Tras los apuntes

Barcelona en pantalla. Una ciudad en el cine

Autora: Sara Antoniazzi

Barcelona retratada a través del cine muestra sus transformaciones en diversas películas rodadas desde mediados del siglo XX hasta la actualidad.

El cine, como la literatura o la fotografía, tienen la capacidad de reflejar las transformaciones sufridas por una ciudad a lo largo de su historia, y al mismo tiempo participa en la construcción del imaginario asociado a ella, influyendo en nuestra manera de percibirla y recordarla. Este libro realiza un recorrido a través de diversas películas rodadas en Barcelona desde mediados del siglo XX hasta la actualidad, un lapso de tiempo en el que tanto la fisionomía como la imagen de la ciudad han sufrido grandes cambios. Así, la autora toma el cine como una fuente histórica para investigar la evolución sufrida por la ciudad en las últimas décadas, a la vez que lo caracteriza como un instrumento capaz de influir en la percepción del espacio urbano y en la construcción de su imagen, lo que contribuye, de forma más o menos voluntaria, a su promoción y comercialización en el mercado turístico global.

Sara Antoniazzi. Doctora en Lenguas, Culturas y Sociedades Modernas por la Università Ca’ Foscari de Venecia, donde actualmente enseña literatura y cultura catalana, y doctora en Humanidades por la Universitat Pompeu Fabra de Barcelona. Sus principales campos de investigación son la literatura española y catalana del siglo XX, el cine europeo y las representaciones literarias y cinematográficas de la ciudad de Barcelona. Barcelona en pantalla es su primer libro.

Tomado de: Editorial Catarata

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La mirada de Gong Li

Autora: Fang Qi

Estudio del sujeto actoral femenino en el cine chino

La aparición de Gong Li en la pantalla simboliza una apertura revolucionaria en la representación del erotismo femenino en China, después de la denominada Revolución Cultural (1966-1976). En este libro se demuestra la construcción de la subjetividad femenina de la actriz a partir del análisis de la mirada de la estrella; gesto destacado de su interpretación que visualiza su deseo y poder como sujeto femenino que cuestiona el sistema falogocéntrico de las narraciones que protagonizó.

Se considera, paralelamente, la función que Gong Li quiso dar a su star persona, interviniendo en el proceso de sus producciones fílmicas e involucrándose activamente en la creación de su propia imagen simbólica. El objetivo último es demostrar –desde los estudios de la filosofía feminista y los star studies– que la actriz china Gong Li se alza como una subjetividad actoral autónoma.

Fang Qi. (China, 1990). Doctora en Comunicación Audiovisual de la Universitat de Pompeu Fabra, Barcelona. Tiene un Máster en Cine Contemporáneo y los Estudios Audiovisuales de la Universitat de Pompeu Fabra y es licenciada en los Estudios de las Comunicaciones Internacionales de la Universidad de Nottingham. Ha publicado artículos sobre el cine chino, la cultura e historia china, la teoría feminista y la historia del cine en las revistas Arte, Individuo y Sociedad, Comparative Cinema, Janus 2017 Conjuntura Internacional: A Comunicação Mundializada y Artciencia.Com, Revista De Arte, Ciência E Comunicação.

Tomado de: Shangrila Ediciones

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Luz del Norte: Victor Sjöström y la edad de oro del cine sueco

Autor: José Andrés Dulce

Considerado por muchos el primer gran artista del cine, el director sueco Víctor Sjöström tiene una importancia no menor que Griffith en el desarrollo del lenguaje visual y las estructuras narrativas del llamado arte del siglo XX. En Luz del Norte: Victor Sjöström y la edad de oro del cine sueco asistimos a su revelación, pero también al surgimiento de una industria erigida en colaboración con el productor Charles Magnusson y sus compañeros, el también cineasta Mauritz Stiller y el operador Julius Jaenzon. Reunidos primero bajo la divisa de la productora Svenska Bio y luego bajo la de Svensk Filmindustri, este grupo irrepetible de talentos contribuyó de forma decisiva a la llamada edad de oro del cine sueco, que acabó trascendiendo las fronteras nórdicas hasta convertirse en un fenómeno internacional. Tal fue su impacto que, después de la Primera Guerra Mundial, Hollywood atrajo a sus principales valores, entre ellos el propio Sjöström, el malogrado Stiller y una joven actriz llamada Greta Gustfasson, convertida luego en Greta Garbo.

Por las páginas del libro desfilan otras personalidades de la cultura escandinava: el dramaturgo Henrik Ibsen, la primera ganadora del Nobel, Selma Lagerlöf, cuyos relatos inspiraron las obras más famosas del periodo, e Ingmar Bergman, quien dirigió a Sjöström en el que sería su último papel para el cine, el profesor Borg de Fresas salvajes.

El teatro social, la épica de Ibsen, las sagas islandesas o las rústicas leyendas de Lagerlöf inspiran las hechizantes imágenes de Ingeborg Holm, Terje Vigen, Los proscritos o La carreta fantasma, película de cabecera de numerosos directores, entre ellos Bergman, que la proyectaba regularmente en su casa de la isla de Fårö. Pero no solo las luchas atávicas, los problemas de conciencia y los deslumbrantes paisajes caracterizan la obra de este gran pionero: la máscara, la suplantación y la sombra son también motivos recurrentes en el cine de Sjöström, reveladores de su modernidad, al igual que la profunda y poética mirada vertida sobre cuestiones como el desarraigo, el maltrato o la exclusión social. Todo ello justifica la admiración de un artista –y espectador– tan exigente como Ingmar Bergman, convencido de hallarse, como nosotros, “al pie de la fuente de historia del cine”.

José Andrés Dulce ha permanecido en la memoria como el autor de Dreyer, estudio dedicado al maestro del cine danés, publicado en el año 2000 por la extinta editorial Nickelodeon. Licenciado en Ciencias de la Información por la Universidad de Navarra, este escritor y crítico de cine nacido en La Rioja, en 1965, tiene en su haber más de tres mil artículos y entrevistas realizados a lo largo de veinticinco años de carrera periodística. Asimismo, es autor de los textos Henry King: el rey sin corona y La risa grave de Mario Monicelli, publicados en sendos libros editados por Filmoteca Española y el Festival de Cine de San Sebastián. Otro de sus ensayos, Cada mujer en su noche, apareció en 2009 en el único libro dedicado al productor y director norteamericano Monta Bell. Luz del Norte: Victor Sjöström y la edad de oro del cine sueco es su segundo libro, testimonio de su amor por la cultura escandinava. En la actualidad es responsable del blog Ultramontana, dedicado a las relaciones entre cine y literatura.

Tomado de: Shangrila Ediciones

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Hegemonía y cultura en tiempos de contrainsurgencia soft

Hegemonía y cultura en tiempos de contrainsurgencia soft (Ocean Sur, 2021),

Por Gilberto López y Rivas

El último libro de Néstor Kohan, Hegemonía y cultura en tiempos de contrainsurgencia soft (Ocean Sur, 2021), es de lectura urgente para comprender a profundidad los procesos actuales que el comandante Fidel Castro consideró como batalla de ideas, en los ámbitos de la cultura y las ciencias sociales.

El libro esta precedido por fragmentos de sendos escritos de dos respetados profesores argentinos, secuestrados y desaparecidos por la dictadura militar, Daniel Hopen y Haroldo Conti, que muestran uno de los rasgos distintivos del fascismo y el terrorismo global de Estado: su odio a la intelectualidad revolucionaria. Estos epígrafes conllevan un propósito central de la obra: mostrar que, pese a represiones o cooptaciones, es posible resistir al enemigo de la humanidad y la vida en el planeta: el capitalismo y los estados imperialistas que imponen su explotación y dominación a los pueblos oprimidos y recolonizados por la vía de una contrainsurgencia letal, que ha provocado catástrofes humanitarias en numerosos países, o una contrainsurgencia soft, blanda.

Néstor Kohan no es dado a irse por las ramas. Entra directo a expresar que se embarca en una sociología de la cultura e historia intelectual con la declarada intención de desatar polémica, lo cual siempre logra, girando su trabajo en torno a tres problemas centrales: hegemonía/contrahegemonía, imperialismo y contrainsurgencia.

El libro trata un caso en particular: Cuba y su lucha contra el imperialismo estadunidense, la metáfora de David y Goliat, que ha sido una dramática realidad por más de 60 años: enfrentar con éxito las incontables incursiones militares abiertas y encubiertas, sabotajes, guerra bacteriológica, intentos de asesinato de dirigentes, actos terroristas, el bloqueo y las acciones de sus múltiples aparatos de inteligencia y contrainteligencia, que se complementan con el más notorio: la Agencia Central de Inteligencia (CIA). Esta estrategia de contrainsurgencia militar ha sido acompañada de otra táctica imperialista dedicada a minar la moral y hegemonía socialista de la revolución cubana. A la denuncia sobre el papel que juegan las fundaciones fachadas de la CIA que proporcionan los fondos para la compra de conciencias, Néstor, con su ya proverbial erudición, va desbrozando la maleza ideológica de una contrarrevolución que se esfuerza por “construir una opción pretendidamente ‘democrática’ […] contra el proyecto comunista, al que sigue calificando, con escasa originalidad, de ‘totalitario’ […], donde las palabras ‘democracia’ y ‘república’ se enarbolan sin nombre ni apellido, sin referencias de clase ni determinaciones históricas, sociales ni geopolíticas”.

En torno al reciente debate cubano, Néstor afirma que revolución cultural es lucidez y es socialismo, sobre todo en el contexto de la crisis capitalista más profunda de la historia, en la que la especie humana está en peligro. Precisamente, en los momentos en que circulaba la demanda del Premio Nobel para la brigada médica cubana internacionalista Henry Reeve, y en plena emergencia sanitaria del Covid-19, estalla, ¡qué casualidad!, el Movimiento San Isidro en Cuba, el cual, como era de esperarse, recibe la cobertura mediática ­internacional.

Néstor observa, con dolor, las firmas de amigos y compañeros en un manifiesto, junto con conocidos trásfugas, y se debate entre la amistad y la necesidad ética de definirse frente a ese movimiento, optando por no perder la brújula del eje de la lucha de clases y las relaciones de fuerza, a partir del cual hace un recorrido crítico de gran envergadura teórica, sobre la línea discursiva del manifiesto. Kohan reitera su posicionamiento, con el que concordamos plenamente: “Revolución socialista, la cubana, que durante décadas ha sido y seguirá siendo la única vacuna y el único antídoto para garantizar la autodeterminación nacional y popular de Cuba frente a las pretensiones anexionistas de Estados Unidos, sea en su versión neofascista, sea en su presentación light y soft, igualmente imperialista”.

Asumiendo que los conflictos y los intentos de dominación no han desaparecido y que la guerra ideológica, fría, tibia o caliente, abierta o encubierta, simétrica o asimétrica, continua, y a propósito de la polémica sobre imperialismo, ciencias sociales y cultura, Kohan convoca a recuperar un programa antiimperialista y anticapitalista actualizado y acorde con nuestra época, como una tarea urgente y en el centro de la agenda. Exhorta a reactualizar y elaborar colectivamente nuevos planes culturales contrahegemónicos. Remontar la pendiente inclinada de las derrotas genocidas que padecimos, desmontando la avalancha asfixiante de propaganda y manipulación de la opinión pública que enfrentamos a diario.

El estudio y la discusión sobre este oportuno y excelente libro de nuestro camarada y amigo Néstor Kohan ofrecen las herramientas teóricas para estar a la altura de estos desafíos.

Tomado de: La Jornada

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El hombre ordinario del cine

Autor: Jean-Louis Schefer

¿Es posible hablar sobre el cine? ¿Y qué podríamos, a ciencia cierta, decir de él?

Dos preguntas, tan simples que parecen retóricas, ponen en movimiento esta hermosa máquina de pensamiento que es El hombre ordinario del cine. Eludiendo tanto la teoría como el relato novelesco, Jean-Louis Schéfer se propone “escribir sobre una experiencia particular del tiempo, del movimiento y de las imágenes” que componen su cine. En el recuerdo de esas largas horas gastadas frente a la pantalla, Schéfer intentará hacer el recuento de los espectadores que ha sido y, sobre todo, tratará de comprender cómo es posible que las películas despierten en nosotros emociones que nunca habíamos experimentado. Porque, si el cine es una especie de pasadizo que conduce al más profundo repliegue de la propia vida, ese repliegue aloja también una serie de afectos latentes que no existían antes de que esas imágenes se friccionaran con nuestra memoria.

Pero esta experiencia no es del todo sublime. Un desfile de momias, demonios, vampiros y monstruos de toda clase bañados en saliva, excrementos, sudor y grasa articulan su contrapunto grotesco. Pues el cine es también el lugar donde el miedo y el placer se anudan de manera singular: no recordamos una película completa, nos advierte Schéfer, sino algunas imágenes sueltas que, como un sueño, se disuelven cada vez que creemos describirlas.

Editado en la famosa colección de Gallimard y Cahiers du Cinéma en 1980 –al igual que La cámara lúcida de Roland Barthes– El hombre ordinario del cine, que aquí traducimos por primera vez al castellano, es una de las piedras angulares de la imagen-tiempo de Gilles Deleuze, quien lo describió como un libro donde la teoría del cine se vuelve una especie de poema.

Jean-Louis Schéfer (1938) es un historiador y teórico del arte francés que ha escrito numerosos ensayos sobre cine, literatura y pintura. Durante la década de 1970 fue profesor de la Escuela Normal Superior en Ulm, y enseñó análisis de la imagen y semiología en las universidades París I y París VIII. Fue colaborador estrecho de Raúl Ruiz, y juntos adaptaron La vida es sueño, de Calderón de la Barca, en 1986.

Tomado de: Catálogo Libros

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Jean Epstein. Cine, poesía, filosofía

Coordinadora: Pasión Rivière

Un jovencísimo Jean Epstein fue asistente de Auguste Lumière. Auguste Lumière no creía en el futuro del cine. Epstein, sí. Epstein creía en los poderes del cine como un instrumento superior al ojo humano, dotado de su propia inteligencia. Un invento del mismísimo diablo, capaz de dominar el tiempo.

Epstein hizo del cine su objeto de devoción y el objeto de su filosofía. Mientras hacía cine, le auscultaba las entrañas. Había estudiado medicina. Encontró en el cine un escalpelo para fragmentar y potenciar la imagen, para hacerla durar mientras la sumergía en el agua, y un antídoto contra la finitud: un cuerpo filmado es la modalidad espectral y deslumbrante de la supervivencia, se mueve todo el tiempo y para siempre, vibra y persiste como una piedra, y una piedra puede ser nube, ola y alucinación. Epstein pertenece a la estirpe del matemático y el mago, aúna la fórmula y la cábala, la precisión de los cronómetros y las tempestades inasibles desatadas en la bola de cristal de los videntes. Es ecuación, tránsito y trance. Pocos, muy pocos, vieron las cosas como las vio Epstein. Y muchas, muchas de las cosas que se han visto, Epstein las vio primero.

Este libro reúne una colección de ensayos que intentan descifrar las claves de su mundo, unidos por la convicción de que toda clave está desplazada del centro y hace de la periferia y el borde su lugar. Son ensayos que ofician de caja de herramientas-Epstein: lirosofía y fotogenia, vanguardia, primer plano y encadenamiento, figuración y transmigración queer, neurastenia deseable del espectador, vacilación y síntoma, corteza y lava volcánica en una modestísima cinta de celuloide, montaje riguroso y trastornado de una constelación.

Epstein, en sus propias palabras, trazaba un horóscopo que aún no estaba hecho, buscaba los signos de su zodíaco. Se asomaba a la boca del Etna para besar su conmoción y registrarla en una película perdida. Escuchaba el flujo y el reflujo de las mareas. Por eso supo, y escribió, que el amor por la pantalla tenía lo que ningún amor había tenido: paciencia y revelación, la dosis exacta de temblor ultravioleta.

Sumario

Jean Epstein, de la vanguardia narrativa al filme de naturaleza

Joël Daire

Jean Epstein: imágenes de un mundo flotante

Alberto Ruiz de Samaniego

Ultra-moderno. Jean Epstein: el cine «Al servicio de las fuerzas de transgresión y de revuelta»

Nicole Brenez

Una biología de los regímenes de conciencia.

Jean Epstein y el futuro del cine

Josep M. Català Domènech

Jean Epstein: un sentimiento oceánico

Roberto Amaba

La photogénie de Epstein como visión corpórea, sensación interior, encarnación queer y ética

Christophe Wall-Romana

Fotogenia plástica

Érik Bullot

Infinitamente futuro.

Los ensayos sobre cine de Jean Epstein

Daniel Pitarch

Un acuario infinito

Mariel Manrique

Un recorrido biográfico

Daniel Pitarch

Autores de los textos

Tomado de: Shagrila Ediciones

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Prólogo de Cintio Vitier a “Notas de Viaje”

Por Cintio Vitier

Palabras de Cintio Vitier al prólogo del libro Notas de Viaje.

Si un héroe de las gestas libertarias latinoamericanas, de Bolívar a nuestros días, ha sido atractivo para las juventudes, no sólo nuestras, sino del mundo entero, ése es Ernesto, Che, Guevara.

Ni siquiera la condición de mito contemporáneo que alcanzará su figura más allá de la muerte pudo restarle, antes bien le acreció, esa vitalidad juvenil que parece constituir, junto con la audacia y la pureza, el secreto de su carisma. Llegar a la categoría de mito supone una cierta hieratización de la persona que se torna símbolo y bandera de tantas dispersas y vehementes esperanzas. Bueno es que así sea, porque la utopía histórica necesita rostros que la encarnen. Pero bueno es también que no perdamos de vista la cotidianidad formadora de esos hombres que fueron niños, adolescentes, jóvenes, hasta encenderse con el fulgor de los guías.

Y no porque pretendamos disolver su excepcionalidad en lo que sus vidas pudieron tener de común o familiar, sino porque el conocimiento de esas primeras etapas formativas nos da precisamente acceso al arranque prístino de su trayectoria posterior.

Todo lo cual resulta especialmente cierto y comprobable en el caso del Che, cuyo relato de aquel primer viaje que inició teniendo veintitrés años, con su amigo Alberto Granado, ha de ofrecer a los jóvenes de corazón la imagen jovial, divertida y seria, mordaz y cercanísima hasta casi sentir la risa, el tono de voz o el jadeo del asma, de un joven como ellos que supo llenar de juventud toda su vida, que supo madurar su juventud sin marchitarla. A los jóvenes de corazón, no de mera cronología, va dedicada la edición de los apuntes de este viaje incondicionado, libre como el viento, sin otro propósito que conocer mundo, jinetes los dos amigos en la rugiente moto nombrada Poderosa II, que rindió el ánima en mitad de la aventura, pero le comunicó el alegre impulso que llega hasta nosotros y va a perderse en el horizonte americano.

Quien iba a ser uno de los héroes del siglo XX nos advierte al comienzo de estas páginas: “No es éste el relato de hazañas impresionantes”.[1] La palabra “hazañas”, sin embargo, queda vibrando encima de las otras, porque no podemos ya leer estas páginas sino desde su propio futuro, desde la imagen que se halló a sí misma en la Sierra Maestra y alcanzó su máxima perfección en la Quebrada del Yuro. Si la aventura juvenil no hubiera sido el preludio de la formación revolucionaria, estas páginas serían distintas, las leeríamos de otro modo que no podemos imaginar.

Basta saber que son del Che, aunque las escribiera antes de ser el Che, para que las leamos como en el fondo él ya presentía que deberían leerse, cuando nos dice:

El personaje que escribió estas notas murió al pisar de nuevo tierra argentina, el que las ordena y pule, yo, no soy yo, por lo menos no soy el mismo yo interior. Ese vagar sin rumbo por nuestra “Mayúscula América” me ha cambiado más de lo que creí.

Se trata, pues, del testimonio —el negativo fotográfico, dice también—, de una experiencia de cambio, de metanoia, de primera “salida” quijotesca a su manera seminconsciente —como va a serlo a plenitud la última—, hacia el mundo exterior que paradójicamente será, como en el Quijote, el ámbito mismo de la conciencia. Un viaje, pues, del “espíritu soñador” hacia la toma de conciencia, que en principio, y con la perfecta lógica de lo imprevisible, se proyectaba hacia Norteamérica, como en efecto lo fue, definitivamente: hacia el “negativo fotográfico” de Norteamérica que es el Sur de la pobreza y el desamparo americanos, y hacia el conocimiento real de lo que Norteamérica significa para nosotros, desde nosotros.

“Todo lo trascendente de nuestra empresa se nos escapaba en ese momento, sólo veíamos el polvo del camino y nosotros sobre la moto devorando kilómetros en la fuga hacia el norte”. Y ese “polvo del camino” ¿no era en verdad, sin saberlo todavía él, el mismo polvo que viera Martí viajando de la Guaira a Caracas “en vulgar cochecillo”? ¿No era el quijotesco polvo en que se le aparecían los fantasmas de la redención americana, “la natural nube de polvo que debió levantar, al caer al suelo, nuestro terrible manto de cadenas”?[2]

Pero Martí entonces venía del Norte y el Che iba hacia sí mismo, entreviendo sólo, a través de anécdotas y estampas, su destino.

Comeback, el perrito que se nos presenta tan gracioso y con “impulsos de aviador” saltando de la moto de Villa Gesel a Miramar, medio celestino de Chichina por más señas, reaparece en la Sierra Maestra como el cachorro mascota al que hay que ahorcar por sus ”histéricos aullidos” durante la emboscada, que se frustró, a Sánchez Mosquera. Misterioso nombre el de ese lugar: Agua Revés. “El cachorro, tras un último movimiento nervioso, dejó de debatirse. Quedó allí, esmirriado, doblada su cabecita sobre las ramas del monte”. Pero al final de este episodio de Pasajes de la Guerra Revolucionaria (1963), descansando en el caserío de Mar Verde, otro perro aparece:

Félix le puso la mano en la cabeza, el perro lo miró; Félix lo miró a su vez y nos cruzamos algo así como una mirada culpable.

Quedamos repentinamente en silencio. Entre nosotros hubo una conmoción imperceptible.

Junto a todos, con su mirada mansa, picaresca, con algo de reproche, aunque observándonos a través de otro perro, estaba el cachorro asesinado.[3]

Era Comeback que volvía, haciéndole honor a su nombre, recordándonos también lo que dijera Ezequiel Martínez Estrada, nuestro otro gran argentino, del Diario de campaña de Martí:

Esas emociones, esas sensaciones no pueden describirse ni expresarse en el lenguaje de los poetas y los pintores, los músicos y los místicos: pueden ser (…) absorbidos sin respuesta como los animales con sus ojos contemplativos y absortos.[4]

La confrontación de Pasajes de la Guerra Revolucionaria con las presentes Notas de viaje, no obstante los más de diez años transcurridos, nos revelan que éstas son el modelo o patrón literario de aquéllos. La misma sobriedad, la misma lisura, el mismo frescor ágil, idéntica concepción de los momentos que deben darle unidad a cada breve capítulo, y desde luego el mismo pulso imperturbable que acepta lo risueño y lo trágico sin distenderse ni crisparse.

No se busca el acierto, sino la fidelidad a la experiencia y la eficacia narrativa. Logradas ambas, el acierto viene solo, se sitúa en su lugar imposesivo, no deslumbra ni estorba: contribuye. Aquí está formado ya, con escasos tanteos o vacilaciones, el estilo del Che, que los años únicamente pulirán como él pulió su voluntad con la delectación de un artista, pero no de un artista de las letras: un callado pudor lo obliga a no detenerse demasiado en ellas, pasar con ella hacia la poesía de la imagen desnuda, devuelta con mínimo toque —imprescindible—, a la realidad. El círculo “yo-ello-en mí”, se cierra y abre continuamente sin densificarse nunca, alojando un estilo que prefiere ignorarse, portador de las cosas que está diciendo sin que pierdan aquí (en estas Notas…), su novedad o su guiño, allá (en los Pasajes…), su peso, giro, deslumbre, mas pasadas a la imperceptible ingravidez del relato. Entre la sensación anotada (“el empecinado asesino dejaba un rastro de ranchos quemados, de tristeza hosca…”)[5] y el relato que se persigue a sí mismo (“mi boca narra lo que mis ojos le contaron”), fluye la prosa en la página y a veces, desde ella, nos mira.

Prosa de los ojos, de gran visualidad, dibujante hasta donde la vista alcanza, con el toque interior cuando el paisaje mismo lo contiene:

El camino serpentea entre los cerros bajos que apenas señalan el comienzo de la gran cordillera y va bajando pronunciadamente hasta desembocar en el pueblo, tristón y feucho, pero rodeado de magníficos cerros poblados de una vegetación frondosa.

En el episodio del robo frustrado del vino, como en otros que espontáneamente van a unirse al linaje de la picaresca tradicional, no faltan preciosismos de dicción:

repasando mentalmente las sonrisas con que se acogían mis morisquetas de borracho para encontrar en alguna la ironía sobradora del ladrón.

Lo extraño vuelve. En “Exploración circunvalatoria”: “La noche oscura nos traía mil ruidos inquietantes y una extraña sensación de vacío a cada paso que dábamos en la oscuridad”. En Pasajes de la guerra… “Aquí, en la emboscada, sucedió un minuto de extraño silencio; cuando fuimos a recoger los muertos, luego del primer tiroteo, en el camino real no había nadie…” Las imágenes generalmente irrumpen con la plenitud y mudez propias del mundo del ver:

La enorme figura de un ciervo cruzó como exhalación el arroyo y su figura plateada por la luna saliente se perdió en la espesura. Un palpetazo de “naturaleza” nos dio en el pecho… (“Exploración…”).

Su voz y su presencia en el monte, alumbrado por las antorchas, adquirían tonos patéticos y se notaba cómo muchas gentes cambiaban de idea por la opinión de nuestro líder. (Pasajes…) [6]

No obstante aludirse a la voz y al tono, la escena nos parece muda o como vista de muy lejos, pero sobre todo vista.

Parecido silencio envuelve, en las notas de este viaje, a los varios episodios quijotescos o chaplinescos que nos cuentan, como el ya  citado del robo del vino, la persecución nocturna de los dos jóvenes “por un enjambre de bailarines enfurecidos”, los mismos jóvenes enrolados en un carro de bomberos peruanos, la deliciosa aventura de los melones y su flagrante huella sobre las olas, ola enigmática de la foto imposible en un rancho pobrísimo de un cerro caraqueño.

El semifinal de la Poderosa II está dicho con gran eficacia cinematográfica:

por unos momentos no vi nada más que formaciones semejantes a vacunos que pasaban velozmente por todos lados mientras la pobre Poderosa aumentaba su velocidad impulsada por la fuerte pendiente.

La pata de la última vaca fue todo lo que tocamos —por un verdadero milagro— y, de pronto, apareció a lo lejos un río que parecía atraernos con una eficacia aterradora. Largué la moto contra el costado del camino y subió los dos metros de desnivel en un santiamén, quedando incrustada entre dos piedras y nosotros ilesos.

Todo como ocurriendo sólo para nuestros ojos, dentro de un silencio fílmico.

Estas aventuras juveniles, veteadas de jocundia, humor y frecuente autoironía, no van en busca del “paisajismo” sino del “espíritu del monte”. Por eso en el capítulo titulado “Por el camino de los siete lagos” leemos:

pero ocurre un hecho curioso: se produce un empalagamiento de lago y bosque y casita solitaria con jardín cuidado. La mirada superficial tendida sobre el paisaje, capta apenas su uniformidad aburrida sin llegar a ahondar en el espíritu mismo del monte…

Ese “espíritu” se dio, de golpe, en la aparición súbita del mentado ciervo: “Caminábamos despacio temerosos de interrumpir la paz del santuario de lo agreste en que comulgábamos ahora”. Se borra aquí la ironía dedicada al tópico religioso: “El domingo por la promesa del asau, fue esperado con una unión religiosa por ambos ayudantes”. Muertos de risa saldrían de una iglesita a la que no entraba Cristo por más que desde el púlpito lo invitara y anunciara la retórica vacía de una cura infeliz. En cambio, sin ser creyentes, en lo agreste podían sentir la presencia metafórica de un “santuario” donde comulgar con el “espíritu” de la naturaleza revelada. Lo que enseguida nos recuerda imágenes análogas de Martí (que sí fue un creyente libre), como ésta de sus Versos sencillos: “Busca el obispo de España / Pilares para su altar; / ¡En mi templo, en la montaña, / El álamo es el pilar!”[7]

Ya en Valparaíso, el 7 de marzo de 1952, ocurre el encuentro frontal con la injusticia encarnada en una víctima: la vieja asmática clienta del boliche La Gioconda:

La pobre daba lástima, se respiraba en su pieza ese olor acre de sudor concentrado y patas sucias, mezclado al polvo de unos sillones, única paquetería de la casa. Sumaba a su estado asmático una regular descompensación cardíaca.

Y después de completar el cuadro del total desamparo, amargado más aún por el rencor familiar que rodeaba a la enferma, escribe el Che —sintiéndose impotente como médico, aproximándose a la toma de conciencia que despertará su otra vocación definitiva—, estas palabras memorables:

Allí, en estos últimos momentos de gente cuyo horizonte más lejano fue siempre el día de mañana, es donde se capta la profunda tragedia que encierra la vida del proletariado de todo el mundo; hay en esos ojos moribundos un sumiso pedido de disculpas y también, muchas veces, un desesperado pedido de consuelo que se pierde en el vacío, como se perderá pronto su cuerpo en la magnitud del misterio que nos rodea.

Imposibilitados de continuar de otro modo, deciden seguir de polizones en el barco que habrá de conducirlos a Antofagasta. Como tales no ven, o no ve el Che, por el momento, las cosas tan claras:

Allí (mirando el mar, apoyados en la borda del San Antonio) comprendimos que nuestra vocación, nuestra verdadera vocación era andar eternamente por los caminos y mares del mundo. Siempre curiosos; mirando todo lo que aparece ante nuestra vista.

Olfateando todos los rincones, pero siempre tenues, sin clavar nuestras raíces en tierra alguna, ni quedarnos a averiguar el sustratum de algo; la periferia nos basta.

Es la atracción marinera, más que la atracción del “camino” del caminante. Ya al entrar en Valparaíso, apuntó: “el puerto mostraba a lo lejos su tentador brillo de barcos mientras el mar negro y cordial nos llamaba a gritos con su olor gris” (preciosa sinestesia de una rica sensualidad). La tierra pide arraigo, aunque sea pasajero; el mar es como la imagen de la liberación absoluta de toda raíz. “Ya siento flotar mi gran raíz libre y desnuda…”, el verso que preside el capítulo sobre la liberación de Chichina (porque la mujer es siempre más tierra que mar), lo dice todo. ¿Todo? Otra raíz lo desgarró en los ojos de la vieja chilena asmática. Y pronto punzaría otra vez su pecho al amistarse con el matrimonio de obreros chilenos perseguidos por comunistas, en Baquedano:

El matrimonio aterido, en la noche del desierto, acurrucados uno contra el otro, era una viva representación del proletariado en cualquier parte del mundo.

Compartieron con ellos sus mantas, como buenos hijos de San Martín:

Fue esa una de las veces en que he pasado más frío, pero también, en la que me sentí más hermanado con esta para mí extraña especie humana.

Es curiosa esta extrañeza, este como entrañable distanciamiento que todavía lo envuelve desde su soledad aventurera. Nada más solitario que la aventura. Hasta cuando se apiada de los galeotes o del niño azotado don Quijote está solo, rodeado por la extrañeza, por la locura del mundo circundante. En sus Meditaciones del Quijote, José Ortega y Gasset dijo, como centro de su reflexión: “Yo soy yo y mi circunstancia”, lo que ha solido entenderse como la suma o simbiosis de dos factores. También puede entenderse como una disyunción, como que en el “yo” se dan, separados, distanciados, aunque tensamente relacionados, los dos factores. Así aparecen todavía en estas memorias de la primera “salida” del Che, quien nos dice:

A pesar de que se había perdido la desvaída silueta de la pareja en la distancia que nos separaba, veíamos todavía la cara extrañamente decidida del hombre y recordábamos su ingenua invitación: “vengan, camaradas, comamos juntos; vengan, yo también soy atorrante”, con que nos mostraba en el fondo su desprecio por el parasitismo que veía en nuestro vagar sin rumbo.

¿De quién sería el secreto desprecio que aquí se intuye: de aquel humilde obrero o del Che mismo? ¿O quizás ni de uno ni del otro, sino del encuentro “en la noche del desierto”, compartiendo el mate, el pan, el queso, las frazadas, surgió la chispa iluminadora de un doloroso distanciamiento?

Por lo demás, ya estamos en Chuquicamata, con la mina y el minero del Sur hemos topado:

Eficacia fría y rencor impotente van mancomunados en la gran mina, unidos a pesar del odio por la necesidad común de vivir y especular de unos y de otros…

Aparece, imponente, la necesidad, y el salto de una amorosa idea que sólo en Cuba, en un inspirado discurso, logrará su contexto, alcanzará su posible sentido:

…veremos si algún día, algún minero tome un pico con placer y vaya a envenenar sus pulmones con consciente alegría. Dicen que allá, de donde viene la llamarada roja que deslumbra hoy al mundo, es así, eso dicen. Yo no sé.

Efectivamente en Cuba, en 1964, esta idea se le entrelazará con palabras de León Felipe que no sabemos si ya se habían publicado y el Che las conocía cuando escribió lo anterior: palabras que en él adquieren la fuerza de una utopía que empezaba a tocar con sus manos:

porque nosotros podríamos decirle hoy a ese gran poeta desesperado que viniera a Cuba, que viera cómo el hombre después de pasar todas las etapas de la enajenación capitalista, y después de considerarse una bestia de carga uncida al yugo del explotador, ha reencontrado su ruta y ha reencontrado el camino del juego. Hoy en nuestra Cuba el trabajo adquiere cada vez más una significación nueva, se hace con una alegría nueva.[8]

Por lo pronto, en marzo de 1952, el Che se dice: “veremos… eso dicen. Yo no sé”. Las duras lecciones continúan en el capítulo titulado “Chuquicamata”, el pueblo minero que “parece ser la escena de un drama moderno”, sobriamente descrito con equilibradas dosis de impresiones, reflexiones y datos. Su mayor lección es la que “enseñan los cementerios de las minas, aun conteniendo sólo una pequeña parte de la inmensa cantidad de gente devorada por los derrumbes, el sílice y el clima infernal de la montaña”. En su ojeada de despedida, el 22 de marzo de 1952, o algún tiempo después, revisando sus notas, concluye el Che: “El esfuerzo mayor que debe hacer (Chile), es sacudirse el incómodo amigo yanqui de las espaldas y esa tarea es, al menos por el momento, ciclópea”. El nombre de Salvador Allende nos detiene.

En moto, en camiones o camionetas, en barco, en un “forcito”, pernoctando en comisarías, a la intemperie o en albergues ocasionales, luchando el Che casi siempre con el asma, divertidos y animosos hasta la temeridad, los dos amigos atraviesan la Argentina y Chile. A Perú entran a pie. El indio peruano los impresiona como el indio mexicano a Martí:

Sus miradas son mansas, casi temerosas y completamente indiferentes al mundo externo. Dan algunos la impresión de que viven porque eso es una costumbre que no se pueden quitar de encima.

Es el reino de la piedra vencida y de la Pachamama, la Madre telúrica que recibe “el escupitajo de coca” con sus “penas adheridas”. El reino de la muerte y su retórica provinciana, máscara de un odio al difunto el de “sus semejantes”, por eso, por serlo. El ombligo del mundo, donde Mama Ocllo enterró en la tierra el clavo de oro. El lugar elegido por Viracocha. El Cuzco. Y allí, en medio de la barroca procesión del Señor de los Temblores, que es “un Cristo retinto”, como eterno recordatorio del Norte que sólo puede verse desde el Sur americano, su reverso fatal y denunciante:

Sobre la pequeña tabla de los nativos agrupados al paso de la columna, emerge, de vez en cuando, la rubia cabeza de un norteamericano, con su máquina fotográfica y su camisa sport, (que) parece (y en realidad lo es) un corresponsal de otro mundo…

La catedral del Cuzco le saca al Che el artista, con observaciones como ésta: “El oro no tiene esa suave dignidad de la plata que al envejecer adquiere encantos nuevos, hasta parece una vieja pintarrajeada la decoración lateral de la catedral”. De las muchas iglesias visitadas le queda, solitaria y muy gaucha, “la imagen lastimera de la capilla de Belén que con sus campanarios abatidos por el terremoto parece un animal descuartizado sobre la colina en que está emplazada”. Pero su juicio más penetrante sobre el barroco colonial peruano lo encontraremos en las líneas finales que cierran, con agudo contraste, su impresión de la catedral de Lima…

Aquí el arte se ha estilizado, casi diría afeminado algo: sus torres son altas, esbeltas, casi las más esbeltas de las catedrales de la colina; la suntuosidad ha dejado el trabajo maravilloso de las tallas cuzqueñas para tomar el camino del oro; sus naves son claras, en contraste con aquellas hostiles cuevas de la ciudad incaica; sus cuadros también son claros, casi jocundos y de escuelas posteriores a la de los mestizos herméticos que pintaron los santos con furia encadenada y oscura.

La visita a Machu Picchu, el 5 de abril, le dará tema para una crónica periodística que publicará en Panamá,[9] el 12 de diciembre de 1953, crónica en la que se nota un cuidadoso acopio de datos, de información histórica y una cierta intención didáctica que está ausente de sus apuntes personales. Algo semejante sucede, aunque con mayor peso de la experiencia vivida, con la crónica titulada “Un vistazo a los márgenes del gigante de los ríos”, también publicada en Panamá, el 22 de noviembre de 1953, en la que se relata el viaje en balsa por el Amazonas. La balsa, humorísticamente llamada Mambo-Tango para que no se le acusara de ser fanáticos de este último género, los llevó con mil trabajos y tumbos a conocer la dura realidad de los indígenas en la selva. De la altura solitaria del “enigma de piedra” al enervante desamparo de las márgenes amazónicas, era como viajar por la tierra genesíaca de la América de la que, celebrando sus veinticuatro años en el leprosorio de San Pablo, dijera bolivariana y martianamente: “Constituimos una sola raza mestiza que desde México hasta el estrecho de Magallanes presenta notables similitudes etnográficas. Por eso, tratando de quitarme toda carga de provincialismos exiguos, brindo por Perú y por América Unida”.

Ni una pizca de solemnidad en la evocación de estas palabras, antes bien las resume y comenta con un desenfado que, fingiéndolas retóricas, las pone justamente al margen de toda convención: “Grandes aplausos coronaron mi pieza oratoria”, apunta. Lo mismo hace cuando en la carta a la madre desde Bogotá, el 6 de julio del 52 (incluida aquí para completar el relato de la experiencia colombiana), se refiere otra vez a su “discurso muy panamericano que mereció grandes aplausos del calificado y un poco piscado público asistente”; y al aludir, con marcada ironía cariñosa, a las palabras de gratitud de Granado: “Alberto, que ya pinta como sucesor de Perón, se mandó un discurso demagógico en forma tan eficaz, que convulsionó a los homenajeantes”. Pero de lo que éstos, los enfermos del leprosorio, hacen y dicen, habla de otro modo, velando la emoción de su inocultable patetismo con otra sobriedad. Así sobre la despedida del leprosorio de San Pablo, escribe:

Por la noche, una comisión de enfermos de la colonia vino a darnos una serenata homenaje, en la que abundó la música autóctona, cantada por un ciego; la orquesta la integraban un flautista, un guitarrero y un bandoneonista que no tenía casi dedos del lado sano, lo ayudaban con un saxofón, una guitarra y un chillador. Después vino la parte discursiva en donde cuatro enfermos por turno elaboraron como pudieron sus discursos, a los tropezones; uno de ellos desesperado porque no podía seguir adelante acabó con un: “tres hurras por los doctores”. Después Alberto agradeció en términos rojos la acogida…

En la carta a la madre insiste en detalles de esta escena (“el acordeonista no tenía dedos en la mano derecha y los reemplazaba por unos palitos que se ataba a la muñeca”, “casi todos con figuras monstruosas provocadas por la forma nerviosa de la enfermedad”), intentando sin éxito, para no entristecer demasiado, compararla con un “espectáculo de película truculenta”; pero la desgarrada belleza de esa despedida está mejor en el desnudo apunte:

Soltaron amarras los enfermos y el cargamento se fue alejando de la costa al compás de un valsecito y con la tenue luz de las linternas dando un aspecto fantasmagórico a la gente.

Lo que en la carta a la madre llama “semisorna” (familiar, o fraternal, o vuelta hacia sí mismo), no era más, repetimos, que ironía cariñosa o velado pudor. De su experiencia con los leprosos, a los que seguramente hicieron tanto bien —y de ahí la inmensa gratitud—, no sólo con la atención a cada caso sino también jugando al fútbol o conversándoles con su desprejuiciada, hermanadora y fuerte humanidad, raíz en el Che del revolucionario en ciernes, subrayamos estas despojadas palabras: “Si hay algo que nos haga dedicarnos en serio, alguna vez, a la lepra, ha de ser ese cariño que nos demuestran los enfermos en todos lados”. Cuán en serio iba a ser esa dedicación, y cuán profunda, entendiendo por “lepra” toda la miseria humana, no podía suponerlo todavía.

Leídos estos apuntes llenos de tantos contrastes y enseñanzas, de tanta comedia y tragedia, como la vida misma, y comentados sin propósito exhaustivo, sólo con ánimo sugeridor, nos queda la alegre imagen del Che llegando a Caracas, envuelto en su manta de viaje, mirando el panorama americano “mientras vociferaba versos de toda categoría acunados por el rugir del camión”.

Sin comentarios dejamos, porque en su terrible desnudez y majestad no los necesita ni los tolera, esa página absolutamente excepcional titulada “Acotación al margen”, que no sabemos si debe situarse al principio o al final: esa insondable “revelación” del destino que el Che vio “impreso en la noche” con cuyo ser se confundía en espera de la sentencia (“el tajo enorme”) del “gran espíritu rector”, del Gran Semí que en la visión martiana de Nuestra América regara “por las naciones románticas del continente y por las islas dolorosas del mar, la semilla de la américa nueva”10[10] .

Página inexorable que, como a la luz de un relámpago trágico, nos alumbra el “sagrado recinto” que había en el fondo del alma de aquél que se llamó “este pequeño condottieri del siglo XX”; de aquél que, en nuestra invencible esperanza, vuelve siempre a sentir bajo sus talones “el costillar de Rocinante” y vuelve siempre otra vez “al camino” con su adarga al brazo.[11]

Cintio Vitier

Mayo de 1992

[1] El primer viaje de Ernesto Guevara con su amigo Alberto Granado, del que los apuntes que presentamos son testimonio, abarcó cinco países — Argentina, Chile, Perú, Colombia, Venezuela—, y se extendió desde Córdoba, en diciembre de 1951, hasta Caracas, el 26 de julio de 1952. Testimonio basado en un Diario que, según haría también al redactar sus Pasajes de la Guerra Revolucionaria, refirió utilizar como materia prima para sus crónicas.

[2] José Martí: Obras completas, Editorial Nacional de Cuba, 1963-1973, t. 7, pp. 289-290.

[3] Ernesto Che Guevara: Obras 1957-1967, Casa de las Américas, 1970, t. I, pp. 331-332.

[4] Ezequiel Martínez Estrada: Martí revolucionario, Casa de las Américas, 1967, p. 414, no. 184.

[5] Ernesto Che Guevara, ob. cit., t. 1, p. 330.

[6] Ibid, p. 320.

[7] José Martí, ob. cit., t. 16, p. 68.

[8] Ernesto Che Guevara, ob. cit., t. II, p. 333.

[9] “Machu Picchu, enigma de piedra en América”, Revista semanal Siete, Panamá (N. del E.).

[10] José Martí, ob. cit., t. 6, p. 23.

[11] Ernesto Che Guevara, ob. cit., t. II, p. 693: Carta de despedida a sus padres.

Tomado de: Centro de Estudios Che Guevara

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La Comuna de París

Autores: Karl Marx, Friedrich Engels, Vladímir Ilich Lenin

La presente recopilación recoge una serie de textos de Marx, Engels y Lenin sobre la Comuna de París. Desde La guerra civil en Francia de Karl Marx, hasta el trabajo de Lenin «En memoria de la Comuna», los «clásicos» del materialismo dialéctico e histórico reflexionan sobre un excepcional acontecimiento político: la primera revolución genuinamente proletaria. Sus reflexiones sobre el suceso nutrirían el acervo teórico del marxismo, especialmente la teoría del Estado, profundamente reformada después de las enseñanzas de la Comuna.

Contenidos

Karl Marx. Manifiesto del Consejo General de la Asociación Internacional de los Trabajadores sobre la guerra civil en Francia en 1871. A todos los miembros de la Asociación en Europa y los Estados Unidos

Apéndices

Friedrich Engels. Introducción a la edición alemana de La guerra civil en Francia, publicada en 1891

Vladímir Ilich Lenin. Las enseñanzas de la Comuna

Karl Marx. Cartas a Kugelmann

Vladímir Ilich Lenin. En memoria de la Comuna

Karl Marx (1818-1883), analista clarividente de la evolución social y económica, y defensor de la transformación emancipadora del Estado y la sociedad, es sin duda el pensador más influyente del mundo contemporáneo. Sus ideas ganaron rápida aceptación en el movimiento socialista y sus textos se consagraron como lectura ineludible para cualquier tendencia ideológica. Filósofo, sociólogo, historiador, economista y activista revolucionario, su extensísima obra ha alcanzado el estatus de referencia universal.

Friedrich Engels, filósofo y revolucionario, nació en Barmen-Elberfeld (reino de Prusia), actualmente Wuppertal, Renania, el 28 de noviembre de 1820, en el seno de una próspera familia propietaria de negocios textiles y vitivinícolas. Vinculado por tradición a los negocios familiares –muchos años de su vida los pasó en Mánchester, a cargo de la empresa textil del padre–, por devoción se ligó desde muy joven a la causa revolucionaria. Amigo íntimo y colaborador intelectual de Karl Marx, a quien sostuvo económicamente durante décadas, las obras que escribieron ambos, juntos o por separado, fueron fundamentales para el nacimiento del comunismo, el socialismo o el sindicalismo modernos. El ‘gentleman’ comunista murió en Londres, el 5 de agosto de 1895, cuando trabajaba en la edición de un libro IV de «El capital».

Vladímir Ilich Ulianov Blank, Lenin (1879-1924) Político, revolucionario, teórico político y comunista ruso. Como estudiante de Derecho, se vinculó a grupos revolucionarios marxistas, lo que le valió en 1897 un destierro a Siberia. Aquí se casó con Nadezhda Krupskaya y escribió El desarrollo del capitalismo en Rusia. Desde 1905 se exilió en Suiza, donde escribió Materialismo y empiriocriticismo (1908). También estuvo en Finlandia, donde escribió El Estado y la Revolución (1917) en el que Lenin definía ese Estado como una fase transitoria y necesaria de dictadura del proletariado, que habría de preparar el camino para el futuro comunista. En 1917, Lenin regresó a Petrogrado. Rusia estaba siendo derrotada por los alemanes en la Primera Guerra Mundial, lo que había provocado el derrocamiento del zar Nicolás II y la instalación de un gobierno provisional de tipo burgués. Entonces Lenin proclamó su famosa Tesis de Abril donde exigía la retirada rusa de la guerra y la instauración del socialismo. El 7 de noviembre de 1917, los revolucionarios tomaron el Palacio de Invierno y al día siguiente Lenin fue nombrado Presidente del Consejo de Comisarios del Pueblo por el Congreso de los Sóviets de Rusia. En 1918, apoyó la firma del tratado Brest-Litovsk que restableció la paz con Alemania cediéndole territorios. En 1919 fundó la Internacional Comunista (Komitern). También ayudó a Trostski en la formación del Ejército Rojo, que venció al Ejército Blanco de los enemigos de la revolución. A partir de 1921, aplicó la Nueva Política Económica (NEP), que restauró la propiedad privada en algunos sectores de la economía, sobre todo en la agricultura. En mayo de 1923 se trasladó a Gorki, ciudad donde falleció el 21 de enero de 1924 por un infarto cerebral.

Tomado de: Akal

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“Feminismos para la revolución”: historias previas a la marea verde

Por María Daniela Yaccar

“¿Cómo, cómo compaginar mi trabajo con las obligaciones familiares?”: esta pregunta que podría hacerse una mujer cualquiera en la actualidad se la hizo Aleksandra Kollontay una noche silenciosa en la que cuidaba a su hijo enfermo. Ya sabía lo que no quería ni podía: “vegetar en el ambiente de una familia acomodada”. Fuera de las “preocupaciones hogareñas”, sin “conflictos” con su marido ni “control” familiar quería “vivir como una estudiante” y completar sus conocimientos. Así fue como puso fin a su matrimonio con el ingeniero Vladimir Kollontay, dejó al hijo en común al cuidado de su familia, se abocó a la Revolución. Su texto “Memorias” es uno de los más potentes de los que aparecen en la antología Feminismos para la revolución, compilada por la socióloga y doctora en Ciencias Sociales Laura Fernández Cordero.

Editado por Siglo XXI, reúne 14 voces que hablaron desde el feminismo incluso antes de que el movimiento tuviese un nombre, y que abarcan, en forma cronológica, desde 1800 hasta 1945. Se expresaron en tiempos muy agitados. Manifiestan posturas políticas disímiles, aunque todas pasaron por la izquierda. El libro precisamente establece un diálogo entre ambos espacios. También exhibe las tensiones. “Esta antología busca contrapesar el efecto de novedad de la marea feminista, no porque carezca de una faceta inédita, específicamente la masividad y cierta aceptación cada vez más generalizada, sino porque la búsqueda es comprenderla desde esos pasados que le dan fuerza”, explica la compiladora en la introducción. Quiere, además, correr a las voces que seleccionó del lugar de “heroínas”, invitando a un “ejercicio de memoria crítica”. Los pasados feministas retumban más por sus zonas de duda o contradicción que por las certezas, algo que les lectores podrán agradecer en tiempos de corrección política.

No son sólo figuras célebres las que eligió Fernández Cordero. En efecto, su tarea curatorial parte de la figura de Claire Démar, igual que Jenny D’Héricout traducida por primera vez al español. Ambas reclamaban por las promesas incumplidas de la Revolución Francesa y por el derecho al sufragio y el placer. Las que fueron pilares de la socialdemocracia y sus derivas, como Clara Zetkin, Kollontay y Luxemburgo, aparecen “mostradas bajo otra luz”. Es imperdible la conversación de Zetkin con Lenin acerca de la cuestión de la mujer, lo mismo que la carta que Luxemburgo escribe a su amante Leo Jogiches. “No puedo escribirte acerca de ninguna cosa, de ningún pensamiento o hecho sin recibir como respuesta las peroratas más tediosas y más insípidas”, escribe, el 13 de enero de 1900. “Es tu mala costumbre de hacer de mentor, que te has asignado a tú mismo y en la que pretendes aleccionarme y asumir el papel de educador. Tus actuales consejos y críticas con relación a mis ‘actividades’ aquí van mucho más allá de los límites de los consejos y acotaciones de buen amigo, para convertirse en una sistemática prédica”, lo reta.

Son muy disímiles también los textos de Feminismos… en cuanto a sus propósitos: algunos tienen el carácter de manifiesto político (con ejes en temas como el voto, un punto en discusión); otros exponen, como los citados de Luxemburgo y Kollontay, facetas muy íntimas de las autoras. Lo que conecta a ambos tonos son las resonancias actuales. Aparecen discusiones que incluso en estos tiempos no han sido saldadas. A lo mejor no habría que hacer una separación tan tajante entre ambos registros: en definitiva, lo que queda claro en esta antología es que lo personal es político, lema repetido dentro de esta marea.

Emma Goldman, definida como la “militante total” —cada una de las figuras es presentada por alguna característica, y con un breve perfil que recoge la sensibilidad de la época—, se enamoró de dos personas al mismo tiempo. De tanta entrega a la causa anarquista, coqueteó con la prostitución para financiar el atentado al empresario Henry Clay Frick. “Me preguntaba si podía ser amor. ¿Se podía amar a dos personas al mismo tiempo?”, se cuestionaba en su texto “Viviendo mi vida”. Los hombres en cuestión eran amigos entre sí y vivían con ella. Sasha (Alexander Berkman), a quien los biógrafos suelen llamar el hombre de su vida, amaba la Causa más que a nada en el mundo. Y no llenaba todos los “rincones” del ser de Emma. Fedia, de quien admiraba su amor por la belleza y su sensibilidad, llegaba a aquellos lugares que Sasha no podía alcanzar. “¡Sí, tiene que ser posible amar a más de una persona a la vez! (…) Durante aquellas semanas, Fedia y yo nos convertimos en amantes. Me había dado cuenta de que mis sentimientos por Fedia no tenían relación con mi amor por Sasha. Cada uno despertaba en mí diferentes emociones, me transportaban a mundos diferentes”. También en este texto narra su experiencia fallida con el trabajo sexual y se pregunta qué es esa revolución comunista que deja afuera el baile, el disfrute, el goce.

No son todas voces femeninas, también están los aliados socialistas y anarquistas como el “pornócrata” Charles Fourier —quien diseñaba un “nuevo mundo amoroso”— o el “universal” Joseph Déjacque. Aparecen Flora Tristán, que habló de obreros y obreras antes de que se publicara el Manifiesto Comunista, y la Bella Otero, que desafiaba la dicotomía de los sexos. Están las anarquistas, como Ana Piacenza y las mujeres del periódico La voz de la mujer, que no concebían revolución social sin emancipación de las mujeres y el amor libre. También las librepensadoras, señoras burguesas que desafiaron los mandatos de la Iglesia.

La cuestión sexual está tan en primer plano como la cuestión de la mujer. “Las discusiones sobre libertad sexual se dieron en los espacios más progresistas y de izquierda”, explica la socióloga. Estas 14 voces lo cuestionan todo. A sus propios compañeros, las burocracias partidarias, la moderación de sus editores —la mayoría de las autoras fundó periódicos, publicó folletos y libros y animó revistas—, a sus familias. Pero sin dejar de cuestionarse a sí mismas, así escriban sobre la hipocresía del matrimonio y el deseo de mirar a otros hombres, el rol de la Iglesia o la participación de la mujer en el movimiento obrero. Incluso, el amor hacia otras mujeres. Desataban reacciones furiosas a su alrededor, algo que también queda plasmado en estas páginas.

Lo interesante es que ayer y hoy el ímpetu es parecido: “El feminismo no participa como un partido compacto ni como un movimiento de contornos definidos, sino como forma de enunciación similar. Una posición enunciativa de la revuelta, revulsiva incluso contra sí misma”.

Tomado de: Página/12

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Caliban: Edición Conmemorativa por sus 50 años (+ Libro)

Por Caridad Tamayo Fernández

Al cumplirse cincuenta años de la aparición de uno de los ensayos más influyentes de las últimas décadas, la Casa de las Américas publica esta Edición Conmemorativa con la que rinde homenaje a un texto y a un autor que nos son muy cercanos.

Fechado entre el 7 y el 20 de junio de 1971, «Caliban» apareció por primera vez en el número 68 de la revista Casa de las Américas, correspondiente a los meses de septiembre-octubre de ese año, hace ahora medio siglo. Algún día dicho ensayo merecerá una edición crítica (desafío arduo, si los hay, pues Retamar trabajó incansablemente en sucesivas y ampliadas revisiones del texto original) y que escapa a la pretensión de esta entrega.

Aunque aquí nos limitamos a recoger el mencionado texto, no es posible ignorar que él se completa con la lectura de otros. Alguna vez el propio Retamar aseguró que «Caliban» se le volvió una suerte de encrucijada a la que conducían trabajos anteriores, y de la que partirían otros que aparecen en varios de sus libros. Una parte de ellos, sin embargo, está directamente relacionada con ese célebre «concepto-metáfora» o «personaje conceptual», razón por la cual, desde 1995 y bajo el título de Todo Caliban, suelen aparecer, en un mismo volumen, el ensayo de 1971 y los que han llegado a formar su singular saga: «Caliban revisitado» (1986), «Caliban en esta hora de nuestra América» (1991), «Caliban quinientos años más tarde» (1992) y «Caliban ante la Antropofagia» (1999). Por otra parte, «Adiós a Caliban» se incorporó como «Posdata de enero de 1993» al ensayo original a partir de su edición japonesa, de manera que así aparece desde entonces y de ese modo lo recogemos aquí.

Cada uno de dichos ensayos iba dando fe de las transformaciones a las que estaba asistiendo el mundo, entre ellas, el crecimiento de la derecha mundial. Si en 1971 parecía que el conflicto esencial en la arena internacional era el existente entre el Este y el Oeste, los ensayos sucesivos eran escritos mientras se producía una agudización de las tensiones entre el Norte y el Sur, la gran polaridad de estos tiempos, como bien percibía su autor. Precisamente esa disyunción atañía de lleno al ensayo inaugural. Lejos, por tanto, de agotarse con el momento en que fue concebido, aquel hito de eso que en las últimas décadas ha dado en llamarse «Calibanología», continuaba siendo pertinente.

Editor exquisito y autor obsesivo con la corrección permanente de sus propios textos, Fernández Retamar no dejó nunca de retocarlos. La versión de «Caliban» que aquí ofrecemos es la última que él llegó a revisar. Hemos querido ilustrar esta edición con las cubiertas de algunas de las muchas ediciones que conocen el ensayo y su descendencia. Por fortuna, Retamar conservó el manuscrito de su ensayo de 1971, con correcciones de su puño y letra. Algunas páginas de ese material, custodiado por su hija y albacea, la escritora Laidi Fernández de Juan –a quien agradecemos las ideas y facilidades que nos ofreció para llevar a término esta edición–, ilustran también este volumen.

Al redactar en 2018 una Nota de presentación para la edición mexicana de Todo Caliban –la última que su autor llegara a ver– Roberto Fernández Retamar expresó, con palabras que justifican esta Edición Conmemorativa más allá de los aniversarios: «Nada hace pensar que la imagen de Caliban tienda a ser innecesaria, porque se hubiese desvanecido la temible imagen de Próspero. Por el contrario, hoy, a más de medio milenio de 1492, cuando se inició el actual reparto de la Tierra, la imagen de Caliban tiene más vigencia que nunca».

Una tempestad de ideas

Graziella Pogolotti (Prólogo de la Edición Conmemorativa)

1

«Te vi como en la única ocasión en que mamá me permitió entrar en ese cuarto durante el tiempo que duró el parto de Caliban. Escribías en estado de gracia. Poseso, iluminado, apenas deteniéndote para comer algo frugal. Recuerdo esos días como si hubieran durado una eternidad. Mis diez años te echaban de menos, y por eso me permitieron asomarme un día. Había papeles por toda la habitación, en los libreros, en las sillas, en el suelo, regados, dispersos. Tú estabas sentado frente a la máquina de escribir, de espaldas a la puerta, y apenas me miraste. De una mesita, recogí los platos con restos de la comida anterior, y deposité el bocadito que mamá me había dado para ti. Las teclas sonaban en la Olivetti con un ritmo desenfrenado, que no fue interrumpido en ningún momento de mi breve visita». Así evoca Laidi Fernández de Juan, su hija, el nacimiento de Caliban en febriles jornadas creativas, desenlace dramático de años de meditación autocrítica, de revisión del saber acumulado de los días de la formación juvenil, iluminados por el batallar en el centro de los acontecimientos que definieron el perfil de una época, construcción edificada en noches sin sueño, en el hacer cotidiano del trabajo y en el diálogo con los amigos que concurrían a las tertulias dominicales, agrupados en el estrecho espacio de la sala donde, junto a los habituales, escritores, cineastas, diseñadores, gente de la cultura, aparecían visitantes latinoamericanos y, entre ellos, Roque Dalton, siempre apasionado, proyectado desde entonces hacia su destino final, ya inminente.

Con el balanceo incesante en su sillón favorito, Roberto Fernández Retamar conducía el diálogo. Era un intenso intercambio, atravesado por el ritmo de un acontecer en rapidísima sucesión y por el brote volcánico de acercamientos múltiples al marxismo, matizados por la relectura de los procesos de descolonización y sus repercusiones en el ancho campo de la cultura. Entre tantas voces, la de Retamar revelaba apuntes relampagueantes, primicias de la fragua ardiente de una escritura en gestación.

2

Cuando se emprenda la impostergable investigación de la historia de las ideas en Cuba, el repaso del siglo XX mostrará las evidencias de dos décadas críticas y decisivas. Una de ellas se sitúa en el entorno de los años veinte. La otra, equiparable tan solo a la etapa fundadora auspiciada por Félix Varela y a la extraordinaria altura alcanzada con la obra de José Martí, cristalizó en el decenio que siguió al triunfo de la Revolución Cubana.

La Segunda Guerra Mundial –Francia vencida y la Gran Bretaña bloqueada– actuó como un corrosivo sobre los ligámenes que aseguraban el dominio de las tradicionales potencias imperiales en extensos territorios de varios continentes. En grado diverso, por vía de negociación o mediante la lucha insurreccional se gestaba un movimiento descolonizador. En Asia, África y la América Latina, emergían intelectuales orgánicos apremiados por la necesidad de diseñar estrategias. En gran medida, el meridiano de las ideas se instalaba desde la perspectiva de un mundo hasta entonces silenciado. Estaban en juego la política, la economía, las relaciones internacionales, el replanteo de alianzas para configurar, en un ámbito característico por su diversidad, las bases de una plataforma común. Era indispensable, también, repensar la cultura, porque el dominio colonial intervino en la modelación de las mentalidades de sus víctimas. En este sentido, la obra de Frantz Fanon conserva una vigencia deslumbrante. Para que el radical empeño renovador fructificara, había que descartar la tentación, típica de todo aldeano vanidoso, de echar por la borda el saber acumulado al amparo de la expoliación secular de millones de desheredados. El desafío real era aún mayor. Consistía en apoderarse creativamente de ese caudal, descubrir sus claves secretas y dotarlo de un sentido emancipador.

3

Hay tiempos de aguas mansas y otros de marcha apresurada de la historia, estremecida en los planos de la economía, de la sociedad, golpeada por el ejercicio de la violencia de armas letales y por la crisis dramática de los valores más arraigados. En esas circunstancias, la persona, como barco ebrio arrojado a mares embravecidos, intenta encontrar brújula. En ese panorama hemos vivido los años que nutrieron el nacimiento de Caliban, hace ya medio siglo. Género híbrido por naturaleza, hecho de saber libresco y de experiencia de vida, transido de palpitantes referencias autobiográficas, el ensayo emerge con su incomparable capacidad de fracturar las falsas seguridades asentadas en los acomodaticios caminos trillados. Reino de la subjetividad, mantiene conexiones cómplices con la poesía.

Sabido es que el género, de aparición tardía, nació de manos de Montaigne, cuando la Francia ensangrentada aspiraba a cicatrizar las heridas causadas por la intolerancia y las guerras de religión. El autor no vivió resguardado entre los muros de su biblioteca. Era también hombre de andar a caballo, de tomar el pulso a la vida y de observar el mundo con perspectiva propia, en un acercamiento zigzagueante hacia el descubrimiento de un costado de la verdad. Con atisbo precursor, casi visionario, fue el primero en levantar dudas acerca de la legitimidad de la misión civilizatoria atribuida a los conquistadores del Nuevo Mundo. Sin saberlo, estaba iniciando un debate que, bajo el manto de otros nombres y de otras doctrinas, conserva en la actualidad una vigencia acrecentada.

En nota anexa a la versión original de Caliban, Roberto Fernández Retamar acota el substrato autobiográfico latente en un texto, testimonio de la alta temperatura pasional palpable en aquellos duros años de combate. El triunfo de la Revolución Cubana representó mucho más que el derrocamiento de una sangrienta dictadura alentada por el imperialismo en un continente donde, poco antes, la cautelosa reforma agraria bosquejada en Guatemala desencadenó una arrasadora invasión. Con ese antecedente, Cuba encarnaba una esperanza para los pueblos de nuestra América.

Sin embargo, el alcance de su programa radicalmente descolonizador fue mucho mayor. Rebasaba las fronteras de nuestra América con repercusiones en lo que había dado en llamarse «Tercer Mundo» y en amplios sectores progresistas comprometidos con un ideario socialista liberado de las ataduras dogmáticas que enturbiaron el desarrollo creativo de las fuentes originarias del marxismo. La Habana se convirtió en centro generador de un pensamiento ajustado a las inquietudes acuciantes de la contemporaneidad, en punto de convergencia para luchadores políticos de África y de la América Latina, así como para intelectuales y figuras relevantes del pensamiento, el arte y la cultura procedentes tanto de países subdesarrollados como europeos. A través de las publicaciones difundidas desde la Isla, la influencia del pensamiento emancipador se multiplicó. En ese contexto, el papel de la revista Casa de las Américas fue decisivo. Se convirtió en punto de mira para la ofensiva contrarrevolucionaria que se estaba implementando con el uso de paliativos reformistas como la Alianza para el progreso, de centros de entrenamiento para represores al servicio de dictaduras que no tardarían en llegar y la elaboración de un sofisticado programa en el terreno de la ideología destinado a socavar el creciente protagonismo de Cuba en el campo intelectual latinoamericano.

Provista de sólidos recursos financieros, bajo la dirección del reconocido intelectual uruguayo Emir Rodríguez Monegal, la revista Mundo Nuevo instaló su redacción en París, desde donde podía establecer un vínculo cercano con la creciente diáspora cultural latinoamericana. La ubicación en Europa ofrecía cobertura idónea a la adopción de una línea política de supuesta neutralidad. Se definía, de manera implícita, como contrapartida de la revista auspiciada por la Casa de las Américas. Su duración fue efímera, condenada a hacerse pública la documentación probatoria de origen de sus fuentes reales de financiamiento. La polémica en torno a Mundo Nuevo arrastró algunas rupturas. Otras se atribuyeron a errores cometidos en la aplicación de la política cultural cubana.

Sin embargo, el distanciamiento de los intelectuales obedecía a razones que sobrepasaban esas circunstancias. 1968 es una fecha que señala un punto de viraje. El mayo francés, irrupción de la rebeldía tercermundista en el corazón de Europa, fracasó. Se instauró un espíritu conservador, acomodado al buen vivir de un relativo bienestar material. Un año antes, había caído el Che en Bolivia. El movimiento guerrillero se atomizó. Mantuvo su presencia activa tan solo en algunos países de la América Central, donde conocería un reverdecer de esperanza a finales de los setenta con el triunfo sandinista. La violencia represiva de las dictaduras se instaló en gran parte de la América Latina con el saldo atroz de una generación inmolada y el estreno de las fórmulas extremas del neoliberalismo que aherrojó las economías nacionales a una acrecentada dependencia del capital financiero transnacional. El neocolonialismo se reafirmaba con el empleo de las doctrinas generadas por la escuela de Chicago. Muchos amigos de antaño cayeron en combate desigual. Otros se adscribieron, al amparo de una supuesta modernidad, al modelo civilizatorio que emanaba de los centros de poder.

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Una huella autobiográfica secreta, más íntima y entrañable, recorre el texto, «Somos hombres de transición», había dicho Retamar en uno de sus versos. Veníamos de muy lejos y el grácil aleteo de Ariel subsistía en nosotros, aun cuando, desde temprano, el corazón hubiera estado a la izquierda del pecho. El primer poemario publicado por Roberto Fernández Retamar, Elegía como un himno, homenaje a Rubén Martínez Villena, constituyó un acto de fe. Pero el autor confiesa su fascinación juvenil ante la lectura iniciática del Facundo, de Sarmiento. En un intenso camino de aprendizaje, tendríamos que despojarnos de los últimos rescoldos de Ariel para asumir, con plena responsabilidad, nuestra condición calibanesca.

Retamar había tenido acceso a la más refinada preparación académica. En sus ratos de ocio traducía poesías del griego al castellano. Profesor invitado en Yale, tuvo la oportunidad de estudiar a fondo la poesía hispanoamericana. En los cursos de Martinet en la Sorbona, conoció de las últimas tendencias de la lingüística, ciencia que tendría un influjo decisivo en el desarrollo del estructuralismo, presencia poderosa en todos los ámbitos de la cultura a partir de la década de los cincuenta. De arraigada cercanía a las ideas martianas que lo acompañarían en sucesivas relecturas a lo largo de toda la vida, era portador de una visión antimperialista y de una concepción descolonizadora, fundada en razones políticas y económicas.

En el vórtice de la oleada descolonizadora tricontinental, Cuba se convirtió en hervidero de ideas. La contribución de Fidel y el Che en este sentido, reconocida en términos formales por muchos, no ha sido valorada en su justa medida. Resultaba impostergable delinear una plataforma de pensamiento, elaborar definiciones y plantear interrogantes, ofrecer una lectura de la tradición socialista a partir del análisis riguroso de todos los componentes de la dominación colonial. Las consecuencias de la sujeción política y de la dependencia económica se tradujeron en el dramático legado del subdesarrollo. En más de una oportunidad, Roberto Fernández Retamar reconoció como contradicción fundamental de la época la contraposición entre países subdesarrollantes y territorios subdesarrollados. Estos últimos ofrecían una imagen engañosa. Mostraban sectores urbanos restringidos que cautivaban al visitante por su deslumbrante modernidad. La vitrina seductora ocultaba el desamparo y la miseria infinita que sustentaba una realidad ilusoria, tal y como lo observó Sartre en un primer tránsito casual por La Habana.

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Desde lo alto de un edificio habanero, Sergio, el protagonista de Memorias del subdesarrollo, contempla la ciudad a través de un catalejo. La fuerza impactante de la imagen subraya la síntesis metafórica de la perversa repercusión, en el campo de la cultura, del enajenante dominio colonial. Tras la cautelosa envoltura de un burgués acomodado en el vivir de la clase media, el personaje es portador de los desgarramientos y vacilaciones de un intelectual forjado a la sombra del modelo civilizatorio instaurado por el poder hegemónico, espantado ante el rostro de un Caliban que emerge desde abajo en procura de espacio propio, lacerado por las máculas y los apetitos trasmitidos a lo largo del tiempo por una cultura de la pobreza. La narración del filme se atiene al singular soliloquio de Sergio, aunque la visión crítica de Tomás Gutiérrez Alea se revela en la selección de los hechos y en el diseño de los conflictos, para mostrar la verdad de una existencia matizada por la grisura, el desconcierto y la impotencia, por la condición alienada de un intelectual despojado de las herramientas requeridas para desentrañar la esencia profunda del contexto específico en que habrá de desempeñar su papel. Como ocurre con buena parte de la obra de Gutiérrez Alea, Memorias del subdesarrollo constituyó un llamado perentorio a la necesaria toma de conciencia cuando en Cuba, en el llamado «Tercer Mundo» y en círculos progresistas de Europa se extendía el debate acerca del modo de definir el compromiso social del intelectual.

Sergio no constituía un arquetipo. Bien asimilada, la enseñanza de Brecht inducía al espectador a un distanciamiento crítico. Hijos del coloniaje, como lo ha señalado Roberto Fernández Retamar en más de una oportunidad, somos portadores de una doble cultura. Durante el paso por las aulas y, aun después, por interés personal, nos impregnamos de la tradición occidental. El autor de Caliban investigó el diálogo entre modernismo y generación del 98. En 1927, la primera vanguardia cubana se unió a los poetas españoles en la reivindicación de la obra de Góngora. Pero también nos ha tocado hurgar en archivos y bibliotecas, llevar adelante expediciones arqueológicas, seguir la pista de un quehacer a veces disperso en publicaciones de escasa circulación con el propósito de pulsar el ser de naciones en proceso de formación y desarrollo.

Con lucidez extrema, Retamar recalca el núcleo generador de la dramática confrontación que hoy amenaza el porvenir de la humanidad en el abordaje contrastante de civilización y barbarie en Sarmiento y Martí. A pesar de los indiscutibles valores del texto, Facundo se adhería a la consolidación definitiva del modelo colonial. Arraigada en el conocimiento profundo de las razones que castraron nuestras culturas originarias, en la percepción del peligro potencial del imperialismo naciente, afincada en el dominio de las realidades concretas de las tierras al sur del Río Bravo, Nuestra América articula una visión luminosa, asentada en una proyección emancipatoria cargada de futuridad.

La nueva novela histórica latinoamericana propone un cambio en el diálogo entre «el acá y el allá» e inicia el replanteo de la confrontación radical de dos modelos civilizatorios. En El reino de este mundo, los afrodescendientes sometidos a la esclavitud atesoran en la memoria la sabiduría forjada en la tierra de las grandes loas. Conviven en armonía con el mundo natural y dominan sus más recónditos secretos. Disponen de ellos para utilizarlos como armas de origen indescifrable en su primera insurrección emancipadora. Despojado de la capacidad de desentrañar el sentido de la historia, en su largo recorrido a través de un acontecer que lo sobrepasa, en un peregrinaje de progresiva alineación, Ti Noel encarna a los condenados de la tierra. Desde el acá de nuestras dolorosas tierras, a contrapelo de la historia oficial del Siglo de las Luces y de la Revolución Francesa, la de nuestra América se definía como un ininterrumpido cimarronaje. Faltaba mucho por andar, sin embargo, para desentrañar, en el plano de la conciencia, el alcance profundo de la opresión colonial.

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El primer día de septiembre de 1939, Hitler invadía Polonia. Comenzaba así un conflicto bélico que desbordaría las fronteras de la Europa incendiada. Hacia el este, la guerra se extendía al Pacífico. Involucraba los inmensos territorios de China, Corea y la Indochina francesa. Al sur del Mediterráneo, los combates se libraban también en el norte de África. Las antiguas potencias coloniales se debatían en una crisis irreversible. El planeta se achicaba y se hacía más interdependiente. La batalla anticolonial entraba en una nueva fase. La lucha en favor de la emancipación de los oprimidos rompía los límites locales para conformar las bases de una plataforma común de dimensión tricontinental; sin desatender los factores económicos revelaba también el papel determinante concedido a la castración de las culturas, la manipulación de la subjetividad y la anulación, por silenciamiento, de las conciencias.

Caribeño de origen, Frantz Fanon ejerció la psiquiatría en su Martinica natal. Atendió en su consulta a los pacientes más desamparados y tropezó con los muros infranqueables que se interponían en el logro de la indispensable comunicación. Con pobres recursos de un vocabulario prestado por Próspero con fines utilitarios, despojados de las raíces de su cultura propia, eran la encarnación viviente de las consecuencias últimas de un proceso de alienación destinado a mutilar el reconocimiento del yo, factor de afirmación identitaria, puntal decisivo de toda conciencia humana. La acción depredadora se había extendido a la humanidad silenciada de todo el planeta. La lucha en favor de la verdadera emancipación exigía el entendimiento de la naturaleza profunda del sistema de opresión. Para echar a andar, había que tomar la palabra. Fanon abandonó el recinto restringido de su consulta psiquiátrica para sumarse al combate en favor de la independencia de Argelia. Con el respaldo de Jean-Paul Sartre, publicó Los condenados de la tierra, un texto que removió de manera sustantiva el pensamiento de la época en secreta sintonía con las ideas que emanaban de la Revolución Cubana, en la activa solidaridad internacional con «los condenados de la tierra», desde la temprana colaboración médica con Argelia y en el énfasis en el papel decisivo de la conciencia, subrayado siempre por Fidel y el Che.

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Escribo estas líneas mientras el ciclón recorre el país de un extremo a otro, después de haberse abatido sobre las frágiles islas del arco antillano. Estamos en julio de 2021, año que quedará registrado en los anales de la historia por la pandemia que se extendió, incontenible, a través de todos los continentes.

En este panorama, la voz de «los condenados de la tierra» mantiene una vigencia estremecedora y, desde la distancia del medio siglo transcurrido, Caliban avanza hacia la construcción de una cultura orientada a sentar las bases de una perspectiva contrahegemónica, esencialmente descolonizadora, con respuesta a las nuevas formas de dominación y, a la vez, portadora del núcleo generador de la auténtica emancipación humana.

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Para Aristóteles, la tragedia inducía al reconocimiento de la verdad profunda que rige el destino de los hombres. Edipo, perspicaz descifrador de enigmas, no supo ver y, al descubrir las consecuencias de su ceguera, tuvo que arrancase los ojos. Llegado al ocaso de su vida, transido de melancolía, Shakespeare escribió La tempestad. En su obra toda, había bordeado el abismo reformulando preguntas inquietantes acerca de los conflictos del poder y la ambición. Ahora, enmascarado tras el juego de una comedia fantástica, se desdobla entre Próspero y Ariel, desgarrado entre las posibilidades infinitas de la obra de creación y las ataduras que sujetan la condición del artista. Todopoderoso, Próspero desata tempestades y rescata luego a las víctimas, en ejercicio de aparente magnanimidad, dueño de vidas y destinos, tejido con invisible hilo de acero. Condenado a cumplir los mandatos de Próspero, Ariel aspira tan solo a recibir, como retribución a los servicios prestados, el rescate de su libertad. Alígero si siempre no reconoce a su parigual en la monstruosa figura de Caliban. Próspero, en verdad, se ha ido despojando de su máscara. Su inmensa capacidad de invención abandona la búsqueda del reconocimiento de los vericuetos de la realidad para entregarse a la manipulación de un retablo de maravillas, en seductor dueño de marionetas privadas de conciencia. La obra de arte, polisémica por naturaleza, se gesta en la entraña de los conflictos de una época. Trasciende las circunstancias de su tiempo porque comparte la autoría con los lectores que habrán de abordarla desde perspectivas diversas, a través de generaciones sucesivas. Preserva así su fermento emancipador, su fuerza desencadenante de la necesaria anagnórisis. Al amparo del movimiento descolonizador, la figura mostrenca de Caliban sale de la gruta donde se había refugiado. De víctima desplazada accede al papel de protagonista.

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En 1971, la Europa socialista había entrado en un estancamiento irreversible. Antes de caer en Bolivia, el Che había advertido los síntomas de la corrosión que lastraba, en la teoría y en la práctica, el pleno desarrollado del sueño bolchevique. El movimiento de los países no alineados mantenía a duras penas una precaria unidad. El capital financiero se transnacionalizaba y la contrainsurgencia, en operación concertada en la América Latina toda, mediante la aplicación de la violencia, tronchaba la vida de una generación entera. La rebeldía del mayo francés se diluyó, acomodada a una promisoria economía del bienestar. Próspero parecía haber conjurado las tempestades latentes en el poderoso movimiento descolonizador. El modelo civilizatorio de antaño adoptaba las vestiduras de una modernización tecnocrática de inspiración neoliberal. Multiplicada en acelerada progresión geométrica, la riqueza acumulada derramaría el sobrante de sus utilidades sobre los condenados de la tierra. Sin embargo, bajo el volcán aparentemente adormecido, la lava ardiente proseguía su trabajo. Caliban, afianzado en el conocimiento de su realidad concreta, subvertía la palabra y el saber que alguna vez le fueron impuestos. Había llegado la hora de la anagnórisis, del reconocimiento de su verdad.

Ha transcurrido medio siglo desde entonces. En su expresión neoliberal, el capitalismo arranca al planeta sus reservas minerales sin parar mientes en la destrucción acelerada de los recursos de la naturaleza. Para asegurar su dominio, impone modelos de enseñanza orientados a entrenar hábiles operarios, carentes de formación humanista. Sometida a las leyes del mercado, la cultura ofrece un evasivo retablo de maravillas, un espectáculo seductor y renuncia por ello a estimular la acuciante búsqueda de la verdad, al ejercicio de su función provocadora de anagnórisis, reconocimiento de lo que somos, interrogante siempre renovada acerca del sentido de la existencia.

Y, sin embargo, contra viento y marea, Caliban ha salido de su gruta. Desde lo más profundo de nuestra América, las culturas originarias rescatan una sabiduría ancestral. Su proyecto descolonizador se ajusta a las demandas apremiantes de la contemporaneidad. Es el de los condenados de la tierra y también el de la humanidad toda. Propone un buen vivir en armonía con la naturaleza, de respeto y preservación de la madre tierra, fuente de vida y garantía de porvenir.

Involucrado en las grandes y pequeñas batallas de su época, Roberto Fernández Retamar vislumbró con lucidez que conserva vigencia estremecedora que Ariel conquistaría la libertad deseada cuando hiciera suyo el rostro y la palabra de Caliban.

Tomado de: La Ventana

Caliban: Edición Conmemorativa por sus 50 años en PDF

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