol como una forma cultural ineludible de esta Isla, y a sabiendas de que la cultura es el alma y escudo de la nación, nos corresponde entonces cuidar con delicadeza suma las entrañas del alma y fortalecer el escudo.

Decía Bertolt Brecht que artista no es solo aquel que se inspira y crea, sino también el que con su trabajo consigue que otros se inspiren y creen. Ese es otro atributo que me gustaría destacar de este libro, su capacidad inspiradora, ya sea para abrir nuevos escenarios de investigación y análisis en el orden histórico y deportivo, como para aquellos que se presten a descubrir motivos narrativos que ameriten futuras películas. Pensar en cine es vicio que nada aplaca, de modo que mientras leía visualizaba la escena de un docudrama donde Raúl Roa saca unos guantes y una pelota, y arma un “cuatro esquinas” en la mismísima Plaza Roja, no la de la Víbora, sino la de Moscú, a un costado del Kremlin. ¿Por qué no abaratar costos y cambiar la mirada de todos esos guiones que andan engavetados por ahí, esperando la apuesta lucrativa de un gran estudio o compañía que se decida a contar la historia de la mafia en La Habana? Quizás sería más atractivo olvidarnos del criminal refinamiento de Meyer Lansky y convertir en protagonista de la trama a un pelotero negro, Clemente Carreras González, Sungo, quien fuera tercera base del club Habana, coach del Almendares y chofer de Lucky Luciano; el hombre que sirvió de guía a Marlon Brando por los cabarés y tugurios de la playa de Marianao. Es muy posible que la vida de Sungo no tenga el glamur al que nos tiene acostumbrados ese subgénero del cine norteamericano, pero estoy seguro de que sería más emotiva y no menos truculenta. ¿Por qué no hacer justicia poética con Basilio Cueria, el big boy? En palabras de Guillén: “Aquel gigantesco mulato que jugaba como catcher del Marianao. Ha cambiado el diamante por la trinchera, (…) vive la gloria altísima de combatir el fascismo en España”. El big boy fue de los primeros voluntarios internacionales en formar parte de la Brigada Lincoln, comenzó de soldado y llegó a ser capitán de ametralladoras en la Brigada del Campesino.

Si se trata de apegarnos al clasicismo melodramático del biopic (película biográfica), podría fabular con la historia de un niño cuya vocación primigenia era convertirse en player de béisbol, al punto de prestar menuda importancia a lo que el futuro le tenía reservado, y abrazar el juego de las bolas y los strikes como un destino manifiesto. Con el arribo a la adolescencia se muda a los Estados Unidos (si aspira a convertirse en jugador profesional debe ingresar en un colegio de altos estudios). Se decide por Columbia y se inscribe en el club de novatos de la universidad. Sin dinero para sufragar sus estudios, comienza a escribir artículos para revistas y periódicos que reciben el rechazo por respuesta. Vende su ropa y con mucho esfuerzo consigue firmar un contrato con un club profesional, pero un accidente, un mal gesto, una contracción de vertebras en un lance a segunda base, le provocan una lesión en la espalda que troncha su carrera beisbolera y convierte el dolor en una dolencia crónica que lo afectará por el resto de sus días. La película termina con esos socorridos carteles que los espectadores agradecen, con lágrimas en los ojos, ávidos por conocer lo que deparó la vida para el niño prodigio. Fondo negro y letras blancas, reza el cartel: Algunos años después, José Raúl Capablanca se convirtió en campeón mundial de ajedrez.

Así es el béisbol de pasional. Al decir de Walt Whitman, es “un juego maldito en el que todos los que están en el terreno tienen que luchar contra los fantasmas que les han precedido.” ¿No es eso también el cine?

Tomado de: La Jiribilla

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